MARTES, 18 DE FEBRERO

Poco antes de las seis, Chapi despertó a Rebecka apretando el hocico contra su cara.

– Hola, pequeñita -susurró Rebecka-. ¿Qué quieres? ¿Tienes ganas de salir a hacer pis?

Buscó la lámpara de noche y la encendió. La perra corrió hacia la puerta de salida, gimoteó un poco y volvió hacia Rebecka, apretando de nuevo el hocico contra su cara.

– Ya voy, ya voy.

Se sentó en el borde de la cama y se envolvió en el edredón. En la cocina hacía frío.

«Todo lo de aquí dentro me recuerda a mi abuela -pensó-. Es como si acabara de dormir con ella en el sofá de la cocina y me pudiera quedar calentita en la cama mientras ella enciende el fuego y hace café.»

Podía ver a Theresia Martinsson sentada junto a la mesa de alas abatibles, enrollando el cigarrillo de la mañana. La abuela usaba papel de periódico en lugar de papel de fumar, que era caro. De una página del ejemplar del día anterior del Norrbottenskuriren cortaba el margen con mucho cuidado. Era ancho y no tenía letras, muy adecuado para su propósito. Ponía un pellizco de tabaco y enrollaba un delgado cigarrillo entre los pulgares y los índices. Llevaba el pelo plateado muy recogido bajo un pañuelo e iba vestida con una bata de tela sintética a cuadros azules y negros. Las vacas la llamaban desde el establo. «Hola, pikku-piika -solía responderles con una sonrisa-. ¿Ya estáis despiertas?»

Pikku-piika, en su idioma, significaba pequeña criada.

Chapi ladró impaciente.

– Vale, vale. Ya voy -respondió Rebecka-. Sólo voy a encender el fuego.

Con los calcetines de lana con los que había dormido y envuelta en el edredón fue hasta la vieja cocina y abrió la trampilla. Chapi se sentó junto a la puerta a esperar. De vez en cuando gemía ligeramente para que no se olvidaran de ella.

Rebecka cogió un cuchillo típico de la zona de Mora y con mano hábil cortó unas astillas de un leño que estaba al lado de la cocina. Puso dos troncos encima de unas cortezas de abedul y de las astillas, y encendió el fuego, que prendió con rapidez. Metió un poco de leña de abedul, que duraría más que la de pino, y cerró la portezuela.

«Debería dedicar más tiempo a pensar en mi abuela -se dijo-. ¿Quién ha decidido que es mejor concentrarse en el presente? Tengo muchos rincones en la memoria donde vive mi abuela, pero no paso ningún tiempo con ella allí. ¿Y qué puede ofrecerme el presente?»

Chapi volvió a ladrar haciendo una pirueta delante de la puerta. Rebecka se puso la ropa. Estaba helada y eso hacía que sus movimientos fueran precipitados y torpes. Metió los pies en un par de botas de invierno que había en el recibidor.

– Tendrás que darte prisa -le dijo a Chapi.

Al salir encendió la luz de fuera y la del establo.

Hacía menos frío. El termómetro indicaba quince grados bajo cero y el cielo estaba pegado al suelo, no dejaba pasar la luz de los cuerpos celestes. Chapi se agachó un poco alejada y Rebecka miró a su alrededor. La finca estaba limpia de nieve hasta la puerta del establo. También la habían quitado de alrededor de la casa y la habían puesto contra las paredes para aislarla del frío.

«¿Quién la habrá quitado? -pensó Rebecka-. ¿Puede ser Sivving Fjällborg? ¿Es que sigue quitando la nieve de la finca a la abuela aunque ella ya no esté? Debe de tener unos setenta años.»

Intentó mirar a través de la oscuridad, hacia la casa de Sivving, al otro lado del camino. Cuando se hiciera más claro iría a ver si todavía ponía «Fjällborg» en el buzón.

Fue andando por el camino que iba al establo. La luz de fuera brillaba sobre las rosas que formaba el hielo en los cristales de las ventanas. Al otro lado estaba el invernadero de la abuela. Había varios cristales rotos que, con mirada tuerta, observaban a Rebecka como quejándose.

«Deberías estar aquí -le dijeron-. Deberías cuidar de la casa y del jardín. Mira, se ha caído la masilla. Imagina cómo estarán las tejas de la casa debajo de la nieve. Se han roto y han saltado. La abuela tenía mucho cuidado. Era muy trabajadora.»

Como si Chapi hubiera leído sus tristes pensamientos, fue hacia Rebecka corriendo a través de la oscuridad y la saludó con un afectuoso ladrido.

– Shhhh. Vas a despertar a todo el pueblo -dijo Rebecka.

De inmediato se oyeron a lo lejos y como respuesta unos ladridos. La perra se quedó escuchando atentamente.

– Ni se te ocurra -le advirtió Rebecka.

«Quizá debería haber cogido la correa.»

Chapi le echó una alegre mirada y decidió que Rebecka servía como compañera de juegos. Metió el hocico en la blanda nieve, lo sacó y luego sacudió la cabeza. Después invitó a Rebecka a jugar, primero dejando caer las patas anteriores en el suelo y luego agachando la parte delantera del cuerpo.

«Venga, vamos», decían sus brillantes ojos negros.

– Ahora verás -gritó alegre Rebecka, yendo hacia la perra.

Se resbaló inmediatamente. Chapi fue corriendo hacia ella, le saltó por encima como un perro de circo, dio la vuelta sobre sí misma y medio segundo más tarde estaba con su lengua rosada colgando de la sonriente boca, animando a Rebecka a que se levantara y a que lo intentara de nuevo. Rebecka se echó a reír y volvió a lanzarse hacia la perra. Chapi voló por encima del montón de nieve y Rebecka trepó detrás. Se hundieron en la capa de un metro de nieve virgen que había allí.

– Me rindo -jadeó Rebecka al cabo de diez minutos.

Se sentó. Le ardían las mejillas y estaba cubierta de nieve.

Cuando regresaron vieron que Sanna se había levantado y estaba haciendo café. Rebecka se desnudó. La ropa de abrigo enseguida se mojaba con la nieve casi deshecha y la más cercana al cuerpo estaba empapada de sudor. En el cajón de una cómoda encontró una camiseta, un polar de la marca Helly-Hansen y un par de calzoncillos largos de su tío Affe.

– ¡Qué guapa! -comentó Sanna riéndose-. Es divertido ver que enseguida te pones a la moda de aquí.

– Unos pantalones auténticos del norte no le sientan mal a nadie -respondió Rebecka moviendo el trasero en los abolsados calzoncillos.

– Dios mío, qué delgada estás -exclamó Sanna.

Rebecka metió de inmediato el trasero y se sirvió el café, dándole la espalda.

– Es que parece que estés deshidratada -continuó Sanna-. Deberías comer y beber mejor.

Su voz era dulce y preocupada.

– Sí, sí -suspiró al ver que Rebecka seguía callada-. Una tiene suerte de que a la mayor parte de los chicos les guste un poco de culo y de pechera. Aunque naturalmente a mí me parece bonito ser así de plana.

«Qué suerte tengo -pensó Rebecka, sarcástica-. Que por lo menos a ti te parezca guapa.»

Su silencio hizo que Sanna se sintiera insegura en su cháchara.

– Cómo soy -dijo-. Parezco una madraza. Dentro de poco te preguntaré qué vitaminas estás tomando.

– ¿Te importa que ponga las noticias? -le dijo Rebecka.

Sin esperar respuesta fue hacia el televisor y lo encendió. La imagen era borrosa. Probablemente había nieve sobre la antena.

A una corta noticia sobre una malversación de fondos de la Unión Europea, le siguió la del asesinato de Viktor Strandgård. La voz del periodista explicó cómo iba el trabajo de búsqueda del asesino y luego continuó con la habitual investigación; añadió que la policía aún no tenía a ningún sospechoso del asesinato. Las imágenes se sucedían unas a otras. Policías con perros registrando la zona alrededor de la Iglesia de Cristal, en busca del arma homicida; el fiscal jefe en funciones, Carl von Post, explicando que se estaba llamando a las puertas, interrogando a los miembros de la congregación y a los que habían asistido a los servicios religiosos. Después se vio en la imagen el Audi rojo que había alquilado Rebecka.

– Oh, no -exclamó Sanna, poniendo bruscamente la taza de café sobre la mesa.

«Esta noche también la hermana de Viktor Strandgård, que encontró el cuerpo en el lugar donde fue asesinado, entró en la comisaría de forma algo dramática para hacer una declaración.»

Todo el incidente fue grabado, pero en la versión de las noticias de la mañana prácticamente habían quitado el sonido, menos la palabra apagada de Rebecka: «Apártate.» También dijeron que la reportera había denunciado a la abogada por maltrato, antes de que el periodista del estudio dijera unas palabras sobre el pronóstico del tiempo que ofrecerían después de la pausa.

– Pero no se ha visto lo pesada que se puso la reportera -dijo Sanna, sorprendida.

Rebecka sintió que el estómago le quemaba.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sanna.

«¿Qué le digo? -pensó Rebecka hundiéndose en la silla junto a la mesa de la cocina-. Que tengo miedo de perder el trabajo. Que me van a hacer el vacío hasta que me despida yo misma. Si ella acaba de perder a su hermano. Le debería preguntar de nuevo por Viktor. Preguntarle si quiere hablar de ello. Lo único que quiero es no involucrarme en su vida y volver a cargar con sus sufrimientos. Quiero irme a casa. Quiero sentarme delante del ordenador y escribir informes sobre impuestos especiales, sobre el beneficio conseguido rebajando los gastos de las pensiones.»

– En realidad, ¿qué crees que pasó, Sanna? -le preguntó-. Quiero decir, con Viktor. Me dijiste que estaba completamente mutilado. ¿Quién pudo haber hecho una cosa así?

Sanna se revolvió en la silla, incómoda.

– No sé. Ya se lo dije a la policía. De verdad que no lo sé.

– ¿No tuviste miedo cuando lo encontraste?

– No lo pensé.

– ¿En qué pensaste?

– No sé -respondió Sanna, poniéndose las manos sobre la coronilla como para protegerse a sí misma-. Creo que grité, pero tampoco estoy segura.

– Le dijiste a la policía que Viktor te despertó, que por eso fuiste hasta allí.

Sanna levantó la mirada para observar directamente a Rebecka.

– ¿De verdad te parece que sea una cosa rara? ¿Has empezado a creer que todo ha acabado sólo porque las funciones corporales se detengan? Estaba al lado de mi cama, Rebecka. Parecía tremendamente triste y vi que no era sólo físicamente. Supe que algo había ocurrido.

«No, no me parece que sea tan raro -pensó Rebecka-. Siempre ha visto más que los demás. Un cuarto de hora antes de que llegara una visita inesperada, Sanna solía preparar el café. "Ya viene Viktor", decía.»

– Pero de todas formas… -continuó Rebecka.

– Por favor -rogó Sanna-. De verdad que no quiero hablar de eso. No me atrevo. Aún no. Tengo que reponerme. Por las niñas. Gracias por haber venido. Y eso que tienes una carrera profesional. Quizás creas que hemos perdido el contacto, pero yo pienso en ti muy a menudo. Me da fuerza saber que estás, allí donde estés.

Ahora fue Rebecka la que se revolvió en la silla.

«Vale ya -pensó-. Antes significaba mucho saber lo que opinaba de mí. Que dijera que yo era importante en su vida. Pero ahora es como si estuviera tejiendo una tela de araña alrededor de mi cuerpo.»

Chapi fue la primera en reconocer el ruido de la moto e interrumpió con un ladrido. Levantó las orejas y dirigió la mirada hacia la ventana.

– ¿Esperas a alguien? -preguntó Rebecka.

No estaba segura de dónde procedía el ruido, pero le pareció que sonaba como si alguien hubiera parado la moto y la dejara con el motor en marcha, un poco alejada de la casa. Sanna inclinó la frente contra el cristal de la ventana y ahuecó las manos a los lados de los ojos para poder ver algo más que su propia cara reflejada.

– Oh, no -exclamó con una sonrisa molesta-. Es Curt Bäckström. Fue el que nos trajo hasta aquí. Creo que le gusto un poco y es bastante guapo. Se parece a Elvis, de alguna manera. Quizá te podría interesar, Rebecka.

– Vale ya -respondió Rebecka, tensa.

– ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?

– Desde que te conozco has hecho siempre lo mismo. Te pasas la vida atrayendo a los chiflados y después opinas que pueden ser para mí. Gracias, pero no.

– Perdona -respondió Sanna, ofendida-. Siento que la gente que yo conozco y con la que salgo no tenga la clase o el nivel adecuado para ti. Y ¿cómo le puedes llamar chiflado si no lo conoces?

Rebecka fue hasta la ventana para poder ver el patio.

– Ahí está con su moto, casi en mitad de la noche, guardando la casa donde vives, sin subir -dijo-. I rest my case.

– Pues no es culpa mía si le gusto a ciertos hombres -continuó Sanna-. ¿O quizá crees, como Thomas, que soy una puta?

– No, sólo quiero que hagas el puto favor de no comentar mi aspecto ni me ofrezcas a tus admiradores.

Rebecka cogió de mal talante su maleta y se metió en el baño. Cerró la puerta con un golpe de manera que el pequeño cartelito con el texto «Aquí es» se quedó balanceándose.

– Dile que suba -gritó desde dentro-. No se puede quedar ahí fuera como un perro abandonado con el frío que hace.

«Dios mío -pensó mientras cerraba la puerta-. Los chiflados admiradores de Sanna y el libertino estilo de vestirse que tiene. Ya no son problema mío. Pero eso hacía que Thomas Söderberg se indignara. Y entonces, cuando Sanna y yo compartíamos piso, de alguna extraña manera era mi responsabilidad.»


– Me gustaría que hablaras con Sanna sobre su forma de vestir -le dice Thomas Söderberg a Rebecka.

Está insatisfecho con ella. Lo nota en cada poro de su cuerpo y es como si la presionaran contra el suelo. Cuando él sonríe, el cielo se abre y puede sentir el amor de Dios a pesar de que no pueda oír su voz. Pero cuando a Thomas se le pone esa expresión de decepción en los ojos es como si todo se apagara para ella. Se queda como una habitación vacía.

– Ya lo he intentado -se defiende-. Le he dicho que debe pensar en cómo se viste. Que no se ponga esos jerséis tan escotados. Que utilice sujetador y que lleve faldas más largas. Y lo entiende pero…, bueno, es como si por la mañana no se diera cuenta de lo que se pone. Y yo no estoy allí para vigilarla cuando se viste. Así que es como si se olvidara de todo. Después se encuentra una con ella en la ciudad y parece…

Duda y rechaza la palabra «puta». A Thomas no le gustaría que pronunciara esa palabra.

– … y parece no sé qué -continúa-. Si se le pregunta qué es lo que se ha puesto, se mira a sí misma sorprendida. No lo hace a propósito.

– No me importa si lo hace a propósito -responde Thomas Söderberg duramente-. Mientras no se vista de forma decente no puedo dejar que tenga un papel importante en nuestra congregación. ¿Cómo voy a dejarla testimoniar, cantar en el coro o dirigir la oración cuando sé que el noventa por ciento de los hombres que están escuchando, van a estar mirándole los pezones que le sobresalen por debajo del jersey y que en lo único que estarán pensando es en meterle la mano entre las piernas?

Se queda callado, mirando a través de la ventana. Están sentados en la sala de oraciones, detrás de la nave de la iglesia de la Misión. La luz nítida del sol de finales de invierno entra a través de las ventanas, altas y estrechas. La iglesia está en un bloque de viviendas proyectada por el arquitecto Ralph Erskine. Los que viven en Kiruna la llaman La Tabaquera, porque el hormigón es de color marrón. Y a la iglesia, para ser consecuentes, la llaman La Hebra del Señor. A Rebecka le parece que la nave antes era más bonita. Más sobria y espartana. Como un claustro con paredes y suelo de hormigón, y duros bancos de madera. Pero Thomas Söderberg hizo quitar el púlpito, que estaba fijo, y lo sustituyó por uno de madera que se podía trasladar. También hizo poner suelo de madera en la parte delantera. Para que no fuera tan deprimente. Ahora la nave de la iglesia se parece a cualquier otra iglesia libre.

Thomas mira hacia el techo, donde hay una gran mancha de humedad. Siempre sale a finales del invierno, cuando la nieve se deshace en el tejado.

Es su forma de quedarse callado y no querer encontrarse con la mirada de ella lo que hace que Rebecka lo entienda. Thomas Söderberg está enojado con Sanna porque también lo tienta a él. Él es uno de los hombres que quiere meterle la mano en las bragas y…

La ira le sale como una rosa ardiente en su pecho.

«Maldita Sanna -dice para sí misma-. Serás puta.»

Sabe que no es fácil ser pastor. Thomas se ve tentado de todas las maneras posibles. Qué más quisiera el enemigo que pecara. Y él tiene una debilidad en cuanto al sexo. Lo ha explicado abiertamente a los jóvenes del grupo de estudios de la Biblia.

Recuerda cuando les contó a ellos la visita que recibió de dos ángeles. Sin poder hacer nada, él se sintió atraído por uno de ellos. Y ella lo sabía.

«Es lo peor que podía pasar -había dicho el ángel-. Sería todo lo contrario. Tendría tanta oscuridad como luz tengo ahora.»


Sanna llamó con cuidado a la puerta del baño.

– Rebecka -dijo-. Voy abajo a pedirle a Curt que suba. Supongo que saldrás de ahí. No quisiera quedarme a solas con él, y las niñas están durmiendo…


Cuando Rebecka salió del baño, Curt Bäckström estaba sentado junto a la mesa. Para beber, sujetaba la taza de café con las dos manos. Con cuidado, la levantaba de la mesa a la vez que agachaba la cabeza para no tener que alzar la taza demasiado. Llevaba puestas las botas y sólo se había quitado la parte superior del mono de invierno, que le colgaba hacia atrás, desde la cintura. Miró a Rebecka de reojo y la saludó sin buscar su mirada.

«¿Dónde cojones está el parecido con Elvis? -se preguntó Rebecka-. ¿Dos ojos y la nariz en medio de la cara? Sí, el pelo. Y la expresión triste.»

Curt tenía el pelo oscuro y ondulado. Se calaba tanto el grueso gorro de piel que se le pegaba a la frente. Los rabillos de los ojos le colgaban un poco hacia abajo.

– ¡Jo! -exclamó Sanna observando a Rebecka de arriba abajo-. Qué guapa estás. Es que es raro, porque sólo son unos vaqueros y un jersey, y parece que te hayas puesto lo primero que has encontrado en el armario. De todas formas te das cuenta enseguida de que es ropa de lo más cara. Perdona -dijo seguidamente poniéndose la mano sobre una sonrisa avergonzada-. Me acabas de decir que no comentara tu aspecto.

– Sí, como te he dicho, sólo quería saber cómo estabas -le dijo Curt a Sanna.

Apartó la taza un poco para indicar que se iba a ir.

– Estoy bien -respondió Sanna-. Bueno, relativamente. Pero Rebecka ha sido una ayuda tremenda. Si no hubiera venido y me hubiera acompañado a la comisaría, no sé cómo lo habría superado.

Su mano voló para rozar el brazo de Rebecka.

Rebecka notó cómo se ponían rígidos los músculos bajo la piel alrededor de la boca de Curt. Éste echó la silla hacia atrás para levantarse.

«Muy bien, Sanna -pensó Rebecka-. Dile lo bien vestida que voy. La gran ayuda que he sido. Y tócame para que se dé cuenta de lo mucho que nos queremos. De esa manera te distancias de él y él se enoja sólo conmigo. Como si fuera el peón que ponen delante de la reina en peligro en el tablero de ajedrez. Pero yo no soy tu jodida carabina. El peón se despide.»

Rápidamente puso la mano sobre la espalda de Curt.

– Por favor, quédate -dijo-. Hazle compañía a Sanna. Puede sacar pan y algo para picar y así almorzáis un poco. Yo tengo que ir al coche a buscar el teléfono y el ordenador. Me quedaré en el piso de abajo para llamar y mandar unos cuantos correos.

Sanna la siguió con una mirada difícil de descifrar cuando ella salió hacia el recibidor para ponerse las botas. Estaban mojadas pero sólo iba a ir hasta el coche y volver. Oyó que Sanna y Curt conversaban en voz baja junto a la mesa de la cocina.

– Pareces cansado -dijo Sanna.

– He estado despierto toda la noche, rezando en la iglesia -respondió Curt-. Hemos puesto en marcha una cadena de oración, de manera que siempre hay alguien rezando. Deberías ir. Apúntate para media hora sólo. Thomas Söderberg ha preguntado por ti.

– Pero ¿no le dirías dónde estoy?

– No, claro que no. Pero, de verdad, no deberías apartarte ahora de la congregación sino acudir a ella. Y deberías irte a tu casa.

Sanna suspiró.

– En estos momentos no sé en quién confiar. Así que no le digas a nadie dónde estoy.

– No lo haré. Y si hay alguien en quien puedas confiar, Sanna, ése soy yo.

Rebecka se puso en el vano de la puerta justo cuando las manos de Curt, por encima de la mesa, buscaban las de Sanna.

– Mis llaves -dijo Rebecka-. No encuentro ni las llaves del coche ni las de la casa. Tengo que haberlas perdido en la nieve cuando jugaba con Chapi.


Rebecka, Sanna y Curt buscaban las llaves en la nieve con linternas. Aún era noche cerrada y con la ayuda de los haces de luz, miraron por todas partes, tras las huellas que había en la espesa capa.

– Es imposible -suspiró Sanna quitando nieve de allí por donde pasaba-. Si la nieve no está apelmazada, las llaves pueden hundirse muchísimo.

Chapi se puso al lado de Sanna buscando como una posesa. Encontró una ramita y se fue como un cohete.

– Y en ésa tampoco se puede confiar -dijo Sanna mientras seguía con la mirada a Chapi, que desapareció en la oscuridad al cabo de unos pocos metros-. Las puede haber cogido y dejado caer si se ha encontrado con algo más interesante.

– Lo mejor será que tú y Curt os vayáis adentro con la perra -dijo Rebecka intentando esconder su irritación-. Igual se despiertan las niñas y dentro de poco no sabré cuáles son mis huellas y cuáles son las vuestras.

Sentía los pies helados y húmedos.

– No, yo no quiero entrar -se quejó Sanna-. Te quiero ayudar a buscar las llaves. Las encontraremos. Tienen que estar en alguna parte.

Curt era el único que parecía estar de buen humor. Era como si la oscuridad lo protegiera de su timidez. Además, el movimiento y el aire fresco hicieron que se despejara.

– ¡Esta noche ha sido increíble! -le dijo a Sanna de buen humor-. Dios me estuvo recordando su poder todo el tiempo. Me llenó por completo. Deberías ir a la iglesia, Sanna. Cuando estaba rezando, sentí cómo me invadía su fuerza. Hablaba sin parar. Como una máquina. Y dancé espiritualmente. A veces me sentaba y dejaba que la Biblia se abriera donde Dios quería que leyera. Y siempre había promesas de futuro. Una y otra vez. No hacía más que animarme con promesas.

– Podrías pedirle que encontráramos las llaves -murmuró Rebecka.

– Fue como si me grabara con láser en los ojos una parte de las palabras de la Biblia -continuó Curt-. Para que yo las divulgara. Isaías 43:19: «Mirad, voy a hacer algo nuevo: ya aparece, ¿no lo notáis? Sí, en el desierto trazaré un camino, senderos en la estepa.»

– Puedes pedírselo tú misma, a ver si encuentras las llaves -le respondió Sanna a Rebecka.

Rebecka se echó a reír de forma sarcástica.

– O Isaías 48:6 -salmodió Curt-: «Oíste el contenido de esta visión ¿y acaso no lo contarás? Pues desde ahora te cuento novedades, secretos que no conocías.»

Sanna se levantó y alumbró con la linterna directamente los ojos de Rebecka.

– ¿Has oído lo que te he dicho? -le preguntó, seria-. ¿Por qué no le pides tú lo de las llaves?

Rebecka levantó la mano para protegerse de la deslumbrante luz.

– ¡Vale ya! -dijo.

– Y creo que Dios me ha enseñado todos los lugares del Nuevo Testamento que dicen que no se puede echar vino nuevo en odres viejos -le dijo Curt a Chapi, que estaba a sus pies y parecía ser la única que lo escuchaba-. Porque en ese caso, explotan. Y todos los lugares donde se dice que no se puede poner un trozo de tela nueva en una ropa vieja porque entonces la tela nueva rompe la vieja y se hace una rasgadura mayor.

– Si quieres que recemos para que encuentres las llaves, lo hacemos -dijo Sanna sin quitar el haz de luz de la cara de Rebecka-. Pero no estés ahí como si Dios fuera a escuchar más mis plegarias o las de Curt que las tuyas. No pisotees la sangre de Jesús bajo tus pies.

– ¡Vale ya! -bufó Rebecka, dirigiendo su linterna encendida hacia la cara de Sanna.

Curt se quedó callado mientras las observaba.

– Curt -dijo Rebecka mirando directamente a la luz deslumbrante de la linterna de Sanna-. ¿Crees que Dios escucha igual las plegarias de todas las personas?

– Claro que sí. Nunca tiene problemas de oído, pero puede haber impedimentos para que su voluntad se cumpla e impedimentos para que responda a las plegarias.

– Si, por ejemplo, no se cumple su voluntad. En ese caso Dios no puede influir en tu vida de la misma manera, ¿no?

– Exacto.

– Entonces sería otra doctrina -exclamó Sanna, confusa-. En esa doctrina, ¿dónde está la misericordia? Y el mismo Dios, ¿qué crees que opina de esa doctrina de «oraciones-y-lectura-de-la-Biblia-una-hora-al-día-para-conseguir-la-fe»? Yo rezo y leo la Biblia cuando lo echo de menos. Yo misma quisiera ser amada así. ¿Por qué tiene Dios que ser diferente? Y eso de vivir según su voluntad. Ése debería ser uno de los fines de la vida, no un medio para hacerse con el premio si rezas.

Curt no respondió.

– Perdona, Sanna -dijo Rebecka, bajando la linterna-. No quiero pelearme contigo por la fe cristiana. Contigo no.

– Porque sabes que te gano -dijo Sanna con una sonrisa mientras bajaba también su linterna.

Se quedaron todos callados un momento mirando los haces de luz sobre la nieve.

– Esto de las llaves me está volviendo loca -exclamó Rebecka después-. Perra idiota. Todo es culpa tuya.

Chapi ladró a modo de asentimiento.

– No le hagas caso -dijo Sanna, abrazando a Chapi-. No eres idiota. Eres la perra más bonita y más maravillosa que hay. Y te quiero hasta el infinito. -Volvió a abrazar a Chapi, que le devolvió las muestras de cariño intentando lamerle la comisura de los labios.

Curt las observaba celoso.

– ¿Verdad que es un coche de alquiler? -preguntó-. Puedo ir hasta la ciudad a buscar una llave de reserva.

Le hablaba a Sanna pero parecía que ésta no lo oía. Estaba completamente absorta en Chapi.

– Te lo agradecería enormemente -le dijo Rebecka a Curt.

«Como si te preocupara si te lo agradezco o no -pensó observando los hombros caídos de Sanna y esperando mientras permanecía detrás de ella a que le prestara atención-. Sivving Fjällborg tiene una llave de la casa. Por lo menos la tenía antes. Iré a verlo.»


A las siete y cuarto Rebecka entró en la casa de Sivving Fjällborg sin llamar a la puerta, como tenían por costumbre ella y su abuela. A través de las ventanas sólo se veía oscuridad, así que seguramente él estaría durmiendo. Encendió la luz del pequeño recibidor. Sobre el suelo de linóleo marrón había una alfombra de trapo en la que se secó las botas. Las llevaba llenas de nieve, y no podía tener los pies más mojados. Una escalera subía hasta el piso de arriba y al lado había una puerta de color verde oscuro que bajaba al sótano, donde estaba la caldera. La puerta que daba a la cocina estaba cerrada. Todo estaba a oscuras pero llamó a ver si había alguien en el piso de arriba.

– ¡Hola!

De inmediato se oyó un ladrido sordo desde el sótano seguido de la fuerte voz de Sivving.

– Bella, ¡cállate! ¡Siéntate! ¡Espera!

Se oyeron unos pasos por la escalera, se abrió la puerta del sótano y apareció Sivving. Tenía el pelo completamente cano y quizá tuviera un poco menos que antes en la parte de arriba, pero por lo demás estaba igual. Las cejas muy separadas de los ojos, como si siempre estuviera dispuesto a descubrir algo inesperado o a oír una buena noticia. Apenas se podía abrochar la camisa de franela a cuadros blancos y azules por la enorme barriga, e iba bien abrigado con unos pantalones militares. La correa de piel marrón que le aguantaba los pantalones brillaba de tan vieja.

– ¡Pero si es Rebecka! -exclamó con una gran sonrisa-. ¡Bella, ven! -gritó volviendo la cara. En dos segundos apareció una hembra de braco alemán subiendo las escaleras a toda velocidad.

– Hola -exclamó Rebecka, saludando a la perra-. ¿Eres tú la que tiene ese vozarrón?

– Sí, ladra como un macho hecho y derecho -dijo Sivving-. Como mantiene a raya a los vendedores de rifas, no me quejo. ¡Entra!

Abrió la puerta que daba a la cocina y encendió la luz. Estaba limpio, rayando en la obsesión, y no olía a cerrado.

– Siéntate -dijo haciendo un gesto hacia el banco de madera.

Rebecka le explicó lo que pasaba y, mientras Sivving iba a buscar la llave, se dio una vuelta por la casa. La recién lavada alfombra de trapo, verde a rayas, quedaba perfectamente sobre el suelo de madera. En la mesa no había hule ninguno, sino un mantel blanco muy bien planchado, adornado con un pequeño florero de cobre martillado, con flores secas, ranúnculos y siemprevivas. Las ventanas daban a tres vientos y a través de ellas, a su espalda, se podía ver la casa de su abuela. Si era de día, claro. Ahora sólo veía reflejada la imagen de la lámpara de madera que colgaba del techo.

Cuando Sivving le dio la llave, éste se sentó al otro lado de la mesa. A pesar de que era su propia cocina no parecía estar a gusto. Estaba sentado casi en el canto de la silla barnizada de rojo. Bella tampoco parecía estar demasiado tranquila, iba de un lado a otro como alma en pena.

– ¡Cuánto tiempo! -dijo Sivving sonriendo y observando a Rebecka de arriba abajo-. Estaba a punto de hacer café, ¿quieres?

– Sí, gracias -respondió Rebecka a la vez que preparaba mentalmente un programa de horarios.

«En hacer la maleta no tardaría más de cinco minutos. Recoger y limpiar una media hora. Me daría tiempo de coger el avión de las diez y media, si es que Curt vuelve con la llave.»

– Ven -dijo Sivving levantándose.

Salió de la cocina y bajó la escalera que llevaba al sótano con Bella pegada a los talones. Rebecka bajó detrás.

En el cuarto de la caldera había un ambiente de lo más acogedor. Contra una de las paredes había una cama hecha. Bella se tumbó de inmediato en su sitio, al lado de la cama. El recipiente para agua brillaba de lo limpio que estaba. Había una cómoda debajo del calentador de agua y, sobre una mesa abatible, una placa eléctrica.

– Puedes coger el banco de ahí -dijo Sivving señalando el asiento.

Cogió una pequeña cafetera de campaña y dos tazas de un estante que había en la pared. El aroma del tarro del café se mezcló con el olor a perro, sótano y jabón. En una cuerda estaban tendidos unos calzoncillos, dos camisas de franela y una camiseta con el texto «Kiruna Truck».

– Tienes que perdonarme -dijo Sivving mirando los calzoncillos-, pero es que no sabía que iba a tener una visita tan importante.

– No lo entiendo -confesó Rebecka, confundida-. ¿Duermes aquí abajo?

– Bueno -se excusó Sivving, pasándose la mano por la barba incipiente y luego se concentró en contar las cucharadas de café que ponía en la cafetera-. Maj-Lis murió hace dos años.

Rebecka murmuró unas condolencias como respuesta.

– Cáncer de estómago. La abrieron pero no pudieron hacer nada más que volver a cerrar. De todas maneras, la casa era demasiado grande para mí. Dios mío, los críos se habían ido hacía tiempo y, cuando murió Maj-Lis, pues… Bueno, primero dejé de utilizar el piso de arriba. Era suficiente con la cocina y la pequeña habitación de la planta baja. Después Bella y yo descubrimos que sólo usábamos la cocina, así que trasladé el televisor y empecé a dormir en el banco que hay allí, o sea, que ni usaba la habitación pequeña.

– Y al final pasaste a vivir aquí abajo.

– Sí, así hay que limpiar menos. Aquí abajo hay lavadora y ducha, y compré esa nevera pequeña. Es suficiente para mí.

Señaló una nevera que estaba en la esquina. Encima había un escurreplatos.

– Pero ¿qué dicen Lena y…? -Rebecka no recordaba el nombre del hijo de Sivving.

– … Mats. ¡Huy, que sale el café! Bueno, Lena se pelea conmigo, arma jaleo y cree que su padre se ha vuelto loco. Cuando viene a verme con los críos, están por toda la casa. Y, de alguna manera, es bueno, porque si no, igual se podría vender. Se ha ido a vivir a Gällivare y tiene tres niños, pero ya se están haciendo mayores, así que hacen su vida. Aunque les gusta la pesca, de manera que en primavera vienen bastante a echar la caña. ¿Leche y azúcar?

– Solo.

– Mats está separado pero tiene dos críos. Robin y Julia. También suelen venir en vacaciones. Y tú, Rebecka, ¿qué? ¿Marido y niños?

Rebecka dio un sorbo al café caliente. Le sentó bien para sus fríos pies.

– No, nada.

– Bueno, me imagino que no se atreven a acercarse.

– ¿Por qué? -preguntó Rebecka riéndose.

– Tu talante, niña -respondió Sivving mientras se levantaba para ir al congelador a buscar una bolsa de bollos de canela-. Porque siempre has tenido poca correa. Toma, coge un bollo. Dios mío, recuerdo aquella vez que hiciste fuego en la cuneta. No levantabas dos palmos del suelo y estabas como un agente de policía con la mano alzada cuando llegamos corriendo, tu abuela y yo. «Stop. No se puede pasar», rugiste con voz de adulta y, caramba, cómo te enfadaste cuando lo apagamos. Tenías pensado asar pescado en aquel fuego.

Sivving se echó a reír con aquellos recuerdos hasta que tuvo que secarse las lágrimas. Desde donde estaba tumbada Bella levantó la cabeza y ladró de alegría.

– O aquella vez, cuando le tiraste una piedra a la cabeza a Erik porque no te dejaban que fueras en la balsa de los chicos. -Sivving continuó riendo tan fuerte que la barriga le brincaba.

– Todo prescrito -dijo Rebecka sonriendo y dándole a Bella un trozo de su bollo-. ¿Eres tú quien ha quitado la nieve del patio?

– Es cómodo para Inga-Lili y Affe poder hacer otras cosas cuando vienen. Y yo necesito hacer ejercicio -comentó dándose unas palmadas en el vientre.

– ¡Hola!

Se oyó la voz de Sanna en la escalera. Bella salió ladrando.

– Estamos aquí abajo -gritó Rebecka.

– Hola -dijo Sanna mientras bajaba-. No pasa nada, me gustan los perros.

Lo último iba dirigido a Sivving, que tenía cogida a Bella por el collar. Se agachó y dejó que la perra se familiarizara con la nueva cara. Sivving parecía serio.

– Sanna Strandgård -dijo-. Me he enterado de lo de tu hermano. Ha sido horrible. Lo siento.

– Gracias -contestó Sanna abrazando a la perra, que estaba encantada-. Rebecka, ha llamado Curt. Viene de camino con la llave.

Sivving se levantó.

– ¿Café? -preguntó.

Sanna asintió con la cabeza y cogió la taza que le ofrecían, de loza, con un ribete de flores marrones y amarillas. Sivving la animó a que mojara un bollo en el café.

– Qué bollos tan buenos -exclamó Rebecka-. ¿Quién los ha hecho? ¿Has sido tú?

Sivving, vergonzoso, dio un pequeño gruñido como respuesta y aclaró:

– No, los ha hecho Mary Kuoppa. No soporta saber que hay un congelador que no esté hasta arriba de bollos para el café.

Rebecka sonrió por su forma de pronunciar «Mary». Lo decía de tal forma que rimaba con Harry.

– Se llama «Maarry», la pobre -dijo Sanna echándose a reír.

– Sí, es verdad, eso es lo que decía el maestro -dijo Sivving sacudiendo unas migas del mantel, que Bella, inmediatamente, lamió-. Pero Mary se limitaba a mirar por la ventana como si no entendiera que le estaba hablando a ella cuando él decía «Maarry».

Esta última palabra la dijo como si balara una oveja. Rebecka y Sanna se echaron a reír mirándose como dos niñas. Parecía que de pronto las asperezas que había habido entre ellas se hubieran desvanecido.

«De todas formas le tengo cariño», pensó Rebecka.

– ¿No había alguien en el pueblo que se llamaba Slark? -preguntó-. Que se lo pusieron porque el ídolo de sus padres era Slark Gabble.

– No, aquí no -se rió Sivving-. Tiene que haber sido en otro lugar. En este pueblo nunca ha habido nadie que se llamara Slark. Sin embargo, tu abuela, en su juventud, conoció a una chica que le daba mucha pena. Nació muy débil y, dado que creían que no sobreviviría, dejaron que el maestro de la escuela la bautizara con toda urgencia. El maestro se llamaba Fredrik no sé qué. De cualquier forma, la chiquilla sobrevivió y, claro, la fueron a bautizar de verdad. El maestro sólo sabía sueco, naturalmente, y los padres sólo hablaban finlandés de Tornedal. Así que el cura cogió a la niña y les preguntó a los padres cómo la querían llamar. Los padres, que creían que le preguntaban quién había bautizado a la cría, respondieron: «Fekisekasti», que quería decir «La bautizó Fredrik». Muy bien, dijo el cura y escribió «Fekisekasti» en el registro de la iglesia. Y ya sabéis el respeto que se tenía por los curas en aquellos tiempos. La niña se llamó Fekisekasti el resto de su vida.

Rebecka miró el reloj. Seguro que Curt ya habría llegado. Podría coger el avión, aunque no le sobraba mucho tiempo.

– Gracias por el café -dijo levantándose.

– ¿Ya te vas? -preguntó Sivving-. Ha sido una visita bien corta.

– Llegué ayer y me voy hoy -respondió Rebecka con una sonrisa.

– Ya sabes cómo son las mujeres con carrera -le explicó Sanna a Sivving-. Se van volando.

Rebecka se puso los guantes con movimientos bruscos.

– Lo que pasa es que éste no ha sido un viaje de placer, que digamos -aclaró Rebecka.

– Colgaré la llave en el sitio de siempre -añadió mirando a Sivving.

– Tienes que volver en primavera -le pidió Sivving-. Vuelve a tu cabaña de siempre en Jiekajärvi. ¿Recuerdas cuando íbamos todos? Tu abuelo y yo íbamos en la moto de nieve; y tú, tu abuela, Maj-Lis y los críos ibais en esquís hasta allí.

– Sí que me gustaría -dijo Rebecka, que se dio cuenta de la sinceridad de sus propias palabras.

«La cabaña -pensó-. Era el único lugar donde la abuela se permitía estar sin hacer nada. Cuando habían limpiado las bayas o las aves de caza que habían conseguido a lo largo del día, claro.»

Vio ante sí a su abuela, ensimismada con una novela por entregas de la revista Hemmets Journal, mientras Rebecka jugaba al parchís o a la brisca con su abuelo. Como en la cabaña había humedad cuando no vivía nadie, la baraja se había hinchado al doble de su tamaño. El parchís se había doblado y las fichas no paraban quietas en su sitio. Pero daba lo mismo.

Y la seguridad de quedarse dormida cuando los mayores seguían hablando junto a la mesa. O cuando empezaba el ruido de los cacharros al fregarlos la abuela en el barreño rojo; el calor que emanaba de la chimenea.

– Pero ha sido agradable verte -dijo Sivving-. Muy agradable. ¿Verdad, Bella?


Rebecka llevó a casa a Sanna y a las niñas, y se detuvo delante de la puerta. Hubiera preferido una corta despedida desde el coche y después seguir su camino. Las cortas despedidas en los coches están muy bien. Sentado ahí era difícil abrazarse, especialmente si se llevaba puesto el cinturón de seguridad. Así que nada de abrazos. Y en un coche había siempre algo de qué hablar además de lo de que «nos veremos pronto» y «a ver si no pasa tanto tiempo». Unas palabras más sobre lo de no olvidarse la maleta en el asiento de atrás o en el portaequipajes y lo de «no te dejes nada». Después, cuando la puerta ha truncado el resto de frases no pronunciadas, se puede decir adiós con la mano y pisar el acelerador sin mal sabor de boca. No hay necesidad de quedarse allí como un idiota mientras las frases adecuadas aparecen como una confusa nube de mosquitos. No, se quería quedar sentada en el coche sin quitarse el cinturón de seguridad.

Pero cuando paró el coche, Sanna salió sin decir ni una palabra. Chapi la siguió al instante. Rebecka se sintió obligada a salir también. Se subió el cuello para taparse las orejas, pero no la protegió del frío que inmediatamente se filtró por debajo de la tela y se fijó como dos pinzas de tender en sus lóbulos. Miró hacia la casa de Sanna. Un pequeño edificio de viviendas de alquiler con fachada de madera de color verde oscuro y tejado de planchas de color rojo. Hacía tiempo que no quitaban la nieve del patio. Los pocos coches que había aparcados habían dejado unas profundas huellas en la nieve. Un viejo Dodge hibernaba bajo un grueso manto blanco. Esperaba no quedarse atrapada cuando saliera de allí. El edificio era propiedad de la empresa LKAB, pero como la gente que vivía allí era normal y corriente, LKAB se ahorraba dinero quitando la nieve menos frecuentemente de lo que debiera. Si querías salir con el coche por la mañana, tenías que sacar la nieve tú mismo.

Sara y Lova seguían sentadas en el asiento de atrás. Sus manos y sus codos se juntaban al son de una canción que Sara dominaba a la perfección y que Lova, con gran esfuerzo, intentaba aprender. Cuando la pequeña se equivocaba, se echaban a reír a carcajada limpia y volvían a empezar desde el principio.

Chapi daba vueltas como un torbellino mientras descubría los últimos olores en el suelo con su pequeño y negro hocico. Dio una vuelta alrededor de dos coches desconocidos que había en el patio. Descubrió con interés una oferta que el perro del vecino había dibujado en amarillo sobre el montón de nieve. Siguió una huella molesta de un ratón que desaparecía debajo de una alcantarilla y por donde ella no podía pasar.

Sanna echó la cabeza hacia atrás y olfateó el aire.

– Huele a nieve. Va a nevar. Mucho -dijo volviéndose hacia Rebecka.

«¡Cómo se parece a Viktor!», pensó Rebecka e inspiró hondo.

La piel azul transparente, estirada sobre los pómulos. Aunque las mejillas de Sanna eran un poco más redondeadas, como de niña.

«Y el porte -siguió cavilando Rebecka-. Igual que Viktor. La cabeza siempre un poco inclinada, a un lado o al otro, como si no la pudiera mantener recta.»

– Bueno, pues me voy -dijo Rebecka amagando una despedida, pero Sanna se había agachado para llamar a Chapi.

– Ven aquí, bonita. Ven aquí, preciosa.

Chapi corrió hacia ella como una manopla negra a través de la nieve.

«Es como la imagen de un cuento -pensó Rebecka-. La bonita perra negra con pequeñas estrellas de nieve por todo el pelo. Sanna como una ninfa del bosque con el abrigo de piel de oveja, que le llega hasta las rodillas, y el gorro de la misma piel sobre su pelo rubio rizado.»

Había algo en Sanna que hacía que tuviera mucha mano izquierda con los animales. De alguna manera eran iguales, ella y la perra. Aquella pequeña hembra que había sido desatendida e incluso maltratada durante años, ¿adónde se habían ido sus penas? Le habían resbalado y habían sido sustituidas por la alegría de poder meter el hocico en la nieve recién caída o ladrarle a una ardilla asustada en un pino. Y Sanna. Acababa de encontrar a su hermano descuartizado en la iglesia. Y ahí estaba, jugando con la perra en la nieve.

«No he visto ni una lágrima en sus ojos -pensó Rebecka-. Nada le deja huella. Ni las penas ni las personas. Probablemente, ni siquiera sus propias hijas. Pero lo cierto es que ya no es asunto mío. No tengo deudas con ella. Ahora me voy y no volveré a pensar nunca más ni en ella, ni en sus hijas, ni en su hermano, ni en este agujero de ciudad.»

Fue hasta el coche y abrió la puerta de atrás.

– Tenéis que bajaros, chicas -les dijo a Sara y a Lova-, porque tengo que llegar al avión.

– Adiós -les gritó cuando desaparecían escaleras arriba hacia la puerta de la casa.

Lova se dio la vuelta y la saludó con la mano. Sara hizo como que no la oía.

Luchó contra el sentimiento de abandono que experimentó cuando desapareció la chaqueta roja de Sara tras la puerta. Un juego de imágenes del tiempo en que vivía con Sanna y Sara iluminaron una habitación en la oscuridad de su memoria. Estaba sentada con Sara en el regazo, leyendo un cuento, Pedrito y las cuatro cabras. La mejilla contra el pelo suave de la niña. El índice de Sara sobre los dibujos.

«Pero así son las cosas -pensó Rebecka-. Siempre lo recordaré. Ella ya lo ha olvidado.»

De pronto vio que Sanna estaba a su lado. En sus azules mejillas habían florecido dos pálidas rosas por el esfuerzo de jugar con Chapi.

– Tendrás que subir y comer algo antes de irte.

– Mi avión sale dentro de media hora, así que… -Rebecka acabó su frase meneando la cabeza.

– Pero habrá más aviones -rogó Sanna-. Ni siquiera he tenido la oportunidad de darte las gracias por haber venido. No sé qué hubiera hecho si…

– No te preocupes -sonrió Rebecka-. De verdad que tengo que irme.

Seguía sonriendo y alargó la mano para despedirse.

Era una señal, y ella misma se dio cuenta en el momento en que se sacaba el guante de la mano. Sanna bajó la mirada y rechazó estrecharle la mano.

«Joder», pensó Rebecka.

– Tú y yo -dijo Sanna sin levantar la vista- éramos como hermanas. Y ahora he perdido a mi hermano y a mi hermana a la vez.

Dejó salir una risa corta y sin alegría. Parecía más bien un sollozo.

– El Señor nos da y el Señor nos quita. Alabado sea el nombre del Señor.

Rebecka hizo un enorme esfuerzo contra el impulso de abrazar a Sanna y consolarla.

«No lo intentes conmigo -pensó airada bajando la mano-. Ciertas cosas no se pueden arreglar. No en tres minutos, pasando frío mientras nos despedimos.»

Se le empezaban a enfriar los pies. Los zapatos que utilizaba en Estocolmo eran demasiado finos. Hacía un momento le dolían los dedos, ahora era como si hubieran desaparecido. Intentó doblarlos un poco.

– Te llamaré cuando llegue -dijo sentándose en el coche.

– Vale -respondió Sanna sin interés y fijando la vista en Chapi, que se agachaba junto a una esquina de la casa para responder a un mensaje dejado en la nieve.

«O el año que viene», pensó Rebecka girando la llave.

Cuando fijó la mirada en el retrovisor vio que Sara y Lova salían del edificio.

Había algo en sus ojos que hizo que el suelo debajo del coche se balanceara.

«No, no -pensó-. Todo marcha bien. No pasa nada. Sal corriendo de aquí.»

Pero los pies no querían ni embragar ni pisar el acelerador. Miró a las niñas en la entrada. Vio sus ojos desesperados, sus labios moviéndose, gritándole algo a Sanna que Rebecka no podía oír. Vio que levantaban los brazos y sus manos señalaban su vivienda, y después vio que los bajaban rápidamente, a la vez que alguien salía de la casa.

Era un policía uniformado que, con rápidos pasos, llegó hasta Sanna. No pudo oír lo que dijo.

Rebecka se miró el reloj de pulsera. Era absurdo pensar que llegaría a coger el avión. No podía irse ahora. Con un profundo suspiro salió del coche. Su cuerpo se movía despacio hacia Sanna y el policía. Las niñas seguían en la entrada, inclinándose sobre la barandilla cubierta de nieve. La mirada de Sara estaba fija en Sanna y el policía. Sanna se estaba comiendo la nieve que llevaba adherida a la gruesa manopla de lana.

– ¿Cómo que registro domiciliario?

El tono de voz de Sanna hizo que Chapi se quedara parada e intranquila, y luego se fuera hacia su ama.

– No pueden entrar en mi casa sin permiso. ¿Pueden?

Lo último se lo dijo a Rebecka.

En ese momento salió el fiscal jefe en funciones, Carl von Post. Tras él, dos policías de paisano. Rebecka los reconoció. Era aquella mujer bajita con cara de caballo, cómo se llamaba, Mella. Y el hombre con bigote de morsa. Dios mío, creía que aquellos bigotes habían desaparecido en los años setenta. Era como si le hubieran pegado una ardilla muerta debajo de la nariz.

El fiscal se dirigió a Sanna. Llevaba una bolsa en la mano y de ella sacó una bolsa de plástico transparente y más pequeña. Dentro había un cuchillo. Mediría unos veinte centímetros. El mango era negro brillante y tenía la punta un poco levantada hacia arriba.

– Sanna Strandgård -dijo levantando la bolsa con el cuchillo un poco demasiado cerca de la cara de Sanna-. Acabamos de encontrar esto en su casa. ¿Lo reconoce?

– No -respondió Sanna-. Parece un cuchillo de caza y yo no cazo.

Sara y Lova fueron hasta Sanna. Lova tiró de la manga del abrigo de piel de oveja para llamar la atención de su madre.

– Mamá -se quejó.

– Espera un momento, hija -respondió Sanna, ausente.

Sara, de espaldas, se apretó contra su madre de tal manera que Sanna se vio obligada a dar un paso hacia atrás para no perder el equilibrio. La niña de once años seguía los movimientos del fiscal con los ojos, intentando entender qué les pasaba a aquellos adultos tan serios que rodeaban a su madre.

– ¿Está completamente segura? -preguntó de nuevo Von Post-. Mírelo bien -dijo dándole la vuelta a la bolsa con el cuchillo.

El frío hizo que la bolsa de plástico crujiera al enseñar las dos partes del arma, primero la hoja y después el mango.

– Sí, estoy segura -contestó Sanna, separándose del cuchillo. Evitó mirarlo de nuevo.

– Quizá las preguntas pueden esperar -le replicó Anna-Maria Mella a Von Post a la vez que señalaba con la cabeza a las dos niñas, que se habían colgado de Sanna.

– Mamá -repetía Lova una y otra vez tirándole de la manga a Sanna-. Mamá, tengo que hacer pipí.

– Tengo frío -gimió Sara-. Quiero ir a casa.

Chapi se movía intranquila e intentaba meterse entre las piernas de Sanna.

«Imagen dos del cuento -pensó Rebecka-. La ninfa del bosque ha sido apresada por la gente del pueblo. La han rodeado y algunos la tienen cogida por los brazos y la cola.»

– Usted guarda las toallas y las sábanas en el cajón del sofá de la cocina, ¿no? -continuó Von Post-. ¿Suele guardar cuchillos entre las toallas?

– Espera un momento, hija -le dijo Sanna a Sara, que le estaba tirando del abrigo.

– Tengo que hacer pipí -se lamentó Lova-. Me lo voy a hacer encima.

– ¿Va a responder a la pregunta? -presionó Von Post.

Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke intercambiaron miradas a espaldas de Post.

– No -dijo Sanna con voz tensa-. No guardo ningún cuchillo en el sofá.

– Y esto, ¿qué? -insistió Von Post, a la vez que sacaba otra bolsa de plástico transparente de la bolsa grande-. ¿Reconoce esto?

Dentro de la bolsa había una Biblia. Era de piel marrón y estaba brillante por el uso. Los cantos de las hojas habían sido dorados, pero ya no quedaba mucho de aquel color y las hojas del libro estaban oscuras de tanto pasar las páginas con los dedos. Por todas partes había puntos de lectura que sobresalían de las páginas, tarjetas postales, cintas trenzadas y recortes de prensa.

Gimiendo y desvalida, Sanna se dejó caer en el montón de nieve.

– En la parte interior de la cubierta pone «Viktor Strandgård» -continuó Carl von Post sin misericordia ninguna-. ¿Podría responder si es su Biblia y por qué estaba dentro del cajón del sofá de su cocina? ¿Es verdad que se la llevaba a todas partes y la tenía en la iglesia la última noche que estuvo con vida?

– No -susurró Sanna-, no.

Se cubría la cara con las manos.

Lova quiso separarle las manos en un intento de encontrarse con su mirada. Cuando vio que no podía, rompió a llorar desesperadamente.

– Mamá, me quiero ir -dijo sollozando.

– Levántese -ordenó Von Post con dureza-. Está detenida como sospechosa del asesinato de Viktor Strandgård.

Sara se volvió rápidamente hacia el fiscal.

– Déjala en paz -le gritó.

– Llévese a las niñas de aquí -le dijo Von Post con impaciencia al agente Tommy Rantakyrö.

Tommy Rantakyrö dio un paso decidido hacia Sanna. En ese momento Chapi salió corriendo y se puso delante de su ama. La perra agachó la cabeza, echó las orejas hacia atrás y enseñó sus afilados dientes con un gruñido sordo. Tommy Rantakyrö dio un paso atrás.

– De acuerdo, pero ya es suficiente -le dijo Rebecka a Carl von Post-. Quiero hacer una denuncia.

Lo último se lo dijo a Anna-Maria Mella, que estaba a su lado, mirando las casas de alrededor. En todas las ventanas la curiosidad movía las cortinas.

– Quiere hacer… -dijo Von Post, pero se interrumpió con un movimiento brusco de cabeza-. Por mi parte no hay inconveniente en que nos acompañe a la comisaría para interrogarle respecto a la denuncia por maltrato que ha presentado una periodista de la redacción de Norrbotten de TV4.

Anna-Maria Mella le tocó ligeramente el brazo a Von Post.

– Empezamos a tener público -le dijo-. No quedaría bien si alguno de los vecinos llamara a la prensa y empezara a hablar de la brutalidad de la policía y todo ese rollo. Quizá estoy equivocada, pero creo que el viejo del piso de allí arriba a la izquierda nos está filmando con una cámara de vídeo.

Levantó el brazo para señalar una de las ventanas.

– Lo mejor sería que Sven-Erik y yo nos fuéramos de aquí para que no parezca que hemos mandado a todo el ejército -continuó-. Podríamos llamar a los de la científica, porque supongo que querrá que vean el piso.

El labio superior de Von Post se movió con desagrado. Intentaba ver la ventana que le había señalado Anna-Maria, pero el piso estaba completamente a oscuras. Así que pensó que quizá estaba mirando directamente al objetivo de una cámara y apartó la vista al momento. Lo último que quería era que lo asociaran con la brutalidad de la policía o salir en la prensa por badwill.

– No, quiero hablar personalmente con los de la científica -respondió-. Usted y Sven-Erik se encargarán de Sanna Strandgård. Hagan que precinten la vivienda.

– Volveremos a vernos -le dijo a Sanna antes de subirse a su Volvo Cross Country.

Rebecka se dio cuenta de que Anna-Maria Mella se había quedado mirando el coche del fiscal mientras desaparecía de su vista.

«Joder -pensó asombrada-. Cara de Caballo lo ha engañado. Quería que se fuera y…, sí, joder, qué lista es.»

En cuanto Carl von Post dejó el lugar se hizo silencio. Tommy Rantakyrö estaba perplejo, esperaba una señal de Anna-Maria o de Sven-Erik. Sara y Lova estaban de rodillas en la nieve; abrazaban a su madre, que seguía sentada en el suelo. Chapi estaba tumbada a su lado, comiendo un poco de nieve. Cuando Rebecka se agachó y le acarició el lomo, empezó a mover la cola como para demostrar que todo estaba bien. Sven-Erik le lanzó una mirada interrogativa a Anna-Maria.

– Tommy -dijo Anna-Maria rompiendo el silencio-. ¿Puedes subir con Olsson y precintar la vivienda? Pon una marca extra en el grifo de la cocina para que nadie lo utilice antes de que vayan los de la científica.

– Eh -le dijo Sven-Erik cuidadosamente a Sanna-. Sentimos profundamente todo esto, pero la situación es la que es. Tiene que acompañarnos a comisaría.

– ¿Hay algún sitio donde podamos llevar a las niñas? -preguntó Anna-Maria.

– No -respondió Sanna levantando la cabeza-. Quiero hablar con mi abogada, Rebecka Martinsson.

Rebecka suspiró.

– Sanna, yo no soy tu abogada…

– De todas formas quiero hablar contigo.

Sven-Erik Stålnacke le echó una mirada insegura a su compañera.

– No sé… -dijo un poco indeciso.

– Venga, vale ya -bufó Rebecka-. Está en arresto preventivo, así que aún no ha pasado a disposición judicial con restricciones. Tiene derecho a hablar conmigo. Quédese escuchando, no vamos a contarnos secretos.

Lova le gimió algo al oído a Sanna.

– ¿Qué me has dicho, cariño?

– Me he hecho pipí encima -dijo Lova llorando.

Todas las miradas se dirigieron hacia la pequeña. Realmente tenía una mancha oscura en los viejos vaqueros.

– Tenemos que ponerle otros pantalones a Lova -le dijo Rebecka a Anna-Maria Mella.

– Oídme, niñas -anunció Anna-Maria a Sara y a Lova-. Vamos a hacer lo siguiente. Subís conmigo arriba y buscamos unos pantalones para Lova y después volvemos a bajar con vuestra madre. No se va a ir a ninguna parte. Os lo prometo.

– Venga, haced lo que dice la señora -añadió Sanna-. Mis maravillosas rositas de pitiminí. Bajadme algo de ropa a mí también. Y traedle comida a Chapi.

– Lo siento -le dijo Anna-Maria a Sanna-. Su ropa, no. Y todo lo que lleva puesto, el fiscal lo querrá enviar a Linköping.

– De acuerdo -respondió Rebecka rápidamente-. Ya te llevaré ropa yo, Sanna. ¿Vale?

Las niñas desaparecieron dentro del edificio con Anna-Maria. Sven-Erik Stålnacke estaba de cuclillas, un poco alejado de Sanna y de Rebecka, hablando con Chapi. Parecía que tuvieran mucho en común.

– Yo no te puedo ayudar, Sanna -dijo Rebecka-. Soy especialista en derecho fiscal, no en derecho penal. Si necesitas un abogado defensor, te puedo ayudar a encontrar uno bueno.

– ¿Es que no lo entiendes? -murmuró Sanna-. Tienes que ser tú. Si no me ayudas tú, no quiero a nadie. En ese caso, Dios se hará cargo de mí.

– Por favor, déjalo ya -suplicó Rebecka.

– No, déjalo tú -respondió Sanna bruscamente-. Te necesito, Rebecka. Y mis hijas te necesitan. No me importa lo que opines de mí, pero te lo suplico. ¿Qué quieres que haga? ¿Que me ponga de rodillas? ¿Decirte que lo hagas por los viejos tiempos? Tienes que ser tú.

– ¿Qué quieres decir con que las niñas me necesitan?

Sanna cogió a Rebecka de la chaqueta con las dos manos.

– Mis padres me las quitarán -dijo, afligida-. Y eso no lo puedo permitir. ¿Lo entiendes? No quiero que Sara y Lova estén con mis padres ni siquiera cinco minutos. Y ahora yo no lo puedo impedir. Pero tú sí. Hazlo por Sara.

Sus padres. Las imágenes y los pensamientos competían por salir a la superficie en el interior de Rebecka. El padre de Sanna. Bien vestido. Con prestancia. Con sus formas dulces y empáticas. Se había hecho muy popular como político local. Rebecka incluso lo había visto alguna vez en los medios de comunicación nacionales. Probablemente sería uno de los primeros candidatos de las listas de los democristianos en las próximas elecciones generales. Pero era un personaje duro como una piedra, que engañaba con su cálida fachada. Incluso el pastor Thomas Söderberg le había demostrado respeto y sumisión en muchas cuestiones de la comunidad. Y Rebecka recordaba con desagrado que Sanna, con la voz tranquila, como si todo le hubiera ocurrido a otra persona, le contaba cómo había matado a sus mascotas. Siempre sin avisar. Perros, gatos, pájaros. Ni siquiera pudo quedarse el acuario que le regaló la maestra cuando era pequeña. A veces, su sumisa madre le explicaba que era porque Sanna era alérgica. Otras veces, porque no se ocupaba lo suficiente de las tareas de la escuela. A menudo no le daban ninguna explicación. El silencio no permitía ni siquiera que se hiciera la pregunta. Y Rebecka recordaba a Sanna por las noches, con Sara en su regazo cuando la pequeña no podía dormir. «No pienso ser como ellos -le había dicho-. A mí, me encerraban con llave en la habitación.»

– Tengo que hablar con mi jefe -dijo Rebecka.

– ¿Te quedarás? -preguntó Sanna.

– Unos días -respondió Rebecka con un nudo en la garganta.

El rostro de Sanna se relajó.

– Es todo lo que te pido -añadió-. ¿De cuánto tiempo estamos hablando? Yo soy inocente. ¿No creerás que lo hice yo?

La imagen de Sanna andando en mitad de la noche bajo la luz de los faroles, con un cuchillo ensangrentado en su mano, tomó forma en la mente de Rebecka.

«Pero, en ese caso, ¿por qué volvió? ¿Por qué se iba a llevar a Lova y a Sara a la iglesia para "encontrarlo"?», pensó.

– Naturalmente que no -respondió.


Caso número tal, tantas horas. Caso número tal, tantas horas. Caso número tal, tantas horas.

Maria Taube estaba en el bufete de abogados Meijer & Ditzinger llenando los formularios de los horarios de la semana. Parecían bastante bien, constató cuando sumó la cantidad de horas a facturar en la casilla inferior. Cuarenta y dos. A Måns no se le tenía nunca contento, pero por lo menos no estaría insatisfecho. Había trabajado más de setenta horas la última semana para poder facturar cuarenta y dos. Cerró los ojos y se inclinó hacia atrás en el respaldo de la silla. La cinturilla de la falda le apretaba el estómago.

«Tengo que empezar a hacer ejercicio -pensó-. No puedo quedarme aquí con el culo pegado delante del ordenador. Es martes por la mañana… Martes, miércoles, jueves y viernes. Cuatro días hasta el sábado. Entonces iré a hacer ejercicio. Y dormiré. Desconectaré el teléfono y me acostaré pronto.»

La lluvia tamborileaba monótona contra los cristales. En el mismo instante en que su cuerpo decidía tomarse un segundo de descanso y sus músculos se relajaban, sonó el teléfono. Fue como despertarse de un sueño de una patada en la cabeza. Se irguió en la silla con un movimiento brusco y cogió el auricular. Era Rebecka Martinsson.

– Hola, bonita -exclamó Maria con su clara voz-. Espera un momento. -Tomó impulso para separarse del escritorio y, sentada en la silla con ruedas, llegó hasta la puerta que daba al pasillo y la cerró con el pie-. Por fin llamas -dijo cuando volvió a coger el auricular-. He estado llamándote como una loca.

– Ya lo sé -respondió Rebecka-. Tengo cien mensajes en el teléfono, pero aún no los he escuchado. Me lo dejé en el coche y…, bueno, no me apetece quejarme más. Supongo que más de uno es de Måns Wenngren, que debe de estar con un enfado de cojones.

– Mmm, no te puedo mentir. Los socios se han reunido a primera hora por lo que se vio en las noticias. No están muy contentos de que saliera el bufete en TV4 y que se hablara de nuestros coléricos abogados. Y hoy esto parece una colmena.

Rebecka se inclinó sobre el volante respirando profundamente. Un nudo en la garganta le impedía hablar. En el patio estaban jugando Chapi, Sara y Lova con una alfombra que estaba colgada en el tendedor de delante de la casa. Esperaba que fuera de Sanna y no de algún vecino.

– De acuerdo -dijo al cabo de un instante-. ¿Vale la pena que hable con Måns o sólo quiere que le presente mi dimisión?

– No, qué va. Tienes que hablar con él. Según he oído, los demás socios estaban más que dispuestos a discutir la manera de despedirte, pero esa alternativa no estaba en absoluto en la lista de Måns. Así que todavía tienes trabajo.

– ¿Limpiar los lavabos y servir café?

– Y en tanga. No, en serio. Måns parece que se ha puesto de tu lado de verdad; cree que debe de ser un malentendido eso de que actuaras como la abogada de la hermana del Chico del Paraíso. Estabas con ella como amiga, ¿no?

– Sí, pero es que acaba de ocurrir una cosa, así que…

Rebecka limpió con la mano el vaho que se había formado en el cristal de su ventanilla. Sara y Lova estaban hablando, subidas a un montón de nieve. No se veía a Chapi. ¿Adónde se habría ido la perra?

– No tengo mucho tiempo ahora, ¿me podrías pasar con Måns?

– De acuerdo, pero haz como que no sabes nada de la reunión.

– Vale. ¿Cómo te has enterado de todo?

– Me lo ha contado Sonja. Ella estaba allí.

Sonja Berg era una de las secretarias más antiguas de Meijer & Ditzinger. Su virtud más apreciada era su capacidad de callar como una tumba respecto a los asuntos del bufete. Eran muchos los que habían intentado sonsacarle información y se habían encontrado con su mezcla especial de falta de voluntad, irritación y fingida incapacidad para entender lo que la persona en cuestión quería. En reuniones secretas, por ejemplo, antes de la fusión de varias empresas, siempre era ella la que redactaba el acta.

– Eres increíble -dijo Rebecka, impresionada-. Eres capaz de sacar agua de las piedras.

– Sacar agua de las piedras forma parte del curso básico. Hacer que Sonja hable es el curso avanzado. Pero no me hables tú de cosas imposibles. En realidad, ¿qué has hecho con Måns. ¿Vudú con un muñeco o qué? Si yo hubiera salido en la tele dándole una patada a una periodista, ahora estaría atada en su cámara de torturas, viviendo las últimas veinticuatro horas más dolorosas de mi vida.

Rebecka se rió sin ganas.

– Algo así me espera cuando vuelva al trabajo. ¿Me pasas?

– Sí, aunque te lo advierto. Es verdad que se ha puesto a tu favor, pero contento no está.

Rebecka bajó la ventanilla y llamó a Sara y a Lova.

– ¿Dónde está Chapi? Sara, búscala, pero estad siempre por donde yo os pueda ver. Enseguida nos vamos a ir. ¿Es que alguna vez está contento? -añadió al teléfono.

– ¿Quién no está nunca contento?

La fría voz de Måns se oyó al otro lado de la línea.

– Ah, hola -respondió Rebecka, intentando concentrarse-. Soy Rebecka.

– Vaya -respondió él sin decir nada más.

Podía imaginarse la respiración irritada y profunda de él. No pensaba facilitarle las cosas, eso estaba claro.

– Quería explicarte que ha sido un malentendido lo de que creyeran que yo era la abogada de Sanna Strandgård.

No hubo respuesta en la línea.

– Vaya -respondió Måns al cabo de un momento-. ¿Eso es todo?

– No…

«Venga, Rebecka -pensó dándose ánimos-. No lo pienses. Di lo que hay que decir y cuelga. Nada puede empeorar las cosas.»

– La policía ha encontrado un cuchillo y la Biblia de Viktor Strandgård en el piso de Sanna Strandgård -dijo-. Han detenido a Sanna como sospechosa del asesinato, acaban de llevársela. Yo en estos momentos estoy delante de su casa. Van a precintarla y voy a llevar a una de sus hijas al colegio y a la otra a la guardería.

La irritada respiración al otro lado de la línea se interrumpió. Rebecka se permitió hacer una pausa antes de continuar:

– Quiere que sea su defensora y se niega a que sea otro abogado. Así que me quedaré aquí arriba de momento.

– Joder, mira que tienes poca vergüenza -exclamó Måns Wenngren-. Estás actuando a mis espaldas. Ofendes al bufete delante de los medios y ahora piensas hacerte cargo de un caso que no tiene nada que ver con tu empleo. Es actividad desleal, y suficiente para el despido, ¿lo entiendes?

– Måns, quiero hacerme cargo del caso, pero como un caso del bufete, ¿te das cuenta? -dijo Rebecka irritada-. No estoy pidiendo permiso. No me puedo echar atrás ahora. Y lo voy a solucionar. Quiero decir, ¿qué dificultades hay? Estaré presente en algunos interrogatorios, que parece que no serán muchos. Ella no sabe nada ni tampoco recuerda nada. Han encontrado el arma homicida, si es que era ese cuchillo, y la Biblia de Viktor en su piso. Ella estaba en la iglesia justo cuando acababa de pasar. Ni siquiera el famoso periodista Peter Althin conseguiría que la dejaran libre si es que dictan que pase a disposición judicial. Si, contra lo que yo deseo, hay una acusación, espero que alguno de nuestros abogados de derecho penal me respalde, Bengt-Olov Falk o Göran Carlström, por ejemplo. Va a haber mucho revuelo mediático y sería beneficioso para el bufete un poco de publicidad en temas penales, lo sabes bien. Aunque sea el derecho mercantil y tributario lo que dé dinero, los casos penales importantes son los que hacen que un bufete se haga famoso a través de la prensa y la televisión.

– Gracias -respondió Måns, tenso-. Eso de la publicidad para el bufete ya lo has empezado a trabajar. ¿Por qué cojones no te pusiste en contacto conmigo cuando le diste la patada a aquella periodista?

– No le di una patada -se defendió Rebecka-. Intenté pasar y ella se resbaló…

– ¡No he acabado! -gritó Måns-. He perdido una hora y media de la mañana en una reunión para hablar sobre ti. Si hubiera prevalecido mi voluntad, te pediría ahora mismo la dimisión. Tienes suerte de que hubiera otros socios que fueran más misericordiosos.

Rebecka hizo como que no oía su comentario y prosiguió:

– Necesito que me ayudes con lo de esa periodista. ¿Puedes ponerte en contacto con la redacción y pedirle que retire la denuncia?

Måns se echó a reír, sorprendido.

– ¿Quién coño te crees que soy? ¿Don Corleone?

Rebecka volvió a frotar la ventanilla.

– Sólo era una pregunta -respondió-. Tengo que dejarte. Estoy cuidando a las dos hijas de Sanna y la pequeña se está quitando la ropa.

– Deja que se la quite -contestó Måns, irritado-. Aún no hemos acabado.

– Te llamo luego o te envío un correo. Las niñas están en la calle y hace un frío tremendo. Lo último que me haría falta en estos momentos es que una cría de cuatro años cogiera una pulmonía. Adiós.

Colgó el teléfono antes de que a él le diera tiempo de decir nada más.

«No me lo ha prohibido -pensó aliviada-. No me ha prohibido que continúe y no me he quedado sin trabajo. ¿Cómo ha podido ser tan fácil?»

Entonces se acordó de las niñas y puso el coche en marcha.

– ¿Qué estáis haciendo? -les gritó a Sara y a Lova.

Lova se había quitado la chaqueta, las manoplas y los dos jerséis. Estaba de pie sobre la nieve con el gorro en la cabeza y la parte superior de su cuerpo la cubría sólo una fina camiseta blanca de algodón. Estaba llorando. Chapi la miraba preocupada.

– Sara me ha dicho que parezco una idiota con el jersey que me has dejado -se quejaba Lova llorando-. Me dijo que en la guardería me tomarían el pelo.

– Ponte la ropa inmediatamente -ordenó Rebecka, impaciente.

Cogió a Lova por el brazo y le volvió a poner los jerséis a la fuerza. La niña lloraba desconsolada.

– Es verdad -respondió Sara con malicia-. Parece una loca. En la escuela había una niña que llevaba un jersey de ésos. Los chicos la cogieron, le metieron la cabeza en el váter y tiraron de la cadena hasta que casi la ahogan.

– ¡No quiero! -gritaba Lova mientras Rebecka la vestía a la fuerza.

– Entrad en el coche -dijo Rebecka con la voz tensa-. Vais a ir a la guardería y al colegio.

– No nos puedes obligar -le gritó Sara-. No eres nuestra madre.

– ¿Qué nos apostamos? -gruñó Rebecka. Y levantó a las dos niñas y las sentó en el coche, mientras ellas no dejaban de gritar. Chapi las siguió. Entró de un salto en el coche y dio unas vueltas, intranquila, antes de acomodarse en el asiento.

– Y tengo hambre -siguió gritando Lova.

– Exacto -chilló Sara-. No hemos desayunado y eso es desamparo. Dame el móvil, voy a llamar a mi abuelo -dijo quitándole el teléfono a Rebecka.

– ¡Qué diablos! -rugió Rebecka, y le cogió el teléfono bruscamente.

Salió del coche y abrió la puerta de atrás.

– ¡Fuera! -ordenó.

Sacó a Sara y a Lova del coche y las dejó en la nieve.

Las dos niñas se callaron de inmediato mientras las miraba con los ojos como platos.

– Es verdad -dijo Rebecka intentando dominar su voz-. No soy vuestra madre pero Sanna me ha pedido que os cuide, así que ni vosotras ni yo podemos elegir. Hagamos un trato. Primero vamos a la cafetería de la estación de autobuses a desayunar. Después vamos a comprarle ropa nueva a Lova. Y a Sanna también. Tenéis que ayudarme a elegir algo bonito para ella. Venga, entrad en el coche.

Sara se quedó callada, mirándose los pies. Luego, se encogió de hombros y se sentó en el coche. Lova entró detrás de ella y la hermana mayor ayudó a la pequeña a ponerse el cinturón de seguridad. Chapi lamió las lágrimas saladas que Lova aún tenía en las mejillas.

Rebecka Martinsson puso el coche en marcha y salió de allí.

«Dios mío -pensó por primera vez desde hacía muchos años-. Dios mío, ayúdame.»


Las casas residenciales de obra vista de la avenida Gasell eran como piezas de Lego puestas en filas, bien ordenadas, a lo largo de toda la calle. Había nieve por todas partes, cubriendo hasta los setos de los jardines. En las ventanas de la cocina las cortinas tapaban la parte inferior para proteger la intimidad de los que vivían dentro.

«Y esta familia va a necesitar mucha intimidad», pensó Anna-Maria Mella cuando ella y Sven-Erik Stålnacke salían del coche delante del número 35 de la avenida Gasell.

– Se siente la mirada de los vecinos en la nuca -dijo Sven-Erik como si le hubiera leído el pensamiento-. ¿Qué crees que nos pueden contar los padres de Sanna y de Viktor Strandgård?

– Ya veremos. Ayer no quisieron recibirnos, pero ahora que han oído que su hija ha sido detenida nos han llamado para pedirnos que vengamos.

Se quitaron la nieve de los zapatos y llamaron.

Olof Strandgård abrió la puerta. Iba arreglado, y con voz muy bien modulada les pidió que entrasen. Les dio la mano, los ayudó con las chaquetas y las colgó en un perchero. Era un hombre de mediana edad, pero sin el sobrepeso habitual de los hombres de esa edad.

«Tendrá el aparato de remo y las pesas en el sótano», pensó Anna-Maria.

– No, no se los quite, por favor -le pidió Olof Strandgård a Sven-Erik cuando éste se agachó para quitarse los zapatos.

Anna-Maria se dio cuenta de que Olof Strandgård llevaba un calzado impoluto.

Los condujo hasta la sala de estar. Un lado de la sala estaba dominado por unos muebles de comedor de estilo gustaviano. Candelabros de plata y un florero de la artista Ulrika Hydman-Vallien se reflejaban sobre el laminado de caoba oscuro de la mesa. Del techo colgaba una pequeña lámpara de cristal de fabricación moderna. En el otro lado de la sala había un pomposo sofá rinconera de piel de color claro y un sillón a juego. La mesa era de cristal ahumado con patas de metal. Todo muy limpio y ordenado.

En el sillón, muy hundida, estaba Kristina Strandgård. De forma ausente, saludó a los dos policías que aparecieron en su sala de estar.

Tenía el mismo pelo grueso y rubio que sus hijos. Pero Kristina Strandgård lo llevaba más corto, con un peinado a lo paje.

«Tiene que haber sido muy guapa -pensó Anna-Maria-. Antes de que el cansancio le clavara las garras. Y eso no ocurrió ayer. Debe de hacer mucho tiempo.»

Olof Strandgård se inclinó hacia su esposa. Su voz era dulce, pero la sonrisa de sus labios no se reflejaba en los ojos.

– Quizá deberíamos dejarle a la inspectora Mella el sillón, que es más cómodo -dijo a modo de orden.

Kristina Strandgård se levantó como si la hubiesen pinchado con una aguja.

– Oh, perdón; naturalmente.

Sonrió sofocada a Anna-Maria y por un segundo se quedó de pie, como si hubiera olvidado dónde se encontraba y qué debía hacer. De pronto, pareció aterrizar en el presente y se hundió en el sofá, al lado de Sven-Erik.

Anna-Maria se sentó con esfuerzos en el sillón. Era demasiado hondo y el respaldo estaba tan inclinado que le resultaba incómodo. Hizo un gesto en un intento de sonreír agradecida. El niño le presionaba el diafragma y notó de inmediato acidez en el estómago y dolor en la rabadilla.

– ¿Quieren tomar algo? -preguntó Olof Strandgård-. ¿Café, té, agua?

Como si hubiera recibido una señal, su mujer se levantó de nuevo.

– Claro que sí -dijo echándole una rápida mirada a su marido-. Debería haberles preguntado…

Tanto Sven-Erik como Anna-Maria negaron con la mano. Kristina Strandgård se volvió a sentar pero esta vez al borde del sofá, dispuesta a ponerse en pie en el momento que fuera necesario.

Anna-Maria se quedó observándola. No parecía una mujer que acababa de perder a su hijo. Llevaba el pelo recién lavado y peinado con secador. Vestía un polo, chaqueta y pantalones, de color arena y beige, a juego. Se había pintado los ojos y los labios. Sus manos no se entrelazaban de desesperación. No había sobre la mesa ni un solo pañuelo de papel arrugado frente a ella. Por el contrario, era como si se hubiera cerrado al mundo.

«No, no es eso -pensó Anna-Maria, sintiéndose de pronto muy incómoda-. No se ha cerrado al mundo. Se encierra en sí misma.»

– Agradecemos que pudieran venir enseguida -dijo Olof Strandgård-. Hace un momento hemos oído que han detenido a Sanna. Entenderán que eso es un error. Mi mujer y yo estamos muy preocupados.

– Naturalmente -respondió Sven-Erik-. Pero quizá deberíamos ir por partes. Primero les haremos unas preguntas relativas a Viktor y después podremos hablar de su hija.

– De acuerdo -dijo Olof Strandgård sonriendo.

«Bien, Sven-Erik -pensó Anna-Maria-. Coge el mando ahora porque, si no, esta visita se habrá acabado y no nos habrán dicho nada.»

– ¿Podrían explicarnos cosas de Viktor? -inquirió Sven-Erik-. ¿Qué clase de persona era?

– ¿En qué sentido les puede ayudar esa información en su trabajo? -preguntó Olof Strandgård.

– Es una pregunta que siempre se hace -insistió Sven-Erik sin dejarse provocar-. Tenemos que intentar hacernos una idea de su hijo, ya que no lo conocimos en vida.

– Tenía talento -dijo el padre, muy serio-. Mucho talento. Imagino que todos los padres dicen lo mismo de sus hijos, pero pregúntenles a sus antiguos maestros y confirmarán lo que les digo. Tenía excelentes notas en todas las asignaturas y estaba dotado para la música. Sabía concentrarse. Los deberes del colegio, las lecciones de guitarra… Y después del accidente se concentró en Dios al cien por cien.

Se echó hacia atrás en el sofá y se cogió ligeramente la pernera derecha del pantalón antes de cruzar la pierna sobre la izquierda.

– No es una empresa fácil lo que Dios le pidió al muchacho -continuó-. Lo dejó todo de lado. Dejó los estudios de bachiller y la música. Predicaba y rezaba. Y estaba obsesionado por su convicción de que la fe volvería a Kiruna, pero también estaba convencido de que era imprescindible que las iglesias libres se unieran. La unión hace la fuerza, como se dice. En aquellos tiempos no había ninguna hermandad entre la Iglesia de Pentecostés, la de la Misión y la Baptista, pero él era terco. Sólo tenía diecisiete años cuando recibió la llamada de la fe. Casi obligó a los pastores a que se encontraran y rezaran juntos: Thomas Söderberg, de la Iglesia de la Misión; Vesa Larsson, de la de Pentecostés; y Gunnar Isaksson, de la Baptista.

Anna-Maria se revolvió en el sillón. Estaba incómoda y el niño boxeaba con su vejiga.

– ¿Recibió la llamada de la fe cuando sufrió el accidente? -preguntó.

– Sí. El chico iba en bicicleta, era invierno, y lo atropellaron. Bueno, son de Kiruna, así que conocen el resto. La congregación no dejaba de crecer y pudimos construir la Iglesia de Cristal. Es tan conocida como nuestro muchacho. La popular Carola, la de Eurovisión, dio un concierto de Navidad en diciembre pasado.

– ¿Cómo era su relación con él? -preguntó Sven-Erik-. ¿Se veían a menudo?

Anna-Maria vio que Sven-Erik se esforzaba en llamar la atención de Kristina Strandgård con sus preguntas, pero su mirada sin voluntad se había fijado en el dibujo de medallones de las cortinas.

– Entre mis familiares hay muy buena relación -respondió Olof Strandgård.

– Aparte de la iglesia, ¿tenía contacto con alguien o algún otro interés?

– No, como ya le he dicho, decidió apartarse de todo y sólo trabajar para Dios.

– Pero ¿no les inquietaba? Quiero decir, que se apartara de las chicas y de los otros intereses que tenía.

– No, lo cierto es que no.

El padre se rió como si considerara que lo que Sven-Erik acababa de decir fuera ridículo.

– ¿Quiénes eran sus mejores amigos?

Sven-Erik miró las fotografías que había en las paredes. Encima del televisor había una gran fotografía de Sanna y de Viktor. Dos niños con el pelo largo, y rubios como el sol. Sanna con rizos de ángel. El pelo de Viktor liso como una cascada. Sanna tenía que estar al principio de la pubertad. Se podía ver que no quería sonreír al fotógrafo. Había algo de rebeldía en la expresión de su boca. Viktor también estaba serio, pero más natural. Como si estuviera pensando en otra cosa y hubiera olvidado dónde se encontraba.

– Sanna tenía trece años y el chico diez -dijo Olof, que vio a Sven-Erik mirando la fotografía-. Se ve claramente cómo admiraba a su hermana. Quería llevar el pelo largo como ella y, desde que era muy pequeño, gritaba como un cochinillo cada vez que su madre se le acercaba con las tijeras. Al principio, en el colegio se burlaban de él, pero insistió en llevar el pelo largo.

– ¿Y sus amigos? -recordó Anna-Maria.

– Yo creo que sus familiares éramos sus mejores amigos. Tenía mucha relación con nosotros y con Sanna. Y adoraba a las niñas.

– ¿Las hijas de Sanna?

– Sí.

– Kristina -dijo Sven-Erik.

Kristina Strandgård dio un respingo.

– ¿Hay algo más que quiera añadir? Sobre Viktor -aclaró Sven-Erik cuando la miró con gesto interrogante.

– ¿Qué puedo decir? -respondió insegura y mirando de reojo a su marido-. No tengo nada que añadir. Olof lo ha descrito muy bien, creo yo.

– ¿Tienen algún álbum con recortes de prensa de Viktor? -preguntó Anna-Maria-. Quiero decir que como salía a menudo en los periódicos…

– Ahí -respondió Kristina Strandgård señalando un mueble-. Es el álbum grande y marrón, en el estante de abajo.

– ¿Me lo pueden prestar? -preguntó Anna-Maria mientras se levantaba para cogerlo de la estantería-. Se lo devolveremos en cuanto nos sea posible.

Mantuvo cogido el álbum un instante y luego lo dejó sobre la mesa, delante de ella. Le gustaría tener otras imágenes de Viktor en su cabeza que aquel cuerpo destrozado y los ojos arrancados.

– Necesitaríamos que escribieran los nombres de las personas que lo conocían -pidió Sven-Erik-. Queremos hablar con ellos.

– Será una lista muy larga -respondió Olof Strandgård-. Toda Suecia, y aún me quedo corto.

– Quiero decir los que lo conocían personalmente -respondió Sven-Erik, paciente-. Enviaremos a alguien a buscar la lista esta tarde. ¿Cuándo fue la última vez que vieron a su hijo con vida?

– El domingo por la noche, en el canto de salmos de la iglesia.

– El domingo por la noche antes de que lo asesinaran, claro. ¿Hablaron con él?

Olof Strandgård movió la cabeza con pena.

– No, estaba con el grupo de oración y totalmente ocupado.

– ¿Cuándo fue la última vez que se vieron y tuvieron tiempo de hablar?

– El viernes por la tarde, dos días antes de que…

El padre se interrumpió y miró a su mujer.

– Le habías preparado comida, Kristina. ¿Verdad que fue el viernes?

– Sí, así es. La Conferencia de los Milagros empezaba entonces y yo sé que se olvida hasta de comer. Siempre antepone a los demás. Así que fuimos a su casa y le llenamos el congelador. Me dijo que era como una gallina con sus polluelos.

– ¿Parecía preocupado por algo? -les preguntó Sven-Erik-. ¿Había algo por lo que estuviera intranquilo?

– No -respondió Olof.

– Al parecer no había comido desde hacía tiempo cuando murió -añadió Anna-Maria-. ¿Saben ustedes por qué? ¿Puede ser porque lo hubiera olvidado?

– Seguramente ayunaba -respondió el padre.

«Voy a tener que preguntar dónde está el baño», pensó Anna-Maria.

– ¿Ayunar? -preguntó, aguantándose sus necesidades-. ¿Por qué?

– Bueno -respondió Olof Strandgård-. En la Biblia pone que Jesús ayunó cuarenta días en el desierto y fue tentado por el diablo antes de que apareciera en Galilea y escogiera a sus primeros discípulos. Y pone que los apóstoles rezaron y ayunaron cuando nombró a los primeros consejos de ancianos de las primeras congregaciones y los consagró a Dios. En el Antiguo Testamento Moisés y Elías ayunaron antes de que se les apareciera Dios. Probablemente Viktor sintió que le esperaba un arduo trabajo durante la Conferencia de los Milagros y quería concentrarse con ayuda del ayuno y la oración.

– ¿Qué es eso de la Conferencia de los Milagros? -preguntó Sven-Erik.

– Empezaba el viernes por la noche y acabará el próximo domingo por la noche. Durante el día, cursillos; y por la noche, encuentros. Trata de los milagros. Curaciones, milagros, atención de ruegos, regalos espirituales. Esperen un momento.

Olof Strandgård se levantó y desapareció en dirección al recibidor. Al cabo de un rato volvió con una cartulina de color brillante en las manos. Se la dio a Sven-Erik. Éste se inclinó hacia Anna-Maria para que ella también pudiera ver de qué se trataba.

Era una invitación doblada, tamaño A4. Había una fotografía de gente alegre con las manos levantadas. En otra foto una mujer riendo alzaba a su hijo pequeño. En otra se veía a Viktor Strandgård rezando por un hombre que estaba de rodillas, con las manos alzadas hacia el cielo. Viktor tenía puestos los dedos índice y corazón en la frente del hombre y éste cerraba los ojos. En el texto ponía que los cursillos tratarían, entre otros temas, de «Tienes poder para pedir misericordia», «Dios ya ha vencido tu enfermedad» y «Deja salir tu misericordia espiritual». Y añadía que en los encuentros de la noche se podría bailar, cantar y reír espiritualmente, y ver cómo Dios hacía milagros en uno mismo y en los demás. Todo al precio de cuatro mil doscientas coronas, comida y alojamiento aparte.

– ¿Cuánta gente participará en la conferencia? -cuestionó Sven-Erik.

– No sé exactamente -respondió Olof, dejando entrever cierto orgullo-, pero más de dos mil.

Anna-Maria vio cómo Sven-Erik contaba mentalmente los importantes ingresos que la congregación habría obtenido con la conferencia.

– Queremos una lista de los participantes -dijo Anna-Maria-. ¿A quién nos hemos de dirigir?

Olof Strandgård le dio un nombre y ella lo escribió en su cuaderno de notas. Sven-Erik tendría que poner a alguien a comparar la lista con el registro de la policía.

– ¿Cómo era la relación con Sanna? -preguntó Anna-Maria.

– ¿Perdone? -contestó Olof Strandgård.

– Sí, ¿podrían describir su relación?

– Eran hermanos.

– Pero eso no significa que, por definición, tuvieran una buena relación -insistió Anna-Maria.

El padre respiró hondo.

– Eran muy buenos amigos, aunque Sanna es una persona frágil. Sensible. Tanto yo como mi mujer y nuestro hijo la hemos tenido que cuidar más de una vez, a ella y a las niñas.

«Qué pesadez con lo de lo frágil que es», pensó Anna-Maria.

– ¿Qué quiere decir con lo de que es sensible? -preguntó. Vio que Kristina se revolvía en su asiento.

– No es fácil hablar de eso -dijo Olof-. Es que hay períodos en los que tiene dificultades para portarse como una persona adulta. Le es difícil ponerles límites a las niñas. Y a veces le ha sido difícil cuidar de sí misma y de ellas. ¿No es verdad, Kristina?

– Sí -respondió su esposa, sumisa.

– En alguna ocasión se ha quedado tumbada en una habitación a oscuras durante una semana entera -continuó Olof Strandgård-. Sin contestar cuando le hablaban. En esos casos, hemos cuidado de las niñas, y el chico le daba de comer a Sanna con una cuchara, como si fuera una niña.

Hizo una pausa mirando fijamente a Anna-Maria.

– No hubiera podido quedarse con las niñas si no hubiera sido por la ayuda de la familia -añadió.

«De acuerdo -pensó Anna-Maria-. Realmente quieres convencernos de lo frágil y débil que es. ¿Por qué? Una familia de bien como vosotros debería silenciar esos temas.»

– ¿Las niñas no tienen padre?

Olof Strandgård suspiró.

– Claro que sí -respondió-. Sanna sólo tenía diecisiete años cuando tuvo a Sara. Y yo… -sacudió la cabeza al recordar lo pasado-… yo insistí en que se casaran, aunque fueran tan jóvenes. Pero la promesa ante Dios no le impidió al marido abandonar a la esposa y a la niña cuando Sara sólo tenía un año. El padre de Lova fue una debilidad esporádica.

– ¿Cómo se llaman? Queremos ponernos en contacto con ellos -inquirió Sven-Erik.

– Claro que sí. Ronny Björnström, el padre de Sara, vive en Narvik. Creemos. No tiene contacto con su hija. Sammy Andersson, el padre de Lova, murió en un trágico accidente de moto hace unos dos años. Iba por un lago a finales de invierno y el hielo se rompió. Una historia horrible.

«Si no quiero hacérmelo en este bonito sillón…», pensó Anna-Maria levantándose trabajosamente.

– Disculpen, pero tengo que ir al… -dijo.

– En el recibidor, a la derecha -respondió Olof Strandgård, levantándose mientras ella dejaba la sala.

El baño estaba igual de limpio que el resto de la casa. Había un aroma artificial a flores. Seguramente sería el perfume que había en alguno de los sprays encima del armario. Dentro de la taza había un colgante con algo azul que coloreaba el agua cuando se tiraba de la cadena.

– Estamos muy preocupados porque Rebecka Martinsson se haga cargo de las niñas -dijo Olof Strandgård cuando ella volvió a sentarse en el sillón-. Probablemente estén impresionadas y asustadas por todo lo que ha sucedido. Necesitan seguridad y tranquilidad a su alrededor.

– La policía no puede hacer nada al respecto -respondió Anna-Maria-. Su hija es su madre y si las ha dejado con Rebecka Martinsson…

– Pero yo digo que Sanna no es responsable de sus actos. Si no hubiera sido por mí y por mi esposa, hoy no hubiera tenido la tutela de las niñas.

– Eso tampoco es asunto de la policía -respondió Anna-Maria de forma neutral-. Son los servicios sociales y el tribunal administrativo provincial quienes deciden quitarle la tutela a los padres, si lo consideran procedente.

De golpe desapareció la suavidad en la voz de Olof Strandgård.

– Así que no podemos esperar ninguna ayuda por parte de la policía -dijo cortante-. Naturalmente que me pondré en contacto con los servicios sociales si es necesario.

– ¿Es que no lo entienden? -exclamó Kristina Strandgård de pronto-. Rebecka ya ha intentado antes dividir a la familia. Hará cualquier cosa para poner a las niñas en nuestra contra. Igual que hizo antes con Sanna.

Lo último se lo dijo a su marido. Olof Strandgård estaba sentado, con las mandíbulas apretadas, mirando a través de la ventana de la sala de estar. Su postura era rígida y tenía las manos entrelazadas.

– ¿Qué quiere decir «antes con Sanna»? -preguntó Sven-Erik con suavidad.

– Cuando Sara tenía tres o cuatro años Sanna y Rebecka Martinsson compartían piso -continuó Kristina Strandgård con esfuerzo-. Intentó dividir a nuestra familia. Y es una enemiga de la Iglesia y del trabajo de Dios en la ciudad. ¿No entienden lo que sentimos al saber que las niñas están a su merced?

– Lo entiendo -respondió Sven-Erik para congraciarse-. ¿De qué manera intentó dividir a la familia y combatir a la Iglesia?

– Haciendo…

Una mirada de su marido hizo que se mordiera los labios y no acabara la frase.

– ¿Haciendo qué? -inquirió Sven-Erik, pero la cara de Kristina Strandgård se había convertido ya en piedra, y posó la mirada sobre la brillante superficie del cristal de la mesa.

– No es culpa mía -dijo con la voz rota.

Lo repitió una y otra vez con la mirada sobre la mesa, sin atreverse a mirar a Olof Strandgård.

– No es culpa mía, no es culpa mía.

«¿Se defiende ante su marido o lo está acusando?», pensó Anna-Maria.

Olof Strandgård recuperó sus suaves maneras. Había puesto la mano sobre el brazo de su esposa y ella se calló y luego se levantó.

– Creo que es más de lo que podemos aguantar -le dijo a Anna-Maria y a Sven-Erik, y con ello la conversación se dio por acabada.


Cuando Sven-Erik Stålnacke y Anna-Maria Mella salieron de la casa se abrieron las puertas de dos coches que estaban aparcados en la calle. De ellos se bajaron dos periodistas, un hombre y una mujer, equipados con micrófonos tapados con gruesas fundas de lana. A ella le pisaba los talones un cámara.

– Anders Grape, emisora local de Sveriges Radio -se presentó en cuanto llegó hasta ellos-. Han detenido a la hermana del Chico del Paraíso. ¿Algún comentario?

– Lena Westerberg, de TV3 -dijo la que iba acompañada del cámara-. Ustedes fueron los primeros en llegar al lugar del crimen. ¿Pueden decirnos qué vieron?

Sven-Erik y Anna-Maria no contestaron. Se metieron en el coche y se fueron de allí.

– Tienen que haberles pedido a los vecinos que les avisaran cuando apareciéramos nosotros -dijo Anna-Maria viendo en el retrovisor cómo los periodistas iban hacia la casa de los padres y llamaban a la puerta.

– Pobre mujer -exclamó Sven-Erik cuando giraron por la avenida Bäver-. Es todo un personaje ese Olof Strandgård.

– ¿Te has dado cuenta de que nunca ha nombrado a Viktor por su nombre? Siempre decía «muchacho» o «chico» -dijo Anna-Maria.

– Tenemos que hablar con ella alguna vez cuando él no esté en casa -dijo Sven-Erik, pensativo.

– Ve tú -respondió Anna-Maria-. Tienes buena mano con las mujeres.

– ¿Por qué a tantas mujeres bonitas les pasa eso? -preguntó Sven-Erik-. Se prendan de hombres que no valen la pena y luego continúan siendo prisioneras en su propia casa cuando los hijos ya se han ido.

– No sólo les pasa a las mujeres bonitas -respondió Anna-Maria de forma seca-. Pero las mujeres guapas llaman la atención de todos.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Sven-Erik.

– Estudiar el álbum y las cintas de vídeo de la iglesia -respondió Anna-Maria.

Miró a través de la ventanilla del coche. El cielo estaba encapotado. Cuando la luz del sol no podía atravesar las nubes era como si los colores desaparecieran y la ciudad se convirtiera en una fotografía en blanco y negro.


– ¡Pero esto es inaceptable! -dijo Rebecka mirando a través de la puerta de la celda cuando el agente la abrió y dejó que Sanna Strandgård saliera al pasillo.

La celda era estrecha y las paredes de piedra estaban pintadas de un beige indefinido con pinceladas negras y blancas. No había muebles en la pequeña habitación, sólo un sencillo colchón en el suelo con una funda de papel. Desde la ventana de cristal reforzado se veía un camino y una casa de viviendas de alquiler con la fachada de planchas de color verde. La celda desprendía la acidez típica de las borracheras y la suciedad.

El guardia acompañó a Sanna y a Rebecka a una sala para que hablaran. Había tres sillas y una mesa delante de una ventana. Mientras las mujeres se sentaban, el guardia revisó las bolsas con ropa y otras cosas que Rebecka había llevado.

– Estoy contenta de que me dejen estar aquí -dijo Sanna-. Espero que no me lleven a la cárcel de verdad, en Luleå. Por las niñas. Tengo que verlas. Hay celdas amuebladas, pero todas estaban ocupadas, así que de momento me han metido en la celda de los borrachos. Aunque es práctico. Si alguien vomita, no hay más que sacar la manguera y echar agua. Estaría bien hacer lo mismo en casa. Sacas la manguera, echas agua y haces la limpieza de la semana en un minuto. Anna-Maria Mella, ya sabes, la bajita que está embarazada, dijo que hoy me darían una celda de las normales. Hay bastante luz. Desde la ventana que hay en el pasillo se puede ver la mina y el monte Kebnekaise. ¿Te has dado cuenta?

– Sí -dijo Rebecka-. Haz venir a Martin Timell, el de la tele, y en un momento conseguirá que un matrimonio con tres niños se venga a vivir aquí y esté tan a gusto.

El guardia le devolvió las bolsas a Rebecka con una mirada de aprobación y se alejó. Rebecka le dio las bolsas a Sanna, que se puso a revolver como un niño el día de Navidad.

– Pero, bueno, qué ropa tan bonita -dijo Sanna sonriendo y con las mejillas encendidas de alegría-. ¡Qué jersey! ¡Mira! Qué lástima que no haya un espejo.

Levantó un jersey rojo escotado con detalles brillantes de hilo metálico y se volvió hacia Rebecka.

– Lo eligió Sara -aclaró Rebecka.

Sanna se volvió a sumergir en las bolsas.

– Y ropa interior, jabón, champú y un montón de cosas -dijo-. Tengo que pagártelo.

– No, no. Es un regalo -rehusó Rebecka-. No ha costado mucho. Lo hemos comprado en Lindex.

– Me has traído libros de la biblioteca. Y hasta me has comprado golosinas.

– También te he comprado una Biblia -dijo Rebecka señalando una pequeña bolsa-. Es una nueva traducción. Ya sé que a ti te parece que la traducción de 1917 es la mejor, pero ésa ya te la sabes de memoria. Pensé que podía ser interesante compararlas.

Sanna cogió el libro rojo y le dio una y otra vuelta antes de abrirlo al azar, hojeando las delgadas hojas.

– Gracias -dijo-. Cuando salió la traducción del Nuevo Testamento hecha por la Comisión de la Biblia, pensé que toda la belleza había desaparecido del idioma, pero será interesante leer ésta. Aunque es un poco raro leer una Biblia completamente nueva. Una está acostumbrada a la suya propia, con los subrayados y las notas. Pero puede ser muy bueno leer las nuevas formulaciones y las páginas sin marcar. Estaré menos condicionada.

«Mi vieja Biblia -pensó Rebecka-. Debe de estar en alguna de las cajas que tengo en el altillo del establo de la abuela. Porque… ¿no la habré tirado? Es como un viejo diario. Con todas las fotos y los recortes de prensa que puse dentro. Y todas las frases incómodas que subrayé en rojo. Aquello quería decir muchas cosas. "Como el ciervo busca los arroyos, mi alma te busca a ti, oh Dios." "Los días de necesidad busco a Dios. Estiro mi mano hacia la noche y no se cansa. Mi alma no quiere consuelo."»

– ¿Ha ido bien con las niñas? -preguntó Sanna.

– Al final, sí -respondió Rebecka un poco seca-. Conseguí llevarlas al colegio y a la guardería.

Sanna se mordió el labio inferior y cerró la Biblia.

– ¿Qué pasa? -preguntó Rebecka.

– Pienso en mis padres. Quizás las vayan a buscar.

– ¿Qué pasa entre tus padres y tú?

– Nada nuevo. Sólo que estoy cansada de ser de su propiedad. Seguro que recuerdas lo que pasaba cuando Sara era pequeña.

«Lo recuerdo», pensó Rebecka.


Rebecka sube corriendo las escaleras hasta el piso que comparte con Sanna. Llega tarde. Tenían que estar en el cumpleaños de un niño hace diez minutos y se tardan veinte en llegar hasta allí. Seguramente más ahora que ha nevado. Quizá Sanna y Sara ya se han ido sin ella.

«Ojalá, ojalá -piensa viendo que los zapatos de invierno de Sara no están en el rellano de la escalera-. Si ya se han ido no tendré que tener remordimientos de conciencia.»

Pero las botas de punta de Sanna sí están. Rebecka abre la puerta y respira hondo para que el aire le permita dar todas las explicaciones y excusas que se le ocurran.

Sanna está sentada a oscuras sobre el suelo del recibidor. Rebecka casi la pisa allí donde está, con las rodillas debajo de la barbilla y abrazándose las piernas dobladas. Y se mece, una y otra vez. Como para consolarse a sí misma. O como si ese mecerse pudiera mantener alejados los horribles pensamientos que le pasan por la cabeza. Rebecka tarda un momento en llegar hasta ella. En hacerla hablar. Y entonces empieza a llorar.

– Han sido mis padres -dice desconsolada-. Han venido y se han llevado a Sara. Les dije que íbamos a ir a una fiesta y que pensábamos hacer un montón de cosas divertidas, pero no me han escuchado. Sólo se la han llevado.

De pronto se enfada y golpea la pared con los puños.

– Mi voluntad no existe -grita-. Es igual lo que yo diga. Soy propiedad suya. Mi hija es de su propiedad. Igual que eran los amos de mis perros. Como cuando mi padre se deshizo de Laika. Tienen tanto miedo de quedarse a solas, el uno con el otro, que sólo…

Se interrumpe y la ira y el llanto se convierten en un aullido. Las manos se deslizan sin fuerza hacia el suelo.

– … se la han llevado -dice gimiendo-. Íbamos a hacer galletas de jengibre, tú, ella y yo.

– Shhh -susurra Rebecka apartándole el pelo de la cara a Sanna-. Ya lo arreglaremos. Te lo prometo.

Le seca las lágrimas de las mejillas a Sanna con el dorso de las manos.

– ¿Qué clase de madre soy -murmura Sanna- que ni siquiera puedo defender a mi propia hija?

– Eres una buena madre -la consuela Rebecka-. Son tus padres los que no lo han hecho bien. ¿Lo oyes? Tú no.

– No quiero vivir así. Él simplemente entra con su llave y coge lo que le apetece. ¿Qué podía hacer yo? No quería ponerme a gritar delante de Sara. Se moriría de miedo. Mi pequeñita.

La imagen de Olof Strandgård toma forma en la cabeza de Rebecka. Su voz profunda y segura. No está habituado a que le lleven la contraria. Su perenne sonrisa por encima del cuello almidonado de la camisa. Su mujer de cartón piedra.

«Lo voy a matar -piensa-. Lo voy a matar con mis propias manos.»

– Vamos -le dice a Sanna con una voz que no permite protesta ninguna.

Y Sanna se viste y la sigue como un niño. Dirige el coche hacia donde le indica Rebecka.


Es Kristina Strandgård quien abre la puerta.

– Hemos venido a buscar a Sara -dice Rebecka-. Vamos a una fiesta de niños y ya llevamos cuarenta minutos de retraso.

El miedo se trasluce en los ojos de Kristina. Mira de reojo hacia el interior de la casa, pero no se aparta para que entren. Rebecka oye que tienen invitados.

– Pero nos habíamos puesto de acuerdo en que Sara estaría con nosotros este fin de semana -dijo Kristina, buscando los ojos de Sanna.

Sanna fija su mirada insistentemente en el suelo.

– Por lo que yo sé, no os habéis puesto de acuerdo en nada -dijo Rebecka.

– Espera un momento -insiste Kristina, mordiéndose nerviosa los labios.

Desaparece en la sala de estar y al cabo de un momento se presenta Olof Strandgård por la puerta. No sonríe. Con los ojos taladra primero a Rebecka, después se vuelve hacia su hija.

– ¿Qué tonterías son éstas? -gruñe-. Creía que nos habíamos puesto de acuerdo, Sanna. A Sara no le sienta bien que la lleven de un sitio para otro. La verdad es que me defrauda que le hagas pagar todas tus ocurrencias.

Sanna se encoge de hombros pero sigue mirando tercamente hacia abajo. La nieve le está cayendo sobre el pelo y se le posa como un casco de hielo en la cabeza.

– ¿Vas a contestar cuando te hablo o es que no me puedes demostrar respeto ninguno? -inquiere Olof con voz controlada.

«Tiene miedo de provocar una escena cuando hay invitados», piensa Rebecka.

El corazón le late con fuerza pero da un paso hacia adelante. Le tiembla la voz cuando se pone a la altura de Olof.

– No estamos aquí para discutir -le dice-. O va a buscar a Sara o me voy con su hija directamente a la policía y lo denuncio por secuestro. Juro sobre la Biblia que lo hago. Y antes de hacerlo, entro en su sala de estar y armo la de Dios es Cristo. Sara es la hija de Sanna y la quiere tener ella. No tienen elección. La van a buscar o entra a buscarla la policía.

Kristina Strandgård mira intranquila por detrás del hombro de su marido.

Olof Strandgård sonríe sarcástico a Rebecka.

– Sanna -le exige a su hija sin dejar de mirar a Rebecka-. Sanna.

Sanna mira hacia el suelo. Casi sin que se note, niega con la cabeza.

Y entonces ocurre. De golpe, Olof cambia de carácter. Su expresión es ahora preocupada y herida.

– Entrad -dice dejándolas pasar al recibidor.


– Si sentías que era importante para ti, no tenías más que decirlo -le dice Olof a Sanna, que le está poniendo el mono de invierno y las botas a Sara-. No puedo leer tus pensamientos. Creíamos que podía ser bueno para ti pasar un fin de semana sin la niña.

En silencio, Sanna le pone a Sara el gorro y las manoplas. Olof habla suavemente, con miedo a que le oigan los invitados.

– No necesitabas venir amenazando y actuar de esta manera -añade.

– Desde luego, no acostumbras a comportarte así -susurra Kristina mirando con rencor a Rebecka, que está apoyada en la puerta de la entrada.

– Mañana cambiaremos la cerradura de la puerta -le dice Rebecka cuando se dirigen hacia el coche.

Sanna lleva a Sara en brazos y no dice nada. La abraza como si nunca pensara dejar de sujetarla así.


«Dios mío, cómo me enfadé -piensa Rebecka-. Y ni siquiera era cosa mía. Era Sanna la que debería haberse enojado. Pero ella, simplemente, no podía. Y cambiamos la cerradura, aunque dos semanas más tarde ella le dio una llave a sus padres.»

Sanna la cogió del brazo y la trajo de nuevo al presente.

– Querrán cuidar de las niñas cuando a mí me metan en la cárcel.

– No te preocupes -respondió Rebecka ausente-. Hablaré con la escuela.

– ¿Cuánto tiempo tendré que estar aquí?

Rebecka se encogió de hombros.

– No te pueden retener más de tres días. Después, el fiscal debe pedir que pases a disposición judicial. Para eso tienen que aportar pruebas como muy tarde cuatro días después de la detención. Es decir, como máximo el sábado.

– ¿Y entonces me meterán en la cárcel?

– No sé -contestó Rebecka revolviéndose en el asiento-. Quizá. No fue bueno que encontraran la Biblia de Viktor y aquel cuchillo en tu sofá.

– Pero cualquiera pudo haberlos puesto allí cuando fui a la iglesia -gritó Sanna-. Sabes que nunca cierro con llave.

Se quedó callada toqueteando el jersey rojo.

– Imagina que fui yo -dijo de pronto.

Rebecka sintió que le costaba respirar. Era como si el aire se hubiera acabado en aquella habitación.

– ¿Qué quieres decir?

– No sé -gimió Sanna apretándose las manos contra los ojos-. Yo dormía y no sé qué pasó. Imagina que fui yo. Tienes que enterarte.

– No entiendo lo que quieres decir -respondió Rebecka-. Si estabas durm…

– ¡Pero ya sabes cómo soy! Me olvido. Como cuando me quedé embarazada de Sara. Ni siquiera me acordaba de que Ronny y yo nos habíamos acostado. Me lo tuvo que explicar él. Lo bonito que fue. Todavía no me acuerdo. Pero quedé embarazada, así que tuvo que ocurrir.

– De acuerdo -respondió Rebecka lentamente-. Pero no creo que fueras tú. Tener ciertas lagunas en la memoria no significa que puedas asesinar a alguien. Pero tienes que recapacitar.

Sanna la miró interrogante.

– Si no fuiste tú -dijo Rebecka lentamente-, entonces alguien puso allí el cuchillo y la Biblia. Alguien quería echarte la culpa. Alguien que sabe que nunca cierras con llave. ¿Lo entiendes? No uno que pasaba por allí.

– Tienes que enterarte de lo que pasó -rogó Sanna.

Rebecka sacudió la cabeza.

– Eso es trabajo de la policía.

Las dos se quedaron calladas y miraron hacia la puerta cuando un vigilante asomó la cabeza. No era el mismo que las había acompañado a la sala de visitas. Éste era alto y de hombros anchos, con el pelo muy corto, a lo militar. Sin embargo, a Rebecka le pareció que allí, en el umbral de la puerta, tenía aspecto de chico perdido. Primero le sonrió, ruborizado, a Rebecka y después le dio una bolsa de papel a Sanna.

– Perdonad que moleste -dijo-. Pero acabo dentro de un momento y yo… Bueno, pensé que a lo mejor quería usted algo para leer. Y le he comprado una bolsa de golosinas.

Sanna le devolvió la sonrisa. Una sonrisa abierta con los ojos chispeantes. Enseguida bajó la mirada como si hubiera sido descubierta. Las pestañas le hacían sombra en las mejillas.

– Oh, gracias -respondió-. Qué atento.

– De nada -respondió el agente pasando el peso de su cuerpo de un pie al otro-. Es que pensé que su estancia aquí se le haría larga.

Se quedó callado un momento, pero como ninguna de las dos mujeres dijo nada, continuó.

– Bueno, pues me voy a ir.

Cuando hubo desaparecido, Sanna miró la bolsa que le había dado.

– Tus golosinas son mejores -dijo.

Rebecka suspiró rendida.

– No es necesario que digas que mis caramelos te gustan más -respondió.

– Pero es la verdad.


Después de estar con Sanna, Rebecka se fue a ver a Anna-Maria Mella. Ésta estaba sentada en una sala de reuniones de la comisaría de policía, comiéndose un plátano como si alguien fuera a robárselo. Encima de la mesa había restos de tres manzanas. En la esquina del fondo de la sala destacaba un televisor. En pantalla se veía la grabación de uno de los encuentros en la Iglesia de Cristal. Cuando Rebecka entró, Anna-Maria la saludó con alegría, como si fueran viejas conocidas.

– ¿Quieres café? -le preguntó-. Antes he ido a buscar uno, pero no sé para qué. Soy incapaz de tomármelo desde que… -acabó la frase señalándose la barriga.

Rebecka permaneció inmóvil. Sintió que el pasado cobraba vida dentro de ella al ver las caras que aparecían en la parpadeante pantalla. Buscó el marco de la puerta para sostenerse en pie. La voz de Anna-Maria le llegó de muy lejos.

– ¿Todo bien? Siéntate.

En la pantalla salía Thomas Söderberg hablándole a la congregación. Rebecka se dejó caer en una silla. Notó que Anna-Maria tenía la mirada pensativa.

– Es del encuentro de la noche del asesinato -dijo Anna-Maria-. ¿Quieres verlo?

Rebecka asintió. Pensó que debería decir algo para justificarse. Algo así como que no había comido, o cualquier cosa. Pero se quedó callada.

Detrás de Thomas se podía ver el coro. Algunos ratificaban con un grito lo que él iba diciendo. Tanto ellos como las personas de la congregación acompañaban el mensaje gritando «aleluya» y «amén».

«Está cambiado -pensó Rebecka-. Antes llevaba camisa a rayas de cuello redondo, vaqueros y chaleco de piel, y ahora parece un corredor de bolsa con un traje de Oscar Jacobsson y con gafas a la última moda. Además, los de la congregación parecen unos horteras pretenciosos de H &M.»

– Es un buen orador -comentó Anna-Maria.

Thomas Söderberg iba alternando las bromas desenfadadas con la seriedad más grave. El tema era abrirse a lo que la religión ofrecía. Hacia el final del breve sermón invitaba a todos los presentes a que se acercaran y se dejaran llenar por el Espíritu Santo.

«Acércate y rezaremos por ti», dijo acompañado de Viktor Strandgård, los otros dos pastores de la iglesia y algunos miembros del Consejo de Ancianos.

«Shabala shala, amén -exclamó el pastor Gunnar Isaksson. Caminaba de un lado a otro agitando las manos-. Acércate, tú, que has sufrido enfermedad y dolor. No es la voluntad del Señor que permanezcas enfermo. Hay aquí una persona que sufre migrañas. El Señor te ve. Acércate. El Señor dice que hay aquí una hermana que tiene problemas de úlcera. Ahora Dios va a poner fin a tu tormento. Ya no necesitas más pastillas. El Señor ha neutralizado el ácido corrosivo de tu cuerpo. Acercaos y recibid el regalo de la sanación. Aleluya.»

Una muchedumbre se acercó. Al cabo de unos minutos el altar estaba rodeado de personas en éxtasis. Algunas estaban tiradas en el suelo. Rezaban, reían y lloraban.

– ¿Qué están haciendo? -preguntó Anna-Maria Mella.

– Se entregan al poder del espíritu -contestó Rebecka-. Cantan, hablan y bailan a través del espíritu. Pronto habrá algunos que empezarán a profetizar. Y el coro se pondrá a cantar algún himno para acompañarlos.

En efecto, el coro entonó un himno de fondo y cada vez se acercaba más gente. Muchos lo hacían bailando como embriagados.

Cada dos por tres la cámara enfocaba a Viktor Strandgård. Llevaba su Biblia en una mano mientras rezaba con intensidad por un hombre obeso que iba con muletas. A su espalda, Viktor tenía una mujer que le tocaba el pelo con las manos y que también se había puesto a rezar, como para imbuirse de la fuerza de Dios. Luego Viktor se acercó a un micrófono y comenzó a hablar. Empezó tal como solía hacerlo.

«¿De qué vamos a hablar?», le preguntó a la congregación.

Siempre predicaba así. Se preparaba rezando. Después la congregación decidía de qué querían que hablara. Gran parte del sermón era una conversación con los oyentes. También eso le había dado fama.

«Háblanos del cielo», gritaron algunos entre la multitud.

«¿Qué queréis que cuente del cielo? -dijo con una sonrisa cansada-. Para eso podéis comprar mi libro y leerlo. ¡Vamos! Otra cosa.»

«¡Háblanos del éxito!», dijo alguien.

«El éxito -dijo Viktor-. En el reino del Señor no hay atajos para alcanzar el éxito. Pensad en Ananías y Safira. Y rezad por mí. Rezad por lo que mis ojos han visto y están por ver. Rezad para que la fuerza de Dios siga fluyendo a través de mis manos.»

– ¿Qué ha dicho justo antes? -preguntó Anna-Maria-. Ana… -meneó la cabeza antes de continuar-… y Safira, ¿quiénes son?

– Ananías y Safira. Aparecen en los Hechos de los Apóstoles -respondió Rebecka sin apartar la vista del televisor-. Robaron dinero de la primera congregación y Dios los castigó con la muerte.

– Vaya, vaya, pensé que Dios sólo se cargaba a la gente en el Antiguo Testamento.

Rebecka negó con la cabeza.

Después de que Viktor hubiera hablado un rato, continuaron las súplicas. Un joven de unos veinticinco años, vestido con sudadera con capucha y tejanos ligeramente desgastados y un poco holgados, se acercó a Viktor Strandgård abriéndose paso entre la gente.

«Es Patrik Mattsson -pensó Rebecka-. De modo que sigue metido ahí.»

El joven de la sudadera fue a cogerle las manos a Viktor, pero justo antes de que la cámara cambiara de plano y enfocara al coro, Rebecka vio que Viktor se echaba hacia atrás, liberándose del agarrón de Patrik Mattsson.

«¿Qué ha sido eso? -pensó-. ¿Qué les pasa?»

Miró de reojo a Anna-Maria Mella, pero ella estaba agachada, buscando algo entre un montón de cintas de vídeo en una caja de cartón que había en el suelo.

– Aquí está la cinta de ayer por la tarde -dijo Anna-Maria, asomando por el otro lado de la mesa-. ¿Quieres ver un trozo?

En la cinta grabada al día siguiente del asesinato aparecía otra vez Thomas Söderberg predicando. Bajo sus pies, las tablas de madera eran ahora de un tono marrón por la sangre y había una gran cantidad de rosas esparcidas por el suelo.

En la congregación se respiraba un ambiente grave y fervoroso. Thomas Söderberg animaba a los miembros participantes a que se armaran para una guerra espiritual.

«Ahora, más que nunca, necesitamos la Conferencia de los Milagros -gritó-. Satanás no tomará las riendas.»

La congregación respondió al unísono con un aleluya.

– Esto no puede ser verdad -dijo Rebecka, consternada.

«Pensad bien en quién confiáis -gritó Thomas Söderberg-. No lo olvidéis: "El que no está conmigo, está contra mí."»

– Acaba de decirle a la gente que no hablen con la policía -dijo Rebecka, pensativa-. Quiere que la congregación se encierre en sí misma.

Anna-Maria miró sorprendida a Rebecka y pensó en los compañeros que se habían pasado el día llamando a las puertas para hablar con los miembros de la congregación. En la reunión posterior, los agentes se habían quejado de que había resultado imposible conseguir que la gente hablara con ellos.

Mientras se hacían las súplicas pasaron a hacer la colecta.

«Si piensas donar sólo un euro, ¡envuélvelo en un billete de diez!», exclamó el pastor Gunnar Isaksson.

Incluso Curt Bäckström tomó la palabra.

«¿De qué queréis hablar?», le preguntó a la congregación, tal como solía hacer Viktor Strandgård.

«¿Está loco o qué?», pensó Rebecka.

Los oyentes se sintieron incómodos pero nadie dijo nada y, al final, Thomas Söderberg salvó la situación.

«Háblanos de la fuerza de las súplicas», dijo.

Anna-Maria hizo un gesto con la cabeza hacia la tele, donde aparecía Curt instruyendo a la congregación.

– Estaba en la iglesia rezando cuando fuimos a hablar con los pastores -dijo-. Sé que tú fuiste miembro de la congregación. ¿Conocías a los pastores y a los demás miembros?

– Sí -dijo Rebecka con desgana para demostrar que no quería hablar de aquello.

«Y a algunos los conocí hasta en el sentido bíblico», pensó. De pronto la cámara cambió de plano y Thomas Söderberg miró directamente al objetivo, directamente a ella.


Rebecka está llorando sentada en la butaca para las visitas en la oficina de Thomas Söderberg. El centro está abarrotado de gente. Hay rebajas de fin de año y los escaparates están llenos de carteles con cifras rojas de porcentajes escritas a mano. El ambiente hace que uno se sienta vacío.

– Siento como si no me quisiera -gimotea.

Está hablando de Dios.

– Me siento como si fuera su hijastra -dice-. Como si me hubieran cambiado en la maternidad.

Thomas Söderberg sonríe ligeramente y le ofrece un pañuelo de papel. Ella se suena. Ya tiene dieciocho años cumplidos y está lloriqueando como una cría.

– ¿Por qué no puedo oír su voz? -solloza-. Tú puedes oírlo y hablar con él cada día. Sanna puede oírlo. Viktor incluso se ha cruzado con él…

– El caso de Viktor es especial -puntualiza Thomas Söderberg.

– Exacto -grita Rebecka-. Yo también quiero sentir que soy un poco especial.

Thomas Söderberg se queda callado un momento, como si estuviera buscando las palabras oportunas.

– Es cuestión de práctica, Rebecka -dice-. Debes creerme. Al principio, cuando yo creía que estaba oyendo su voz, lo que oía en verdad no era más que mi propia fantasía.

Junta las manos a la altura del pecho, mira al techo y dice con voz infantil:

– ¿Me quieres, Dios?

Y responde él mismo con un tono de voz muy grave:

– Sí, Thomas, y lo sabes. Hasta el infinito.

Rebecka ríe entre lágrimas y se siente desbordada por aquella risa. Tras el llanto ha quedado un vacío que fácilmente se puede llenar con otra sensación. Thomas se deja llevar y ríe él también. Y de pronto se pone serio y se la queda mirando fijamente a los ojos.

– Y tú eres especial, Rebecka. Créeme, eres especial.

Entonces brotan las lágrimas de nuevo. Se deslizan en silencio por sus mejillas. Thomas Söderberg alarga el brazo y se las quita, y con la palma de la mano le roza los labios. Rebecka se queda inmóvil. Para no ahuyentarlo, pensará más tarde.

Thomas Söderberg le acerca la otra mano y con el pulgar le sigue secando las lágrimas mientras que con los demás dedos la coge suavemente del pelo. Ahora siente su aliento muy cerca. Fluye por la cara de Rebecka como agua caliente. Huele un poco fuerte por el café, un poco dulce por las galletas de jengibre y también a algo más que es sólo él.

Después todo pasa muy deprisa. Su boca está dentro de la de Rebecka. Los dedos se le enredan en el pelo. Ella le agarra la nuca con una mano y con la otra intenta inútilmente desabrocharle un botón de la camisa. Él le manosea los pechos por encima y trata de meterse debajo de su falda. Tienen prisa. Se apresuran el uno sobre el cuerpo del otro antes de que la razón los atrape. Antes de que llegue la vergüenza.

Ella se abraza a su cuello y él la levanta de la silla y la sienta sobre la mesa. Le sube la falda con un solo movimiento. Ella quiere estar dentro de él. Lo aprieta contra su cuerpo. Cuando él le quita los leotardos le hace daño en el muslo, pero no se dará cuenta hasta más tarde. No puede quitarle las bragas. No hay tiempo. Thomas aparta la tela hacia un lado y se desabrocha el pantalón. Rebecka mira por encima de su hombro y ve la llave en la cerradura de la puerta. Piensa que deberían cerrar, pero él ya está dentro. Ella tiene la boca entreabierta y pegada a la oreja de Thomas. Respira siguiendo el ritmo de cada embestida. Se agarra a él como una cría de mono se sujeta a su madre. Él se corre en silencio y conteniéndose en una última convulsión. Se inclina hacia adelante, de modo que ella tiene que buscar apoyo en el escritorio con la mano para no caerse hacia atrás.

Entonces él se aparta. Da varios pasos hacia atrás, hasta que topa con la puerta. Se la queda mirando inexpresivo y sacude la cabeza con nerviosismo. Después le da la espalda y mira por la ventana. Rebecka baja del escritorio, se sube los leotardos y se arregla la falda. La espalda de Thomas Söderberg es como una pared.

– Lo siento -le dice ella con un hilo de voz-. No era mi intención.

– Por favor, vete -dice él con la voz ronca-. Márchate.

Rebecka va corriendo todo el camino hasta su casa, donde vive con Sanna. Cruza las calles a toda prisa, sin mirar. Nota algo pegajoso en el interior de los muslos.


La puerta se abrió con fuerza y apareció el rostro enfadado del fiscal Carl von Post.

– ¿Qué coño está pasando aquí? -preguntó. Al no recibir respuesta continuó, dirigiéndose a Anna-Maria-: ¿Qué está haciendo? ¿Está revisando el material de la investigación preliminar con ella aquí? -inquirió señalando a Rebecka con la cabeza.

– Esto no es confidencial -respondió Anna-Maria con calma-. Las cintas se pueden comprar en la librería de la Fuente de Nuestra Fortaleza. Estábamos hablando un poco. Si es que podemos.

– Ah -resopló Von Post-. ¡Pues ahora venga a hablar conmigo! En mi despacho. Cinco minutos -exigió, y cerró la puerta de golpe.

Las dos mujeres se miraron.

– La periodista que te denunció por agresión ha retirado los cargos -dijo Anna-Maria Mella.

Hablaba con suavidad, como para demostrar que había cambiado de tema y que lo que le estaba diciendo no tenía nada que ver con Carl von Post. Pero el mensaje llegó sin problemas.

«Y éste se habrá puesto como un basilisco, claro», pensó Rebecka.

– Ha dicho que se resbaló y que no había sido tu intención tirarla al suelo -continuó Anna-Maria, poniéndose en pie poco a poco-. Me tengo que ir. Por cierto, ¿querías algo de mí?

A Rebecka las ideas le revoloteaban en la cabeza: desde Måns, que debía de haber hablado con la periodista, hasta la Biblia de Viktor.

– La Biblia -le dijo a Anna-Maria-. La Biblia de Viktor, ¿la tienen aquí o…?

– No, en Linköping aún no han acabado con ella. Cuando hayan terminado nos la mandarán. ¿Por qué lo preguntas?

– Me gustaría echarle un vistazo, si puede ser. ¿Podríais hacer unas copias? No de todas las páginas, claro, sólo de las que tengan algo anotado. Y copias de todas las notas en papeles, tarjetas y otras cosas que pueda haber dentro.

– Claro -dijo Anna-Maria, pensativa-. No debería haber ningún problema. A cambio, quizá podrías echarme una mano si me surgiesen algunas preguntas sobre la congregación.

– Siempre y cuando no tengan que ver con Sanna -dijo Rebecka, y miró el reloj.

Era la hora de pasar a recoger a Sara y a Lova. Se despidió de Anna-Maria, pero antes de salir al coche se sentó en el sofá de la recepción, sacó el ordenador y se conectó a través del móvil. Tecleó la dirección de correo electrónico de Maria Taube y escribió:


Hola, Maria:

¿Verdad que conoces a un abogado de Hacienda que tenía debilidad por ti? ¿Le puedes pedir que le eche un vistazo a unas organizaciones?


Envió el e-mail y antes de que se desconectara le llegó la respuesta.


Hola, querida:

Le puedo pedir que mire cosas siempre y cuando no sean confidenciales,

M


«Pero si ésa es la cuestión -pensó Rebecka, desilusionada, y se desconectó-. Documentos no confidenciales ya los puedo sacar yo misma.»

Apenas le dio tiempo de cerrar el ordenador cuando sonó su móvil. Era Maria Taube.

– No eres tan lista como creía -dijo.

– ¿Qué? -respondió Rebecka sorprendida.

– ¿No te das cuenta de que pueden revisar todos los correos del trabajo? Una empresa puede entrar en el servidor y leer todo el correo entrante y saliente de sus trabajadores. ¿Quieres que los socios se enteren de que me pides que saque material secreto de Hacienda? ¿Crees que yo quiero que se enteren?

– No -dijo Rebecka, sumisa.

– ¿Qué quieres saber?

Rebecka puso orden en su cabeza y dijo deprisa:

– Dile que entre en STL y STC y que mire…

– Espera, que lo tengo que apuntar -dijo Maria-. STL y STC, ¿qué es eso?

– El Sistema de Transacciones Locales y Centrales. Pídele que mire la congregación de la Fuente de Nuestra Fortaleza y los pastores que tiene contratados, Thomas Söderberg, Vesa Larsson y Gunnar Isaksson. Pídele también que mire Viktor Strandgård. Quiero el balance y el resultado. Y quiero saber un poco más de la economía de los pastores y de Viktor. Sueldo, cuánto y de quién. Propiedades. Valores. Bienes en general.

– Vale -dijo Maria mientras apuntaba.

– Una cosa más. ¿Te puedes conectar al Registro del Mercado de Valores y buscar qué hay sobre la congregación? La conexión va muy lenta cuando me conecto a través del móvil. Mira a ver si la congregación posee acciones en alguna empresa que no esté cotizando en bolsa o participaciones en alguna sociedad limitada o así. Mira también a nombre de los pastores y de Viktor.

– ¿Puedo preguntar por qué?

– No lo sé -se excusó Rebecka-. Sólo es una idea. Ya que estoy aquí arriba, mano sobre mano, aprovecharé para hacer algo.

– ¿Cómo se dice en inglés? -preguntó Maria-. Shake the tree. A ver qué cae. ¿Es algo por el estilo?

– A lo mejor -respondió Rebecka.


Fuera ya había empezado a oscurecer. Rebecka dejó que Chapi saliera del coche. La perra se fue disparada hacia un montón de nieve y se agachó. Las farolas se acababan de encender y la luz caía sobre algo blanco, cuadrado, que estaba debajo del limpiaparabrisas del Audi. Lo primero que pensó Rebecka fue que le habían puesto una multa de aparcamiento, pero después vio que habían escrito su nombre con letras gruesas y a lápiz en un sobre. Dejó que Chapi se subiera en el lado del copiloto, se sentó en el coche y abrió el sobre. Dentro había un mensaje escrito a mano. La letra era torpe y enmarañada. Como si la persona que lo había escrito lo hubiera hecho con guantes o con la zurda.


Si le digo al impío: «Tienes que morir», y tú no le adviertes ni le dices nada sobre su impío camino para salvarle la vida, entonces él deberá morir por sus fechorías, pero su sangre la exigiré de tu mano. Pero si adviertes al impío y, a pesar de ello, él no retrocede en su impiedad y no se aparta de su impío camino, en ese caso, sin duda morirá por sus fechorías, pero tú habrás salvado tu alma.


¡QUEDAS AVISADA!


A Rebecka se le encogió el estómago. Se le erizó el vello de la nuca y de los brazos, pero pudo resistir el impulso de volver la cabeza para ver si alguien la estaba observando. Arrugó la nota y tiró la bola dentro del coche, en el suelo, delante del asiento del copiloto.

– Dad la cara, cobardes de mierda -se dijo a sí misma en voz alta cuando salió del parking.

En todo el trayecto hasta el centro educativo Bolags, no consiguió evitar la sensación de que alguien la estaba siguiendo.


La directora de las escuelas locales que incluían el colegio de primaria y la guardería infantil, se quedó mirando a Rebecka, sentada detrás de su mesa, con evidente desaprobación. Era una mujer regordeta que rondaba los cincuenta. Tenía la cara cuadrada y el pelo grueso y teñido de color tan negro que parecía que llevaba un casco. Sus gafas tenían forma de ojos de gato y le colgaban del cuello con un cordel, enredado en un collar de tiras de cuero, plumas y piezas de cerámica.

– No acabo de entender qué supone que puede hacer la escuela en este caso -dijo, a la vez que se quitaba un pelo de la chaqueta de punto.

– Ya se lo he explicado -afirmó Rebecka tratando de ocultar su impaciencia-. El personal no tiene que dejar que Sara y Lova se vayan con nadie que no sea yo.

La directora sonrió con indulgencia.

– Preferimos no mezclarnos en asuntos familiares, y eso ya se lo he explicado a la madre de las niñas, Sanna Strandgård.

Rebecka se puso en pie y se inclinó por encima de la mesa.

– Me da igual lo que usted quiera o deje de querer -dijo alzando la voz-. Es su maldita responsabilidad como directora de la escuela procurar que los niños estén seguros durante la jornada escolar hasta que pasen a recogerlos los padres o las personas responsables de ellos. Si no hace lo que le digo y le dice claramente a su personal que sólo yo puedo recoger a las niñas, tenga por seguro que su nombre saldrá en todos los medios como corresponsable de un secuestro de menores. Mi móvil está a reventar de mensajes de periodistas que quieren hablar conmigo sobre Sanna Strandgård.

A la directora se le tensaron las mandíbulas y la piel alrededor de la boca.

– ¿Así es como se vuelve una cuando vive en Estocolmo y trabaja en un bufete de abogados?

– No -dijo Rebecka conteniéndose-. Así es como se vuelve una cuando trata con gente como usted.

Se miraron en silencio hasta que la directora se rindió encogiéndose de hombros.

– Bueno, la verdad es que no es fácil saber qué hay que hacer con esas niñas -soltó-. Primero, las pueden venir a recoger tanto los padres como el hermano. Y luego, de repente, la semana pasada vino Sanna Strandgård como un torbellino diciéndonos que no se le podían dejar las niñas a nadie que no fuera ella, y ahora sólo te las podemos dejar a ti.

– ¿Dijo Sanna la semana pasada que sólo ella podía recoger a las niñas? -preguntó Rebecka-. ¿Por qué?

– Ni idea. Por lo que yo sé, sus padres son las personas más consideradas que se pueda imaginar. Siempre han estado dispuestos a ayudar.

– Sí, bueno, eso es lo que usted cree -dijo Rebecka irritada-. Ahora vendré yo a buscar a las niñas tanto a la guardería como al colegio.


A las seis de la tarde Rebecka estaba sentada en la cocina de su abuela, en Kurravaara. Sivving estaba a los fogones, arremangado y pasando por la sartén de hierro unas tiras de reno. Cuando las patatas estuvieron cocidas metió la batidora eléctrica en la cacerola de aluminio hasta hacer un puré, con un poco de leche, mantequilla y dos yemas de huevo. Por último, lo salpimentó. Chapi y Bella estaban sentadas a sus pies como obedientes caniches de circo, hipnotizadas por los deliciosos aromas que salían de los fogones. Lova y Sara estaban tumbadas en un colchón delante de la tele, mirando el programa infantil de cada tarde.

– He traído algunas películas por si queréis verlas -le dijo Sivving a las niñas-. Son El rey león y otras, también de dibujos animados. Están en una bolsa.

Rebecka, distraída, hojeaba un antiguo ejemplar de la revista Allers. La cocina estaba de lo más acogedora con Sivving moviéndose delante del fuego. Cuando Rebecka fue a buscar la llave por segunda vez el mismo día, él le preguntó enseguida si tenían hambre y se ofreció a cocinar. El fuego de la chimenea crepitaba y el aire susurraba por el tubo de la ventilación.

«Ha pasado algo raro en la familia Strandgård -pensó-. Mañana Sanna no se va a librar tan fácilmente.»

Miró a Sara. A Sivving no parecía preocuparle demasiado que estuviera callada y como ausente.

«No debería esforzarme tanto -pensó-. Tengo que dejarla tranquila.»

– Pueden necesitar algo con qué ocupar el tiempo -dijo Sivving haciendo un gesto con la cabeza hacia las niñas-. Aunque hoy en día parece que algunos críos no saben jugar fuera de casa por culpa de las películas y todos esos juegos de la consola. ¿Te acuerdas de Manfred, el que vive al otro lado del río? Me contó que fueron a verle sus nietos este verano. Al final los tuvo que obligar a salir para que jugaran fuera. «En verano sólo se puede estar dentro de casa si llueve a cántaros», les dijo. Y los niños salieron. Pero no tenían ni idea de cómo jugar. Se quedaron allí, en el jardín, totalmente apáticos. Al cabo de un rato, Manfred vio que se habían puesto en círculo cogidos de la mano. Cuando salió y les preguntó qué hacían le dijeron que le estaban pidiendo a Dios que se pusiera a llover a cántaros.

Retiró la sartén del fuego.

– Vamos, chicas, hora de cenar.

Puso la carne, el puré de patata y un envase reciclado de plástico lleno de mermelada de arándanos rojos sobre la mesa.

– Válgame Dios, qué críos -dijo soltando una risotada-. Manfred se quedó pasmado.


Måns Wenngren estaba sentado en un taburete, en su piso, escuchando un mensaje en el buzón de voz. Era de Rebecka. Aún llevaba el abrigo y no había encendido ninguna luz. Escuchó el mensaje tres veces, fijándose en su tono de voz. Sonaba diferente. Como si no lo controlara del todo. En el trabajo el tono de voz lo mantenía firme. Nunca dejaba que le afectara con los sentimientos y que el tono revelara lo que en verdad sentía.

«Gracias por arreglar el tema de la periodista -decía-. Por lo que veo no has necesitado mucho tiempo para encontrar una cabeza de caballo y dejársela a alguien en la cama, ¿o lo solucionaste de otra manera? Tengo el teléfono apagado todo el tiempo porque me están llamando un montón de periodistas, pero voy escuchando los mensajes y mirando el correo. Gracias otra vez. Buenas noches.»

Se preguntó si también tendría un aspecto diferente. Como aquella vez que se la cruzó en la recepción a las cinco de la mañana. Él había estado haciendo unas negociaciones nocturnas y ella acababa de llegar de dar un paseo. Llevaba el pelo alborotado y se le había pegado un mechón en la mejilla. Tenía la cara un poco enrojecida por el aire frío y los ojos le brillaban, como de alegría. Recordó la cara de sorpresa que puso. Casi se ruborizó. Él intentó charlar un rato, pero ella le dio una respuesta bastante escueta y se metió en su despacho.

– Buenas noches -dijo en el silencio del apartamento.

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