A la mañana siguiente, el pie de Chiara había mejorado lo suficiente como para permitirle ir a la escuela, aunque decidió ponerse tres pares de calcetines de lana y las botas altas de goma, no sólo porque seguía lloviendo y persistía la amenaza de acqua alta sino porque las botas eran anchas y no le oprimían el dedo lastimado. Cuando él estuvo vestido y dispuesto para ir a trabajar, ella ya se había marchado, pero él encontró en su sitio de la mesa de la cocina una hoja de papel con un gran corazón rojo dibujado y, debajo, en la pulcra letra de imprenta de su hija: «Grazie, Papà.» Él dobló cuidadosamente el dibujo y lo guardó en el billetero.
Brunetti no se había preocupado de llamar por teléfono para avisar a Flavia y Brett de su visita -daba por descontado que las dos estaban en casa-, aunque cuando tocó el timbre ya eran casi las diez, una hora bastante decente para presentarse en una casa a hablar de asesinatos.
Dijo a la voz del interfono quién era y empujó la pesada puerta cuando el interruptor accionó la cerradura desde arriba. Dejó el paraguas apoyado en un rincón, se sacudió casi a la manera de un perro y empezó a subir escalones.
Hoy la que había abierto la puerta era Brett, que sonrió al verlo y él observó que su blanca sonrisa volvía a ser la de antes.
– ¿Dónde está la signora Petrelli? -preguntó mientras la seguía a la sala.
– Flavia no suele estar presentable antes de las once. Y, antes de las diez, no está ni siquiera humana. -Él vio también que la mujer se movía con más soltura, sin tomar tantas precauciones por temor a que un movimiento o gesto enteramente natural despertara el dolor.
Brett indicó un sillón y ocupó su lugar en el sofá; la poca luz que entraba en la habitación venía de las ventanas situadas detrás de ella y su cara quedaba en sombra. Cuando estuvieron sentados, él sacó del bolsillo el papel con las anotaciones que había hecho el día antes, a pesar de que no necesitaba recordatorio alguno de lo que deseaba averiguar.
– Hábleme de las piezas que vio en China, las que cree que son falsas -dijo sin preámbulos.
– ¿Qué quiere saber?
– Todo.
– Eso es mucho.
– Necesito saberlo todo de las piezas que cree que fueron robadas. Y también cómo pudo hacerse.
Ella empezó a responder inmediatamente:
– De cuatro estoy segura, la otra es auténtica. -Aquí su expresión cambió y lo miró confusa-: De cómo se hizo no tengo ni idea.
Ahora fue él el desconcertado.
– Pues ayer alguien me dijo que en un libro que ha escrito le dedica todo un capítulo.
– Oh -hizo ella con un alivio audible-, se refería a eso, a cómo se hicieron. Creí que preguntaba cómo las robaron. De eso no tengo ni idea, pero puedo decirle cómo se fabrican las piezas falsas.
Brunetti no quería aludir a la implicación de Matsuko, por lo menos, por el momento, y se limitó a preguntar:
– ¿Cómo?
– Es un proceso bastante simple. -Su voz cambió, adquiriendo el tono firme y rápido del especialista-. ¿Sabe algo de alfarería o cerámica?
– Muy poco -reconoció él.
– Las piezas robadas eran todas del siglo II antes de Cristo -empezó a explicar, pero él la interrumpió:
– ¿Hace más de dos mil años?
– Sí. Ya entonces los chinos tenían una cerámica muy bella y unos métodos de fabricación muy sofisticados. Pero las piezas que faltan son muy simples, por lo menos, lo eran entonces, cuando se fabricaron. No están vidriadas y suelen tener figuras de animales pintadas a mano. Colores primarios: rojo y blanco, a menudo, sobre fondo negro. -Se levantó y fue a la librería. Estuvo un rato de pie delante del mueble, moviendo la cabeza rítmicamente al leer los títulos. Finalmente, extrajo un libro de un estante situado frente a ella y lo llevó hacia donde estaba Brunetti. Lo abrió por el índice, buscó la página y pasó el libro abierto a Brunetti.
Él vio la foto de una vasija en forma de calabaza, tapada, sin referencia de escala. La decoración estaba dividida en tres franjas horizontales: el cuello y la tapadera, una ancha zona central y una tercera franja que llegaba hasta la base. En la zona central, sobre la parte más ancha de la pieza, se veía la figura de un animal con la boca abierta que tanto podía ser un lobo estilizado como un zorro o incluso, un perro, de color blanco, con el cuerpo erguido y la cabeza vuelta hacia la izquierda, las patas traseras abiertas y las delanteras extendidas a cada lado. La sensación de movimiento creada por la figura se reflejaba en una serie de curvas geométricas y espirales que se repetían a lo largo de la parte frontal de la vasija y, presumiblemente, de su parte posterior no retratada. El borde estaba picado y desportillado, pero la imagen central se hallaba intacta y era muy bella. El epígrafe sólo indicaba que pertenecía a la dinastía Han, lo que a Brunetti no le decía nada.
– ¿Son cosas como ésta las que encuentran en Xian? -preguntó.
– Esta pieza procede del oeste de China, pero no de Xian. Es una pieza singular. Dudo que en Xian encontremos algo parecido.
– ¿Por qué?
– Porque han pasado dos mil años. -Parecía creer que ésta era suficiente explicación.
– Dígame cómo la copiaría usted -dijo él, sin apartar la mirada de la foto.
– En primer lugar, necesitaríamos a un buen ceramista, una persona que hubiera tenido ocasión y tiempo de estudiar las piezas originales, que las hubiera visto de cerca, que hubiera trabajado con ellas, quizá que hubiera colaborado en una excavación o en una exposición. Eso le habría permitido ver los fragmentos originales y conocer el espesor de las distintas piezas. Luego, un buen pintor, alguien que pudiera copiar un estilo, captar la intención, y reproducir el dibujo con exactitud, a fin de que la pieza pareciera la misma que había estado expuesta.
– ¿Sería difícil conseguir eso?
– Muy difícil. Pero hay hombres y mujeres que se preparan muy bien para eso y lo hacen magníficamente.
Brunetti puso el dedo justo encima de la figura central.
– El dibujo parece desgastado, realmente viejo. ¿Cómo imitan eso?
– Es relativamente fácil. Entierran las piezas. Hay quienes incluso las sumergen en aguas negras. -Al ver la instintiva mueca de repugnancia de Brunetti, explicó-: Eso corroe la pintura, que así envejece antes. Luego hacen saltar pequeños fragmentos, generalmente, del borde o de la base. -Ella señaló una pequeña muesca que se veía en el borde del vaso de la foto, justamente debajo de la tapadera cilíndrica, y otra de la base, donde ésta descansaba en la superficie de la mesa.
– ¿Es muy difícil? -preguntó Brunetti.
– Hacer una pieza que engañe al profano no es difícil, pero sí lo es dar gato por liebre a un especialista.
– ¿Como usted? -preguntó él.
– Sí -respondió ella sin molestarse en exhibir falsa modestia.
– ¿Cómo las distingue? -preguntó Brunetti y, matizando la pregunta, añadió-: ¿Qué es lo que le indica que se trata de una falsificación? ¿Qué es eso que otras personas no pueden ver?
Antes de responder, ella hojeó el libro, deteniéndose de vez en cuando a contemplar una foto. Luego, lo cerró y miró a Brunetti.
– Está la pintura, si el color es el que se usaba cuando supuestamente se fabricó la pieza. Y el trazo, si denota vacilación en la ejecución. Eso indica que el pintor estaba tratando de copiar el dibujo y tenía que pararse a reflexionar para adaptarlo a unos cánones. Los artistas originales no tenían que preocuparse por eso, ellos pintaban lo que querían, y su trazo es fluido. Si no les gustaba, probablemente, rompían la olla.
A él le llamó la atención esta denominación familiar.
– ¿Olla o vaso?
Ella se echó a reír.
– Ahora dos mil años después, son vasos, pero para los que las fabricaban y las usaban eran, sencillamente, ollas.
– ¿Para qué se usaban? -preguntó Brunetti-. En aquel tiempo.
Ella se encogió de hombros.
– Para lo que la gente ha usado siempre los cacharros: para guardar el arroz, llevar agua, almacenar grano. Ese del animal tiene tapadera, lo que indica que querían que lo que hubiera dentro estuviera preservado, probablemente, de los ratones. Eso apunta a arroz o a trigo.
– ¿Qué valor pueden tener? -preguntó Brunetti.
Ella se recostó en el respaldo del sofá y puso una pierna encima de la otra.
– No sé cómo contestar a eso.
– ¿Por qué no?
– Porque, para que haya un precio, tiene que haber un mercado.
– ¿Y?
– No hay mercado para esas piezas.
– ¿Por qué no?
– Porque existen muy pocas. La del libro está en el Metropolitan de Nueva York. Quizá haya tres o cuatro más en museos de otras partes del mundo. -Cerró los ojos un momento, y Brunetti la vio repasar mentalmente listas y catálogos. Cuando los abrió le dijo-: Sólo recuerdo tres: dos en Taiwan y una en una colección privada.
– ¿Ninguna más?
Ella movió la cabeza negativamente.
– Ninguna. -Pero añadió-: Por lo menos, que esté expuesta o forme parte de una colección conocida.
– ¿Y en colecciones privadas?
– Quizá. Pero alguno de nosotros habría oído hablar de ellas, y en ningún libro hay referencias. Creo que puede decirse que no hay más que ésos.
– ¿Cuánto puede valer una de las piezas que están en los museos? -preguntó él y, al ver que la mujer empezaba a mover la cabeza negativamente, atajó-: Ya sé, ya sé, es imposible ponerle precio exacto, pero, ¿podría darme una idea del valor?
Ella tardó en responder.
– El precio sería el que pidiera el vendedor o el que el comprador estuviera dispuesto a pagar. ¿Cien mil…? Los precios se fijan en dólares. ¿Doscientos mil? ¿Más? Es que no se puede fijar un precio porque existen muy pocas piezas de esta calidad. Dependería del interés del comprador por conseguirla y del dinero que tuviera.
Brunetti convirtió el precio dado por ella a millones de liras: ¿doscientos, trescientos? Antes de que pudiera terminar el cálculo, ella prosiguió:
– Pero eso es sólo para la cerámica, los vasos. Que yo sepa, no ha desaparecido ninguna de las estatuas de los soldados, pero, si eso ocurriera, no tendría precio.
– De todos modos, el dueño no podría mostrarla en público, ¿verdad? -preguntó Brunetti.
Ella sonrió.
– Desgraciadamente, hay personas a las que no importa no poder mostrar al público sus bienes. Sólo quieren poseerlos, saber que una pieza es suya. No sé si los mueve el amor a la belleza o el deseo de propiedad, pero hay gente que sólo desea tener una pieza en su colección, aunque nadie la vea. Aparte de ellos mismos, por supuesto. -Al ver su expresión de escepticismo añadió-: Acuérdese de aquel millonario japonés que quería que lo enterraran con su Van Gogh.
Brunetti recordaba vagamente haber leído la noticia hacía un año. El hombre adquirió el cuadro en una subasta y luego estipuló en su testamento que él debía ser enterrado con el cuadro, mejor dicho, situando los términos por orden de importancia, que el cuadro debía ser enterrado con él. Entonces hubo un gran revuelo en el mundo del arte.
– Al fin el hombre se dejó disuadir y dijo que renunciaba, ¿verdad?
– Por lo menos, así se publicó -dijo ella-. Yo nunca creí esa historia, pero si le hablo de él es para que pueda hacerse una idea de lo que sienten ciertas personas acerca de sus posesiones. Creen que su derecho de propiedad es el valor absoluto y finalidad primordial del coleccionismo, no la belleza del objeto. -Movió la cabeza negativamente-. Siento no poder explicarlo mejor, pero, como ya le he dicho, para mí eso no tiene sentido.
Brunetti comprendía que aún no tenía una respuesta satisfactoria a su pregunta inicial.
– Sigo sin comprender cómo puede saber si una pieza es el original o una copia. -Antes de que ella pudiera responder, agregó-: Un amigo me ha dicho que tienen ustedes un sexto sentido que les dice si una cosa es auténtica o falsa. Pero eso me parece muy subjetivo. Porque, cuando dos especialistas discrepan y uno dice que una pieza es buena y el otro que es falsa, ¿cómo se resuelve el caso? ¿Llamando a un tercero y sometiéndolo a votación? -Brunetti sonrió dando a entender que bromeaba, pero no podía imaginar otro medio.
La sonrisa con que ella respondió indicaba que había captado el tono.
– No; recurrimos a los técnicos. Pueden hacerse análisis para determinar la antigüedad de un objeto. -Con un cambio de inflexión en la voz, preguntó-: ¿Seguro que quiere oír todo esto?
– Sí.
– Procuraré no pasarme de pedante -dijo doblando las rodillas y recogiendo los pies encima del sofá-. Son muchas las pruebas que pueden hacerse con los cuadros: análisis de la composición química de las pinturas para ver si corresponden a la época en la que se supone que se pintó el cuadro, rayos X para ver lo que hay debajo de la capa superficial y hasta datación al carbono 14. -Él asintió, indicando que estaba familiarizado con los tres procesos.
– Pero aquí no se trata de cuadros.
– No, es verdad. Los chinos nunca trabajaron con óleos, por lo menos en los períodos a los que correspondía la exposición. La mayoría de las piezas eran de cerámica y de metal. El metal nunca me ha interesado, por lo menos, de un modo especial, pero sé que es casi imposible comprobar su autenticidad por métodos científicos. Hay que fiarse de la vista.
– ¿Y para la cerámica, no?
– Naturalmente que se necesita la mirada del perito, pero por fortuna las técnicas para comprobar la autenticidad son casi tan sofisticadas como para la pintura. -Hizo una pausa antes de volver a preguntar-: ¿Quiere explicaciones técnicas?
– Sí, desde luego -dijo él sacando el bolígrafo, acción que le hizo sentirse como un estudiante.
– La técnica más utilizada, y también la más segura, se llama termoluminiscencia. Para ello basta con extraer unos treinta miligramos de cerámica de la pieza a probar. -Adelantándose a su pregunta explicó-: Es fácil. Lo sacamos de la parte posterior de un plato o de la base de una vasija o estatua. La cantidad necesaria es casi inapreciable, una muestra. Entonces una célula fotoeléctrica multiplicadora nos indicará, con un margen de error de un diez a un quince por ciento, la edad del material.
– ¿Cómo opera? -preguntó Brunetti-. Quiero decir, por qué principio.
– Cuando se cuece la arcilla, verá, si se cuece a más de unos trescientos grados centígrados, todos los electrones del material quedarán… borrados… Supongo que no hay otra palabra más gráfica. El calor destruye sus cargas eléctricas. Entonces, a partir de ahí, empiezan a absorber nuevas cargas eléctricas. Y eso es lo que mide el fotomultiplicador, la energía absorbida. Cuanto más viejo el material, más brilla.
– ¿Y es muy exacto?
– Como le digo, con un margen de error de hasta un quince por ciento. Esto significa que una pieza a la que se atribuyen dos mil años de antigüedad, la lectura nos indicará, con una aproximación de unos trescientos años, cuándo se hizo, es decir, cuándo se coció.
– ¿Y probó usted las piezas por este método en China?
Ella movió la cabeza negativamente.
– No; en Xian no disponemos de estos aparatos.
– Entonces, ¿cómo puede estar segura?
Ella sonrió al responder:
– La vista. Me bastó con mirarlas para tener la casi absoluta certeza de que eran falsas.
– ¿Y qué acabó de convencerla? ¿Consultó a alguien?
– Ya se lo dije. Escribí a Semenzato. Y, cuando no obtuve respuesta, vine a Venecia para hablar con él personalmente. -Le ahorró la pregunta-. Sí, traje muestras, muestras de las tres piezas más sospechosas y de otras dos que también podían serlo.
– ¿Sabía Semenzato que tenía usted esas muestras?
– No. No se lo dije.
– ¿Dónde están?
– Al venir hice escala en California y dejé un juego a un amigo que es conservador del museo Getty. Allí tienen un buen equipo y le pedí que hiciera las pruebas.
– ¿Las hizo?
– Sí.
– ¿Y?
– Cuando salí del hospital le llamé. Las tres piezas que me habían parecido falsas fueron hechas hace sólo unos años.
– ¿Y las otras dos?
– De las otras dos una es auténtica y la otra falsa.
– ¿Basta una sola prueba?
– Sí.
En cualquier caso, lo que les había ocurrido a ella y a Semenzato era confirmación suficiente.
Al cabo de un momento, Brett preguntó:
– ¿Y ahora qué?
– Estamos tratando de descubrir quién mató a Semenzato y quiénes eran los dos hombres que vinieron aquí.
La mirada de ella era desapasionada y escéptica. Al fin preguntó:
– ¿Y qué posibilidades tienen de conseguirlo?
Él sacó del bolsillo interior las fotos de la policía de Salvatore La Capra y las pasó a Brett:
– ¿Era éste uno de ellos?
Ella miró las fotos unos momentos y se las devolvió.
– Eran sicilianos -dijo-. A estas horas ya habrán cobrado y estarán otra vez en casa con la mujer y los niños. Su viaje fue un éxito, hicieron todo lo que se les había encargado: asustarme a mí y matar a Semenzato.
– Eso no tiene sentido.
– ¿Y qué lo tiene?
– He hablado con gente que lo conocía o que había oído hablar de sus actividades, y parece ser que Semenzato estaba involucrado en ciertas cosas en las que un director de museo no debería intervenir.
– ¿Por ejemplo?
– Era socio comanditario de un negocio de antigüedades. Otros dicen que su opinión profesional estaba en venta. -Al parecer, Brett no necesitaba que le explicasen el significado de este último.
– ¿Y eso qué importancia tiene?
– Si su intención hubiera sido matarlo, hubieran empezado por ahí y luego hubieran venido a decirle a usted que se callara si no quería que le sucediera lo mismo. Pero no: empezaron por usted. Y, si eso hubiera resultado, Semenzato no se hubiera enterado, por lo menos oficialmente, de la sustitución.
– Usted da por descontado que él estaba involucrado -dijo Brett. Al ver que Brunetti movía la cabeza afirmativamente, comentó-: Eso es mucho suponer.
– No cabe otra explicación -adujo él-. ¿Cómo si no iban a saber dónde encontrarla y estar al corriente de la cita?
– ¿Y si, a pesar de lo que me hicieron, yo hubiera hablado con él?
A él le sorprendió que ella no lo hubiera deducido por sí misma, y no deseaba revelárselo ahora. No contestó.
– ¿Y bien?
– Si Semenzato estaba implicado en esto, lo que hubiera ocurrido si usted hubiera hablado con él es evidente -dijo Brunetti, reacio a ser más explícito.
– Pues sigo sin entenderlo.
– En lugar de matarlo a él la hubieran matado a usted -dijo simplemente.
La miraba a la cara al decirlo. Vio el efecto, primero, en los ojos, espanto e incredulidad, y luego observó cómo apretaba los labios y se le crispaba la cara al comprender la enormidad de la revelación.
Afortunadamente, Flavia eligió este momento para hacer su entrada en la sala, trayendo consigo ese aroma floral de jabón, champú o alguna de esas cosas que usan las mujeres para oler divinamente en el momento del día menos indicado. ¿Por qué la mañana y no la noche?
Vestía un sencillo vestido de lana marrón, ceñido a la cintura por varias vueltas de una faja color naranja anudada a un lado que le colgaba hasta más abajo de la rodilla y ondeaba al andar. No llevaba maquillaje y, al mirarla, Brunetti se dijo que no le hacía ninguna falta.
– Buon giorno -dijo ella sonriendo al darle la mano.
Él se levantó para estrechársela. Flavia miró a Brett para incluirla en su ofrecimiento:
– Voy a hacer café. ¿Queréis una taza? -Y con una sonrisa-: Es un poco temprano para champaña.
Brunetti aceptó y Brett rehusó la invitación. Flavia dio media vuelta y se fue a la cocina. Su breve paso había abierto un inciso en la conversación, dejando en suspenso la última frase, pero ahora había que volver a ella.
– ¿Por qué lo mataron? -preguntó Brett.
– No lo sé. ¿Quizá por diferencias con los otros implicados? ¿Por una desavenencia acerca de lo que había que hacer con usted?
– ¿Está seguro de que lo mataron por este asunto?
– Creo preferible trabajar con esta hipótesis -respondió él escuetamente. No le sorprendía que ella se resistiera a admitir su punto de vista. Ello supondría reconocer que estaba en peligro: muertos Matsuko y Semenzato, ella era la única persona que podía denunciar el robo. Quien hubiera matado a Semenzato no creería que ella no había traído de China sólo sospechas sino también pruebas y pensaría que matándolo a él borraba la única pista. Si un día llegaba a descubrirse el robo, no era fácil que el Gobierno de la República Popular China sospechara de la codicia criminal de los capitalistas occidentales sino que probablemente buscaría a los ladrones en su propio país.
– En China, ¿quién estaba al cuidado de las piezas seleccionadas para la exposición?
– Tratábamos con un empleado del museo de Pekín, llamado Xu Lin. Es uno de sus principales arqueólogos y una autoridad en Historia del Arte.
– ¿Viajó él con las piezas?
Ella movió la cabeza negativamente.
– No; su pasado político se lo impedía.
– ¿Por qué?
– Su abuelo era terrateniente, por lo que él estaba considerado políticamente indeseable o, cuando menos, sospechoso. -Observó la expresión de sorpresa de Brunetti-. Ya sé que parece irracional. -Hizo una pausa y agregó-: Es irracional, desde luego, pero así son las cosas. Durante la Revolución Cultural, este hombre pasó diez años cuidando cerdos y abonando con estiércol los campos de coles. Pero, terminada la Revolución, volvió a la universidad y, como era un estudiante brillante, no pudieron evitar que obtuviera ese empleo en Pekín. De todos modos, no le permiten salir del país. Los únicos que viajaron con la expedición fueron altos funcionarios del partido que querían salir al extranjero para ir de compras.
– Y usted.
– Sí; y yo. -Al cabo de un momento, añadió en voz baja-: Y Matsuko.
– ¿Así que usted es la única a la que pueden hacer responsable del robo?
– Desde luego, soy la responsable. No van a acusar a los funcionarios del partido, que venían en viaje de placer, si pueden echar la culpa de todo a una occidental.
– ¿Qué cree usted que ocurrió?
Ella agitó la cabeza a derecha e izquierda.
– No hay nada que tenga sentido y, si algo lo tiene, no puedo creerlo.
– ¿Y es? -Lo interrumpió la llegada de Flavia con una bandeja. Pasó por su lado, se sentó en el sofá al lado de Brett y dejó la bandeja en la mesa delante de ellos. En la bandeja había dos tazas de café. Dio una a Brunetti, tomó la otra y se arrellanó en el sofá.
– Le he puesto dos terrones. Creo que es así como le gusta.
Ajena a la interrupción, Brett prosiguió:
– Alguien de aquí debió de abordar a alguno de los funcionarios del partido. -Aunque Flavia no había oído la pregunta que había dado pie a esta explicación, no trató de disimular su reacción a la respuesta. Se volvió a mirar fijamente a Brett en hosco silencio y luego intercambió una mirada con Brunetti. Como ninguno de ellos decía nada, Brett admitió-: De acuerdo. De acuerdo. O a Matsuko. Quizá fue Matsuko.
Antes o después -Brunetti estaba seguro-, se vería obligada a retirar el «quizá».
– ¿Y Semenzato? -preguntó Brunetti.
– Es posible. En todo caso, alguien del museo.
– ¿Alguno de esos funcionarios del partido hablaba italiano? -preguntó él repentinamente.
– Sí, dos o tres.
– ¿Dos o tres? -repitió Brunetti-. ¿Cuántos había?
– Seis. El partido cuida bien de los suyos.
Flavia resopló.
– ¿Y lo hablaban bien? ¿Lo recuerda?
– Bastante bien -respondió ella lacónicamente. Después admitió-: No lo bastante bien como para eso. Yo era la única que podía entenderme con los italianos. Si hubo algún trato, tuvo que hacerse en inglés. -Brunetti recordó que Matsuko se había licenciado por Berkeley.
Flavia, exasperada, saltó:
– Brett, ¿cuándo te dejarás de estupideces y te darás cuenta de lo que ocurrió? A mí no me importa lo tuyo con la japonesa, pero tú tienes que ver las cosas con claridad. Es tu vida lo que está en juego. -Acabó de hablar tan repentinamente como había empezado, se llevó la taza a los labios y, al encontrarla vacía, la dejó en la mesa con un golpe seco.
Se hizo un largo silencio hasta que, finalmente, Brunetti preguntó:
– ¿Cuándo pudo haberse hecho la sustitución?
– Después de la clausura de la exposición -dijo Brett con voz insegura.
Brunetti miró a Flavia que, en silencio, se contemplaba las manos cruzadas en el regazo.
Brett suspiró profundamente y dijo casi en un susurro:
– De acuerdo. De acuerdo. -Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y se quedó mirando las gotas de lluvia que repicaban en el cristal de la claraboya. Al fin dijo-: Ella vino a supervisar la operación de embalado. Tenía que comprobar cada pieza antes de que la policía de aduanas italiana sellara cada caja y luego la jaula.
– ¿Ella hubiera reconocido una falsificación? -preguntó Brunetti.
La respuesta de Brett tardó en llegar.
– Sí; ella hubiera visto la diferencia. -Durante un momento, él pensó que iba a decir más, pero calló. Miraba la lluvia.
– ¿Cuánto tardarían en embalarlo todo?
Brett reflexionó un momento antes de contestar:
– Cuatro o cinco días.
– ¿Y entonces qué? ¿Adonde fueron las jaulas?
– Fueron a Roma con Alitalia, pero se quedaron allí más de una semana porque en el aeropuerto había huelga. De Roma fueron a Nueva York, donde la aduana americana las retuvo. Finalmente, fueron embarcadas en un avión de las líneas aéreas chinas y llevadas a Pekín. Cada vez que las jaulas se cargaban y descargaban de un avión, se inspeccionaban los sellos y en los aeropuertos extranjeros había guardias que las vigilaban.
– ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que las piezas salieron de Venecia hasta que llegaron a Pekín?
– Más de un mes.
– ¿Y cuánto, hasta que usted las vio?
Ella se revolvió en el sofá antes de contestar, y sin mirarle dijo:
– Como ya le he dicho, no volví a verlas hasta este invierno.
– ¿Dónde estaba usted cuando fueron embaladas?
– Ya se lo dije, en Nueva York.
– Conmigo -intervino Flavia-. Yo debutaba en el Met. Estrenábamos dos días antes de que la exposición se clausurara aquí. Pedí a Brett que me acompañara y ella vino.
Al fin Brett apartó la mirada de la lluvia y se volvió hacia Flavia.
– Y dejé que Matsuko se encargara del embarque. -Volvió a apoyar la cabeza en el sofá y a mirar las claraboyas-. Me fui a Nueva York para una semana y me quedé tres. Luego me fui a Pekín a esperar el embarque. Como no llegaba, volví a Nueva York y gestioné el despacho por la aduana de Estados Unidos. Pero entonces -agregó- decidí quedarme en Nueva York. Llamé a Matsuko para decirle que me retrasaría y ella se ofreció a ir a Pekín para revisar la colección cuando por fin llegara a China.
– ¿Ella tenía que examinar las piezas que componían la expedición? -preguntó Brunetti.
Brett asintió.
– Si usted hubiera estado en China, ¿hubiera desembalado la colección personalmente?
– Es lo que acabo de decirle -respondió Brett secamente.
– ¿Y hubiera descubierto la sustitución en aquel momento?
– Naturalmente.
– ¿Vio alguna de las piezas antes de este invierno?
– No. Cuando llegaron a China, desaparecieron en una especie de limbo burocrático durante seis meses, luego fueron exhibidas en unos almacenes y finalmente fueron devueltas a los museos que las habían prestado.
– ¿Y fue entonces cuando se dio cuenta de que no eran las mismas?
– Sí, y escribí a Semenzato. Fue hace unos tres meses. -Bruscamente, levantó la mano y golpeó el brazo del sofá-. Cerdos -dijo con la voz ahogada por el furor-. Cerdos canallas.
Flavia le puso la mano en la rodilla para calmarla.
Brett se volvió hacía ella y sin cambiar la voz le dijo:
– Flavia, no es tu carrera la que está arruinada. El público seguirá acudiendo a oírte cantar hagas lo que hagas, pero esa gente ha destruido diez años de mi vida. -Se interrumpió un momento y agregó, suavizando la voz-: Y toda la de Matsuko.
Cuando Flavia fue a protestar, prosiguió:
– Se acabó. Cuando los chinos se enteren, no me dejarán volver. Yo era responsable de esas piezas. Matsuko me trajo los papeles de Pekín y yo los firmé cuando regresé a Xian. Daba fe de que estaban todas y de que se hallaban en el mismo estado que cuando salieron del país. Hubiera debido estar allí comprobándolo todo, pero la envié a ella en mi lugar porque yo estaba en Nueva York contigo, oyéndote cantar. Y eso me ha costado mi carrera.
Brunetti miró a Flavia, la vio enrojecer ante la cólera creciente de Brett, vio la elegante línea que formaban hombro y brazo mientras miraba a Brett ladeando el cuerpo, contempló la curva de su cuello y su mentón. Quizá valía el sacrificio de una carrera.
– Los chinos no tienen por qué enterarse -dijo él.
– ¿Qué? -preguntaron las dos a la vez.
– ¿Dijo a esos amigos que hicieron las pruebas de qué eran las muestras? -preguntó a Brett.
– No. ¿Por qué?
– Entonces, al parecer, nosotros somos los únicos que saben lo ocurrido. Eso, a no ser que usted lo dijera a alguien en China.
Ella denegó con la cabeza.
– No se lo dije a nadie. Sólo a Semenzato.
Aquí intervino Flavia para decir:
– Y no hay que temer que él se lo dijera a alguien, aparte de la persona a la que los vendió.
– Pero yo tengo que decirlo -insistió Brett.
Brunetti y Flavia se miraron. Los dos sabían lo que había que hacer en este caso, y a ambos les costó un gran esfuerzo no exclamar: «¡Americanos!»
Flavia decidió explicárselo:
– Mientras los chinos no se enteren, tu carrera estará a salvo.
Para Brett fue como si Flavia no hubiera dicho nada.
– Esas piezas no se pueden exhibir. Son falsas.
– Brett -dijo Flavia-, ¿cuánto tiempo hace que han vuelto a China?
– Casi tres años.
– ¿Y nadie se ha dado cuenta de que no son auténticas?
– No -concedió Brett.
Aquí intervino Brunetti:
– Entonces no es probable que llegue a descubrirse. Además, podrían haberse sustituido en cualquier momento de los cuatro últimos años.
– Pero nosotros sabemos que no es así.
– Eso es precisamente lo que yo digo, cara. -Flavia decidió volver a explicárselo-. Aparte de los que robaron los vasos, nosotros somos los únicos que lo sabemos.
– Eso no importa -dijo Brett, alzando de nuevo la voz con indignación-. Además, antes o después alguien lo descubrirá.
– Y, cuanto más tarde en llegar ese momento, mejor para ti, menos probable será que asocien contigo lo ocurrido. -Hizo una pausa para dejar que sus palabras hicieran efecto y agregó-: A no ser que quieras echar por la borda diez años de trabajo.
Brett estuvo mucho rato sin hablar. Los otros la observaban mientras ella consideraba todo lo dicho. Brunetti estudiaba su expresión y le parecía estar viendo la pugna entre sentimiento y razón. Cuando vio que ella iba a hablar, dijo impulsivamente:
– Claro que, si descubrimos quién mató a Semenzato, es probable que recuperemos los vasos originales. -No podía saberlo, pero había visto la cara de Brett y sabía que iba a negarse a callar.
– Pero, aunque así fuera, tendrían que volver a China, y eso es imposible.
– Imposible no -replicó Flavia riendo. Al comprender que Brunetti sería más receptivo, se volvió hacia él y explicó-: Las lecciones magistrales.
Brett saltó al instante:
– Dijiste que no, rechazaste la invitación.
– Eso fue el mes pasado. ¿De qué me serviría ser prima donna si no puedo cambiar de opinión? Tú misma me dijiste que, si aceptaba, me tratarían como a una reina. No iban a registrarme las maletas en el aeropuerto de Pekín, estando allí el ministro de Cultura para recibirme. Como soy una diva, esperarán que viaje con once maletas. No es cosa de decepcionarlos.
– ¿Y si, a pesar de todo, abren las maletas? -preguntó Brett, pero no había temor en su voz.
La reacción de Flavia fue inmediata:
– Si mal no recuerdo, a uno de nuestros ministros le encontraron droga en un aeropuerto de África y no pasó nada. Y en China tiene que ser mucho más importante una diva que un ministro. Además, lo que nos preocupa es tu reputación, no la mía.
– Seriedad, Flavia.
– Hablo en serio. No existe ni la más remota posibilidad de que registren mi equipaje, por lo menos, al entrar. Tú me has dicho que el tuyo no lo han mirado nunca, y hace años que entras y sales de China.
– Siempre puede darse el caso, Flavia -dijo Brett, pero Brunetti percibió que no lo creía.
– Por lo que me has contado de sus ideas sobre mantenimiento, más probabilidades hay de que el avión se estrelle, pero no por eso vamos a dejar de ir. Además, podría ser interesante. Quizá me dé alguna idea sobre Turandot. -Brunetti creyó que había terminado de hablar, pero entonces añadió-: ¿Y por qué perdemos el tiempo hablando de esto? -Miró a Brunetti como si le hiciera responsable del robo de los vasos.
Brunetti descubrió entonces con sorpresa que no tenía ni idea de si ella hablaba en serio cuando decía que llevaría las piezas a China de contrabando. Y dijo a Brett:
– En cualquier caso, ahora no puede usted decir nada a los chinos. Quienquiera que haya matado a Semenzato no sabe que nos ha hablado de la sustitución, y tampoco, que hemos descubierto el móvil del asesinato. Y quiero que siga ignorándolo.
– Pero usted ha venido a esta casa y también fue al hospital -objetó Brett.
– Brett, usted misma dijo que aquellos hombres no eran venecianos. Yo podría ser cualquiera, un amigo, un pariente. Y no me han seguido. -Era verdad. Sólo un nativo de la ciudad podría seguir a otra persona por sus estrechas calles, sólo un veneciano podía conocer sus intrincados vericuetos y sus callejones sin salida.
– Entonces, ¿qué hago? -preguntó Brett.
– Nada -respondió él.
– ¿Qué quiere decir?
– Eso, sencillamente. En realidad, sería prudente que se fuera de la ciudad durante una temporada.
– No me apetece mucho andar por ahí con esta cara -dijo ella, pero lo dijo humorísticamente: buena señal.
Flavia dijo entonces a Brunetti:
– He estado tratando de convencerla para que me acompañe a Milán.
Buen aliado, Brunetti preguntó:
– ¿Cuándo se va?
– El lunes. Ya les he dicho que el jueves cantaré. Han preparado un ensayo con piano para el martes por la tarde.
Él preguntó a Brett:
– ¿Piensa ir? -Como ella no contestara, agregó-: Creo que es una buena idea.
– Lo pensaré -fue lo más que Brett se avino a decir, y Brunetti decidió no insistir. Si alguien podía convencerla, sería Flavia, no él.
– Si decide ir, le agradeceré que me avise.
– ¿Cree que existe peligro? -preguntó Flavia.
Brett se adelantó a contestar:
– Probablemente, habría menos peligro si creyeran que he hablado con la policía. Así no tendrían que hacer algo para impedírmelo. -Y a Brunetti-: Tengo razón, ¿no?
Él no tenía la costumbre de mentir, ni siquiera a las mujeres.
– Sí, es verdad. Cuando los chinos sean informados de la falsificación, el que matara a Semenzato ya no tendrá motivos para tratar de cerrarle la boca a usted. Sabrán que su intimidación no la detuvo. -Comprendía que también podían tratar de silenciarla permanentemente, pero prefirió no decirlo.
– Fantástico -dijo Brett-. Puedo informar a los chinos y salvar el pescuezo pero hundir mi carrera. O me callo, salvo mi carrera y sólo tengo que preocuparme de salvar el pescuezo.
Flavia se inclinó y puso la mano en la rodilla de Brett.
– Es la primera vez que me pareces tú desde que empezó esto.
Brett sonrió:
– Nada como el miedo a la muerte para espabilarla a una.
Flavia irguió el busto y preguntó a Brunetti:
– ¿Diría usted que los chinos están involucrados en esto?
Brunetti no era más propenso que cualquier otro italiano a creer en teorías de conspiración, lo que significa que solía verlas hasta en la coincidencia más inofensiva.
– No creo que la muerte de su amiga fuera accidental -dijo a Brett-. Eso quiere decir que esa gente tiene a alguien en China.
– Quienquiera que sea «esa gente» -apostilló Flavia con énfasis.
– El que yo no sepa quiénes son no significa que no existan -le dijo Brunetti.
– Precisamente -convino Flavia, y sonrió.
Él dijo entonces a Brett:
– Por eso creo que sería mejor que se fuera de la ciudad una temporada.
Ella asintió vagamente, aunque sin duda no convencida.
– Si me voy, se lo comunicaré. -No podía considerarse una promesa. Volvió a apoyar la cabeza en el respaldo. Encima de ellos repicaba la lluvia.
Él volvió su atención a Flavia, que señaló la puerta con la mirada e hizo un pequeño gesto con la barbilla para indicarle que era hora de irse.
Brunetti comprendió que ya estaba dicho casi todo y se puso en pie. Brett, al verlo, puso los pies en el suelo y fue a levantarse.
– No te muevas -dijo Flavia, que ya iba hacia el recibidor-. Yo lo acompañaré.
Él se inclinó para estrechar la mano de Brett. Ninguno de los dos habló.
En la puerta, Flavia le tomó la mano y se la apretó con calor.
– Gracias -fue lo único que dijo, y sostuvo la puerta mientras él cruzaba por delante de ella y empezaba a bajar la escalera. La puerta, al cerrarse, cortó el sonido de la lluvia.