SÁBADO, 22 DE FEBRERO

Rebecka se sirve café de un termo y se sienta junto a la mesa de la cocina.

«¿Y si Viktor abusó de las niñas de Sanna? -pensó-. ¿Puede ser que Sanna estuviera fuera de sí, que llegara a matarlo? Quizá lo fue a buscar para pedirle explicaciones y…

»¿Y qué? -se interrumpe-. ¿Que se indignó y por arte de magia sacó un cuchillo de caza de ninguna parte y se lo clavó hasta matarlo? ¿Además de darle en la cabeza con algo bien duro que casualmente llevaba en el bolsillo?

»No. No puede ser.

»¿Y quién le escribió a Viktor aquella postal que estaba en su Biblia? "Lo que hemos hecho no está mal a los ojos de Dios."»

Coge los tarros con los colores que las niñas han utilizado y despliega un viejo periódico sobre la mesa. Dibuja a Sanna. Más bien parece una bruja de cuento con el pelo largo y rizado. Debajo escribe «Sara» y «Lova». Al lado dibuja a Viktor. Alrededor de la cabeza le dibuja una aureola que le queda un poco inclinada. Después une los nombres de las niñas y el de Viktor con una línea. También dibuja una línea entre Viktor y Sanna.

«Pero aquella relación está ahora rota», piensa tachando las líneas que unen a Viktor con Sanna y las niñas.

Se reclina en la silla y deja correr la mirada sobre el austero mobiliario. La litera de color verde, hecha a mano, la mesa de la cocina con sus cuatro sillas, todas distintas, la encimera con el barreño rojo de plástico y el taburete que está justo en el rincón, detrás de la puerta.

En otros tiempos, cuando usaban la cabaña como caseta de caza, su tío Affe solía poner la escopeta sobre aquel taburete, inclinada contra la pared. Recordaba que su abuelo fruncía el ceño porque no le gustaba que lo hiciera. El abuelo siempre ponía el arma con cuidado en su funda y la metía debajo de la cama.

Actualmente sobre el taburete está el hacha y de un gancho, encima, cuelga la sierra.

«Sanna», piensa Rebecka, y vuelve a mirar hacia el dibujo que ha hecho.

Dibuja pequeñas espirales y estrellas encima de la cabeza de Sanna.

«Sanna-chito-cabeza de chorlito. Que no puede hacer nada sola. Un montón de idiotas le han hecho las cosas a lo largo de toda su vida. Ella misma es una maldita idiota. Ni siquiera tuvo que pedirme que viniera. Yo misma vine como un jodido cachorrito.»

Le quita los brazos y las manos a Sanna pintando encima con color negro. Así ahora está impedida. Después se dibuja a sí misma y escribe encima: idiota.

El dibujo la hace comprender. El pincel repasa temblorosamente las figuras que ha pintado sobre el periódico. Sanna no puede hacer nada sola. Ahí está, sin brazos y sin manos. Cuando Sanna necesita algo, alguien aparece como un idiota y se lo soluciona. Rebecka Martinsson es un ejemplo de ese tipo de idiotas.

Si Viktor abusa de las hijas de Sanna…

… y si se pone tan furiosa que quiere matarlo. ¿Qué pasa entonces?

Entonces aparece algún idiota y mata a Viktor por ella.

¿Puede ser así? Debe ser así.

La Biblia. El asesino puso la Biblia de Viktor en el cajón del sofá de la cocina de Sanna.

Naturalmente. No para que acusaran a Sanna. Era un regalo para ella. El mensaje, la postal con el estilo caligráfico enmarañado, estaba dirigido a Sanna, no a Viktor. «Lo que hemos hecho no está mal a los ojos de Dios.» Matar a Viktor no era pecado a los ojos de Dios.

– ¿Quién? -dice Rebecka para sí misma dibujando un corazón vacío al lado de la figura de Sanna. Dentro del corazón dibuja un interrogante.

Escucha atentamente. Intenta escuchar un sonido a través de la tormenta. Un sonido que no forma parte de aquello. Y de golpe lo oye, el ruido de una moto de nieve.

Curt. Curt Bäckström estaba sentado en su moto debajo de la ventana mirando a Sanna.

Rebecka se levanta y mira a su alrededor.

«El hacha -piensa presa del pánico-. Voy a coger el hacha.»

Pero ya no oye el ruido de ningún motor.

«Serán imaginaciones. Tranquila -se anima a sí misma-. Siéntate. Estás agobiada, tienes miedo y has oído mal. Ahí fuera no hay nadie.»

Se sienta pero no puede apartar la mirada de la manilla de la puerta. Debería levantarse y cerrar con llave.

«No empieces otra vez -piensa como haciendo un conjuro-. Ahí fuera no hay nadie.»

De pronto se mueve la manilla de la puerta. Se abre. El rugir de la tormenta entra junto a un torrente de aire frío. Un hombre vestido con un mono de invierno entra rápidamente. Cierra la puerta tras de sí. Primero ella no puede ver quién es. Después se quita la capucha y el pasamontañas.

No es Curt Bäckström. Es Vesa Larsson.


Anna-Maria Mella está soñando. Sale de un coche de policía y corre con sus compañeros por la carretera E 10, entre Kiruna y Gällivare. Van hacia los restos de un coche accidentado que está volcado diez metros hacia abajo. Le cuesta correr. Los compañeros ya están al lado del coche aplastado y la llaman a gritos.

– ¡Date prisa! Tú tienes la sierra. ¡Tenemos que sacarlos!

Continúa corriendo con la motosierra en la mano. En alguna parte oye a una mujer gritando de tal forma que te rompe el corazón.

Por fin ha llegado. Pone en marcha la motosierra. Chirría a través de la plancha del coche. Fija la vista en una sillita para niños que está colgada boca abajo pero no puede ver si hay algún crío sentado. La motosierra sigue emitiendo su ruido metálico, y de pronto algo suena penetrante y escandalosamente. Como un teléfono.

Robert empuja a Anna-Maria hacia un lado y vuelve a dormirse en cuanto ella levanta el auricular. Al otro lado de la línea se oye la voz de Sven-Erik.

– Soy yo -le dice-. Oye, que luego volví a casa de Curt Bäckström pero no ha aparecido por allí en toda la noche, por lo menos nadie ha abierto.

– Mmm -murmura Anna-Maria.

La molestia de la pesadilla sigue ahí. Mira el reloj de la radio, que está al lado de la cama. Las cinco menos veinticinco. Se inclina hacia atrás en la cama y se sienta apoyando la espalda contra el cabezal.

– ¿No habrás ido allí solo? -pregunta.

– No discutamos ahora, Mella. Escúchame. Como parecía que no estaba en casa o que no abría, qué sé yo, fui a la Iglesia de Cristal para comprobar si habían preparado algún montaje de los suyos durante la noche, pero no había nadie. Entonces llamé a los pastores, Thomas Söderberg, Vesa Larsson y Gunnar Isaksson, en ese orden. Pensé que quizá sabían qué hacían sus ovejas y dónde solía descansar Curt Bäckström si no era en su casa.

– ¿Y?

– Thomas Söderberg y Vesa Larsson no estaban en casa. Sus esposas me dijeron que seguramente estarían todavía en la iglesia por la conferencia, pero te aseguro, Anna-Maria, que en la iglesia no había nadie. Bueno, claro que podrían haber estado allí escondidos en la oscuridad, callados como zorras, pero no lo creo. El pastor Gunnar Isaksson estaba en casa, contestó a la décima llamada y estaba más dormido que despierto.

Anna-Maria se quedó pensando un momento. Se sentía aturdida y un poco indispuesta.

– Me pregunto si será suficiente para hacer un registro de la vivienda -replicó-. Nos iría bien entrar en el piso de Curt Bäckström. Llama a Von Post y pregúntale.

Sven-Erik suspiró al otro lado de la línea.

– Él está convencido de que ha sido Sanna Strandgård -respondió-. Y nosotros no tenemos nada que aportar, pero de todas formas… Tengo un mal presentimiento respecto a ese chico y voy a entrar.

– ¿En su casa? Venga ya.

– Voy a llamar a Benny, el cerrajero de Lås & Larm. Ése no hace preguntas si le digo que envíe la factura a la policía.

– Qué poca vergüenza tienes.

Anna-Maria puso los pies en el suelo.

– Espérame -añadió-. Robert tendrá que quitar la nieve para que pueda salir.


– Tranquila, Rebecka -dice Vesa Larsson-. Sólo queremos hablar. No hagas ninguna tontería.

Sin quitarle la vista de encima, palpa con la mano a su espalda para coger la manilla y bajarla.

«¿Queremos? -se pregunta-. ¿Quiénes?»

De pronto se da cuenta de que no ha venido solo. Ha entrado primero para asegurarse de que la situación estaba bajo control.

Vesa Larsson abre la puerta y dos hombres más entran en la cabaña. Cierran la puerta tras ellos. Van vestidos de oscuro. No se les ve ninguna parte del cuerpo. Llevan pasamontañas y gafas de sol.

Rebecka intenta levantarse de la silla pero le fallan las piernas. Es como si el cuerpo no le respondiera. Sus pulmones son incapaces de aspirar aire. La sangre que le corre por las venas desde que nació se ha detenido. Como un río después de la construcción de una presa. En el estómago siente un enorme nudo.

«No, no, joder.»

Uno de los dos últimos en entrar se quita el gorro y deja a la vista unos rizos oscuros y brillantes. Es Curt Bäckström. Su mono de invierno es de color negro. Lleva puestas unas buenas botas para ir en moto, con duras protecciones. Sobre el hombro carga una escopeta, de dos cañones. Tiene dilatadas la nariz y las pupilas como un caballo preparado para la guerra. Lo mira fijamente a los ojos, que le brillan. Los tiene enfebrecidos.

«Con este tipo tienes que ir con mucho cuidado», piensa.

Mira a las niñas por el rabillo del ojo. Duermen profundamente.

Sabe quién es el otro antes de que se quite el pasamontañas y las gafas de sol. ¿Qué importa lo que lleve puesto? Lo reconocería en cualquier parte. Thomas Söderberg. Sus movimientos. La forma de dominar el lugar donde se encuentra.

Es como si lo hubieran ensayado. Curt Bäckström y Vesa Larsson hacen guardia cada uno a un lado de la puerta de la pocilga.

Vesa Larsson la mira de pasada. Pero quizá no tan de pasada. Es la misma mirada que los padres de niños pequeños tienen en la tienda de comestibles. Con los músculos de la cara rendidos. Como si ya no pudieran ocultar el cansancio. La mirada muerta. Llevan el carro de la compra entre los estantes como si fueran asnos apaleados, sordos al llanto de los críos y a las conversaciones de alrededor.

Thomas Söderberg da un paso hacia adelante. Primero no la mira. Con movimientos tensos y alertas se baja la cremallera del mono de invierno y se quita las gafas. Son nuevas, al menos desde la última vez que lo vio, pero de eso hace ya mucho tiempo. Observa a su alrededor, en la habitación, donde están como un comando militar en una película de ciencia ficción. Lo registra todo, las niñas, el hacha del rincón y a ella, junto a la mesa de la cocina. Después se relaja. Baja los hombros. Sus movimientos se vuelven más suaves, como un león paseando por la sabana. Y se gira hacia Rebecka.

– ¿Recuerdas aquella Semana Santa que me invitaste a venir aquí con Maja? -pregunta-. Es como si fuera otra vida. Por un momento creí que no lo encontraría en esta oscuridad y con la tormenta que hay.

Rebecka lo observa. Él se quita el gorro y los guantes, y los mete dentro de los bolsillos del mono. No tiene el pelo más ralo. Algunas hebras blancas entre el resto, de color castaño. Por lo demás está igual que siempre. Como si el tiempo se hubiera detenido. Quizá haya aumentado un poco de peso, pero es difícil verlo.

Vesa Larsson se apoya en el marco de la puerta. Respira con la boca abierta y mantiene la cara un poco levantada, como si estuviera mareado por el viaje. Va pasando la mirada de Curt a Thomas y después la mira a ella, pero no mira a las niñas.

«¿Por qué no las mira?»

Curt se balancea hacia adelante y hacia atrás. Clava la mirada a veces en Rebecka y a veces en Thomas.

¿Qué va a pasar? ¿Cogerá Curt la escopeta que le cuelga del hombro y la matará? Uno, dos, tres y ya está. Todo oscuro. Tiene que ganar tiempo. «Habla, mujer. Piensa en Sara y en Lova.»

Rebecka apoya las manos en el extremo de la mesa y se levanta de la silla.

– ¡Siéntate! -le ordena Thomas, y ella se sienta de golpe como un perro apaleado.

Sara gime pero no se despierta. Se da la vuelta en la cama y su respiración vuelve a ser profunda y tranquila.

– ¿Fuiste tú? -ruge Rebecka-. ¿Por qué?

– Fue el mismo Dios, Rebecka -responde Thomas, serio.

Ella reconoce el tono serio y la postura. Es así el aspecto y la forma de hablar que tiene cuando quiere demostrar a sus oyentes que lo que dice es importante. Todo su ser se transforma. Es como si fuera una roca que surgiera a la superficie. Con las raíces en el centro de la tierra. Completamente serio, fuerte, poderoso. Y a la vez, humilde ante Dios.

«¿Por qué este espectáculo? No, no es por ella. Es Curt. Lo está… manipulando.»

– ¿Y las niñas? -pregunta.

Thomas agacha la cabeza. Hay algo frágil en su tono de voz. Algo quebradizo. No parece que la voz le vaya a aguantar las palabras.

– No sé… -balbucea-… no sé cómo voy a poder perdonarte por haberme obligado a hacer esto, Rebecka.

Como a una invisible señal, Curt se quita el guante de la mano derecha y saca una cuerda de cáñamo del bolsillo de su mono.

Al volverse hacia Curt, Rebecka se traga el nudo que le bloquea la garganta.

– Sé que amas a Sanna -le dice-. ¿Cómo puedes quererla y matar a sus hijas?

Curt cierra los ojos. Continúa balanceándose hacia adelante y hacia atrás, como si no la oyera. Después mueve los labios sin decir nada y luego responde:

– Son hijas de las sombras -declara Curt-. Tienen que ser apartadas.

«Si pudiera hacerle hablar. Ganar tiempo. Tengo que pensar. Aquí puede haber tema. Thomas le deja hablar, no se atreve a hacer otra cosa.»

– ¿Hijas de las sombras? ¿Qué quieres decir?

Inclina la cabeza hacia un lado dejando descansar la mejilla contra su mano, de la misma forma que suele hacerlo Sanna, esforzándose en que la voz le salga tranquila.

Curt habla sin dirigirse a nadie, con la mirada fija en la lámpara de gasóleo. Como si estuviera solo. O como si hubiera un ser dentro de la luz que lo estuviera escuchando.

– Tengo el sol en la espalda -declara-. Delante de mí va mi sombra. Va delante pero, cuando entro yo, se tiene que doblegar. Sanna tendrá más hijos. Me dará dos hijos varones.

«Estoy a punto de vomitar», piensa Rebecka, sintiendo que le está subiendo por el cuerpo el sabor del picadillo de carne de alce mezclado con bilis.

Se levanta. Tiene la cara blanca como la nieve. Las piernas le tiemblan. Siente el cuerpo como si le pesara varias toneladas, las piernas como si fueran unos delgados palillos.

En un instante, Curt se ha puesto a su lado. Tiene la cara distorsionada por la furia. Le grita con tal fuerza que tiene que coger aire tras cada palabra.

– ¡Tenías… que… quedarte… sentada!

Con mucha fuerza le da un puñetazo en el estómago y ella se dobla hacia adelante como accionada por un muelle. Sus piernas pierden las pocas fuerzas que le quedaban. El suelo se le viene a la cara. Siente la alfombra de la abuela en la mejilla y un insoportable dolor en el estómago. Encima de ella, unas voces alarmadas.

«Tengo que cerrar los ojos un momento. Sólo un momento. Después los volveré a abrir. Lo prometo. Sara y Lova. Sara y Lova. ¿Quién está gritando? ¿Es Lova la que grita así? Sólo un momento…»


El cerrajero Benny, de Lås & Larm, abre la puerta del piso de Curt Bäckström y se va de allí. Sven-Erik Stålnacke y Anna-Maria Mella están a oscuras en el rellano de la escalera. Sólo la luz de la calle entra por la ventana que da al patio interior. Todo está en silencio. Se miran y asienten con la cabeza. Anna-Maria ha quitado el seguro a su pistola, una Sig Sauer.

Sven-Erik entra y Anna-Maria oye cómo dice débilmente «¿hola?». Ella se queda fuera, de guardia.

«Debo de estar loca», piensa.

La espalda le duele poco pero de forma continua. Se apoya en la pared y respira hondo. «Imagina que está ahí dentro, a oscuras. Igual está muerto. O escondido en algún sitio. Igual sale, me da un empujón y me tira escaleras abajo.»

Sven-Erik enciende la luz del recibidor.

Ella mira hacia adentro. Sólo hay un ambiente. Desde el recibidor se ve la sala de estar, donde también está el dormitorio. Es un piso raro. ¿De verdad vive alguien allí?

En el recibidor no hay ni un solo mueble. Ninguna cómoda con cajones y el correo del día encima. Ni alfombra. Montado en la pared hay un perchero con estante, pero allí no hay nada colgado. La sala de estar se encuentra también vacía. Casi. Directamente sobre el suelo hay algunas lámparas y de la pared cuelga un gran espejo. Las ventanas están tapadas con sábanas negras. Tampoco hay nada en los alféizares. Ni cortinas. Contra otra pared hay arrimada una cama individual de pino. El cubrecama es acolchado, sintético y de color azul claro.

Sven-Erik sale de la cocina. Niega con la cabeza de forma casi imperceptible. Sus miradas se encuentran. Llenas de preguntas y malos presentimientos. Va hacia el baño y abre la puerta. El interruptor de la luz está en el interior. Alarga el brazo. Ella oye el clic pero la lámpara no se enciende. Sven-Erik se queda de pie en el umbral de la puerta. Ella lo ve de lado. Le ve la mano sacando el llavero. Allí lleva una pequeña linterna. El fino haz de luz pasa a través de la puerta. Achica los ojos para ver mejor.

Quizá ella hace un movimiento que él ve por el rabillo del ojo, porque levanta la mano y le hace un gesto para que se pare. Él da un paso hacia adentro y mantiene un pie en el umbral. A ella le vuelve a doler la rabadilla. Se presiona los riñones con los puños.

Él sale del baño. A paso rápido. La boca abierta. Los ojos como platos y la cara desencajada.

– Llama -dice, afónico.

– ¿A quién? -pregunta.

– ¡A todos! ¡Despiértalos a todos!


Rebecka abre los ojos. ¿Cuánto tiempo ha pasado? En lo alto se cierne la cara de Thomas Söderberg. Parece un eclipse de sol. La cara descansa en la sombra y la lámpara de gasóleo está colgada, inclinada encima de su cabeza, formando una corona alrededor de sus castaños rizos.

Todavía le duele el estómago. Más que antes. Y además del dolor, por fuera, hay algo caliente y mojado. Sangre. Muerta de miedo supone que Curt no le ha pegado.

Le ha clavado el cuchillo.

– Esto no es lo que hemos planificado -dice Thomas, dominándose-. Tendremos que pensar un poco.

Gira la cabeza. Sara y Lova están tumbadas sobre la cama. Una a los pies de la otra. Tienen las manos atadas a las patas del cabezal con una cuerda de cáñamo. De la boca asoman trozos de tela blanca de algodón. Sobre el suelo, a su lado, hay una sábana rota. De ahí han sacado los trozos de tela que tienen en la boca. Rebecka puede oírles respirar enérgicamente para conseguir suficiente aire a través de la nariz.

Lova está resfriada. Pero respira.

«Tranquila, está respirando. Joder, joder.»

– La idea era -dice Thomas Söderberg, pensativo-, la idea era que le prendiéramos fuego a la cabaña. Y a ti te daríamos la llave de la moto de nieve y te irías de aquí en camisón o con una camiseta. Naturalmente, aprovecharías la ocasión. ¿Quién no lo haría? Pero con la tormenta y el frío cuando se va en moto, creo yo que como máximo te hubieras alejado cien metros. Después te hubieras caído y te hubieras quedado helada en pocos minutos. Para la investigación policial sería un accidente bastante sencillo. Se produce un fuego en la cabaña, te invade el pánico, dejas a las niñas y sales casi desnuda. Intentas irte con la moto y mueres helada a pocos metros de aquí. Una investigación poco complicada. Sin preguntas. Ahora será más difícil.

– ¿Pensáis dejar que las niñas se quemen dentro?

Thomas se muerde el labio, como si no la hubiera oído.

– Creo que te llevaremos con nosotros -dice-. Aunque tu cuerpo se quemara, igual quedan marcas de la puñalada. No puedo arriesgarme.

Se interrumpe y vuelve la cabeza cuando Vesa Larsson entra con un depósito de gasolina de plástico rojo en la mano.

– Nada de gasolina -dice Thomas, irritado-. Nada de líquido inflamable ni productos químicos. Todo eso aparece en la investigación científica. Encenderemos las cortinas y la ropa de cama con cerillas.

Señala a Rebecka con la cabeza.

– La llevaremos con nosotros -continúa-. Vosotros dos, poned un toldo en el remolque de la moto de nieve.

Vesa Larsson y Curt desaparecen a través de la puerta. La tormenta ruge pero queda callada cuando cierran la puerta de nuevo. Se ha quedado sola con él. El corazón le va a galope. Tiene que darse prisa. Lo sabe. Si no, el cuerpo le fallará.

¿Puso Curt la escopeta al lado de la puerta? Sería un inconveniente poner el toldo bajo la tormenta con el arma en la espalda. Se mueve un poco hacia allí.

– No entiendo qué estás haciendo -le recrimina Rebecka-. ¿No dice Dios «No matarás»?

Thomas suspira. Está de cuclillas a su lado.

– Sin embargo, la Biblia está llena de ejemplos en los que Dios ha quitado vidas -responde-. ¿No lo entiendes, Rebecka? Se ve obligado a ir en contra de sus propias reglas. Y yo no soy así. Se lo dije y entonces me envió a Curt. Fue más que una señal. Tuve que obedecerle.

Se queda callado para quitarse el moquillo que le sale de la nariz. Se le está poniendo la cara roja por el calor de la chimenea. Ha de tener mucho calor con el mono de invierno.

– No tengo ningún derecho a permitirte destruir la obra de Dios. Los medios de comunicación hubieran armado un escándalo con el asunto económico y después todo se hubiera acabado. Lo que ha ocurrido en Kiruna es muy grande y, aun así, Dios me ha permitido comprender que sólo es el principio.

– ¿Te amenazó Viktor?

– Al final se convirtió en una amenaza para todos. Incluso para sí mismo. Pero sé que ahora está con Dios.

– Explícame qué pasó.

Thomas niega impaciente con la cabeza.

– No hay ni tiempo ni motivo, Rebecka.

– ¿Y las niñas?

– Pueden explicar cosas de su tío que… Aún necesitamos a Viktor. Su nombre no va a ser mancillado. ¿Sabes a cuántos drogodependientes ayudamos cada año? ¿Sabes cuántos niños recuperan a sus padres, que estaban desahuciados? ¿Sabes cuántos van a recuperar la fe? Trabajo. Una vida digna. Matrimonios unidos. Por las noches Dios me ha hablado de esto una y otra vez.

Se interrumpe y alarga la mano hacia ella. Le pasa los dedos por la boca y luego por el cuello.

– Te amaba tanto como amaba a mi propia hija. Y tú…

– Ya lo sé. Perdóname. -Se acerca un poco más-. ¿Y ahora? -llora-. ¿Me quieres ahora?

La cara de él se pone tensa.

– Mataste a mi hijo.

El hombre que sólo tenía hijas. Que quería tener un hijo.

– Ya lo sé. Pienso en eso cada día. Pero no era…

Vuelve la cabeza hacia un lado y tose. Se aprieta la mano contra el estómago. Después se gira hacia él de nuevo.

Ahí está. La ha visto. A treinta centímetros de su cabeza. La piedra en la que Lova había pintado a Chapi. Cuando él se ponga suficientemente cerca. Cogerla y darle. No dudar. Cogerla y darle.

– Había alguien más. No era…

Su voz desaparece en un tenue susurro. Se inclina hacia ella. Como un zorro intentando oír un ratón debajo de la nieve.

Ella, con los labios, intenta formar palabras que él no pueda oír.

Por fin se agacha hasta ella. «No dudes, cuenta hasta tres.»

– Ruega por mí… -le susurra al oído.

¡Uno…

– …no fuiste el único con el que yo…

dos…

– …no era hijo tuyo…

tres!

Se queda como helado durante un segundo pero es suficiente. El brazo de ella se alarga como si fuera una cobra y coge la piedra. Cierra los ojos y le atiza con todas sus fuerzas. Contra la sien. En su mente ve la piedra salir como un proyectil directamente contra la cabeza de él y luego hasta la pared. Pero cuando abre los ojos ve que aún tiene la piedra en la mano. Thomas está tumbado de lado, muy cerca de ella. Quizá sus manos hacen el gesto de protegerse la cabeza. Ella no lo sabe bien. Ya se ha puesto de rodillas y le vuelve a dar. Una y otra vez. Siempre contra la cabeza.

Es suficiente. Ahora hay que darse prisa.

Suelta la piedra e intenta ponerse en pie pero las piernas no la mantienen. Gatea por el suelo hacia el rincón de la puerta. Al lado del hacha está la escopeta de Curt. Sigue arrastrándose de rodillas y con la mano derecha. Con la izquierda se presiona el estómago.

Necesita tiempo. Si entran antes, se acabó todo.

Coge el arma. Se yergue, aún de rodillas. Tantea. Tiene las manos temblorosas y torpes. Afloja la palanca. Abre la escopeta. Está cargada. Cierra el arma y le quita el seguro. Se arrastra por el suelo hacia atrás, hasta llegar al centro. Las alfombras de trapo están manchadas de sangre. Manchas como monedas grandes de su propia sangre. Huellas borrosas de la mano derecha, en la que ha tenido la piedra.

Si pasean alrededor de la casa, la podrán ver a través de la ventana. No lo harán. ¿Por qué van a ir por ahí? Se siente mal. «No vomites.» ¿Cómo va a poder entonces con la escopeta?

Sigue arrastrándose hacia atrás, medio sentada, con una mano apretada contra el estómago. Dirige la otra mano hacia la mesa y la empuja con las piernas. Aprieta la escopeta contra sí. Se sienta apoyando la espalda en una pata de la mesa. Encoge un poco las piernas. Pone la escopeta sobre el muslo de manera que apunte hacia la puerta. Y espera.

– Tranquilas -les dice a Lova y a Sara sin quitar la vista de la puerta-. Cerrad los ojos y estad tranquilas.

Curt es el primero que entra por la puerta. Detrás de él viene Vesa. A Curt le da tiempo de verla con la escopeta. Advierte los dos agujeros negros apuntándole. En una fracción de segundo cambia la expresión de su cara. De la irritación por el frío, el viento y el rígido toldo, no pasa al miedo, sino a algo diferente. Primero a darse cuenta de que no va a llegar a tiempo hasta ella. Después la mirada se vuelve apática. Brillante y profunda.

Rebecka no levanta el arma lo suficiente y recibe el culatazo en una costilla cuando le perfora el vientre a Curt. Éste cae hacia atrás, en la puerta. La nieve entra velozmente a través de ella.

Vesa está como congelado. Profiere un quejido ahogado.

– ¡Adentro! -le grita Rebecka apuntándole con el arma-. Y mételo también. ¡Siéntate!

Vesa hace lo que le ha dicho y se deja caer de cuclillas delante de la puerta.

– ¡Siéntate en el suelo! -le ordena.

Se desploma sentado. Con el mono de invierno sus movimientos son torpes. No se podrá poner en pie de nuevo si no es con un gran esfuerzo. Sin que ella le diga nada, cruza las manos detrás de la nuca. Curt está tumbado entre los dos. En el silencio que surge cuando han cerrado la puerta dejando la tormenta fuera, se oye la respiración fatigosa de Curt. Como jadeos cortos.

Apoya la cabeza hacia atrás. «Estoy cansada. Muy cansada.»

– Y ahora me lo vas a explicar todo -le dice a Vesa Larsson-. Mientras hables y digas la verdad, seguirás vivo.


– Sanna Strandgård me vino a ver -dice Vesa sin apenas voz-. Estaba… deshecha en lágrimas. Sí, ya sé que es una expresión absurda, pero deberías haberla visto.

«Me la puedo imaginar perfectamente -piensa Rebecka-. El pelo suelto. A nadie le sienta tan bien llorar a moco tendido como a ella.»

– Me dijo que Viktor había abusado de sus hijas.

Rebecka mira a las niñas. Todavía están atadas a la cama con trozos de trapo dentro de la boca. Tiene miedo de desmayarse si va arrastrándose hasta allí. Y si le dice a Vesa que las libere, puede quitarle el arma de las manos de una patada. Tiene que esperar un poco.

Respiran. Enseguida se le ocurrirá qué hacer.

– ¿Qué quieres decir con «abusar»?

– No sé, fue algo que Sara había dicho por lo que ella se dio cuenta de lo que había pasado. A mí tampoco me quedó claro. Pero le prometí que hablaría con Viktor. Yo…

Se interrumpe, confundido.

«Sanna hace que la gente se quede confundida -piensa-. Los lleva al bosque y luego les roba la brújula.»

– ¿Y?

– Soy un idiota -gime-. Le pedí que no se lo dijera ni a la policía ni a nadie más. Hablé con Patrik Mattsson pero yo lo llamé luego para decirle que Sanna se había equivocado. Lo amenacé con echarlo si decía algo.

– Continúa -ordenó Rebecka, impaciente-. ¿Hablaste con Viktor?

El arma le pesa cada vez más encima de las piernas.

– No quiso escucharme. En realidad no fue ninguna conversación. Se inclinó sobre mi escritorio y me amenazó. Me dijo que tenía los días contados como pastor de la comunidad. Que no toleraba que los pastores sacaran tajada de nuestras actividades.

– ¿La sociedad limitada?

– Sí. Cuando pusimos en marcha VictoryPress yo creía que todo sería legal. Bueno, dejé de pensar en ello, eso fue lo que pasó. Nos dio la idea uno de la congregación que era autónomo. Nos dijo que todo estaba conforme. Declarábamos los gastos de la sociedad y Hacienda nos devolvía el IVA. Claro que la congregación nos daba bajo la mesa el dinero para las inversiones, pero considerábamos que todas las propiedades eran de la Fuente de Nuestra Fortaleza. Como yo lo veía, no engañábamos a nadie. Pero cuando rompí el secreto profesional y le expliqué a Thomas las sospechas de Sanna cuando Viktor me amenazó, yo comprendí que estábamos en una situación delicada. A Thomas le entró miedo. ¿Lo entiendes? En tres horas el mundo se puso a temblar. Viktor era agresivo y peligroso para los niños. Él, que siempre los había amado. Los había ayudado en la escuela dominical y esas cosas… ¡Me ponía enfermo! Y Thomas tenía miedo. Él, que parecía tener los nervios de acero. Y yo me había convertido en un criminal. ¿Puedo bajar las manos? Me duelen los hombros y la cabeza.

Ella asiente.

– Decidimos que hablaríamos todos juntos con él -continuó-. Thomas dijo que Viktor necesitaba ayuda y que recibiría esa ayuda de la comunidad. Así que aquella noche…

Se queda callado y los dos miran a Curt, tumbado sobre el suelo entre ellos. La alfombra de trapo que tiene debajo está manchada de rojo. La respiración pasa del resuello a un silbido apenas perceptible. De golpe deja de respirar. Se queda callado.

Vesa Larsson lo mira. Las pupilas se le dilatan por el miedo. Después mira a Rebecka y la escopeta que ella tiene sobre las rodillas.

Rebecka parpadea. Se empieza a sentir débil y apática. Era como si la historia de Vesa ya no le interesara. Ya no necesita ordenarle que siga hablando porque parlotea sin cesar.

– Viktor no quería escucharnos. Nos dijo que había estado ayunando y rezando. Después decidió que había llegado la hora de hacer una limpieza a fondo en la comunidad. De pronto éramos nosotros los acusados. Nos dijo que éramos unos mercaderes y teníamos que ser expulsados del templo. Que aquello era la obra de Dios y que nosotros estábamos dispuestos a entregarla al dios del dinero. Y después…, Dios de la Creación…, después se presentó Curt. No sé si lo había oído todo o si acababa de entrar en la iglesia…

Vesa cierra los ojos y hace una mueca con la boca.

– Viktor señaló a Thomas con el dedo y gritó, no recuerdo qué. Curt llevaba en la mano una botella de vino sin abrir. Habíamos celebrado la comunión durante el encuentro. Le pegó a Viktor en la parte de atrás de la cabeza. Viktor cayó de rodillas. Curt llevaba puesto un anorak bastante grande. Deslizó la botella en el bolsillo y después se sacó un cuchillo del cinturón y se lo clavó. Dos o tres cuchilladas. Viktor cayó hacia atrás y se quedó tumbado de espaldas.

– Y vosotros mirando -susurró Rebecka.

– Yo intenté interceder pero Thomas me lo impidió.

Vesa se presionó los ojos con los puños.

– No, no es verdad -continuó-. Creo que di un paso hacia adelante. Pero Thomas sólo hizo un pequeño movimiento con la mano y yo me quedé parado. Igual que un perro bien adiestrado. Después, Curt se dio la vuelta y vino hacia nosotros. De pronto me entró el pánico al pensar que también me podía matar a mí. Thomas estaba completamente quieto con una cara inexpresiva. Recuerdo que lo miré y pensé que había leído que era eso lo que se debía hacer si te atacaban perros que se habían vuelto locos. No correr, no chillar, estar tranquilo y quedarse quieto. Nos quedamos más o menos así. Curt tampoco dijo nada. Nos miraba con el cuchillo en la mano. Después se dio la vuelta y fue otra vez hacia Viktor. Allí…

Vesa gime quedamente, entre dientes.

– … oh, lo acuchilló varias veces. Y le sacó los ojos con el cuchillo. Después metió los dedos en los agujeros y se pintó con sangre sus propios ojos. «Todo lo que él ha visto ahora lo he visto yo», exclamó. Lamió el cuchillo como un… ¡animal! Creo que se cortó la lengua porque le salía sangre por las comisuras de los labios. Y después le cortó las manos. Estirando y retorciendo. Una se la metió en el bolsillo de la chaqueta, pero la otra no le cupo y se le cayó en el suelo y… Bueno, lo de después ya no lo recuerdo bien. Thomas me llevó en su coche por la carretera de Noruega. Salí al frío en mitad de la noche, a vomitar sobre la nieve. Thomas estuvo hablando sin parar. Sobre nuestras familias. Sobre la comunidad. Que lo mejor que podíamos hacer era guardar silencio. Después me he preguntado si sabía que Curt estaba allí. O, quizá, si incluso se encargó de que estuviera allí.

– ¿Y Gunnar Isaksson?

– Él no sabía nada. Es un inútil.

– Cobarde de mierda -dijo Rebecka, exhausta.

– Tengo hijos -gime-. Con hijos todo es diferente. Ya lo verás.

– No me convences -le respondió-. Cuando Sanna fue a verte, deberías haber ido a la policía y a los servicios sociales. Pero tú… no querías escándalos. No te querías quedar sin tu bonita casa y tu trabajo bien remunerado.

Le falta poco para que no pueda ni mantener doblada la pierna derecha. Si deja la escopeta en el suelo, a él le dará tiempo de levantarse y patearle la cabeza antes de que ella pueda reaccionar. No ve bien. En su vista van creciendo manchas negras. Como si alguien hubiera disparado bolas de pintura contra un escaparate.

Se va a desmayar. Hay prisa.

Lo apunta con la escopeta.

– No lo hagas, Rebecka -le dice-. Te arrepentirás el resto de tu vida. Yo no quería esto, Rebecka, pero ahora ya está hecho.

Ella desearía que él hiciera algo. Un movimiento para levantarse. O alargar la mano para coger el hacha.

Quizá pueda confiar en él. Quizá las lleve a ella y a las niñas en el trineo de vuelta a la ciudad y se entregue él mismo a la policía.

O quizá no. Y entonces: ¡el fuego! Las niñas muertas de miedo, con los ojos como platos intentando deshacerse de las cintas con las que les han atado las manos y los pies a la cama. Las llamas que desprenden la carne de los huesos. Si Vesa prende fuego no habrá nadie que lo pueda contar. Thomas y Curt se llevarán la culpa y él saldrá libre.

«Ha venido para matarnos -se dice a sí misma-. Recuérdalo.»

Está llorando. Vesa Larsson. Hace un momento, Rebecka tenía dieciséis años y estaba en el sótano de la iglesia de Pentecostés, entre sus trastos de pintura hablando de Dios, la Vida, el Amor y el Arte.

– Piensa en mis hijos, Rebecka.

Es él o las niñas.

Cierra los ojos cuando el dedo toca el gatillo. La detonación es ensordecedora. Cuando ella abre los ojos, él sigue sentado en la misma posición. Pero ya no tiene cara. Pasa un segundo y el cuerpo cae hacia un lado.

«No mires. No pienses. Sara y Lova.»

Suelta el arma y se pone a cuatro patas. Cuando se arrastra despacio hacia la cama el cuerpo entero le tiembla por el esfuerzo. En los oídos oye ruidos y zumbidos.

Una mano de Sara. Una mano es suficiente. Si puede tocar una mano…

Llega hasta el cuerpo sin vida de Curt. Toca el cinturón del anorak. Pasa la mano por debajo de su cuerpo. Allí está el cuchillo. Abre la funda y lo saca. Es como si se hubiera mojado la mano en aquella sangre. Ha llegado hasta la cama.

«Ahora la mano firme. No hagas daño a Sara.»

Corta la cuerda de cáñamo y la suelta de la muñeca de Sara. Pone el cuchillo en la mano libre de Sara y ve cómo sus dedos agarran el mango.

«Ahora. Descansa.»

Se hunde en el suelo.

Al cabo de un momento tiene las caras de Lova y de Sara encima. Coge a Sara de la manga del jersey.

– Recuerda -dice con voz ronca-. Quedaos en la cabaña. Mantened la puerta cerrada, poneos los monos de invierno y tapaos con los edredones. Sivving y Bella vendrán mañana aquí. Esperadlos. ¿Lo oyes, Sara? Sólo voy a descansar un poco.

Ya no le duele nada pero tiene las manos heladas. Suelta la manga del jersey de Sara. Ve sus caras como flotando. Ella se hunde en un pozo y las niñas están arriba, en la luz del sol, mirándola hacia abajo. Todo es cada vez más oscuro y más frío.

Sara y Lova están de cuclillas, cada una a un lado de Rebecka. Lova se vuelve hacia su hermana mayor.

– ¿Qué ha dicho? -pregunta.

– Parecía que decía «¿Me acoges?» -responde Sara.


El viento de invierno mueve furioso los escuálidos abedules delante del hospital de Kiruna. Tira de sus huesudos brazos, que se alzan hacia el cielo negro azulado. Rompe sus dedos abiertos y helados.

Måns Wenngren pasó veloz por delante de la recepción de la unidad de cuidados intensivos. La fría luz de los fluorescentes del techo rebotaba sobre la brillante superficie del suelo y sobre el suave color crema de las paredes de hormigón del pasillo, con sus indescriptiblemente feos detalles en color vino. Todo su ser se defendía del efecto que le causaba aquel ambiente. El olor a desinfectante y detergente mezclados con el ácido y mohoso olor de los cuerpos desintegrándose. El constante tintineo de los carros metálicos en camino con comida, pruebas o Dios sabía qué.

«Por lo menos no es Navidad», pensó.

Su padre había tenido el último infarto el día de Navidad. Hacía ya muchos años, pero Måns todavía podía ver ante sí el intento impotente y fallido del personal del hospital por crear un ambiente navideño en el departamento. Grandes paquetes de galletas de jengibre baratas para el café de la tarde, con servilletas de papel con motivos navideños. Y al fondo del pasillo, un abeto de plástico. Las agujas puestas al revés y aplastadas tras el largo año en la caja, arriba del todo en un estante del trastero. Bolas desiguales colgando de hilos de sutura de las ramas. Debajo de las ramas más bajas, paquetes en los que se sabía que no había nada.

Apartó el recuerdo de su mente antes de que llegara a sus padres. Se volvió sin dejar de andar. El abrigo de lana desabrochado parecía más una capa.

– ¡Estoy buscando a Rebecka Martinsson! -rugió-. ¿Hay alguien que trabaje aquí?

Por la mañana lo había despertado el teléfono. La policía de Kiruna preguntaba si realmente era el jefe de Rebecka Martinsson. Sí, así era. No se había encontrado a ningún pariente en ningún registro. Quizá supiera el bufete si tenía novio o vivía con alguien. No, el bufete no lo sabía. Preguntó qué había ocurrido. Al final, el policía le dijo que habían operado a Rebecka, pero después no le dio más explicaciones.

Måns llamó al hospital de Kiruna. Allí ni siquiera admitieron que estaba ingresada. «Confidencial», fue la única palabra que les había podido sonsacar.

Después llamó a una de las socias del bufete.

– Lo siento, Måns, no puedo hacer nada -le había dicho-. Rebecka es tu ayudante.

Finalmente cogió un taxi hasta el aeropuerto de Arlanda.

Una enfermera lo alcanzó en mitad del pasillo. Lo seguía hablando sin cesar mientras él abría las puertas de las habitaciones y miraba dentro. Sólo entendía la parte legal de la cháchara de ella: «Confidencial… No autorizado… Llamar a seguridad.»

– Vivo con ella -la engañó mientras continuaba abriendo puertas y mirando dentro.

Encontró a Rebecka sola en una habitación con cuatro camas. Al lado de la cama había un armazón para el gotero con una bolsa de plástico medio llena de un líquido transparente. Tenía los ojos cerrados. La cara blanca, pálida, incluso los labios.

Acercó una silla a la cama pero no se sentó. Por el contrario, se volvió gruñendo hacia la pequeña mujer que lo perseguía. Ésta desapareció inmediatamente. Sus zuecos de trabajo repiquetearon apresurados por el pasillo.

Un minuto más tarde apareció otra mujer con bata y pantalones blancos. De dos zancadas Måns se puso casi encima de ella para leer el pequeño cartel que llevaba enganchado en el bolsillo a la altura del pecho.

– Muy bien, señorita Frida -le dijo de forma agresiva antes de que a ella le diera tiempo de abrir la boca.

Señaló las manos de Rebecka. Estaban atadas con gasa a los lados de la cama.

La enfermera Frida parpadeó con sorpresa antes de contestar.

– Acompáñeme afuera -dijo dulcemente-. A ver si nos tranquilizamos y podemos hablar.

Måns movió la mano como si la enfermera fuera una mosca.

– Vaya a buscar al médico que la lleva -dijo irritado.

La enfermera Frida era atractiva. Era rubia natural. Tenía los pómulos altos y llevaba los labios delicadamente pintados con un tono rosa transparente. Estaba acostumbrada a que la gente la obedeciera con su suave tono de voz. Era conocida por ello. Nunca había sido cobarde. Estuvo pensando en si debía llamar a seguridad. O quizá a la policía, teniendo en cuenta las circunstancias tan especiales de la paciente. Pero miró a Måns Wenngren. Pasó la mirada por el increíblemente bien planchado cuello de la camisa, después por la corbata gris a rayas, hasta finalizar en el discreto traje negro y los brillantes zapatos.

– Pues sígame y hablará con el médico -dijo, escueta, dándose la vuelta y saliendo con Måns tras ella.


El médico era un hombre bajo de pelo grueso, rubio y canoso. Tenía la cara morena y la nariz un poco pelada. Probablemente acababa de venir de vacaciones del extranjero. Llevaba la bata desabrochada y debajo se le veía una camiseta color turquesa y unos vaqueros. En el bolsillo de la bata se apretujaban unos cuantos bolígrafos con un bloc y unas gafas.

«Angustiado por la edad, con síndrome de hippy», pensó Måns poniéndose un poco demasiado cerca cuando se saludaron, de manera que el médico tuvo que mirar hacia arriba como un espectador del firmamento.

Entraron en la sala de médicos.

– Es por su bien -le explicó el médico a Måns-. Cuando se estaba despertando se arrancó la cánula del brazo. Ahora le hemos puesto algo para que duerma, pero…

– ¿Está detenida? -preguntó Måns-. ¿O en arresto preventivo?

– No, que yo sepa.

– ¿Se ha tomado alguna decisión respecto a cuidados forzados? ¿Hay algún certificado respecto al cuidado?

– No.

– Vaya, entonces como en el Lejano Oeste -exclamó Måns, desdeñoso-. La atan a la cama sin orden de la policía, ni del fiscal ni del jefe médico. Es privación ilegal de la libertad. Denuncia, multa y sanción por parte de la Comisión de Responsabilidades. Pero no estoy aquí para crear problemas. Explíqueme lo que ha ocurrido. La policía debe haberlo informado. Primero desátela y tráigame un café. A cambio, seré bueno y me sentaré en su habitación, vigilando que no haga ninguna tontería cuando se despierte. No armaré jaleo en el hospital.

– La información que me ha dado la policía es confidencial -dijo el médico sin convicción.

– Give some, get some -respondió Måns sin interés.


Poco después Måns estaba sentado en una incómoda silla, inclinado hacia atrás, al lado de la cama de Rebecka. La mano izquierda la tenía entrelazada en los dedos de ella y en la otra mano agarraba un vaso de plástico en un soporte marrón con café muy caliente.

– Jodida niñata -murmuró-. Cuando te despiertes me vas a oír.


Oscuridad. Después oscuridad y dolor. Rebecka abre con cuidado los ojos. En la pared, encima de la puerta, hay un gran reloj. El minutero tiembla cada vez que salta hacia la siguiente línea. Mira con los ojos entreabiertos, pero no sabe qué hora es, o si es de día o de noche. La luz se le clava en los ojos como un cuchillo. Le abre un agujero de dolor en la cabeza, como si fuera de fuego. Todo salta en pedazos. Con cada respiración siente el dolor y la contracción. La lengua se le pega al paladar. Vuelve a cerrar los ojos y ve la cara asustada de Vesa Larsson delante de ella. «No lo hagas, Rebecka. Te arrepentirás el resto de tu vida.»

Vuelta a la oscuridad. Más profunda. Hacia abajo. Lejos. El dolor va dejando de martillear. Y sueña. Es verano. El sol calienta desde el cielo azul. Los abejorros dan tumbos como borrachos, por los aires, entre las flores del verano. Su abuela está de rodillas en el embarcadero, junto a la playa que forma el río, limpiando las alfombras de trapo. El jabón lo ha hecho ella misma con lejía y grasa. El cepillo de raíces sube y baja sobre las rayas de la alfombra. La suave brisa del río no deja que se acerquen los mosquitos. En el borde del embarcadero hay una niña sentada con los pies en el agua. Ha encerrado un escarabajo en un tarro de mermelada con agujeros en la tapa. Fascinada, observa el paseo del bicho dentro del bote. Rebecka empieza a hundirse en el agua. Curiosamente es consciente de que está soñando y murmura algo para sí misma: «Déjame verle la cara. Déjame ver cómo es.» Después Johanna se vuelve y la ve. Agarra triunfante el tarro de mermelada, enseñándoselo a Rebecka mientras sus labios forman la palabra «Mamá».


Era casi una postal de Navidad. Pero, a la vez, no lo era en absoluto. Tres reyes magos mirando al niño que dormía. Pero el niño era Rebecka Martinsson y los reyes el fiscal jefe en funciones Carl von Post, el abogado Måns Wenngren y el inspector de policía Sven-Erik Stålnacke.

– Ha matado a tres personas -decía Von Post-. No la puedo dejar libre así como así.

– Es un ejemplo básico de legítima defensa -alegó Måns Wenngren-. Se da cuenta, ¿no? Además, es la heroína del día. Créame. Los periódicos ya están cocinando una historia a lo Modesty Blaise. Salva a dos niñas, mata a los malos… Así que debería preguntarse qué papel quiere representar. El tío de mierda que va a su caza e intenta meterla en la cárcel o la buena persona que quiere estar a la altura y participar del éxito.

El fiscal jefe en funciones paseó la mirada por su alrededor. Se posó en Sven-Erik, de donde no cabía esperar nada, ni el más mínimo apoyo. Pasó la mirada entonces a la manta acolchada de color amarillo del hospital, que estaba remetida por los lados del colchón de Rebecka.

– Habíamos pensado dejar apartados a los medios de comunicación -dijo-. Los pastores muertos tenían familia. Cierta consideración…

Por debajo del bigote y entre los dientes, Sven-Erik aspiró aire.

– Será difícil mantener a la prensa y a la televisión apartadas -dijo Måns, tranquilo-. De alguna manera la verdad siempre se filtra.

Von Post se abrochó el abrigo.

– Vale, pero será interrogada. Antes de que se vaya a ninguna parte.

– Naturalmente. Cuando los médicos digan que puede hacerlo. ¿Algo más?

– Llame cuando pueda declarar -le insistió Von Post a Sven-Erik y desapareció a través de la puerta.

Sven-Erik Stålnacke se quitó el anorak.

– Me sentaré fuera, en el pasillo -informó-. Avíseme cuando se despierte. Me gustaría decirle algo. Iba a ir a buscarme un café de la máquina. ¿Quiere uno?


Rebecka se despertó. Al cabo de sólo medio minuto había un médico inclinado sobre ella. Tenía la nariz y las manos grandes. Ancho de hombros. Parecía un herrero bien vestido, con bata blanca. Le preguntó cómo se encontraba. Ella no respondió. Detrás de él había una enfermera con una sonrisa comprensiva aunque no exagerada. Måns estaba junto a la ventana. Miraba hacia afuera, aunque era imposible que pudiera ver nada más que el reflejo de sí mismo y la habitación detrás de él. Jugaba con la persiana. La abría y la cerraba. La cerraba y la abría.

– Ha tenido que pasar un mal trago -le dijo el médico-. Tanto física como psíquicamente. La hermana Marie le dará un tranquilizante y un poco más de analgésico, si le duele algo.

Lo último lo dijo como una pregunta, pero ella siguió sin responder. El médico se enderezó y le hizo una señal con la cabeza a la enfermera.


La inyección surtió efecto al cabo de un momento. Pudo empezar a respirar normalmente sin que le doliera.

Måns estaba sentado al lado de la cama mirándola en silencio.

– Sed -dijo en un susurro.

– Todavía no puedes beber. Con el gota a gota te dan lo que necesitas, pero espera un momento.

Se levantó. Ella le rozó la mano.

– No estés enfadado -le dijo con voz ronca.

– Eso ya lo veremos -respondió él dirigiéndose hacia la puerta-. Estoy hecho una furia.

Volvió al cabo de un momento. Llevaba consigo dos vasos blancos de plástico. En uno había agua para que se enjuagara la boca. En el otro había dos cubitos de hielo.

– Puedes chuparlos -le dijo haciendo ruido con los cubitos-. Hay un policía que quiere hablar contigo. ¿Puedes?

Ella asintió.

Måns le hizo una señal a Sven-Erik y éste se sentó al lado de la cama.

– ¿Y las niñas?

– Están bien -respondió Sven-Erik-. Llegamos a la cabaña enseguida después de que… de que se acabara todo.

– ¿Cómo?

– Entramos en el piso de Curt Bäckström y nos dimos cuenta de que teníamos que encontrarla. Bueno, ya hablaremos de eso después, pero hallamos un montón de cosas desagradables. En la nevera y en el congelador, entre otros lugares. Así que fuimos a la casa de Kurravaara, a la dirección que dio a la policía. Pero allí no había nadie. Lo cierto es que entramos sin permiso. Después recurrimos al vecino más próximo.

– Sivving.

– Nos llevó hasta la cabaña. La niña mayor nos contó lo que pasó.

– Pero las niñas, ¿están bien?

– Sí, sí. A Sara se le heló un trocito de mejilla. Estuvo fuera intentando poner en marcha la moto.

Rebecka se lamentó.

– Se lo advertí.

– Pero no es nada serio. Están en el hospital, con su madre.

Rebecka cerró los ojos.

– Me gustaría ver a las niñas.

Sven-Erik se restregó la barbilla mirando a Måns. Éste se encogió de hombros y dijo:

– Les ha salvado la vida.

– Bueno, bueno -respondió Sven-Erik, levantándose-. Vamos a hablar con el médico pero no hablaremos con el fiscal, y veremos qué pasa.


Sven-Erik empujaba la cama de Rebecka por los pasillos. Måns iba un paso más retrasado con el destartalado gotero.

– La periodista que retiró la denuncia por maltrato me ha estado persiguiendo -le dijo Måns a Rebecka.

El pasillo donde estaba la habitación de Sanna y de las niñas daba repelús de lo desierto que estaba. Eran las diez y media de la noche. Había una sala de estar un poco alejada, desde la cual se veía la luz azulada de un televisor, pero no se oía nada. Sven-Erik llamó a la puerta y se echó hacia atrás unos metros, junto a Måns.

Olof Strandgård fue quien abrió la puerta. Hizo un gesto de malestar con la cara cuando vio a Rebecka. Detrás de él se veía a Kristina y a Sanna. A las niñas no se las veía. Quizás estuvieran durmiendo.

– Está bien, papá -dijo Sanna saliendo por la puerta-. Quédate dentro con mamá y las niñas.

Cerró la puerta tras de sí y se puso al lado de Rebecka. A través de la puerta se oyó la voz de Olof Strandgård diciendo:

– Fue ella la que puso en peligro la vida de las niñas -dijo-. ¿Es que ahora se ha convertido en una heroína?

Luego se oyó la voz de Kristina Strandgård, pero no fueron palabras de disculpa, sólo un murmullo tranquilizador.

– Sí, y ¿qué? -se oyó decir a Olof-. Así que si tiro a alguien al hielo y luego lo saco, ¿le he salvado la vida?

Sanna le hizo una mueca a Rebecka.

– No te preocupes por él. Todos estamos muy afectados y cansados. Eso es lo que pasa.

– Sara -dijo Rebecka-. Y Lova.

– Están durmiendo y no las quiero despertar. Les diré que has venido a verlas.

«No me dejará verlas», pensó Rebecka mordiéndose los labios.

Sanna alargó la mano y le acarició la mejilla.

– No estoy enfadada contigo -dijo dulcemente-. Entiendo que hicieras lo que te pareció mejor para ellas.

La mano de Rebecka se cerró debajo de la manta. De golpe la sacó afuera agarrando la muñeca de Sanna como una marta coge a un ratón por la nuca.

– ¡Oye, tú…! -le dijo Rebecka con un grito contenido.

Sanna intentó deshacerse de la mano pero Rebecka la tenía bien cogida.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sanna-. ¿Qué he hecho yo?

Måns y Sven-Erik Stålnacke continuaban hablando un poco alejados, en el pasillo, pero parecía que habían perdido la concentración en su conversación. Estaban atentos a lo que ocurría entre Rebecka y Sanna.

Sanna se recogió en sí misma.

– ¿Qué he hecho? -dijo de nuevo gimiendo.

– No lo sé -respondió Rebecka cogiendo la muñeca de Sanna tan fuerte como podía-. Explica tú misma lo que has hecho. Curt te amaba, ¿no? A su desquiciada manera. ¿Quizá le contaste lo que sospechabas de Viktor? ¿Quizá jugaste con todo tu desamparo hasta que no supiste qué más hacer? ¿Quizá lloraste un poco y dijiste que deseabas que Viktor desapareciera de tu vida?

Sanna dio un respingo como si alguien le hubiera pegado. Por un momento algo oscuro y extraño apareció en sus ojos. Ira. Parecía como si deseara que le crecieran las uñas hasta convertirse en garras de hierro y poder hincarlas en Rebecka para destruirle las entrañas. Aquel momento pasó y su labio inferior empezó a temblar mientras le saltaban unos lagrimones por el rabillo de los ojos.

– Yo no lo sabía… -tartamudeó-. ¿Cómo iba a saber yo lo que Curt iba a hacer…? ¿Cómo puedes creer que…?

– Ni siquiera estoy segura de que fuera Viktor -dijo Rebecka-. Quizá era Olof. Desde el principio. Pero a ése no lo tocas. Y ahora les devuelves a las niñas. Pienso hacer una denuncia. Los servicios sociales tendrán que abrir una investigación.

Estaban sobre una fina capa de hielo. Una placa, un resto de algo que ya no existía. Ahora se rompía entre ellas. Cada una se iba hacia un lado sin poder hacer nada.

Rebecka volvió la cabeza y soltó a Sanna, casi le apartó la mano.

– Estoy cansada -dijo.

En un segundo Måns y Sven-Erik estaban al lado de la cama. Los dos saludaron a Sanna sin decir palabra. Måns sacudiendo la cabeza. Sven-Erik tenía un gesto de triunfo en los ojos. Los hombres se intercambiaron los trabajos. Måns empujaba la cama y Sven-Erik el gotero. Sin palabras se llevaron a Rebecka de allí.

Sanna Strandgård se quedó mirándolos hasta que desaparecieron por otro pasillo. Se apoyó en la puerta cerrada.

«En verano -pensó Sanna-. Entonces me llevaré a las niñas de vacaciones en bicicleta. Pediré prestado un remolque para llevar a Lova. Sara puede sola. Iremos a Tornedalen. Seguro que les gusta.»


Sven-Erik se despidió y se fue de allí. Måns presionó el botón del ascensor y la puerta se abrió, deslizándose hacia un lado a la vez que sonaba un cling. Maldijo cuando la cama chocó contra la pared del ascensor. A la vez que se estiraba para coger el gotero, puso una pierna delante del sensor para que la puerta no se cerrara. Toda aquella gimnasia le hizo perder el aliento. Le apetecía un whisky. Miró a Rebecka. Tenía los ojos cerrados. Quizá se había dormido.

– ¿Vas a permitir -le preguntó Måns con una sonrisa ladeada- que un viejo te lleve rodando de un lado para otro?

De un altavoz instalado en el techo se oyó una voz mecánica que decía: «Tercera planta», y la puerta del ascensor se abrió.

Rebecka mantuvo los ojos cerrados.

«Tú sigue empujando -pensó-. No puedo ser demasiado exigente. Me aprovecho de lo que hay.»

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