Después de pasar media hora con La Capra, Brunetti se decía que hablar ahora con Patta sería demasiado para una sola tarde, pero decidió ir a la questura de todos modos, por si tenía algún mensaje. Habían llamado dos personas: Giulio Carrara, que rogaba que Brunetti le llamara a Roma, y Flavia Petrelli, que decía que volvería a llamar.
Brunetti pidió que le pusieran con Roma y al poco rato hablaba con el maggiore. Carrara no perdió el tiempo en conversación personal sino que empezó inmediatamente con Semenzato.
– Guido, aquí tenemos algo que indica que estaba metido en más cosas de las que nos imaginábamos.
– ¿Qué cosas?
– Hace dos días, interceptamos un cargamento de ceniceros de alabastro que llegaron a Livorno procedentes de Hong Kong, para un mayorista de Verona. Lo normal, el hombre recibe los ceniceros, les pone una etiqueta y los vende, «Made in Italy».
– ¿Por qué interceptaron el cargamento? No parece que se trate de cosas que normalmente hayan de interesarles.
– Uno de nuestros confidentes dijo que no sería mala idea echar un vistazo al cargamento.
– ¿Por lo de las etiquetas? -preguntó Brunetti, desconcertado-. ¿No es cosa de la aduana?
– Oh, ésos habían cobrado -dijo Carrara con displicencia-. El cargamento hubiera estado seguro hasta Verona. Pero esa persona nos avisó por lo que venía con los ceniceros.
Brunetti captó la insinuación.
– ¿Y qué encontraron?
– ¿Sabe qué es Angkor Wat, ¿verdad?
– ¿De Camboya?
– Si pregunta eso es que lo sabe. Cuatro de las cajas contenían estatuas procedentes de templos de allí.
– ¿Está seguro? -Nada más decirlo, Brunetti deseó haber hecho la pregunta en otros términos.
– Nuestro trabajo es estar seguros -dijo Carrara, pero como simple explicación-. Tres de las piezas fueron vistas en Bangkok hace años, pero desaparecieron del mercado antes de que la policía pudiera confiscarlas.
– Giulio, no sé cómo pueden estar seguros de que vienen de Angkor Wat.
– Los franceses hicieron muchos dibujos de los templos cuando Camboya era aún una colonia, y luego se han hecho fotos. Dos de las estatuas habían sido fotografiadas, y por eso estamos seguros.
– ¿Cuándo se tomaron las fotografías? -preguntó Brunetti.
– En 1985. Un equipo de arqueólogos de una universidad estadounidense pasó allí varios meses, dibujando y retratando, pero entonces la zona de combate se extendió hacia allí y tuvieron que huir. Pero disponemos de copias de todas las reproducciones. Por eso estamos seguros, completamente seguros, de dos de las piezas. Y probablemente las otras dos tienen la misma procedencia.
– ¿Alguna idea de adonde se enviaban?
– No. Sólo tenemos la dirección del mayorista de Verona.
– ¿Han hecho algo al respecto?
– Hemos puesto a dos hombres a vigilar el almacén de Livorno y hemos intervenido los teléfonos, tanto el del almacén como el de la oficina de Verona.
A Brunetti le parecía que el hallazgo de cuatro simples estatuas no justificaba semejante despliegue, pero se reservó la opinión.
– ¿Y del mayorista qué se sabe?
– Nada; es nuevo para nosotros. Los de aduanas tampoco tienen nada contra él.
– ¿Usted qué piensa?
Carrara reflexionó un momento antes de contestar:
– Yo diría que está limpio. Y probablemente eso significa que, antes de que se haga la entrega, alguien retirará las estatuas.
– ¿Dónde? ¿Cómo? -preguntó Brunetti. Y entonces añadió-: ¿Sabe alguien que abrieron ustedes las cajas?
– Hicimos que los de la policía de aduanas cerraran el almacén y armaran mucho revuelo a propósito de un envío de encaje que venía de las Filipinas. Mientras ellos abrían esos bultos, nosotros echamos un vistazo a los ceniceros, volvimos a cerrar las cajas y lo dejamos todo como estaba.
– ¿Y los encajes?
– Oh, lo de siempre. Venía el doble de mercancía de la que se declaraba en los documentos, de modo que confiscaron todo el envío y ahora están calculando el importe de la multa.
– ¿Y los ceniceros?
– Siguen en el almacén.
– ¿Qué harán con ellos?
– Yo no me encargo de ese asunto, Guido. Corresponde a la oficina de Milán. Hablé con el que lo lleva, y dice que quiere intervenir en el momento en que vayan a recoger las cajas con las estatuas.
– ¿Y usted qué opina?
– Yo dejaría que se las llevaran y trataría de seguirlos.
– Si se las llevan -dijo Brunetti.
– Aunque no se las lleven, tenemos vigilancia permanente en el almacén, y cuando se muevan lo sabremos. Además, el que sea enviado a recoger las estatuas no será importante y probablemente no sabrá mucho, aparte de adonde tiene que llevarlas, de modo que no servirá de gran cosa arrestarlo.
Finalmente, Brunetti preguntó:
– Giulio, ¿no es una operación muy complicada para cuatro estatuas? Y aún no me ha dicho cómo se ha relacionado con esto a Semenzato.
– Una idea clara tampoco nosotros la tenemos, pero el hombre que nos llamó nos dijo que en Venecia había gente, y se refería a la policía, Guido, que podía estar interesada en esto. -Antes de que Brunetti pudiera interrumpirle, Carrara agregó-: No quiso dar más explicaciones, pero dijo que había más envíos. Que éste era sólo uno de tantos.
– ¿Todos de Oriente? -preguntó Brunetti.
– Eso no lo especificó.
– ¿Hay aquí mercado para esas cosas?
– Aquí, en Italia, no, pero lo hay en Alemania y, una vez en Italia la mercancía, es fácil hacerla llegar allí.
Ningún italiano se molestaría en preguntar por qué no se hacían los envíos directamente a Alemania. Se rumoreaba que los alemanes consideraban la ley como algo que había que cumplir, mientras que los italianos la veían como algo que había que analizar y luego evadir.
– ¿Cuál puede ser el valor, el precio? -preguntó Brunetti, sintiéndose el típico veneciano.
– Fabuloso, no por la belleza de las estatuas en sí sino porque proceden de Angkor Wat.
– ¿Podrían venderse libremente en el mercado? -preguntó Brunetti, pensando en la sala que el signor La Capra había dispuesto en el tercer piso de su palazzo y preguntándose cuántos signor La Capra podría haber.
Nuevamente, Carrara reflexionó antes de contestar.
– No; probablemente, no. Pero eso no significa que no haya mercado para ellas.
– Comprendo. -Era sólo una posibilidad, pero preguntó-: Giulio, ¿tienen algo acerca de un tal La Capra, Carmello La Capra? De Palermo. -Mencionó la coincidencia con Semenzato en los viajes al extranjero: las mismas ciudades y las mismas fechas.
Después de una breve pausa, Carrara respondió:
– El nombre me resulta vagamente familiar, pero no puedo asociarlo a algo concreto. Déme una hora, miraré en el ordenador si hay algo sobre él.
La siguiente pregunta de Brunetti obedecía a simple curiosidad profesional:
– ¿Tienen mucha información en su ordenador?
– Montones -dijo Carrara con audible orgullo-. Listados de nombres, ciudades, siglos, formas de arte, artistas, técnicas de reproducción. Pida usted lo que quiera: si ha sido robado o falsificado, aparecerá en el ordenador. Ese hombre podría estar con su apellido o con cualquier alias o mote que pueda tener.
– El signor La Capra no es hombre que consienta que le pongan mote -explicó Brunetti.
– Ah, vamos, uno de ésos. Pues en tal caso podría estar en «Palermo» -y entonces Carrara añadió, innecesariamente-: Es un archivo muy voluminoso. -Hizo una pausa para dar tiempo a Brunetti a asimilar el comentario y preguntó-: ¿Le interesa algún tipo de arte en especial, alguna técnica?
– Cerámica china -apuntó Brunetti.
– Ah -dijo Carrara prolongando la exclamación y elevando el tono-. De ahí me sonaba el nombre. No recuerdo exactamente qué fue, pero si el nombre me suena por esa asociación, estará en el ordenador. Luego le llamo, Guido.
– Se lo agradeceré, Giulio. -Entonces, por simple curiosidad, preguntó-: ¿Existe la posibilidad de que lo envíen a Verona?
– No lo creo. Los hombres de Milán son de lo mejor que tenemos. Yo iría sólo si resultara que eso está relacionado con alguna de mis investigaciones en curso.
– Comprendo. Llámeme si encuentra algo sobre La Capra. Estaré toda la tarde. Y gracias, Giulio.
– No me las dé hasta que sepa lo que puedo decirle -repuso Carrara, y colgó antes de que Brunetti pudiera contestar.
Brunetti preguntó por teléfono a la signorina Elettra si había recibido la lista de llamadas de La Capra y Semenzato y descubrió con satisfacción que no sólo Telecom había enviado las listas sino que, además, ella había podido detectar numerosas llamadas hechas entre los teléfonos de sus respectivos domicilios y despachos en Italia, así como a hoteles del extranjero cuando uno de los dos hombres se hospedaba en ellos.
– ¿Quiere que se las lleve, comisario?
– Si tiene la bondad, signorina.
Mientras la esperaba, Brunetti abrió la carpeta de Brett y marcó el número que allí se indicaba. El teléfono sonó siete veces pero nadie contestó. ¿Significaba esto que ella había seguido su consejo y se había ido a Milán? Quizá Flavia había llamado para comunicárselo.
Sus especulaciones fueron interrumpidas por la llegada de la signorina Elettra, hoy, vestida de gris, muy sobria; sobria, hasta que Brunetti bajó la mirada y vio unas medias negras decoradas con un abigarrado dibujo ¿de flores? y unos zapatos rojos, con unos tacones más altos que los que Paola se había atrevido a llevar nunca. Se acercó a la mesa y le puso delante una carpeta marrón.
– He marcado con un círculo las llamadas que se corresponden -explicó.
– Gracias, signorina. ¿Se ha guardado copia?
Ella asintió.
– Muy bien. Vea ahora si puede conseguir la lista de llamadas de la tienda de antigüedades de Francesco Murino, de campo Santa Maria Formosa, y si Semenzato o La Capra lo llamaron o él a ellos.
– Me he tomado la libertad de llamar a la American Telegraph and Telephone a Nueva York -dijo la signorina Elettra-, para averiguar si alguno de ellos utilizaba tarjetas de llamadas internacionales. La Capra, sí. El hombre con el que he hablado me ha dicho que me pasaría por fax una lista de las llamadas de los últimos años. Quizá la tenga esta misma tarde.
– ¿Ha hablado usted personalmente con él, signorina? -preguntó Brunetti, admirado-. ¿En inglés? ¡Un amigo en Banca d'Italia y, además, habla inglés!
– Naturalmente, él no hablaba italiano, a pesar de trabajar en la sección internacional. -¿Debía escandalizarse Brunetti por este fallo? Si así era, se escandalizaría, porque era evidente que la signorina Elettra estaba escandalizada.
– ¿Y cómo es que usted habla inglés?
– Eso es lo que hacía en la Banca d'Italia, dottore. Traducir del inglés y del francés.
Él no pudo contener la pregunta.
– ¿Y se marchó?
– No tuve alternativa, comisario -dijo ella y, al ver su perplejidad, explicó-: Mi jefe me pidió que tradujera al inglés una carta para un banco de Johanesburgo. -Ella calló y se inclinó y sacó de la carpeta otro papel. ¿Ésta era toda la explicación que iba a darle?
– Lo siento, signorina, pero no comprendo. ¿Le pidió que tradujera una carta para Johanesburgo? -Ella asintió-. ¿Y tuvo usted que marcharse por eso?
Ella lo miró con ojos muy abiertos.
– Naturalmente, comisario.
Él sonrió.
– Lo siento, pero sigo sin entenderlo. ¿Por qué tuvo que marcharse?
Ella lo miró fijamente, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que en realidad no hablaban el mismo idioma.
– Las sanciones -dijo vocalizando con claridad.
– ¿Las sanciones? -repitió él.
– Contra Sudáfrica, comisario. Todavía estaban en vigor, de modo que no tuve más remedio que negarme a traducir la carta.
– ¿Se refiere a las sanciones contra el Gobierno de Sudáfrica?
– Desde luego, comisario. Fueron decretadas por la ONU, ¿no?
– Creo que sí. ¿Y por eso no quiso usted escribir la carta?
– ¿Qué sentido tiene declarar sanciones si la gente no va a imponerlas? -preguntó ella con perfecta lógica.
– Ninguno, imagino. ¿Y qué ocurrió entonces?
– Oh, él se puso muy desagradable. Escribió una carta de amonestación. Se quejó al sindicato. Y nadie me defendió. Todos parecían pensar que yo debía haber traducido la carta. De modo que no tuve más remedio que dimitir. No podía seguir trabajando para aquella gente.
– Naturalmente -convino él, inclinando la cabeza sobre la carpeta y jurándose impedir por todos los medios que Paola y la signorina Elettra llegaran a conocerse.
– ¿Eso es todo, comisario? -preguntó ella, sonriendo con la esperanza de que quizá ahora él hubiera comprendido.
– Sí, signorina, gracias.
– Cuando llegue el fax de Nueva York se lo subiré.
– Gracias, signorina. -Ella sonrió y salió del despacho. ¿Cómo la habría encontrado Patta?
No cabía la menor duda: Semenzato y La Capra habían hablado por lo menos cinco veces durante el año último; ocho, si las llamadas que Semenzato había hecho a hoteles de diversos países cuando La Capra estaba allí eran para él. Desde luego, se podía objetar -y Brunetti no dudaba de que así lo haría un buen abogado defensor- que no tenía nada de particular que estos dos hombres se conocieran. A los dos les interesaban las obras de arte. La Capra podía haber hecho a Semenzato muchas consultas legítimamente: procedencia, autenticidad, precio. Brunetti miraba los papeles tratando de descubrir una sincronía entre las llamadas telefónicas y el movimiento de las cuentas bancarias de uno y otro, pero ésta no aparecía.
Sonó el teléfono. Él descolgó y dio su nombre.
– Te he llamado antes.
Inmediatamente reconoció la voz de Flavia y advirtió de nuevo su tono grave, tan distinto del que tenía cuando cantaba. Pero esta sorpresa no era nada comparada con la que sintió al oír el tuteo.
– He ido a hacer una visita. ¿Qué sucede?
– Brett no quiere ir conmigo a Milán.
– ¿Ha dicho por qué?
– Dice que no se encuentra bien para viajar, pero es cabezonería. Y miedo. No quiere reconocerlo, pero tiene miedo de esa gente.
– ¿Y tú? -preguntó él tuteándola a su vez con complacencia-. ¿Te marchas?
– No tengo alternativa -dijo Flavia, y enseguida rectificó-: Sí la tengo. Podría quedarme si quisiera, pero no quiero. Mis hijos van a casa y quiero estar allí para recibirlos. Y el martes tengo ensayo con piano en La Scala. Ya cancelé una actuación, y ahora les he dicho que cantaré.
Brunetti se preguntaba qué podía hacer él en este asunto, y Flavia no tardó en informarle.
– ¿Podrías hablar con ella? ¿Hacerla entrar en razón?
– Flavia -empezó él, vivamente consciente de que ésta era la primera vez que la llamaba así-, si tú no la has convencido, dudo mucho de que yo pueda hacerle cambiar de idea. -Y, antes de que ella tuviera tiempo de protestar, agregó-: No es que trate de escurrir el bulto, es que no creo que dé resultado.
– ¿Y ponerle protección?
– Sí; podría poner a un hombre en el apartamento. -Casi sin pensar, rectificó-: O a una mujer.
La respuesta fue inmediata. Y áspera:
– El que no nos acostemos con hombres no quiere decir que nos dé miedo estar en una habitación con uno de ellos.
Él se quedó callado hasta que ella preguntó:
– Bueno, ¿no vas a decir algo?
– Estoy esperando que pidas perdón por tu estupidez.
Ahora tocó callar a Flavia. Finalmente, con gran alivio, él la oyó decir en tono más suave:
– De acuerdo. Perdón por mi estupidez y por mi arranque. Será que estoy acostumbrada a tratar a la gente sin miramientos. Y que quizá aún soy muy susceptible por lo que se refiere a Brett y a mí.
Presentadas las disculpas, Flavia volvió a la cuestión:
– No sé si podremos convencerla para que acepte tener a alguien en el apartamento.
– Flavia, no dispongo de otro medio para protegerla. -Él oyó un fuerte ruido, como de maquinaria pesada-. ¿Qué es eso?
– Un barco.
– ¿Dónde estás?
– En Riva degli Schiavoni -dijo ella-. No quería llamar desde casa, y he salido a dar un paseo. -Aquí cambió la voz-. No estoy lejos de la questura. ¿Puedes recibir visitas en horas de trabajo?
– Naturalmente -rió él-. Soy un jefe.
– ¿Puedo ir ahora? No me gusta hablar por teléfono.
– Desde luego. Cuando quieras. Ahora mismo. Espero una llamada, pero no tiene sentido que sigas dando vueltas por ahí con esta lluvia. Además -agregó sonriendo para sí-, aquí se está caliente.
– De acuerdo. ¿Pregunto por ti?
– Sí. Di al agente de la puerta que estás citada y él te acompañará a mi despacho.
– Gracias. Ahora mismo voy. -Colgó sin darle tiempo a despedirse.
En cuanto Brunetti colgó, el teléfono volvió a sonar. Era Carrara.
– Guido, su signor La Capra estaba en el ordenador.
– ¿Sí?
– La cerámica china me ha permitido localizarlo.
– ¿Por qué?
– Por dos cosas. Hará unos tres años, de una colección particular de Londres desapareció un bol de celadón. El hombre al que al fin acusaron de la sustracción dijo que un italiano le había pagado para que consiguiera concretamente esa pieza.
– ¿La Capra?
– Él no lo sabía. Pero la persona que lo delató dijo que uno de los intermediarios que había agenciado el trato usó el nombre de La Capra.
– ¿«Agenciado el trato»? -preguntó Brunetti-. ¿Quiere decir, sencillamente, organizado el robo de una sola pieza?
– Sí. Es cada vez más frecuente -respondió Carrara.
– ¿Y la otra cosa? -preguntó Brunetti.
– Es sólo un rumor. Lo tenemos en la lista de «casos sin confirmar».
– ¿De qué se trata?
– Hará unos dos años, en París, un marchante de arte chino, un tal Philippe Bernadotte, fue muerto una noche en la calle mientras paseaba al perro. Sus asaltantes le robaron la cartera y las llaves. Con las llaves entraron en su casa, pero, por extraño que parezca, no le robaron nada. Eso sí, registraron sus archivos y, al parecer, se llevaron papeles.
– ¿Y La Capra?
– El socio de la víctima recordaba que días antes de su muerte, monsieur Bernadotte había mencionado una disputa que había tenido con un cliente que lo acusaba de haber vendido una pieza que sabía que era falsa.
– ¿El cliente era el signor La Capra?
– El socio no lo sabía. Sólo recordaba que monsieur Bernadotte se había referido a él varias veces llamándolo «el cabrito», pero pensó que bromeaba.
– ¿Monsieur Bernadotte y su socio eran capaces de vender una pieza sabiendo que era falsa? -preguntó Brunetti.
– El socio, no. Pero, al parecer, Bernadotte había estado complicado en varias ventas y compras dudosas que habían sido investigadas.
– ¿Por la brigada antirrobo de obras de arte?
– Sí. La oficina de París tenía un dossier sobre él.
– ¿Y de su casa no se llevaron nada, después de matarlo?
– Parece que no, pero el que lo ha matado tuvo tiempo de revisar sus archivos y sus inventarios y sacar lo que le interesara.
– ¿Así que es posible que el signor La Capra fuera «el cabrito» al que había aludido la víctima?
– Eso parece -convino Carrara.
– ¿Algo más?
– No; pero si ustedes pueden darnos más datos, se lo agradeceremos.
– Diré a mi secretaria que le envíe todo lo que tenemos, y si descubrimos algo más sobre él y Semenzato se lo diré.
– Gracias, Guido. -Y Carrara colgó.
¿Qué era lo que cantaba el conde Almaviva? «E mifarà il destino ritrovar questo paggio in ogni loco!» También parecía ser el destino de Brunetti encontrar a La Capra dondequiera que mirase. De todos modos, Cherubino era bastante más inocente que el signor La Capra. Por lo que Brunetti había averiguado, cabía sospechar que La Capra estaba involucrado en la muerte de Semenzato. Pero todo era puramente circunstancial, no tendría valor alguno ante un tribunal.
Brunetti oyó un golpe en la puerta y gritó: «Avanti». Un policía de uniforme abrió y dio un paso atrás para que entrara Flavia Petrelli. Cuando ella pasaba por delante del policía, Brunetti vio cómo la mano del agente hacía un marcial saludo antes de cerrar la puerta. Brunetti no tuvo que preguntarse a quién se rendía homenaje con el gesto.
Flavia llevaba un impermeable marrón oscuro forrado de piel. El frío de la tarde había puesto color en su cara, que seguía limpia de maquillaje. Rápidamente, cruzó el despacho y estrechó la mano que él le tendía.
– ¿Así que aquí es donde trabajas? -dijo.
Él dio la vuelta a la mesa y se hizo cargo del impermeable, que el calor de la habitación hacía innecesario. Mientras ella miraba en derredor, él colgó la prenda de una percha, detrás de la puerta. Vio que estaba mojada y, al mirar a Flavia, vio brillar gotas de agua en su pelo.
– ¿No traes paraguas?
Ella, maquinalmente, se llevó la mano al pelo y pareció sorprenderse al encontrarlo mojado.
– No llovía cuando he salido de casa.
– ¿Y cuándo ha sido eso? -preguntó él volviendo hacia ella.
– Después del almuerzo. Serían poco más de las dos, supongo. -Su respuesta era vaga y daba a entender que realmente no podía recordarlo.
Él acercó otra silla a la que tenía delante de la mesa y esperó a que la mujer se acomodara antes de sentarse frente a ella. Hacía sólo unas horas que la había visto y lo sorprendía el cambio que notaba en su cara. Esta mañana parecía tranquila y relajada cuando, con una vivacidad muy italiana, le pedía ayuda para convencer a Brett de que debía pensar en su propia seguridad. Y ahora daba la impresión de estar rígida, en vilo, y la crispación que se advertía en su boca era nueva.
– ¿Cómo está Brett? -preguntó él.
Ella suspiró y agitó una mano en un ademán de impotencia.
– A veces, hablar con ella es como tratar de razonar con uno de mis hijos. Dice que sí a todo, reconoce que tengo razón y luego hace lo que se le antoja.
– ¿Que ahora es…?
– Quedarse aquí en lugar de ir conmigo a Milán.
– ¿Cuándo te marchas?
– Mañana por la noche. Hay un vuelo que llega a las nueve. Así tendré tiempo de abrir el apartamento e ir a recibir a los niños al aeropuerto al día siguiente por la mañana.
– ¿Ha dicho por qué no quiere ir?
Flavia se encogió de hombros, como si lo que Brett dijera y la verdad fueran dos cosas independientes.
– Dice que no consentirá que el miedo la eche de su propia casa, que no va a huir ni a esconderse conmigo.
– ¿Crees que es la verdadera razón?
– ¿Y quién sabe cuál es su verdadera razón? -preguntó ella ásperamente-. A Brett le basta con querer o no querer hacer una cosa. Ella no necesita razones ni excusas. Hace sólo lo que le apetece. -No escapó a Brunetti que sólo otra persona no menos voluntariosa encontraría tan irritante esta cualidad.
Aunque Brunetti deseaba preguntar a Flavia por qué había ido a verle, dijo tan sólo:
– ¿Y no podrías convencerla?
– Si la conocieras, no lo preguntarías -dijo Flavia secamente, pero entonces sonrió-: No; no podría. Probablemente, si yo le dijera que no se fuera, se sentiría tentada de marcharse. -Movió la cabeza negativamente y repitió-: Lo mismo que mis hijos.
– ¿Quieres que hable yo con ella? -preguntó Brunetti.
– ¿Crees que serviría de algo?
Ahora tocó a Brunetti encogerse de hombros.
– No lo sé. Tampoco tengo mucho éxito con mis propios hijos.
Ella lo miró, sorprendida:
– No sabía que tuvieras hijos.
– Para un hombre de mi edad, lo más natural es tenerlos, ¿no?
– Sí, claro -respondió ella, y meditó un momento antes de volver a hablar-. Es que en ti siempre he visto sólo al policía, es casi como si no fueras una persona corriente. -Antes de que él pudiera decirlo, ella admitió-: Sí, ya sé, y a mí sólo me conoces como cantante.
– Bueno, tampoco es exacto -dijo él.
– ¿Cómo que no? Cuando me conociste estaba actuando.
– Sí, pero la función había terminado. Y desde entonces sólo te he oído en disco. Y me parece que no es lo mismo.
Ella lo miró fijamente, bajó la mirada al regazo y volvió a mirarlo:
– Si te diera entradas para la función de La Scala, ¿irías?
– Sí, con mucho gusto.
– ¿Y a quién llevarías? -preguntó ella con una amplia sonrisa.
– A mi esposa -dijo él simplemente.
– Ah -dijo ella no menos simplemente. Pero una sílaba puede ser muy elocuente. La sonrisa se borró un momento y cuando reapareció era tan amistosa como antes, pero no tan cálida.
Él repitió la pregunta:
– ¿Quieres que hable con ella?
– Sí; confía mucho en ti, y quizá te escuche. Alguien tiene que convencerla de que debe irse de Venecia. Yo no he podido.
La ansiedad que advertía en su voz lo impulsó a decir:
– No creo que en realidad corra tanto peligro si se queda. Su apartamento es seguro, y no será tan imprudente como para dejar entrar a cualquiera. El riesgo es pequeño.
– Sí -dijo Flavia con una lentitud que indicaba lo poco que la convencía el argumento. Como si hubiera vuelto repentinamente de un lugar muy lejano y no supiera cómo había llegado aquí, recorrió el despacho con la mirada y preguntó apartando de sí el cuello del jersey-. ¿Tienes que quedarte aquí mucho rato todavía?
– No; ya estoy libre. Si quieres, te acompaño y hablo con ella, a ver si quiere escucharme.
Flavia se levantó, fue a la ventana, miró la fachada cubierta de San Lorenzo y el canal que discurría frente al edificio.
– Muy bonito, pero no sé cómo puedes soportarlo. -¿Se refería al matrimonio?, pensó Brunetti-. Al cabo de una semana, empiezo a sentirme atrapada. -¿Hablaba de la fidelidad? Se volvió a mirarlo-. Pero, con todos sus inconvenientes, no deja de ser la ciudad más bella del mundo, ¿verdad?
– Sí -respondió él sencillamente, ayudándola a ponerse el impermeable.
Antes de salir, Brunetti sacó dos paraguas del armario y dio uno a Flavia. En la puerta principal de la questura, los dos guardias que habitualmente se limitaban a dar a Brunetti un lacónico «Buona notte», se cuadraron y levantaron la mano en un saludo impecable. Fuera la lluvia caía con fuerza y el agua del canal empezaba a inundar la acera. Brunetti se había calzado las botas, pero Flavia llevaba unos mocasines que ya estaban empapados.
Él la tomó del brazo y torcieron hacia la izquierda. De vez en cuando, una ráfaga de viento les lanzaba la lluvia a la cara, giraba bruscamente y les azotaba las pantorrillas. Se cruzaban con muy pocos transeúntes, todos bien equipados con botas e impermeable, evidentemente, venecianos que si estaban fuera de casa era porque no tenían más remedio. Maquinalmente, él evitaba las calles en las que el agua ya habría subido y la llevaba hacia Barbería delle Tolle, que conducía a la parte alta, donde estaba el hospital. No les faltaba más que un puente para llegar allí cuando se encontraron frente a una zona en la que había que hundirse hasta el tobillo en un agua gris y aceitosa. Él se paró, preguntándose cómo llevar a Flavia al otro lado, pero ella se soltó de su brazo y siguió andando, ajena al agua fría que él oía borbotearle en los zapatos.
El viento y la lluvia barrían la pequeña explanada del campo SS. Giovanni e Paolo. En una esquina, debajo de un toldo que ondeaba furiosamente, había una monja que, con resignada indefensión, se asía a un paraguas eviscerado. El campo propiamente dicho parecía haberse contraído, el borde estaba ya bajo las aguas que habían convertido el canal en un lago alargado que iba ensanchándose progresivamente.
Casi corriendo, con un rápido chapoteo, cruzaron el campo en dirección al puente que los llevaría a la calle della Testa y el apartamento de Brett. Desde lo alto del puente, vieron que en el tramo que tenían que recorrer a continuación el agua les llegaría hasta la pantorrilla, pero no se detuvieron. Cuando llegaron a la zona inundada al pie del puente, Brunetti se cambió el paraguas a la mano izquierda y tomó a Flavia del brazo con la derecha. Y fue oportuno, porque en aquel momento ella tropezó, se fue hacia adelante y, de no haberla sujetado él, hubiera caído de cara.
– Porco Giuda -exclamó ella-. El zapato. Se me ha salido. -Los dos registraron con la mirada el agua oscura, pero el zapato había desaparecido. Ella tanteaba con el pie en el agua. Nada. La lluvia arreciaba.
– Tenga -dijo Brunetti cerrando el paraguas y dándoselo. Rápidamente, se inclinó y la tomó en brazos. Ella, desprevenida, con un movimiento reflejo, se le agarró al cuello y le golpeó la cabeza con el mango del paraguas que él acababa de entregarle. Él dio un traspiés, pero recuperó el equilibrio y echó a andar. Dobló las dos esquinas que faltaban y al llegar a la puerta de la casa la dejó en el suelo.
El pelo le chorreaba, el agua se le metía por el cuello y le resbalaba por el cuerpo. Mientras la traía en brazos, había tropezado y el agua fría le había entrado en la bota mojándole el zapato. Pero había conseguido traerla a casa. Cuando la dejó en el suelo, se apartó el pelo que tenía pegado a la frente.
Rápidamente, ella abrió la puerta y entró en el zaguán, donde el agua tenía la misma altura que en la calle. Empezó a subir la escalera. El segundo peldaño ya estaba seco. Al oír a Brunetti chapotear a su espalda, ella subió dos peldaños más y se volvió a mirarlo.
– Gracias. -Se quitó el otro zapato, que dejó tirado en la escalera, y siguió subiendo. Él la seguía de cerca. En el segundo rellano, oyeron la música que fluía escaleras abajo. Al llegar arriba, frente a la puerta metálica, ella eligió una llave, la introdujo en la cerradura y la hizo girar. La puerta no se movió.
Ella sacó la llave, eligió otra y abrió la cerradura de la parte superior de la puerta, luego accionó la primera cerradura.
– Es extraño -dijo volviéndose hacia él-. Está cerrada con dos llaves.
A él le pareció lógico que Brett echara las dos llaves desde dentro.
– Brett -gritó Flavia al empujar la puerta. La música salió a su encuentro, pero Brett no-. Soy yo -dijo Flavia-. Guido ha venido conmigo.
Nadie contestó.
Descalza, dejando un reguero de agua en el suelo, Flavia entró en la sala y fue al fondo del apartamento, a mirar en los dos dormitorios. Cuando volvió estaba más pálida. A su espalda, cantaban violines, vibraban trompetas y se restauraba la armonía universal.
– Brett no está en casa, Guido. Se ha marchado.