¿Era esto señal de un alcoholismo incipiente?, pensó Brunetti al descubrir que, durante el camino de regreso a la questura, sentía deseos de entrar en un bar a pedir otra copa de champaña. ¿O era, sencillamente, la reacción inevitable a la perspectiva de tener que hablar con Patta aquella mañana? Le parecía preferible la primera explicación.
Cuando abrió la puerta de su despacho, sintió una oleada de aire caliente tan palpable que se volvió a mirar si la veía rodar por el pasillo y arrollar a algún inocente que no estuviera familiarizado con los caprichos del sistema de calefacción. Todos los años, alrededor del día de santa Ágata, 5 de febrero, el calor invadía todos los despachos del lado norte de la cuarta planta de la questura al tiempo que desaparecía de los pasillos y despachos del lado sur de la tercera planta. La situación se prolongaba unas tres semanas, generalmente, hasta san Leandro, al que la mayoría de los empleados solían agradecer el favor de su liberación. Nadie había sido capaz no ya de corregir sino de comprender siquiera el fenómeno, a pesar de que hacía por lo menos cinco inviernos que se reproducía la anomalía. La caldera principal había sido objeto de exámenes, revisiones, reajustes, improperios y puntapiés de diversos técnicos, ninguno de los cuales había conseguido repararla. Los que trabajaban en aquellas dos plantas ya se habían resignado y adoptaban las medidas oportunas: unos se quitaban la chaqueta y otros se ponían los guantes.
Brunetti asociaba el fenómeno con la fiesta de santa Ágata tan estrechamente que no podía ver una imagen de la santa mártir, representada indefectiblemente llevando en una fuente los dos pechos cortados, sin imaginar que lo que la santa exhibía eran dos piezas de la caldera central: quizá dos grandes arandelas.
Se quitó el abrigo y la chaqueta mientras cruzaba el despacho y abría las dos altas ventanas. Al instante se quedó helado y recuperó la chaqueta de encima de la mesa adonde la había lanzado. Durante los años, había desarrollado una cronología para abrir y cerrar las ventanas que, si por un lado regulaba eficazmente la temperatura, por el otro, le impedía concentrarse en el trabajo. ¿Estaría a sueldo de la Mafia el encargado de mantenimiento? Al leer los periódicos, daba la impresión de que una persona de cada dos lo estaba, ¿por qué no, pues, el encargado?
Encima de la mesa tenía los consabidos informes de personal y peticiones de información de la policía de otras ciudades, además de cartas de particulares. Una mujer de la pequeña isla de Torcello le escribía para pedirle personalmente que buscara a su hijo, que había sido secuestrado por los sirios. La mujer estaba loca y varios miembros de la policía recibían periódicamente cartas suyas, todas las cuales se referían al mismo hijo inexistente, pero los secuestradores variaban de acuerdo con la actualidad política mundial.
Si iba ahora mismo, podría ver a Patta antes del almuerzo. Con tan halagüeña perspectiva, Brunetti tomó la delgada carpeta que contenía los papeles relacionados con los casos Lynch y Semenzato y bajó al despacho de su superior.
Los lirios frescos abundaban pero la signorina Elettra no estaba en su sitio. Quizá había ido a ver a su jardinero paisajista. Brunetti llamó con los nudillos a la puerta de Patta y fue invitado a entrar. El despacho del vicequestore no estaba expuesto a las veleidades del sistema de calefacción y se mantenía a la óptima temperatura de 22 grados centígrados, ideal para que su ocupante pudiera permitirse el lujo de quitarse la chaqueta si el ritmo de trabajo se hacía muy intenso. Pero hasta este momento había sido dispensado de tal necesidad, y Brunetti lo encontró sentado detrás de su escritorio, con la americana de mohair bien abrochada y el alfiler de corbata de brillantes en su sitio. Como siempre, Patta parecía haberse escapado de una moneda romana, con sus grandes ojos castaños enmarcados por las restantes perfecciones de su rostro.
– Buenos días, señor -dijo Brunetti, tomando el asiento que Patta le indicaba.
– Buenos días, Brunetti. -Cuando Brunetti se inclinó para poner la carpeta encima de la mesa, su superior la rechazó con un ademán-. Ya lo he leído. Y muy despacio. Veo que usted parte de la hipótesis de que la agresión a la dottoressa Lynch y el asesinato del dottor Semenzato están relacionados.
– Sí, señor. No veo la posibilidad de que no lo estén.
Durante un momento, Brunetti pensó que Patta, según su costumbre, disentiría de una opinión que no era la suya, pero su jefe lo sorprendió al mover la cabeza afirmativamente diciendo:
– Probablemente, esté en lo cierto. ¿Qué ha hecho hasta ahora?
– He hablado con la dottoressa Lynch -empezó, pero Patta lo interrumpió:
– Espero que con la mayor cortesía.
Brunetti se limitó a un simple:
– Sí, señor.
– Bien, bien. Es una gran benefactora de la ciudad y debe ser tratada con la mayor consideración.
Brunetti dejó pasar la observación sin comentarios y prosiguió:
– Una ayudante japonesa vino a la clausura de la exposición a supervisar el embalaje y expedición de las piezas a China.
– ¿Una ayudante de la dottoressa Lynch?
– Sí, señor.
– Entiendo. -El tono de Patta era tan obsceno que Brunetti tuvo que esperar un momento antes de preguntar:
– ¿Puedo seguir, señor?
– Sí, sí, por supuesto.
– La dottoressa Lynch me dijo que esa mujer murió en un accidente en China.
– ¿Qué clase de accidente? -preguntó Patta, como si ello tuviera que resultar consecuencia ineludible de su orientación sexual.
– Una caída, en la excavación arqueológica en la que trabajaban.
– ¿Cuándo sucedió?
– Hace tres meses. Fue después de que la dottoressa Lynch escribiera a Semenzato que pensaba que varias de las piezas que habían llegado a China eran falsas.
– ¿Y esas piezas habían sido embaladas por la que murió?
– Eso parece.
– ¿Preguntó a la dottoressa Lynch cuál era su relación con esta mujer?
En realidad, Brunetti no podía decir que se lo hubiera preguntado.
– No, señor; no se lo pregunté. La dottoressa parecía muy afectada por su muerte y por la posibilidad de que esa joven estuviera implicada en lo que ahora sucede aquí, sea lo que sea. Pero eso es todo.
– ¿Está seguro, Brunetti? -Patta incluso entornó los ojos al preguntarlo.
– Completamente. Apostaría mi reputación. -Como hacía siempre que mentía a Patta, lo miró a los ojos sin pestañear-. ¿Puedo continuar, señor? -Nada más preguntarlo, Brunetti descubrió que no tenía nada más que decir, o por lo menos, que decir a Patta. No le diría que la familia de la japonesa era tan rica que, probablemente, ella no podía tener un interés económico en sustituir las piezas. La idea de la forma en que Patta reaccionaría a la hipótesis de que el móvil pudieran ser los celos le hacía sentir una ligera náusea.
– ¿Cree usted que la japonesa sabía que las piezas que se enviaban a China eran falsas?
– Es posible.
– ¿O incluso que lo hubiera organizado ella? -dijo Patta con énfasis-. Tuvo que ayudarla alguien, alguien de aquí, de Venecia.
– Eso parece, señor. Es una posibilidad que estoy investigando.
– ¿Cómo?
– He iniciado una investigación de las cuentas del dottor Semenzato.
– ¿Con qué autoridad? -ladró Patta.
– La mía, señor.
Patta se reservó el comentario.
– ¿Qué más?
– He hablado de Semenzato con varias personas, y espero recibir información sobre su reputación real.
– ¿A qué se refiere con lo de su «reputación real»?
Ah, cuan raramente la fortuna pone en nuestras manos al enemigo para que hagamos con él lo que queramos.
– ¿No le parece, señor, que todo funcionario tiene una reputación oficial, lo que la gente dice de él en público, y una reputación real, lo que la gente sabe que es verdad y dice de él en privado?
Patta apoyó la mano derecha en la mesa con la palma hacia arriba haciendo girar con el pulgar el anillo del dedo meñique, aparentemente concentrado en el movimiento.
– Quizá, quizá. -Levantó la mirada de la palma de la mano-. Prosiga, Brunetti.
– He pensado empezar por estas dos cosas y ver adonde me llevan.
– Sí; me parece lógico -dijo Patta-. Recuerde que quiero saber todo lo que hace y todo lo que averigua. -Consultó su Rolex Oyster-. No quiero entretenerlo más, Brunetti, para que pueda ponerse con esto cuanto antes.
Brunetti se levantó, comprendiendo que había sonado la hora del almuerzo de Patta. Empezó a caminar hacia la puerta, curioso por descubrir la forma en que Patta le recordaría que debía tratar a Brett con guantes de terciopelo.
– Una cosa, Brunetti -dijo Patta cuando su subordinado llegaba a la puerta.
– ¿Sí, señor? -preguntó él con verdadera curiosidad, un sentimiento que Patta muy raramente le inspiraba.
– Quiero que trate a la dottoressa Lynch con guantes de terciopelo. -Vaya, conque ésta era realmente la fórmula.