Anna-Maria Mella está de rodillas en la sala de partos. Se agarra a las patas de la cama de acero y sus puños palidecen. Aprieta la nariz contra la máscara de gas y respira. Robert le acaricia el pelo, empapado de sudor.
– Ahora -grita-. Ya sale.
El dolor de la contracción le llega como un alud de nieve que cae por la ladera de una montaña. Es cuestión de seguirlo. Presiona, aprieta y empuja.
Detrás de ella hay dos comadronas. Le chillan y la jalean como si fuera el caballo por el que han apostado en la carrera.
– ¡Venga, Anna-Maria! ¡Otra vez! ¡Qué bien lo haces!
Al salir la cabeza del niño todo le quema como si tuviera fuego dentro. Y ahora, cuando por fin la cabeza ya está fuera, el niño se desliza hacia el exterior como una resbaladiza trucha de río.
No tiene fuerzas para volverse. Pero oye el grito exigente y colérico de la criatura.
Robert le coge la cabeza con las dos manos y la besa en la cara. Está llorando.
– ¡Bien hecho! -ríe entre lágrimas-. Es un niño.