Cuando muere Viktor Strandgård, en realidad no es la primera vez que sucede. Está tumbado de espaldas en la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza y mira hacia arriba a través de los enormes ventanales que hay en el techo. Es como si no hubiera nada entre él y el oscuro cielo de invierno.
«No se puede estar más cerca -piensa-. Cuando lo llevan a uno hasta la iglesia que hay en una montaña en el fin del mundo, el cielo está tan cerca que casi puedes tocarlo alargando la mano.»
La aurora boreal se retuerce como un dragón a través de la noche. Las estrellas y los planetas tienen que rendirse al gran milagro de luz resplandeciente que, sin prisa, se abre paso por la bóveda celeste.
Viktor Strandgård sigue el camino con la mirada.
«Me pregunto si la aurora boreal puede cantar -piensa-. Como una ballena solitaria canta bajo el mar.»
Y, como si su pensamiento la hubiera alcanzado, la aurora boreal se para un segundo. Interrumpe su interminable viaje. Observa a Viktor Strandgård con sus ojos fríos de invierno. Porque, allí tumbado, es bello como un icono. La oscura sangre parece una aureola alrededor de su pelo largo, rubio, de santa Lucía nórdica. Ya no se siente las piernas. Está adormilado. No siente dolor.
Curiosamente, allí tumbado piensa en su primera muerte y mira dentro del ojo del dragón. Aquella vez iba en bicicleta. Era entre invierno y primavera. Bajaba la larga cuesta hacia la intersección de Adolf Hedin y Hjalmar Lundbohm. Contento y lleno de fe, con la guitarra a la espalda. Recuerda que la rueda de la bicicleta resbaló sobre el hielo cuando, desesperado, intentó frenar. Que vio venir por la derecha a la mujer del Fiat Uno de color rojo. Que se miraron el uno al otro. Los dos entendieron qué iba a pasar, y entonces ocurrió. Fue como un tobogán de hielo hacia la muerte.
Con esa imagen en la retina muere Viktor Strandgård por segunda vez en su vida. Los pasos se acercan, pero él no los oye. Sus ojos no necesitan ver de nuevo el cuchillo brillante. Como un caparazón, su cuerpo sigue tumbado sobre el suelo de la iglesia; lo acuchillan una y otra vez. Y el dragón recupera, impasible, su camino a través de la bóveda celeste.