El teléfono sonó a primera hora de la mañana en casa de Anna-Maria Mella.
– No lo cojas -dijo Robert con voz ronca.
Pero la mano de Anna-Maria ya se había estirado para coger el auricular como por acto reflejo después de tantos años de costumbre.
Era Sven-Erik Stålnacke.
– Soy yo -dijo, escueto-. ¿Te pasa algo?
– No, que acabo de subir las escaleras.
– ¿Has visto el tiempo que hace? Esta noche ha caído la de Dios.
– Mmm.
– Tenemos respuesta de Linköping -dijo Sven-Erik-. No hay huellas en el cuchillo. Estaba enjuagado y seco pero es el arma homicida. Había restos de sangre de Viktor en la base de la hoja, junto al mango. Y han identificado sangre de Viktor Strandgård en el fregadero de Sanna Strandgård.
Anna-Maria, pensativa, chasqueó la lengua.
– Y Von Post está que se sube por las paredes. Evidentemente, le habría gustado que hubiéramos conseguido pruebas técnicas con vinculación directa. Me ha llamado hacia las cinco y media pegando gritos en el móvil. Dice que tenemos que encontrar el objeto con el que le arrearon al chico en el cogote.
– Bueno, tiene razón -contestó Anna-Maria.
– ¿Crees que lo hizo ella? -le preguntó Sven-Erik.
– Se me hace muy raro pensar que haya podido ser así. Pero no soy psicóloga.
– En cualquier caso, el muy cabrito volverá a la carga.
Anna-Maria, irritada, suspiró profundamente.
– ¿Cómo que volverá a la carga? -preguntó.
– Y yo qué sé -respondió Sven-Erik-. La interrogará otra vez, claro. Y ha hablado de trasladarla a la prisión preventiva de Luleå.
– Pero, maldita sea… -soltó Anna-Maria-. ¿Es que no se entera de que no sirve de nada asustarla? Deberíamos hacer que viniera un profesional a hablar con ella. Y yo también voy a hablar personalmente con ella, porque los interrogatorios del fiscal no sirven para nada.
– Ojo con lo que haces -la advirtió Sven-Erik-. No empieces a interrogarla a espaldas del fiscal, porque entonces sí que se liará una gorda.
– Tendré que encontrar una excusa. Es mejor que me salte yo las normas a que lo hagas tú.
– ¿Cuándo vendrás? -preguntó Sven-Erik-. También te tienes que ocupar de una tonelada de faxes que han llegado de Linköping. Las chicas de administración van como locas. No saben si hay que incluirlos en el registro o no, y están mosqueadas porque el fax ha estado bloqueado toda la mañana.
– Son copias de la Biblia de Viktor. Diles que no hace falta que los registren.
– Entonces, ¿cuándo vendrás? -volvió a preguntar Sven-Erik.
– Tardaré un rato -dijo Anna-Maria sin entrar en detalles-. Robert tiene que quitarle la nieve al coche y eso.
– Vale, vale -dijo Sven-Erik-. Nos veremos cuando vengas.
Colgó.
– ¿Por dónde íbamos? -dijo Anna-Maria con una sonrisa, bajando la mirada hasta cruzarse con la de Robert.
– Por aquí -dijo Robert con voz alegre.
Estaba tumbado desnudo debajo de Anna-Maria y deslizaba las manos sobre la enorme barriga para luego continuar hasta llegar a los pechos.
– Íbamos justo por aquí -dijo dibujando un círculo por encima de las aureolas-. Justo aquí.
Rebecka Martinsson estaba en el jardín, delante de la casa de su abuela, quitando la nieve del coche con una escoba de cerdas duras. Había nevado mucho durante la noche y limpiar el coche era una tarea pesada. Sudaba con el gorro puesto. Aún estaba oscuro y seguía nevando. Había mucha nieve en polvo en la carretera y la visión era nula. No resultaba agradable conducir hasta el centro, si es que lograba sacar el coche del aparcamiento. Sara y Lova estaban observándola desde la ventana de la cocina. No había motivo para que estuvieran fuera cayéndoles la nieve encima, ni dentro del coche pelándose de frío. Chapi se había ido corriendo por detrás de la casa y aún no había vuelto. Le sonó el móvil, conectó el auricular del manos libres y respondió impaciente:
– Soy Rebecka.
Era Maria Taube.
– Hola -dijo con alegría-. Vaya, así que ya contestas al teléfono. Esperaba tener que dejarte otro mensaje en el buzón de voz.
– Acabo de llamar al vecino para que me ayude a sacar el coche del aparcamiento -resopló Rebecka-. Tengo que llevar a las niñas a la guardería y al colegio, y está nevando todo lo que quieras y más. No puedo salir con el coche.
– «Tengo que llevar a las niñas a la guardería» -se burló Maria Taube-. ¿Seguro que estoy hablando con Rebecka Martinsson? Pareces más bien una madre en apuros. Un pie en la guardería, otro en el trabajo y gracias a Dios que pronto es viernes y podrás desconectar delante de la tele mirando «Operación Triunfo» con una bolsa de patatas fritas y un cubata.
Rebecka soltó una carcajada. Chapi y Bella aparecieron corriendo a toda prisa en medio de la nevada. La nieve se levantaba a su paso. Bella iba primera. La profundidad de la nieve era un inconveniente para Chapi, que tenía las patas más cortas. Sivving debía de estar de camino.
– Tengo la información que querías sobre la congregación -dijo Maria-. Y le prometí una cena a Johan Dahlström para agradecérselo, así que ahora me debes una noche de copas o algo por el estilo. Quizá me vaya bien pasearme por el Sturehof a ver si me miran un poco.
– Parece que ese pacto te conviene -dijo Rebecka con un suspiro mientras pasaba la escoba por el capó-. Primero tu Johan insistirá en invitarte a una cena de gracias-por-la-ayuda, y después te tendré que invitar yo a copas para que enseñes tus maravillosas piernas.
– No es mi Johan. Te quiero agradecida y amable, si no, te quedas sin la información.
– Agradecida y amable -dijo Rebecka obediente-. Cuéntame.
– Vale, me ha dicho que la congregación, oficialmente, se dedica a actividades sin ánimo de lucro.
– Joder -dijo Rebecka.
– Yo nunca he trabajado con ninguna ONG ni asociación ni tampoco fundaciones. ¿Qué significa eso? -preguntó Maria.
– Pues eso, que es una asociación de utilidad pública y sin ánimo de lucro, por lo que no tiene que declarar impuestos ni sobre los ingresos ni sobre el patrimonio. No hace declaración de renta a Hacienda ni tampoco tiene que presentar la contabilidad. No se puede tener acceso a su actividad económica.
– Por lo que respecta a Viktor Strandgård, el sueldo que le pagaba la congregación era bastante modesto. Johan ha mirado los últimos dos años. No tiene más ingresos que ésos ni bienes patrimoniales.
Sivving apareció en el jardín. Llevaba un gorro de piel que casi le tapaba los ojos y arrastraba una pala quitanieves. Las perras fueron a su encuentro y empezaron a corretear entre sus pies. Rebecka lo saludó con la mano, pero él miraba hacia abajo y no la vio.
– Los otros pastores de la congregación ganan cuarenta y cinco mil coronas al mes.
– Eso es una cantidad bastante alta para un pastor -dijo Rebecka.
– Thomas Söderberg tiene una cartera de acciones importante, medio millón, más o menos. Y ahora es propietario de un solar aún por edificar en Värmdö.
– ¿Värmdö, Estocolmo? -preguntó Rebecka.
– Sí, tasado en cuatrocientas veinte mil, pero su valor auténtico puede alcanzar cifras astronómicas. La tasación estimada de la casa de Vesa Larsson da un millón doscientas mil. Es bastante nueva. La tasación se hizo el año pasado. Tiene un crédito de casi un millón. Seguramente es la hipoteca de la casa.
– Y ¿Gunnar Isaksson? -preguntó Rebecka.
– Nada en especial. Unos pocos bonos y algunos ahorros en el banco.
– Vale -dijo Rebecka-. Aparte de eso, ¿qué más me puedes decir de la congregación? ¿Son dueños de alguna empresa o algo así?
Sivving apareció justo detrás de Rebecka.
– ¡Buenos días! -saludó enérgicamente-. ¿Estás hablando sola o qué?
– Un segundo -le dijo Rebecka a Maria.
Se volvió hacia Sivving. Sólo se le veía la parte del rostro que no le tapaba la bufanda. Encima del gorro de piel ya se le había formado una capa de nieve.
– Estoy hablando por teléfono -dijo señalando el cable del auricular-. No he podido sacar el coche. Las ruedas no agarraban cuando he intentado salir.
– ¿Hablas por teléfono por el cable? -le preguntó Sivving-. Válgame Dios, dentro de poco en la maternidad ya te instalarán el teléfono en el cráneo. Tú habla, que yo me pongo con la pala -dijo mientras quitaba la nieve que había delante del coche.
– ¿Sigues ahí? -preguntó Rebecka por teléfono.
– Sí, aquí estoy -respondió Maria-. La congregación no tiene propiedades, pero les he echado un vistazo a los pastores y a sus familias. Las esposas de los pastores son copropietarias de una sociedad comercial, VictoryPrint HB.
– ¿La has controlado?
– No, pero las declaraciones son públicas, así que tendrás que pasarte por Hacienda. No quería pedirle otro favor a Johan. No le hizo mucha gracia tener que solicitar documentos de otra delegación.
– Muchísimas gracias -dijo Rebecka-. Tengo que ayudar a Sivving con la nieve. Te llamo.
– Ve con cuidado -dijo Maria, y colgó.
Poco a poco la noche fue abandonando a Sanna Strandgård. Se retiró. Abandonó la ventana de cristal reforzado y la pesada puerta de acero, y le dejó espacio al implacable día. Todavía tardaría un poco en hacerse más claro. Las farolas desprendían un suave resplandor que entraba por la ventana y se quedaba como una sombra debajo del techo. Sanna yacía totalmente inmóvil en el camastro.
«Un ratito más», pidió, pero el misericordioso sueño había desaparecido.
Sentía la cara entumecida. Sacó la mano de debajo de la manta y se acarició el labio. Por un momento la mano se convirtió en el suave pelo de Sara. Dejó que la nariz recordara el olor de Lova. Todavía olía a niña pequeña, pero ya se estaba haciendo mayor. Relajó todo el cuerpo y se sumió en el recuerdo. El dormitorio de casa, en el apartamento. Las cuatro en la cama. Lova rodeándole el cuello con los brazos. Sara acurrucada en su espalda, con Chapi tumbada encima de los pies. Las patitas negras que corrían cuando soñaba. Las llevaba a todas tatuadas en la piel, grabadas en las palmas de las manos y en el interior de los labios. Pasara lo que pasase, su cuerpo las recordaría.
«Rebecka -pensó-. No las voy a perder. Rebecka lo solucionará. No voy a llorar. No serviría de nada.»
Al cabo de una hora la puerta de la celda se entreabrió y se filtró un haz de luz mientras alguien susurraba:
– ¿Estás despierta?
Era Anna-Maria Mella. La policía de la trenza larga y la barriga enorme.
Sanna respondió, y la cara de Anna-Maria se hizo visible en la puerta.
– Pasaba para ver si querías desayunar. ¿Té y una tostada?
Sanna respondió que sí, agradecida, y Anna-Maria desapareció de su vista. Dejó la puerta de la celda un poco abierta.
En el pasillo se oyó la voz resignada del agente:
– ¡No jodas, Mella!
Después se oyó la respuesta de Anna-Maria:
– Venga, hombre. ¿Qué crees que va a hacer? ¿Venir hasta aquí y reventar la puerta de seguridad para escaparse?
«Debe de ser una buena madre -pensó Sanna-. Una de esas que dejan la puerta entornada para que los niños la puedan oír mientras recoge la cocina. Que deja encendida la lámpara de la mesilla de noche si la oscuridad les da miedo.»
Anna-Maria volvió al cabo de un rato con dos tostadas con mantequilla y pepino en una mano y una taza de té en la otra. Bajo el brazo sujetaba una carpeta y abrió la puerta con el pie. La taza estaba un poco desportillada y en algún momento había pertenecido a «La mejor abuela del mundo».
– Vaya -dijo Sanna, agradecida, poniéndose en pie-. Pensaba que en la cárcel se vivía a pan y agua.
– Esto es pan y agua -se rió Anna-Maria-. ¿Me puedo sentar?
Sanna la invitó con un gesto a sentarse a los pies del camastro y Anna-Maria se puso cómoda. Dejó la carpeta en el suelo.
– Se ha hundido -dijo Sanna entre trago y trago, señalándole la barriga-. Ya queda poco.
– Sí -dijo Anna-Maria con una sonrisa.
Dejaron que se hiciera el silencio. Sanna se comió las tostadas a bocados pequeños. El pepino crujía entre sus dientes. Anna-Maria miraba por la ventana, observando la nevada que estaba cayendo.
– La muerte de tu hermano fue tan…, cómo decirlo…, religiosa -dijo Anna-Maria pensativa-. Tan ritual, en cierto modo.
Sanna dejó de masticar. El bocado se le quedó inmóvil en la boca.
– Los ojos extirpados, las manos cortadas, las puñaladas -continuó Anna-Maria-. El lugar en el que estaba el cuerpo. En medio del pasillo que lleva al altar. Y ninguna señal de pelea ni de violencia.
– Como un cordero sacrificado -dijo Sanna en voz baja.
– Exacto -convino Anna-Maria-. Y me vino a la cabeza un fragmento de la Biblia, lo de «ojo por ojo, diente por diente».
– Sale en uno de los libros de Moisés -dijo Sanna alargando el brazo para coger la Biblia que había en el suelo, al lado del camastro.
Buscó un momento y luego leyó:
– «Pero si se sigue daño, pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente…»
Hizo una pausa y leyó primero en silencio, antes de continuar:
– «… mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe.»
– ¿Quién tenía motivos para vengarse de él? -le preguntó Anna-Maria.
Sanna no contestó. Se puso a hojear la Biblia sin buscar nada en concreto.
– En el Antiguo Testamento le sacan los ojos a la gente bastante a menudo -dijo-. Los filisteos le sacaron los ojos a Sansón. Los amonitas les prometieron la paz a los sitiados en Jabes de Galaad con la condición de que le sacaran el ojo derecho a todo el mundo.
Se calló porque la puerta se abrió de par en par y apareció un agente que acompañaba a Rebecka Martinsson. Ésta llevaba el pelo mojado y le llegaba hasta los hombros. Se le había corrido el rímel y parecía que tuviera unas ojeras enormes. Su nariz era como un grifo de color rojo chillón que no paraba de gotear.
– Buenos días -dijo echándole una mirada malhumorada a las dos mujeres que la miraban sonrientes sentadas en el camastro-. ¡No digáis nada!
El agente volvió a su puesto y Rebecka se quedó de pie en la puerta.
– ¿Estáis rezando maitines? -preguntó.
– Estábamos hablando de las veces que le sacan los ojos a alguien en la Biblia -dijo Sanna.
– «Ojo por ojo, diente por diente», por ejemplo -añadió Anna-Maria.
– Mmm -dijo Rebecka-. También está el pasaje ése en alguno de los Evangelios: «si tu ojo te hace pecar» y no sé qué más. ¿Dónde está eso?
Sanna se puso a buscar en la Biblia.
– Está en Marcos -dijo-. Aquí, Marcos 9:43-48: «Y si tu mano te escandaliza, córtatela; más te vale que entres manco en la vida que, con las dos manos, irte al infierno, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale que entres cojo en la vida que, con los dos pies, ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo; más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado al infierno donde el gusano no muere ni el fuego se apaga.»
– ¡Válgame Dios! -dijo Anna-Maria afectada.
– ¿Por qué habéis empezado a hablar de esto? -preguntó Rebecka mientras se quitaba el abrigo.
Sanna dejó la Biblia a un lado.
– Anna-Maria dice que el asesinato de Viktor le parece un ritual -respondió.
En la pequeña celda se hizo un silencio tenso. Rebecka se quedó mirando a Anna-Maria con expresión severa.
– No quiero que hables del asesinato con Sanna si yo no estoy presente -dijo con sequedad.
Anna-Maria se inclinó con dificultad hacia adelante y recogió la carpeta del suelo. Se puso en pie y miró fijamente a Rebecka.
– No era mi intención -dijo-. Simplemente, ha surgido así. Os acompañaré a la sala de reuniones para que podáis hablar. Rebecka, puedes pedirle al vigilante que acompañe a Sanna a la ducha cuando hayáis terminado. Nos vemos luego en el interrogatorio, dentro de cuarenta minutos.
Le dio la carpeta a Rebecka.
– Toma -le dijo con una sonrisa conciliadora-. Las copias de la Biblia de Viktor que me has pedido. Espero de verdad que podamos colaborar.
«Uno a cero para ti», pensó Rebecka cuando Anna-Maria pasó delante para indicarles el camino.
Una vez solas, Rebecka se desplomó sobre una silla y miró seria a Sanna, que estaba junto a la ventana observando cómo caía la nieve.
– ¿Quién puede haber metido el arma homicida en tu apartamento? -preguntó Rebecka.
– No se me ocurre nadie -respondió Sanna-. Y no sé más ahora de lo que sabía antes. Estaba durmiendo. Viktor estaba junto a la cama. Me llevé a Lova en el trineo y a Sara de la mano y nos fuimos a la iglesia. Allí estaba él.
Se quedaron calladas. Rebecka abrió la carpeta que le había dado Anna-Maria. La primera página era la fotocopia del reverso de una postal. No llevaba sello. Rebecka se quedó mirando la letra. El frío le recorrió todo el cuerpo. Era la misma letra que la de la nota que le habían dejado en el coche. Enmarañada. Como si quien lo había escrito llevara guantes o lo hubiese hecho con la zurda. Leyó:
Lo que hemos hecho no está mal a los ojos de Dios.
Te quiero.
– ¿Qué pasa? -preguntó Sanna asustada cuando vio a Rebecka palidecer.
«No puedo decirle nada sobre la nota del coche -pensó Rebecka-. Se va a desesperar. Tendrá pánico de que le pase algo a las niñas.»
– Nada -contestó-, pero escucha esto.
Leyó la postal en voz alta.
– ¿Quién le quería, Sanna? -preguntó.
Sanna bajó la mirada.
– No lo sé -contestó-. Un montón de gente.
– Tú no sabes nada de nada -dijo Rebecka, irritada.
Estaba confusa. Había algo que no encajaba, pero no se le ocurría el qué.
– ¿Estabas peleada con Viktor cuando murió? -quiso saber-. ¿Por qué no podían ir él ni tus padres a recoger a las niñas?
– Ya lo he explicado -dijo Sanna, incómoda-. Viktor se las habría dejado a mis padres.
Rebecka se quedó en silencio y miró por la ventana. Pensó en Patrik Mattsson. En la cinta de la ceremonia había intentado coger a Viktor por la ropa y Viktor se había echado hacia atrás.
– Me tengo que ir a duchar, si no, no me dará tiempo de hacerlo antes del interrogatorio -dijo Sanna.
Rebecka asintió, como ausente.
«Iré a hablar con Patrik Mattsson», pensó.
Sanna la arrancó del ensimismamiento acariciándole el pelo con cierta prisa.
– Te quiero, Rebecka -le dijo con suavidad-. Mi hermana más querida.
«Joder, cuánto me quieren todos -pensó Rebecka-. Me mienten, me traicionan y se me meriendan de puro amor.»
Rebecka y Sanna están sentadas junto a la mesa de la cocina. Sara está tumbada en un puf, en la sala de estar, escuchando a Jojje Wadenius. Es su ritual de cada mañana. Papilla y Jojje en el puf. En la cocina han puesto la radio y escuchan el programa cultural del P1. La estrella navideña de cartón naranja sigue colgada en la ventana a pesar de que ya están en febrero. Es importante dejar puesta alguna decoración y algunas velas porque hace más llevadero el tiempo que tarda en llegar la primavera. Sanna está untando mantequilla en las tostadas. La cafetera eléctrica hace una última gárgara y se queda callada. Sirve dos tazas y las pone en la mesa.
A Rebecka le entra un mareo repentino. Sale disparada de la cocina y se mete en el baño. Ni siquiera le da tiempo a levantar del todo la tapa del retrete. Casi todo el vómito acaba sobre la tapa y el suelo.
Sanna la ha seguido. Se detiene ante la puerta del baño, con su desgastada bata verde de felpa, y mira a Rebecka a los ojos con preocupación. Rebecka se limpia un hilo de baba y vómito de la comisura de los labios con el reverso de la mano. Cuando vuelve la mirada hacia Sanna ve que lo ha comprendido todo.
– ¿Con quién? -pregunta Sanna-. ¿Es Viktor?
– Tiene derecho a saberlo -dice Sanna.
Están sentadas de nuevo a la mesa de la cocina. Han tirado el café al fregadero.
– ¿Por qué? -dice Rebecka con severidad.
Se siente como encapsulada en cristal grueso. Ya lleva así un tiempo. Por las mañanas su cuerpo se despierta mucho más temprano que ella. La boca se le abre ante el cepillo de dientes. Las manos le hacen la cama. Las piernas la llevan hasta el instituto Hjalmar Lundbohm. A veces se queda de pie en medio de la calle, preguntándose si no es sábado. Planteándose si de verdad tiene que ir al instituto. Pero es curioso, sus piernas siempre tienen razón. Llega al aula correcta el día correcto y a la hora correcta. Su cuerpo se las apaña bien sin ella. Ha estado evitando la iglesia. Se ha excusado diciendo que tiene mucho que estudiar y que ha pasado la gripe y que ha ido a visitar a su abuela en Kurravaara. Y Thomas Söderberg no ha preguntado por ella ni la ha llamado ni una sola vez.
– Porque es su hijo -dice Sanna-. Se dará cuenta de todos modos. Quiero decir, dentro de unos meses se notará.
– No -dice Rebecka sin fuerza-. No se notará.
Observa cómo va penetrando en Sanna la trascendencia de lo que acaba de decir.
– No, Rebecka -le dice negando con la cabeza.
Le brotan lágrimas e intenta coger la mano de Rebecka, pero ésta se levanta y se pone los zapatos y el anorak.
– Te quiero, Rebecka -le suplica Sanna-. ¿No te das cuenta de que es un regalo? Yo te ayudaré a…
Se queda callada al ver la mirada de desprecio que le lanza Rebecka.
– Lo sé -dice muy bajo-. Piensas que ni siquiera puedo ocuparme de mí y de Sara.
Sanna esconde la cara en las manos y empieza a llorar desconsoladamente.
Rebecka se pone en pie y sale del piso. La rabia le bombea por dentro. Cierra los puños en el interior de los guantes. Siente como si pudiera matar a alguien. No importa a quién.
Cuando Rebecka se ha marchado, Sanna coge el teléfono y hace una llamada. Maja, la esposa de Thomas Söderberg, es quien responde al otro lado.
Patrik Mattsson se despertó a las once y cuarto de la mañana por el ruido de una llave abriendo la puerta de su apartamento. Después, la voz de su madre. Frágil como el hielo en otoño. Llena de preocupación. Lo llamó por su nombre y él la oyó caminando por el pasillo, pasando de largo por delante del baño, donde él estaba tumbado. Su madre se paró en la puerta del salón y lo volvió a llamar. Al cabo de un rato llamó a la puerta del baño.
– ¡Hola! ¡Patrik!
«Debería contestar», pensó él.
Se movió un poco y los azulejos le refrescaron la cara. Al final debió de quedarse dormido en el suelo del baño, acurrucado como un feto. Seguía con la ropa puesta.
La voz de su madre otra vez. Golpeaba persistente la puerta.
– Oye, Patrik. Abre la puerta, hijo, por favor. ¿Te encuentras bien?
«No, no me encuentro bien -pensó-. No volveré a encontrarme bien nunca más.»
Dibujó el nombre con los labios, pero no fue capaz de pronunciar nada.
Viktor. Viktor. Viktor.
Su madre intentó forzar el pomo de la puerta.
– Patrik, abre la puerta ahora mismo o llamo a la policía para que la echen abajo.
«Oh, Dios mío.» Logró incorporarse hasta quedarse de rodillas. Sentía como si tuviese un taladro perforándole la cabeza y tenía la cadera dolorida por haberse pasado la noche tumbado sobre los azulejos.
– Ya voy -dijo con voz afónica-. Me he… me he puesto un poco malo. Espera.
Su madre dio un paso atrás para que pudiera abrir la puerta.
– Pero ¡qué aspecto tienes! -exclamó su madre-. ¿Estás enfermo?
– Sí -respondió.
– ¿Quieres que llame al trabajo para decir que te quedas en casa?
– No, me tengo que ir.
Miró la hora.
Su madre lo acompañó hasta el salón. Había macetas rotas esparcidas por el suelo, la alfombra estaba en un rincón y uno de los sillones estaba volcado.
– ¿Qué ha pasado aquí? -le preguntó su madre con voz tímida.
Él se volvió hacia ella y la cogió por los hombros.
– He sido yo, mamá. Pero no tienes por qué preocuparte. Ya me siento mejor.
Ella le respondió en silencio asintiendo con la cabeza, pero se notaba que se podía echar a llorar en cualquier momento. Patrik le dio de nuevo la espalda.
– Me tengo que ir al cultivo de setas -dijo.
– Me quedaré aquí recogiendo todo esto -respondió su madre a su espalda, mientras se agachaba para recoger un vaso del suelo.
Patrik Mattsson intentó ponerle freno a la atención tan posesiva que le dedicaba.
– No, mamá, por favor, no hace falta.
– Déjame hacerlo por mí -susurró ella, intentando encontrar la mirada de su hijo. Se mordió ligeramente el labio inferior para no ponerse a llorar-. Sé que no vas a contarme nada -continuó-, pero si por lo menos me dejas que ordene todo esto… -tragó saliva-, al menos habré hecho algo por ti.
Patrik relajó los hombros y se obligó a darle un abrazo rápido.
– Vale -dijo-. Eres muy buena.
Y salió huyendo por la puerta.
Se sentó en el Golf y le dio al contacto. Con el pie pisando el embrague aceleró para revolucionar el motor y acallar los pensamientos que le acudían a la mente.
«No llores», se ordenó.
Torció el retrovisor y se miró la cara. Tenía los ojos hinchados y el pelo le caía en mechones desaliñados. Soltó una risa corta y despojada de cualquier nota de alegría. Más bien parecía que hubiera tosido. Luego giró el retrovisor con un golpe.
«No volveré a pensar en él nunca más -se dijo-. Nunca más.»
Se incorporó a la calle Gruv derrapando y aceleró por la bajada, hacia la calle Lapp. Tenía que conducir guiándose por la memoria, porque la nevada no le dejaba ver nada. Habían pasado las máquinas por la mañana, pero había seguido nevando y con la nieve suelta la adherencia de los neumáticos se volvía de lo más traicionera. Pisó el acelerador con más fuerza. De vez en cuando alguna rueda patinaba y el coche invadía el carril contrario. Le daba igual.
En la travesía con la calle Lapp no tuvo opción y el coche la cruzó deslizándose sin evitarlo. Por el rabillo del ojo vio a una mujer empujando un trineo de madera con un bebé montado encima. Estaba intentando avanzar con gran esfuerzo por el talud de nieve que había acumulado la máquina a los lados de la calle, y al pasar el coche le levantó el brazo. Probablemente le estaría sacando el dedo. A la altura de la capilla de Laestadian la superficie cambió de textura. La nieve se había ido compactando por el peso de los coches, pero éstos habían formado un surco y el Golf prefería ir por su propio camino. Después no se acordaba cómo había cruzado la intersección de las calles Gruv y Hjalmar Lundbohm. ¿Se había parado en el semáforo?
Al llegar a la mina saludó al vigilante de la garita con la mano. El hombre estaba absorto en la lectura de la prensa y ni siquiera levantó la mirada. Paró al llegar a la barrera que había en la entrada del túnel que bajaba a la mina. Le temblaba todo el cuerpo. Los dedos apenas le obedecieron cuando intentó sacar un cigarrillo del bolsillo interior de la chaqueta. Se sentía vacío por dentro. Eso era bueno. En los últimos cinco minutos no había pensado en Viktor Strandgård ni una sola vez. Dio una profunda calada al cigarrillo.
«Tranquilo -susurró para consolarse-, tranquilo.»
Quizá debería haberse quedado en casa. Pero estar encerrado en el piso todo el día… Habría acabado tirándose por el balcón.
«Venga ya, hombre -se burló-. Como si te atrevieras. Si lo único de lo que eres capaz es de romper tazas y tirar macetas al suelo.»
Bajó la ventanilla y sacó el brazo para insertar el pase en la máquina.
Una mano le agarró la muñeca y con el sobresalto se le cayó un poco de ceniza del cigarrillo en el asiento. Al principio no vio quién era y se le encogió el estómago de miedo. Después apareció una cara conocida.
– Rebecka Martinsson -dijo Patrik.
La nieve le iba cayendo sobre el pelo oscuro, los copos se deshacían al tocarle la nariz.
– Quiero hablar contigo.
Patrik hizo un gesto con la cabeza, señalando el asiento del copiloto.
– Pues sube.
Rebecka dudó un instante. Pensó en la nota que se había encontrado en el coche. «Tienes que morir», «¡quedas avisada!».
– It's now or never, como dice Elvis -advirtió Patrik Mattsson, inclinándose por encima del asiento del copiloto para abrirle la puerta.
Rebecka miró la entrada de la mina. Un agujero negro directo al subsuelo.
– Vale, pero la perra está en el coche, así que tengo que volver dentro de una hora.
Rodeó el coche, se sentó y cerró la puerta.
«Nadie sabe dónde estoy», pensó cuando Patrik Mattsson metió la tarjeta en la máquina y la barrera que cerraba el paso a la mina empezó a elevarse lentamente.
Él soltó el embrague y empezaron a bajar.
Delante veían el brillo de los reflectantes que había en las paredes de la mina y que por detrás quedaban engullidos por la oscuridad compacta de una cortina de terciopelo negro.
Rebecka intentó hablar. Era como tirar de la correa de un perro que no se quiere mover.
– Se me tapan los oídos, ¿por qué?
– Por la diferencia de altura.
– ¿Cuánto vamos a bajar?
– Quinientos cuarenta metros.
– Así que te has hecho cultivador de setas.
No obtuvo respuesta.
– Shitakes, la verdad es que no los he probado nunca. ¿Lo llevas tú solo?
– No.
– Así que sois varios. ¿Hay más gente allí ahora?
No contestó, iban deprisa, siempre hacia abajo.
Patrik Mattsson aparcó el coche delante de un taller subterráneo. No había puerta, sólo una gran abertura en la roca de la montaña. Rebecka vio que dentro había hombres vestidos con mono y casco. Llevaban herramientas en las manos. Había una serie de perforadoras enormes de la marca Atlas Copco dispuestas en fila para ser reparadas.
– Por aquí -dijo Patrik Mattsson echando a andar.
Rebecka lo siguió. Miró a los hombres del taller, deseando que alguno se volviera y la viese.
A ambos lados se elevaba la roca primaria de color negro. En varios puntos el agua salía de la roca y coloreaba la piedra de verde.
– Es el cobre, que se vuelve verde con el agua -explicó Patrik cuando Rebecka le preguntó.
Apagó el cigarrillo con el pie y abrió una gran puerta de hierro que estaba cerrada con llave.
– Pensaba que estaba prohibido fumar aquí abajo -dijo Rebecka.
– ¿Por qué? -preguntó Patrik-. Aquí no hay gases inflamables ni nada por el estilo.
Ella soltó una carcajada.
– Qué bien. Entonces te puedes esconder aquí, a quinientos metros bajo tierra, y fumar a escondidas.
Él le sostuvo la puerta y le indicó, con la palma de la mano hacia arriba, que pasara ella primero.
– Nunca he entendido bien esa lista de pecados que hay en la iglesia libre -dijo Rebecka mientras se volvía para no tenerlo de espaldas cuando entraba-. No fumarás. No tomarás alcohol. No irás a la discoteca. ¿De dónde han sacado todo eso? De la gula y de no compartir con los necesitados, dos pecados que se mencionan claramente en la Biblia, no es que digan gran cosa.
La puerta se cerró. Patrik encendió la luz. La sala parecía un gran bunker. Del techo colgaban estantes de acero engastados en rieles. En todos ellos había paquetes envueltos en plástico que parecían salchichas grandes o troncos de leña.
Rebecka preguntó qué era aquello y Patrik Mattsson se lo explicó.
– Son paquetes de serrín de aliso -le dijo-. Están inyectados con esporas. Cuando han estado así cierto tiempo se les puede quitar el plástico y golpear un poco la madera con la mano. Entonces empiezan a crecer y a los cinco días ya se pueden recolectar.
Desapareció por detrás de una cortina de plástico al otro extremo de la cavidad. Al cabo de un rato apareció con unos cuantos paquetes de serrín repletos de shitakes. Los puso sobre una mesa y comenzó a recoger las setas con la mano. A medida que las quitaba las iba poniendo dentro de una caja de cartón. El olor a seta y a madera húmeda inundó el local.
– Aquí abajo el clima es el idóneo -dijo-. Y las lámparas se encienden y se apagan automáticamente simulando días y noches supercortos. Bueno, se acabó la cháchara, Rebecka, ¿qué quieres?
– Quiero hablar de Viktor.
Patrik se la quedó mirando inexpresivo. Rebecka pensó que se debería haber vestido un poco más sencilla. Ahora estaban allí los dos, cada uno en su planeta, intentando hablar. Y ella con su maldito abrigo y los guantes, tan delicados y caros.
– Cuando yo vivía aquí erais buenos amigos.
– Sí.
– ¿Cómo era él? Quiero decir, después de que yo me fuera.
El sistema de riego se puso en marcha detrás de la cortina con un resoplido. Comenzó a caer humedad del techo y al acumularse se iba deslizando por el plástico, rígido y transparente.
– Era perfecto. Hermoso. Dedicado. Un gran orador. Pero tenía un dios bastante severo. Si hubiese vivido en la Edad Media se habría flagelado y habría caminado descalzo a los Santos Lugares.
Recolectó las setas del último paquete y las repartió en la caja de cartón nivelando la superficie.
– ¿De qué manera se flagelaba? -preguntó Rebecka.
Patrik Mattsson iba tocando las setas y poniéndolas bien. Era como si estuviera hablando más con ellas que con Rebecka.
– Ya sabes. El rollo ése de eliminar todo lo que no tenga que ver con Dios. Sólo música cristiana, porque si no, te expones a que te invadan los espíritus malignos. Durante un tiempo estuvo pensando en tener un perro, pero un perro exige tiempo y ese tiempo pertenecía a Dios, así que rechazó la idea.
Sacudió la cabeza.
– Debería haberse comprado el perro.
– Pero ¿cómo era él? -preguntó Rebecka.
– Ya te lo he dicho: perfecto. Todo el mundo lo quería.
– ¿Y tú?
Patrik Mattsson no dijo nada.
«No he venido hasta aquí para aprender el cultivo de las setas», pensó Rebecka.
Patrik respiró profundamente por la nariz, cerró los labios y fijó la mirada en el techo.
– Era una farsa -dijo con rabia-. Ahora ya nada importa. Y me alegro de que esté muerto.
– ¿A qué te refieres? ¿Cómo que era una farsa?
– Déjalo -dijo-. Déjalo así, Rebecka, no te metas.
– ¿Le escribiste una postal diciéndole que lo querías y que lo que hacíais no estaba mal?
Patrik Mattsson se tapó la cara con las manos y sacudió la cabeza.
– ¿Teníais una relación o qué?
Se puso a llorar.
– Pregúntale a Vesa Larsson -dijo sorbiéndose las lágrimas-. Pregúntale a él sobre la vida sexual de Viktor.
Se calló de repente y se puso a buscar un pañuelo en los bolsillos. Al no encontrar ninguno se secó la nariz con la manga del jersey. Rebecka se le acercó.
– ¡No me toques! -gritó.
Rebecka se quedó helada.
– ¿Tienes idea de lo que estás pidiendo? Tú, que simplemente te largaste cuando todo se complicó.
– Sí -susurró.
Patrik levantó las manos hacia el techo.
– ¿Te das cuenta de que puedo echar abajo el templo entero? Sólo quedarían las cenizas de la congregación, de la escuela y… ¡de todo! El Ayuntamiento podría hacer una pista de hockey con la Iglesia de Cristal.
– «La verdad os hará libres», pone.
Él se quedó callado un momento. Luego exclamó:
– ¡Libres! -escupió-. ¿Es que tú eres libre?
Miró a su alrededor. Parecía que estuviera buscando algo.
«Un cuchillo», pensó de pronto Rebecka.
Patrik hizo un movimiento con la mano, enseñándole la palma, como queriendo decir que esperara allí. Luego desapareció por una puerta que estaba un poco más alejada. Se oyó un pesado clic cuando se cerró, después silencio. Sólo se oía el goteo del cultivo detrás de la cortina de plástico y el zumbido eléctrico de los fluorescentes.
Pasó un minuto. A Rebecka le vino a la mente el hombre que desapareció en la mina en los años sesenta. Bajó y no volvió a subir nunca más. Su coche seguía en el aparcamiento, pero él no aparecía. Sin rastro. No se encontró el cuerpo. Nada. Nunca lo localizaron.
Y Chapi, que estaba en el coche, ¿cuánto tiempo se las arreglaría si Rebecka no volvía? ¿Se pondría a ladrar hasta que la descubriera alguien que pasara por allí? ¿O se echaría a dormir dentro del coche cubierto de nieve?
Rebecka se acercó a la puerta que daba al pasillo de la mina para ver si se abría. Con alivio, vio que no estaba cerrada con llave. Tuvo que contenerse para no salir corriendo hasta el taller. En cuanto vio a las personas que había dentro y oyó el trasteo de las herramientas y el ruido del hierro al doblarlo y retorcerlo, sintió que se sosegaba.
Salió un hombre del taller. Se quitó el casco y se acercó a uno de los coches que estaban aparcados allí fuera.
– ¿Subes? -le preguntó Rebecka.
– ¿Por qué? -sonrió él-. ¿Te llevo?
Subió con el hombre del taller. Rebecka podía sentir la mirada tranquila y curiosa que le echaba desde su lado. Claro que no se veía demasiado con aquella oscuridad.
– Bueno, bueno -dijo él-. ¿Vienes por aquí a menudo?
Cuando Rebecka volvió al coche en el aparcamiento de la mina era evidente que Chapi le estaba reprochando todo el rato que la había hecho esperar.
– Lo siento, pequeña -dijo Rebecka con remordimientos de conciencia-. Enseguida iremos a recoger a Sara y a Lova, y luego iremos a dar un largo paseo para relajarnos, te lo prometo. Sólo tenemos que pasar un momento por Hacienda y mirar una cosa en los ordenadores, ¿vale?
Condujo en plena nevada hasta las oficinas de la delegación.
– Espero que esto se acabe pronto -le dijo a Chapi-. Aunque ahora no es que el asunto esté muy claro, la verdad. No logro encajar todas las piezas.
Chapi estaba en el asiento del copiloto, escuchando con atención. Ladeó preocupada la cabeza y puso cara de entender cada palabra que Rebecka le decía.
«Es como Jussi, el perro de la abuela -pensó Rebecka-. La misma mirada inteligente.»
Recordó que los hombres del pueblo solían sentarse a charlar con Jussi, que campaba libremente por donde quería. «Sólo le falta hablar», solían comentar.
– Tu ama no se encontraba demasiado bien esta mañana cuando la han interrogado -continuó Rebecka-. Es como si se encogiera y se escapara por la ventana cuando la presionan. Está ausente y habla con indiferencia. Al fiscal lo saca de quicio.
La administración de Hacienda estaba en el mismo edificio de ladrillo que la comisaría de policía. Rebecka miró a su alrededor después de aparcar delante de la puerta. No lograba deshacerse del malestar que sintió al leer la nota que le habían dejado en el coche el día anterior.
– Cinco minutos -le dijo a Chapi cerrando con el seguro.
Diez minutos más tarde estaba de vuelta. Metió cuatro hojas impresas en la guantera y rascó a Chapi entre las orejas.
– Ahora se van a enterar -dijo triunfal-. Más vale que contesten cuando se les pregunte. Todavía nos da tiempo a hacer una cosa más antes de recoger a las niñas.
Subió hasta la Iglesia de Cristal, en Sandstensberget, y dejó que Chapi se bajara del coche antes que ella.
«Podría necesitar a alguien que esté de mi parte», pensó.
Sintió el corazón acelerado al subir por la cuesta hasta la cafetería y la tienda de libros. El riesgo de toparse con alguien que la conociera era bastante elevado. Sólo esperaba que no fuera ninguno de los pastores ni nadie del Consejo de Ancianos.
«Da igual -se dijo a sí misma-. Tarde o temprano acabará pasando.»
Chapi corría de farola en farola, leyendo y respondiendo mensajes. Por allí habían pasado unos cuantos machos a los que no conocía.
En la librería no había nadie, excepto una chica al otro lado del mostrador. Era la primera vez que Rebecka la veía. Llevaba el pelo bastante corto y del cuello le colgaba una pequeña cadena repleta de cuentas de cristal. Miró a Rebecka y sonrió.
– Avísame si te puedo ayudar en algo -dijo con voz atiplada.
Se notaba que Rebecka le sonaba de algo, pero no sabía ubicarla.
«De salir en la tele», pensó Rebecka asintiendo con la cabeza. Le ordenó a Chapi que se tumbara en la entrada, se quitó la nieve del abrigo y se acercó a la estantería más próxima.
En los altavoces sonaba música pop religiosa a un volumen bastante bajo. Del techo colgaban lámparas de Ikea y había pequeños focos alumbrando los estantes llenos de cedés y libros. Los muebles que había en medio de la sala eran tan bajos que no te podías esconder detrás. Rebecka miró a través de las grandes puertas de cristal que comunicaban con la cafetería. El suelo de madera estaba casi seco. Por allí no había pasado mucha gente con los zapatos llenos de nieve.
– Qué tranquilo está esto -le dijo a la chica del mostrador.
– Están todos de cursillo -le contestó-. Tenemos la Conferencia de los Milagros.
– Habéis decidido seguir adelante a pesar de que Viktor Strandgård…
– Sí -se apresuró a responder la chica-. Él lo habría querido así, y Dios también. Entre ayer y anteayer han pasado muchos periodistas por aquí. Haciendo preguntas y comprando cintas y libros, pero hoy se está muy tranquilo.
Aquí era. Rebecka había encontrado el estante con los libros de Viktor. El Cielo, ida y vuelta. Estaba en inglés, alemán y francés. Miró la contraportada. «Impreso por VictoryPrint HB.» Miró las contraportadas de otros libros y textos. También estaban impresos en VictoryPrint HB. En las cintas de vídeo ponía «copyright VictoryPrint HB». Bingo.
En ese momento oyó a alguien justo detrás suyo.
– Rebecka Martinsson -dijo una voz excesivamente alta-. Cuánto tiempo sin verte.
Al darse la vuelta vio al pastor Gunnar Isaksson. Lo tenía casi encima. Se le había acercado tanto a propósito y casi la rozaba con la barriga.
«Es una barriga magnífica y útil», pensó Rebecka.
Sobresalía por encima del cinturón como una vanguardia independiente y podía invadir el espacio de las personas mientras Gunnar Isaksson la usaba como protección y para mantenerse a una distancia adecuada. Rebecka venció el instinto de dar un paso hacia atrás.
«He soportado tus manos tocándome cuando rezabas por mí -pensó-. Así que por mis ovarios que puedo aguantar tenerte tan cerca.»
– Hola, Gunnar -dijo tranquila.
– He estado esperando a que aparecieras -le informó él-. Pensé que ahora que estás en la ciudad podrías venir a los encuentros que hacemos por la tarde.
Rebecka guardó silencio. Viktor Strandgård los observaba desde un póster en la pared.
– ¿Qué opinas de la librería? -continuó Gunnar Isaksson mirando orgulloso a su alrededor-. La reformamos el año pasado. La conectamos con la cafetería para que la gente pueda estar hojeando un libro mientras toma algo. Allí dentro puedes colgar el abrigo, si quieres. Les he propuesto colgar un cartel en la repisa de los sombreros que diga: «Deja la razón aquí.»
Rebecka lo miró un momento. Se le notaba la buena vida que se daba. La barriga más grande, camisa y corbata caras. La barba y el pelo bien cuidados.
– ¿Que qué opino de la librería? -respondió-. Opino que la congregación debería cavar pozos para sacar agua y darles escuelas a los niños de la calle para que no se prostituyan.
Gunnar Isaksson le lanzó una mirada arrogante.
– Dios no está para irrigaciones artificiales -dijo alzando la voz y enfatizando la palabra «Dios»-. En esta congregación ha brotado una fuente fruto de Su abundancia. Con nuestras plegarias, más fuentes correrán por todo el planeta.
Le echó un vistazo a la chica del mostrador y constató, para su satisfacción, que se había ganado también su atención. Era más divertido poner a Rebecka en su sitio con público delante.
– Esto -dijo con un gesto grandioso que parecía comprender la Iglesia de Cristal y todo el éxito que había tenido la congregación-, esto es sólo el principio.
– Esto no son más que chorradas -dijo Rebecka con indignación-. Los pobres tienen que rezar para alcanzar su propia riqueza, ¿es eso lo que quieres decir? ¿No dice Jesús: «Ciertamente, lo que no hayáis hecho por ninguno de los más débiles, tampoco lo habréis hecho por mí»? Y ¿qué se decía que les iba a pasar a los que no hubieran ayudado a los débiles? «E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.»
Gunnar Isaksson se sonrojó. Se inclinó hacia adelante y su aliento cayó pesadamente sobre la cara de Rebecka. Olía a mentol y a naranja.
– ¿Y tú crees que perteneces a los justos? -le preguntó con sarcasmo.
– No -le dijo Rebecka también susurrando-. Pero tú quizá deberías ir preparándote para hacerme compañía en el infierno. -Antes de que Gunnar pudiera responder continuó-: He visto que VictoryPrint HB edita gran parte de lo que se vende aquí. Tu mujer es copropietaria de esa empresa, si no me equivoco.
– ¿Y? -dijo Gunnar, desconfiado.
– He estado en la delegación de Hacienda. La sociedad limitada ha recuperado cantidades enormes de impuestos del Estado. No se me ocurre otra explicación: alguien ha tenido que hacer grandes inversiones en la sociedad. ¿De dónde se ha sacado el dinero para hacerlo? ¿Tu mujer gana un buen sueldo? Antes era profesora, ¿no?
– No tienes ningún derecho a meter las narices en los asuntos de VictoryPrint -resopló Gunnar Isaksson.
– Las desgravaciones fiscales son públicas -contestó Rebecka en voz alta-. Me gustaría que respondieras a unas preguntas. ¿De dónde sale el dinero que se invierte en VictoryPrint? ¿Estaba preocupado Viktor por algo antes de morir? ¿Tenía una relación con alguien? Por ejemplo, ¿con algún hombre de la congregación?
Gunnar Isaksson dio un paso hacia atrás y la miró con desprecio. Entonces levantó el dedo índice y señaló la puerta.
– ¡Fuera! -gritó.
La chica del mostrador dio un respingo y los miró aterrada. Chapi se puso en pie y empezó a ladrar.
Gunnar Isaksson dio un paso amenazante hacia Rebecka y ésta tuvo que retroceder.
– ¡No vengas aquí intentando amenazar la obra de Dios y a la gente de Dios! -rugió-. ¡En el nombre de Cristo, rechazo todos tus actos! ¿Oyes lo que te digo? ¡Fuera!
Rebecka giró sobre sus talones y salió de la librería a paso ligero. El corazón le cabía en un puño. Chapi la seguía pegada a sus pies.
El atardecer cayó como un manto azul oscuro sobre el jardín de la abuela de Rebecka. Estaba sentada en un trineo de madera, mirando a Lova y a Chapi mientras jugaban. Sara estaba arriba, leyendo en la cama. Ni siquiera contestó cuando Rebecka le preguntó si quería salir. Cerró la puerta de la habitación y se echó en la cama.
– ¡Mira, Rebecka! -gritó Lova.
Se había subido al caballete del tejadillo de la despensa que estaba en el exterior, se dio la vuelta y se dejó caer de espaldas sobre la nieve. Había muy poca altura. Se quedó tumbada y empezó a mover los brazos y las piernas intentando dejar en la nieve la silueta de un ángel.
Jugaron casi una hora y construyeron una pista de obstáculos. Empezaba con un túnel a través de un montón de nieve en dirección al granero, después había que dar tres vueltas al abedul grande, subir al tejadillo de la despensa, hacer equilibrios en el caballete, saltar en la nieve y volver al punto de partida. Lova decidió que el último trozo había que hacerlo corriendo de espaldas por la nieve, que llegaba hasta la rodilla. Ahora estaba ocupada en señalizar la pista con ramas de pino, pero Chapi le estaba dando problemas: se las iba robando una a una y se las llevaba a lugares secretos a los que la luz no llegaba.
– ¡Te digo que pares! -le gritó sin aliento Lova a Chapi, que se marchó felizmente, corriendo con otro botín en la boca.
– Oye, ¿qué tal un poco de chocolate y tostadas? -intentó Rebecka por tercera vez.
Se había cansado cavando el túnel. Ahora ya había dejado de sudar y empezaba a tener frío. Quería entrar en casa. Aún seguía nevando.
Pero Lova protestaba acalorada. Rebecka tenía que tomarle el tiempo mientras daba una vuelta al recorrido.
– Pues vamos a hacerlo ahora -dijo Rebecka-. Tendrás que arreglártelas sin las ramas. Ya sabes por dónde va la pista.
Era complicado correr en la nieve. Las vueltas al abedul se quedaron en dos y el último trozo no lo corrió de espaldas. Cuando llegó a la meta se desplomó exhausta en los brazos de Rebecka.
– Récord del mundo -gritó Rebecka.
– Ahora te toca a ti.
– Ni lo sueñes. Mañana, a lo mejor. ¡Hala, para adentro!
– ¡Chapi! -gritó Lova dirigiéndose a la casa.
Pero la perra no aparecía por ningún lado.
– Vete entrando -dijo Rebecka-, que yo me quedo y la llamo. Y ponte el pijama y unos calcetines -le gritó mientras subía las escaleras que llevaban al piso de arriba.
Cerró la puerta de la casa y volvió a llamar a la perra. Gritó su nombre en la oscuridad.
– ¡Chapi!
Era como si su voz no llegara más allá de unos pocos metros. La nieve apagaba cualquier sonido y cuando se quedó escuchando en la oscuridad sólo percibió un silencio de lo más incómodo. Tuvo que animarse y reunir fuerzas para llamarla una vez más. Le resultaba espeluznante estar expuesta en la luz de los escalones del porche gritándole a la oscuridad del bosque, que la rodeaba sin decir nada.
– ¡Chapi ven aquí! ¡Chapi!
«Maldita perra.» Bajó los escalones de un salto con la intención de dar una vuelta por el jardín, pero se detuvo.
«Déjate de tonterías», se sermoneó a sí misma, pero aun así no se atrevió a alejarse de la escalera del porche ni volver a llamar a Chapi. No lograba borrar la imagen de la nota del coche. La palabra sangre escrita con letras enmarañadas. Pensó en Viktor, y en las niñas, que estaban en casa. Subió los escalones de espaldas, uno a uno. No era capaz de darle la espalda a eso desconocido que podía esconderse allí fuera. Al entrar en casa le echó el cerrojo a la puerta y subió corriendo hasta el piso de arriba.
Se quedó en el pasillo y llamó a Sivving. Al cabo de unos minutos ya estaba allí.
– Estará en celo -dijo-. No le pasará nada malo. Más bien, todo lo contrario.
– Es que hace tanto frío -respondió Rebecka.
– Si tiene frío, volverá a casa.
– Supongo que tienes razón -suspiró Rebecka-. Esto da un poco de miedo sin ella.
Dudó un instante.
– Quiero enseñarte algo -dijo después-. Espera aquí un momento, no quiero que las niñas lo vean.
Salió corriendo al coche para buscar la nota que le habían dejado.
Sivving la leyó frunciendo el ceño.
– ¿Se la has enseñado a la policía? -le preguntó.
– No, ¿qué van a hacer?
– Pues no sé. Vigilarte, algo harán.
Rebecka soltó una risa seca.
– ¿Por esto? Qué va. No tienen recursos. Pero también hay otra cosa.
Le contó lo de la postal de la Biblia de Viktor.
– Imagina que la persona que escribió la postal que había en la Biblia era alguien que lo quería.
– ¿Sí?
– «Lo que hemos hecho no está mal a los ojos de Dios.» No sé, pero Viktor no tuvo nunca novia. Y pienso que quizá…, bueno, se me ha ocurrido que a lo mejor hay alguien que lo quería, aunque no le estaba permitido. Y quizá sea la persona que me está amenazando ahora a mí porque él se está sintiendo amenazado.
– ¿Un hombre?
– Exacto. Eso nunca sería aceptado por la congregación. Lo echarían con cajas destempladas. Y si resulta que era así y que Viktor lo quería mantener en secreto, yo no quiero ir a la policía con eso sin venir a cuento. Te puedes imaginar los titulares que saldrían en los medios de comunicación.
Sivving gruñó y se mesó el cabello.
– Esto no me gusta -dijo-. ¿Y si te pasa algo?
– A mí no me pasará nada. Pero estoy preocupada por Chapi.
– ¿Quieres que Bella y yo durmamos aquí esta noche?
Rebecka negó con la cabeza.
– Pronto estará en casa -dijo Sivving para tranquilizarla-. Voy a dar un paseo con Bella. La iré llamando para ver si aparece.
Pero Sivving está equivocado. Chapi no volverá. Está tumbada sobre la alfombra del maletero de un coche. Tiene el hocico atado con cinta adhesiva, igual que las patas, tanto las delanteras como las de atrás. En el pecho, el corazón le va a mil por hora, y pasea los ojos por la oscuridad. Trata de arrastrarse y restriega la cabeza contra el suelo, intentando desesperadamente deshacerse de la cinta que le sujeta el morro. Tiene un diente medio partido y nota trocitos de diente y sangre en la garganta. ¿Cómo puede ser esta perra una víctima tan fácil? Una perra que había sido maltratada por su anterior dueño una y otra vez. ¿Por qué no reconoce la maldad cuando va directa hacia ella? Porque tiene la capacidad de olvidar. Igual que su ama. Se olvida. Esconde el hocico bajo la nieve sedosa y saluda a cualquiera que se agache y le acerque una mano. Y ahora está ahí tumbada.