El planeta en el que Anna estaba destacada se encontraba en la posición de la Tierra: a 148 millones de kays de una estrella G2 común invisible desde la Tierra. Más lejos había un planeta doble, una de esas anomalías bastante corrientes para volver locos a los teóricos. Ambos mundos tenían atmósfera: densa, venenosa y de un blanco brillante desde la distancia. Para el planeta de Anna eran el lucero del alba y el lucero de la tarde, creciendo y menguando mientras ambos giraban, uno alrededor del otro. En el punto de mayor separación, la estrella se convertía en dos estrellas, y brillaba a ambos lados en el cielo azul grisáceo del amanecer o del crepúsculo.
Más lejos —al otro lado de su planeta— había cuatro gigantes de gas, todos visibles en el cielo nocturno, aunque ninguno tan brillante como los Gemelos. Nadie se había molestado en poner nombre a los gigantes. No había en ellos nada de particular.
Y eso era todo, salvo los habituales fragmentos de escombros espaciales: cometas y planetoides, lunas y anillos y el oscuro compañero que se desplazaba alrededor del sol G2, a una gran distancia. Era una peculiaridad y convertía el sistema en un punto de trasbordo.
El planeta en el que ella se encontraba era habitable para los seres humanos. La atmósfera era notablemente parecida a la antigua atmósfera preindustrial de la Tierra. El océano se componía de H2O. Poseía dos continentes. Uno se extendía por el hemisferio sur y tenía la forma aproximada de un reloj de arena; el otro, mucho más grande, se extendía desde el ecuador hasta el polo norte y se parecía en cierto modo a un bumerang.
Su estación estaba en medio del reloj de arena, en la costa este del estrechamiento. Hasta hacía poco había sido el único lugar del planeta que contaba con lo que algunos llamaban vida inteligente.
Ahora había otra base en el planeta: en la costa sur del bumerang, exactamente en la curva. La habían instalado los alienígenas que se hacían llamar hwarhath. Los humanos les llamaban «el enemigo»; y la estación de Anna —su encantadora y tranquila estación de exploración biológica— estaba llena de malditos diplomáticos.
Las nubes oscuras se alejaban del océano. En las aguas de la bahía se formaron cabrillas. Anna se abrochó la chaqueta mientras salía del edificio principal y echó a andar en dirección a la playa. En lo que allí cubría el suelo —parecía un musgo amarillo— habían brotado tallos de esporas en los últimos días. Eran altos y plumosos y se inclinaban bajo el viento. Comienzos del otoño. Las corrientes oceánicas empezarían a cambiar, convirtiendo las aguas frías que rodeaban el polo en su particular área de estudio. Ellos se reunirían en bahías como ésta, haciéndose señales unos a otros con elaborados despliegues de luz; luego intercambiarían material genético (cuidadosa, muy cuidadosamente, los zarcillos de apareamiento extendiéndose entre los diversos zarcillos urticantes), y luego se reproducirían. Después de eso, si estaban de humor, unos cuantos se dedicarían a rondar y a conversar con los humanos.
Trepó al muelle, que se extendía, largo y articulado, por la bahía.
Éste era su momento preferido del día. Moverse entre los estrechos segmentos constituía una especie de microviaje. Como en todos los viajes, se sintió (un rato) ajena a su vida. No era la persona que había salido de la estación de investigación, ni la que llegaría a la barca de investigación; podía considerar el pasado y el futuro con el mismo espíritu.
En general, reparaba en el presente. El muelle se elevaba y se hundía, respondiendo a su peso y al movimiento del agua. El viento resultaba frío y limpio.
En la Tierra, un día como aquél hubiese estado lleno de gaviotas y de su estrépito; pero en este planeta no había pájaros, y en cuanto a los insectos nativos, el clima los había obligado a ocultarse. Anna escuchó y sólo oyó el agua y el viento y el crujido metálico que los segmentos del muelle producían al rozar unos con otros.
La barca se encontraba en el extremo opuesto del muelle. Más allá de éste, anclada en medio de la bahía, había una masa flotante de comunicación: medía diez metros de largo, era blanca y se llamaba (como era de prever) Moby Dick.
Trepó a la barca y se agachó para entrar en la cabina. Allí estaba Yoshi, bebiendo té y observando las pantallas. La miró.
—Red-rojo-azul llegó anoche, haciendo golpear los flagelos y con buen tiempo.
—Con tres semanas de anticipación —dijo ella.
Yoshi asintió.
—¿La rutina habitual?
Él volvió a asentir, lo que significaba que la criatura había emitido una serie de luces que significaba «saludos… bienvenida… no agresión».
—Respondí. Todas las luces de Moby funcionan a la perfección. Red trazó un círculo un par de veces, luego hizo la señal de reconocimiento y se alejó —golpeó ligeramente una pantalla con un punto brillante—. Ese es Red. Está cerca de la entrada y no se mueve. Espera a alguien que resulte sexualmente más interesante que Moby.
Después de cinco años, los alienígenas —sus alienígenas— conocían a Moby y sabían que no intercambiaba material genético. Hasta que hubieran terminado de aparearse, no estarían interesados en la masa flotante.
Anna se asomó a la ventana y observó la bahía gris verdosa. Había gotas de agua en el plexiglás: rocío o las primeras gotas de lluvia. La sub-base hwar estaba allí fuera, en una isla cercana a la costa que apenas habría resultado visible en un día claro, lo bastante cerca para que los hwarhath pudieran viajar al recinto de los diplomáticos, pero lo suficientemente lejos para estar razonablemente seguros de tener intimidad.
—Llegarán volando y saldrán a diario —comentó—. Justo por encima de la bahía. Espero que eso no resulte un problema.
—No creo que Red y sus compañeros tengan en mente otra cosa que no sea sexo y miedo, si es que tienen mente. —Se levantó y cerró el termo—. Diviértete, Anna.
Ella se preparó para pasar sus ocho horas, abrió el termo y se sirvió café humeante en una taza. En cuanto Yoshi se fue conectó el sistema de audio.
A Yoshi le resultaban ligeramente irritantes los sonidos producidos por los animales de la bahía. Pero a ella le gustaban: los gemidos y silbidos de los distintos tipos de peces y los estallidos que surgían (casi con certeza) de criaturas semejantes a trilobites que vivían en el lodo del fondo.
¡Ah! Hoy estaba ahí el pez silbador. Se bebió el café y escuchó, vigilando las pantallas de vez en cuando.
A las diez oyó el sonido de un motor, se levantó y salió a cubierta. Allí estaba, el avión hwarhath. Venía del este. Un ala en forma de abanico; la vio cuando pasó por encima. De aspecto completamente corriente, tal vez un poco achaparrada, despuntada y poco elegante, como las naves de los alienígenas. Aunque tal vez era una interpretación suya; vemos lo que esperamos ver. La lluvia caía sin cesar. Un día espantoso para el primer encuentro entre los humanos y la única especie que también viajaba entre las estrellas.
Entró y encendió su equipo de comunicación. Allí, según lo prometido, estaba la pista de aterrizaje, una amplia franja de hormigón sobre la que golpeaba la lluvia. Una docena de figuras se encontraban de pie en la pista, entre los charcos: los diplomáticos humanos. Todos eran civiles, iban vestidos con largos y oscuros abrigos y llevaban paraguas; todos eran hombres. Los alienígenas habían insistido: no negociarían con mujeres, lo cual no decía mucho en favor de su apertura de miras. Pero tal vez había una explicación que justificaba aquella intolerancia; siempre era aconsejable no precipitarse en el juicio cuando se trataba con una cultura realmente extraña.
Los militares humanos estaban fuera de cámara, y todos los demás se encontraban en la estación. La pista estuvo fuera de plano hasta que la bienvenida oficial concluyó y los alienígenas se encontraron a salvo en el interior del recinto diplomático. Pero como gesto de cortesía se había instalado y conectado una cámara en el sistema de comunicación de la estación. Todos los humanos que se encontraban en el planeta podrían ver el momento en que se escribía la historia. Anna llenó de café la taza.
El avión aterrizó. El agua se elevó formando nubes. Los abrigos largos aletearon y los paraguas intentaron escapar, alzándose como cometas tan negras como el carbón. Uno de ellos se dio vuelta. Anna se echó a reír. ¡Qué ridículo!
La puerta del avión se abrió. Ella hizo una pausa, con la taza a medio camino de la boca. Se desplegó una escalerilla y la gente salió. Eran humanoides de aspecto fuerte y sólido, grises como el cielo y la niebla. Sin abrigo ni paraguas. En lugar de eso, los alienígenas llevaban prendas ceñidas al cuerpo, del mismo color que su pelaje.
Se movían bajo la lluvia tan fácilmente —con tanta indiferencia— como si el tiempo no importara, como si la lluvia no existiera. Los primeros portaban rifles, con una tira sobre uno de los hombros, un brazo apoyado sobre el cañón y la boca apuntada hacia abajo. Parecían relajados, pero se movían (notó Anna) con precisión, aunque no con precisión militar. Como atletas o actores.
Muy bonito, pensó. Realmente impresionante. Los alienígenas tenían sentido teatral.
Se repartieron a ambos lados, formando un pasillo. Entonces salieron las personas importantes: más cuerpos grises y robustos y, entre ellos, un cuerpo mucho más alto y más delgado, con los hombros encorvados bajo la lluvia.
Durante un instante la cámara —¿quién la operaba?— se acercó rápidamente. Ella vio un rostro sin pelo, largo y estrecho, con la melena chorreante y los ojos entrecerrados. Un humano.
En ese punto, la transmisión concluyó.
Empezó a apretar botones, intentando al principio recuperar la imagen, y luego localizar a alguien de la estación. Fue inútil. Su equipo seguía encendido. Podía oírlo: un zumbido débil y bajo. Pero salvo ese zumbido, nada salía de él. Todo el sistema debía de estar apagado.
Salió a cubierta. El recinto diplomático se encontraba en la cumbre de la colina que se alzaba detrás del puesto de investigación. Era un grupo de cúpulas prefabricadas, apenas visible bajo la lluvia. La pista de aterrizaje, más allá del recinto, quedaba completamente oculta.
Pudo ver el puesto de investigación, con el aspecto de siempre: edificios bajos situados en medio de un paisaje de musgo amarillo. Las luces brillaban en las ventanas. Alguien salió por ana puerta, atravesó a toda prisa el espacio abierto y luego se agachó y entró por otra puerta. Sin correr, se dijo, simplemente apresurándose a causa de la lluvia.
Anna volvió a entrar e intentó activar otra vez el equipo de comunicación. Todavía nada. ¿Qué estaba ocurriendo?
Intentó mantener la mente concentrada en el problema que la ocupaba, pero no dejaba de pensar en la pista de aterrizaje y en el hombre que bajaba por la escalerilla del avión de los alienígenas.
La humanidad había encontrado a los bwarhath… ¿cuándo? ¿Hacía cuarenta años? En todo ese tiempo, nadie había cambiado jamás de bando, al menos que ella supiera. Estaban los otros, los incognoscibles, las personas de las horribles naves achaparradas y más veloces que la luz, que entraban en nuestro espacio y huían si nuestras naves las encontraban, o luchaban y quedaban destruidas. Después de cuarenta años de escaramuzas y espionaje, ¿qué sabía la humanidad sobre ellos? Conocía una de sus lenguas. Algo acerca de su capacidad militar. Habíamos trazado mapas con los límites de su espacio, pero nunca habíamos encontrado un planeta colonizado; sólo naves y más naves y algunas estaciones en la infinidad del espacio. (Anna había visto un holograma de una de ellas: un cilindro enorme que giraba a la luz de un sol rojo y apagado.)
Todo armado. Por lo que sabían los humanos, los alienígenas no tenían sociedad civil. La humanidad nunca había tenido una cultura —ni en Esparta, ni en Prusia, ni en Estados Unidos— tan completamente dedicada a la guerra.
¿Qué hacía entonces aquel hombre —este humano de aspecto absolutamente corriente, de pelo lacio y rubio— entre los alienígenas? ¿Era un prisionero? ¿Por qué habían llevado a un prisionero con su equipo de negociadores?
Volvió a salir a cubierta. Nada había cambiado. Tal vez debiera acercarse y preguntar qué sucedía. Pero si había problemas, lo mejor sería mantenerse al margen; y si había problemas, ¿no vería a un montón de gente corriendo y el destello de las armas de luz?
Pasó aproximadamente una hora yendo y viniendo de la cabina a cubierta. No ocurrió nada, salvo que los peces silbadores se hundieron en las profundidades del agua y no pudo oírlos más. Mierda. Mierda. Si hubiera querido estar en una guerra, se habría unido a los militares y habría recibido educación gratuita.
Finalmente, a la una, la pantalla de comunicación volvió a encenderse; vio el rostro de Mohammed, oscuro y delgado.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Anna.
—Hemos tenido un corte temporal de electricidad —respondió él con cautela—. No es probable que vuelva a ocurrir. Así me lo han asegurado.
Mohammed era el experto del sistema de comunicación. Él no echaba la culpa a otro cuando se trataba de un problema técnico; de modo que el problema no había sido técnico. Alguien había arrancado el enchufe.
—¿Qué ocurre con los alienígenas?
—Se han ido al recinto diplomático, como estaba previsto.
Ella abrió la boca y él alzó una mano.
—No sé nada más, Anna.
Ella apagó el equipo de comunicación y se dedicó a observar las otras pantallas.
A las dos, uno de los compañeros de Red entró en la bahía. Anna lo captó con el sonar; se desplazó rápidamente por la estrecha entrada del canal y se detuvo al notar la presencia de Red. De día las criaturas no utilizaban luces, sino que se comunicaban con productos químicos que expelían en el agua. Ninguno de los instrumentos de Anna conseguía captar los productos químicos a esa distancia. Sólo pudo observar los dos puntos en su pantalla. Permanecieron inmóviles durante un buen rato.
Finalmente, el nuevo alienígena avanzó. No se acercó a Moby Dick, aunque no tenía forma de evitar la masa flotante, y Moby tenía un parecido superficial con un alienígena. Lo suficientemente bueno para burlar a Red, al menos al principio. Pero aquel individuo no demostró el más mínimo interés, lo que parecía indicar que había obtenido información de Red.
Anna imaginó una conversación.
¿Hay alguien ahí?
Sólo esa extraña criatura que puede hablar como nosotros pero que nunca intenta comerse a nadie ni joder.
¡Ah, bueno! No hace falta molestarse siquiera en decir hola.
La criatura se detuvo en medio camino de la bahía. A las tres llegó María.
—Llegas tarde.
—Me he entretenido en la estación. Esto te va a volver loca, Anna. Un centenar de trabajadores sobre el terreno, todos especulando al mismo tiempo, y ninguno tiene suficiente información para decir algo que tenga sentido.
—Fantástico. Red tiene compañía. Acaba de llegar, y no ha intentado acercarse a Moby. Si no son inteligentes, lo simulan muy bien.
María sacudió la cabeza.
—Lo que tenemos aquí, Anna, es un puñado de medusas enormes con un extraño sistema nervioso. Una especie inteligente la forman esas personas que se encuentran en la colina.
—Quizá —dijo Anna.
Regresó lentamente al puesto. La lluvia se había convertido en niebla y los animales nocturnos salían de sus madrigueras. La mayoría eran de una misma especie: largos y segmentados, y con múltiples patas. Sus lomos brillaban bajo la luz de las farolas. (¿Cuál era el nombre correcto de las cosas que se encontraban a decenas de años luz de la calle más cercana?)
Supo que eran cazadores; buscaban los gusanos que saldrían a la superficie atraídos por la humedad, no de un modo inteligente, aunque estaban espléndidamente preparados para lo que hacían. Los alienígenas de Anna eran diferentes. Tenían cerebros, hasta diez en un solo animal, todos interconectados; pero Red y sus compañeros de la bahía tenían unos cinco cerebros como máximo. Estaban semidesarrollados. Los individuos grandes, con zarcillos de un centenar de metros de largo, nunca se apareaban ni salían del océano profundo.
María tenía razón con respecto al puesto. El comedor estaba lleno de gente, y el nivel de ruido era más alto de lo habitual. Se sirvió la comida y fue a buscar a Mohammed. Estaba en una mesa de un rincón, rodeado de gente que lo miraba atentamente. Era evidente que querían saber lo que había ocurrido con el sistema de comunicación.
Anna se detuvo con la bandeja en la mano y Mohammed alzó la vista.
—No quería hablar del sistema de comunicación, Anna. Durante la transmisión del aterrizaje tenía a mi lado a un militar. Cuando ha visto lo que salía del avión, ha cortado la electricidad y no ha querido volver a conectarla durante más de una hora. ¡Criptofascista! Te aseguro que me he puesto furioso.
—¿Alguien sabe qué le ha ocurrido al hombre? —preguntó alguno de la mesa.
—Debe de estar en el recinto diplomático, ¿no? No está en la estación, y no habrán dejado al pobre individuo bajo la lluvia, en la oscuridad.
Anna sonrió. Aquello era típico de Mohammed. Había utilizado una palabra como «fascista» como si supiera lo que significaba, y al mismo tiempo creía que la gente era civilizada. Existe una forma correcta de comportarse; no se puede dejar a un miembro de una misión diplomática bajo la lluvia.
Alguien más dijo:
—No se saldrán con la suya, ¿verdad?
Ella no supo a quién se refería… ¿A los hwar? ¿A los militares humanos? Y no estaba interesada en escuchar las especulaciones. Hizo a Mohammed un gesto de asentimiento, dio media vuelta y buscó una mesa en la que hubiera un sitio vacío.
Más tarde, mientras iba de un edificio a otro, oyó el grave rugido del avión alienígena y levantó la vista. Vio las luces —blancas y ámbar— que se movían por encima de su cabeza, en dirección al mar.
El avión de los alienígenas llegó a la mañana siguiente y se marchó por la noche. Esto parecía indicar que las negociaciones continuaban tal como estaba previsto.
En el recinto no se dijo nada con carácter oficial. Las conversaciones eran secretas; siempre lo habían sido, y no aparecían reportajes en ninguna de las redes. Los de la estación habían recibido un poco de información por una cuestión de cortesía y porque estaban demasiado cerca para permanecer completamente sumidos en la ignorancia; ahora también ellos quedaban excluidos.
Al cabo de tres días ella recibió las primeras noticias oficiosas. Llegaron por medio de Katya, que estaba exprimiendo a uno de los diplomáticos: un hombre muy joven que hablaba demasiado. Katya le sacó información al diplomático —que tenía un nombre curioso: Etienne Corbeau— y luego se la transmitió a un grupo selecto de amigos, personas que, estaba segura, guardarían silencio. Sería una pena que los otros diplomáticos los descubrieran.
—Están usando al hombre como traductor —dijo Katya—. Es su traductor más importante. Según Etienne, el primer día presentó al principal kwar, que es algo así como un general, y luego dijo: «Mi nombre es Nicholas. No cometan el error de pensar que mi lealtad está en modo alguno dividida, y no crean que lo que digo tiene algo que ver conmigo. Cuando hablo, el que habla es el general.» O algo así. A Etienne le encanta adornar las historias. La gente del servicio de información militar ha enviado un mensaje de exploración a través del sistema. Quieren saber quién es este individuo.
—¿Qué ocurre durante las conversaciones? —preguntó Anna—. ¿Consiguen algo?
Katya esbozó una dulce sonrisa. La mayor parte de sus antepasados provenían del Sureste Asiático; algunos eran africanos. Ella era menuda y de piel oscura, de huesos pequeños, y la mujer más encantadora que Anna había visto jamás fuera de un holograma. También era una botánica de primera línea; nadie sabía más que ella sobre la capa amarilla del suelo parecida al musgo.
—Etienne no me lo dirá. Esa información es confidencial; pero no hay nada de malo en que me cuente chismes. Habla la lengua principal hwar con fluidez, con verdadera fluidez.
—¿Te refieres al hombre misterioso? —preguntó Anna.
—Por supuesto. Los traductores dicen que utiliza al menos una lengua diferente, no con mucha frecuencia, ni durante mucho tiempo, y sólo cuando habla con el general. Nuestra gente no sabe qué es. Lo grabamos todo, por supuesto, pero los traductores dicen que no entienden lo bastante la otra lengua. No van a poder descifrarlo.
Anna no sabía con certeza hasta qué punto le interesaba todo aquello. No compartía la pasión de Katya por las intrigas, pasión que ésta decía haber adquirido con el estudio de las plantas: «Son maravillosamente complejas y tortuosas, para mí una fuente constante de inspiración. Los que no pueden correr deben encontrar formas más interesantes de sobrevivir.»
Nada de lo cual guardaba relación con el hombre que decía llamarse Nicholas.
El tiempo cambió; tuvieron un día de sol tras otro. En casa lo habrían llamado veranillo de San Martín. El viento amainó. De vez en cuando se veían cabrillas en el mar, pero no en la bahía rodeada de tierra. Red y sus compañeros flotaban tranquilamente, sin hacer casi nada que pudieran captar los instrumentos. Ahorraban energía, imaginó Anna. No comerían hasta el momento en que hubiera concluido el apareamiento.
No se les unieron otras criaturas. Nadie tenía una buena teoría que explicara el porqué. Tal vez por el clima. Anna se sentó en la cabina de la barca y se concentró en la lectura —las últimas revistas profesionales, traídas por sonda— o se dedicó a escribir cartas a la Tierra.
Todas las cartas eran breves, en parte debido a las restricciones impuestas por la seguridad —nadie podía decir nada sobre las negociaciones—, pero también porque no tenía mucho que decir. ¿Cómo podía explicar algo de su vida a personas que convivían con nueve mil millones de seres humanos? Ellos no sabían nada de la oscuridad, del vacío, del silencio, del hecho de ser forastero. Para ellos, la realidad era la humanidad. No tenían otra cosa cerca. Los hwarhath eran seres legendarios, y las criaturas que ella estudiaba les resultaban incomprensibles. Tenía más cosas en común con los soldados, al menos con los que estaban allí, en el límite.
Una mañana infló una pequeña balsa de goma, le adosó un motor y se alejó por la bahía. Era un perfecto día de otoño: brillante, sereno y cálido. El planeta primario estaba suspendido sobre su cabeza; no tuvo problemas para ver bajo la superficie del agua transparente, que apenas se movía.
Avanzó en dirección a Red, acercándose lentamente y consultando un sonar portátil. El alienígena no se movió. Cuando estuvo cerca apagó el motor y recorrió a la deriva los últimos metros. Allí estaba, flotando justo por debajo de la superficie.
La parte superior del animal —la campana o paraguas— medía tres metros de ancho y era transparente; se onduló suavemente. En su interior, apenas visibles, había tubos de alimentación y racimos de material neurológico. Pudo distinguir tres variedades de tentáculos en el borde inferior de la campana: los largos y gruesos, que Red utilizaba para nadar; los tentáculos sensoriales, más cortos y más delgados; y los tentáculos que producían luz, poco más grandes que tocones. Todo se agitaba suavemente, al ritmo del movimiento de la campana.
No consiguió ver el resto del animal: los zarcillos urticantes, de veinte metros de longitud, y los de apareamiento, aún más largos. Éstos colgaban por debajo de la campana. Alrededor de Anna se extendían la bahía azul celeste y las colinas bajas, cubiertas de vegetación dorada. A su lado estaba el animal, transparente como un cristal y palpitante como un corazón. Experimentó una intensa sensación de felicidad y de acierto: en esto consistía su vida.
Al cabo de un rato ató una cuerda al frasco de las muestras y lo sumergió en el agua, muy lentamente, con sumo cuidado. Red lo notó. Sus tentáculos se estiraron a lo largo del costado más cercano a la balsa de Anna. Las bocas de los extremos se abrieron y tragaron agua a modo de prueba.
Un destello de luz rodeó la campana. Interesante. Red habría utilizado productos químicos si hubiera estado hablando con otro seudosifonóforo. Pero seguramente se había dado cuenta de que ella no podía captar un mensaje transmitido de esa forma, y por eso probaba con el lenguaje nocturno.
Rojo-rojo-azul, decían las luces. (El primer color era en realidad un rosado oscuro, y habían considerado la posibilidad de llamar Rose al animal. Pero el nombre no parecía adecuado: era demasiado grande y demasiado peligroso.)
El primer mensaje rodeó dos veces el perímetro del animal. Luego fue seguido por otro: Naranja-naranja-naranja.
El naranja era un mensaje de angustia.
Soy Red-rojo-azul, estaba diciendo Red, y no me gusta lo que haces.
Ella levantó el frasco y el animal empezó a murmurar: un destello de luz incolora rodeó la campana una y otra vez. Anna esperó un poco más. Red adquirió un color oscuro. Ya podía volver a encender el motor. Se alejó a la mínima velocidad, recordando los largos zarcillos urticantes… estaban ahí abajo, fuera de la vista, en el agua, como una redecilla de seda.
Al cabo de tres semanas, los demás animales empezaron a llegar, cruzando a nado la estrecha entrada de la bahía. Ahora comenzaba el verdadero trabajo de Anna. Cambió sus horarios. La mayor parte de la información valiosa llegaba por la noche, cuando las criaturas flotaban cerca de la superficie del agua, emitiendo mensajes con sus destellos. En ocasiones (y esa era una conducta que sólo se había visto durante la época de apareamiento) repetían el mismo mensaje, al unísono o uno tras Otro, de modo que los destellos de luz iban y venían a través de la bahía.
Los únicos que entraban en la bahía eran los animales relativamente grandes. Tenían zarcillos de aproximadamente la misma longitud y estaban a salvo unos de otros. Otros seudosifonóforos —había cientos de ellos— flotaban en el océano más allá del canal de entrada, atraídos por algo, probablemente una feromona, pero reacios a cruzarlo.
—Aquí no hay indicios de vida inteligente —aseguró María—. Los pequeños temen a los grandes, así es la naturaleza; y todos se sienten atraídos por la posibilidad de sexo. Y eso también es propio de la naturaleza.
Anna no discutió. Estaba demasiado cansada y atareada. Sabía que las negociaciones continuaban —el avión seguía alejándose— pero a esas alturas ya había perdido la noción de lo que podía estar sucediendo.
Una mañana, después de su jornada de trabajo, subió la colina que se alzaba por encima de la estación. El cielo estaba oscuro y despejado, y el lucero del alba y de la tarde brillaba por encima del agua: dos radiantes puntos de luz.
Las criaturas habían empezado a emitir señales exactamente antes de que ella se marchara, y ahora estaban en plena tarea. Las vibrantes luces de color azul y verde iban y venían recorriendo la bahía y salían por el canal hasta internarse en el mar. El ritmo —la pauta— no se alteraba, pero los colores cambiaban y se volvían más pálidos. De vez en cuando veía un destello naranja. En este contexto, el color probablemente era un indicador de frustración sexual. Por alguna razón que de momento nadie comprendía, las criaturas sólo se apareaban en las bahías, nunca en el mar abierto. (Una prueba más de que no eran inteligentes, decía María; una característica de la inteligencia es la flexibilidad.) Los animales pequeños sabían que no iban a reproducirse durante ese año, y chispeaban como el fuego. En la distancia, lejos de la costa, los animales eran menos abundantes, pero sin embargo había unos cuantos que salpicaban las aguas oscuras a lo largo del horizonte, destellando al ritmo de los individuos grandes de la bahía.
Un espectáculo sorprendente.
Al cabo de un rato, una pareja de soldados jóvenes y muy educados salió del recinto. Infantes de marina. El nombre no había cambiado, aunque las naves que tripulaban ahora viajaban a las estrellas. Iban de uniforme y llevaban la cabeza completamente rapada, salvo una delgada franja de pelo que se extendía desde la frente hasta la nuca, en medio de la cabeza. El pelo del chico era rubio muy claro, liso y fino; el de la chica, oscuro y muy rizado.
—La colina está fuera de los límites, miembro —advirtió la chica—. Tendrá que irse.
El chico bajó la mirada hasta la bahía y el océano.
—¿Qué es eso?
—Animales —respondió ella—. Es la época de apareamiento. Como ranas cantando, o como Verdi. Aún no sabemos si son inteligentes.
—¿Por qué no? —preguntó el chico—. Las ballenas lo son. Y los delfines.
Estaba equivocado, pero no quiso discutir.
—He subido hasta aquí para mirar.
—Es un verdadero espectáculo.
—Y se prolongará durante semanas.
—¡Uf! —dijo el chico. Era una exclamación de júbilo.
La chica repitió:
—Miembro, tiene que irse.
Al día siguiente, el avión no salió a la hora de costumbre. Katya le comunicó que los hwarhath habían sido invitados a quedarse para asistir a una fiesta.
—Etienne dice que intentan establecer una relación más cómoda ahora que la cuestión del mobiliario ha quedado resuelta.
—¿El mobiliario? —preguntó Anna.
—No me preguntes nada —dijo Katya—. Etienne no abrió la boca. Es información confidencial.
—Ah —respondió Anna y se concentró en su trabajo.
Ya había oscurecido cuando Yoshi abandonó la barca. Anna salió a cubierta. La bahía estaba en silencio. Las criaturas flotaban, inmóviles, sin emitir señales.
Tres personas caminaban hacia ella a lo largo del muelle. Una de ellas avanzaba delante, a grandes zancadas; las otras dos la seguían. No pudo ver con claridad a ninguno de los tres hasta que llegaron a la luz que brillaba al final del muelle, cerca de la barca.
El primero era un humano. Apenas lo vio, porque estaba mirando a uno de los que lo seguían: una persona achaparrada, vestida de gris. Tenía el rostro ancho y chato, cubierto de pelo gris, y los ojos completamente azules: no había ni un solo fragmento de blanco. Las pupilas eran barras horizontales, al principio anchas, y que se estrecharon rápidamente en respuesta a la luz.
El alienígena la miró directamente durante un instante y bajó la mirada.
El otro era un soldado de infantería de marina: el chico al que había visto en la colina. Llevaba un rifle, lo mismo que el alienígena.
El hombre que iba delante no llevaba armas, o al menos ella no vio ninguna. Tenía las manos en los bolsillos de la chaqueta, que era simple, de una especie de tela marrón, y parecía vagamente inadecuada, como si hubiera sido hecha por alguien que no comprendía realmente la moda de los humanos. El resto de su atuendo era similar: simple, de color marrón y no del todo adecuada.
¿Era ése uno de los precios de la traición?, se preguntó. ¿La mala confección? ¿El estar pasado de moda?
El hombre comentó:
—Una mirada directa es un desafío. Es una de las cosas que significan lo mismo para ambas especies. Por eso él ha bajado la mirada. Está señalando que no le interesa la lucha.
—Estupendo —repuso ella.
—Me dijeron que usted es la persona con la que debía hablar sobre las luces del mar.
Ella asintió sin dejar de mirar al hombre gris.
—¿Podría subir a bordo? Me temo que ellos vendrán conmigo, y que querrán hacer una comprobación para asegurarse de que no hay nada que yo pueda dañar o que pueda dañarme a mi.
Ella lo miró directamente. Era tan corriente como la primera vez que lo había visto en la pantalla de comunicación. Esta vez tenía el pelo seco; se le había rizado, y había varios mechones grises en la cabellera de color castaño claro. Su rostro era muy pálido, como si hiciera varios años que no tomaba el sol.
—Usted es el traductor —anunció ella, imaginando que eso era más cortés que llamarlo traidor.
Él asintió.
¿Qué demonios? ¿Por qué no? Tal vez nunca más tendría la posibilidad de estar tan cerca de un hwarhath. Hizo un gesto de asentimiento.
Él le habló al alienígena. Los dos soldados subieron a bordo y registraron la barca.
—Tengan cuidado —les gritó Anna. Nicholas añadió algo en la lengua de los alienígenas y enseguida subió a la barca. Se apoyó en la barandilla y se dedicó a contemplar la bahía. Uno de los seudosifonóforos empezó a emitir destellos amarillos, verdes, blancos, amarillos: un hombre, probablemente. Soy yo. Soy yo.
—De acuerdo —dijo—. ¿Qué son?
Ella se lo dijo y luego añadió:
—El problema es… que sabemos que su inteligencia guarda relación con el tamaño. Lo descubrimos estudiando a los pequeños. Estos individuos son semidesarrollados y semibrillantes, eso es lo más probable. Los realmente grandes permanecen en el mar y no hemos descubierto cómo llegar a ellos.
Los soldados salieron de la cabina y se quedaron de pie, mirándose mutuamente y mirando a Nicholas. El chico —el infante de marina— parecía nervioso. Anna no logró descifrar la expresión del rostro del alienígena, y ni siquiera supo con certeza si tenía expresión. La postura de su cuerpo indicaba una actitud alerta, pero no tensa. No estaba preocupado, pero prestaba atención, aunque nunca miraba a nadie directamente a la cara. —Eso es muy interesante —opinó Nicholas—. Pero no veo por qué razón cree que los animales podrían ser inteligentes. En aquel momento, media docena de ellos emitía destellos. Esa noche todos los mensajes eran diferentes. No un coro; tal vez un sexteto, o quizá ruidos emitidos al azar. —¿Qué puedo decirle? Resulta fácil decidir que una especie es inteligente cuando es como nosotros. Su compañero, el que está allí, por ejemplo. Jamás alguien se ha hecho preguntas con respecto a los hwarhath. Desde la primera vez que vimos una de sus naves, desde la primera vez que ellos probaron suerte con nosotros, lo supimos.
Él la miró pero no dijo nada.
—Estos individuos que están aquí —señaló la bahía— son alienígenas completamente; y no estamos seguros de qué constituye una prueba de inteligencia en un animal marino que no utiliza herramientas. ¿Por qué lo pregunta, de todas formas?
—Por curiosidad. Hace unos cuantos días nos marchamos después del anochecer y cuando bajé la vista estaban allí, destellando; y son visibles desde la isla: parches de luz que se agitan en el mar. Ésos son los pequeños, según dice usted.
»Y tengo que matar el tiempo. Esta noche intentan celebrar Un acto social. Una idea delirante, pero el general siente curiosidad. Jamás ha visto a un grupo de humanos divirtiéndose. No creo que funcione. Los hwarhath no comen para entretenerse; para ellos se trata de una necesidad o de un sacramento. Beben para distraerse, pero las fiestas que organizan para beber son desagradables. Yo las evito siempre que puedo. —Hizo una pausa y contempló la bahía—. Tuve una fantasía horrible en la que veía al general intentado hacer un trato o mantener una conversación durante un cóctel, por primera vez, con un canapé.
—¿Cómo van las conversaciones? —preguntó ella.
Él se encogió de hombros.
—Son los primeros días, y la diplomacia no es mi especialidad.
Ella quiso preguntarle cómo había llegado a esa situación, pero al parecer no tenía forma de hacerlo. ¿Cómo hace alguien para traicionar a los de su especie? Habló un poco más de los animales de la bahía, formalmente conocidos como Pseudosiphonophora gigantans. Luego se hundió en el silencio y ambos siguieron contemplando la bahía.
Él estaba apoyado en la barandilla, con las manos entrelazadas delante de su cuerpo, y parecía relajado; pero ella experimentó una sensación de tensión y soledad. La sensación de tensión surgía del cuerpo de él y era tan leve que ella no lo notaba de manera consciente. No tenía idea de por qué motivo pensaba que estaba solo. Tal vez lo estaba interpretando.
Él se irguió.
—Es hora de que me vaya. Si no me equivoco, a estas alturas el general estará aburrido y tal vez intoxicado. El alcohol no afecta a los hwarhath. Pero él se ha traído sus propias provisiones. —Hizo una pausa—. Gracias por la información. Hay una frase de un libro antiguo… no recuerdo el título… que habla del aprendizaje. Es la única fuente segura de placer y el único consuelo infalible. —Sonrió—. Lo único que he aprendido últimamente está relacionado con el mobiliario. Créame, no es algo adecuado.
Se marchó, seguido por los dos soldados. Ella se quedó mirándolos hasta que los hombres se desvanecieron en la oscuridad. Qué conversación tan extraña.
Raymond la llamó por la mañana, cuando ella abandonaba el trabajo.
—Por favor ven a mi despacho, Anna. —Vio la expresión de su rostro y añadió—: Es importante.
Ella cogió el café y un panecillo en el comedor y se marchó; estaba hambrienta. En general Ray no le caía bien, y naturalmente no había votado por él en las últimas elecciones. Pero, en justicia, era un buen director de la estación, y sabía cómo llevarse bien con los diplomáticos y los militares. En ese momento, aquélla era una habilidad provechosa.
Había alguien con él en el despacho: una mujer de uniforme, sentada al otro lado del enorme escritorio. Su piel era del mismo color que el café de Anna. Llevaba el corte de pelo reglamentario y el cráneo le brillaba como si se lo hubiera lustrado, con el cabello, la estrecha franja de rigor, totalmente teñido de blanco. De sus orejas colgaban unos pendientes hechos con pequeñas cuentas de cristal.
Ray anunció:
—Ésta es la comandante Ndo.
—Por favor, tome asiento —dijo la comandante.
Incómoda, Anna obedeció. Tenía migas en la blusa y en los pantalones. Se las quitó y buscó un lugar donde dejar la taza. No encontró nada más que el suelo.
—Anoche usted mantuvo una conversación con Nicholas Sanders —dijo la comandante—. Quiero que me la repita. Por favor, sea lo más exacta posible y explique la biología.
—¿Por qué?
—Anna, por favor —intervino Raymond.
Anna hizo lo que le pedían.
Cuando concluyó, la comandante asintió.
—Muy bien. Se ajusta bastante a la grabación, salvo que usted entró más en detalles. ¿Tiene algo que añadir? ¿Alguna observación?
Le gustaba el hombre, pero no iba a decírselo a los militares.
—No. ¿Quién es él?
La mujer vaciló.
—Eso es algo que no puedo decirle, miembro Pérez. Toda la información es sensible. No está protegida, pero es decididamente sensible.
—No quiero parecer una criatura, pero eso no me parece particularmente justo. Yo ya le he dicho todo lo que me ha preguntado.
La comandante asintió.
—Tiene razón. No es justo. No voy a soltarle un discurso acerca de las injusticias de la vida porque siempre he pensado que los discursos son estúpidos e inútiles.
»El problema para usted no es que la vida sea injusta. El problema es que yo soy injusta. —Sonrió—. Siempre es acertado establecer una clara distinción entre las fuerzas armadas y el universo.
»Lo único que puedo decirle es lo obvio. Las negociaciones son importantes; la situación es sensible; este sujeto está exactamente en medio; y está protegido por la inmunidad diplomática.
—Gracias por tu colaboración, Anna —le agradeció Ray. Ella se marchó y olvidó la taza. Aún estaba casi llena. Con un poco de suerte, Ray la volcaría.
La siguiente ocasión en que vio a Nicholas, él estaba en la puerta de su habitación, y la luz del sol brillaba a su alrededor. Llevaba el mismo tipo de ropa que antes, de tela marrón y extraño corte. A la luz del sol, su pelo parecía mucho más gris que castaño.
—¿Cómo me ha encontrado?
—Abordé a un hombre y se lo pregunté —Nicholas sonrió—. No sabía su nombre, pero le dije «la mujer que habla sin parar de esas cosas de la bahía». Fue suficiente. ¿Le gustaría salir a dar un paseo?
—¿Qué hay de las negociaciones?
—Le he pedido el día libre al general. No soy el único traductor y estoy realmente cansado de estar sentado. Él sabe cómo me pongo cuando no hago suficiente ejercicio.
Ella reflexionó un instante.
—De acuerdo.
—Los Gemelos también vienen. —Se desplazó ligeramente y ella miró más allá de él. Allí estaban el soldado, el chico y un ¡alienígena. Anna no supo si era el mismo.
—Aguárdeme un instante.
Él se quedó junto a la puerta abierta y se apoyó en el marco. La tensión de su cuerpo tenía una cualidad maníaca. Al principio pensó que tal vez estaba borracho. Pero movía los ojos y enfocaba la mirada con normalidad. Anna notó que tenía el iris de un extraño tono verde oscuro, del color del jade del Nuevo Mundo. ¡Jamás había visto unos ojos de aquel color. No conocía ninguna droga que alterara el color del iris, aunque por supuesto las drogas no eran su especialidad. En cualquier caso, la expresión del rostro de Nicholas era una expresión de alerta. El hombre no se encontraba bajo los efectos de una droga. Estaba feliz.
Anna cogió una chaqueta. Se alejaron del puesto.
—¿Vamos colina arriba? —preguntó Nicholas.
—Está fuera de los límites. Nicholas se volvió y miró al soldado.
—¿Cabo?
—Sí, señor, es así para el personal de la estación. —¿Pero no para mí?
—No estoy seguro. Supongo que usted podría subir. Pero no con la miembro.
—Eso no tiene sentido. —Miró a su alrededor—. Quiero subir a un sitio bien alto y mirar en la distancia. Allí. —Señaló otra colina, en el límite sur del asentamiento de los humanos—. ¿Puede ser aquélla?
—No tengo órdenes con respecto a ésa, señor. No tendría por qué haber problema.
El día era radiante y muy ventoso. La colina era escarpada y una fuerte helada, que ahora empezaba a derretirse, hacía del suelo una superficie húmeda y resbaladiza. Avanzaron lentamente; los dos soldados eran los que tenían más dificultades, dado que llevaban las armas.
—Eh —llamó el chico por fin—. Más despacio.
Ella volvió la mirada, lo mismo que Nicholas. Los soldados estaban bastante más atrás que ellos.
—Esperaremos en la cima —anunció Nicholas y siguió avanzando.
—¡Señor! —El chico empezó a trepar y resbaló. Un instante más tarde rodaba y se deslizaba hacia el pie de la colina, sin soltar el rifle.
Nicholas dijo algo en el idioma de los hwarbath. El otro soldado bajó arrastrándose detrás del chico.
—Qué chapuceros —protestó Nicholas—. Realmente tendrían que entrenarlos mejor. Por supuesto, los entrenan para que obedezcan órdenes, no para pensar; y sus órdenes probablemente son un poco contradictorias. No creo que la gente del recinto haya llegado a algún acuerdo con respecto a mí.
—¿A qué distancia estamos de una grabadora? —preguntó Anna.
El chico había dejado de rodar. Finalmente había soltado el arma. El alienígena la recogió y se la tendió, esperando que el chico se pusiera de pie y la cogiera. El cuerpo del alienígena expresaba una cortesía indiferente.
—¿Como la que lleva el cabo? Aún podría estar captando nuestra voz. —Miró a su alrededor—. ¡Santo cielo, qué día tan maravilloso! Todo es dorado y azul. Realmente echo de menos la vida al aire libre. Si le preocupan las grabadoras, le advierto que tengo una. No diga nada que no quiera que sea analizado por la gente de seguridad de los hwarhath.
—Resulta una forma de vivir verdaderamente aburrida.
Habían llegado a un punto lo suficientemente elevado para dominar una buena perspectiva del mar. Estaba festoneado de cabrillas. Nicholas tenía razón: el día era realmente hermoso.
—En este momento, me parece bastante divertido. Probablemente se deba al clima, y al hecho de no pasar horas sentado, casi sin moverme, en una habitación sin ventanas.
Los dos soldados treparon hasta llegar junto a ellos. El chico tenía la cara enrojecida. Su uniforme estaba arrugado y manchado.
—No vuelva a hacer eso jamás, señor.
—¿Qué?
—Seguir adelante cuando yo le pido que espere. Tendría que haberle disparado.
Nicholas sacudió la cabeza.
—Piénselo mucho antes de hacer eso, cabo. Hattin viene con nosotros para asegurarse de que yo sigo vivo. Tiene órdenes muy claras en ese sentido.
El chico se mostró obstinado.
—Haré lo que tenga que hacer.
El alienígena los miraba con aire de indiferencia. Como de costumbre, no miraba a nadie a los ojos, pero ella tuvo la clara sensación de que no se le escapaba casi nada.
—No habla inglés, ¿verdad? —preguntó Anna.
—No, y tampoco quiere hablarlo. Hattin es un chico muy dulce, pero le falta curiosidad. No siente el más mínimo interés por los extranjeros extravagantes.
—Y jamás mira a nadie a los ojos.
—Yo soy mayor que él. Los hombres hwarhath dan mucha importancia a la jerarquía. Un hombre joven sencillamente no mira a los ojos a alguien que ostenta un rango superior. El cabo es su igual, pero también su enemigo; si uno mira fijamente a un enemigo, está invitándolo a la lucha; y le dije que usted es una mujer. Los hombres hwarhath no miran a las mujeres, a menos que las mujeres sean miembros del mismo linaje.
Empezaron a subir otra vez. Los soldados los seguían de cerca.
Cuando llegaron a la cima de la colina, Anna preguntó:
—¿A qué se refiere cuando dice extranjeros extravagantes? ¿Es algo así como demonios extranjeros?
—Algo así. Hattin es… ¿cómo podría describirlo? Tradicional. Reconoce la conducta adecuada en cuanto la ve; es la clase de conducta que aprendió en su hogar, de niño. Cualquier cosa diferente es aburrida o inquietante. ¡Mire qué panorama!
A un lado se extendían la bahía y la estación, y el recinto que dominaba todo lo demás. Sus cúpulas habían sido tratadas con algo que hacía que se corroyeran rápidamente, al menos en la superficie; eran de color verde cobre, rojo óxido y de un tosco dorado apagado.
Al otro lado, la colina descendía hasta una amplia playa y el mar. El fondo era poco profundo. Las olas rompían formando largas líneas blancas.
—¿Cómo llegó a esta situación? —preguntó Anna.
Él se echó a reír.
—Ése es el tipo de pregunta que haría un hwarhath. Son muy directos. Si quieren saber algo, lo preguntan y no se preocupan demasiado por la cortesía. Si uno no quiere responder, les dice: «No voy a hablar de eso.»
Hizo una breve pausa y contempló el mar.
—No mienten demasiado. ¿Recuerda la frase sobre los antiguos persas? Probablemente es de Heródoto. Enseñaban a sus hombres a cabalgar, a disparar flechas y a decir la verdad. Los hwarhath son así, aunque las armas que aprenden a utilizar son mucho más impresionantes.
—¿Eso significa que no quiere hablar del tema?
Volvió a hacer una pausa.
—Por ahora no.
Caminaron por la cima de la colina. Los tallos de esporas las habían soltado todas y ya no eran plumosos. Se inclinaban bajo el viento como juncos.
Muy bonito. Muy relajante. O tal vez ésa no fuera la palabra adecuada. Creador de felicidad. El viento se llevaba el aburrimiento y el cansancio.
Al cabo de un rato, Nicholas dijo:
—No quiero que se forme la idea de que todos los hwarhath son como Hattin. Son tan diversos como la humanidad, aunque en una escala diferente. El general, por ejemplo, es mucho menos conservador y mucho más curioso.
—¿A quién le está hablando? —preguntó Anna. Él sonrió.
—A usted, entre otros. Bajemos. Quiero saber algo más sobre sus animales.
Caminaron hacia la bahía, seguidos por los soldados. Cuando llegaron a la barca, Nicholas hizo una pausa y dijo algo al alienígena. Anna entró en la cabina.
—Tenemos compañía, Yosh.
Nicholas entró agachándose para pasar por la puerta más bien baja. Yoshi se puso de pie, amable y un poco incómodo. Nunca se sentía totalmente cómodo con los desconocidos.
—Él es… —Anna vaciló—. ¿Tiene algún título o rango? Él asintió.
—La traducción literal sería «portador». Equivale aproximadamente a capitán.
—El capitán Sanders. El doctor Nagamitsu Yoshi. El capitán está interesado en nuestros individuos de la bahía.
Yoshi pareció desconcertado. Intentaba reconocer a Nicholas y no lo lograba. Era alguien del recinto, evidentemente. No había extranjeros en el puesto. Pero de ahí no pasaba. Anna casi pudo ver cómo trabajaba su mente, intentando recordar qué comunidad humana utilizaba el título de portador. —¿Por qué no le muestras el equipo, Yosh? Así lo hizo: el sonar y el radar, las cámaras subacuáticas y los micrófonos, el equipo que medía el caudal de agua de la bahía. Explicó cómo se tomaban y se analizaban las muestras. Finalmente le habló de Moby.
Durante todo ese tiempo los soldados se quedaron fuera. El chico estaba en la entrada, al alcance de la vista. (Yoshi lo miraba de vez en cuando, perplejo.) Anna no veía al alienígena.
—Están hablando con ellos, utilizando la masa flotante —dijo Nicholas.
—Nos estamos comunicando —repuso Yoshi—. No hay duda de eso; pero no estamos seguros de mantener conversaciones. Para empezar, no parecen poseer nada parecido a la gramática. Nuestra tendencia es pensar que cualquier criatura inteligente debe tener una forma de hablar de relaciones, de hablar sobre causa-y-efecto.
»Les decimos palabras. Ellos nos responden con otras palabras, y a veces con las mismas. Pueden ser como loros, sobre todo durante la época de apareamiento. Tiene que haber visto el despliegue de las últimas semanas. ¿Lleva mucho tiempo aquí?
—Desde que llegaron los hwarhath —respondió Nicholas.
—Ah —dijo Yoshi. Aún no había logrado deducir quién era el hombre.
Anna estaba presenciando un ejemplo realmente refinado del pensamiento watsoniano, llamado así (por supuesto) en honor al compañero de Sherlock Holmes, un hombre de gran malicia. El buen doctor no era estúpido. Simplemente no caía en la cuenta de ciertas cosas, como en ese momento hacía Yoshi, que estaba a punto de explicar cómo habían enseñado a los animales a cantar Mary tenía un corderito.
—Lo tradujimos al código de emergencia internacional y se lo enviamos a Moby… por supuesto durante la época del apareamiento, y ellos lo captaron. No logramos que lo hicieran como un diálogo; insistían en sincronizarlo. Realmente espléndido, aunque no la conducta propia de una especie inteligente.
—¿Por qué no? —preguntó Nicholas—. Usted está hablando de cantar a coro. Los humanos lo hacen, lo mismo que los hwarhath.
—¿Sí? —dijo Yoshi—. No me había dado cuenta.
—Y sin embargo la unidad monetaria internacional no cayó—. Yo me refiero a que repiten como loros. Repiten hasta la saciedad… con nosotros o entre sí. Eso no es un signo de inteligencia.
—¿No es un problema ficticio? —preguntó Nicholas—. Inteligencia es un término resbaladizo lo mismo que la mayoría de los que podrían ser sus sinónimos. Comprensión, conciencia, aprehensión en el viejo sentido, razón. ¿Hasta qué punto tiene sentido hablar de inteligencia en toda clase de seres? ¿Los humanos o los hwarhath, los ordenadores, los delfines o las ballenas? Y en cualquier caso, ¿por qué se preocupa por eso?
Yoshi lo miró con expresión de reproche.
—Queremos tener a alguien con quien hablar. Alguien que comprenda.
—Entonces hable con los individuos que están en lo alto de la colina, aunque no apostaría nada a favor de su comprensión. —Nicholas miró al cabo—. ¿Tienes hora?
El chico echó un vistazo a la culata del rifle.
—Las quince y cincuenta.
—Será mejor que me vaya. El avión saldrá temprano. —Se volvió hacia Yoshi, que lo miraba con la boca abierta—. Gracias, doctor Nagamitsu. Adiós, Anna.
Se agachó para salir de la cabina y Yoshi dijo:
—Ése es el hombre…
—¡Ajá! —lo interrumpió Anna—. Estaba esperando a que lo descubrieras. ¿Te has fijado en su ropa?
—He pensado que tal vez había ocurrido algo con la moda en la Tierra, o que quizás era una especie de uniforme. No presto demasiada atención a los militares. Hay muchos, y de muchas clases. ¿Quién puede estar al tanto? ¿En qué te has metido, Anna?
—En nada que tenga importancia. La gente del recinto sabe lo que está ocurriendo. No lo han dejado suelto. No va a hacerle daño a nadie.
El despacho del general (el actual, en la isla) tiene el aspecto triste y austero de algo destinado a ser transitorio: paredes grises, alfombras grises de pared a pared, una mesa de trabajo y dos sillas.
No hay ventanas. Al otro lado de la mesa cuelga un tapiz. Es grande y sencillo y tiene el aspecto de pertenecer a un lugar público. Nunca lo había visto en ninguna de sus habitaciones. Debió de conseguirlo en la bodega de la nave principal: algo para cubrir una pared vacía.
En medio del tapiz arde una hoguera roja, naranja y amarilla. Los colores irradian de ella menos intensos, pero sin embargo brillantes y cálidos, como si el fuego iluminara el suelo que lo rodea. A medida que se alejan del fuego, los colores empiezan a apagarse y se vuelven un poco grises. Finalmente, a mitad de camino del borde del tapiz, los colores en expansión tocan las espadas, que son decididamente grises: un matiz frío que resulta duro. Están dispuestas en círculo, cada punto tocando la empuñadura de la siguiente, de manera tal que el círculo es continuo. Siempre he pensado que tendría más sentido que apuntaran hacia fuera. Pero funciona visualmente. Más allá de las espadas, el tapiz es negro, salpicado de blanco: el espacio y las estrellas. La Hoguera en un Círculo de Espadas. Por lo que sé, es el antiguo emblema del Pueblo, aunque es evidente que esta versión es relativamente reciente, creada después de que el Pueblo comprendiera que su mundo —su hoguera— estaba rodeada por la oscuridad. [Sí.] Para ellos la imagen tiene una enorme fuerza. A mí siempre me ha parecido… ¿cómo lo diría? Como una pelota hecha con las semillas de una valiosa planta comestible cultivada en el centro de América del Norte, en la Tierra. [?]
Voy al despacho cada dos días. El general se sienta ante su mesa en silencio y contempla el tapiz. Yo intento sentarme en silencio en la otra silla, aunque pienso mejor cuando me muevo.
Hablamos de las negociaciones, desmenuzándolas, intentando descubrir qué están pensando los humanos, analizando las reacciones de los otros miembros del equipo hwarhath. Algunos de ellos tienen estrechos lazos con otros principales. No le guardan lealtad exclusivamente a él.
Si el general interviene en la discusión —seriamente interesado, reflexivo— entonces es probable que coja un estilete y lo haga girar entre las manos. Es un ademán humano, aunque sus manos son considerablemente distintas: el dedo meñique es mucho más largo que el de un humano y el pulgar también es muy largo y delgado. En el dorso de las manos hay pelo como terciopelo gris. Las uñas son estrechas, al menos en comparación con las de los humanos, y gruesas. Si no están sujetas, empiezan a curvarse hacia abajo, convirtiéndose en garras.
Puedo pasar días y semanas sin verlo realmente y de repente allí está, real, sólido y extraño.
Dije:
—El chico, el soldado humano, me dijo que estaba dispuesto a matarme.
El general esperó, con las manos cruzadas.
—Dejaste muy claro que yo tenía que ser una persona grata, y los diplomáticos humanos estuvieron de acuerdo.
Me pidió que le explicara la expresión persona grata.
—Significa que se supone que no van a matarme. Creo que tal vez interpretamos erróneamente el equilibrio de poder entre los diplomáticos y los militares. Ese chico recibe las órdenes de los militares. Si estaba diciendo la verdad, y no parece en absoluto un mentiroso, entonces los militares no escuchan a los diplomáticos.
Pareció irritado.
—¿Es que los humanos no pueden hacer nada ordenadamente? ¿Por qué enviaron dos grupos diferentes de personas para ocuparse de un conjunto de negociaciones? Estamos hablando de la guerra y de las reglas de la guerra. Aquí no debería haber nadie salvo las personas que saben cómo y por qué luchar.
—En este momento preferiría tratar con diplomáticos. Los soldados me ponen nervioso.
Se quedó mirando el tapiz durante un rato.
—Esto no es suficiente. Me has traído diez palabras, pronunciadas por un mensajero. No sabemos si él habló acertadamente o si comprendió sus órdenes. No sabemos lo que hay en la mente de los que están delante de él.
Abrí la boca. Él levantó una mano.
—No voy a ignorar esta información, pero la dejaré a un lado. Continuaremos como antes y veremos qué ocurre.
Estaba hablando con su voz pública, lo que significaba que la discusión había terminado. Me levanté.
Él dijo:
—Averigua algo más sobre los animales del océano, los que puede que sean inteligentes.
—No sirven para nada como enemigos. No es probable que desarrollen algún tipo de tecnología, y sin duda jamás saldrán al espacio.
Respondió con un sonido evasivo. Siempre vale la pena buscar nuevos enemigos. [Verdad.]
La base está en medio de la isla. (Si los hwarhath quieren ver un océano, recurren a un holograma.) Después de salir del despacho, fui a la costa. La marea había bajado, aunque cambia muy poco. Caminé a lo largo de la estrecha playa de grava.
He conocido a algunas de las personas que se ocupan de la acción para el servicio de información militar. (No entre los hwarhath. Ellos han tenido el buen cuidado de mantenerme apartado de esas áreas. Pero sí entre los humanos.) No me gustan. Hay demasiadas maquinaciones, demasiadas poses —sobre todo con respecto a la inflexibilidad— demasiado misterio, demasiada fascinación por la tecnología, demasiada elaboración innecesaria.
Personas peligrosas. Comedores de ratas y envenenadores de calcetines. [?] Están aquí, en este planeta, estoy casi seguro. He visto personas que tienen ese aspecto en los pasillos del recinto diplomático; y cuando me miran, parecen hambrientos.
Recorrí toda la isla. Una buena idea. El viento soplaba, las olas espumaban, y yo hice una buena cantidad de ejercicio.
En un momento dado, en una playa de arena negra, encontré algo que parecía pertenecer al Museo de Historia Natural de Chicago, a una de aquellas encantadoras y polvorientas exposiciones antiguas. La vida en el devónico.
Medía cerca de un metro de largo y su cuerpo era estrecho y segmentado, con una cabeza muy ancha en forma de martillo. La maldita cosa salía lentamente del mar, avanzando sobre sus muchas pequeñas patas, moviendo la torpe cabeza de un lado a otro, evidentemente cazando. No pude verle la boca ni los ojos.
Me detuve. Pasó a mi lado, a pocos centímetros de mis zapatos. Evidentemente, no le interesé: no era comestible, ni representaba peligro alguno. Siguió avanzando lentamente sobre la arena negra y húmeda, moviendo la cabeza hacia atrás y hacia delante. Yo seguí mi camino.
Del diario de Sanders Nicholas,
portador de información agregado al personal del Primer Defensor Ettin Gwarha
ESCRITO EN CÓDIGO PARA SER LEÍDO SÓLO POR ETTIN GWARHA
Por la mañana recibió otra llamada de Ray. El hombre parecía cansado y preocupado.
—¿Otra vez lo mismo? —preguntó ella.
Él asintió.
Ella fue hasta su despacho. La comandante estaba en la misma silla que había ocupado anteriormente. Esta vez llevaba pendientes plateados: como murciélagos con las alas extendidas, brillantes bajo el sol de la mañana.
Anna se sentó, se inclinó hacia delante y echó otro vistazo.
La comandante dijo:
—Pertenezco a una organización que se dedica a la conservación de los murciélagos.
¿De los murciélagos?, pensó Anna.
—Son animales útiles e interesantes, y sabe Dios cuántas especies se han extinguido en los últimos doscientos años. Le hemos hecho cosas terribles a la Tierra, miembro Pérez. —Hizo una pausa y, evidentemente, pensó en algo que la enfureció—. ¡Nueve mil millones de personas! ¿Cómo pudimos! —La comandante echó un vistazo a Ray, que se encontraba detrás de su impresionante y enorme escritorio como quien se coloca detrás de una barricada—. Puedes retirarte, Sab Medawar. Gracias por tu colaboración.
Ray abrió la boca, la cerró y se puso de pie.
Cuando la puerta se cerró, la comandante miró a Anna.
—Nicholas Sanders fue a buscarla.
—Sí.
—¿Tiene idea del motivo?
Anna reflexionó un instante.
—Puedo decirle lo que me dijo. Quería información en relación a mi investigación, y que lo acompañara a dar un paseo.
La comandante movió la cabeza dejando de lado el tema.
—Los miembros del Pueblo no siempre tienen buenos motivos para hacer lo que hacen. Sin duda, no siempre podemos comprender sus razones. Voy a pedirle su ayuda para tratar con este hombre.
—¿Porqué?
—Es posible que no vuelva a visitarla. Si lo hiciera, nos gustaría que llevara una grabadora y nos la entregara. Usted se gana la vida observando; nos interesaría saber qué cree ver.
—¿Por qué debería colaborar?
La comandante bajó la vista y observó una pantalla que tenía apoyada en una rodilla. Oprimió un botón.
—Me gusta hacer listas de todo. Se me ocurrieron tres motivos. Ayudará a su gobierno y a los de su especie. Su campo de trabajo es la inteligencia no humana, y el único ejemplo incuestionable de inteligencia no humana está… —hizo una pausa y prestó atención— volando por encima de nosotros en este mismo momento. Los hwarhath. La mayor parte de la información sobre ellos es reservada. Puedo conseguirle acceso a parte de ella. No podrá publicarla, pero la conocerá.
—Es muy tentador —respondió Anna.
—El tercer motivo son sus medusas. —La comandante hizo una pausa—. En este aspecto nos enfrentamos a un dilema. Si Sanders está interesado en ellas, la gente para la que trabaja también debe de estarlo; y si es así, tal vez la información sobre ellas sea estratégica. Aunque no logramos imaginar de qué manera. A pesar de todo, quizá la información debería pasar a ser secreta.
—Aguarde un instante —señaló Anna.
La comandante alzó una mano.
—No se ponga furiosa todavía. Nos inclinamos por dejar las cosas como están. Estamos mucho más interesados en Sanders.
—Lo que creo entender —enunció Anna— es que debería trabajar para usted con el fin de proteger la condición de mi investigación. Si no lo hago, podrían darle ustedes carácter secreto y yo no estaría en condiciones de publicar.
La comandante asintió.
—Exacto. Una amenaza, un soborno y un llamamiento al patriotismo. Ésa es mi oferta.
—Tengo que pensarlo.
—Por supuesto —respondió la comandante.
Anna caminó hacia la puerta. Detrás de ella, la comandante dijo:
—Sabemos que le habló a Sanders de la grabadora que llevaba el cabo Ling. Si decide colaborar con nosotros, miembro Pérez, recuerde que su lealtad no puede estar dividida.
—De acuerdo —abrió la puerta.
Era un día agradable y soplaba un viento leve. Anna caminó por la estrecha playa de grava que bordeaba la bahía. Los insectos corrían entre las piedras y la luz del sol de la mañana caía sobre el agua en el ángulo adecuado. De vez en cuando veía algo brillante bajo la superficie. Una campana ondulante. Un tentáculo que se entrelazaba. A esas alturas, los seudosifonóforos habían comenzado el lento y cuidadoso ritual de transmitir tranquilidad y… vaciló. ¿Era correcto llamarlo seducción?
Los animales ya estaban lo bastante cerca para tocarse entre sí. Los zarcillos urticantes quedarían contenidos, crispándose de vez en cuando. Para estos animales era muy difícil no agredirse mutuamente. Anna estaba casi segura de que en ese punto los zarcillos de apareamiento aún estaban recogidos. Pero pronto —al cabo de unos cuantos días— quedarían extendidos. El intercambio de material en ese momento era muy breve; y después quedaba el largo y lento proceso de la desunión, no en el sentido físico, que resultaba fácil y concluía casi de inmediato, sino en el emocional. Una vez más estaba utilizando palabras cargadas de contenido, estaba interpretando.
Durante varios días más los animales repetirían su mensaje de tranquilidad y sus declaraciones de identidad. Yo soy yo. No tengo intención de hacer daño. Poco a poco los colores se desvanecerían; los ritmos se harían más lentos; las pautas se volverían más erráticas; uno a uno, los seudosifonóforos saldrían al océano.
Se detuvo y contempló la bahía. Adoraba los animales. No soportaba la idea de no publicar. ¿Quién era Nicholas para ella? Un desconocido, un traidor. Le diría que sí a la comandante.
Regresó a su habitación a paso vivo, temerosa de cambiar de idea, y llamó una y otra vez hasta que localizó a la comandante.
Cuando le dio la respuesta, el rostro severo se iluminó con una sonrisa.
—Fantástico. Venga al recinto esta noche. Hay alguien que quiero que conozca. Creo que le caerá bien. Una cosa más, miembro: a partir de este momento, desde la conversación que mantuvimos esta mañana, todo lo que le diga es secreto.
Anna asintió.
Se metió en la cama y se quedó tendida, sin poder pegar un ojo. No era una situación deseable. Se estaba metiendo en algo éticamente ambiguo y posiblemente estúpido y que, sin duda, ocurría a espaldas de ella. Al cabo de un rato se adormiló y tuvo pesadillas en las que aparecían la barca de investigación y montones de tentáculos.
La despertó la alarma del reloj. Se levantó y se dio una ducha, se vistió y fue hasta el recinto. Ahora se hacía de noche muy temprano y el cielo estaba lo suficientemente oscuro para que se vieran las estrellas. Sobre su cabeza brillaba el centro de una galaxia, una banda de luz pálida. Se veían dos gigantes gaseosos: uno exactamente encima de ella (rojizo), el otro por encima del recinto (amarillo).
El guardián de la puerta tenía un nombre. Otro soldado la condujo hasta el despacho de la comandante: una habitación amplia, cubierta de paneles que no podían ser de madera pero que la imitaban muy bien. En una pared había un holograma de la Tierra vista desde el espacio, con nubes blancas que se deslizaban y todo el planeta girando muy lentamente.
No había escritorio, sólo cuatro sillas bajas y cómodas que rodeaban una mesa pequeña. Sobre ésta había un servicio de té de plata y tres tazas de porcelana. Era lo último que Anna esperaba encontrar. Tal vez no acababa de entrar en el mundo del espionaje. Tal vez aquello era El País de las Maravillas o la Tierra de Oz.
Miró a la comandante. No se había convertido en Mad Hatter ni en Scarecrow, y el hombre menudo sentado en la silla de al lado tenía un aspecto absolutamente corriente.
—Éste es el capitán Van —anunció la comandante—. Es uno de nuestros traductores.
Él se puso de pie. Se estrecharon la mano y se sentaron. La comandante sirvió té. Era de color marrón oscuro. Hindú. Una bandeja contenía bocadillos pequeños. La comandante se los ofreció.
El capitán Van dijo:
—La comandante tiene un curioso sentido del humor. Si va a trabajar con nosotros, será mejor que lo sepa. Pero no afecta a la calidad de su trabajo.
La comandante sonrió y se comió el bocadillo, y luego cogió un ordenador con pantalla.
—Todo lo que voy a decirle y lo que va a decirle el capitán es secreto. Está protegido formalmente, con sellos y llaves y el código «confidencial». Ahora bien, en algunos casos esto nunca tendría que haber sido así. El material no es delicado y jamás lo ha sido. En otros casos, el material fue delicado hace veinte años, pero ya no lo es. En unos cuantos casos vamos a transmitirle información que realmente no queremos que se filtre. En todos los casos, si habla, se meterá en un lío. ¿Comprendido?
Anna asintió y cogió otro diminuto bocadillo. Estaban deliciosos.
La comandante encendió la pantalla.
—Muy bien. Una nave llamada Free Market Explorer desapareció hace veinte años. —Sonrió—. Por el nombre podría parecer un carguero. Era una nave de larga distancia, muy veloz, la mayor que teníamos en ese momento, y desapareció en el espacio hwar. Siempre supusimos que había sido destruida.
»Una de las personas que viajaban a bordo del Free Market Explorer era un hombre llamado Nicholas Sanders. Era un capitán del servicio de información militar. No tendría que haberlo sido. No tenía la personalidad adecuada. Pero en ese momento era una de las pocas personas que hablaba con verdadera fluidez la principal lengua hwar.
—Y es el hombre que está aquí —concluyó Anna.
La comandante asintió.
—No disponemos de una identificación definitiva, pero estoy casi segura. Sanders tenía veintiséis años cuando su nave desapareció. Ahora tendría cuarenta y siete, y creo que ésa es aproximadamente la edad de nuestro Nicholas. Ha vivido durante veinte años tras las líneas enemigas.
—¿Le apetece un poco más de té? —preguntó el capitán Van.
Anna asintió.
El capitán sirvió el té y la comandante prosiguió:
—Tendré que explicarle algo sobre el problema de reunir información en esta… ¿cómo llamarlo? Nunca se ha declarado una guerra. Y nunca libramos una verdadera batalla. Durante cerca de cuarenta años se han realizado viajes de exploración, misiones de espionaje, y de vez en cuando ha habido alguna escaramuza.
Bajó la vista y observó la pantalla.
—Existen varios problemas. Para empezar, la inmensidad del espacio y la naturaleza de la travesía FTL. No tenemos ninguna garantía de que los alienígenas vinieran desde algún lugar cercano. Pensamos, aunque no estamos seguros, que se expandieron muy rápidamente desde su sistema de origen, como hicimos nosotros. Creemos que estamos buscando dos esferas enormes y casi vacías que han entrado en contacto, que se están tocando ligeramente. He dicho que las esferas están vacías. Están llenas de estrellas: miles, tal vez millones; y estamos buscando quizás una docena de mundos habitados.
Una buena oradora, pensó Anna, aunque seguía teniendo la sensación de estar en una fiesta delirante. Se debía a la combinación de distancias enormes y bocadillos diminutos, y al menudo capitán sentado en silencio, casi dormido. Empezaba a parecerse a un lirón.
—Éstos son unos problemas —puntualizó la comandante—. Problemas de escala. Los otros problemas tienen que ver con la psicología.
»Los alienígenas son paranoicos o cuidadosos, o tal vez otra cosa que no comprendemos, algo completamente ajeno. La primera vez que los vimos estaban preparados para la guerra. Nos esperaban, a nosotros o a algún otro enemigo. Sus naves y sus estaciones estaban armadas y contaban con trampas explosivas. Nunca hemos capturado una nave que conservara el sistema de navegación intacto.
»Y siempre han existido problemas para interrogar a los alienígenas, a los pocos que hemos podido capturar. Al principio no teníamos forma de hablarles. Finalmente, logramos decodificar… ¿sería el término correcto?… su lengua principal. Nicholas Sanders formaba parte del equipo que lo hizo. Tiene una gran facilidad para los idiomas.
El pequeño capitán asintió.
—Al mismo tiempo teníamos otro problema, pero no fuimos capaces de resolverlo. Los alienígenas mueren con facilidad. Si se les da una oportunidad, se matan entre sí. Si eso no es posible, entonces se niegan a comer. Si son alimentados por la fuerza, no les aprovecha.
Como a casi todo el mundo, pensó Anna. Se sintió un poco mareada al pensar en personas como Hattin vendadas y conectadas a tubos. Era una especie de violación.
—Ha sido difícil mantener vivos a los pocos que logramos capturar el tiempo suficiente para enterarnos de algo.
»Tal vez los primeros, aquellos con los que no podíamos hablar, tenían información que nos habría resultado realmente útil; pero murieron antes de que pudiéramos interrogarlos; y aquellos que pudimos interrogar… —La comandante pareció frustrada—. No sabían las cosas que realmente queríamos averiguar. Esto puede deberse a la casualidad. ¿Cuántos expertos en ingeniería militar existen en una población, incluso en la tripulación de una nave FTL? ¿Y cuántos expertos en navegación? ¿Y qué posibilidades existen de mantener viva a una de estas personas?
»O tal vez, cuando supo que estábamos aquí, el enemigo puso a la gente que tenía información delicada a buen recaudo, sea donde fuere. —La comandante sonrió. Fue una sonrisa desagradable—. Hay ocasiones en las que pienso que no hago más que decir eso: “No sé. No sabemos. No saben. Nadie sabe.”
—¿Qué tiene esto que ver conmigo? —preguntó Anna.
—Después de cerca de cuarenta años de intentos, lo único que sabemos es un poco sobre su tecnología militar y un poco sobre su cultura. Ahora bien, tenemos delante de nosotros a un hombre que ha vivido entre los alienígenas durante veinte años. Sabe Dios lo que les ha contado. Sabe Dios lo que él ha aprendido.
—¿Qué va a hacer?
—Intentar recuperarlo. Se convirtió una vez. Tal vez pueda volver a hacerlo.
—Y usted quiere mi colaboración.
La comandante asintió.
—No creo que sirva para el papel de Mata Hari.
—¿Quién? —preguntó el menudo capitán.
—Una espía —aclaró la comandante—. Según la historia de Occidente, fue una mujer que conseguía información seduciendo a los hombres.
—Ah. —El capitán dejó su taza—. Creo que será mejor que le diga algo más sobre Sanders. Cosas de las que me he enterado en el curso de las negociaciones. —Guardó silencio durante un instante y reflexionó—. Tendré que decirle algo acerca de la lengua principal de los hwarhath. Espero que me disculpe. La comandante ya le ha proporcionado un montón de datos.
Tuvo la sensación de que el capitán pensaba que ya le habían dado demasiada información. ¿Por qué? ¿Pensaba que era información delicada? ¿O que no venía al caso? Por lo que podía decir, no era nada que no supiera o que no pudiera imaginar, salvo el material relacionado con los prisioneros alienígenas. No le gustaba imaginárselos en plena agonía.
—La lengua tiene cincuenta y seis formas para la segunda persona del singular —comentó el capitán—. Las variables son el sexo de la persona a la cual se habla, el rango comparativo de las dos personas implicadas y su grado de relación, si es que existe alguna. ¿Son parientes cercanos? ¿Parientes lejanos? ¿O no tienen ningún tipo de relación? Finalmente cuenta el grado de cercanía emocional. ¿Se trata de un buen amigo? ¿De una persona a la que uno ama?
»Sanders ha estado realizando la mayor parte de la traducción. Siempre es muy formal, muy respetuoso con los hwarhath. Su título, el de portador, no es muy elevado.
—Es el único detalle de su situación que me hace feliz —intervino la comandante—. Hace veinte años era capitán, y sigue siendo capitán. El cambiar de bando no hizo absolutamente nada para favorecer su carrera.
El capitán Van asintió.
—Cuando él se dirige a los hwarhath, siempre utiliza la forma «usted», que indica que está hablando a un hombre de rango más alto, que no está relacionado con él y con el que no tiene vínculos emocionales. Y casi siempre ellos responden utilizando la forma recíproca, que indica que están hablando con un hombre más joven, con el que no tienen relación y que es un desconocido.
»Sin embargo los hwar actúan con el de una forma rara. —El capitán hizo una pausa—. En este punto tengo que avanzar con cautela. Estoy hablando de algo que no son las realidades crudas. Salvo el general, los demás son demasiado corteses. Se nota en la forma en que se mueven a su alrededor. Le dejan mucho sitio, vigilan dónde se encuentra y lo que está haciendo. No esperan que se aparte; y no lo miran a los ojos. Sanders ha vivido mucho tiempo entre estas personas. Debería haber aprendido a mantener la mirada baja. Pero de vez en cuando lo olvida y el general es el único que le hace bajar la vista. Los demás apartan los ojos.
»É1 actúa, y los otros también, como si él fuera más importante de lo que parece.
»Lo que nos lleva a una segunda consideración. Él y el general hablan a veces un lenguaje que, al parecer, los otros hwar desconocen. Es casi con certeza una lengua hwarhath, aunque no está íntimamente relacionada con la que nosotros hemos aprendido. Personalmente, tengo la impresión de que es la lengua del general. No creo que la lengua que conocemos sea su lengua materna. —El capitán Van sonrió—. Es más fácil comprenderlo a él que a los otros hwarhath o a Sanders.
»Después de darme cuenta de todo esto, empecé a prestar mucha atención a Sanders y al general. Yo no soy nuestro principal traductor. No tengo que pasarme el tiempo pensando en los problemas técnicos de la lengua. En lugar de eso, pude concentrarme en los alienígenas como pueblo.
»En una ocasión, al final de un día muy largo, el general mezcló las lenguas. Dijo algo en su lengua y luego pasó a la otra, y creo que lo que ocurrió fue que no cambió con la suficiente rapidez su manera de pensar. Se dirigió a Sanders utilizando la forma íntima “tú”. La forma realmente íntima de “tú”, que no indica nada acerca del rango o de la relación familiar. Sólo indica el sexo de la persona a la que uno se dirige. El género siempre es importante para los hwarhath.
»Por lo que sabemos, esta forma es la que se utiliza para dirigirse a los miembros de la familia más próxima de una persona, para los grandes amigos, que por lo general son amigos de la infancia, y para los amantes reconocidos.
»Más tarde comprobé la grabación —explicó el capitán—. Oí al general perfectamente y luego, mirando la grabación, pude examinar a las otras personas del equipo hwarhath de negociación. Quedaron petrificados. Un par de ellos mostró una expresión que podría haber sido de incomodidad o disgusto. Me cuesta mucho trabajo interpretar la expresión de los hwarhath. Su lengua es más fácil, lo mismo que su lenguaje corporal.
»El que me llamó la atención fue Sanders. No tuvo la menor reacción, y me habría dado cuenta de si un humano se sentía impresionado o molesto; y cuando le respondió al general utilizó su título completo. No le dijo Primer Defensor, que es la forma que utiliza casi siempre, sino Defensor-de-la-Hoguera-con-el-Honor-en-Primer-Término.
—No sé si lo sigo —dijo Anna.
—Creo que el general estaba usando la forma que utiliza habitualmente con Sanders, probablemente la que había estado utilizando un momento antes en la otra lengua.
—Cuando Sanders mencionó su título completo, le estaba recordando: «Eso no es apropiado aquí.»
Anna reflexionó un instante.
—Lo que me está diciendo… lo que creo que me está diciendo es que Nicholas tiene una relación sexual con una persona cubierta de pelo gris.
—Bien —dijo la comandante—. Él no forma parte de la familia del general, y no es un amigo de la infancia y, por lo que sabemos, el enemigo no tiene lo que nosotros llamamos una vida sexual normal. Ninguno de ellos la tiene. Anna se echó a reír. —¿Qué quiere decir?
—Quiero decir exactamente lo que estoy diciendo. Hemos descubierto toda una cultura, tal vez toda una especie, que no practica la heterosexualidad, salvo, tal vez… y de esto no estamos seguros… como perversión. —¿Y cómo se reproducen?
—¿Y usted qué cree? —La comandante estaba evidentemente incómoda. Resultaba curioso: no tenía problemas para hablar de la guerra y de gente que moría—. Mediante moderna tecnología médica. Inseminación artificial.
Tenía sentido. ¿Pero cómo se había desarrollado una cultura como ésa? ¿Y por qué? ¿Y qué había hecho antes de desarrollar la moderna tecnología médica? Anna abrió la boca para plantear la primera de varias preguntas.
—Volví a mirar el archivo de Sanders —comentó la comandante—. Allí no había nada, absolutamente nada que indicara la existencia de problemas en el plano de la sexualidad. Todos sus tests psicológicos eran perfectos. Nunca se casó, pero muchos miembros del servicio de inteligencia militar tienen problemas para establecer relaciones a largo plazo.
¿Cómo se determina la disposición a implicarse sexualmente con los alienígenas? Sobre todo si no hay ningún alienígena disponible. Anna intentó imaginar una nueva versión del MMPI.
Responder sí o no:
—El pelo gris me parece sexualmente excitante.
—Yo tengo fantasías con personas de ojos azules y brillantes y pupilas horizontales.
Dejó la taza.
—Creo que tengo toda la información que puedo manejar por ahora; además, llegaré tarde al trabajo. ¿Podríamos continuar en otro momento?
La comandante miró al capitán, que asintió. Pareció incómodo, pero Anna tuvo la sensación de que no eran los alienígenas los que lo inquietaban. Era la comandante. Evidentemente, había sido entrenado en una de las ciencias conductistas. Lo más probable era que se sintiera menos perturbado por las diferencias entre los pueblos, las personas y sus culturas.
Anna se puso de pie.
La comandante dijo:
—Recuerde que no puede revelar públicamente nada de lo que le hemos dicho.
No tenía ganas de bajar la colina y buscar a alguien con quien hablar de la vida sexual de los alienígenas, ni de Nicholas Sanders, ni del hecho de que se había metido en algo realmente raro.
—No se preocupe, comandante. Lo único que quiero hacer en esté momento es ir a observar a un grupo de criaturas de los dos sexos mientras practican su única jodienda anual. Buenas noches.
Mientras bajaba por la colina tenía una perspectiva excelente de la bahía. Estaba totalmente iluminada, lo mismo que el canal y el mar. En un primer momento se sentía más que nada aturdida; después empezó a pensar en la cultura hwar. Era interesante. Iba a ser divertido. Al cabo de un rato sintió la necesidad de echarse a reír y lo hizo.
Pasé la noche en los aposentos del general, mirando una obra heroica. Gwarha estaba bebiendo; no rápida sino regularmente, lo que significaba que al final de la velada estaría borracho. Éste es un problema que no va a mejorar. [Gracias por la advertencia.]
Yo tomé vino. Él había traído media docena de botellas de la fiesta celebrada en el continente. No estaba bebiendo demasiado. He perdido la costumbre de beber, y si los dos nos emborracháramos terminaríamos discutiendo por la obra o por las negociaciones.
Él había instalado el holograma contra la pared opuesta, frente al sofá, que era largo y bajo y no demasiado cómodo. El mobiliario hwarhath no está diseñado para las personas de mi estatura. Cuando activó el aparato, la pared desapareció; allí estaba el escenario con dos hombres ataviados con armaduras relucientes. En los cascos llevaban plumas largas que se balanceaban y ondulaban con cada leve movimiento. Debería haber sido divertido, pero no lo fue. Los hombres estaban casi uno frente al otro, y sus miradas se cruzaban en ángulo, como espadas al principio de un duelo. Había música, los raros ruidos hwarhath que finalmente —al cabo de veinte años— puedo oír como si fueran música. La obra consistía en una nueva versión de una vieja historia, y los instrumentos eran deliberadamente antiguos: un carillón, una campana, un silbato y un tambor.
Gwarha adoptó la expresión atenta que tiene cuando se instala a mirar una de esas malditas y estúpidas cosas. [?] Me preparé para no escuchar.
La música se interrumpió. Los hombres se miraron a los ojos y la obra comenzó.
Antes, cuando empezaba a saber algo de los bwarhath, solía interesarme. El vestuario siempre es espléndido, y las obras en sí pueden poseer la belleza austera de una obra del teatro No. Casi nunca son más largas que la mitad de un ikun. Casi nunca tienen más de cinco personajes. Los parlamentos son breves, y los decorados casi inexistentes. Siempre giran en torno a hombres que deben enfrentarse a algún horrible problema ético: un conflicto entre dos clases de honor, un conflicto entre dos lealtades iguales y opuestas.
El honor personal contrapuesto a un linaje.
Un amante contrapuesto a un linaje.
Un linaje contrapuesto al Pueblo.
Elecciones imposibles, que deben realizarse en poco más de una hora. Y la mayoría de las veces uno muere al final, al margen de lo que haya escogido.
Me interesé un poco más de tiempo en las obras que trataban sobre mujeres. (Los papeles femeninos son interpretados por hombres, por supuesto. Ésta es una forma artística exclusivamente masculina.)
¿Qué hace un hombre cuando descubre que su madre es un peligro para el linaje? Se trata de un problema espantoso. No existe forma de que un hombre hwarhath sano ejerza violencia sobre una mujer o un niño. Pero el linaje —al igual que las mujeres y los niños— debe defenderse.
Un grave dilema.
Seguí interesado, creo, porque era muy difícil descubrir algo sobre las mujeres hwarhath… al menos para mí, que vivía al margen. (Gwarha no iba a llevar a un humano a casa para visitar a la sagrada familia y a las tías.) [Creo que no haré ningún comentario sobre este punto.]
En la misma categoría que las obras sobre mujeres, o tal vez en una categoría ligeramente diferente, se encuentran las obras sobre el amor heterosexual. Siempre me han parecido divertidas. Mi respuesta escandaliza a los hwarhath. Para ellos, estas obras poseen una fascinación enfermiza. A los niños nunca se les permite verlas; y en algunas ocasiones, cuando el talante del Tejido ha sido conservador, se las ha excluido por completo. Siempre son violentas y a menudo tienden a una verdadera fealdad. Siempre acaban con locura y sangre.
A menudo, al final, una vez que los cadáveres se han levantado y abandonado el escenario, el personaje principal regresa y recita un epílogo. (A los hwarhath les encantan las moralejas.) Esto es lo que ocurre cuando la violencia del perímetro se traslada al centro. Todo queda destruido. La familia no puede sobrevivir.
Hay una última clase de obras heroicas que (supongo) aún me interesa. Las obras sobre el rahaka: los hombres que no morarán, que siguen viviendo cuando cualquier persona normal habría elegido la opción.
Por ejemplo, un hombre cuyo linaje ha quedado destruido: todos los hombres, excepto él, han sido asesinados y las mujeres y los niños pasan a formar parte de otro linaje. Todos los lazos que tiene con el mundo han quedado rotos, pero lucha por sobrevivir. ¿Con qué fin? ¿Por qué? Éste es un problema que fascina a los hwarhath. Comparados con los humanos, ellos mueren con facilidad, y no comprenden qué hace que algunas personas continúen viviendo sin una buena razón. Casi siempre lo consideran un defecto de personalidad; pero a veces sospechan que es otra clase de heroísmo.
Hay una obra antigua y famosa que habla de un guerrero que muere lentamente a causa de una terrible enfermedad. Se sienta en el escenario. Lo visitan fantasmas y personas. Hablan. Se le ofrece la opción. Él no la acepta. En lugar de eso, sigue agonizando lentamente. Más adelante (la obra es más larga de lo habitual) se recuesta, demasiado débil para seguir sentado. Al final de la obra sigue agonizando.
En general, prefiero la comedia.
Del diario de Sanders Nicholas,
portador de información agregado al personal del Primer Defensor Ettin Gwarha
CODIFICADO PARA SER LEÍDO SÓLO POR ETTIN GWARHA
Anna regresó al día siguiente y le dieron una grabadora. Parecía un reloj de pulsera y, de hecho, marcaba el tiempo. Se la metió en un bolsillo. Nicholas podría haber notado que nunca llevaba ningún tipo de cronómetro.
Varios días más tarde, Nicholas arregló una cita en la barca a última hora de la tarde, un par de horas antes de que ella entrara a trabajar. El clima era suave y apacible. Se sentaron en la cubierta. Esta vez, Nicholas se había puesto un uniforme hwarhath de color gris, ceñido al cuerpo. Le sentaba muy bien. Evidentemente, el problema no era la confección kwar; era la idea que los hwar tenían de la moda humana. Llevaba una gafas de sol como las de los humanos: una montura de delgado metal dorado y lentes que brillaban como el dorso de algún tipo de escarabajo, de color verde iridiscente.
Hattin llevaba gafas de sol hwar, rectangulares, de cristales negros y montura de plástico negro, muy gruesa. Resultaban elegantes en su rostro chato. Habrían quedado espantosas en la cara de un humano.
—No se trata sólo de una cuestión de estilo —señaló Nicholas—. Las orejas de los hwarhath están más arriba, y su nariz es mucho más ancha y más chata que la de los humanos. Yo no puedo usarlas. Podría conseguir unas hechas a medida, pero no vale la pena. Me paso casi todo el tiempo sin salir.
Apoyó los pies en la barandilla y contempló la bahía, que brillaba a la luz baja y oblicua.
—En teoría, estoy aquí para hacerte preguntas sobre tus criaturas. Como creo haberte dicho, el general es sumamente curioso. Le interesa la inteligencia desconocida, sobre todo la humana, pero también cualquiera que se presente. Creo que estoy de humor para observar cualquier cosa que no sea una medusa gigante y probablemente inteligente. ¿Por qué no me hablas de la Tierra?
El soldado humano se movió, incómodo. Esta vez era otro: un chico robusto cuyos rasgos no pertenecían a ninguno de los grupos étnicos que ella conocía. ¿Tal vez de la zona del Mar Negro? Su estrecha franja de cabello cortado y teñido de color rojo ladrillo combinaba muy bien con su piel ligeramente morena. No logró percibir el color de sus iris, cubiertos por lentes de contacto completamente negras.
—Nada de importancia estratégica —añadió Nicholas ante una mirada del soldado.
Anna necesitaba un poco de tiempo para pensar qué temas eran de importancia estratégica.
—¿La echas de menos?
—¿La Tierra? A veces. —Hizo una pausa—. No creo en el arrepentimiento. Hay emociones que te atrapan, que hacen que tu vida se detenga allí donde está, y el arrepentimiento es una de ellas. Yo prefiero seguir en movimiento, lo que significa que intento pensar en la situación en la que me encuentro en este momento y en qué puedo hacer con respecto a ella —Echó un vistazo a su alrededor; sus gafas destellaron y sonrió—. Nunca he creído en eso de dejar que las cosas sigan su curso.
»Echo de menos, sobre todo, cosas prácticas y corrientes. Unas lentes de contacto decentes como las de los humanos. El café. Hay días… aún ahora, después de tantos años, en que pienso que daría cualquier cosa por una taza de café.
—Eso tiene solución. —Se puso de pie, entró en la cabina y le pidió a María que preparara una cafetera.
—Espero que sepas lo que estás haciendo, Anna —señaló María.
—Es posible.
Anna volvió a salir, se sentó y le habló a Nicholas de su última visita a Nueva York, que no había cambiado mucho desde los tiempos en que él había estado allí. Seguía siendo enorme, sucia, ruinosa y espléndida. Como siempre, estaba en proceso de construcción. Las monstruosas torres de cristal de finales del siglo XX, delirantes consumidoras de energía, habían desaparecido casi por completo. (Unas cuantas se habían conservado por razones históricas.) El último estilo arquitectónico era el llamado Nostalgia de la Época Dorada.
—¿Lo llaman así? —preguntó Nicholas.
Ella asintió.
—Paredes de ladrillo o de piedra. Pozos de ventilación. Ventanas que se abren. Gárgolas.
—¿Qué hiciste, una gira arquitectónica?
Ella volvió a asentir.
—Y una gira por el sistema de diques. Finalmente tuvieron que clausurar el puerto de manera definitiva. Fue la única manera de evitar que el océano inundara la ciudad. Ya no es un puerto.
—Vaya, qué pena.
María trajo el café y lo dejó; se quedó de pie junto a la puerta de la cabina, escuchando. Había nacido en América Central y era una india casi pura, de piel cobriza y preciosa cabellera negra, larga y lisa.
Anna le habló a Nicholas de las obras que había visto durante su visita. Evidentemente, no había nada de estratégico en La venganza del hombre lobo, ni en Medida por medida.
—Bueno, ésa es una obra que no me importaría volver a ver —comentó él—. Recuerdo la frase que el duque le dice a Claudio, cuando ese pobre estúpido se encuentra en prisión, condenado a muerte por fornicar. Es aquella que comienza diciendo: «Ser absoluto para la muerte.» ¡Qué frase tan maravillosa y sonora! Y después sigue con varios argumentos acerca de por qué no vale la pena aferrarse a la vida. «Razona así con respecto a la vida: si te pierdo, pierdo algo que sólo un necio querría conservar.» ¡Qué lenguaje tan encantador! ¡Y qué bobada! —Probó el café—. No es como lo recuerdo.
—Es un buen café de Nicaragua —intervino María—. Y sé prepararlo.
Él levantó una mano en ademán de disculpa.
—Ha pasado mucho tiempo, miembro. Estoy seguro de que lo he olvidado.
—¿Y has recordado ese pasaje de Shakespeare durante veinte años? —le preguntó Anna.
—No. Los hwarhath han seleccionado muchas obras breves y raras de la cultura humana, incluidas las obras completas de William Shakespeare, y mucha literatura china traducida. Me pregunto si esto es información estratégica. ¿Te dice algo útil sobre los hwarhath el hecho de saber que nunca han tenido oportunidad de leer a Ibsen?
La conversación siguió sin rumbo fijo durante un rato y concluyó con la moda. Nicholas sólo sentía un leve interés por el tema, salvo en lo que a la nueva imagen militar concernía. Eso, afirmó, era fascinante.
»…Y hace que me alegre de haber cambiado de bando. En ningún lugar del universo conseguiría un corte de pelo como el de Maksud.
El soldado humano frunció el entrecejo.
—Ciñámonos a la nueva imagen civil —sugirió Anna—. Es imposible que eso tenga alguna importancia estratégica.
—Ni siquiera es atractiva —opinó María. En la cabina de la barca tenía una revista, no sobre moda sino sobre cultura popular—. Todo se reduce a lo mismo, sobre todo en el norte. Los yanquis siempre han confundido el estilo con la vida. Y eso se debe al hecho de no tener una religión y una política reales.
—¿De dónde eres? —preguntó Anna.
—¿Originalmente? De la Tierra de las tormentas de polvo. Kansas. Me largué de allí en cuanto pude. Recuerdo que una vez leí una entrevista con alguien… no recuerdo quién era, una escritora de Kansas. Decía que cuando era pequeña le encantaba El Mago de Oz, porque le demostraba que era posible irse de Kansas. —Sonrió—. Siempre me ha gustado ese cuento.
María trajo la revista. Nicholas la activó, moviéndola ligeramente para que la pantalla quedara a la sombra. (A esa hora el sol estaba bajo, casi detrás del recinto diplomático.) Los colores brillantes parpadearon y hubo un estallido de música; Nicholas bajó el volumen.
Desde donde estaba, Anna no podía ver las imágenes. No importaba. Prefería observar a Nicholas. Él miró un momento la revista, luego lanzó un suspiro y se quitó las gafas de sol.
—No sabes lo que es el infierno hasta que tienes que usar los bifocales de los alienígenas —aseguró y sacó otro par de gafas de un bolsillo. Eran, evidentemente, de confección hwar: cristales rectangulares y montura gruesa de metal—. Están hechos a medida. Se ajustan perfectamente, y los cristales cumplen la función que deben cumplir, pero mira… —Se las puso. Eran absolutamente horribles. María se tapó la boca con la mano—. Siempre abrigo la esperanza de que los hwarhath capturen una nave en la que haya un óptico, pero hasta ahora no he tenido suerte.
—¿Realmente son bifocales? —preguntó Anna—. Nunca te había visto usar gafas.
—Gracias a la Diosa, casi no necesito corrección para ver de lejos. Me las arreglo mejor sin ellas, salvo cuando leo. —Apretó el botón «Play» de la revista. Destellaron nuevos colores—. Qué increíble —comentó.
Hattin miró por encima de su hombro. El soldado humano apartó la mirada, lo que significaba —casi con certeza— que pertenecía a una facción religiosa conservadora.
Al cabo de un rato, Hattin habló. Nicholas levantó la vista y sonrió.
—Dice que todo es absurdo o desagradable. Es terrible que él y Maksud no compartan un idioma. Podrían celebrar una breve reunión de protesta hasta que descubrieran en qué medida difieren sus respectivas culturas.
El soldado humano volvió a fruncir el entrecejo. Hattin parecía tan sereno como siempre, aunque ya no miraba la revista. En lugar de eso se dedicó a contemplar la bahía y dejó de lado la cultura popular humana sin siquiera encogerse de hombros. Por supuesto, Anna no sabía si los alienígenas se encogían de hombros o tenían algún otro gesto equivalente.
—¿Qué piensa Hattin de ti? —preguntó.
—Es un miembro de la guardia personal del general, y es muy leal. Si Ettin Gwarha me aprueba, es suficiente. No se pregunta por qué. Si me disculpas, voy a terminar este artículo.
¿A quién se le ocurre llamar «Stalin y sus Epígonos» a un grupo de cantantes?
Estaba encorvado, con expresión concentrada. Anna miró el cielo, por encima del recinto. Estaba salpicado de nubes pequeñas.
Un día raro. Podría haberlo disfrutado de no ser por la grabadora que llevaba en el bolsillo. Se sentía como una traidora, aunque era ella la que actuaba con lealtad.
Nicholas terminó de leer el artículo e hizo sonar la grabación de «Stalin y sus Epígonos» incluida en el mismo.
—Horrible, aunque en realidad, si he entendido el artículo, se supone que debe ser así. —Apagó la revista y se la entregó a María—. Gracias. ¿Alguien tiene hora?
Anna no sacó la grabadora. En lugar de eso, María entró en la cabina para averiguarlo.
Nicholas se quitó las gafas y las dejó a un lado.
—La próxima vez te haré preguntas sobre tus criaturas. ¿Cómo están?
—Muy bien. La semana próxima, más o menos, alcanzarán el punto culminante del despliegue luminoso. Después disminuirá y se apagará.
—Un espectáculo sorprendente. Me he acostumbrado a caminar por la playa de noche. Por supuesto, no es tan espectacular como la vista de la bahía. Pero sin embargo, el océano está salpicado de luces destellantes hasta donde yo puedo ver. —Hizo una pausa y reflexionó—. Supongo que debería añadir que la isla tiene muy buenas defensas en todo su perímetro.
Se marchó, seguido por los soldados.
—Tienes unos amigos muy raros —comentó María.
—Yo no le llamaría amigo. Es un conocido.
—Sea lo que fuere, me doy cuenta de que te gusta. Pero conocerlo a él no tiene futuro.
—Sin duda.
La tarde siguiente Anna pasó por el recinto y se presentó; ante la comandante, que se encontraba en el despacho forrado de madera oscura de imitación. La Tierra seguía girando en la pared; la nube que la cubría era más densa que antes.
Cuando ella concluyó, la comandante dijo:
—Lamentablemente, Sanders tiene razón con respecto a las defensas de la isla. No hay forma de llegar a él sino aquí —hizo una pausa—. Y existe un interrogante acerca de cuánto tiempo más se prolongarán las negociaciones —la mujer contempló la Tierra.
El capitán Van sirvió té.
—Estaban destinadas a ser muy preliminares, a descubrir si realmente podíamos enfrentarnos mutuamente cara a cara y fijar un procedimiento para negociaciones posteriores y resolver una serie de detalles menores. El mobiliario, por ejemplo.
—Es la tercera vez que oigo mencionar el mobiliario —comentó Anna.
El capitán sonrió.
—A los hwar les gusta sentarse más cerca que nosotros del suelo, y no querían que quedáramos más arriba que ellos; de modo que tuvimos que decidir la altura de las sillas de la sala de conferencias. Y querían que quitáramos la mesa del medio. Dijeron que la gente no puede mantener una conversación seria si está separada por un trozo enorme de plástico; la expresión que usan para decir «cara a cara» es «rodilla a rodilla».
La comandante finalmente apartó la mirada del planeta en movimiento.
—Siga como hasta ahora, miembro Pérez. Y gracias.
Anna abandonó el recinto. Aquella noche el despliegue de luces de la bahía era realmente espectacular. Bajó la colina hasta el puesto, imaginándose todo el tiempo, mientras recorría la isla, a Nicholas en el borde oscuro del mar que brillaba con destellos de color azul verdoso y naranja.
La mayor parte de mi diario se refiere a todo: a la estación Tailin o a la nave. (La Hawata Que Atraviesa Grandes Distancias. Un nombre encantador, aunque ahora me doy cuenta de que no estoy totalmente seguro de lo que es una hawata. Hay cosas sobre el Pueblo que aún desconozco, y algunas de ellas son simples y evidentes.) [Sí.] Lo único que tengo aquí son las anotaciones que he hecho desde que llegamos a este planeta. No puedo hacer un seguimiento y encontrar el razonamiento que nos condujo a la actual situación. Todas estas conversaciones tuvieron lugar con anterioridad, en la nave o en Tailin. Por eso he estado recordando. El general diría que es una pérdida de tiempo. Hemos tomado nuestra decisión. No hay nueva información ni motivos para reconsiderar esa decisión. Es mejor pensar en algo totalmente distinto. Me lo imagino, demonios. Que yo sepa, no hace ningún daño.
[No haré ningún comentario.]
La idea era sencilla. Hacer un pequeño cambio —muy pequeño— en la situación planteada con respecto a los humanos. Tratar de conseguir un poco de información del otro lado.
El general no estaba seguro de hasta qué punto quería seguir en esa dirección. [Sí.] Y no me gustan los planes complicados. Funcionan en holograma, pero en la vida real te dan en las narices. Existen demasiadas variables en la realidad.
Es mejor una acción a pequeña escala. Llévala a cabo. Ve qué ocurre. Luego haz otra cosa.
Nuestra acción a pequeña escala me estaba llevando a las negociaciones. No era del todo fácil. Los otros principales (al menos algunos de ellos) querían mantener mi existencia en secreto. Pero el general logró convencerlos. Soy un primero entre los expertos en la humanidad.
Había —hay— un elemento de riesgo que a mí me molesta más que al general. Pero había que hacerlo. ¡Es una forma tan fantástica de transmitir información!
Dramático. Sabíamos que los humanos prestarían atención.
Rápido. Sólo llevaría un momento —mirarme una sola vez— hacer comprender todo lo que queríamos decir.
Y en público. El general no quiere tratar con el enemigo en privado. Todo lo que tuve que hacer fue bajar del avión con aquel aguacero.
Dijimos al enemigo que para los humanos era posible vivir con y entre los hwarhath.
Les dijimos que para los humanos era posible llegar a un acuerdo con los hwarhath.
Les dijimos que para los humanos era posible trabajar con y para los hwarhath.
(Esto último es ambiguo. Pero considero el empleo, la opresión y la esclavitud relaciones entre seres que son —al menos hasta cierto punto— similares. Uno no emplea ni esclaviza un tiburón blanco ni un árbol. Uno pasa por alto o destruye lo que es realmente extraño.)
(No es un buen argumento. Puedo asegurarlo. ¿Qué ocurre con los gatos y los perros? ¿Y con las vacas? ¿Y con los corderos? ¿Y con los arriates? ¿Y con la levadura? Olvídalo.)
[Por favor explica todo inmediatamente en el frente.]
Llamamos su atención sobre el general, como alguien que tiene un interés y un conocimiento poco habituales sobre la humanidad, y llamamos la atención con respecto a mí. Dijimos al enemigo que había alguien no alienígena, alguien a quien pueden comprender, sin ninguna duda, y que vive entre los hwarhath.
Con suerte, los diplomáticos recibirán el mensaje. El servicio de información militar es otro asunto. Ellos son el motivo de mi preocupación.
Busqué hawata. Es un animal depredador, enorme y volador, parecido a un pájaro, que vive en el planeta madre de los hwarhath, en dos de los tres continentes del norte. Solía vivir en los cinco continentes, pero la civilización ha hecho disminuir el área que ocupa. Aparece en los cuentos populares y en la mitología, aunque sólo en el hemisferio norte. Evidentemente, en el sur se extinguió hace mucho tiempo.
Según la leyenda, el hawata es capaz de llevarse bebés y niños pequeños. (Se trata sólo de una leyenda. Según los científicos, no se ha dado ningún caso.) En la forma habitual del mito o el cuento del hawata, un niño es secuestrado, pero no devorado. En lugar de eso, lo rescatan personas de otro linaje y lo educan como a uno de ellos.
Por supuesto, con el tiempo se descubre la verdadera ascendencia del niño, ya sea mediante algún tipo de recurso (una joya que la criatura llevaba cuando el hawata la cogió) o gracias a una peculiaridad física. El niño tiene los ojos raros o una raya oscura a lo largo de la columna.
Si la historia es en clave de comedia, el descubrimiento lleva a una reconciliación de algún tipo: las familias enemigas ponen fin a su guerra cuando descubren que comparten una hija o un hijo. Sin embargo, a menudo la historia es trágica. Los amantes descubren que son hermanos y que su amor está prohibido. Un hombre descubre en la víspera de la batalla que el enemigo es su verdadero pariente. Entonces debe elegir.
Por alguna razón el hawata nunca aparece en ninguna obra de animales y, por lo que sé, nunca ha existido una obra heroica que utilice el secuestro por parte de un hawata. Parece algo natural. Incluso puedo imaginar la espantosa escena final.
Será mejor que envíe un mensaje a Eh Matsehar.
Del diario de Sanders Nicholas,
portador de información agregado al personal del Primer Defensor Ettin Gwarha
CODIFICADO PARA SER LEÍDO SÓLO POR ETTIN GWARHA
No tuvo noticias de Nicholas durante más de una semana. No le importó. El ritual de apareamiento que tenía lugar en la bahía llegaba a su apogeo. ¿Era ésa la palabra correcta? Cuando tuviera tiempo consultaría un diccionario.
De día, el agua estaba desbordada de mensajes químicos, algunos de los cuales captaban los artilugios sensibles que colgaban debajo de las pequeñas balsas o de las boyas. Yoshi los había instalado una mañana, cuando la migración acababa de empezar. Salpicaban la bahía. En aquel momento no había forma de llegar a ellos sin perturbar a los animales que se dedicaban a cortejarse; pero enviaban análisis de vez en cuando por radio.
Los animales utilizaban también señales visuales. No tanto para comunicarse, pensó Anna, como para excitarse. En los días claros, las señales resultaban apenas visibles. Pero la mayor parte de los días estaba nublado. El agua gris brillaba y parpadeaba bajo un cielo cubierto de nubes de color gris oscuro.
Por supuesto, por la noche el despliegue era espectacular: rosas, verdes, azules, amarillos, naranjas pálidos y blancos. Los colores inundaban la bahía y se esparcían por el océano. En un par de ocasiones, siendo las nubes especialmente bajas, las luces brillaron por encima de su cabeza en el cielo nocturno: eran reflejos, apagados, pálidos y poco visibles, pero allí estaban. Empezaba a sentir sueño.
Una tarde la llamó Nicholas.
—El general se va a otra fiesta. Más bebida y canapés. No quiero tener nada que ver con eso. ¿Puedo ir a molestarte?
Mierda, pensó Anna. Sus ojos se resistían a permanecer abiertos y le parecía que tenía la cabeza llena de pelusa gris.
—A las dieciséis —respondió ella—. A esa hora tendría que estar despierta. Reúnete conmigo en la barca. ¿Esta vez querrás hablar de los animales?
—Puede ser. —Nicholas sonrió brevemente e hizo una seña de despedida. Ella regresó a la cama.
Media hora más tarde la unidad de comunicación volvió a sonar. Anna maldijo y salió a gatas de debajo de la manta.
Esta vez era la comandante Ndo.
—¿Puedes venir hasta aquí? Lo más pronto posible.
Anna abrió la boca.
La comandante frunció el entrecejo.
—Es importante, miembro Pérez.
—De acuerdo.
—Bien. —La comandante le dedicó una amplia y dentuda sonrisa. Depredadora, pensó Anna.
Se vistió y subió a la colina. El cielo estaba cubierto de nubes. Soplaba un viento frío que inclinaba los rojizos y desnudos tallos de esporas y le azotaba el pelo, haciéndolo revolotear a ambos lados de su cara. De vez en cuando sentía caer una gota de lluvia.
El capitán Van esperaba a la entrada del recinto; parecía preocupado.
—¿Qué ocurre?
Él se llevó un dedo a los labios: el símbolo universal para pedir silencio.
Ella asintió y él la condujo hasta un ascensor. Bajaron un piso y salieron a un pasillo. Los tubos del techo emitían una luz pálida, áspera e institucional. En el aire flotaba un olor estéril. ¿A qué?, se preguntó. A metal y a hormigón.
—¿Qué es esto?—preguntó.
—Un sótano.
Atravesaron una pared gris, de metal, bajaron un tramo de escaleras y entraron en otro pasillo. Éste era todavía más curioso. ¿Para qué se necesitaba un sótano en un edificio provisional? Al final del pasillo había otra puerta de metal. El capitán se detuvo y apretó un botón de la pared. Anna oyó un zumbido y levantó la vista. Una cámara negra y diminuta giró lentamente, se detuvo y apuntó su luz roja hacia ella.
La puerta se abrió. El capitán le hizo una seña y Anna entró. Le resultó difícil hacerse cargo de la escena. Era demasiado compleja. Una habitación de paredes de hormigón, un escritorio de metal gris y la comandante sentada detrás: ésa fue la primera imagen. Después un hombre que se encontraba de pie junto al costado derecho del escritorio. Era alto y delgado, y llevaba puestos unos pantalones cobrizos y camisa y chaqueta del mismo color. Nicholas, pensó ella por un instante, que estaba llegando a un acuerdo con la Tierra.
Entonces vio a tres personas en el lado izquierdo de la habitación, contra la pared. Un hombre en una silla, con la cabeza gacha, los brazos apoyados sobre las rodillas y las manos apenas entrelazadas. Estaba flanqueado por dos soldados, ambos humanos. Uno de ellos era Maksud. El otro —un hombre bajo y de piel oscura, del sur de la India— le resultaba desconocido. El hombre que estaba sentado levantó la cabeza. Nicholas. Tenía la cara moteada de rojo y blanco y una expresión muy extraña en la mirada. No supo descifrarla. La miró primero a ella, luego al capitán Van, a la comandante y finalmente la puerta, que se había cerrado.
Estaba aterrorizado. Eso explicaba el cambio de coloración y la expresión de su mirada.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Anna—. ¿Y dónde está el otro guardián? ¿El alienígena? ¿Hattin?
—Debería resultarle obvio lo que ocurre —comentó la comandante—. Ésta es nuestra mejor oportunidad para coger a Sanders. Se supone que los bwar no lo verán hasta esta noche, tarde. Tenemos cinco horas, tal vez seis o siete, para sacarlo de aquí. Necesitamos su colaboración. —¿Porqué?
—Como distracción —respondió la comandante—. Queremos que vaya hasta la barca con el teniente Gislason. —Señaló con la cabeza al hombre que se parecía a Nicholas—. Desamarre la barca. Queremos que los hwar busquen en la dirección equivocada. Queremos que piensen que tal vez Sanders se largó por propia decisión. Ha mostrado un claro interés por usted.
—Está loca. En este planeta no hay adónde ir. Está vacío. Y él no está interesado en mí. Por Dios, si usted me dijo que el general hwar es su amante.
En todo momento veía a Nicholas por el rabillo del ojo. Él hacía breves movimientos nerviosos, levantaba la mirada, la bajaba, se movía, se preparaba para echar a correr y luego vacilaba. No tenía adónde ir, ninguna esperanza de trasponer la puerta. Evidentemente lo sabía, pero no podía quedarse quieto. La respuesta lucha-o-huye era demasiado fuerte.
La comandante dijo:
—Según nuestros registros, hace veinte años él era un hombre heterosexual y perfectamente corriente. Tal vez ha vuelto a serlo. ¿Cómo iban a saberlo los alienígenas? No pueden ser expertos en sexualidad humana; y no nos importa demasiado lo que piensen que está ocurriendo, ya sea un paseo en coche o un fin de semana romántico, siempre y cuando busquen en el océano. —Hizo una pausa y miró a Anna fijamente—. No podemos dejar pasar esta oportunidad. Este hombre tiene veinte años de información. Tenemos que cogerlo.
Anna dijo:
—Ellos no creerán que se largó por su cuenta. ¡Piense en quién es este hombre! No permitirán que desaparezca. Pondrán el recinto patas arriba.
La comandante sacudió la cabeza y la luz resplandeció en su oscuro cráneo calvo.
—Gracias a Sanders, los hwar saben sobre nosotros más de lo que nosotros sabemos sobre ellos, pero hemos aprendido algunas cosas. Harán lo que sea por proteger o rescatar a mujeres y niños. Pero para ellos todos los hombres son prescindibles. Nuestra gente tiene esto muy claro. Creen, me refiero a los alienígenas, que la naturaleza de los hombres consiste en pelear y hacer la guerra. El destino de los hombres es morir con violencia. Cuando ocurre, ocurre. Qué será, será. Que sea lo que la Diosa quiera. El general Ettin no va a arriesgarse a poner fin a las conversaciones a causa de un hombre.
—¿Nick? ¿Es eso verdad?
Él levantó la cabeza y sus ojos mostraron aquella extraña expresión vacía.
—Sí —dijo al cabo de un momento.
—No tenemos tiempo de seguir discutiendo esto —aclaró la comandante—. ¿Colaborará con nosotros, miembro Pérez?
—¿Qué otra alternativa me queda?
—Ninguna, si quiere publicar su investigación y si quiere que la barca se marche sin problemas y sin dañar a ninguno de sus animales. Vamos a resolver esto, miembro Pérez, con usted o sin usted.
La historia —el fin de semana romántico— exigía que ella desapareciera. Anna tuvo la repentina sensación de que si se negaba se quedaría en aquella habitación en calidad de prisionera, como Nicholas.
Ésas eran las opciones. Por una parte su libertad, su investigación y la seguridad de los animales de la bahía. Por otra sólo su integridad personal y el hecho de que odiaba que la utilizaran. No tomaba en consideración a Nicholas. No podía hacer nada por él. Si se negaba a cooperar, la comandante encontraría alguna otra forma de llevárselo del recinto.
Lo miró. Él la observaba fijamente, cosa que no había hecho con anterioridad, y la tensión de su cuerpo era evidente. Se obligaba a estar inmóvil mediante un esfuerzo de voluntad, y le suplicaba con la mirada. ¿Para qué?
Miró a la comandante y asintió.
—De acuerdo.
Nicholas bajó la mirada.
—Fantástico —dijo la comandante—. Yoshi Nagamitsu está en este momento en la barca. Llámelo y dígale que irá más temprano. Comuníquele que puede marcharse.
Ella dio un paso en dirección al escritorio.
—Desde aquí no —señaló la comandante—. Gislason la acompañará a otra habitación. Cuando salga de este nivel del recinto tenga cuidado con lo que dice. Los hwar tienen unos aparatos de escucha realmente increíbles. No son para nosotros. Al parecer, se espían entre sí.
Vaya, pensó Anna.
—Gracias por su colaboración, miembro Pérez. Lo recordaremos.
Salió con Gislason. Mientras la puerta se abría, miró a Nicholas por última vez. El hombre tenía la vista clavada en el suelo y los hombros hundidos: la postura de alguien que acababa de recibir… ¿qué? ¿Su sentencia de muerte?
La puerta se cerró y Gislason dijo:
—Por aquí, miembro. —Y la condujo pasillo abajo hasta una habitación igual a la primera: paredes de hormigón gris, alfombra gris y un escritorio de metal gris sobre el que se veía un equipo de comunicación. Llamó a Yoshi.
Por lo general, Yoshi era bastante meticuloso y prefería quedarse hasta el final de su turno; pero esta vez estaba ansioso por marcharse. Anna no sabía con certeza si eso era buena o mala suerte. Si no hubiera estado dispuesto a marcharse de la barca, tal vez ella se habría librado de aquella estúpida conspiración. Y tal vez no. La comandante parecía decidida. Apagó el equipo de comunicación y se volvió hacia Gislason.
En realidad no se parecía mucho a Nicholas. Era de la misma estatura y complexión, incluso del mismo color. La misma piel pálida y el mismo pelo rubio grisáceo. Sus ojos eran verdes, aunque mucho más claros que los de Nick. Pero su rostro era distinto: huesudo y nórdico. Hermoso, aunque a ella no le gustaba especialmente.
—¿Qué le ocurrirá? —preguntó.
—¿A Sanders? Tendrá que preguntárselo a la comandante. —Tenía un leve acento escandinavo.
—Estaba aterrorizado.
Gislason se encogió de hombros.
—¿Espera coraje de un hombre como él? Tenemos el tiempo justo, miembro. Debemos irnos.
Subieron a la planta baja; no encontraron a nadie en la escalera ni en el ascensor. ¿Se debía a la fiesta, la recepción de los diplomáticos? ¿Estaban todos allí? ¿O aquella gente abandonaba el trabajo muy temprano?
No regresaron por el mismo camino por el que ella había llegado con el capitán Van. En lugar de eso, Gislason la condujo por otro pasillo hasta una puerta en la que se leía: SALIDA EXCLUSIVA DE EMERGENCIA — SONARÁ ALARMA. La abrió. Nada ocurrió, salvo que entró un viento frío cargado de lluvia.
A un ademán de él, Anna se cerró la chaqueta, se puso la capucha y salió. Empezaba a oscurecer y la temperatura estaba descendiendo, como la lluvia, que caía sin parar. Una noche espantosa.
Él salió con ella y cerró la puerta.
—En realidad, no deberíamos salir en la barca con mal tiempo —señaló Anna.
Él se llevó un dedo a los labios. Rodearon el recinto siguiendo un sendero abierto en la densa y esponjosa vegetación musgosa. Frente a la entrada principal el sendero se unía al camino que descendía por la colina. Éste había sido apropiadamente abierto: construido con maquinaria y pavimentado con grava de una de las playas. Las piedras eran redondas y resbaladizas y pisarlas resultaba poco seguro. Anna avanzó lentamente y Gislason la siguió.
Cuanto más lo pensaba, más insegura se sentía con respecto al plan. Nicholas sabía mucho más que ella de cuestiones de seguridad. No creía que la reacción de él fuera pura cobardía. Estaba al corriente de lo que iban a hacer y eso lo aterrorizaba. Anna nunca había visto a nadie tan asustado.
Pensó en los servicios secretos de la historia moderna: la SS, la CÍA, el KGB y otros cuyos nombres ya no recordaba porque sólo los había oído mencionar en algún curso sobre atrocidades de la facultad. En teoría, las cosas habían mejorado. ¿Podía afirmarlo?
Mientras bajaba por la colina en dirección a las luces amarillas de la estación de investigación, se le ocurrió que no tenía pruebas que demostraran que alguno de los diplomáticos estuviera involucrado en aquel secuestro. Si no lo estaban, si la comandante actuaba por cuenta propia, entonces ella, Anna, estaría traicionando a su gobierno, lo mismo que a Nicholas y a sí misma.
Un verdadero asco.
Llegaron al pie de la colina. Ahora resultaba más fácil avanzar. El sendero se extendía entre los edificios de la población y avanzaba junto a ventanas iluminadas. Vio gente trabajando en el interior, en laboratorios y oficinas. Una ventana grande se abría hacia un salón. Varias personas bebían antes de la cena. Vio las copas e imaginó lo que contenían: jerez, vino, algún tipo de refresco. ¡Dios, parecía muy confortable!
Fuera, la lluvia caía sobre la calle lanzando destellos plateados. Unas criaturas semejantes a peludos gusanos azules se agitaban en el sendero, entre los guijarros brillantes y negros.
—¿Qué son esas cosas horribles? —preguntó Gislason.
—Gusanos, en su mayoría. El vello que los cubre no es pelo, y no cumple la función de aislamiento. Lo utilizan para alimentarse.
—¿Cómo?
—Yasmin, la mujer que los estudia, considera el vello, provisionalmente, como «cilios», aunque no cree que tal nombre perdure. Los cilios producen enzimas que sirven para digerir los alimentos y los absorben una vez digeridos. Los animales tienen intestinos pero no boca, y un solo orificio. El alimento penetra por los cilios y sale por el orificio.
—¿Qué comen?
—Según Yasmin, lo que encuentran. El grueso de su dieta lo forman los microorganismos del suelo; pero también se alimentan de desechos, y ella cree que pueden comer raíces de plantas. Habitan en túneles, en una especie de caldo de cultivo compuesto por sus propios jugos gástricos y todo lo que han digerido. Es como si vivieran dentro de su propio estómago. ¡Un prodigio de criaturas!
Gislason emitió un sonido ambiguo.
—Están aquí a causa de la lluvia. Sus túneles han quedado inundados.
Los gusanos eran cada vez más numerosos. Anna caminó cuidadosamente entre ellos, en silencio porque tenía que mirar dónde pisaba y porque tenía que pensar. No quería salir con la barca de noche y con lluvia, y tampoco quería verse envuelta en un incidente internacional. Y aunque irracionalmente, tampoco quería tener nada que ver con perjudicar a Nicholas Sanders.
¿Qué podía hacer? ¿Correr? ¿Gritar? Gislason estaba a su lado, alto y temible. Imaginó que la cogía, la estrangulaba o la golpeaba con algún esotérico movimiento típico de las artes marciales. Se despertaría convertida en una prisionera, con la comandante furiosa; y la barca habría salido igualmente. Imaginó que se abría paso por la bahía, asustando a sus alienígenas y poniendo fin a la frágil paz del apareamiento.
Si lograba llamar la atención, sería la de los científicos humanos. ¿Cómo les iría a ellos contra el servicio de información?
Pasaron junto al último edificio. Delante de ellos se abría la bahía, en ese momento completamente a oscuras. Sus criaturas no habían comenzado a emitir las señales nocturnas; y si lo habían hecho, los mensajes quedaban ocultos por la lluvia. Sin embargó, la luz del muelle brillaba intensamente y logró vislumbrar la forma borrosa de la barca.
Caminó delante por el muelle, moviéndose con cautela. Allí no había gusanos, pero la superficie de metal resultaba resbaladiza a causa de la lluvia. En el agua, cerca del muelle, brilló una luz débil y pálida. No supo de qué color era. Una de las criaturas se estaba identificando, aunque sin autoridad ni convicción. Yo soy yo. Creo… estoy casi seguro… soy yo.
Gislason se colocó inmediatamente detrás de ella. No tenía forma de escapar. Sin duda, no iba a meterse en el agua. Estaba llena de zarcillos urticantes.
Yoshi esperaba en la barca, junto a la puerta que conducía a la cabina, y sostenía un paraguas de papel engrasado de color amarillo chillón.
En cuanto subieron a la barca, dijo:
—Esto es una verdadera suerte, Anna. Te lo explicaré más tarde. Buenas noches… ah, Portador. ¿No es así?
—Sí —respondió Gislason. Ella lo miró. Llevaba levantada la capucha de la chaqueta. Su rostro quedaba oculto y no había forma de diferenciarlo de Nicholas.
—Toda tuya. Que te diviertas. —Abrió el paraguas, pasó junto a ellos y saludó a Gislason con la cabeza.
Ella entró en la cabina. Al cabo de un instante Gislason la siguió.
—Se ha ido. Podemos desamarrar.
—Tenemos que desconectar los cables de la masa flotante —puntualizó Anna—. Debo advertir a los seudosifonóforos.
—¿Qué quiere decir?
—Los hay en toda la bahía, y han llegado al punto en que no prestan atención a nada salvo a sus iguales. Podríamos golpearlos. No cabe duda de que cortaremos algunos zarcillos.
Gislason frunció el entrecejo.
—¿Y cómo les advierte?
—En la masa flotante, la que está en medio de la bahía, hay luces, y tenemos un programa que traduce el inglés a señales luminosas. Así es como se comunican los animales… mediante destellos de luz.
Él sacudió la cabeza.
—No.
—No voy a sacar la barca a menos que pueda advertírselo a las criaturas de la bahía. Es posible que sean inteligentes. Sin duda, son vulnerables. No seré yo la responsable de causarles daño.
Él la observó con sus ojos de color verde claro y adoptó una expresión pensativa. Estaba considerando las posibilidades, calibrando las consecuencias, y ella tuvo la sensación —la clara sensación— de que algunas de las posibilidades le resultarían desagradables.
Finalmente, él dijo:
—De acuerdo. Envíe el mensaje. Pero yo la vigilaré.
Ella asintió y se volvió en dirección al ordenador; abrió el directorio de traducción. Allí había dos programas. Uno traducía el inglés a un lenguaje luminoso. El otro había sido instalado por Yoshi cuando decidió enseñar a los animales Mary tenía un corderito. Este programa traducía el inglés a un código de emergencia internacional.
Abrió el segundo programa. Se titulaba LP2-CEI. Intentó encontrar una explicación para las letras que brillaban en la pantalla; pero Gislason no se la pidió.
—Voy a teclear unas cuantas palabras que el programa traducirá a luces de colores. El mensaje es: «Peligro. Amigo desconocido.» La barca es el amigo desconocido. —Tecleó las palabras—. El resto del mensaje dice: «Actúa ahora. Ve hacia la orilla.»
—¿Eso resultará adecuado? —preguntó Gislason.
—Ajá.
Terminó de teclear el mensaje y pulsó la tecla de entrada. En la parte inferior de la pantalla aparecieron unas preguntas. ¿De qué color debía ser el mensaje? ¿Con qué frecuencia debía repetirse y con qué rapidez? Anna respondió de inmediato, con la esperanza de que Gislason no se diera cuenta de que las preguntas indicaban que el mensaje no estaba siendo traducido al lenguaje de los seudosifonóforos; luego volvió a pulsar la tecla de entrada. La pantalla quedó en blanco y sólo se veía el cursor que parpadeaba en el ángulo superior izquierdo.
—Ahora podemos desconectar. La masa flotante tiene activado el automático. Seguirá emitiendo señales por su cuenta.
—Espero estar haciendo lo correcto —comentó Gislason.
—Lo está haciendo.
Salieron a cubierta. Fuera ya estaba totalmente oscuro y las criaturas habían comenzado su conversación vespertina: pálidos parpadeos tentativos de color azul y verde, más borrosos que de costumbre a causa de la lluvia. Moby Dick flotaba en medio de la bahía, iluminada como una nave de lujo que entra en el puerto. Toda su superficie —por encima y por debajo del agua— destelló primero con un color anaranjado y luego con un azul pálido.
—Vamos —la apremió Gislason—. Realmente tenemos el tiempo justo, miembro Pérez.
Empezaron a desenganchar los cables que conducían hasta Moby. El mensaje mismo —el diseño de puntos y rayas— carecía de sentido para sus criaturas, aunque debían comprender los colores. El anaranjado significaba «ira» o «peligro»; el azul significaba «no agresión». Era una advertencia amistosa. Había peligro, les estaba diciendo Anna, aunque no maldad.
Cuando los motores de la barca se encendieran, conocerían la fuente del peligro. Sabían que las barcas eran peligrosas. Cuando los humanos llegaron por primera vez al planeta, habían utilizado las barcas para cazarlos. Aquél había sido el primer indicio de la posible inteligencia de los animales: la velocidad con que habían aprendido a temer las barcas y la velocidad con que dicho temor se había extendido a toda la especie.
En cualquier otra época del año, el sonido de los motores habría sido advertencia suficiente; pero en aquel momento estaban concentrados en el apareamiento. Tal vez no prestaran atención a la barca, o tal vez se dejaran dominar por el pánico sacudiéndose de un lado a otro con sus zarcillos urticantes y haciéndose daño mutuamente.
El mensaje no era para ellos. Anna no sabía con certeza para quién era. Nicholas había dicho que el general bwarhath estaba interesado en los seudosifonóforos. Era posible que le hubiera contado al general su conversación con Yoshi. Tal vez los hwar se darían cuenta de que la balsa estaba emitiendo un nuevo tipo de mensaje. Tal vez fueran capaces de descifrarlo.
Una posibilidad remota. Su verdadera esperanza era Yoshi. Sin duda él reconocería que el mensaje había sido enviado en el código de emergencia internacional y sin duda lo traduciría. Existían muchas probabilidades de que no lo comprendiera. Pero se lo transmitiría a María Luz y María no padecía en absoluto el mal del doctor Watson. Ella descifraría el significado del mensaje. Mi amigo desconocido está en peligro. Actúa rápidamente, y no busques en el océano. Busca en la orilla.
Tal vez debería haber gritado mientras atravesaban la estación, o intentado correr, aunque era mucho más baja que Gislason y nunca había sido buena corriendo.
Los últimos cables se hundieron en el agua.
—Desamarre —le dijo a Gislason y trepó a la silla del piloto. Parte del techo se extendía sobre el tablero de instrumentos y la silla. En teoría, esto mantenía secos los instrumentos y al piloto; pero ella ya estaba completamente empapada y el viento frío hacía que la lluvia golpeara contra los costados abiertos. Delante tenía un parabrisas salpicado por la lluvia, el techo de la cabina y la proa. Del asta de proa colgaba un banderín; era la bandera de la expedición. En él se leía: HASTA LAS ESTRELLAS POR EL CONOCIMIENTO.
Anna pulsó un interruptor. Las luces de los instrumentos se encendieron. Una profunda y cálida voz masculina dijo:
—Buenas noches, y bienvenido al maravilloso universo de las barcas de energía. Soy su ordenador Mark Ten Marine Mind. Si necesita alguna información acerca de cómo operar su nueva barca de energía Star Craft modelo Setecientos, por favor déjeme encendido. De lo contrario, oprima el botón rojo de la izquierda del timón.
Oprimió el botón rojo.
—Ahora guardaré silencio —anunció la voz—. A menos que ocurra algo que exija una advertencia o algún otro tipo de comentario.
Anna encendió los motores.
Gislason le gritó.
—Está todo desatado.
Ella aumentó la potencia. La barca avanzó. Giró el volante, haciendo que la barca se apartara del muelle, y volvió a maniobrar dejándola apuntando hacia la bahía.
La mayor parte de los animales seguían emitiendo destellos azules o verdosos, pero el ritmo de sus mensajes había cambiado. Ahora era rápido y entrecortado, como el ritmo de un código. De vez en cuando se veía un destello anaranjado similar al estallido de una bomba.
—Más adelante hay una obstrucción —le comunicó el ordenador—. Por favor, compruebe la pantalla del sonar.
Anna bajó la vista. En la pantalla aparecían muchos puntos pequeños, todos de color verde brillante: los animales. Mientras ella miraba, empezaron a moverse a izquierda y derecha, hacia los bordes de la pantalla. Levantó la vista. Delante de la barca se extendía la oscuridad.
—¡Caray! —dijo Gislason.
Toda la bahía brillaba con destellos de color naranja oscuro y azul pálido: Peligro. Amigo desconocido. Peligro. A pesar de la lluvia —que caía sobre el agua y salpicaba el plexiglás que tenía delante— pudo leer el mensaje.
—La han oído —comentó el hombre—. La han visto, quiero decir. Han comprendido su mensaje.
—No son estúpidos.
La oscuridad se extendía más allá de Moby Dick en dirección al océano. Anna guió la barca y avanzó entre las sombras. Los limpiaparabrisas se movían de un lado a otro. Las gotas de lluvia que caían sobre el plexiglás brillaban como joyas: anaranjados y azules.
—Y tienen buena memoria —añadió—. Algunos debían de estar aquí en alguna otra ocasión en que la barca salió. ¿Ve que están abriendo camino? Saben que seguramente nos iremos —hizo una pausa—. O tal vez se han comido a los que estaban aquí antes.
—¿Se comen entre sí? —preguntó Gislason. Parecía horrorizado.
—Ésa no es la palabra correcta. Debería decir que practican el desguace. Se capturan unos a otros. Por lo general, los grandes capturan a los pequeños. El vencedor o depredador paraliza a la víctima y luego la desarma y utiliza sus distintas partes.
—¿En este planeta todo tiene hábitos repugnantes?
En ese momento se encontraban en el canal que conducía a la bahía. El agua era oscura y el sonar no detectaba ningún animal delante de la barca.
—La vida tiene costumbres repugnantes —sentenció Anna—. En la Tierra hay animales, sobre todo acáridos y avispas parasitarias, cuyas maneras de reproducirse son espeluznantes.
Gislason dejó escapar un sonido, un gruñido que para ella no significaba nada. Conformidad. ¿Repulsión? Tal vez indigestión. Se concentró en la tarea de guiar la barca hasta que el sonar le indicó que estaban fuera del canal. No es que necesitara que el equipo le indicara cuándo habían llegado al océano. El aire cambió; una fuerte brisa sopló desde el este; sintió el sabor de la sal y notó el agua que la salpicaba. La barca se mecía mientras se elevaba y descendía con las olas de gran tamaño.
—Y la vida sexual de los humanos no siempre es agradable —añadió Anna, concluyendo el hilo de su pensamiento.
—Es verdad —coincidió Gislason. El tono de su voz fue concluyente, y ella tuvo la impresión de que el hombre pensaba en Nicholas Sanders.
Sus alienígenas les rodearon. El océano estaba salpicado de luces destellantes que subían y bajaban: azul, verde, amarillo, anaranjado, rosa. Algunos de ellos habían captado su mensaje. Otros seguían enviando el suyo propio: Yo soy yo. No pretendo hacer daño.
Gislason dijo:
—Vire hacia el sur, miembro.
Ella hizo girar la barca. Detrás de ellos y a la derecha sólo había oscuridad: tierra firme. El océano se extendía delante y a la izquierda. Los animales estaban en su mayoría justo fuera de la entrada de la bahía, detenidos por los mensajes químicos que emitían los animales más grandes que se preparaban para el apareamiento; pero las luces destellaban hacia el sur y hacia el este: animales solos que flotaban en la oscuridad y parches de luz en distintos puntos, donde los animales se habían reunido en grupos.
Decidió retomar el tema del desguace. Tenía la sensación de que era menos polémico que la conducta sexual humana.
—Más que organismos individuales, son colonias.
Anna señaló con la mano el océano iluminado.
—Las diversas partes retienen mucho de su unidad original. Para ellos, desarmar no significa gran cosa. Un producto químico paraliza al animal que ha sido capturado, aunque sin infligirle un daño permanente. Entonces otro producto químico, o más probablemente una serie de productos químicos, indica a las partes que se separen unas de otras y se unan al nuevo animal.
Por lo que sabemos, así se produce la mayor parte de su desarrollo; y gracias a los experimentos sabemos que las partes conservan sus recuerdos. Cuando un seudosifonóforo se come a un pariente, incorpora el pasado del pariente. No sabemos lo grandes que pueden llegar a ser los animales, ni durante cuánto tiempo pueden llegar a vivir, ni cuánto pueden recordar. Tal vez siglos, tal vez milenios. La historia de la especie puede estar allí, flotando en el profundo océano.
Una vez más estaba pronunciando un discurso, como había hecho con respecto a los gusanos. ¿Por qué? Tal vez era el miedo. No cabía duda de que tenía miedo.
—A partir de ahora —dijo Gislason— puedo hacerme cargo de la barca. Sé adónde vamos.
Ella dejó el asiento libre y él se sentó.
La barca siguió rumbo al sur, bajo la lluvia. Según indicaban los instrumentos, viajaban aproximadamente paralelos a la costa, aunque ésta se encontraba fuera de la vista, envuelta en la oscuridad. Las criaturas aparecían cada vez con menor frecuencia: un resplandor azul en la oscuridad que destellaba y se desvanecía; más tarde otro resplandor verde o azul, y rara vez uno naranja. Yo soy yo. Peligro. (O «ira», tal vez.) No tengo intención de hacer daño.
Anna se quedó junto a Gislason. El techo que se extendía sobre su cabeza la protegía de la lluvia, que empezaba a amainar. Lo que caía era, como mucho, llovizna.
—Necesitamos que esa nube nos cubra —dijo Gislason—. Espero que no despeje.
—¿Por qué?—preguntó ella.
—Tenemos encima una nave enemiga, miembro, que cuenta con equipo de detección muy eficaz. Las nubes nos proporcionarán cierta protección.
Dos naves en órbita sincronizada, pensó Anna. Una de ellas había trasladado a los diplomáticos humanos. La otra había llevado a los alienígenas de pelaje gris. En las noches claras se las veía en el cielo, por encima de la estación, y sus colegas —los astrónomos aficionados y profesionales— se lo habían comentado: dos estrellas que nunca se movían. La nave hwarhath se encontraba al este, sobre el océano. La nave de la Tierra estaba encima del recinto de los diplomáticos. Se movían una en torno a otra y a la estación sin cambiar de posición.
Para ella, el comentario de él no tenía sentido. Si el equipo de los hwarhath era tan bueno, debía captar la presencia de la barca, tal vez no en la parte visible del espectro sino en algún otro punto. Después de todo, no era una estrafalaria máquina de espionaje. No estaba protegida. Sabría Dios —ella no lo sabía— qué clase de radiación emitía; pero sin duda se trataba de algo que los hwarhath estaban en condiciones de localizar, y no era posible que lo confundieran con otra cosa. Era la única barca del planeta. Echó un vistazo a su compañero. Su rostro largo y delgado quedaba iluminado desde abajo por el panel de instrumentos. Tenía un pálido brillo verde, como un ser salido de una historia de fantasmas. No era una presencia tranquilizadora. Decidió no hacer más preguntas y volvió la vista al mar.
El tiempo pasaba. Tenía mucho frío, pero se quedó en cubierta: no estaba dispuesta a dejar a Gislason a solas.
Pasaron junto a un último grupo de criaturas: individuos pequeños que seguramente tenían miedo de acercarse más a la bahía. Flotaban al costado este de la barca: una enorme mancha de luz que se elevaba y caía, cabalgando sobre las olas. Los colores las cubrieron formando ondas, casi todas azules y azul verdoso. Había destellos anaranjados y amarillos: ira, frustración, excitación, advertencia. En una ocasión, aproximadamente durante un minuto, todo el racimo se volvió de un tono rosa extraordinariamente purpúreo. ¿Qué era? No pudo leer el mensaje. ¿Era una variación del mensaje tranquilizador que las criaturas grandes se enviaban entre sí? Yo soy yo. No tengas miedo.
Del enjambre surgieron serpentinas de luz y a su alrededor flotaron otros grupos mucho más pequeños. Pudo ver todo eso a pesar de la oscuridad y de la lluvia. ¡Si al menos hubiera contado con un avión y un cielo despejado! Tenía que verlo desde arriba.
—¿Qué ocurre ahí? —preguntó Gislason.
—No sé. Nunca prestamos mucha atención a los individuos que son demasiado pequeños para aparearse. Es posible que nos hayamos equivocado. Ojalá supiera qué es lo que provoca un comportamiento así. No creo que estos individuos estén ni siquiera al alcance de la vista de otras criaturas, y por tanto no creo que estén reaccionando a un despliegue luminoso. Y me gustaría saber con qué propósito se reúnen. No van a intercambiar material genético. Son demasiado jóvenes. —Hizo una pausa y miró las luces que se movían y resplandecían—. Y también me gustaría saber si sus acciones son inconscientes, o si saben lo que están haciendo.
El grupo de criaturas se dispersó. La barca continuó hacia el sur y hacia el este durante otra hora. No aparecieron más criaturas. ¡Cielos, allí fuera hacía mucho frío! Y daba miedo. Las olas, apenas visibles en la oscuridad, estaban coronadas de espuma blanca.
—Disculpe —dijo finalmente una voz cálida—. Éste es su ordenador Mark Ten Marine Mind, que interviene por segunda vez. Si comprueba la pantalla de su radar, notará que hay un objeto directamente delante de usted, a una distancia estimada de mil metros. Es un objeto sólido que flota en la superficie del agua. No se mueve. Si no desea entrar en contacto con el objeto, por favor modifique el curso. Si quiere entrar en contacto, por favor, reduzca la velocidad.
Gislason apretó el botón rojo.
—Ha indicado que desea manejar la situación por su cuenta. Ahora guardaré silencio.
—Idiota.
La barca redujo la marcha.
Anna miró hacia delante. No veía nada.
—¿Qué es eso?
—Un avión —respondió Gislason—. Debemos largarnos de aquí.
—¿Que debemos qué? Estamos en medio del océano.
—El enemigo puede rastrear esta barca, miembro. Sin duda se da cuenta de eso. No podemos quedarnos aquí. Voy a dejar que Mark Ten Marine Mind siga por su cuenta. Sin duda es lo suficientemente inteligente para hacerlo.
—Ésta es la única barca existente en un radio de varios años luz, y está llena de equipos de investigación. No podemos abandonarla.
—No la abandonamos, miembro. Mark parece ansioso por tomar el mando. Se la dejaremos a él.
—No —dijo Anna.
—Miembro, no tiene otra alternativa.
Ella vio luces más adelante, que subían y bajaban sobre la superficie del océano. Eran tres, pequeñas, pálidas y evidentemente artificiales.
La barca aminoró aún más la velocidad. Anna vislumbró la oscura forma del avión. Las luces indicaban el morro, la cola y el ala.
—No podemos hacer esto —insistió Anna—. Podría perder mi trabajo.
—Créame, miembro Pérez, se verá envuelta en peores problemas si no colabora con la comandante.
La barca viró de lado, moviéndose más violentamente que antes mientras Gislason la acercaba al avión. Cuando estuvieron junto a éste, casi tocando su oscuro costado, se abrió una puerta; brilló una luz amarilla; Anna parpadeó y vio la silueta de una persona recortada contra la luz.
—¿Teniente? —Era una voz masculina.
—Tendremos que amarrar aquí durante un rato. Ayude a Zhang y luego suba al avión —dijo Gislason.
Ella abrió la boca para protestar, pero la expresión de Gislason la obligó a guardar silencio. No era en absoluto una persona agradable, pensó, mientras el hombre que estaba en la puerta aseguraba las amarras. Cuando concluyeron, el hombre se agachó y la ayudó a cruzar hasta el avión. Entonces pudo verlo con claridad: era un hombre alto del este de Asia, vestido de uniforme. Usaba el típico mohawk, teñido de azul turquesa. Sus cejas eran del mismo color, completamente exóticas. Se preguntó qué pensaría Nicholas de aquello. Aunque era probable que no pensara en nada más que en el problema al que se enfrentaba.
—Bienvenidos a bordo del Shadow Warrior.
El soldado señaló con la mano una habitación larga y estrecha. En un extremo se veía una hilera de asientos colocados de cara a una pared de metal en la que no había nada más que una puerta cerrada. Los asientos parecían pertenecer a un cohete o a un maglev interurbano de la Tierra; aunque en el maglev no había cinturones de seguridad. Salvo por la fila de asientos, la habitación estaba vacía. Un avión de mercancías, pensó Anna.
—Me temo que no disponemos de comodidades, y debo entregarle un paquete al teniente Gislason. Si toma asiento, le serviré café dentro de un momento.
Se acercó a la fila de asientos y se sentó de cara a la pared. Ésta se encontraba sólo a un metro de distancia. La habitación, brillantemente iluminada, hizo que sintiera más miedo que viajando por mar abierto.
Un par de minutos más tarde volvió a aparecer el soldado asiático. Atravesó la puerta de la pared metálica y regresó casi de inmediato con un tazón en la mano. Era de cerámica pesada y totalmente liso.
—Tendrá que ser solo, lo siento; y a pesar de lo malo que es el café, el té es aún peor.
Anna cogió el tazón y bebió. El café era espantoso.
—¿Nunca lavan el jarro?
—No es una prioridad. Si me disculpa… —Se marchó.
Bebió un poco más de café —sólo un poco— y clavó la mirada en la pared de metal.
Unos veinte minutos más tarde, Gislason subió a bordo. Se sentó junto a ella y se abrochó el cinturón de seguridad.
—Ya está. Mark está actuando por su cuenta.
El soldado asiático cerró la puerta exterior, luego recogió la taza de café y fue hacia adelante. Ella no tenía idea de lo que había más allá de la puerta interior. Una cafetera, la cabina del piloto.
Se encendieron los motores.
—¿Se ha abrochado el cinturón? —preguntó Gislason—. El despegue será brusco.
Así fue, y ella recordó que nunca le había gustado mucho, volar. Se aferró a los brazos del asiento. A su lado, Gislason se tapó la cara con las manos.
Durante un instante Anna quedó aterrorizada.
—¿Qué es esto? ¿Tenemos problemas?
El avión saltó un poco más y enseguida quedó en el aire y se elevó suavemente. Gislason levantó la vista. Los ojos le habían cambiado de color. Ahora eran azules, de un tono tan intenso que parecían iluminados desde dentro.
—¡Caray! —exclamó Anna.
Él se cogió el mechón de pelo que le caía sobre la frente y dio un tirón hacia arriba y hacia atrás.
—¡Mierda! Hace daño. —El pelo se soltó. Debajo apareció el cráneo pálido, desnudo salvo por el habitual mohawk, amarillo como la mantequilla.
Gislason se frotó el mohawk y se peinó hacia arriba el pelo amarillo. Ahora se parecía a un escandinavo y a un soldado, y en absoluto a Nicholas.
El avión estaba virando; notó que la cabina se ladeaba.
—¿Adónde vamos?
—Tenemos un lugar que el enemigo no conoce —Dejó caer la peluca en el asiento contiguo—. Más le vale ponerse cómoda. Tardaremos un rato.
Se reclinó en su asiento e intentó relajarse. No era fácil. No tenía idea del rumbo que estaban siguiendo. ¿Al este, sobrevolando el mar? ¿Al oeste o al sur en dirección a tierra? Si se dirigían hacia el sur volarían sobre una parte del continente, por lo que ella sabía inexplorada. Por supuesto, había fotos aéreas, y sus colegas de biología habían tomado algunas muestras de vida. Las imágenes mostraban montañas bajas y peladas y llanuras cubiertas con la vegetación musgosa de color amarillo. En distintos puntos había bosques de arbustos grandes y/o árboles pequeños. Un animal que parecía un cruce entre un cangrejo y un armadillo se alimentaba en las llanuras amarillas cubiertas de musgo. Medía dos metros desde la punta de las uñas delanteras hasta el extremo de la cola acorazada: el animal terrestre más grande del planeta. No poseía esqueleto interno y, según sus colegas, era rematadamente estúpido; pero poseía un aparato respiratorio fascinante.
Al cabo de un rato, Gislason se sacó algo de un bolsillo y lo desplegó como si fuera un trozo de papel: una, dos, tres veces.
Era un tablero de ajedrez de tamaño corriente. Golpeó un borde. De repente el tablero adquirió solidez: una sola pieza firme de metal y silicona. Los cuadrados rojos empezaron a brillar con un suave tono rosado. Los cuadrados negros siguieron siendo oscuros, como ventanas abiertas al espacio.
Impresionante, pensó Anna.
Él volvió a dar unos golpecitos en el tablero. Las piezas se materializaron, aunque ésa no era realmente la palabra adecuada. Eran hologramas, estaban hecho de luz y no de materia.
Dos hileras de guerreros chinos. Detrás de ellos, elefantes y consejeros, generales montados a caballo y un par de espléndidos emperadores de pie junto a sus delgadas y elegantes esposas. Un emperador iba vestido de rojo; el otro, de blanco y plateado.
—¿Juega? —le preguntó Gislason.
—Sé mover las piezas.
—Eso no es suficiente. —Tocó el tablero. Uno de los guerreros sacó una espada. La diminuta hoja resplandeció. La agitó sobre su cabeza y avanzó.
¿Cómo podía resistirse? Observó la partida. Los guerreros esgrimían espadas y pancartas. Los elefantes se amontonaban. Los caballos de los generales se encabritaban. Los consejeros se deslizaban como si los hicieran sobre cojinetes. Los emperadores avanzaban con energía y las peligrosas reinas se movían hacia delante con un curioso, tambaleante e inseguro andar.
Muy impresionante, aunque no cabía duda de que era un holograma. Los colores resultaban demasiado pálidos. Los rojos y los blancos tenían un aspecto perlado e iridiscente, y las figuras carecían de solidez aunque fuesen tridimensionales y mostraran bellos detalles. De vez en cuando parpadeaban y se desvanecían un instante.
Dos ejércitos fantasmas, pensó Anna. ¿Por qué luchaban?
—¿Eso no es muy caro?—preguntó.
—¿El tablero? Sí. Pero en el espacio no hay muchas cosas en las que gastar dinero. Me gustan el ajedrez y los juguetes caros.
Gislason siguió jugando hasta que el avión comenzó su descenso. Entonces apagó el tablero. Las diminutas y fantasmales figuras se desvanecieron. Plegó el tablero y lo dejó a un lado mientras el avión se posaba… en el agua. Estaba segura. El aparato redujo la marcha, giró y finalmente se detuvo. La puerta que tenían delante, la que conducía al lugar donde estaba la cafetera, se abrió. Salió el soldado de las cejas azules.
—Debemos movernos con rapidez, teniente. La capa de nubes empieza a rasgarse.
Gislason asintió y se puso de pie.
—¿Miembro?
Ella siguió a ambos hasta la puerta exterior. Cejas Azules la abrió y se zambulló en la oscuridad. Anna lo oyó chapotear.
—Un metro de profundidad —dijo—. Y está fría.
—Miembro —dijo Gislason.
Anna saltó, tocó el agua y enseguida fondo. La arena se movió bajo sus pies. Empezó a caer y el soldado la cogió.
—¿Se encuentra bien, miembro?
—Sí.
Caminaron lentamente hasta la orilla, seguidos por Gislason. Cuando llegaron a tierra firme, ella volvió la vista atrás. En la puerta había otro soldado, esta vez una mujer. Cerró la puerta y la luz que salía del avión se apagó. Un instante más tarde vio una linterna en la mano del soldado de las cejas azules. La enfocó por delante de ellos, sobre una playa rocosa.
—Vamos.
Ella volvió a seguirlo como si estuviera en medio de un sueño. La luz de la linterna hizo visibles las piedras y luego la vegetación musgosa. Ascendieron por una pendiente. Alrededor de ellos había objetos, aproximadamente de la misma altura que las personas, pero estaban inmóviles y en silencio. ¿Qué eran?, pensó Anna. El soldado levantó su linterna y enfocó el haz de luz sobre un árbol lleno de tocones. Una gruesa pelusa cubría el tronco y las ramas. No tenía hojas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Anna—. ¿En la mitad sur del continente?
—Creo que no puedo decírselo —respondió Gislason.
Si hubiera sido de día, podría haber buscado animales con caparazón y garras. Pero tales animales eran diurnos. Tanto ellos como sus depredadores necesitaban el calor del sol.
La luz de la linterna mostró un acantilado que se extendía por delante de ellos, bajo y de piedra oscura y desigual, con una abertura por la que entraron: una cueva poco profunda. Al fondo había una puerta. Anna la habría pasado por alto incluso con luz de día. Estaba muy bien disimulada.
El soldado empujó y la puerta se abrió. Más allá de ésta se extendía un pasillo de hormigón, con tubos encendidos en el cielo raso. La luz que proyectaban era pálida y tenía un matiz azul.
—Bienvenida a Camp Freedom{Freedom significa literalmente libertad. (N. de la T.)} —anunció el soldado.
Entraron: primero Anna, luego Gislason y por fin el soldado, que cerró la puerta. Por el lado interior era de metal y tenía una rueda. El soldado la hizo girar como si estuviera cerrando la antigua cámara acorazada de un banco.
—Avance por el pasillo —le indicó Gislason.
Sus pasos retumbaron levemente. Anna no oyó nada salvo el zumbido de un sistema de circulación de aire. Unos cien metros más adelante llegaron a otra puerta. El soldado la abrió. Al otro lado había luces brillantes y se oía una melodía. Anna reconoció la canción. Había sido un éxito cuando ella llegó por primera vez al límite de la Confederación: Vivir en el límite de la Confederación. Ya no recordaba el nombre del grupo. Habían aparecido y desaparecido como un cometa. Pero aquella canción era fantástica: la mejor descripción que había oído de lo que suponía vivir «Donde nadie ha estado antes que yo / y todas las reglas son nuevas» y «los mensajes de la Tierra se convierten en ruido».
Sin embargo, en ese momento la música estaba demasiado alta y no logró entender las palabras. Un sistema de sonido que no era nada del otro mundo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gislason.
El soldado de las cejas azules se encogió de hombros.
Este otro pasillo tenía puertas a ambos lados. Pasaron junto a unas cuantas, todas cerradas, y finalmente llegaron ante una que estaba abierta. Gislason la cogió del brazo y la hizo entrar.
Un despacho corriente, con una mujer de aspecto corriente sentada detrás de un escritorio. Ni siquiera llevaba mohawk; el pelo —grueso, rizado y negro— le cubría la cabeza… Llevaba ropa de calle en lugar de uniforme militar: chaleco azul marino y blusa plateada del cuello alto. La corbata era oscura y estrecha y estaba sujeta con una aguja plateada con forma de delfín.
Gislason cerró la puerta. El volumen de la música bajó notablemente.
—¿Por qué hacen tanto ruido?
—Tenemos problemas con el aislamiento acústico —respondió la mujer—. Entre las habitaciones y el pasillo. En ningún otro sitio. No se oye nada de una habitación a otra, y el sonido no se filtra al exterior. Me he asegurado muy bien de eso. Pero teniendo en cuenta la situación, la música no me parece mala idea. —Hizo una breve pausa—. Y ayuda a levantar la moral. Nos recuerda que estamos luchando por la civilización humana. Usted debe de ser la miembro Pérez.
—Así es. Me gustaría saber exactamente en qué me he metido. ¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? ¿Y qué ocurrirá con mi barca? ¿Acaso el enemigo, me refiero a los hwarhath, no será capaz de localizarla? ¿Qué pensarán cuando la encuentren vacía?
—No voy a contestar a todas sus preguntas —aseguró la mujer—. Le hablaré de la barca. A estas alturas… —miró el reloj—, debería estar hundida.
—¿Qué?
—Lo único que encontrará el enemigo serán los restos de un naufragio; la barca estará demasiado hundida para sacarla. Si la localizan o la llevan a la superficie, ¿qué pruebas encontrarán? —miró a Gislason.
—Las de un incendio originado en la galera —respondió—. Una avería eléctrica en la cafetera. Las llamas llegaron a los tanques de combustible y… ¡bum!
—Hijo de puta —dijo Anna.
—No tiene motivos para creer que la madre del teniente Gislason es en modo alguno responsable de la actual conducta de éste —puntualizó la mujer—. El enemigo no encontrará ningún cadáver, por supuesto. En el mar ocurren esas cosas. La corriente se los lleva. ¿Quién sabe adónde van a parar? Aunque siempre es posible que los cadáveres aparezcan tiempo después.
—¿Qué? —preguntó Anna.
—Un cadáver —dijo la mujer en tono tranquilizador—. No el suyo, por supuesto. El de Sanders. Preferiríamos conservarlo vivo. Sin embargo, debería ser posible conseguir la mayor parte de la información en una semana, o dos, o tres. Después de eso, podríamos liquidarlo, si resulta necesario.
¿Quién era aquella persona? Anna pensó rápidamente en los monstruos famosos de los dos últimos siglos. Nadie había demostrado con certeza que el doctor Menguele hubiese muerto. Pero al cabo de ciento noventa años… Y el coronel Peterson estaba enterrado bajo un monumento de granito negro, después de haber dedicado su vida (como decía la inscripción) a la causa de la salud pública de Estados Unidos.
—Él reaparecerá sólo si los hwarhath insisten en que presentemos pruebas de su muerte. Bueno, si insisten, su cadáver aparecerá flotando en alguna playa. —Hizo una pausa—. No en el mejor estado, pero reconocible y lo suficientemente entero para que puedan determinar que murió ahogado.
Caray, realmente disfrutaba con la idea del asesinato; se le notaba en la voz; y también disfrutaba con la idea de aterrorizar a Anna Pérez.
—Si podemos quitárnoslos de encima, si están dispuestos a creer en el accidente, usted y Sanders abandonarán el planeta. Pero no lo harán hasta pasado un tiempo. Mientras tanto, Anna… ¿puedo llamarla así?… está obligada a permanecer en Camp Freedom.
—¿Hay que tomar en serio ese nombre?
—Es el único lugar del planeta donde estamos a salvo de la vigilancia del enemigo. —La mujer hizo una pausa—. Y libres de las interferencias de los civiles. Sí, Anna, el nombre puede tomarse en serio. —Se puso de pie. Anna pudo ver entonces los pantalones de corte marinero que completaban el traje—. La acompañaré a su habitación.
Dejaron a Gislason en el despacho. La mujer la condujo pasillo abajo. Sonaba otra canción, una que Anna no conocía. La música seguía demasiado alta y sin embargo ella seguía sin entender las palabras, aunque tuvo la impresión de que eran en inglés.
Se desviaron por un pasillo lateral. El volumen del ruido disminuyó un poco.
—Por aquí —dijo la mujer y abrió una puerta.
Otra habitación absolutamente corriente. Tenía el aspecto de un dormitorio. Una mesa, una silla, una cómoda, una cama, una segunda puerta que conducía a un pequeño cuarto de baño. Sin ventanas, por supuesto.
—En el cuarto de baño encontrará toallas, junto con los artículos de primera necesidad: cepillo de dientes, peine, y todo eso. En la cómoda tiene ropa de recambio. En la mesa hay un ordenador. Le he pedido la cena, verduras al curry con arroz. Me temo que toda nuestra comida es vegetariana. Espero que no le importe.
Se sorprendió respondiendo:
—No, por supuesto que no. Casi nunca como carne.
—Fantástico. —La mujer sonrió—. La puerta estará cerrada con llave. La verdad es que no queremos que se vaya a pasear por el campo. Por favor, entre.
Anna lo hizo sin protestar, luego se volvió y abrió la boca. La puerta se cerró. Oyó el chasquido de la cerradura.
Se sentó en la cama. Era una prisionera, retenida por personas que habían destruido deliberadamente la única barca de investigación existente en un radio de varios años luz, propiedad del gobierno que les daba empleo. ¿Qué clase de malditos criminales eran?
Asesinos, decidió un instante después. Sin duda eso explicaba por qué Nicholas parecía tan asustado. Seguramente él lo sabía.
Ella había hecho lo que correspondía al enviar el mensaje.
¿Y si no llegaba? ¿Y si nadie hacía nada? Se echó el pelo hacia atrás y se frotó la cara. Sentía los músculos tensos. ¿Y si el servicio de información militar se enteraba de la existencia del mensaje? Ahora se daba cuenta de que eso era posible, tal vez incluso probable.
Su cuerpo aparecería flotando en la playa y tal vez después no tuvieran necesidad de asesinar a Nicholas. Si el cuerpo de Anna aparecía, quizás eso convencería a los hwarhath de que el accidente había sido real.
Tal vez no fuera necesario que descubrieran el mensaje. Quizá ya estaba condenada. Había hecho lo que ellos querían. Ya no les servía y —como decían las obras holográficas— sabía demasiado.
Por otra parte, Nicholas era sumamente valioso. Tenía sentido eliminarla a ella primero.
Empezó a temblar. ¿Cómo se las había arreglado para meterse en aquel lío?
Había hablado con un hombre agradable. Había aceptado a alguien nada más conocerlo. Le había caído bien porque mostraba curiosidad y le hacía preguntas interesantes.
La puerta se abrió y apareció el soldado de las cejas azules.
—La cena —anunció, y dejó una bandeja en la mesa—. ¿Todo está bien? ¿Necesita algo?
—Necesito salir de aquí.
—Lo siento, miembro. Será mejor que le diga que esta habitación está bajo vigilancia. Eso puede ahorrarle algunas molestias. —Sonrió—. Todos hacemos cosas que preferiríamos que los demás no vieran. Que pase una buena noche.
Salió. Anna se puso de pie. No tenía hambre, pero en la bandeja había media botella de vino blanco. No era muy adecuado para el día que había pasado, pero tendría que servirle. La abrió, llenó un vaso y volvió a sentarse. Era ligeramente dulce. ¿Un Chardonnay?
Cuando se terminó el vino, decidió que era demasiado pronto para dejarse dominar por el pánico. No sabía lo suficiente. Su tutor de la escuela para graduados le había dicho que aquél era su mayor defecto. Formulaba teorías y sacaba conclusiones antes de tener los datos.
Abrió la cómoda y encontró un camisón: largo hasta el suelo y de auténtica franela con un estampado de flores realmente encantador.
¿Qué clase de gente era aquélla? ¿Y qué significaba el camisón? ¿Era posible asesinar a alguien después de proporcionarle un camisón de franela?
Al cabo de un instante decidió que sí. Era posible, aunque no justo.
Se llevó el camisón al cuarto de baño y llenó la bañera. El agua estaba caliente y le habían proporcionado gel de baño. Esto era cosa de la mujer sin nombre, la directora, evidentemente, de Camp Freedom. Parecía una conducta propia de ella: la anfitriona perfecta. Aquel lugar debía figurar en la Guía de Posadas Campestres y Campos de Concentración. Anna agregó gel al agua. Produjo una abundante espuma.
Después se cepilló los dientes y se metió en la cama. Se quedó un buen rato a oscuras, pensando en la posibilidad de la muerte, y finalmente se deslizó en un sueño agitado, del que se despertó a menudo. Sus sueños eran fragmentados y desagradables. Unas cosas le perseguían. No podía correr.
Al despertarse definitivamente oyó una música alta y confusa. La puerta de su habitación estaba abierta. El soldado de las cejas azules estaba de pie en la entrada.
—Lamento molestarla, miembro. Me iré enseguida. —Dejó una bandeja en la mesa y recogió la de la cena—. Y debo disculparme también por el desayuno. En la cocina tenemos problemas. La doctora quiere verla cuando esté lista.
—¿Quién?
—Ayer la conoció.
La mujer del pelo rizado.
El soldado se marchó y ella se levantó. En la bandeja había judías negras, arroz y café solo. En realidad, no estaba mal. El café era mucho mejor que el del avión. Cuando terminó de comer, se puso su propia ropa. Estaba sucia e impregnada de sal, pero quería tener que ver lo menos posible con el servicio de información militar.
Cejas Azules regresó y la acompañó al despacho de la Doctora Sin Nombre. Ella estaba allí, sentada detrás del escritorio. Hoy llevaba una blusa de color rojo fuego y un chaleco negro. La corbata era de malla plateada. Gislason estaba apoyado contra una pared, con los brazos cruzados y expresión… ¿sardónica, tal vez? Anna no estaba segura de lo que significaba la palabra «sardónica». Pero algo andaba mal; lo vio en la expresión del hombre. El capitán Van estaba en un rincón, hundido en una silla, y parecía abatido.
—Por favor, tome asiento —le indicó la doctora.
Anna se sentó en la última silla.
—Ha surgido un problema —anunció la doctora.
—¿Qué?
Esta vez fue Gislason quien habló:
—El enemigo nos localizó anoche, poco después de que fuera trasladada a su habitación.
Anna abrió la boca y él levantó una mano.
—Aquí no, miembro. De momento, éste es el único lugar del planeta controlado por seres humanos. Ellos llenaron la pista de aterrizaje de cohetes e hicieron entrar tropas de combate en el recinto y en la estación. Todo muy rápido. Y muy efectivo. Nuestra gente tuvo tiempo de enviar un mensaje. Lo que oímos a continuación fue un anuncio de los hwarhath en el que se decía que controlaban todo y a todos. Tienen como rehén a toda la población humana del planeta. Sus amigos, mis amigos, los diplomáticos.
No bromeaban.
—Quieren dos cosas: a Nicholas Sanders y tiempo suficiente para salir de aquí sanos y salvos. Si no consiguen esas dos cosas, matarán a todos los seres humanos del planeta. Hombres y mujeres, dijeron. Creo que lo de las mujeres es un farol —dijo el capitán Van—. Pero no cabe duda de que matarán a todos los hombres, militares y civiles. En su cultura no existe el concepto de hombre civil. Todos los hombres son soldados; y no tienen ningún problema en asesinar soldados.
—¿Qué ocurrió con su plan? —preguntó Anna—. ¿Con la historia sobre Nicholas y yo?
—No lo sabemos —respondió la doctora.
—Seguramente no la creyeron —intervino Gislason.
—Así que ahora tenemos que decidir cómo responder —añadió la doctora.
—Concédanles lo que piden —sugirió Anna.
Gislason sonrió sin ganas.
El capitán Van dijo:
—Quieren una tercera cosa, miembro Pérez. A usted. Y en perfecto estado, dijeron. Intacta. ¿Por qué, miembro?
El mensaje, por supuesto. Los alienígenas lo habían recibido. Pero no podía decir a aquel trío de villanos que ella era la persona que había hecho fracasar su plan.
—No tengo ni idea.
—Usted lo sabe —dijo Gislason.
—Creemos que usted encontró la manera de traicionarnos —afirmó la doctora.
Anna guardó silencio.
—¿Realmente importa? —preguntó el capitán Van.
La doctora asintió.
—Claro que importa. Si estamos en lo cierto, la miembro Pérez es culpable de traición.
—¿No cree que más le valdría decidir qué hacer con respecto al ultimátum de los hwarhath? —preguntó Anna.
Gislason extendió los brazos y se irguió.
—Sabemos lo que vamos a hacer. Aquí no tenemos medios de transporte. Fue un error, pero queríamos tener los aviones lo más lejos posible por si el enemigo encontraba la forma de localizarlos. Así que estamos obligados a permanecer aquí. No podemos ir a ninguna parte; y en el recinto hay personas en manos del enemigo que conocen la existencia de Camp Freedom. Alguien hablará. Creo que todavía nos queda un día, o tal vez dos, hasta que llegue el enemigo.
—Si luchamos —dijo el capitán Van—, morirán cientos de personas.
—Pensamos en matar a Nicholas Sanders —dijo la doctora—. En ese caso, al menos, ya no serviría de nada al enemigo.
Gislason hizo una mueca.
—Ya vio cómo estaba ayer. Actuaba como si lo estuviéramos despedazando, y apenas lo habíamos tocado.
—Unas cuantas drogas —le aclaró la doctora—. Nada más. Tendrían que haber servido para que respondiera al interrogatorio. En lugar de eso… —La doctora frunció el entrecejo—. Debió de ser un efecto paradójico. Se agitó más, en lugar de tranquilizarse. Parecía tener alucinaciones.
—El hombre no es útil a nadie, ni a los humanos ni a los alienígenas —sentenció Gislason—. Lo único que le sacaron fue información, y seguramente hace muchos años que les dijo cuanto sabía. —Miró a Anna—. No vamos a luchar, miembro. No hay forma de hacer que Sanders abandone el planeta, o incluso el campamento. Así que lo hemos perdido a él y toda la información que tiene sobre el enemigo. No veo qué sentido tiene asesinarlo, y el capitán tampoco —Gislason miró a Van, que aún estaba hundido en la silla, con aspecto abatido—. Hoy nos pondremos en contacto con el enemigo y negociaremos un intercambio: usted y Sanders por todos los demás. Pero nos gustaría saber qué hizo usted.
La doctora se inclinó hacia delante.
—Podemos averiguarlo, miembro. Las drogas que atemorizaron a Nicholas Sanders sirven con cualquier humano.
Era como estar rodeada por una aureola negativa. En cualquier momento uno de aquellos maníacos empezaría a atusarse un bigote inexistente. «¡Ajá, mi bella muchacha! ¡Ya te tengo!» Pero hablaban en serio. Eso era lo más terrible. Y también hablaban en serio al mencionar las drogas y el asesinato. Había una frase que no lograba recordar sobre la banalidad del mal. Una vieja frase, probablemente del siglo XX, un siglo muy azotado por el mal. Estaba divagando. ¿Qué demonios iba a hacer?
—Creo que tendrán que utilizar la droga —contestó—. Es la única manera de que crean que no hice nada. Tal vez ellos quieran saber qué ocurrió. Quizá me detengan para interrogarme.
—Muy bien —dijo la doctora.
—Esto es ridículo —opinó el capitán Van—. Soy el oficial de mayor graduación que hay aquí, y no permitiré que siga interrogándola. La entregaremos al enemigo en perfectas condiciones, como se nos exige. No pondré en peligro la vida de cientos de personas para satisfacer su curiosidad, doctora.
Miró a Gislason.
—Por favor, vuelva a llevar a la miembro Pérez a su habitación. Después… —suspiró— decidiremos qué diremos a los hwarhath.
Pasó el resto del día en su habitación. Un soldado, una mujer latinoamericana, le llevó el almuerzo: un bocadillo de queso y café. Anna le preguntó si había novedades.
—No puedo decirle nada —respondió la mujer en castellano.
Cuando terminó de comer sacó el ordenador y examinó el directorio. Contenía un programa universal de pasatiempos: ajedrez, damas, bridge, la nueva edición de Monopoly y del Revolution, una búsqueda y media docena de novelas. Miró la lista de novelas. Siempre había querido leer Moby Dick. ¿Por qué no ahora?
Empezó a leer.
La soldado latinoamericana le llevó la cena, que consistía en verduras salteadas y arroz. Comió, se duchó y se acostó temprano. Esta vez no tuvo problemas para conciliar el sueño.
Por la mañana reanudó la lectura. Estaba empezando el capítulo que hablaba de la blancura cuando la puerta se abrió. El desayuno, pensó; y era tarde.
Entró un hwarhath: bajo y pulcro, vestido con el habitual uniforme gris. Tenía el pelaje de color gris oscuro, casi negro.
Anna levantó la vista, sorprendida. Él la bajó de inmediato.
—¿Anna Pérez? —preguntó.
—¿Sí?
—Me llamo Hai Atala Vaihar. Mi rango es el de observador uno-delante, y soy agregado al personal del Primer Defensor Ettin Hwarha. Me han enviado a rescatarla.
—Su inglés es realmente excelente —comentó ella.
Él mostró brevemente los dientes. ¿Era una sonrisa?
—Lo aprendí de un nativo, aunque Sanders Nicholas me dice que no está del todo conforme con mi acento. Mi lengua materna es tonal, y al parecer no puedo perder el deje.
Anna apagó el ordenador, recogió la chaqueta y se la puso. Después de pensárselo se guardó el ordenador en un bolsillo. Moby Dick se estaba poniendo interesante.
—¿Nos vamos? Esta habitación me pone los pelos de punta.
—¿Cómo dice?
—Me pone nerviosa.
—Sí. Vámonos. Usted primero, por favor. Nos iremos directamente. Tengo instrucciones de volver con usted y el portador lo más rápido posible.
Recordó el camino que llevaba a la entrada y lo siguió; el alienígena caminaba detrás de ella.
—¿Cómo está Nicholas? —preguntó.
—En este momento se encuentra bajo los efectos de los tranquilizantes que le dio el enemigo. Han dicho que se alteró y que no lograban serenarlo.
—Intentaron interrogarlo.
Ambos guardaron silencio; después el hwarhath dijo:
—Sanders Nicholas es famoso por su aversión a responder preguntas.
En los pasillos no había nadie, ni humanos ni extraños. La música había cesado. Anna sólo oyó el suave silbido y el zumbido del sistema de ventilación y las pisadas de ambos que retumbaban entre las paredes de hormigón.
¿Qué había sucedido? ¿Los alienígenas también se habían apoderado de aquel lugar?
Pasaron junto a una puerta abierta. Ella echó un vistazo y vio a un hwarhath inclinado sobre un ordenador, pulsando teclas con habilidad y rapidez.
Aquello al parecer respondía a su pregunta.
Salieron al pasillo exterior. La luz de los tubos del techo era tan tenue como antes, pero en el extremo opuesto la puerta estaba abierta y se veía brillar el sol.
Mientras salía a la luz, Anna lanzó un suspiro. ¡Ah! ¡Aire fresco! Corría aire. El cielo estaba salpicado de nubes pequeñas. A su alrededor, las colinas eran de un amarillo intenso. Más abajo, un lago redondo y azul se extendía en medio de un valle poco profundo. A la orilla del agua crecían los árboles. Todos (por lo que ella sabía) eran de la misma variedad: color naranja apagado, de tronco corto y grueso y ramas como palos. Ninguno tenía hojas.
El alienígena se detuvo junto a ella e hizo un ademán. A la derecha había un espacio llano, y en él dos aviones: las alas hwarhath en forma de abanico y un ADV.
—¿Dónde estamos? —preguntó Anna.
—Aún tengo problemas con las distancias de los humanos —respondió el alienígena—. Aunque por fin he aprendido a medir el tiempo. Nos encontramos a dos horas al sur y al oeste de la estación de investigación de los humanos. Sanders Nicholas ya está en el avión. Por favor adelántese, miembro.
Caminó sobre la vegetación semejante a musgo amarillo —era espesa, blanda y elástica, y su débil y seco aroma impregnaba el aire—, luego subió la escalerilla de metal y entró en una cabina muy semejante a la cabina de un avión de los humanos. Por su centro se abría un pasillo, entre filas de asientos. Bueno, ¿cuántas maneras había de transportar grandes cantidades de humanoides?
Los asientos eran más grandes que los de cualquier avión de los humanos: anchos y muy bajos, con brazos anchos y mucho sitio para las piernas. Curioso, considerando que los alienígenas —en conjunto— eran más pequeños que los humanos. No había ventanillas. Qué raro. ¿A aquella gente no le gustaba saber adónde iban?
El alienígena señaló con la mano la parte delantera del avión. Ella avanzó en esa dirección. A mitad de camino se topó con Nicholas. Se encontraba en un asiento junto a la pared de la cabina, encorvado y con la cabeza inclinada a un costado, apoyada en la pared. Lo habían envuelto en una manta. Tenía el rostro blanco como el papel y los ojos cerrados. Junto a él se sentaba un hwarhath.
—Nick —dijo ella, deteniéndose.
El alienígena que estaba junto a él levantó la vista brevemente y volvió a bajarla.
—Nicholas.
Él volvió levemente la cabeza y abrió los ojos. Anna tuvo la impresión de que no la veía. Después dijo algo en un idioma que no reconoció. Su voz parecía cansada.
El alienígena de Anna comentó:
—Creo que no sabe quién es usted, miembro. Está hablando en nuestro idioma.
—¿Qué ha dicho?
—Que no sabe nada. Creo que deberíamos continuar hacia delante.
Anna se sentó varias filas más adelante. El alienígena —¿cómo se llamaba? ¿Vai algo?— se sentó junto a ella y le explicó cómo ajustarse el cinturón de seguridad.
Un par de minutos más tarde se encendieron los motores. El avión despegó. Anna cogió el ordenador que se había llevado de su celda, lo activó y terminó de leer el fragmento dedicado a la blancura de la ballena.
El alienígena estaba callado, con las manos cruzadas, y no hacía absolutamente nada.
Dos horas más tarde, según el reloj del ordenador, el avión empezó a descender. Anna apagó Moby Dick. El avión aminoró la marcha. El ruido de los motores cambió. El aparato quedó suspendido en el aire y luego descendió. Un aterrizaje muy agradable; apenas se dio cuenta de que tocaba el suelo. Aquella gente parecía competente en todo: un rasgo inhumano.
Los motores se apagaron. Se desabrochó el cinturón.
—Por favor, quédese donde está, miembro. Primero bajaremos a Sanders Nicholas. ¿Puedo preguntarle qué está leyendo?
—Es la historia de un hombre que se obsesionó con la idea de cazar y matar un enorme animal marino.
—¿Y lo logró?
—El animal lo mató a él.
Oyó que se abría la puerta y notó entrar un aire húmedo que olía a mar. Detrás de ella, todos se movieron. Uno de ellos hablaba suavemente en el idioma de los alienígenas.
—Es una historia famosa —añadió Anna.
—¿Es decente? —preguntó el hwarhath.
—Supongo que sí. En realidad, no sé lo que su pueblo considera decente.
—Las historias sobre hombres o sobre mujeres. Pero no las historias sobre hombres y mujeres. Nos resulta difícil estudiar su cultura. Parecen obsesionados con actividades contrarias a la voluntad de la Diosa.
Por alguna razón, la voz cautelosa del alienígena le recordó la del guardia de Nicholas, el joven extraño llamado Hattin.
—Uno de los suyos custodiaba a Nicholas. ¿Qué le ocurrió? ¿Se encuentra bien?
—Encontramos su cuerpo. Sus cenizas serán enviadas a casa. Eso es importante. Cuando llega el final, nos gusta volver a casa.
El alienígena echó un vistazo hacia la parte trasera del avión.
—Ahora podemos marcharnos, miembro.
Ella lo siguió bajo una fría, fina y brumosa lluvia. Después de echar un vistazo a su alrededor, dijo:
—Ésta no es la estación.
—¿Su estación? No.
Los edificios que la rodeaban eran cuadrados, grises y monótonos. No había en ellos ventanas ni detalles arquitectónicos: sólo paredes lisas y desnudas. Seguramente había puertas, pero ella no las vio.
—¿Por qué estoy aquí?
—El Primer Defensor quiere hablar con usted.
—¿Por qué?
—Yo no soy una persona importante, miembro. El Primer Defensor no me dice lo que piensa.
Ella se quedó quieta unos minutos más, mirando los edificios grises y cuadrados, y se encogió de hombros.
—Dígame adónde debo ir.
—Allí —respondió, señalando.
Cuando se acercaron al edificio, ella distinguió una puerta que se encontraba al nivel de la pared y era apenas visible. Él la abrió y entraron en otro pasillo. Éste tenía las paredes grises de metal y el suelo alfombrado de un tono gris ligeramente más oscuro. Caramba, a aquella gente le encantaba ese color. En el aire flotaba un olor raro. ¿A qué? Algún animal desconocido. Del lado interior de la puerta había dos alienígenas armados con rifles. Uno se dirigió a su acompañante. Éste respondió.
El alienígena que había hablado en primer lugar movió levemente la cabeza. ¿Un gesto de asentimiento?
—¿Miembro? —le dijo su acompañante.
Bajaron por el pasillo. Allí había un gran despliegue de actividad. Los alienígenas pasaban junto a ellos y se movían con rapidez y con la gracia atlética que parecía característica de la especie. ¿Acaso entre los hwarhatb no había torpes? Nadie la miró directamente, pero tuvo la sensación de ser observada, de que la miraban de reojo. Aproximadamente la mitad de los alienígenas iban armados, la mayoría con rifles, aunque también vio algo parecido a revólveres, guardados en pistoleras.
Llegaron a otro puesto de guardia. Su acompañante habló con otro individuo armado con un rifle. Éste era grande y corpulento, de pelaje gris pálido con un claro matiz azul. Cuando el individuo levantó la mirada, Anna vio que sus ojos eran del mismo color que su pelaje. Finalmente asintió. Ella y el alienígena avanzaron.
¿El guardia era anormal, o acaso había hwar de diferentes colores? La mayor parte de los individuos junto a los que pasaron eran de distintos tonos de gris, pero su acompañante era casi negro, y había visto a otro hombre cuyo pelaje era de dos tonos: oscuro en las puntas y plateado hacia el interior.
Un tercer puesto de guardia. Otra conversación y otro gesto de asentimiento. Siguieron avanzando y llegaron al final del pasillo. Allí había una puerta, y en ésta un símbolo: una llama dentro de un curioso círculo espinoso.
Su guía tocó la puerta y la abrió.
—Adelante, miembro. La están esperando.
Entró. La puerta se cerró a sus espaldas. Delante de ella vio una mesa. Ante ésta se encontraba sentado un alienígena, de espaldas anchas y aspecto sólido; tuvo la impresión de que era más bajo de lo normal entre su gente. Tenía el pelaje de un gris duro, casi metálico. Levantó la cabeza. Sus ojos azules la miraron directamente.
—Pérez Anna. —Su voz era profunda y suave—. Me resulta difícil mirar a alguien a los ojos a menos, por supuesto, que se trate de un pariente o un amigo. Pero Nicky me dice que entre los suyos, una mirada directa revela honestidad y un espíritu honrado. Así que lo intentaré. Por favor, tome asiento —ladeó la cabeza señalando una silla vacía que había delante del escritorio.
Anna se sentó.
—Habla inglés.
—Hace casi veinte años que conozco a Nicholas. Ésta es su lengua materna, y la lengua de mis enemigos. He aprendido inglés, por supuesto. —Cogió un objeto, una delgada pieza de metal, y la hizo girar entre sus manos. ¿Qué era? ¿Una especie de pluma?—. ¿Por qué envió el mensaje?
—Lo recibieron.
Él guardó silencio durante un instante.
—No directamente, ni enseguida. Lo hemos descubierto esta mañana, cuando estábamos interrogando a… ¿cuál es la palabra? ¿Sus camaradas o sus compatriotas? ¿Sus compañeros de trabajo?
»Ya habíamos actuado, miembro. Su mensaje fue inteligente y… creo… valiente. No era necesario.
—¿Entonces por qué me han hecho venir, si no sabían nada del mensaje?
—Es una mujer. He pensado que tal vez estuviera en peligro. No confiaba en que los humanos la trataran con respeto.
Soltó el objeto que había estado manipulando y se arrellanó en la silla.
—No quiero ser ofensivo, pero ¿por qué los de su especie dan poder a los idiotas? ¿Y cómo esos productos de una inseminación mal realizada pudieron pensar, aunque sólo fuera por un momento, que iba a creerme su historia? Nicky largándose en una barca con una humana, y además mujer. ¿Por qué?
—Les dije que no colaría.
El alienígena frunció el ceño.
—No comprendo.
—Les dije que la historia no era plausible. —Tenía razón. Por supuesto, fingimos creerla. Tuvimos que hacerlo hasta que pudimos regresar a nuestra base; y esos increíbles estúpidos creyeron en nuestra simulación. Nos dejaron marchar. —Parecía furioso y hablaba como si lo estuviera. Uno o dos minutos más tarde se relajó. Anna vio que aflojaba levemente los hombros. Una mano de pelo gris avanzó y tocó el objeto de metal—. ¿Por qué envió el mensaje?
Ella guardó silencio durante unos minutos e intentó descubrir exactamente por qué había actuado de aquella forma.
—Nicholas me gusta, y la gente del servicio de información militar no me cae muy bien. Me obligaron a trabajar para ellos. La verdad es que eso no me gustaba; y vi a Nick después de que lo capturaran. Estaba asustado. Creo que nunca he visto a nadie tan asustado. Uno de los miembros del servicio de información dijo que Nick era un cobarde. Yo no pensaba igual. Me dije: él conoce a esta gente y sabe lo que le van a hacer, y es algo realmente desagradable.
El Primer Defensor pareció reflexionar. ¿Era así? ¿Estaba interpretando correctamente su expresión?
—Tiene razón cuando dice que Nicky no es un cobarde. ¡Ja! ¡Ésa es una palabra terrible! Pero tal vez usted no comprendió lo que veía. Iban a interrogarlo, miembro. Él debía saberlo. Era evidente. Y no le gusta que lo interroguen. —Volvió a hacer una pausa y pareció reflexionar otra vez. Luego se inclinó hacia delante y apoyó los brazos en la mesa. Anna tuvo la sensación de que había tomado alguna decisión—. Hace veinte años, cuando lo capturamos, era la primera vez que cogíamos a un enemigo que hablaba fluidamente nuestro idioma. Sabíamos que podía comprender nuestras preguntas, y que nosotros podíamos comprender sus respuestas. Era nuestra oportunidad para conseguir gran cantidad de información que no fuera ambigua.
»Nicky era irreemplazable. No podíamos probar con él nada que fuera experimental. Teníamos que… ¿cómo decirlo? Teníamos que movernos sobre seguro. Tuvimos que utilizar los métodos de interrogatorio más antiguos, seguros y mejor conocidos.
»¡Recuerde cuánto tiempo ha pasado! Ahora disponemos de drogas que hacen que a su gente le resulte difícil mentir o eludir las preguntas. Ahora tenemos equipos que indican si un humano está diciendo o no la verdad.
»En aquel entonces no los teníamos, y eran muchas las cosas que no sabíamos de la fisiología humana. —Vaciló un instante—. Utilizábamos el dolor. Es sencillo. Es fiable. Es universal.
Anna empezaba a sentirse mareada, y el hombre que estaba sentado ante la mesa le parecía cada vez más inhumano. Era corno la notable transformación de El retorno del hombre lobo, cuando Lewis Ibrahim se convertía en el propio escenario, ante los ojos del público, en un monstruo peludo.
La voz suave siguió sonando.
—Él era muy sensible a los métodos que utilizábamos, y conseguimos gran cantidad de información. La mayor parte era nueva, y no había forma de comprobarla. Pero sí pudimos comprobar parte de esa información, y descubrimos que estaba mintiendo. De modo que tuvimos que volver a interrogarlo; y al comprobar las nuevas respuestas, descubrimos nuevas mentiras. Nos llevó mucho tiempo tener la certeza de que decía la verdad; y en algún momento nos interesamos más en Nicky que en la información. Queríamos ver cuánto más podía soportar y qué intentaría a continuación. Nos dimos cuenta de que estábamos aprendiendo algo valioso sobre la psicología humana. —Hizo una pausa y miró el objeto que tenía entre las manos: el largo y delgado objeto de metal.
«Finalmente nos detuvimos. Creo que le sacamos casi todo cuanto tenía que decir, aunque no estoy del todo seguro. Es el mejor mentiroso que he conocido jamás.
»Aún tiene sueños relacionados con los interrogatorios. A veces se despierta y no se da cuenta de dónde está. Tiene los ojos abiertos, pero sigue soñando, y está muy asustado. Yo tengo que… ¿cuál es la expresión? Hablarle hasta que vuelve en sí. Trazarle un camino verbal que lo devuelva a la realidad.
—Habla como si usted hubiera estado allí en el momento en que ocurrió.
—¿Hace veinte años? ¿Cuando interrogamos a Nicky? Estaba allí. Siempre me ha interesado el género humano.
A Anna le pareció estar de pie al borde de un abismo. Si miraba hacia abajo, vería cosas retorciéndose en las sombras. ¿Si miraba hacia abajo? Maldición, lo estaba haciendo. ¿Por qué demonios aquellas dos personas estarían juntas? En realidad, no quería saberlo.
—La mayoría de las veces, puedo interpretar las expresiones humanas —afirmó el Primer Defensor—. Usted parece turbada. Debería estarlo. Ha interferido en una lucha entre hombres. Y al hacerlo ha ocasionado un problema y creado una obligación.
»El problema es el siguiente: ha puesto en peligro su permanencia entre su propia gente. Lo hizo en un intento por ayudar a Nicky. Esto crea lo que su gente, que al parecer no piensa en nada más que en la procreación y en las actividades del mercado, llamaría una deuda. Mi gente lo llamaría… —hizo una pausa y fijó la vista en la distancia. Qué raro que pudiera darse cuenta de que esas misteriosas y largas pupilas miraban más allá de ella— una obligación recíproca. Es una traducción bastante acertada.
»O tal vez debería decir que su acción puede haber creado una obligación.
»Por lo que puedo deducir, usted actuó por honor y compasión, pero su acto fue innecesario e inadecuado. ¿El hecho de que su acto fuera innecesario hace que carezca de sentido?
»Lo que usted hizo fue contrario a la voluntad de la Diosa y al sentido común. Pero usted no lo sabía. ¿Cómo puedo juzgar la conducta de un desconocido, de una persona cuya cultura no parece tener la menor idea de lo que es decente? —Hizo una pausa, suspiró y siseó débilmente— ¿Lo que importa es la intención o sólo la acción? ¿Lo qué importa es la acción o sólo el resultado?
»Esto es como la situación que se plantea en una obra heroica. Lo correcto y lo incorrecto están tan enmarañados que no hay forma de separar las hebras. Uno tira de un hilo brillante y descubre que saca algo oscuro.
»No sé con certeza si le debo algo.
Al cabo de un momento, Anna dijo:
—No sabría decírselo.
—No pretendía que un ser humano me aconsejara sobre una cuestión moral. —Miró más allá de ella, en la distancia. Finalmente, dijo—: Haré lo que pueda por usted, aunque no tengo mucho tiempo. —Volvió a mirarla—. Como sin duda sabe, había dos naves humanas. La que estaba en el borde del sistema se alejó. Creemos saber cuánto tiempo lleva llegar a su base importante más cercana. Hemos estado interceptando los mensajes de exploración que iban y venían. Necesitamos salir del planeta como máximo en un día.
»De modo que… —se interrumpió—. Le ofrezco dos opciones, Pérez Anna. Puede elegir. Le daré asilo. Si quiere, puede venir con nosotros cuando nos marchemos.
—No —dijo ella sin detenerse a pensarlo.
—¿Está segura?
Él le estaba pidiendo que diera un paso hacia el abismo.
—Le agradezco el ofrecimiento, pero no.
—Muy bien. Pasaré a la segunda alternativa. Por lo que puedo deducir, toda esta absurda trama fue ideada y puesta en práctica por los soldados que llegaron con el equipo de diplomáticos. Al parecer, los diplomáticos no saben nada, aunque es posible que mientan. No hay tiempo de averiguarlo.
»Nicky me advirtió que había dos grupos, y que no trabajaban juntos. Y me advirtió que los soldados eran peligrosos. Debería haber recordado que son los de su especie.
«Hablaré con su equipo de diplomáticos y les sugeriré que esto no tiene por qué ser el fin de las negociaciones. Podemos culpar de este enredo a los militares. Los diplomáticos, si son inteligentes, pueden salir de esto sin manchar su honor. Les pediré que se aseguren de que usted también lo hace.
—Gracias.
—Es posible que no funcione. —Se removió en la silla y miró algo que tenía sobre la mesa—. Una cosa más, Pérez Anna. Quiero pedirle un favor. No tiene que decir que sí. Estamos aprovechando la actual situación para apropiarnos de todo cuanto hay en el recinto o en la estación que nos sea de utilidad. Principalmente información. —Anna vio el brillo de su dentadura. Decididamente se trataba de una sonrisa, y los dientes de los alienígenas, como los de los humanos, eran cuadrados y blancos. No eran colmillos de hombre lobo. Muy tranquilizador—. Nos gustaría conseguir todo el alimento humano posible. Como seguramente sabe, no compartimos el interés de los humanos por el acto de comer, y los alimentos que nosotros ingerimos no nutren a los de su especie. En algunos casos, los matan. Nuestros laboratorios son capaces de alimentar a nuestros… mis conocimientos de inglés son insuficientes en este sentido… ¿nuestros huéspedes? ¿Nuestros prisioneros? De acuerdo con Nicky, nuestros piensos humanos no proporcionan el grado de placer que su gente espera de la comida.
No supo si el alienígena tenía sentido del humor o si era un pedante rematado. No logró imaginar a Nicholas conviviendo con alguien que careciera de sentido del humor. Pero tampoco podía imaginárselo viviendo con un torturador.
—Usted quiere que yo le diga qué alimentos debe escoger.
—Sí.
Anna reflexionó un instante. ¿Por qué no? Ya estaba metida en un terrible aprieto. ¿Por qué no esforzarse? Tal vez también se sentía conmovida al pensar en prisioneros humanos que comían algo parecido a los alimentos nutritivos y equilibrados que consumían los animales domésticos. Piensos humanos, había dicho el alienígena. Resultaba siniestro.
Asintió.
—Lo haré.
Él tocó algo que había sobre la mesa y habló en otro idioma. La mesa respondió. El Primer Defensor levantó la vista.
—El observador Hai Atala la escoltará hasta las cocinas de los humanos. Gracias por su ayuda.
Aquello era una despedida. Anna se puso de pie.
—¿Nicholas estará bien?
—Supongo que sí. Es muy resistente.
Anna tenía otra pregunta que hacer.
—La gente del servicio de información pensó que usted no haría nada, incluso si descubría lo que estaba ocurriendo. Dijeron que en su cultura los hombres son prescindibles.
—¡Ah! —exclamó el alienígena con un suspiro. Pareció reflexionar. Aunque probablemente era una interpretación suya.
Al cabo de un momento, dijo:
—Creemos que luchar forma parte de la naturaleza de los hombres. Los que luchan se arriesgan a resultar heridos y a morir. Tenemos que aceptar las consecuencias de lo que somos y de lo que hacemos, Pérez Anna. Sabemos que nuestra vida probablemente será corta. Sabemos que es probable que nos perdamos unos a otros.
»Pero no nos resulta fácil perder a nuestros parientes y amigos y jamás utilizaríamos la palabra prescindible, y menos aún tratándose de Nicky. Las personas a las que uno ama jamás son prescindibles.
Parecía un buen punto de partida.
Hai Atala, su guía, permanecía de pie en el pasillo, y parecía al mismo tiempo al tanto y cómodo, como si pudiera pasarse el día esperando sin impacientarse ni perderse nada importante. Como un jugador en la parte exterior del campo. ¿Sería posible enseñar a aquella gente a jugar al béisbol? ¿Les interesaría? Viéndolos moverse, le pareció que el rugby era totalmente descartable. Eran demasiado garbosos y demasiado inteligentes.
Regresaron a la entrada del edificio.
—Estaba pensando en Moby Dick —comentó Anna—. Todos los personajes importantes son hombres, y el argumento trata de la caza, de matar, de Dios y de locura. Existe la posibilidad de que consideraran eso decente.
—Tal vez la lea —comentó Hai Atala—. Gracias por el consejo. No es fácil estudiar su literatura. Ustedes están obsesionados con la reproducción. No me extraña que sean tan numerosos.
Salieron del edificio. Seguía cayendo una lluvia fina y brumosa que empañaba el ondulado paisaje amarillo de la isla y hacía brillar la oscura pista de aterrizaje.
Caminaron juntos en dirección al avión.
En el momento en que salí de la enfermería el Hawata se alejaba del sistema. El primer gigante de gas se encontraba detrás de nosotros, y estábamos ganando velocidad. Los pasillos empezaban a adquirir la atmósfera habitual de los viajes. No estoy seguro de encontrar las palabras adecuadas para describirla. La función de una nave es viajar, y cuando una nave viaja la gente que va en ella hace lo que se supone que debe hacer. Se mueven hacia el objetivo adecuado; descansan en el centro de sus vidas. Hay una concentración y una confianza que falta cuando matan el tiempo o llevan a cabo las partes menos importantes de su trabajo.
Pero los hwarhath son los seres más maniáticos que conozco con respecto al trabajo.
Me presenté ante el general, que se encontraba en su despacho, tal como me habían ordenado. Era más pequeño que el que tenía en el planeta, aunque al principio no me di cuenta. Tenía encendido un holograma, y una de las paredes se había convertido en una fila de ventanas altas y estrechas. Al otro lado de las ventanas se extendía un paisaje: colinas onduladas y cubiertas por una vegetación baja y de color amarillo. La había visto de cerca. Se parece a la hierba hasta que uno nota que no tiene tallos ni semillas, sólo hojas largas, estrechas y flexibles, de un color dorado desvaído, como hojas de arce al final del otoño. Las colinas estaban salpicadas de árboles. Eran grandes y frondosos —bien pensado, parecían arces— ya amarillos: de un matiz brillante y cobrizo. Unos animales grandes y oscuros pastaban en las laderas de las colinas. El cielo era de un azul claro y profundo.
La tierra de Ettin. La vista era, casi con seguridad, de una de las casas ocupadas por las mujeres de su linaje. [Sí.]
Me senté. El general empezó a pasearse de un lado a otro, cosa muy poco común en él. De vez en cuando se detenía ante su mesa de trabajo y jugueteaba con algo que había en ella: la estatua de la Diosa con su atuendo de Guardiana de la Hoguera, o el largo cuchillo de aspecto amenazador que era el emblema de su rango.
Me preguntó cómo me encontraba. Le dije que muy bien.
—Me advertiste acerca de esa gente, y no te escuché como correspondía.
—Todos cometemos errores.
Observó el holograma.
—No me gusta cometerlos.
Eso es verdad.
—Vaciamos sus ordenadores. Quiero que en cuanto puedas empieces a examinar la información. Eso te mantendrá muy ocupado.
—No hay inconveniente.
—Dejaré que Shen Walha explique cómo te rescató de manos de los humanos. Todo salió bien, salvo por el daño que te hicieron. Y no sé qué va a ocurrirle a la mujer humana. Los de tu especie me resultan incomprensibles. Es posible que le hagan algo. Un castigo, una venganza.
Tras esa introducción, me habló de su conversación con Anna.
Cuando concluyó, le pregunté:
—¿Por qué le contaste esa historia?
—¿La del primer año que pasaste entre los miembros del Pueblo?
Asentí. Él cogió la estatua de la Diosa, la sostuvo un instante y volvió a dejarla.
—Ella no pertenece al perímetro. Ninguna mujer pertenece a él. Pero los de tu especie lo mezclan todo. Nada es seguro. Nadie está protegido.
»No sé si le debes algo. Ella intentó, según su entender, salvarte la vida; y al hacerlo se puso en peligro. Intentaba hacerle comprender que no debe involucrarse en los asuntos de los hombres.
—Por así decirlo.
Pareció desconcertado, pero prosiguió:
—Intentaba hacerle comprender algo acerca de la violencia del perímetro. Vosotros debéis deciros mentiras todo el tiempo acerca de la naturaleza de todo, pero especialmente de la naturaleza de la violencia. En realidad no creo que comprendiera en qué se metía. Quería darle alguna idea. Quería asustarla y hacer que sintiera disgusto y horror.
—Y probablemente lo lograste.
—Estupendo. Como te digo, no estoy seguro de que le debamos algo. Pero si así fuera, me gustaría que se quedara al margen de todo este lío.
Cogió la daga. La empuñadura era dorada y en el pomo llevaba una gema de color rojo púrpura con destellos verdes. Una alejandrita, estoy casi seguro. La hoja medía treinta centímetros y su filo era tan delgado como el de una hoja de afeitar.
—En el recinto había mujeres. Matamos a una, aunque afortunadamente no lo supimos hasta después, y nadie sabe quién cometió el asesinato. No fue necesario hacer que nadie pidiera la opción.
»Les dijimos a los de la nave humana que si salían de la órbita los destruiríamos. Sé que a bordo hay mujeres. Tomamos de rehén a toda la población humana del planeta, sin hacer distinciones entre hombres y mujeres; y hemos dejado algunos misiles para que vigilen el planeta hasta que nos vayamos. Sus programas han sido alterados. Ya no discriminan. No puede razonarse con ellos. No perdonarán a nadie.
—¡Dios mío! —exclamé.
—Lo hice porque no vi otra alternativa; pero ahora debo acudir a los otros principales y preguntarles cómo vamos a combatir a un enemigo como éste. Hay otra pregunta que no les plantearé ya que no confío en que me den una respuesta satisfactoria; pero te la haré a ti, Nicky. Hace mucho tiempo que sé que soy rahaka. Si puedo evitarlo, no tomaré la opción. ¿Cómo voy a vivir con lo que he hecho?
Vivirás con ello, porque tienes que hacerlo, maldito estúpido. [Ah.]
Cuando me separé de él, fui a ver a Shen Walha, el jefe de operaciones del general. La primera vez que vi a este hombre, supe que era un Wally. Es grande y corpulento, de aspecto blando y pelaje de un blanco casi níveo. Tiene manchas en la espalda y en los hombros y los brazos. Las manchas son como las de una onza: círculos grandes y vellosos, vacíos en el centro y a menudo rotos. Son de un color gris muy pálido.
Un individuo grande, corpulento y lleno de manchas que se parece un poco a un oso de felpa. Por supuesto, es un Wally. He sorprendido a casi todos, incluso al general, usando el término como sobrenombre.
Es de una isla del extremo sur del planeta nativo de los hwarhath. Allí el clima pasa de la lluvia al aguanieve y la nieve, y otra vez a la lluvia, y la gente tiene un pelaje largo y espeso. Todos parecen enormes, blandos y mimosos. Y son famosos por su extrema resistencia.
Estaba sentado en su despacho, vestido con su invariable atuendo: unos pantalones cortos. El pobre Wally siempre tiene calor. Tenía las manos cruzadas sobre su enorme vientre peludo. Me miró con sus ojos de color amarillo pálido.
—Tengo entendido que debo darle las gracias por haberme salvado la vida.
—Por haberle devuelto la libertad. No creo que los humanos lo hubieran matado. Tome asiento, si le apetece. —Se rascó el pecho y bostezó, dejando a la vista sus cuatro incisivos. En la mayoría de los miembros del Pueblo, estos dientes son aproximadamente tan salientes como los caninos de los humanos; pero los incisivos de Wally son largos y puntiagudos, y bosteza muchísimo. Él afirma que el calor le da sueño. Yo creo que es una forma de exhibirse.
—El Primer Defensor me dijo que debía preguntarle acerca de la operación.
—Vino a verme hace veinte días y me dijo que usted estaba preocupado, él pensaba que por nada. Pero que sería buena idea tener un plan eventual, del que usted no debía saber nada.
—¿Por qué?
—No puedo decirle cuáles eran los motivos de Ettin Gwarha. En cuanto a mí, no confío en usted. Nunca lo he hecho.
—Oh, sí. Ya.
—De modo que empecé a traer hombres y armas de la base principal del norte: algo todos los días, en el vuelo regular. Los humanos no lo notaron. Estaban demasiado ocupados alborotando con sus aviones indetectables en sus bases absolutamente secretas. Después de tomar el poder, descubrimos dos aviones y dos bases, y sin duda hay más de ambas cosas. ¡Qué locura inútil! Pero los mantenía ocupados.
«Pusimos todo, hombres y armas, en el sector de alta seguridad de la base.
Al que yo no tenía acceso.
—Y cuando el enemigo hizo su brillante movimiento, pudimos vengarnos.
»Fue bastante sencillo. Retirar la pista de aterrizaje. Destruir el vehículo allí mismo. Hacer entrar a los hombres en el recinto y la estación. Empuñar las armas y disparar a unos cuantos enemigos, los extraordinariamente estúpidos o valientes.
«Comunicar a la nave que estaba en órbita que habíamos desplegado misiles inteligentes. Un buen número de ellos, demasiados para encontrarlos y desactivarlos. Si hace algo, si empieza a moverse, la destruiremos y destruiremos a todos los humanos del planeta. No hay mejor amenaza que una gran-amenaza, Nicky.
Frunció el ceño y se rascó la enorme nariz, chata y peluda»
—Sólo había un problema. La segunda nave humana. Le dije al Primer Defensor que quería destruirla. Estaba demasiado cerca del punto de transmisión. Pensé que lograría escapar. Él dijo que no. Quería que yo me tirara un farol. Eso era un error, Nicky. Si hubiera conseguido esa nave, podríamos habernos tomado nuestro tiempo en el planeta. Analizar todos los sistemas de datos lentamente e interrogar a los humanos.
»El Primer Defensor cree que puede reanudar las negociaciones. No quería más violencia de la necesaria. Siempre es una estupidez ser moderado en la guerra.
—Es casi seguro que en esa nave había mujeres. ¿Igualmente la habría destruido?
—Sí. Por supuesto. —Se inclinó hacia adelante y apoyó sus gruesos brazos en la mesa—. Esos perversos desconocidos no son los primeros que intentan escudarse en las mujeres y los niños. No son los primeros que infringen las reglas de la guerra. En el pasado supimos cómo tratar a los que así ofenden a la Diosa.
El método habitual consiste en fundar una alianza. Se dejan de lado viejas disputas, al menos de momento. Los enemigos más acérrimos se unen y todos actúan contra el linaje ofensor.
Si es posible, no se hace daño a las mujeres ni a los niños, al menos directamente. Pero si no es posible detener el linaje criminal sin hacer daño a mujeres y niños, bueno, entonces se les hace; y los hombres que infligen el daño toman la opción en cuanto resulta apropiado. (Una de las cosas que realmente me gusta de los hwarhath es que se puede faltar a casi cualquier regla, siempre y cuando uno esté dispuesto a suicidarse después. Consideran que esto impide que su gente desarrolle malos hábitos.)
Nadie negociará con un linaje que haya infringido las reglas de la guerra, y sólo hay un posible desenlace: una solución definitiva. La aniquilación del linaje ofensor. Los hombres son asesinados y no se acepta a las mujeres ni a los niños en ningún otro linaje. Se convierten en vagabundos y parias. Cuando los niños varones maduran, son asesinados.
Si las mujeres tienen otros hijos —cosa que solía ocurrir en el pasado, aunque los hwarhath no quieren admitirlo—, estos nuevos hijos reciben el mismo tratamiento que todos los demás. No tienen lugar entre el Pueblo. Ellos también son criminales.
Al final, el linaje se extingue. Esto puede llevar una generación o dos, incluso tres. Jamás hay perdón. Los hwarhath creen en las consecuencias y en la genética. Hay ciertos rasgos que no quieren conservar.
Wally comentó:
—Tenemos dos alternativas. Podemos declarar que los humanos son personas que han quebrado las reglas de la guerra, o podemos declarar que no son personas.
—¿A qué se refiere?
Me miró fijamente con sus ojos de color amarillo claro. Su rango es superior al mío. Bajé la mirada.
—Podemos decir que los humanos son animales muy inteligentes, que pueden imitar el comportamiento de las personas pero que carecen de la cualidad esencial de la persona. No pueden distinguir entre lo bueno y lo malo. Carecen de juicio y de discernimiento.
»Creo que existe un buen argumento para esto, y si son animales entonces podemos tratar con ellos como lo haríamos con los animales. No necesitamos preocuparnos por las reglas de la guerra.
—Wally, me asustas.
Volvió a bostezar y a mostrar los dientes. Luego sonrió.
—Nosotros no somos amigos, Nicky. Nunca olvido lo que eres. Un desconocido. Un enemigo. Un traidor a su linaje. Creo que al final traicionarás a Ettin Gwarha.
—No opino lo mismo.
—Tal vez sea sin intención, pero tu espíritu se mueve en dos direcciones, y como todos los humanos te confundes fácilmente. Todo está mezclado. No puedes distinguir lo correcto de lo incorrecto.
Un par de alegres conversaciones matinales. Me fui a practicar hanatsin y luego a revisar las provisiones que el general había birlado a los humanos.
Del diario de Sanders Nicholas, etc.