11

Al pie del puente de Rialto, Brunetti entró en el pasaje cubierto situado a la derecha de la estatua de Goldoni, en dirección a SS Giovanni e Paolo y el apartamento de Brett. Sabía que ella había vuelto a casa porque el agente que estuvo de guardia en la puerta de la habitación del hospital durante un día y medio, regresó a la questura cuando le dieron de alta. No se había apostado a un agente en su casa, porque un policía de uniforme no podía estar en una de las estrechas calles de Venecia sin que todo el que pasaba le preguntara qué hacía allí, como tampoco podía rondar por los alrededores un detective de paisano que no fuera vecino del barrio sin que antes de media hora empezaran a recibirse en la questura llamadas telefónicas para denunciar su sospechosa presencia. Los forasteros veían en Venecia una ciudad, pero los residentes sabían que en realidad era como un aletargado pueblo del interior, con una inclinación natural al cotilleo, la curiosidad y el recelo, que no difería del más pequeño paese de Calabria o Aspromonte.

Aunque hacía ya varios años que Brunetti había estado en el apartamento, lo encontró sin dificultad, a la derecha de la calle dello Squaro Vecchio, tan pequeña que el municipio no se había molestado en pintar el nombre en la pared. Tocó el timbre y al cabo de unos momentos una voz preguntó por el interfono quién era. Le alegró comprobar que tomaban por lo menos esta mínima precaución, ya que muchas veces los habitantes de esta tranquila ciudad abrían la puerta de la calle sin molestarse en preguntar quién llamaba.

A pesar de que el edificio había sido restaurado no hacía muchos años, y la escalera, enyesada y pintada, la sal y la humedad ya habían empezado su labor, devorando la pintura y esparciendo partículas por el suelo, como migas debajo de una mesa. Al encarar el cuarto y último tramo de la escalera, Brunetti levantó la mirada y vio que la pesada puerta metálica del apartamento estaba abierta y que Flavia Petrelli la sostenía. Lo que había en su cara parecía realmente una sonrisa, aunque tensa y nerviosa.

Se estrecharon la mano en la puerta y ella retrocedió para dejarle entrar. Hablaron al mismo tiempo:

– Celebro que haya venido -dijo ella.

Permesso -dijo él al entrar.

Ella llevaba una falda negra y un jersey escotado de un amarillo canario que pocas mujeres se arriesgarían a ponerse. Este color hacía que el cutis aceitunado y los ojos casi negros de Flavia resplandecieran por el contraste. Pero una observación más atenta revelaba que los ojos, aunque hermosos, estaban cansados y que de los labios partían finas líneas de tensión.

Ella le pidió el abrigo y lo colgó en un gran armadio que estaba en el lado derecho del recibidor. Brunetti había leído el informe de los agentes que habían acudido al recibir el aviso de la agresión, por lo que no pudo menos que mirar el suelo y la pared de ladrillo. No había ni rastro de sangre, pero olía a un fuerte producto de limpieza y, según le pareció, a cera.

Flavia no inició el movimiento de pasar a la sala sino que lo retuvo allí preguntando en voz baja:

– ¿Han averiguado algo?

– ¿Se refiere al doctor Semenzato?

Ella movió la cabeza afirmativamente.

Antes de que él pudiera contestar, Brett gritó desde la sala:

– Deja de conspirar, Flavio y hazle pasar.

Ella tuvo a bien sonreír encogiéndose de hombros, luego dio media vuelta y lo condujo a la sala. Tal como él recordaba, incluso en un día tan gris como éste, la pieza estaba inundada por la luz que se filtraba a través de seis grandes claraboyas abiertas en el techo. Brett, vestida con pantalón color borgoña y jersey negro con cuello de cisne, estaba sentada en un sofá situado entre dos ventanas altas. Brunetti observó que las marcas de su cara, aunque mucho menos hinchadas que en el hospital, aún tenían un marcado tinte azul. Ella se movió hacia la izquierda para hacerle sitio y extendió la mano.

Él le estrechó la mano y se sentó a su lado, mirándola atentamente.

– Ya no soy Frankenstein -dijo ella sonriendo para mostrar no sólo que sus dientes ya estaban libres de los alambres que los habían mantenido atados la mayor parte del tiempo que estuvo en el hospital, sino que el corte del labio se había curado lo suficiente como para permitirle cerrar la boca.

Brunetti, que conocía las pretensiones de omnisciencia de los médicos italianos y su consiguiente inflexibilidad, preguntó sorprendido:

– ¿Cómo ha conseguido que la dejaran salir?

– Hice una escena -dijo ella simplemente.

En vista de que no se le daban más explicaciones, Brunetti miró a Flavio, que se tapó los ojos con la mano y movió la cabeza al recordarlo.

– ¿Y entonces? -preguntó él.

– Me dijeron que podía marcharme, con la condición de que comiera, de modo que ahora mi dieta se ha ampliado y abarca plátano y yogur.

Al hablar de comida, Brunetti miró más atentamente y vio que, bajo las magulladuras, tenía la cara más delgada, las facciones más angulosas y afiladas.

– Tiene que comer más que eso -dijo y entonces, a su espalda, oyó reír a Flavia, pero cuando se volvió a mirarla, ella le recordó el tema del día preguntando:

– ¿Qué hay de Semenzato? Esta mañana lo hemos leído en el periódico.

– Poca cosa se puede añadir a la noticia. Lo mataron en su despacho.

– ¿Quién encontró el cadáver? -preguntó Brett.

– La mujer de la limpieza.

– ¿Qué ocurrió? ¿Cómo lo mataron?

– Golpeándole en la cabeza.

– ¿Con qué? -preguntó Flavia.

– Con un ladrillo.

Brett, con repentina curiosidad, preguntó:

– ¿Qué clase de ladrillo?

Brunetti trató de recordar la pieza que había visto al lado del cuerpo.

– Es azul intenso, de un tamaño del doble de mi mano, y tiene marcas doradas.

– ¿Y qué hacía allí ese ladrillo? -preguntó Brett.

– La mujer de la limpieza dijo que él lo usaba de pisapapeles. ¿Por qué lo pregunta?

Ella asintió, como en respuesta a otra pregunta, se levantó del sofá apoyando las manos en el asiento y cruzó la sala en dirección a la librería. Brunetti no pudo reprimir una mueca al observar su andar vacilante y la lentitud con que levantaba el brazo para sacar un libro grueso de un estante alto. Con el libro debajo del brazo, Brett volvió hacia ellos y puso el libro encima de la mesa baja que estaba delante del sofá. Abrió el libro y lo hojeó brevemente deteniéndose en una página doble que sostuvo apoyando la palma de las manos a cada lado.

Brunetti se inclinó y vio varias fotos en color de lo que parecía una puerta grande, aunque faltaba la escala, porque no estaba unida a unas paredes sino aislada en una sala, quizá de un museo. Había a cada lado de la puerta un toro alado, enorme, en actitud protectora. El color de la puerta era el mismo azul cobalto que el del ladrillo utilizado para matar a Semenzato y el cuerpo de los animales estaba dibujado en oro. Una mirada más atenta descubría que la pared estaba construida con ladrillos rectangulares y las figuras de los toros esculpidas en bajorrelieve.

– ¿Qué es? -preguntó Brunetti señalando la foto.

– La puerta de Istar, de Babilonia -dijo ella-. Ha sido reconstruida en gran parte, pero de ella procede el ladrillo, o quizá de una construcción similar, del mismo sitio. -Antes de que él pudiera preguntar, ella explicó-: Recuerdo haber visto varios de esos ladrillos en los almacenes del museo mientras trabajábamos allí.

– Pero, ¿cómo pudo llegar a su mesa? -preguntó Brunetti.

Brett volvió a sonreír.

– Gangas del oficio, supongo. Como era el director, podía hacer subir a su despacho cualquier pieza de la colección permanente.

– ¿Eso es normal? -preguntó Brunetti.

– Sí. Desde luego, no hubiera podido colgar un Leonardo ni un Bellini para su disfrute particular, pero es frecuente que se usen piezas de los fondos de un museo para decorar un despacho, especialmente, el del director.

– ¿Se lleva un control de esta clase de préstamos? -preguntó él.

Al otro lado de la mesa se oyó un susurro de seda cuando Flavia cruzó las piernas mientras decía suavemente:

– Ah, de modo que fue así. -Y entonces agregó, como si Brunetti le hubiera preguntado-: Yo hablé con él una sola vez, y no me gustó.

– ¿Cuándo hablaste con él, Flavia? -preguntó Brett, sin responder a Brunetti.

– Media hora antes de conocerte a ti, cara. En tu exposición del palazzo Ducale.

Casi automáticamente, Brett rectificó:

– No era mi exposición. -A Brunetti le pareció que aquella rectificación había sido hecha ya otras muchas veces.

– Bueno, de quienquiera que fuese -dijo Flavia-. Era el día de la inauguración, y a mí me estaban haciendo los honores de la ciudad, la diva que nos visita, etcétera. -Su tono hacía que el concepto de su fama sonara un poco ridículo. Puesto que Brett tenía que estar enterada de las circunstancias en que se habían conocido, Brunetti supuso que la explicación estaba dirigida a él.

– Semenzato me acompañaba por las salas, pero yo tenía ensayo aquella tarde y quizá estuve un poco brusca con él. -¿Brusca? Brunetti había sido testigo del mal humor de Flavia y «brusco» no parecía un término apropiado para describirlo.

– No hacía más que decirme lo mucho que admiraba mi talento. -Hizo una pausa e inclinándose hacia Brunetti le puso una mano en el antebrazo mientras explicaba-. Eso siempre significa que no me han oído cantar y que, si me oyeran, seguramente no les gustaría, pero como saben que soy famosa les parece que tienen que adularme. -Dada la explicación, retiró la mano e irguió el busto-. Yo tenía la impresión de que, mientras me enseñaba lo fantástica que era la exposición -en un inciso, a Brett-: y lo era, desde luego -y otra vez a Brunetti-: lo que al parecer yo debía comprender era lo fantástico que era él por haber tenido la idea. Aunque no la había tenido él. Bueno, yo entonces ignoraba que era la exposición de Brett… pero él se daba tanta importancia que se me hizo antipático.

Brunetti comprendía perfectamente que a Flavia no le gustara la competencia de personas presuntuosas. No; en esto era injusto, porque ella no era presuntuosa. Tenía que reconocer que la había juzgado mal. Allí no había vanidad, sólo el natural conocimiento de la propia valía y talento, y él sabía de su pasado lo suficiente como para comprender lo mucho que le había costado llegar adonde ahora estaba.

– Y entonces llegaste tú con una copa de champaña y me rescataste -sonrió a Brett.

– Champaña, no es mala idea -dijo Brett, cortando las reminiscencias de Flavia, y Brunetti observó con sorpresa la similitud entre su reacción y la de Paola cada vez que él se ponía a contar a alguien cómo se habían conocido, chocando en el extremo de uno de los pasillos de la biblioteca de la universidad. ¿Cuántas veces durante su matrimonio le habría pedido ella que le trajera una copa o interrumpido su relato haciendo una pregunta a otra persona? ¿Y por qué a él le producía tanto placer referir aquello? Misterios. Misterios.

Flavia, captando la insinuación, se levantó y cruzó la sala. No eran más que las once y media de la mañana, pero, si ellas querían beber champaña, él consideró que no era quién para protestar ni impedírselo.

Brett hojeó el libro y se recostó en el sofá, pero las páginas volvieron solas al lugar anterior, mostrando a Brunetti el toro dorado, un fragmento del cual había matado a Semenzato.

– ¿Cómo lo conoció usted? -preguntó Brunetti.

– Colaboré con él en la exposición de China hace cinco años. La mayor parte de nuestra relación fue por carta, ya que mientras se organizaba la exposición yo estaba en China. Le escribía para sugerirle piezas, de las que le enviaba fotos, tamaño y peso, porque había que transportarlas por avión desde Xian y Pekín a Nueva York y luego a Londres y de Londres a Milán, desde donde vendrían a Venecia en camión y en barco. -Hizo una pausa antes de agregar-: No lo conocí personalmente hasta que vine a montar la exposición.

– ¿Quién decidió qué piezas había que traer de China?

Ella hizo una mueca al recordar la exasperación sufrida.

– ¿Quién sabe? -Viendo que él no comprendía, trató de explicar-: Intervenían en esto el Gobierno chino, con sus ministerios de Antigüedades y Asuntos Exteriores y, por nuestra parte -él observó que, inconscientemente, ella consideraba Venecia «nuestra parte»-, el museo, el departamento de Antigüedades, la Policía de Finanzas, el Ministerio de Cultura y otras varias instituciones que me he esforzado en olvidar. -Su expresión reflejó el mal recuerdo de la burocracia-. Aquí era horrible, mucho peor que en Nueva York y que en Londres. Y tenía que hacer los trámites desde Xian, con cartas que se retrasaban en el correo o que eran retenidas por la censura. Finalmente, al cabo de tres meses, en vista de que las cosas no adelantaban (faltaba un año para la inauguración), decidí venir y en dos semanas lo arreglé casi todo, aunque tuve que ir dos veces a Roma.

– ¿Y Semenzato? -preguntó Brunetti.

– Creo que, en primer lugar, debe usted comprender que su nombramiento fue esencialmente político. -Sonrió al ver la sorpresa de Brunetti-. Tenía cierta experiencia en museos, pero no recuerdo de dónde. Su designación fue una compensación política. De todos modos, en el museo había, hay -rectificó inmediatamente- conservadores que son los que se encargan de las colecciones. Su función era ante todo administrativa, y la desempeñaba muy bien.

– ¿Y la exposición que se hizo aquí? ¿Le ayudó a usted a montarla? -Se oía a Flavia trajinar en el otro extremo del apartamento, ruido de cajones y armarios que se abrían y cerraban y tintineo de copas.

– Muy poco. Ya le he dicho que para las inauguraciones en Nueva York y en Londres hice viajes relámpago desde Xian, y aquí también vine para la inauguración. -Él creía que ya había terminado de hablar pero entonces ella agregó-: Y me quedé un mes.

– ¿Tenía mucho contacto con él?

– Muy poco. Mientras se montaba la exposición él estuvo de vacaciones y luego, cuando volvió, tuvo que ir a Roma a hablar con el ministro para un intercambio con el Brera de Milán en relación con otra exposición que tenían en proyecto.

– Pero algún trato personal tendría con él mientras tanto, ¿no?

– Sí. Era un hombre simpático y, dentro de lo posible, complaciente. Me dio carta blanca en la exposición, dejando que la montara a mi gusto. Luego, cuando se clausuró, hizo otro tanto por mi ayudante.

– ¿Su ayudante? -preguntó Brunetti.

Brett lanzó una mirada a la cocina y respondió:

– Matsuko Shibata, una japonesa que me ayudaba en Xian, prestada por el Museo de Tokio, en régimen de intercambio entre los Gobiernos japonés y chino. Había estudiado en Berkeley y regresado a Tokio al licenciarse.

– ¿Dónde está ahora? -preguntó Brunetti.

Ella se inclinó sobre el libro y volvió a hojearlo hasta que su mano se detuvo junto a un delicado biombo japonés con una pintura de garzas que volaban sobre altos bambúes.

– Murió. Sufrió un accidente en la excavación.

– ¿Qué ocurrió? -Brunetti habló en voz baja, consciente de que la muerte de Semenzato hacía que Brett empezara a ver este accidente a una luz distinta.

– Una caída. La excavación de Xian es poco más que una fosa cubierta por una especie de hangar de aviación. Las estatuas de los soldados del ejército que el emperador quería llevar consigo a la eternidad estaban sepultadas. En algunos sitios habíamos tenido que excavar tres o cuatro metros para llegar hasta ellas. Hay un camino alrededor de la excavación, con un murete, para que los turistas no se caigan o no nos echen tierra encima con los pies mientras estamos trabajando. Pero en algunas zonas en las que no se permite la entrada a los turistas, no hay muro. Matsuko cayó… -empezó, pero Brunetti observó cómo las nuevas posibilidades que se le aparecían le hacían modificar los términos-. El cuerpo de Matsuko fue hallado al pie de uno de estos lugares. Se había desnucado al caer desde una altura de tres metros. -Miró a Brunetti y reconoció francamente sus nuevas dudas cambiando la última frase-: La encontraron en el fondo, con el cuello roto.

– ¿Cuándo ocurrió?

Sonó una detonación en la cocina. Sin pensar, Brunetti se levantó dando media vuelta y se agachó situándose entre Brett y la puerta de la cocina. Ya sacaba el revólver de debajo de la americana, cuando Flavia gritó: «Porco vacca» y ambos oyeron el inconfundible siseo del champaña que brota de la botella, seguido del chapoteo del líquido en el suelo.

Él soltó la pistola y volvió a sentarse sin decir nada a Brett. En otras circunstancias, hubiera sido gracioso, pero ninguno de los dos se rió. Por tácito acuerdo, decidieron pasarlo por alto, y Brunetti repitió la pregunta:

– ¿Cuándo ocurrió?

Decidida a ahorrar tiempo respondiendo a todas sus preguntas de inmediato, ella dijo:

– Fue unas tres semanas después de mi primera carta a Semenzato.

– ¿Cuándo fue eso?

– A mediados de diciembre. Llevé su cadáver a Tokio. Es decir, fui con él. Con ella. -Calló; le secó la voz un recuerdo que no iba a compartir con Brunetti-. Yo iba a pasar la Navidad en San Francisco -prosiguió-. Así que salí antes y estuve tres días en Tokio. Vi a su familia. -Otra larga pausa-. Luego seguí viaje a San Francisco.

Flavia salió de la cocina sosteniendo en equilibrio con una mano una bandeja de plata con tres flautas de champaña y con la otra, agarrándola por el cuello como si fuera una raqueta de tenis, una botella de Dom Pérignon.

Aquí, con el champaña de media mañana, no se escatimaba.

Había oído las últimas palabras de Brett y preguntó:

– ¿Estabas contando a Guido nuestra feliz Navidad? -El empleo del nombre de pila no pasó inadvertido a ninguno de ellos, ni el énfasis con que pronunció «feliz».

Brunetti tomó la bandeja y la puso en la mesa, y Flavia escanció el champaña con liberalidad. La espuma rebosó de una de las copas, resbaló por el cristal, cayó a la bandeja, se salió por el borde y corrió hacia el libro que seguía abierto. Brett lo cerró con un movimiento rápido y lo puso a su lado en el sofá. Flavia dio una copa a Brunetti, puso otra en la mesa, delante del sitio que ella había ocupado y pasó la tercera a Brett.

Cin Cin -brindó Flavia con vivaz artificio, y los tres levantaron las copas-. Si hay que hablar de San Francisco, voy a necesitar el champaña. -Se sentó frente a ellos y tomó lo que era más que un sorbo.

Brunetti la miró interrogativamente y ella se apresuró a explicar:

– Yo cantaba allí. Tosca. Dios, qué desastre. -Con un ademán tan teatral que hacía burla deliberada de sí misma, se llevó el dorso de la mano a la frente, cerró los ojos un momento y prosiguió-: El director era alemán y tenía un «concepto». Desgraciadamente, su concepto consistía en actualizar la ópera para darle «significado» -palabra en la que imprimió vivo desdén- situándola durante la revolución rumana y atribuyendo a «Scarpia» la personalidad de Ceaucescu, o como quiera que aquel hombre horrible lo pronunciara. Yo debía ser la reina diva, pero no de Roma sino de Bucarest. -Se tapó los ojos con una mano pero siguió hablando-. Recuerdo que había tanques y metralletas y, en un momento de la obra, yo tenía que esconderme una granada en el escote.

– No olvides el teléfono -dijo Brett cubriéndose la boca con los dedos y apretando los labios para no reír.

– Ay, cielos, el teléfono, lo había olvidado; eso dice lo mucho que me he esforzado por sacármelo de la cabeza. -Miró a Brunetti, tomó un trago de champaña como si fuera agua mineral y prosiguió con la mirada animada por el recuerdo-. Durante el «Visse d'arte», el director quería que tratara de pedir ayuda por teléfono. De modo que allí me tenéis, echada en un sofá, tratando de convencer a Dios de que no merezco lo que me pasa, y la verdad es que no lo merecía, cuando «Scarpia», que creo que era rumano auténtico: por lo menos, nunca entendí ni palabra de lo que decía. -Hizo una pausa y añadió-: Ni de lo que cantaba.

Brett intervino para puntualizar:

– Era búlgaro, Flavia.

El ademán de Flavia, aún con la copa en la mano, era displicente:

– Da lo mismo, cara. Todos parecen unos rústicos y apestan a paprika. Y todos gritan de un modo… especialmente, las sopranos. -Terminó su champaña e hizo una pausa mientras volvía a llenarse la copa-. ¿Dónde estaba?

– En el sofá, me parece, suplicando a Dios -apuntó Brett.

– Ah, sí. Entonces «Scarpia», un hombretón patoso, tropieza con el cable del teléfono y lo arranca de la pared. Y aquí me tenéis, echada en el sofá, con la comunicación con Dios cortada. Al otro lado del barítono, entre bastidores, el director gesticulaba como un poseso. Creo que pretendía que volviera a conectar la línea e hiciera la llamada a todo trance. -Tomó un sorbo, sonrió a Brunetti con una afabilidad que lo impulsó a llevarse a su vez la copa a los labios y continuó-: Pero un artista ha de tener sus normas -y, mirando a Brett-: o, como decís los americanos, trazar una raya en la arena. -Aquí se detuvo, y Brunetti se sintió obligado a preguntar:

– ¿Qué hizo entonces?

– Agarré el teléfono y canté por él como si el hilo siguiera enchufado a la pared y hubiera alguien al otro extremo. -Puso la copa en la mesa, se levantó, abrió los brazos en actitud angustiada y, sin más preparativos, se puso a cantar las últimas frases del aria-. «Nell'ora del dolor perchè, Signor, ah, perchè me ne rimuneri così?» -¿Cómo lo hacía? Estar hablando y, de improviso, lanzar unas notas tan sólidas.

Brunetti se echó a reír salpicándose la camisa de champaña. Brett dejó su copa en la mesa y se oprimió los lados de la boca con las manos.

Flavia, con la expresión de quien entra en la cocina para ver cómo está el guiso y lo encuentra en su punto, volvió a sentarse y continuó el relato.

– «Scarpia» tuvo que volverse de espaldas al público porque no podía contener la risa. Era la primera vez en un mes que me caía simpático. Casi sentí tener que matarlo minutos después. En el entreacto, el director se puso histérico y me gritó que había arruinado su puesta en escena y juró que nunca volvería a trabajar conmigo. Eso se ha cumplido, desde luego. Las críticas fueron terribles.

– Flavia -reconvino Brett-, fueron terribles las críticas del montaje, las de tu actuación fueron estupendas.

Como si hablara con una niña, Flavia explicó:

– Mis criticas siempre son estupendas, cara. -Así, sencillamente. Miró a Brunetti-. Fue en pleno fiasco cuando llegó ella -dijo señalando a Brett-. Venía a pasar la Navidad conmigo y con mis hijos. -Movió la cabeza negativamente varias veces-. Venía de llevar el cadáver de aquella muchacha a Tokio. No fue una Navidad feliz.

Brunetti, a pesar del champaña, seguía deseando saber más acerca de la muerte de la ayudante de Brett.

– ¿Alguien pensó que podía no haber sido un accidente?

Brett movió la cabeza negativamente. Al parecer, había olvidado la copa que tenía delante.

– No. Casi todos nosotros habíamos resbalado alguna vez al borde de la excavación. Uno de los arqueólogos chinos se había caído un mes antes y se había roto el tobillo. En aquel momento, todos creímos que había sido un accidente. Hubiera podido ser un accidente -añadió sin convicción.

– ¿Colaboró ella en la exposición aquí? -preguntó Brunetti.

– En el montaje, no. Para eso vine yo sola. Pero Matsuko supervisó el embalado de las piezas cuando salieron para China.

– ¿Estaba usted aquí?

Brett titubeó largamente, miró a Flavia, bajó la cabeza y respondió:

– No; no estaba.

Flavia alargó la mano hacia la botella y echó más champaña en las copas, aunque la única que necesitaba el rellenado era la suya.

Todos callaron durante un rato, hasta que Flavia, mirando a Brett, más que preguntar declaró:

– ¿Ella no hablaba italiano, verdad?

– No -respondió Brett.

– Pero tengo entendido que tanto ella como Semenzato hablaban inglés.

– ¿Y eso qué importa? -preguntó Brett con un deje de irritación en la voz que Brunetti intuyó sin poder detectar.

Flavia hizo chasquear la lengua y miró a Brunetti fingiendo exasperación.

– Quizá sea verdad lo que dice la gente de nosotros, los italianos, quizá seamos más comprensivos que otros con la falta de integridad. Usted lo comprende, ¿verdad?

Él asintió.

– Eso significa -explicó a Brett, viendo que Flavia callaba- que ella no podía entenderse con la gente de aquí más que a través de Semenzato. Los dos tenían un idioma común.

– Un momento -dijo Brett. Ahora comprendía lo que querían decir, pero tampoco le gustaba-. ¿Así que Semenzato es culpable, sin más, y Matsuko también? ¿Sólo porque los dos hablaban inglés?

Ni Brunetti ni Flavia contestaron.

– Yo trabajé tres años con Matsuko -insistió Brett-. Ella era arqueóloga y conservadora. Ustedes dos no pueden decidir que fuera una ladrona, no pueden erigirse en juez y jurado y, sin más información ni más pruebas, decidir que era culpable. -Brunetti observó que no parecía tener inconveniente en admitir la culpabilidad que ellos atribuían también a Semenzato.

Seguían sin responder. Transcurrió casi un minuto. Finalmente, Brett se recostó en el sofá, luego extendió el brazo y tomó la copa. Pero no bebió sino que hizo girar el champaña y volvió a dejar la copa en la mesa.

– La cuchilla de Occam -dijo finalmente con resignación en la voz.

Brunetti esperaba que Flavia pudiera explicarle estas palabras, pero ella no dijo nada, por lo que tuvo que preguntar:

– ¿La cuchilla de quién?

– Guillermo de Occam -repitió Brett, sin apartar los ojos de la copa-. Fue un filósofo medieval, inglés, según creo. Tenía la teoría de que la explicación correcta de cualquier problema suele ser la que hace el uso más simple de la información disponible.

Brunetti no pudo menos que pensar que el tal signor Guillermo no era italiano, evidentemente. Miró a Flavia y en su forma de arquear la ceja leyó el mismo pensamiento.

– Flavia, ¿no podría beber otra cosa, por favor? -preguntó Brett tendiendo la copa semillena. Brunetti percibió la vacilación de Flavia, la suspicacia con que lo miró a él y luego otra vez a Brett, y le recordó la mirada de Chiara cuando se le pedía que hiciera algo que la obligaba a salir de la habitación en la que él y Paola iban a hablar de algo de lo que no querían que ella se enterase. Con un movimiento airoso, Flavia se levantó, recogió la copa y se alejó camino de la cocina, deteniéndose en la puerta para decir por encima del hombro:

– Te traeré agua mineral y procuraré tardar mucho en abrir la botella. -Y desapareció dando un portazo.

Brunetti se preguntaba a qué se debía todo aquello.

Cuando Flavia se fue, Brett se lo dijo:

– Matsuko y yo éramos amantes. No se lo he dicho a Flavia, pero lo sabe. -Un golpe seco que llegó de la cocina lo ratificó.

– Empezó en Xian, un año después de que ella llegara a la excavación. -Y, para mayor claridad-: Juntas preparamos la exposición, y ella escribió un texto para el catálogo.

– ¿De quién partió la idea de que ella colaborara en la exposición? -preguntó Brunetti.

Brett estaba violenta y no trataba de disimularlo.

– ¿De mí? ¿De ella? No lo recuerdo. Vino rodado. Lo hablamos una noche. -Se puso colorada bajo sus cardenales-. Por la mañana, estaba decidido que ella escribiría el artículo y que iría a Nueva York para ayudar a montar la exposición.

– ¿Pero usted vino a Venecia sola?

Ella asintió.

– Después de la inauguración en Nueva York, las dos regresamos a China. Yo volví a Nueva York para la clausura y Matsuko fue a Londres a ayudarme a preparar la exposición allí. Inmediatamente después, volvimos a China las dos. Luego yo volé otra vez a Londres para preparar el transporte de las piezas a Venecia. Yo creí que ella se reuniría aquí conmigo para la inauguración, pero se negó, dijo que quería… -Aquí su voz se quebró, y ella tuvo que carraspear antes de repetir-: Dijo que quería que por lo menos esta etapa de la exposición fuera sólo mía y que no vendría.

– Pero vino después de la clausura, ¿no? ¿Cuando había que enviar las piezas de vuelta a China?

– Vino de Xian para tres semanas -dijo Brett. Calló y se miró las manos fuertemente enlazadas-. No lo puedo creer, no lo puedo creer -murmuró, de lo que Brunetti dedujo que sí lo creía-. Entonces, cuando ella vino, todo había terminado ya entre nosotras. Yo había conocido a Flavia en la inauguración. Se lo dije a Matsuko cuando regresé a Xian, aproximadamente un mes después de que se inaugurara la exposición aquí, en Venecia.

– ¿Cómo reaccionó ella?

– ¿A usted qué le parece, Guido, cómo iba a reaccionar? Era lesbiana, casi una niña, a caballo entre dos culturas, criada en el Japón y educada en Estados Unidos. Cuando volví a Xian desde Venecia, después de estar fuera casi dos meses, y le enseñé el catálogo con su artículo en italiano, lloró. Había ayudado a montar la exposición más importante en este campo que se había celebrado en décadas, estaba enamorada de su jefa y creía que su jefa lo estaba de ella. Y entonces llego yo de Venecia, tan satisfecha, y le digo que lo nuestro ha terminado, que me he enamorado de otra, y cuando ella me pregunta por qué, yo, como una estúpida, me pongo a hablar de cultura, de la dificultad de llegar a entender realmente a alguien de una cultura diferente. Le dije que Flavia y yo compartíamos una misma cultura, y ella y yo, no. -Otro fuerte golpe en la cocina fue suficiente para evidenciar la falsedad del pretexto.

– ¿Ella cómo reaccionó?

– Si hubiera sido Flavia, creo que me hubiera matado. Pero Matsuko, por mucho tiempo que hubiera pasado en América, era japonesa. Se inclinó profundamente y salió de mi despacho.

– ¿Y desde entonces?

– Desde entonces fue la ayudante perfecta. Formal, distante y eficaz. Era muy competente. -Hizo una pausa larga y dijo en voz baja-: No me gusta lo que le hice, Guido.

– ¿Por qué vino ella a Venecia para encargarse del envío de las piezas a China?

– Yo estaba en Nueva York -dijo Brett como si esto fuera suficiente explicación. Para Brunetti no lo era, pero optó por dejar las aclaraciones para más adelante-. Llamé a Matsuko y le pedí que viniera a supervisar el embalado y el envío de las cosas a China.

– ¿Y ella accedió?

– Era mi ayudante, ya se lo he dicho. La exposición significaba tanto para ella como para mí. -Al oír cómo sonaban sus propias palabras, Brett agregó-: Por lo menos, eso pensaba yo.

– ¿Y qué me dice de la familia de Matsuko? -preguntó él.

Evidentemente sorprendida, Brett preguntó:

– ¿Su familia?

– ¿Son ricos?

Ricca sfondata -respondió. Riqueza sin límites-. ¿Por qué le interesa?

– Para saber si lo hizo por dinero -explicó.

– No me gusta esa manera suya de dar por descontado que ella estaba involucrada en esto -protestó Brett, pero débilmente.

– ¿Ya se puede volver sin peligro? -gritó Flavia desde la cocina.

– Basta, Flavia -replicó Brett ásperamente.

Flavia volvió con un vaso de agua mineral en el que subían alegremente las burbujas. Lo puso delante de Brett, miró el reloj y dijo:

– Es hora de las píldoras. -Silencio-. ¿Quieres que te las traiga?

Bruscamente, Brett golpeó con el puño la mesa de mármol, provocando un tintineo de la bandeja y una erupción de burbujas en todos los recipientes.

– Yo puedo ir a buscar las malditas píldoras. -Se levantó del sofá apoyándose en las manos y cruzó rápidamente la habitación. Segundos después, llegaba a la sala el ruido seco de otro portazo.

Flavia se recostó en el respaldo de su sillón, levantó la copa de champaña y tomó un sorbo.

– Caliente -murmuró. ¿El champaña? ¿El ambiente? ¿El genio de Brett? Echó el champaña de su copa en la de Brett y vació la botella en la suya. Tomó un sorbo de prueba y sonrió a Brunetti-. Así está mejor -dijo, dejando la copa en la mesa.

Brunetti, que no sabía si todo esto era un recurso teatral, decidió mantenerse a la expectativa. Estuvieron saboreando el champaña en plácida compañía hasta que, finalmente, Flavia preguntó:

– ¿En qué medida era necesario ponerle vigilancia en el hospital?

– Hasta que pueda hacerme una idea más clara de lo que ocurre no sabré en qué medida es necesario lo que se haga -respondió.

Ella sonrió ampliamente.

– Es reconfortante oír a un funcionario público reconocer ignorancia -dijo inclinándose para dejar la copa vacía en la mesa.

Terminado el champaña, su voz cambió a un registro más grave:

– ¿Matsuko? -preguntó.

– Probablemente.

– Pero, ¿cómo conoció ella a Semenzato? ¿O, por lo menos, cómo supo que él era la persona que debía abordar?

Brunetti reflexionó.

– Al parecer, él tenía cierta reputación, por lo menos, aquí.

– ¿La clase de reputación que habría llegado a oídos de Matsuko?

– Quizá. Hacía años que ella trabajaba con antigüedades, por lo que probablemente había oído rumores. Y dice Brett que su familia es muy rica. Quizá los muy ricos saben estas cosas.

– Sí, las sabemos -convino ella con espontaneidad-. Es casi como un club privado, como si hubiésemos hecho voto de guardarnos los secretos unos a otros. Y siempre es fácil, facilísimo, saber dónde puedes encontrar a un asesor fiscal marrullero, y no es que los haya de otra clase, por lo menos, en este país, o a quien proporcione droga, o chicos, o chicas, o a alguien que se encargue de que un cuadro pase de un país a otro discretamente. Desde luego, no sé cómo funcionan estas cosas en el Japón, pero no creo que allí sea muy distinto de aquí. La riqueza tiene su propio pasaporte.

– ¿Había oído algo a propósito de Semenzato?

– Ya le dije que sólo lo vi una vez y no me gustó, por lo que no me interesaba lo que pudiera decirse de él. Y ahora ya es tarde para preguntar, porque todo el mundo se empeñará en hablar bien. -Se inclinó, tomó la copa de Brett y bebió un sorbo-. Aunque, desde luego, dentro de unas semanas las cosas cambiarán y la gente volverá a decir la verdad. Pero ahora no es momento de hacer indagaciones. -Puso la copa en la mesa.

Aunque creía saber la respuesta, Brunetti preguntó:

– ¿Brett ha dicho algo de Matsuko? Concretamente, después de que mataran a Semenzato.

Flavia movió la cabeza negativamente.

– No ha dicho mucho de nada. Por lo menos, desde que empezó todo esto. -Se inclinó y movió la copa unos milímetros hacia la izquierda. -Brett teme la violencia. Lo cual no tiene sentido, porque ella es muy valiente. Nosotras, las italianas, no somos valientes. Desenvueltas y descaradas, sí, pero carecemos de valor físico. Cuando está en China, pasa la mitad del tiempo viajando por el país y durmiendo en tiendas de campaña. Hasta se fue al Tíbet en autobús. Me dijo que, como los chinos no quisieron darle visado, falsificó los papeles y se fue. No la asustan estas cosas, las cosas que a la mayoría nos aterran, como los conflictos con las autoridades o el arresto. Pero la violencia física le da miedo. Yo diría que porque es muy cerebral, porque ella se plantea y resuelve las cosas con el intelecto. Desde que esto ocurrió no es la misma. No quiere abrir la puerta. Finge no oír el timbre y espera a que conteste yo. Y es que tiene miedo.

Brunetti se preguntaba por qué Flavia le contaba estas cosas.

– He de irme dentro de una semana -dijo ella en respuesta a su pregunta-. Mis hijos se han ido con su padre dos semanas a esquiar y regresan entonces. Ya he suspendido tres actuaciones y no puedo suspender ninguna más. Ni quiero. Le he pedido que venga conmigo, pero no quiere.

– ¿Por qué?

– No lo sé. No quiere darme la razón. O no puede.

– ¿Por qué me dice esto?

– Creo que a usted le escucharía.

– ¿Si le dijera qué?

– Si le pidiera que fuera conmigo.

– ¿A Milán?

– Sí. Luego, en marzo, tengo que estar un mes en Munich. Podría acompañarme.

– ¿No ha de volver a China?

– ¿Para acabar desnucada en el fondo de la fosa? -Aunque sabía que su cólera no era para él, Brunetti cerró los ojos.

– ¿Ella ha hablado de volver?

– Ella no ha hablado de nada.

– ¿Sabe cuándo pensaba marcharse?

– No creo que tuviera un plan. Cuando llegó, dijo que no tenía reserva para el regreso. -Se encaró con la mirada inquisitiva de Brunetti-. Eso dependía de lo que averiguara por medio de Semenzato. -Por su tono, él dedujo que ésta era sólo una parte de la explicación. Esperó el resto-. Pero también dependía de mí, imagino. -Desvió la mirada un momento y agregó-: Me consiguió una invitación para dar lecciones magistrales en Pekín. Quería que fuera con ella.

– ¿Y? -preguntó Brunetti.

Flavia desechó la idea agitando la mano y dijo tan sólo:

– Aún no lo habíamos decidido antes de que ocurriera esto.

– ¿Y después?

Ella movió la cabeza negativamente.

Con tanto hablar de Brett, hasta aquel momento no reparó Brunetti en que hacía ya mucho rato que ella había salido de la sala.

– ¿Es ésa la única puerta? -preguntó.

La pregunta fue tan repentina que Flavia tardó unos instantes en entenderla y luego en descubrir su significado.

– Sí. No hay otra salida. Ni otra entrada. Y el tejado está aislado, no se puede acceder a él. -Se levantó-. Voy a ver qué hace.

Estuvo fuera mucho tiempo, durante el cual Brunetti hojeó el libro que Brett había dejado en el sofá. Miró largamente la puerta de Istar, tratando de averiguar a qué parte de la figura correspondía el ladrillo que había matado a Semenzato. Era como un rompecabezas, y no consiguió encontrar, en el grabado de la puerta, el lugar en el que pudiera encajar la pieza que ahora se encontraba en el laboratorio de la policía de la questura.

Transcurrieron casi cinco minutos antes de que Flavia regresara. Mientras hablaba, se quedó de pie al lado de la mesa, con lo que dio a entender a Brunetti que la visita había terminado.

– Ahora duerme. El analgésico que toma es muy fuerte, me parece que contiene tranquilizante. Además, el champaña habrá influido. Dormirá hasta la tarde.

– Necesito volver a hablar con ella.

– ¿No puede esperar a mañana?

Realmente, no podía, pero no había más remedio.

– Sí. ¿Le parece bien que venga a la misma hora?

– Desde luego. Le diré que ha quedado en volver. Y trataré de limitar el consumo de champaña. -La visita podía haber terminado pero, al parecer, la tregua continuaba.

Brunetti, que había decidido que Dom Pérignon era una bebida excelente para media mañana, pensó que esta precaución era innecesaria y confió en que al día siguiente Flavia hubiera cambiado de opinión.

Загрузка...