VIERNES, 21 DE FEBRERO

Había dejado de nevar y se había levantado viento. Un viento molesto, rápido y helado que barría bosques y carreteras. Avanzaba dejando una estela de nieve en polvo y cubría todo el paisaje con un grueso manto uniforme. El tren de la mañana que iba a Luleå se quedó atrapado durante varias horas, y en los edificios de viviendas los montones de nieve volvían a cubrir las rampas de los aparcamientos y a bloquear las puertas de los garajes. El viento daba la vuelta a las esquinas de las casas a la caza de nieve virgen y se escurría por el cuello de los abrigos de los repartidores de periódicos, que no dejaban de maldecirlo.

Rebecka Martinsson caminaba con esfuerzo hacia la casa de Sivving. Iba con los hombros inclinados contra el viento y mantenía la cabeza agachada como un toro a punto de embestir. El viento le escupía nieve a la cara y apenas veía nada. En un brazo llevaba a Lova como si fuese un fardo y en la otra mano la mochilita vaquera de color rosa de la niña.

– Yo también puedo caminar -se quejó Lova.

– Lo sé, bonita -dijo Rebecka-. Pero no tenemos tiempo. Vamos más deprisa si te llevo yo.

Abrió la puerta de Sivving con el codo y dejó a Lova en el suelo del recibidor.

– Hola -gritó, y al instante le respondió Bella con unos ladridos de entusiasmo.

Sivving apareció en la puerta que bajaba al sótano.

– Gracias por quedártela -dijo Rebecka, buscando aliento mientras en vano intentaba quitarle a Lova los zapatos sin desatarlos-. Vaya idiotas. Ya me lo podrían haber dicho ayer cuando la fui a buscar.

Al llegar a la guardería con Lova se había encontrado con que el personal tenía jornada de planificación y que los niños no podían estar allí. Y sólo faltaba una hora para la vista oral donde se discutiría la prisión preventiva. Ahora tenía prisa de verdad. Dentro de poco el viento habría echado tanta nieve sobre el coche que quizá no lo podría sacar. Y entonces no llegaría a tiempo ni en sueños.

Intentó desatarle los cordones a Lova, pero Sara le había hecho nudos dobles cuando ayudó a su hermana a atárselos.

– Déjame a mí -dijo Sivving-. Tú tienes prisa.

Levantó a Lova y se sentó, con ella en el regazo, en una sillita verde de madera que desapareció por completo debajo de su corpachón. Con paciencia comenzó a deshacer los nudos.

Rebecka lo miró agradecida. Las carreras de la guardería al coche y del coche hasta la casa de Sivving la habían hecho acalorarse y sudar. Sentía que la blusa se le pegaba al cuerpo, pero no tenía tiempo de ducharse y cambiarse de ropa. Le quedaba sólo media hora.

– Te quedas con Sivving y dentro de un rato vengo a buscarte, ¿vale? -le dijo a Lova.

Lova asintió con la cabeza y levantó la cara hacia Sivving hasta verle la barbilla por debajo.

– ¿Por qué te llamas Sivving? -le preguntó-. Es un nombre raro.

– Sí, es raro -dijo Sivving riéndose-. En realidad me llamo Erik.

Rebecka lo miró sorprendida y se olvidó de que tenía prisa.

– ¿Qué? -dijo-. ¿No te llamas Sivving? Y ¿por qué te llaman así?

– ¿No lo sabes? -dijo Sivving con una sonrisa-. Fue mi madre. Estaba estudiando para ingeniero de caminos, canales y puertos en la Escuela Técnica Superior de Estocolmo. Después volví a casa y me iba a poner a trabajar para LKAB. Mi madre no cabía en sí misma de lo orgullosa que estaba, claro. Había tenido que aguantar bastantes memeces por parte de los vecinos del pueblo cuando me mandó a estudiar. Decían que sólo la gente fina enviaba a sus hijos a estudiar fuera y que ella no debía tener esos aires de grandeza.

El recuerdo le dibujó media sonrisa y luego continuó:

– En cualquier caso, alquilé una habitación en la calle Arent Grape y mi madre consiguió una línea de teléfono para mí. Y me apuntó para que apareciera mi título en el listín. Civ. ing., es decir, ingeniero civil. Puedes imaginarte cómo sonaba al principio: «Vaya, si es el mismísimo civ. ing. que viene de visita.» Pero con el tiempo la gente se fue olvidando de dónde venía el nombre y al final todo el mundo me llamaba Sivving. Y yo me acostumbré. Hasta Maj-Lis me llamaba Sivving.

Rebecka lo miraba estupefacta.

– Vaya sorpresa.

– ¿No tenías prisa? -preguntó Sivving.

Rebecka dio un respingo y salió disparada por la puerta.

– No vayas a matarte por la carretera -le gritó Sivving a través del viento.

– No me metas deseos inconscientes en la cabeza -respondió ella entrando en el coche.

«Dios, qué pinta llevo», pensó mientras iba recorriendo la carretera de curvas que llevaba a la ciudad. «Si hubiese tenido media hora para ducharme y ponerme otra cosa…»

Ya empezaba a saberse el camino hasta la ciudad. No necesitaba concentrarse al cien por cien, podía dejar libres sus pensamientos.


Rebecka está tumbada en la cama, con las manos apretadas contra el vientre.

«No ha sido tan grave -se dice a sí misma-. Y ahora ya ha pasado.»

Gente desconocida en bata blanca con manos blandas e impersonales. («Hola, Rebecka, sólo voy a ponerte una cánula en el brazo para el goteo», un trozo de algodón frío en contacto con la piel, los dedos de la enfermera también están fríos, a lo mejor se ha escapado un minuto para fumarse un cigarrillo en el balcón bajo el sol primaveral, «notarás un pinchazo, vale, ya está».)

Había estado mirando por la ventana; el sol que deshacía la nieve y que hacía que el mundo brillara tanto casi molestaba. La felicidad le llegaba a través de un tubito de plástico directa al brazo. Todo lo pesado y triste se desvanecía y al cabo de un rato llegaron dos personas más que iban de blanco y se la llevaron en la camilla al quirófano.

Fue ayer por la mañana. Ahora está aquí tumbada y el dolor la quema por dentro. Se ha tomado varios analgésicos, pero no sirven de nada. Tiene mucho frío. Si se ducha, entrará en calor. Quizá mengüe el dolor del vientre.

Cuando está en la ducha empieza a desprender una sangre grumosa. Observa asustada cómo se le va deslizando a lo largo de la pierna.


Tiene que volver al hospital. Más goteo en el brazo y debe quedar ingresada durante la noche.

– No te pasa nada grave -le dice una enfermera cuando ve que Rebecka mantiene los labios apretados-. A veces, con el aborto, puede ser que haya una infección posterior. No se debe a falta de higiene ni nada que hayas hecho tú. Los antibióticos que te vamos a dar ahora le pondrán remedio.

Rebecka intenta corresponder amablemente a la sonrisa, pero lo único que consigue es una mueca extraña.

«No es un castigo -piensa-. Él no es así. No es un castigo.»


Sanna Strandgård pasó a prisión preventiva el viernes 21 de febrero a las 10:25 horas, sospechosa del asesinato de su hermano Viktor Strandgård. La gente de los periódicos y la televisión engulleron el fallo como una manada de zorros hambrientos. El pasillo al que daba la sala del tribunal quedó iluminado por los flashes de las fotos y los focos de las cámaras que enfocaban al fiscal jefe en funciones, Carl von Post, mientras hablaba con los medios.

Rebecka Martinsson estaba junto a Sanna en una habitación situada detrás de la sala del tribunal. Había dos agentes esperando para meter a Sanna en el vehículo que la llevaría de vuelta a la comisaría.

– Recurriremos, no lo dudes -dijo Rebecka.

Sanna, ausente, jugaba con un mechón de pelo que tenía sujeto entre el índice y el pulgar.

– Dios, cómo me miraba aquel chico joven que se encargaba de levantar acta -dijo-. ¿Te has fijado?

– Quieres que recurra, ¿no?

– Me miraba como si nos conociéramos, pero yo a él no lo había visto nunca.

Rebecka cerró el maletín de golpe.

– Sanna, eres sospechosa de asesinato. Todos los que estaban en la sala te estaban mirando. ¿Quieres que recurra por ti o no?

– Claro que sí -dijo Sanna mirando a los agentes-. ¿Nos vamos?

Después de que se fueran, Rebecka se quedó mirando la puerta que llevaba al aparcamiento. La puerta de la sala del tribunal se abrió a su espalda y, al volverse, se topó con la mirada escrutadora de Anna-Maria Mella.

– ¿Cómo va eso?

– Así, así -reconoció Rebecka con una mueca-. Y ¿tú?

– Bueno…, así, así.

Anna-Maria se sentó en una de las sillas. Se bajó la cremallera del anorak y dejó la barriga un poco más libre. Después se quitó el gorro de lana grisáceo, sin arreglarse luego el pelo.

– Sinceramente, estoy deseando volver a ser una persona.

– Persona, ¿qué quieres decir? -preguntó Rebecka con media sonrisa.

– Pues meterme un cigarrillo en la boca y tomar café como hace todo el mundo -dijo Anna-Maria riéndose.

Un chaval que rondaba los veinte apareció en la puerta con una libreta en la mano.

– ¿Rebecka Martinsson? -preguntó-. ¿Tiene un minuto?

– Dentro de un rato -dijo Anna-Maria amablemente.

Se levantó y se acercó a cerrar la puerta.

– Vamos a hablar con las niñas de Sanna -dijo Anna-Maria sin rodeos cuando volvió a la silla.

– Pero… estás bromeando, ¿no? -se quejó Rebecka-. Si ellas no saben nada. Estaban durmiendo cada una en su cama cuando asesinaron a Viktor. ¿Qué pasa, que el id… que Von Post quiere probar su técnica de interrogatorio de machito con dos niñas de once y cuatro años o qué? ¿Quién se va a ocupar después de ellas? ¿Lo vas a hacer tú?

Anna-Maria se reclinó en la silla y se presionó con la mano derecha justo debajo de las costillas.

– Entiendo que reaccionaras por su manera de hablar con Sanna…

– Sí, pero en serio, ¿tú no…?

– … intentaré que el interrogatorio con las niñas se haga de la mejor manera posible. Nos acompañará un psicólogo infantil.

– ¿Por qué? -preguntó Rebecka-. ¿Por qué hay que interrogarlas?

– Seguro que entiendes que tenemos que hacerlo. Una de las armas homicidas ha aparecido en casa de Sanna, pero no hay pruebas técnicas que la vinculen a ella. La otra no la hemos encontrado. O sea, sólo tenemos indicios. Sanna nos ha contado que Sara estaba con ella cuando encontró a Viktor y que Lova estaba durmiendo en el trineo. Puede que las niñas hayan visto algo importante.

– ¿Te refieres, por ejemplo, a su madre asesinando a Viktor?

– Por lo menos debemos poder descartar eso en la investigación -dijo Anna-Maria.

– Quiero estar presente -afirmó Rebecka.

– Por supuesto -respondió Anna-Maria complaciente-. Se lo diré a Sanna, ya que tengo que pasar por comisaría. Me ha parecido verla bastante entera.

– Ni siquiera era consciente de dónde estaba -contestó Rebecka con gravedad.

– Supongo que es difícil imaginarse por lo que está pasando. Estar entre rejas.

– Sí -dijo Rebecka.


Se han reunido en casa de Gunnar Isaksson. Los pastores, el Consejo de Ancianos y Rebecka. Ésta es la última en llegar, aunque lo hace diez minutos antes de lo fijado. Oye cómo se van silenciando las conversaciones en la sala cuando Gunnar abre la puerta.

Ni la mujer de Gunnar, Karin, ni los niños están en casa, pero en la cocina hay dos termos grandes sobre la mesa redonda. Uno con café y el otro con agua caliente. En una bandeja redonda, plateada, hay bollos y otros dulces cubiertos con una servilleta de tela a cuadros blancos y amarillos. Karin ha sacado tazas, platitos y cucharillas. Incluso ha puesto leche en una jarrita. Pero el café lo tomarán más tarde. Primero van a hablar.

– Imagino que te preguntas por qué te hemos pedido que vinieras.

Frans Zachrisson es el que empieza. Es del Consejo de Ancianos. Normalmente apenas la mira. No le caen bien ni Sanna ni Rebecka. Pero ahora tiene una mirada preocupada y tierna. Su voz está llena de calor y consideración, y eso hace que Rebecka esté aterrada. No responde, se limita a tomar asiento cuando él se lo pide.

Otros miembros del Consejo de Ancianos la miran con seriedad. Todos son de mediana edad o mayores. Vesa Larsson y Thomas Söderberg son los más jóvenes. Tienen unos treinta años.

Vesa Larsson tiene la mirada clavada en la mesa. Thomas Söderberg está sentado en la silla, inclinado hacia adelante, con los codos en las rodillas. Tiene las manos unidas y apoya en ellas la frente mientras mantiene los ojos cerrados.

– Thomas ha presentado su dimisión -dice Frans Zachrisson-. Después de lo que ha pasado no le parece que pueda seguir siendo pastor en la misma congregación que tú, Rebecka.

Los hermanos asienten para corroborar sus palabras y Frans Zachrisson sigue hablando:

– Me parece muy grave lo que ha ocurrido. Pero también creo en el perdón. El perdón tanto de Dios como de las personas. Sé que Dios ha perdonado a Thomas y por mi parte también lo he perdonado. Todos lo hemos hecho.

Se queda callado. Quizá reflexione un segundo sobre cómo debe hablar del perdón de Rebecka. Pero es un capítulo engorroso. Ha abortado a pesar de las súplicas desinteresadas de Thomas Söderberg, y no muestra ninguna señal de arrepentimiento. ¿Puede haber perdón sin arrepentimiento?

Rebecka intenta forzarse a sí misma a alzar la mirada y cruzarse con la de Frans Zachrisson. Pero es incapaz. Son demasiados. La intimidan.

– Hemos intentado convencer a Thomas de que retire su dimisión, pero no lo ha hecho. Es difícil que siga aquí, porque se le recordaría constantemente el error que ha cometido…

Se vuelve a quedar callado y el pastor Gunnar Isaksson aprovecha la oportunidad para decir unas palabras. Rebecka echa un vistazo hacia él. Gunnar está reclinado en el sofá de piel. Su mirada es, sí, casi ansiosa. Parece como si en cualquier momento fuera a alargar su rechoncha manita para agarrarla y comérsela entera sin dejar rastro. Rebecka ve que a Gunnar le gusta que Thomas Söderberg esté en un aprieto. Thomas es demasiado intelectual para su gusto. Sabe griego antiguo y siempre está hablando de lo que pone el texto original. Ha hecho la carrera de Teología. Gunnar sólo ha hecho la primaria. Estos últimos días debe de haber disfrutado como nunca sentado con los otros hermanos para discutir la «debilidad» de Thomas Söderberg.

Gunnar Isaksson señala que él también ha sido expuesto a tentaciones, pero que es entonces cuando la relación con Dios se pone a prueba. Cuenta que, cuando los hermanos del Consejo de Ancianos le preguntaron si todavía confiaba en Thomas Söderberg, les pidió un día de reflexión antes de darles el «sí». Quería que su decisión estuviera bien afianzada en Dios. Esperaba que Rebecka comprendiera que lo estaba.

– Creemos que Dios tiene grandes planes para Kiruna -interrumpe Alf Hedman, otro hermano del Consejo de Ancianos-, y creemos que Thomas tiene un papel destacado en ese proyecto.

Rebecka entiende perfectamente por qué le han pedido que vaya. Thomas no se puede quedar en la congregación si ella sigue participando, porque entonces su pecado le será recordado constantemente. Y todos quieren que Thomas siga allí. Ella les complace de inmediato.

– No hace falta que se vaya de aquí -dice-. De todos modos, yo iba a pedir mi cese en la congregación porque me voy a estudiar a Uppsala.

La felicitan por la decisión. Además, en Uppsala hay una congregación muy buena de la que puede formar parte.

Ahora quieren rezar por ella. Rebecka y Thomas se sientan en dos sillas que están juntas y los demás se colocan en círculo a su alrededor, cogiéndolos de las manos. De inmediato las palabras se deslizan por la ventana en dirección al cielo.

Sus manos son como insectos que le recorren el cuerpo. Por todas partes. No, como planchas incandescentes que la queman atravesándole la ropa y la piel. Por ahí supura su alma. Está mareada. Quiere vomitar. Pero no puede. Está atrapada entre todos esos hombres que tienen las manos apoyadas en su cuerpo. Sólo hace una cosa. Deja de cerrar los ojos. Hay que mantenerlos cerrados cuando rezan por ti. Hay que abrirse. Hacia dentro y hacia arriba. Pero ella se queda con los ojos abiertos. Se aferra a la realidad fijando la mirada en su regazo, en una mancha prácticamente imperceptible de la falda.

– Te quedas para el café, me imagino -dice Gunnar Isaksson una vez que han terminado.

Y lo hace, obediente. Los pastores y el Consejo de Ancianos comen con placer los bollos caseros que ha preparado Karin. Excepto Thomas, que desaparece en cuanto acaban de rezar. Los demás hablan del tiempo y de los encuentros previstos para Semana Santa.

Nadie habla con Rebecka. Es como si no estuviera allí. Se está comiendo una magdalena de coco. Está seca y no se le deshace en la boca, por lo que tiene que ir sorbiendo té para poder tragarla. Cuando se la ha terminado, deja la taza en la mesa, murmura algo parecido a un adiós y se escabulle por la puerta de entrada. Como un ladrón.


Anna-Maria Mella dio los últimos pasos por la nieve hasta su casa. La rampa del aparcamiento había quedado cubierta otra vez y el coche estaba atrapado entre los postes de la valla.

Apartó la nieve de la puerta de una patada y entró con un grito:

– ¡Robert!

No obtuvo respuesta. Desde la habitación de Marcus se oía la música a todo volumen. No valía la pena pedirle que saliera a ayudarla. Sólo conseguiría enzarzarse en una discusión de media hora. Le resultaría más fácil hacerlo ella misma con la pala, pero no le quedaban fuerzas. Se había metido nieve en el marco de la puerta y tuvo que cerrarla con un golpe para que no se volviera a abrir. Robert habría ido a algún sitio con Jenny y Petter. Puede que a casa de su madre.

Marcus había llevado amigos a casa. Probablemente serían los del equipo de hockey. Su bolsa de entrenamiento estaba en el recibidor, flotando en un charquito de nieve derretida que había entrado pegada a los zapatos, y había otras dos bolsas que no reconocía. Pasó por encima de los palos y metió las mojadas bolsas en el baño. Sacó la ropa de Marcus, pasó la fregona por el recibidor y colocó los zapatos y los palos al lado de la puerta.

De camino al lavadero, con la ropa de deporte húmeda bajo el brazo, pasó por la cocina. En la mesa había un cartón de leche y un bote de chocolate instantáneo. ¿De esta mañana? ¿O de Marcus y sus amigos? Agitó con cuidado el cartón de leche y olfateó la ranura abierta. Estaba bien. Lo guardó en la nevera. Le echó una mirada cansada a la encimera, rebosante de platos por fregar, y se dirigió al sótano. Detrás de la puerta todavía había dos cajas llenas de motivos navideños. Robert debería haberlas llevado al trastero.

Bajó al sótano. Fue empujando con los pies la ropa sucia que la familia había ido dejando por la escalera y al final la recogió con un suspiro. Hacía mil años que no tenía fuerzas para ponerse a planchar y a doblar ropa. La montaña de ropa limpia, alta como el pico Tolpagorni, estaba al lado del banco de trabajo, y la ropa sucia, amontonada en el suelo, delante de la lavadora. Las pelusas de polvo en las esquinas eran cada día más grandes y alrededor del desagüe había una espuma oscura y mugrienta.

«Cuando me den la baja -pensó-. Entonces tendré tiempo.»

Metió un montón de calcetines de deporte, ropa interior, algunas sábanas y toallas en la máquina. La puso a sesenta grados y giró la rueda hasta el programa B. La lavadora se puso en marcha con un rugido. Anna-Maria se quedó esperando el habitual clic, como si se tratara de un breve código morse, que se producía cuando el programa daba comienzo, acompañado del sonido del agua llenando el tambor. Pero no pasaba nada. El aparato seguía con su rugido monótono.

– ¡Venga! -dijo dándole un puñetazo en el lado superior.

Una lavadora nueva, no. Les costaría unos cuantos miles de coronas.

La máquina rugía afligida. Anna-Maria la apagó y la volvió a encender. Probó con otro programa. Al final le dio una patada y se echó a llorar.

Cuando Robert bajó al lavadero, una hora más tarde, estaba sentada junto al banco de trabajo doblando ropa, llena de rabia y llorando a mares.

Sintió las manos suaves de Robert en su espalda y en su pelo.

– ¿Cómo va, Mia-Mia?

– ¡Déjame! -le espetó.

Pero después, cuando la abrazó, ella hipó contra su hombro y le contó lo de la lavadora.

– Y además hay un desorden de cojones -dijo sorbiéndose-. En cuanto cruzo una puerta no veo más que cosas por hacer. Y luego esto…

Pescó un pelele de rayas blancas y azules de la montaña de ropa limpia. El azul estaba descolorido y la tela estaba gastada de tantos lavados.

– Pobre crío. Toda su vida tendrá que llevar ropa usada. Lo van a marginar en la escuela.

Robert sonrió pegado a su pelo. A pesar de todo, esta vez había habido pocas tormentas. Cuando esperaban a Petter había sido peor.

– Y el trabajo -continuó-. Nos han pasado una lista de todos los que participan en la Conferencia de los Milagros. La idea era hablar con cada uno de ellos, pero hoy han metido a Sanna Strandgård en prisión preventiva y ahora Von Post quiere que dediquemos todos los recursos a ella. Así que le he prometido a Sven-Erik que yo repasaría la lista, porque formalmente yo no trabajo en el caso. Lo que pasa es que no sé cuándo voy a tener tiempo.

– Ven -dijo Robert-. Vamos a la cocina, que voy a preparar una infusión.

Se sentaron el uno enfrente del otro en la mesa de la cocina. Anna-Maria removía apática la cucharilla en la taza mientras observaba cómo se deshacía la miel en la manzanilla. Robert peló una manzana, la cortó en trozos y se la dio a su mujer. Ella se los metía en la boca sin pensar.

– Todo saldrá bien -dijo él.

– No digas que todo saldrá bien.

– Pues entonces nos mudamos. Tú, yo y el bebé. Nos vamos de esta casa que está patas arriba. Los críos se las apañarán por un tiempo. Y después ya se harán cargo los de servicios sociales y les buscarán unos buenos padres de acogida.

Anna-Maria soltó una carcajada y luego se sonó ruidosamente en un trozo de papel rugoso de cocina.

– O, si no, podemos pedirle a mi madre que venga a vivir aquí -dijo Robert.

– Jamás.

– Lo limpiaría todo.

– Nunca jamás.

– Vaciaría el lavavajillas. Me plancharía los calcetines. Te daría buenos consejos.

Robert se levantó y tiró la monda de la manzana en el fregadero.

«¿Por qué no lo puede tirar directamente a la basura?», pensó Anna-Maria con cansancio.

– Vamos, iremos con los niños a comprar pizzas -dijo él-. Te podemos dejar en la comisaría para que puedas echarle un vistazo a la gente de la conferencia ésa del milagro esta misma tarde.


Cuando Sara y Rebecka entraron en la cocina de Sivving el viernes por la tarde, él y Lova estaban en plena labor de encerar esquís. Sivving tenía una plancha de viaje en la mano y la estaba usando para derretir una pastilla de parafina base blanca, dejando que cayeran unas pocas gotas sobre los esquís, que estaban colocados en unas sujeciones especiales. Después extendió la parafina cuidadosamente por todo el esquí con la ayuda de la plancha. Luego la dejó a un lado y le alargó la mano a Lova sin mirarla. Como un cirujano.

– Espátula -dijo.

Lova le pasó la espátula.

– Estamos encerando los esquís -le aclaró Lova a su hermana mayor mientras Sivving raspaba el sobrante de parafina, que iba cayendo en forma de rizadas virutas.

– Ya lo he visto -dijo Sara agachándose para acariciar a Bella, que estaba tumbada en la alfombrilla, junto a la ventana. Al menear la cola, repicaba en el radiador que tenía detrás.

– Vaya -le dijo Rebecka a Sivving-. Habéis ocupado la cocina.

– Sí -le contestó-. Para esto se necesita mucho espacio. Será mejor que tú también saludes a Bella antes de que le dé un ataque. Le he dicho que se tumbe para que no vaya tirando los esquís ni se ponga a corretear sobre las virutas de parafina. Bien, Lova, ya me puedes pasar la otra parafina.

Cogió la plancha de la encimera y empezó a derretir otra capa de parafina sobre los esquís.

– Bueno, bonita, ya puedes coger los tuyos y les das una capa de cera azul.

Rebecka se inclinó sobre Bella y le rascó debajo de la barbilla.

– ¿Tenéis hambre? -preguntó Sivving-. Hay bollos y leche.

Rebecka y Sara se sentaron en el banco de madera, cada una con su vaso de leche y a la espera de que sonara el timbre del microondas.

– ¿Vais a ir a esquiar? -preguntó Rebecka.

– No -dijo Sivving-. Nosotros no, vosotras. Por lo visto, mañana dejará de hacer viento. Había pensado que podríamos coger la moto de nieve y subir por el lado del río hasta la cabaña de Jiekajärvi. Y allí podréis esquiar un poco. Tú hace años que no vas a ver aquello.

Rebecka sacó los bollos del microondas y los puso en un montón sobre la mesa de madera de pino. Se habían calentado demasiado, pero ella y Sara iban cogiendo trozos y los metían en la leche fría. Lova frotaba la cera intensamente sobre los pequeños esquís.

– Me encantaría subir a Jiekajärvi, pero mañana tengo que seguir trabajando -dijo Rebecka cerrando los ojos.

El dolor de cabeza se le clavaba detrás de los párpados como un escoplo. Se apretó con el índice y el pulgar en el entrecejo, donde nace la nariz. Sivving le lanzó una mirada. Vio el bollo que había dejado a medias junto a la taza de leche. Le dio a Lova el taco de encerar y le enseñó cómo tenía que extender la cera.

– Oye -le dijo a Rebecka-, sube a echarte un rato arriba. Las niñas y yo saldremos con Bella y después prepararemos algo de comer.

Rebecka subió al dormitorio. La cama doble de Sivving y Maj-Lis estaba perfectamente hecha en la silenciosa habitación. Los grandes pomos torneados de las patas se habían vuelto oscuros y brillantes por tantos años de roce. Le entraron ganas de pasarles la mano por encima. El cielo gris mantenía atrapada en el exterior la mayor parte de la luz del día y en la habitación sólo había oscuridad. Se tumbó y se tapó con la manta de lana que había recogida a los pies de la cama. Estaba cansada, tenía frío y pinchazos en la cabeza. Intranquila, cogió el teléfono para escuchar los mensajes. El primero que tenía era de Måns Wenngren.

«No hacía falta ninguna cabeza de caballo -dijo desganado-. Pero le prometí a la periodista que sería la primera en conocer la historia a cambio de que retirara la denuncia por agresión.»

«¿Qué historia?», pensó Rebecka enfurruñada.

Esperaba que Måns dijera algo más, pero el mensaje se acabó y una voz sin tonalidad le dijo la hora exacta a la que había llegado el siguiente.

«¿Qué te creías? -se dijo burlándose de sí misma-. ¿Que estaría cariñoso y con ganas de charlar un rato?»

El segundo mensaje era de Sanna.

«Hola -decía Sanna brevemente-. Acabo de enterarme por Anna-Maria de que van a interrogar a las niñas. Con el psicólogo infantil de por medio y todo. No quiero que lo hagan y me sorprende que no me hayas dicho nada. Me da mucha pena que no nos entendamos, así que he decidido que mis padres se ocuparán de las niñas por el momento.»

Rebecka apagó el teléfono sin escuchar el resto de los mensajes. Entonces llamaron a la puerta y Sivving asomó la cabeza. La vio tumbada en la cama, observando el móvil que tenía en la mano.

– Creo que deberíamos cambiar eso por un peluche de verdad -dijo-. Te irá bien subir a Jiekajärvi. Allí no hay cobertura, así que puedes dejar eso en casa sin más. Sólo quería decirte que la comida estará lista dentro de una hora. Subiré a despertarte. Ahora duerme un poco.

Rebecka lo miró.

– No te vayas -le dijo-. Cuéntame algo de la abuela.

Sivving se acercó al armario, sacó otra manta de lana y se la puso por encima a Rebecka. Después le quitó el teléfono y lo dejó sobre la mesilla de noche.

– La gente de por aquí nunca pensó que Albert, tu abuelo, llegara a casarse. Cuando iba a casa de alguien siempre se quedaba callado en un rincón y con el gorro en la mano. Fue el único de todos los hermanos que se quedó en la granja con su padre. Y su padre, tu bisabuelo Emil, era un tipo duro de roer. Los chavales le teníamos un miedo tremendo. Joder. Una vez que nos pilló jugando al póquer en la cantera de arena, creí que me iba a arrancar la oreja de cuajo. Era un laestadiano devoto. Bueno, a lo que iba. Albert se fue a un entierro en Junosuando y cuando volvió le había pasado algo. Seguía callado, como antes, pero era como si estuviera sonriendo para sí mismo, aunque sin hacer el menor gesto con la boca. No sé si me explico. Había conocido a tu abuela. Y aquel verano se fue varias veces a visitar a la familia en Kuoksu. Emil se puso hecho una furia cuando Albert desapareció en plena temporada de siega. Al final ella vino de visita. Y ya sabes cómo era Theresia. Cuando se trataba de trabajo no había quien le hiciera sombra. En cualquier caso, no sé cómo fue la cosa, pero de pronto ella y Emil se pusieron a segar cada uno medio campo donde pastaban las ovejas, ya sabes, el prado entre el campo de patatas y el río. Fue como una especie de competición. Lo recuerdo como si fuera ayer. Era a finales del verano, los mosquitos ya habían llegado y era justo antes de la cena, así que picaban de lo lindo. Los chavales fuimos a mirar. Isak, el hermano de Emil, también estaba con nosotros. No llegaste a conocerlo. Una pena. Emil y Theresia iban segando en silencio cada uno con su guadaña. Nosotros también estábamos callados. Lo único que se oía eran los insectos y el piar de las golondrinas al atardecer.

– ¿Ganó ella? -preguntó Rebecka.

– No, pero en cierto modo Emil tampoco ganó. Fue el primero en terminar, pero no le llevaba mucha ventaja a tu abuela. Isak se rascó la barba y dijo: «Bueno, Emil, creo que tendremos que soltar al carnero en tu mitad.» Emil había pasado la guadaña como una fiera, pero no le había quedado muy igualado, que digamos. En cambio, la mitad de tu abuela…, parecía como si lo hubiera segado de rodillas y con cortaúñas. Bueno, ahora ya sabes cómo se ganó tu abuela el respeto por parte de tu bisabuelo.

– Cuéntame más -dijo Rebecka.

– En otro momento -contestó Sivving sonriendo-. Ahora duerme un poco.

Al salir, cerró la puerta.

«¿Cómo voy a poder dormir?», pensó Rebecka.

Tenía la sensación de que Anna-Maria Mella le había mentido. O quizá no mentido, pero sí ocultado algo. Y ¿por qué Sanna se mostraba tan reacia a que interrogaran a las niñas? ¿Era porque ella tampoco confiaba en Von Post? ¿O era porque había un psicólogo infantil de por medio? ¿Por qué alguien le había escrito a Viktor una postal diciendo que no habían hecho nada malo a los ojos de Dios? ¿Por qué la misma persona había amenazado a Rebecka? ¿O quizá no fuera una amenaza sino un aviso? Intentó recordar qué ponía exactamente en la nota.

«Cielo santo, cómo voy a poder dormir así», pensó con la mirada fija en el techo.

Pero acto seguido estaba sumida en un profundo sueño.


Se despertó con una idea que le vino a la mente, abrió los ojos en la oscuridad de la habitación y se quedó totalmente quieta para no ahuyentarla.

Era algo que le había dicho Anna-Maria Mella. «Sólo tenemos indicios.»

– Si sólo hay indicios, ¿qué hace falta? -susurró mirando el techo.

Motivos. Y ¿qué motivos se podían descubrir interrogando a las hijas de Sanna?

Cayó en la cuenta igual que una moneda cae en el pozo de los deseos y atraviesa el agua hasta posarse en el fondo. Las ondas en la superficie cesaron y la imagen quedó claramente definida.

Viktor y las niñas. Rebecka intentó quitarse la idea de la cabeza. Imposible. Y aun así era terriblemente posible.

Empezó a recordar cosas de cuando había llegado a Kurravaara. Lova embadurnándose a sí misma y a la perra con detergente. ¿No había dicho Sanna que siempre hacía lo mismo? ¿No parecía la típica actitud que adoptan los niños que…?

No se atrevía a terminar la frase.

Se puso a pensar en Sanna. Su ropa provocadora. Y su padre, influyente y peligroso.

«¿Cómo no he podido verlo? -pensó- La familia. El secreto de familia. No puede ser, pero tiene que ser eso.»

Pero, aun así, Sanna no asesinó a Viktor. Sanna no habría podido hacerlo aunque quisiera.

Le vino a la memoria aquella vez que Sanna compró una tostadora que no funcionaba.

«No se atrevió a devolverla -pensó-. Si no hubiese ido yo, se la habría quedado sin rechistar.»

Se sentó en la cama y se quedó un rato pensando. Si Sanna no quería que interrogaran a las niñas, probablemente sus padres ya estarían de camino para llevárselas. Sin duda, ya habrían intentado abrir la puerta en casa de la abuela. Y seguro que volverían en cualquier momento.

Cogió el móvil y llamó a Anna-Maria Mella a su número del trabajo. Respondió de inmediato. Parecía cansada.

– No te lo puedo explicar -dijo Rebecka-. Pero si de verdad quieres interrogar a las niñas puedo llevártelas mañana mismo. Más tarde lo tendréis difícil.

– Bien -fue lo único que le dijo-. Yo me ocupo.

Quedaron para el día siguiente y Rebecka prometió ir con las niñas.

«Una cosa menos -pensó Rebecka levantándose de la cama-. Lo siento, Sanna, pero no escucharé el buzón de voz hasta mañana por la tarde, así que aún no sé que quieres que tus padres se queden con las niñas.»

Tenía que evitar que la localizaran hasta el día siguiente. No podía quedarse allí con las niñas porque Sanna había estado en casa de Sivving.


En la comisaría, Anna-Maria Mella estaba sentada delante del ordenador repasando una a una las fotos de los participantes en la conferencia. El pasillo que daba al despacho estaba a oscuras. Al lado en la mesa le quedaba media pizza de atún, fría, dentro del cartón. Era sorprendente la cantidad de participantes que aparecían tanto en el registro de criminales como en el registro de sospechosos y en otros registros por el estilo. En la mayoría se trataba de delitos por drogas combinados con robos y delitos con violencia.

«Drogadictos y canallas y ahora conversos», pensó Anna-Maria.

Se había apuntado el nombre y el DNI de algunos que le había parecido que valía la pena controlar.

Justo cuando había pensado en llamar a Robert se fijó en una nota sobre un asesinato. El veredicto era del tribunal de Gävle doce años atrás. Sentencia: «internamiento con atención psiquiátrica». Ni una nota más desde entonces.

«Vaya -pensó-. ¿Está aquí de permiso o le han dado el alta? Tengo que echarle un vistazo a éste.»

Descolgó el teléfono y llamó a casa. Marcus contestó. Pareció decepcionado cuando oyó que era su madre y no otra persona.

– Dile a papá que llegaré tarde -le encargó su madre.


Rebecka bajó a la cocina. Sivving estaba poniendo la mesa para la cena. Sacó los mismos vasos de duralex, los cubiertos con mango de baquelita negra y los platos de porcelana con flores amarillas que recordaba de cuando era pequeña. Había pasado muchos ratos sentada en esa cocina hablando con Maj-Lis y Sivving.

– Hay albóndigas.

– Estoy a punto de desmayarme del hambre que tengo -dijo Rebecka-. Huele muy bien.

– Dos tercios de carne de alce y un tercio de cerdo.

– ¿Dónde están las niñas?

Sivving hizo un gesto hacia el salón.

– Oye -dijo Rebecka-, ¿podría coger tu moto y el remolque? Quiero ir a Jiekajärvi hoy mismo con las niñas.

Sivving dejó la cazuela de hierro sobre la mesa. Como salvamanteles puso un trapo de cocina doblado que tenía las iniciales de Maj-Lis bordadas en rojo, a punto de cruz.

– ¿Ha pasado algo? -preguntó Sivving.

Rebecka asintió con la cabeza.

– No es nada grave -dijo-, pero no podemos quedarnos aquí. Si vienen los padres de Sanna preguntando por nosotros, tú no sabes dónde estamos.

– Vale -dijo Sivving-. Tengo monos de invierno para ti y las niñas. Y os llevaréis también comida y leña seca. Bella y yo subiremos mañana por la mañana. Pero no dejaré que os vayáis con el estómago vacío.

Rebecka entró en el salón. Lova y Sara habían esparcido hojas de periódico por toda la mesa abatible y estaban de lo más concentradas pintando piedras. En medio de la mesa había una piedra con un dibujo ya pintado que utilizaban como referencia. Era de un tamaño un poco más grande que un puño y representaba un gato acurrucado con unos ojos grandes de color turquesa.

– Mis nietos hacían eso en verano -dijo Sivving desde la cocina-. Y, bueno, pensé que les podría gustar también a Lova y Sara.

En la cocina Bella ladró nerviosa.

– Calla ya -la regañó Sivving-. No sé qué le pasa -le dijo a Rebecka-. Hace media hora que se ha puesto a ladrar así. Será un zorro o algo. ¿Te ha despertado?

Rebecka negó con la cabeza.

– ¡Mira, Rebecka, estoy pintando a Chapi! -gritó Lova.

– Mmm, qué bonito -respondió Rebecka, ausente-. Después tendréis que recoger las piedras y las pinturas; esta tarde nos vamos con la moto de nieve a dormir a la cabaña de mi abuela.


A las seis y cuarto de la tarde, Rebecka conducía por el camino de Sivving hacia el río. Se había puesto un pasamontañas y un gorro de piel, pero aun así tenía que parpadear con fuerza por la nieve que le saltaba a la cara. Los copos de nieve que estaban cayendo reflejaban la luz de los faros de la moto y le impedían ver más allá de un metro. Sara y Lova estaban metidas dentro del remolque, tapadas con mantas de viaje y pieles de reno junto con el equipaje. Apenas se les podía ver la punta de la nariz.

Al pasar por el jardín de la abuela detuvo la moto delante de la casa. En realidad debería subir a coger los pijamas de las niñas, pero sólo faltaría que los padres de Sanna aparecieran justo en ese momento. No, lo mejor sería no entretenerse. Si podía mantener a las niñas alejadas hasta el día siguiente, sería suficiente para que el psicólogo pudiera hablar con ellas. Después ya se ocuparían los de servicios sociales o quien fuera. Entonces ya habría hecho por ellas todo lo que estaba en sus manos.

Aceleró y empezó a bajar hacia el río. La oscuridad se iba cerrando a su espalda como un telón. Y el viento borraba de inmediato las huellas de la moto.


En la cocina de la abuela está Curt Bäckström como una sombra aguardando. Está junto a la ventana, apoyado en la pared, observando los faros de la moto mientras desaparecen de camino al río. En la mano derecha tiene un cuchillo. Desliza con cuidado el dedo índice por el filo para sentir una vez más lo afilado que está. En uno de los bolsillos de su mono de invierno tiene tres sacos negros de plástico. En el otro tiene las llaves que le cogió a Rebecka de su abrigo. Lleva mucho rato esperando en la oscuridad. Ahora deja caer los párpados un momento. Le resulta agradable. Tiene los ojos secos y el calor le quema. Los zorros tienen madrigueras y los pájaros tienen nidos, pero el Hijo de Dios no tiene dónde descansar la cabeza.


Anna-Maria Mella iba por la autovía de Österleden hacia Lombolo. Eran las diez y cuarto de la noche. Conducía demasiado deprisa. Sven-Erik se asía de forma refleja a la parte superior de la guantera cuando el coche patinaba sobre las partes nevadas de la calzada. La mano metida en el grueso guante no tenía dónde agarrarse.

A la derecha, a través del telón de nieve, aparecían los débiles puntos de luz del supermercado OBS. Stop antes de la rotonda, chirrido de ruedas al pisar el acelerador. A la izquierda se alzaba el Museo del Espacio, como una nave extraterrestre plateada que hubiera encallado. El cartel en rojo brillante. La zona de casas unifamiliares, las avenidas Sten, Klipp, Block, con sus senderos bien limpios de nieve y llenos de comida para los pajaritos.

– Se llama Curt Bäckström -dijo Anna-Maria-. Fue juzgado por asesinato hace doce años y lo ingresaron en el psiquiátrico, como se llamaba entonces. No hay más datos.

– De acuerdo. ¿A quién asesinó?

– Se cargó a su padrastro. De varias cuchilladas. Su madre lo vio y testificó en su contra. En el interrogatorio dijo que le tenía miedo al chico.

– ¿El chico?

– Entonces sólo tenía diecinueve años. Y, bueno, no es que fuera uno de los invitados a la conferencia. Vive allá abajo, en Lompis. Tallplan, 5B. Una de las compañeras de Gävle conocía a alguien de la oficina de los juzgados. Fue allí después de salir del trabajo y me envió un fax con las sentencias. A veces es fácil que la gente te ayude.

Giró para entrar en el garaje. Largas filas de aparcamiento. Una casa de viviendas de dos plantas, de madera, construida a finales de los sesenta. Salieron del coche y echaron a andar. No se veía a nadie, a pesar de que era viernes por la noche.

– La justicia lo dejó salir hace dos años -continuó Anna-Maria-. Tenía que recibir atención médica, así que mantenía contacto con Gävle. Con regularidad le inyectaban un antidepresivo, Depot, y se portaba bien en el trabajo. Sin embargo, según el padrón se vino a vivir a Kiruna en enero del año pasado. El médico de guardia del psiquiátrico de Gällivare explica que en Kiruna no ha solicitado tratamiento.

– Así que…

– Así que no sé, pero probablemente hace un año que no recibe la medicación que necesita. ¿Y eso es raro? Quiero decir, tú mismo has visto las cintas de la comunidad. «¡Tira las pastillas! ¡Dios es tu médico!»

Se quedaron de pie un momento delante de la puerta de la escalera. Las dos viviendas estaban a oscuras. Sven-Erik asió la manilla de la puerta. Anna-Maria bajó la voz.

– Le pregunté al médico de guardia qué le pasaría a una persona que debe inyectarse Depot y no lo hace.

– Y…

– Pues ya sabes lo que pasa… No pueden pronunciarse en casos específicos…, varía de individuo a individuo… Pero al final dejó caer que quizá, eventualmente, probablemente, era posible que pudiera empeorar. Bueno, incluso ponerse mal de verdad. ¿Sabes lo que dijo cuando le expliqué que había una iglesia donde opinaban que se debían tirar los medicamentos?

Sven-Erik negó con la cabeza.

– Dijo: «La gente débil acostumbra a sentirse atraída por la Iglesia. Y la gente que quiere tener poder sobre la gente débil, también.»

Se quedaron callados unos segundos. Anna-Maria vio que el viento llenaba con nieve las huellas que habían dejado en la escalera de la entrada.

– Vamos a entrar -dijo.

Sven-Erik abrió la puerta y entraron en el oscuro zaguán. Anna-Maria le dio al interruptor de la luz. A la derecha, en un pequeño tablón se indicaba que Bäckström vivía en el primer piso. Subieron andando. Muchas veces los dos habían estado en edificios en los que los vecinos habían llamado por cuestión de peleas. En aquellas puertas olía como era habitual. A meados debajo de la escalera, detergente y hormigón.

Llamaron pero no abrió nadie. Escucharon a través de la puerta; todo lo que se oía era la música del piso de enfrente. Habían visto desde fuera que las ventanas estaban a oscuras. Anna-Maria abrió la rendija del buzón insertada en la puerta para intentar ver algo. El piso estaba a oscuras.

– Tendremos que volver.

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