Unos pasos rápidos se alejaron por el corredor. Brunetti miró a La Capra.
– Ya es tarde, signor La Capra -dijo Brunetti, esforzándose en razonar con voz serena-. Sé que está aquí. Si intenta hacer algo contra ella, empeorará su propia situación.
– Le ruego que me disculpe, signor policía, pero no sé de qué me habla -dijo La Capra sonriendo con cortesía y perplejidad.
– Le hablo de la dottoressa Lynch. Me consta que está aquí.
La Capra sonrió otra vez y abrió la mano señalando la habitación y todos los objetos que contenía.
– No comprendo su insistencia. Sin duda, si estuviera aquí, se encontraría con nosotros, gozando de la contemplación de toda esta hermosura. -Su acento se hizo más cálido todavía-. ¿No me creerá capaz de privarla de semejante placer, verdad?
La voz de Brunetti no era menos tranquila.
– Creo que ha llegado el momento de poner fin a la farsa, signore.
La carcajada de La Capra cuando Brunetti dijo esto estaba cargada de verdadero gozo.
– Oh, yo diría que el farsante es usted, signor policía. Está en mi casa sin haber sido invitado, por lo que yo diría que su entrada es ilegal. De manera que no tiene derecho a decirme lo que debo o no debo hacer. -Su voz fue haciéndose más áspera y, cuando terminó de hablar, casi jadeaba de cólera. Al oírse a sí mismo, La Capra recordó el papel que estaba representando, se volvió de espaldas a Brunetti y dio varios pasos hacia una de las vitrinas.
– Observe, si gusta, las líneas de este jarro -dijo-. Con qué delicadeza serpentean hacia la parte posterior, ¿no le parece? -Dibujó una etérea onda en el aire con la mano, imitando el discurrir de la línea pintada en la parte frontal del alto jarro que contemplaba-. Siempre me ha parecido fabuloso el sentido de la belleza que tenía aquella gente. Miles de años atrás, y ya eran unos enamorados de la belleza. -Sonriendo, pasando de simple entendido a filósofo, miró a Brunetti y preguntó-: ¿Cree que el secreto de la humanidad pueda ser el amor a la belleza?
Como Brunetti no respondiera a esta banalidad, La Capra abandonó el tema y pasó a la siguiente vitrina. Riendo entre dientes, comentó:
– A la dottoressa Lynch le hubiera gustado ver esto.
Algo en su voz, un tono de obsceno secreteo, hizo que Brunetti mirara la vitrina frente a la que estaba el otro hombre. Dentro vio una pieza que tenía una forma de calabaza que le recordó la de la foto que le había enseñado Brett. También ésta estaba decorada con la figura de un zorro con cuerpo humano, erguido y en actitud de caminar hacia la izquierda, casi idéntica a la que aparecía en la pieza de la foto.
Espontáneamente, la idea tomó cuerpo. Si La Capra no tenía inconveniente en mostrarle este vaso, estaba claro que ya no tenía nada que temer de Brett, la única persona que podría identificar su origen. Brunetti giró sobre sí mismo y dio dos zancadas hacia la puerta. Antes de llegar, se paró, ladeó el cuerpo dándose impulso y levantó la pierna derecha. Con todas sus fuerzas, dio una patada justo debajo de la cerradura. La violencia del golpe sacudió todo su cuerpo, pero la puerta no se movió.
A su espalda, La Capra rió entre dientes.
– Ah, qué impetuosos son ustedes, los del Norte. Lo siento, pero no se abrirá, signor policía, por muy fuerte que le dé. Mal que le pese, tendrá que ser usted mi invitado hasta que Salvatore regrese después de cumplir el encargo. -Con plena confianza, se volvió de nuevo hacia las vitrinas-. Esta pieza data del primer milenio antes de Cristo. Es bonita, ¿verdad?