JUEVES, 20 DE FEBRERO

A las cinco y media de la madrugada el gato Manne decidió despertar a Sven-Erik Stålnacke. Se puso a pasear de aquí para allá por encima del cuerpo dormido de Sven-Erik y de vez en cuando soltaba un maullido lastimero. Al ver que no surtía efecto, el gato se le acercó a la cara y le tocó delicadamente la mejilla con la pata. Pero Sven-Erik estaba sumido en un sueño demasiado profundo. Manne movió la pata hasta ponérsela en la raíz del pelo y sacó las garras lo suficiente para que se le engancharan en la piel y pudiera tirar un poco a su amo del cuero cabelludo. Sven-Erik abrió los ojos al instante y se quitó las zarpas de la cabeza. Acarició cariñosamente al gato a lo largo de su lomo gris atigrado.

– Ay, cabroncete -dijo bondadoso-. ¿Te parece que ya me toca levantarme?

Manne maulló acusador y bajó de la cama de un salto para luego desaparecer por la puerta de la habitación. Sven-Erik oyó cómo se iba corriendo hasta la puerta de la entrada y se ponía a maullar.

– Ya voy, ya voy.

Había adoptado a Manne cuando su hija y el novio de ésta se mudaron a Luleå. «Es que está acostumbrado a la libertad -le había dicho ella-. Te puedes imaginar cómo se aburriría en un piso en la ciudad. Él es como tú, papá. Necesita tener un buen trozo de bosque cerca para poder vivir.»

Sven-Erik se levantó y le abrió la puerta al gato para que saliera.

Pero Manne sólo husmeó un poco el aire de la nevada y luego dio media vuelta y se metió en el recibidor otra vez. En cuanto Sven-Erik cerró la puerta el gato volvió a soltar un prolongado maullido.

– Pero ¿qué quieres? -preguntó Sven-Erik-. No tengo la culpa de que haga un tiempo de perros. O sales o te quedas dentro, calladito.

Fue a la cocina y sacó una lata de comida para gatos. El animal maulló con energía y empezó a pasearse entre sus pies hasta que la comida estuvo servida en el cuenco. Después Sven-Erik preparó la cafetera eléctrica, que se puso en marcha con un gorgoteo. Cuando llamó Anna-Maria Mella le acababa de hincar el diente a un sándwich de pan negro.

– Escucha -le dijo inquieta-. Ayer por la mañana estuve hablando con Sanna Strandgård y comentamos que la muerte parece muy ritual y que algunos pasajes de la Biblia hablan de manos cortadas y de gente a la que le sacan los ojos y esas cosas.

Sven-Erik emitía sonidos de asentimiento entre bocado y bocado mientras Anna-Maria hablaba.

– Sanna leyó en voz alta a Marcos 9:43-48: «Y si tu mano te escandaliza, córtatela; más te vale que entres manco en la vida que, con las dos manos, irte al infierno, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale que entres cojo en la vida que, con los dos pies, ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo; más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado al infierno donde el gusano no muere ni el fuego se apaga.»

– ¿Y? -dijo Sven-Erik, que se sentía un poco espeso.

– ¡Pero no leyó el principio del texto! -continuó Anna-Maria con entusiasmo-. En Marcos 9:42 pone esto: «El que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una rueda de molino de asno y que le tiraran al mar.»

Sven-Erik se sujetó el auricular entre el hombro y la oreja, y levantó a Manne, que se estaba restregando contra sus piernas.

– Hay paralelismos entre el evangelio según san Lucas y el de san Mateo -dijo Anna-Maria-. En el de Mateo se dice que los ángeles celestiales de los niños siempre ven la cara de Dios. Y cuando estuve mirando mi Biblia de la confirmación, en una nota ponía que era una frase de muchísima importancia porque los niños están bajo la protección especial de Dios. Según las creencias judaicas de entonces, todas las personas tienen un ángel que expone sus ruegos ante Dios y se supone que sólo los ángeles más elevados tienen acceso al trono de Dios.

– O sea, que lo que quieres decir es que alguien se lo cargó porque había seducido a un niño -dijo Sven-Erik pensativo-. ¿Estás diciendo que Viktor…?

Se quedó callado un momento y sintió la incomodidad de las palabras antes de seguir hablando.

– ¿… o sea, con las hijas de Sanna?

– ¿Por qué se saltó el principio? -dijo Anna-Maria-. En cualquier caso, Von Post tiene razón. Tenemos que hablar con las niñas de Sanna Strandgård. Puede que tuviera un motivo bastante bueno para odiar a su hermano. Tendremos que llamar a los del servicio de psiquiatría infantil y adolescente para que nos ayuden a hablar con las niñas.

Después de colgar, Sven-Erik se quedó sentado a la mesa de la cocina con el gato en el regazo.

«Joder -pensó-. Cualquier cosa menos eso.»


Cuando Rebecka llamó a la oficina parroquial de la Iglesia de Cristal a las ocho y cuarto de la mañana contestó Ann-Gull Kyrö, la secretaria de los pastores. Rebecka acababa de dejar a las niñas y andaba de camino al coche. Al preguntar por Thomas Söderberg oyó que la mujer que estaba al otro lado respiró hondo.

– Lo siento -dijo Ann-Gull-. Él y Gunnar Isaksson están en una reunión y no se les puede molestar.

– ¿Dónde está Vesa Larsson?

– Hoy está enfermo y tampoco se le puede molestar.

– Si no te importa, le quiero dejar un mensaje a Thomas Söderberg. Quiero que me llame a este número…

– Lo siento -la cortó Ann-Gull amablemente-, pero durante la Conferencia de los Milagros los pastores están muy ocupados y no tienen tiempo para llamar a la gente que pregunta por ellos.

– Bueno -intentó Rebecka-, el caso es que soy la representante de Sanna Strandgård y…

La mujer del otro lado volvió a interrumpirla. Ahora con cierta severidad en el tono.

– Sé muy bien quién eres, Rebecka Martinsson -dijo-. Pero como ya he dicho, los pastores no tienen tiempo durante la conferencia.

Rebecka cerró los puños.

– Les puedes decir a los pastores, de mi parte, que no voy a desaparecer sólo porque no me hagan caso -dijo colérica-. Voy a…

– No les voy a decir nada de tu parte -soltó Ann-Gull Kyrö-. Y no tienes con qué amenazarme, así que voy a cortar la conversación. Adiós.

Rebecka se quitó el auricular de la oreja y se lo metió en el bolsillo. Ya estaba junto al coche. Miró al cielo y dejó que los copos de nieve aterrizaran sobre sus mejillas. A los pocos segundos estaba mojada y fría.

«Cabrones -pensó-. No me retiraré como un perro acojonado. Hablaréis conmigo sobre Viktor. Os pensáis que no tengo nada con qué amenazaros, pero eso habrá que verlo.»


Thomas Söderberg vivía con su esposa Maja y sus dos hijas en un piso en el centro de la ciudad, encima de la tienda de ropa Centrum. Los pasos de Rebecka hacían eco en la escalera de la finca mientras subía a la primera planta. En la piedra marrón había fósiles de color en forma de concha. Los carteles con los nombres de los inquilinos eran de latón, impresos todos con el mismo tipo de letra cursiva y bien elaborada. Era una de esas fincas silenciosas en las que uno se imagina a los viejos encerrados en sus pisos con la oreja pegada a la puerta, preguntándose quién viene.

«Vamos -se animó Rebecka-. No vale la pena preguntarte si quieres hacer esto o no. Sólo es cuestión de quitártelo de encima. Como una visita al dentista. Abre la boca y pronto habrá terminado.» Puso el dedo sobre el timbre de la puerta en la que ponía Söderberg. Durante un segundo pensó que le abriría Thomas y tuvo que frenar el impulso de dar media vuelta y bajar corriendo las escaleras.

Fue Magdalena, la hermana de Maja Söderberg, quien abrió la puerta.

– Rebecka -fue lo único que dijo.

No parecía sorprendida. Rebecka tuvo la sensación de que la estaba esperando. Quizá Thomas le había pedido a su cuñada que se tomara el día libre en el trabajo y la había colocado allí como un perro guardián para proteger a su pequeña familia. Magdalena estaba como siempre. Llevaba el pelo corto, con el mismo práctico estilo de hacía diez años. Los vaqueros, pasados de moda, estaban metidos dentro de unos largos calcetines de lana tejidos a mano.

«Sigue con su estilo de siempre -pensó Rebecka-. Si hay alguien que nunca caerá en modernidades ni se pondrá tacones, ésa es Magdalena. Si hubiese nacido en el siglo XIX, iría siempre con un uniforme de enfermera almidonado y bajaría en bote de remos por los ríos hasta los pueblos dejados de la mano de Dios con la maleta llena de enormes jeringuillas.»

– He venido para hablar con Maja -dijo Rebecka.

– No creo que tengáis nada de qué hablar -dijo Magdalena sujetando el pomo con una mano mientras con la otra buscaba rápidamente apoyo en el marco de la puerta para que Rebecka no pudiese colarse.

Rebecka alzó el tono para que se la oyera dentro del piso.

– Dile a Maja que quiero hablar con ella sobre VictoryPrint. Quiero darle la oportunidad de convencerme para no ir a la policía.

– Voy a cerrar la puerta -dijo Magdalena, de malhumor.

Rebecka puso la mano en el marco.

– Me romperás los dedos -dijo con suficiente fuerza para que hiciera eco entre las paredes de piedra de la escalera-. Vamos, Magdalena. Pregúntale a Maja si quiere hablar conmigo. Dile que tiene que ver con sus acciones en la sociedad.

– Voy a cerrar -amenazó Magdalena abriendo la puerta un poco más, como si fuera a cerrarla de golpe-. Si no quitas la mano, será culpa tuya.

«No lo harás -pensó Rebecka-. Eres enfermera.»


Rebecka está hojeando una revista. Es del año pasado. No le importa. De todos modos, no la está leyendo. Al cabo de un rato vuelve la enfermera que la había recibido. Cierra la puerta tras de sí. Se llama Rosita.

– Estás embarazada, Rebecka -dice Rosita-. Y si tu decisión es abortar tendremos que reservar hora para el raspado.

Un raspado. Van a raspar a Johanna para quitársela.

Es al salir de allí cuando sucede todo. Antes de dejar la recepción se topa con Magdalena. Magdalena se queda de pie en medio del pasillo y la saluda. Rebecka se detiene y la saluda también. Magdalena le pregunta si va a ir al ensayo del coro el jueves y Rebecka responde esquiva y le pone excusas. Magdalena no le pregunta qué está haciendo en el hospital. Rebecka comprende entonces que Magdalena ya lo sabe. Todo lo que no se dice es lo que delata a una persona.


– Déjala pasar. Los vecinos se estarán preguntando qué ocurre.

Maja apareció por detrás de Magdalena. Los últimos años le habían dejado dos ángulos bien marcados en las comisuras de la boca. Se acentuaban al mirar a Rebecka.

– No hace falta que te quites el abrigo -dijo Maja-. No te quedarás mucho rato.

Se sentaron en la cocina. Era espaciosa, tenía armarios blancos nuevos y una isleta en el centro. Rebecka se preguntó si las niñas estarían en la escuela. Rakel debía de rondar los catorce y Anna debía de estar acabando la primaria. Aquí el tiempo también había pasado.

– ¿Preparo té? -preguntó Magdalena.

– No, gracias -respondió Maja.

Magdalena se desplomó en la silla otra vez. Las manos se apresuraron hacia el mantel a recoger unas migas que no existían.

«Pobrecita -pensó Rebecka mirando a Magdalena-. Deberías hacer tu propia vida en vez de ser un accesorio de esta familia.»

Maja miró a Rebecka con severidad.

– ¿Qué quieres de mí?

– Te quiero preguntar sobre Viktor -dijo Rebecka-. Él…

– Acabas de avergonzarnos delante de los vecinos berreando y diciendo no sé qué de VictoryPrint. ¿Qué tienes que decir sobre eso?

Rebecka respiró hondo.

– Te voy a decir lo que yo creo y tú podrás decirme si tengo razón o no.

Maja resopló por la nariz.

– Según tus declaraciones de renta, que he visto, VictoryPrint ha recuperado dinero de los impuestos del Estado -dijo Rebecka-. Mucho dinero. Parece ser que se han hecho grandes inversiones en la sociedad limitada.

– ¿Qué hay de malo en eso? -espetó Maja.

Rebecka miró impasible a las dos hermanas.

– La congregación le ha notificado a Hacienda que es una asociación sin ánimo de lucro y que debe estar exenta del impuesto sobre la renta y del IVA. Eso le irá de perlas a la congregación, porque imagino que facturará una cantidad de pasta considerable. Sólo el beneficio de las ventas de material impreso y cintas de vídeo tiene que ser enorme. Sin costes de traducción, porque la gente lo hace por amor a Dios. Sin derechos de autor para nadie, al menos no para Viktor, así que todas las ganancias deben de ir a parar a la congregación.

Rebecka hizo una breve pausa. Maja la observaba. Tenía la cara rígida como una máscara. Magdalena miraba a través de la ventana. En el árbol que había justo enfrente había un pájaro, un carbonero común, picoteando con fervor un trozo de corteza. Rebecka siguió hablando:

– El único problema es que como la congregación está exenta de pagar impuestos tampoco puede desgravar los gastos que tiene. Y tampoco se les devuelve el IVA entrante. Entonces, ¿qué se puede hacer? Bueno, un buen sistema es crear una empresa y adjudicarle costes y gastos de los que sí se puedan recuperar los impuestos. De modo que cuando la congregación se da cuenta de lo rentable que les saldría editar ellos mismos los libros y los textos y copiar ellos las cintas de vídeo, crean una sociedad limitada. La sociedad compra todo el material que se necesita y eso cuesta mucho dinero. Un veinte por ciento de lo que se invierte es devuelto por el Estado. Eso es mucha pasta para las familias de los pastores. La sociedad vende servicios, impresión y más cosas a la congregación a buen precio y tiene pérdidas. Y le va bien, porque así no hay beneficios que declarar. Y hay otro aspecto positivo. Vosotros, los copropietarios, podéis desgravar hasta diez mil euros cada uno los primeros cinco años por las pérdidas de vuestros ingresos por servicios. He visto que tú, Maja, no pagaste nada de impuestos el año pasado. Las esposas de Vesa Larsson y Gunnar Isaksson tenían sueldos insignificantes por los que pagar impuestos. Creo que habéis aprovechado las pérdidas de la sociedad para hacer desaparecer vuestros sueldos y así no tener que pagar impuestos por ellos.

– Desde luego -dijo Maja, irritada-. Y eso es totalmente legal, no entiendo qué buscas, Rebecka. Tú deberías saber que la planificación de impuestos…

– Déjame que acabe -la cortó Rebecka-. Creo que la sociedad limitada le ha vendido servicios a la congregación a precios demasiado bajos, causando así pérdidas. También me pregunto de dónde ha salido el dinero para invertir en la sociedad. Por lo que yo sé, ninguno de los copropietarios contáis con un gran capital. A lo mejor pedisteis un crédito bastante grande, pero no lo creo. No he visto déficit en vuestros ingresos. Creo que el dinero para las compras del taller de impresión y demás proviene de la congregación, pero que no se han presentado las cuentas. Y entonces ya no estamos hablando de planificación de impuestos. Empezamos a hablar de delito fiscal. Si Hacienda y el fiscal para asuntos económicos empiezan a remover todo esto, lo que saldría a la luz sería lo siguiente: que si vosotros, los copropietarios, no podéis explicar de dónde ha salido el dinero para las inversiones, pagaréis impuestos por todo, como una actividad comercial normal y corriente. La congregación ha pagado un adelanto que debería haberse presentado como ingresos.

Rebecka se inclinó hacia adelante, clavando la mirada en Maja Söderberg.

– ¿Entiendes, Maja? -le dijo-. Más o menos la mitad de lo que habéis sacado de la congregación la tenéis que pagar en impuestos. Después hay que añadir gastos sociales e impuestos añadidos. Caerás en bancarrota y tendrás a Hacienda vigilándote el resto de tu vida. Además, pasarás una buena temporada en prisión. La sociedad mira con muy malos ojos el delito fiscal. Y si los pastores están detrás de todo el tinglado, que a mí me parece que sí, Thomas será culpable de estafa y Dios sabe de qué más. Malversar dinero de la congregación para pasarlo a la sociedad limitada de su mujer. Si a él también lo condenan a prisión, ¿quién se ocupará de las niñas? Os tendrán que ir a visitar a un centro. Una triste sala de visitas un par de horas cada fin de semana. Y cuando salgáis, ¿dónde os pondréis a trabajar?

Maja no apartaba la vista de Rebecka.

– ¿Qué quieres de mí? Vienes aquí, a mi casa, con tus hipótesis y amenazando. Me amenazas a mí. A toda mi familia. A las niñas.

Se quedó callada y se llevó la mano a la boca.

– Si buscas venganza, Rebecka, véngate conmigo -dijo Magdalena.

– ¡Déjalo de una puta vez! -exclamó Rebecka.

Las dos hermanas se sobresaltaron con el taco.

Le entraron ganas de jurar otra vez.

– Es evidente que te guardo un rencor de cojones -continuó-, pero no estoy aquí por eso.


Rebecka está sola en casa cuando llaman a la puerta. Es Thomas Söderberg. Con él están Maja y Magdalena.

Ahora Rebecka entiende por qué Sanna se había ido con tanta prisa. Y por qué insistía en que Rebecka se quedara en casa estudiando. Sanna sabía que iban a venir.

Después Rebecka pensará que no los debería haber dejado entrar. Que les debería haber cerrado la puerta en sus bienintencionadas narices. Entiende perfectamente por qué están allí. Lo ve en sus caras. En la mirada preocupada y seria de Thomas. En los labios apretados de Maja. Y en Magdalena, que no se siente capaz de mirarla a los ojos.

Primero no querían tomar nada, pero después Thomas se arrepiente y pide un vaso de agua. Durante la conversación que sigue irá haciendo pausas para dar pequeños sorbos.

En cuanto se sientan en la sala de estar, Thomas asume el mando. Le pide a Rebecka que se siente en el sillón de mimbre e insta a su esposa y a su cuñada a sentarse cada una en una de las puntas del sofá rinconera. Él se sienta en medio. De esta manera tiene contacto visual con las tres al mismo tiempo. Rebecka tiene que volver la cabeza todo el rato para ver a Maja y a Magdalena.

Thomas Söderberg va directo al grano.

– Magdalena nos ha contado que te vio en el hospital -dice mirando a Rebecka a los ojos-. Hemos venido para persuadirte de que no sigas adelante.

Cuando ve que Rebecka no contesta, continúa:

– Entiendo que pueda resultarte difícil, pero tienes que pensar en el niño. Llevas una vida en el vientre, Rebecka. No tienes derecho a apagarla. Maja y yo hemos hablado de esto y me ha perdonado.

Hace una pausa y le echa a Maja una mirada llena de amor y agradecimiento.

– Queremos ocuparnos de la criatura -dice luego-. Adoptarla. ¿Entiendes, Rebecka? En nuestra familia sería igual que Rakel y Anna. Un hermanito.

Maja le clava la mirada.

– Si es que es un niño -añade Thomas. Al cabo de un momento, pregunta-: ¿Qué dices, Rebecka?

Rebecka levanta la mirada de la mesa y observa fijamente a Magdalena.

– ¿Que qué digo? -responde negando lentamente con la cabeza.

– Lo sé -dice Magdalena-. Miré tus informes y rompí el secreto. Naturalmente, me puedes denunciar a la autoridad competente.

– A veces hay que elegir entre seguir la voluntad del emperador o la de Dios -dice Thomas-. Le he dicho a Magdalena que lo entenderías. ¿Verdad, Rebecka? ¿O piensas denunciarla?

Rebecka niega con la cabeza. Magdalena parece aliviada. Casi sonríe. Maja no lo hace. Los ojos se le oscurecen cuando mira a Rebecka. Rebecka siente que se empieza a marear. Debería comer algo porque cuando lo hace se le suele pasar un poco.

«¿Se ocuparía ella de mi hijo?», se pregunta a sí misma.

– ¿Qué dices, Rebecka? -insiste Thomas-. ¿Me puedo ir de aquí con tu promesa de que anularás la visita al hospital?

Ya le vienen las náuseas. Surgen de repente, de abajo hacia arriba. Rebecka se levanta de un salto de la silla, golpeándose la rodilla contra la mesa, y sale disparada al baño. El contenido del estómago le repite con tanta fuerza que le duele. Cuando oye que se levantan en la sala de estar, cierra la puerta con pestillo.

A los pocos segundos están los tres al otro lado de la puerta. Llaman. Le preguntan cómo se encuentra y le piden que abra la puerta. Se le han taponado los oídos. No tiene fuerza en las piernas y se desploma sobre la taza del váter.

Al principio percibe que las voces del otro lado parecen preocupadas y le ruegan que salga. Incluso Maja recibe órdenes de acercarse a la puerta.

– Te he perdonado, Rebecka -dice-. Sólo queremos ayudarte.

Rebecka no contesta. Alarga la mano y abre los grifos al máximo. El agua resuena en la bañera, las tuberías hacen ruido y ahogan sus voces. Primero Thomas se irrita, después se enfada.

– ¡Abre! -dice gritando y golpeando la puerta-. Es mi hijo, Rebecka. No tienes ningún derecho, ¿me oyes? No permitiré que asesines a mi hijo. Abre antes de que eche la puerta abajo.

De fondo oye a Maja y Magdalena intentando calmarlo. Lo apartan de allí. Al final oye cerrarse la puerta de la entrada y pasos que se alejan escaleras abajo. Rebecka se hunde en la bañera y cierra los ojos.

Al cabo de mucho rato se vuelve a abrir la puerta de la casa. Sanna acaba de regresar. El agua de la bañera está fría desde hace tiempo. Rebecka se levanta y se va a la cocina.

– Lo sabías -le dice a Sanna.

Sanna la mira con culpabilidad en los ojos.

– ¿Me puedes perdonar? -responde-. Lo he hecho porque te quiero. ¿Lo entiendes?


– ¿Por qué estás aquí? -preguntó Maja.

– Quiero saber por qué murió Viktor -dijo Rebecka con severidad-. Sanna es sospechosa y está detenida, y a nadie parece importarle una mierda. La congregación sigue con sus bailes y sus encuentros para cantar himnos pero se niegan a colaborar con la policía.

– ¿Y qué quieres que te diga yo? -exclamó Maja-. ¿Crees que lo asesiné yo? ¿O Thomas? ¿Que le cortamos las manos y le sacamos los ojos? ¿Estás loca o qué?

– ¿Qué sé yo? -respondió Rebecka-. ¿Estaba Thomas en casa la noche que mataron a Viktor?

– Bueno, ahora ya te estás pasando -respondió indignada Magdalena.

– A Viktor le pasaba algo desde hacía un tiempo -dijo Rebecka-. Parece que estaba peleado con Sanna. Patrik Mattsson estaba enfadado con él y quiero saber por qué. ¿Tenía alguna relación con alguien de la congregación? ¿Con un hombre, quizá? ¿Por eso la casa de Dios está tan calladita?

Maja Söderberg se puso en pie.

– Pero ¿es que no me oyes? -gritó-. ¡No tengo la menor idea! Thomas era el mentor espiritual de Viktor. Y Thomas nunca revelaría nada de lo que le han contado en confesión en su calidad de pastor. Ni a mí ni a la policía.

– ¡Pero Viktor está muerto! -dijo Rebecka con un bufido-. Así que probablemente le importe un bledo que Thomas rompa el secreto de confesión. Creo que todos sabéis más de lo que queréis contar. Y estoy dispuesta a ir a la policía con lo que yo sé, y veremos qué otras cosas aparecen si abren una investigación en regla.

Maja le clavó la mirada.

– Tú estás tarada -exclamó-. ¿Por qué me odias? ¿Creías que nos iba a dejar a mí y a las niñas por ti? ¿Es por eso?

– No te odio -dijo Rebecka poniéndose en pie-. Me das pena. Nunca creí que te fuera a dejar. Nunca me creí que fuera la única, fue un golpe de mala suerte que te enteraras. ¿Soy la única de la que sabes algo o hay más…?

Maja se tambaleó. Levantó el dedo y señaló directamente a Rebecka.

– Tú -dijo, colérica-. ¡Tú, infanticida! ¡Fuera de aquí!

Magdalena acompañó a Rebecka hasta la puerta pegada a sus talones.

– No lo hagas, Rebecka -le rogó-. No vayas a la policía. ¿De qué serviría? Piensa en las niñas.

– Pues ayúdame -la cortó Rebecka-. Están a punto de meter a Sanna en la cárcel y nadie dice nada de nada. Y encima quieres que colabore.

Magdalena salió con Rebecka a la escalera y cerró la puerta del piso.

– Tienes razón -susurró-. A Viktor le pasaba algo últimamente. Estaba diferente. Más agresivo.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Rebecka apretando el botón rojo iluminado para que se encendieran las luces.

– Bueno, ya sabes, su forma de rezar y de dirigirse a la congregación. Es difícil de explicar. Estaba como angustiado. A menudo rezaba por las noches en la iglesia y no quería la compañía de nadie. Antes no era así. Antes le gustaba que la gente lo acompañara en las plegarias. Ayunaba y esas cosas. A mí me daba la sensación de que estaba destrozado.

«Desde luego -pensó Rebecka recordando el aspecto que tenía en el vídeo-. Ojeroso. Fatigado.»

– ¿Por qué ayunaba?

Magdalena se encogió de hombros.

– Qué sé yo -dijo-. Algunos demonios sólo se pueden expulsar con el ayuno y las oraciones, según está escrito. Pero me pregunto si alguien sabe qué le pasaba de verdad. No creo que Thomas lo sepa, no estaban en muy buenos términos desde hacía un tiempo.

– Vaya, ¿y qué les pasaba? -preguntó Rebecka.

– Bueno, nada tan grave como para que Thomas matara a Viktor -dijo Magdalena-. Imagino que no lo estarás pensando en serio… Pero era como si Viktor estuviera evitando a todo el mundo. A Thomas también. Sólo te digo que dejes tranquila a esta familia. Ni Thomas ni Maja tienen nada que contarte.

– Y ¿quién lo tiene? -preguntó Rebecka.

Al ver que Magdalena no contestaba continuó:

– ¿Vesa Larsson, quizá?


Cuando Rebecka bajó a la calle le dio tiempo a pensar que debería dejar salir un momento a Chapi para que pudiera hacer pis antes de acordarse de que la perra había desaparecido. ¿Y si le había pasado algo? Por un momento se imaginó el pequeño cuerpo de Chapi congelado en la nieve. Las urracas o los cuervos le habían picoteado los ojos y un zorro se había comido los mejores trozos de su vientre.

«Se lo tengo que decir a Sanna», pensó, y el corazón le dio un vuelco.

Se cruzó con una pareja que llevaba un carrito de niño. La chica era joven. Quizá no llegaba a los veinte. A Rebecka le llamó la atención el deseo con el que le miraba sus botas. Pasó por delante del viejo Palladium. Todavía quedaban algunas esculturas del Festival de Nieve de finales de enero. En medio de la calle Geolog había tres estatuas de perdices de las nieves de medio metro, hechas de hormigón. Las habían instalado para cortar el tráfico. Las tres llevaban puesta una capucha para la nieve.

La desanimó sentarse en el coche sola. Se dio cuenta de que ya se había acostumbrado a las niñas y a la perra.

«Para», se exigió a sí misma.

Miró la hora. Ya eran las doce y media. En dos horas tendría que ir a recoger a Sara y a Lova. Les había prometido que por la tarde irían a la piscina cubierta. Debería comer algo antes. Por la mañana, a las niñas les había dado chocolate y unos sándwiches, pero ella sólo se había tomado dos tazas de café. Y quería hablar también con Vesa Larsson. Además, debería trabajar un poco. Se le empezó a encoger el estómago cuando pensó que aún no había acabado el informe sobre las nuevas reglas para pequeñas empresas.

Se metió en el Oso Negro y cogió una chocolatina, un plátano y una coca-cola. En la portada de uno de los periódicos de la tarde aparecía el titular «Viktor Strandgård asesinado por creyentes satánicos». Encima del texto ponía en letras casi ininteligibles: «Miembro anónimo de la congregación explica que…»

– Vaya, qué mano más fría -dijo la mujer a la que le dio el dinero para pagar.

Le cogió los dedos con su mano seca y caliente, y apretó un instante antes de soltar.

Rebecka le sonrió sorprendida.

«Ya no estoy acostumbrada a hablar con desconocidos», pensó.

El coche había tenido tiempo de sobra para helarse. Peló el plátano y se lo comió a grandes bocados. Los dedos se le enfriaron todavía más. Pensó en la mujer de la tienda. Rondaría los sesenta. Brazos fuertes y pecho exuberante bajo una rebeca de mohair de color rosa. Pelo corto con permanente y un peinado que había sido moderno en la década de los ochenta. Sus ojos eran amables. Después pensó en Sara y en Lova. En lo calientes que estaban cuando dormían. Y en Chapi, con su mirada de terciopelo y su pelo negro y lanudo. De repente le invadió la tristeza. Levantó la cara hacia el techo y se secó las lágrimas de las pestañas con el dedo índice para que no se le corriera el rímel.

«Déjalo», se riñó a sí misma y le dio al contacto.


Chapi está tumbada en la oscuridad. De pronto se abre la puerta del maletero y queda cegada por la luz de una linterna. El corazón se le encoge por el miedo, pero no intenta oponer resistencia cuando dos manos duras la agarran y la levantan. La falta de oxígeno la ha vuelto pasiva y dócil. Aun así, gira el cuello para mirar al hombre que la saca del coche. Le muestra toda la sumisión que puede mientras la cinta adhesiva le sujeta el hocico y las patas. En vano muestra el cuello y esconde la cola entre las patas de atrás. Porque no hay lugar para la compasión.


La casa de estilo funcional recién construida del pastor Vesa Larsson quedaba detrás de la universidad. Rebecka dejó el coche aparcado en la calle y contempló el imponente edificio. Los bloques geométricos de color blanco se fundían con el paisaje nevado de su alrededor. Con el tiempo que hacía era muy fácil pasar de largo con el coche si no fuera por las partes de unión que relucían esplendorosamente en rojo, amarillo y azul. Era evidente que la montaña nevada y los colores de los samis habían estado presentes en la cabeza del arquitecto.

Astrid, la esposa de Vesa Larsson, abrió la puerta. Detrás tenía un pequeño pastor Shetland que ladraba enloquecido a Rebecka. Cuando vio quién había llamado a la puerta, Astrid entornó los ojos y bajó las comisuras de la boca en una mueca de antipatía.

– ¿Y tú qué quieres? -preguntó.

Había engordado por lo menos unos quince kilos desde la última vez. Tenía el pelo mal recogido con una goma y llevaba unos pantalones Adidas y una sudadera desgastada. En un segundo analizó el aspecto de Rebecka: el abrigo largo de color camello, la bufanda suave de Max Mara y el Audi nuevo que había aparcado junto a la acera. Se le notó un atisbo de inseguridad en la mirada.

«Justo lo que me había imaginado -pensó Rebecka con maldad-. En cuanto tuvieron el primer hijo se descontroló.»

En aquella época Astrid estaba entrada en carnes, pero era bonita. Como el dibujo de un angelito rechoncho sobre una nube. Y Vesa Larsson era el pastor soltero por el que competían las chicas de la iglesia de Pentecostés que se morían por casarse.

«Es un alivio no tener que intentar querer a todo el mundo -pensó Rebecka-. La verdad es que ésta nunca me ha gustado.»

– He venido a ver a Vesa -dijo Rebecka entrando antes de que Astrid tuviera tiempo de responder.

El perro reculó acobardado, pero empezó a soltar unos ladridos tan intensos que le salían afónicos por el esfuerzo. Parecía como si tuviera una tos seca.

La casa no tenía recibidor. Toda la planta baja era una superficie diáfana y desde la puerta de entrada Rebecka podía ver la cocina, el comedor, los sofás delante de la chimenea y los impresionantes ventanales que daban a la nevada. Con buen tiempo se podía ver Vittangivaara, Luossavaara y la Iglesia de Cristal, en lo alto de Sandstensberget.

– ¿Está en casa? -preguntó Rebecka intentando hablar más fuerte que el perro, pero sin gritar.

Astrid contestó con un bufido.

– Sí, está en casa. ¡Cállate de una vez!

Esto último se lo dijo al perro enfurecido. Metió la mano en el bolsillo y sacó unas galletitas para perros y las tiró por el suelo. El perro se calló y se abalanzó sobre las golosinas.

Rebecka se metió el gorro y los guantes en los bolsillos del abrigo y lo colgó en una percha. Cuando se los fuera a poner otra vez estarían empapados, pero qué remedio. Astrid abrió la boca como para protestar, pero enseguida la volvió a cerrar.

– No sé si querrá recibirte -dijo rabiosa-. Tiene la gripe.

– Bueno, yo no me iré de aquí hasta que haya hablado con él -dijo Rebecka en un tono suave-. Es importante.

El perro, que ya se había comido las galletitas, fue adonde estaba su ama y empezó a montarle la pierna al mismo tiempo que se ponía a ladrar otra vez enfurecido.

– Para ya, Balú -protestó Astrid sin moverse-. No soy una perra.

Intentó deshacerse del perro, pero éste se sujetaba con fuerza a la pierna con las patas delanteras.

«Santo cielo, menudo elemento», pensó Rebecka.

– Lo digo en serio -dijo Rebecka-. Me quedaré a dormir en el sofá. Tendrás que llamar a la policía para que me echen.

Astrid se rindió. La combinación del perro y Rebecka era más de lo que podía soportar.

– Está en el estudio -le dijo-. Sube las escaleras y la primera puerta a la izquierda.

Rebecka subió los escalones de cinco zancadas.

– Llama antes -le gritó Astrid desde abajo.


Vesa Larsson estaba sentado delante de la chimenea de azulejos en un taburete forrado con piel de oveja. En uno de los azulejos de la chimenea había un texto escrito con letras verdes y elegantes que decía: «El Señor es mi pastor.» Era bonito. Probablemente lo habría escrito el propio Vesa Larsson. No estaba vestido, llevaba una bata de felpa y debajo un pijama de franela. Sus ojos parpadearon cansados ante Rebecka, parecían unos huecos grises por encima de la barba sin afeitar.

«Sin duda se encuentra mal -pensó Rebecka-, pero no es la gripe.»

– Así que has venido para amenazarme -dijo-. Vuelve a casa, Rebecka, No te metas en esto.

«Vaya -pensó Rebecka-. Han sido rápidos en avisar.»

– Bonito estudio -dijo, en lugar de responder.

– Mmm -dijo Vesa-. Al arquitecto por poco le da algo cuando le dije que quería parqué sin tratar aquí dentro. Dijo que no aguantaría ni cuatro días con la pintura, la tinta y lo demás. Pero ésa era la idea. Quería que fuera cogiendo una pátina especial fruto de las obras que voy haciendo.

Rebecka miró a su alrededor. El estudio era grande. A pesar del tiempo nevoso y seminublado que hacía fuera, la luz entraba a chorros por las grandes ventanas. Estaba bien ordenado. Delante de la ventana había un caballete con un lienzo cubierto. En el suelo no encontró ni una sola gota de pintura. Distinto era cuando trabajaba en el sótano de la iglesia de Pentecostés. Entonces tenía láminas esparcidas por todo el suelo y uno apenas se atrevía a moverse por miedo a volcar alguno de los cuantiosos tarros de cristal con aguarrás y pinceles que tenía por todas partes. Al cabo de un rato el olor a disolvente te provocaba un ligero dolor de cabeza. Aquí sólo se notaba el olor a humo de la chimenea. Vesa Larsson observó su mirada escrutadora y esbozó media sonrisa.

– Lo sé -dijo-. Cuando por fin consigues el estudio con el que todo el mundo sueña…

Acabó la frase encogiéndose de hombros.

– Mi padre pintaba al óleo, ¿sabes? -continuó-. La aurora boreal, los paisajes de Laponia y la casa de campo en Merasjärvi. Nunca se cansaba. Se negaba a buscarse un trabajo normal y corriente y se pasaba las horas con sus amigos empinando el codo. Me daba unas palmaditas en la cabeza y decía: «El chaval cree que va a ser camionero u otra cosa cualquiera, pero yo se lo he dicho: no te puedes escapar del arte.» Pero no sé, ahora me resulta más bien patético estar aquí sentado con mis sueños de pintor. No resultó tan difícil esquivar el arte como él decía.

Se miraron un momento en silencio. Sin saberlo, los dos pensaban en el pelo del otro. Que antes era más bonito. Cuando se lo dejaban crecer con más libertad y descontrolado. Cuando era patente que quienes manejaban las tijeras eran los amigos.

– Bonitas vistas -dijo Rebecka-. Bueno, puede que ahora no mucho.

Lo único que se veía fuera era un telón de nieve que iba cayendo.

– ¿Por qué no? -dijo Vesa Larsson-. Puede que ésta sea la mejor vista. El invierno y la nieve son bonitos. Todo se vuelve más sencillo. Menos información entrante. Menos colores. Menos olores. Días más cortos. La cabeza puede descansar.

– ¿Qué le pasaba a Viktor? -preguntó Rebecka.

Vesa Larsson negó con la cabeza.

– ¿Qué te ha contado Sanna?

– Nada -respondió Rebecka.

– ¿Cómo que nada? -dijo Vesa Larsson, desconfiado.

– Nadie me dice una mierda -dijo Rebecka, enfadada-. Pero no creo que fuera ella la que lo hizo. A veces está en la luna, sí, pero no puede haberlo hecho.

Vesa Larsson se quedó en silencio mirando la nevada.

– ¿Por qué me dijo Patrik Mattsson que te preguntara a ti sobre la inclinación sexual de Viktor? -preguntó Rebecka.

Al ver que Vesa no contestaba, siguió preguntando:

– ¿Tenías una relación con él? ¿Le escribiste una postal?

«¿Me dejaste una nota de amenaza en el coche?», pensó.

Vesa Larsson respondió sin mirarla a los ojos.

– No pienso hacer ningún comentario respecto a eso.

– Pues vaya -dijo con dureza-. Pronto empezaré a creer que fuisteis vosotros, los pastores, quienes os lo cargasteis. Porque quería desvelar vuestros chanchullos económicos. O a lo mejor porque amenazó con contarle lo vuestro a tu mujer.

Vesa Larsson se tapó la cara con las manos.

– Yo no lo hice -murmuró-. Yo no lo maté.

«Me estoy saliendo del camino -pensó Rebecka-. Voy de aquí para allá acusando a todo el mundo.»

Se apretó el puño contra la frente, intentando hacer que se le ocurriera algo sensato.

– No lo entiendo -dijo-. No entiendo por qué insistís en no decir nada. No comprendo por qué alguien escondió el cuchillo en el sofá de Sanna.

Vesa Larsson se volvió de repente y se la quedó mirando, horrorizado.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó-. ¿Qué cuchillo?

Rebecka ya se podría haber mordido la lengua.

– La policía no se lo ha comunicado a la prensa todavía -dijo-, pero encontraron el arma homicida en el piso de Sanna. En el cajón del sofá de la cocina.

Vesa Larsson seguía clavándole la mirada.

– Oh, Dios mío -dijo-. ¡Dios mío!

– ¿Qué pasa?

La cara de Vesa Larsson se convirtió en una máscara inerte.

– Ya he roto el secreto profesional una vez.

– ¡Que le den al secreto profesional! -exclamó Rebecka-. Viktor está muerto. Se la suda si rompes el secreto que tenías con él.

– Le guardo secreto profesional a Sanna.

– ¡Genial! -explotó Rebecka-. ¡A mí no me digáis nada! Pero estoy dispuesta a remover cielo y tierra para saber qué pasa. Y empezaré con la congregación y vuestros asuntos económicos. Después descubriré quién estaba enamorado de Viktor y a Sanna le sacaré la verdad esta misma tarde.

Vesa Larsson la miró atormentado.

– ¿Por qué no lo dejas, Rebecka? Vuelve a casa. No te dejes utilizar.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Negó resignado con la cabeza.

– Haz lo que creas conveniente -dijo-. Pero no me puedes arrebatar nada que no haya perdido ya.

– Que os jodan a todos -dijo Rebecka con las pocas fuerzas que le quedaban.

– «El que de vosotros esté libre de pecado…» -dijo Vesa Larsson.

«Claro, claro -pensó Rebecka-. Yo soy una asesina. Una infanticida.»


Rebecka está en el cobertizo de su abuela cortando leña. No, «cortando» no es la palabra correcta. Ha seleccionado los troncos más grandes y pesados, y los parte en una especie de estado febril. Blande el hacha con todas sus fuerzas y la clava en la madera. Vuelve a levantarla con el tronco clavado en la hoja y lo remata golpeando la base contra un taco con todas sus fuerzas. El peso y la inercia hacen que el hacha penetre como una cuña. Ahora le toca tirar y hacer palanca. Al fin el tronco queda partido en dos. Parte una mitad en otros dos trozos y luego coloca otro tronco sobre el taco. El sudor le recorre la espalda. Le duelen los hombros y los brazos por el esfuerzo, pero no piensa parar. Si tiene suerte, la niña saldrá. Nadie ha dicho que no se puede cortar leña. Entonces puede que Thomas diga que no era la voluntad de Dios que la niña naciera.

«El bebé», se corrige Rebecka. No era voluntad de Dios que el bebé naciera. Aun así, por dentro sabe que es una niña. Johanna.

Cuando oye la voz de Viktor a su espalda se da cuenta de que ha estado allí, repitiendo su nombre varias veces sin que ella lo oyera.

Le resulta extraño verlo allí sentado, en la silla de madera rota que nunca echan al fuego. Ya no tiene respaldo y junto al borde de atrás del asiento sólo quedan los agujeros en los que iban anclados los palos. Lleva años esperando que hagan leña de ella.

– ¿Quién te lo ha contado? -pregunta Rebecka.

– Sanna -responde él-. Me ha dicho que te enfadarías muchísimo.

Rebecka se encoge de hombros. No tiene fuerzas para enfadarse.

– ¿Quién más lo sabe? -pregunta.

Ahora le toca a Viktor encogerse de hombros. Eso significa que se ha corrido la voz. Naturalmente. ¿Qué se había creído? Lleva la chaqueta de piel de segunda mano y una bufanda larga que le ha hecho una chica. Se ha peinado con la raya en medio y el pelo le desaparece por debajo de la bufanda.

– Cásate conmigo -le dice.

Rebecka lo mira estupefacta.

– ¿Estás mal de la cabeza?

– Te quiero -dice Viktor-. A ti y al bebé.

Huele a serrín y a madera. Fuera, se oyen las gotas que caen desde el tejado. Tiene un nudo en la garganta y le duele.

– ¿De la misma manera que quieres a todos tus hermanos y hermanas, amigos y enemigos? -dice Rebecka.

Como el amor de Dios. Igual para todos. Se reparte ya empaquetado a todos los que quieran ponerse a la cola. Quizá ése es el amor que la espera. Quizá debería coger lo que tiene al alcance.

Viktor parece cansado.

«¿Dónde te has metido, Viktor? -piensa-. Después de tu viaje hasta Dios hay tantísima gente haciendo cola para que les des un pedacito de ti.»

– Yo nunca te abandonaría -dice-. Lo sabes.

– No entiendes nada -dice Rebecka, ahora ya con lágrimas y mocos, sin poder evitarlo-. En cuanto te dijera que sí, me dejarías desamparada.


A las seis y media de la tarde Rebecka llegó a la comisaría con Sara y Lova. Habían pasado la tarde en la piscina cubierta.

Sanna apareció en la sala de visitas y miró a Rebecka como si ésta le hubiera robado algo.

– Vaya horas de llegar -dijo-. Empezaba a creer que me habíais olvidado.

Las niñas se quitaron la ropa de abrigo y se subieron a una silla cada una. Lova se reía porque se le había formado hielo en la parte del pelo que no le cubría el gorro.

– Mira, mamá -dijo sacudiendo la cabeza para que los trocitos de hielo tintinearan.

– Rebecka nos ha comprado salchichas con puré de patata después de la pisci -continuó Lova-. Y helado. Ida y yo vamos a jugar juntas el sábado. ¿Verdad, Rebecka?

Sanna le lanzó una mirada extraña a Rebecka y ésta pasó de explicarle que la madre de Ida era una antigua compañera de clase.

«¿Por qué siento como si tuviera que disculparme y dar explicaciones? -pensó irritada-. No he hecho nada malo.»

– Me he tirado de cabeza desde el trampolín de tres metros -dijo Sara subiéndose al regazo de su madre-. Rebecka me ha enseñado.

– Qué bien -dijo Sanna, indiferente.

Ya estaba ausente. Era como si su cáscara se hubiese quedado en la silla. Ni siquiera pareció inmutarse cuando le contaron que Chapi había desaparecido. Las niñas se dieron cuenta y empezaron a parlotear. Rebecka se sentía incómoda. Al cabo de un rato Lova se puso en pie y empezó a saltar en la silla una y otra vez, mientras gritaba:

– Ida el sábado, Ida el sábado.

Arriba y abajo, arriba y abajo. Estuvo a punto de caerse varias veces. Rebecka se puso nerviosa. Si se caía, se podía golpear la cabeza en el alféizar de hormigón. Se haría muchísimo daño. Sanna no parecía darse cuenta.

«No me voy a meter», se aguantó Rebecka.

Al final Sara agarró a su hermana del brazo y le pegó un grito:

– ¡Deja de hacer eso!

Pero Lova se soltó como pudo y continuó saltando como si nada.

– ¿Estás triste, mamá? -preguntó Sara preocupada a la vez que abrazaba a Sanna por el cuello.

Sanna evitó mirar a Sara a los ojos mientras contestaba. Le acarició el pelo. Lo tenía rubio y brillante. Le arregló la raya y se lo pasó por detrás de las orejas.

– Sí -dijo en voz baja-, estoy triste. Ya sabes que a lo mejor voy a la cárcel y ya no podré ser vuestra mamá. Estoy triste por eso.

Sara se quedó blanca. Abrió los ojos como platos por el miedo.

– Pero si pronto volverás a casa.

Sanna le cogió la barbilla y la miró a los ojos.

– Si me condenan, no, Sara. Si me cae cadena perpetua, no saldré hasta que tú ya seas mayor y ya no necesites una mamá. O puedo ponerme enferma y morir en la cárcel.

Lo último lo añadió con una risa que no era tal.

Los labios de Sara se tensaron como dos rayas.

– Pero ¿quién nos cuidará? -susurró.

Y de pronto le pegó un grito a Lova, que seguía saltando una y otra vez desde la silla.

– ¡Te he dicho que dejes de hacer eso!

Lova paró al instante y se quedó sentada. Se metió media mano en la boca.

Rebecka fulminaba a Sanna con la mirada.

– Sanna está triste -le dijo a Lova, que estaba sentada sin decir nada, observando a su madre y a su hermana mayor. Miró a Sara y continuó-: Por eso dice esas cosas. Os prometo que no la meterán en la cárcel. Pronto estará en casa otra vez.

Se arrepintió en cuanto abrió la boca. ¿Cómo coño podía prometer algo así?

Cuando llegó la hora de irse, Rebecka les pidió a las niñas que salieran y que la esperaran en el coche. Le rechinaban los dientes por la rabia contenida.

– ¿Cómo eres capaz? -le soltó a Sanna con un bufido-. Hemos ido a la piscina y se lo han pasado bien durante un rato, pero tú…

Negó con la cabeza a falta de encontrar las palabras adecuadas.

– Hoy he hablado con Maja, Magdalena y Vesa. Sé que a Viktor le pasaba algo. Y tú sabes lo que era. Vamos, Sanna. Tienes que contármelo.

Sanna se quedó callada. Se apoyó contra la pared de cemento de color verde y empezó a mordisquearse la uña del pulgar, que ya estaba mordida. Su cara tenía una expresión reservada.

– Cuéntamelo de una puta vez -dijo Rebecka amenazante-. ¿Qué le pasaba a Viktor? Vesa me ha dicho que no puede romper el secreto de confesión que tiene contigo.

Sanna seguía sin decir nada. Se estaba destrozando la uña. Se mordió la cutícula hasta que se la arrancó y empezó a sangrar. Rebecka sudaba con el abrigo puesto. Le entraron ganas de coger a Sanna por el pelo y empotrarle la cabeza contra la pared. Más o menos tal como había hecho Ronny Björnström, el padre de Sara. Hasta que al final también se cansó de hacer eso y se largó.

Las niñas ya estaban esperando junto al coche. Rebecka pensó que Lova no llevaba guantes.

– Eres imbécil -dijo finalmente yendo hacia el coche.


Sanna ya no está en su celda. Ha cruzado el techo de hormigón y ha desaparecido. Se ha abierto paso entre los átomos y las moléculas, y ha salido al espacio exterior, por encima de las nubes de invierno. Ya se ha olvidado de la visita. Ya no tiene hijas. No es más que una niña pequeña. Y Dios es su gran madre, que la coge por las axilas y la levanta hacia la luz, haciéndole sentir un hormigueo en el estómago. Pero no la suelta. Dios no soltará a su niñita. Sanna no tiene por qué tener miedo. No se va a caer.


Curt Bäckström está delante del gran espejo que tiene colgado en la sala de estar escrutando cada centímetro de su cuerpo desnudo. La luz que lo ilumina le llega desde unas lámparas que ha cubierto con telas rojas transparentes y desde una veintena de velas que ha encendido. Las ventanas están cubiertas con sábanas negras que ha sujetado con grapas para que nadie pueda ver nada desde fuera.

La habitación tiene una decoración muy austera. No hay televisor, ni radio, ni microondas. Antes se ponía enfermo con las radiaciones y las señales que emitían. Se despertaba en mitad de la noche por las voces que le llegaban de los aparatos eléctricos, aunque estuvieran apagados. Ahora ya nada de eso puede perjudicarle y ha vuelto a enchufar la nevera y el congelador. La tele y la radio no las necesita para nada. Sólo dan basura depravada. Mensajes de Satanás día y noche.

Ve que está diferente. En las últimas veinticuatro horas ha crecido un decímetro. Y el pelo también le ha crecido a una velocidad de vértigo, pronto podrá recogérselo con una goma. Se ha peinado con la raya en medio y se inclina hacia el espejo. Tiene un parecido espeluznante con Viktor Strandgård.

Por un momento intenta comprobar si se puede ver a sí mismo en el espejo. Su antiguo yo. Quizá se le vislumbra algo en los ojos, pero desaparece enseguida. La imagen del espejo se deshace y se vuelve borrosa. Está totalmente transformado.

Tuerce las manos y se las enseña al espejo. La iluminación roja le permite ver sangre y aceite rezumando de las heridas que tiene en las palmas.

Sanna Strandgård debería estar aquí. Debería estar desnuda y de rodillas delante de él, recogiendo en una botellita el aceite que le cae de las manos.

Se la puede imaginar delante. Cómo enrosca lentamente el tapón en la botella verdosa. Tiene la mirada fija en la suya y sus labios pronuncian la palabra «rabbuni».

Sin duda, ha vacilado algunas veces. Ha dudado de ser realmente el elegido. O de tener en sus manos toda la fuerza de Dios. La última comunión fue casi imposible de soportar. Gente a su alrededor cacareando y bailando como gallinas, mientras él se volvía aún más parte de Dios. Las palabras le llegaban a cañonazos: «Éste es mi cuerpo. Ésta es mi sangre.» Había vuelto tambaleándose a su lugar con los oídos taponados. No oía el coro. Sus manos acumularon tanta fuerza que se las notó más gordas. La piel de los dedos se tensó como un globo. Se le puso lisa y brillante. Por un momento temió que se le fuera a agrietar, como las salchichas cuando hierven en una olla.

Al día siguiente se compró unos guantes del tamaño más grande que encontró. Tendrá que llevarlos también dentro de casa de vez en cuando. Hasta que llegue el momento de que los demás lo puedan ver.

Cuando fue a pagar los guantes, le invadió de pronto una sensación incómoda. La mujer del mostrador le sonrió. Desde hace mucho tiene la capacidad de distinguir espíritus y, cuando le dio el cambio, la mujer se transformó delante de sus ojos. Los dientes se le amarillearon, los ojos se le quedaron en blanco y se enturbiaron como cristal congelado. Las uñas rojas de los dedos que le daban el cambio crecieron hasta convertirse en garras.

Estuvo esperando en la parte trasera de la tienda durante horas. Pero después le llegó el mensaje de que no tenía que matarla, que debía guardar las fuerzas para algo más importante.

Ahora Curt se desplaza hasta el baño. A la luz de las velas el vapor se desliza por la bañera y se posa como el rocío sobre los azulejos blancos. El aire está espeso por el olor a cobre que desprende la sangre y por el olor ácido de la lana mojada.

En el tendedor de plástico blanco que hay encima de la bañera está colgado el cuerpo sin vida de Chapi. Tiene las patas traseras sujetas a las cuerdas de tender. La sangre va cayendo gota a gota en el agua. En el suelo, al lado de la bañera, está su cabeza. Todavía tiene el hocico atado con cinta adhesiva.

En cuanto se mete en el agua enrojecida siente cómo las propiedades de la perra le atraviesan el cuerpo. Las piernas se le vuelven ágiles y rápidas. Se le contraen sin parar dentro de la bañera. Podría ponerse en pie y batir el récord mundial de los cien metros lisos.

Y puede sentir a Sanna. Sus labios pegados a la oreja de la perra. Ahora es su oreja la que están tocando. Le susurra «te quiero».

De un tiempo a esta parte ya le ha cogido un conejo, un gato y hasta dos jerbos. Y su amor por él siempre ha ido en aumento.

Bebe el agua roja de la bañera a grandes tragos. Las manos le empiezan a temblar. Pierde el control por completo cuando Dios se encarga de todo.

Entonces Dios le agarra la mano y se la levanta. Unta los dedos en sangre como si fuera tinta y con letra desgarbada escribe algo en los azulejos de la pared. Las letras forman un nombre. Y luego:


LA PUTA DEBE MORIR

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