SEGUNDA PARTE LAS REGLAS DE LA GUERRA

I

El viaje se desarrolló según lo planeado. Hicieron el primer transbordo siguiendo las instrucciones impartidas por el enemigo, y llegaron en medio de la nada. Una nave hwarhath fue a su encuentro y les dio una nueva serie de instrucciones. Siguieron avanzando. La nave hwarhath se quedó y se aseguró de que nadie los seguía. Esto ocurrió dos veces más y después de cuatro transbordos llegaron a la estación enemiga.

La singularidad alrededor de la que giraba (a una distancia segura) no producía luz útil, y la estación sólo era visible como un gráfico de ordenador. Apareció en una pantalla de la sala de observaciones: un cilindro chato más parecido a un bote de sopa que a cualquier otra cosa.

Tal como se había acordado, su nave se detuvo a una distancia segura del bote de sopa y esperó la llegada de un vehículo alienígena. Anna guardó sus cosas. No le había resultado fácil decidir lo que quería llevarse de la Tierra y ahora tenía que volver a decidir. ¿Qué debía ponerse para la primera negociación con un enemigo alienígena y en su terreno?

Ropa cómoda y muy versátil. Ropa fácil de lavar y que no necesitara planchado.

Pero también —además— un traje que deslumbrara los ojos azul mate de los alienígenas, y si no los de los alienígenas (¿quién sabía lo que podía deslumbrarlos?), los de sus colegas del equipo diplomático, o los de Nicholas Sanders, el de la sonrisa agradable y la no tan agradable historia. Aunque no estaba segura de que él participara en la nueva ronda de negociaciones.

Cuando terminó de recoger sus cosas fue a la sala de observación y vio el bote de sopa que daba vueltas y giraba sobre su largo eje.

Allí estaba uno de sus colegas, un joven diplomático llamado Etienne Corbeau.

—No lo entiendo —dijo el joven—. Estas estaciones pueden tener cualquier aspecto. ¿Por qué las hacen tan horribles?

—Tal vez no las ven así. La belleza está en el ojo del que mira.

Etienne sacudió la cabeza.

—Yo creo en los absolutos estéticos. La moral es relativa, pero en el arte está la verdad.

—Tonterías.

—Vas a tener que aprender un nuevo vocabulario, querida Anna.

¿Por qué? Estaba en este viaje sólo por una razón: el enemigo había pedido su presencia. Los hwarhath sabían que no era una diplomática. Probablemente no esperaran que hablara como Etienne.

El enemigo envió el vehículo y los diplomáticos subieron: hombres humanos de sonrisas radiantes instalados en los amplios asientos de los alienígenas. Ella era la única mujer; los hwarhath lo habían especificado.

El aire del vehículo tenía un olor raro. Los hwarhath, pensó Anna al cabo de un instante. En los dos últimos años había olvidado su olor, pero ahora lo recordó. No era desagradable, simplemente no era humano.

Los miembros de la tripulación del vehículo llevaban pantalones cortos y sandalias. Eran corteses; Anna recordaba esta cualidad por su anterior encuentro con los hwarhath en el planeta de los seudosifonóforos; y se movían con el hábil garbo que, al parecer, era característico de la especie. Parecían más alienígenas que antes. Tal vez se debía a su nuevo atuendo, que ponía de manifiesto lo peludos que eran. O tal vez a sus pezones. Tenían cuatro, dispuestos en dos grupos de dos, grandes, oscuros y claramente visibles en los pechos anchos y peludos.

Anna se preguntó cuántos hijos tendrían los hwarhath en cada parto. Había averiguado todo lo que había podido, pero era muy poco lo que se sabía de los alienígenas. Sobre todo de las mujeres alienígenas.

—Esta gente siempre me ha puesto los pelos de punta —comentó Etienne. Estaba sentado junto a ella.

—¿Por qué?

—Los ojos. Las manos. La piel. Y su violencia. No estabas en el recinto cuando éste fue atacado.

No. En ese momento era prisionera del servicio de información militar de los humanos.

Notó una sacudida: el vehículo se desenganchaba de la nave humana, llamada Mensajero de la Paz. Un instante después la gravedad cambió y se aseguró de que llevaba los cinturones abrochados.

El viaje no tuvo nada de particular. Los motores se encendieron, se apagaron y volvieron a encenderse. La gravedad siguió cambiando. No había nada que ver, salvo la cabina sin ventanillas. ¿Los hwarhath no usaban más que colores industriales, y por qué sus colores industriales eran como los colores industriales de la Tierra? Por supuesto, no sabía nada de la óptica de los alienígenas. Tal vez aquellas paredes vacías en realidad estaban cubiertas de dibujos festivos invisibles para ella. Tal vez cuando los alienígenas miraban los diferentes tonos de gris, veían… ¿quién podía decirlo? Colores tan intensos como el fucsia.

Los diplomáticos conversaban nerviosamente a su alrededor. No decían nada importante. Los alienígenas podían estar escuchando. Delante de ella, el asistente del embajador hablaba de sus gladiolos, y Etienne describía su última visita al Museo de Arte Moderno de Nueva York.

Al cabo de una hora se produjo otra pequeña sacudida. El vehículo había llegado. Las puertas se abrieron y el equipo salió flotando, ayudado por los alienígenas, que no flotaban. Debían de llevar algo en la base de las sandalias que los sujetaba al suelo.

Era como llegar a una estación humana, pensó Anna. Un ascensor trasladó al equipo de diplomáticos desde el eje hasta el borde. Cuando el ascensor se detuvo, dejaron de flotar. Salieron en fila con gran dignidad, y los hwarhath de la tripulación los guiaron por un pasillo hasta una sala: grande, muy iluminada y con moqueta gris. El aire era fresco y olía a maquinaria y a alienígenas; había media docena de ellos de pie, esperando, vestidos con pantalones hasta la rodilla y nada más.

—No entiendo ese atuendo —comentó Etienne.

Ella echaba de menos los uniformes ceñidos que los hwarhath usaban antes. Pero ahora se les veía más cómodos, se parecían menos a guerreros de la era espacial.

Hubo un saludo oficial, pronunciado por un alienígena voluminoso con fuerte acento. No era el Primer Defensor. ¿Dónde estaba él? El embajador de los humanos respondió. Anna estaba demasiado lejos y tenía problemas para oír, pero de todos modos no estaba demasiado interesada.

Observó a los hwarhath y notó que uno de ellos le resultaba conocido: bajo, oscuro y elegante. Él la miró y sus ojos se cruzaron sólo un instante. Después de bajar la vista sonrió, y la sonrisa fue decididamente familiar: breve y resplandeciente, no más prolongada que su mirada. Hai Atala Vaihar.

Cuando los discursos concluyeron, él se acercó.

—Miembro Pérez.

—Observador Hai Atala.

—Me recuerda. Estoy encantado. Aunque debería comunicarle que he sido ascendido. Ahora soy portador.

—Enhorabuena.

Él le dedicó su radiante sonrisa.

—Como sabe, se decidió que usted tendría habitaciones propias separadas de las de los hombres. Yo la escoltaré.

Anna habló con sus colegas. Etienne pareció preocupado. El asistente del embajador le dijo:

—No estoy del todo satisfecho con esto, Anna. —El jefe de seguridad le dijo que tuviera cuidado. Hai Atala esperaba, cortésmente callado.

Al cabo de un par de minutos ambos recorrían un pasillo igual a los de la base hwarhath: grande, desierto, gris y lleno de alienígenas que se movían rápidamente con su habitual aplomo.

—Leí Moby Dick, como usted me aconsejó —le comentó el portador—. Un libro muy bueno y casi totalmente decente. He estado… ¿cuál es la palabra correcta? Acosando a Sanders Nicholas para que lo lea. Quiero comentarlo con un humano. Tal vez, mientras usted está aquí…

Al llegar a una esquina, doblaron por otro pasillo. Anna miró hacia delante. Una figura alta y delgada se encontraba de pie mirando en su dirección, cruzado de brazos y con un hombro apoyado en la pared gris del pasillo. Muy típico. Lo que recordaba de Nicholas era que se pasaba el tiempo holgazaneando, salvo al final.

El hombre se irguió y se separó de la pared, desplegando los brazos y separándolos de los costados. Debía de ser un ademán formal: brazos rectos, manos en posición horizontal, con las palmas hacia adelante. Tenía los dedos juntos y los pulgares hacia arriba. ¿Qué significaba? ¿Tal vez «no tengo nada en las manos ni en las mangas»?

Hai Atala se detuvo e hizo el mismo ademán.

—Hola, Anna —la saludó Nicholas y sonrió. Tenía casi el mismo aspecto que dos años antes. Un poco más viejo, tal vez. Con más mechones grises.

Hai Atala anunció:

—Nicky hará las veces de escolta, miembro. No tengo parientes en la zona de la estación reservada a las mujeres. En realidad, no debería entrar. Nicky, al menos, pertenece a la misma especie que usted, y dice que es de la misma zona del planeta que usted.

—¿De veras? —preguntó Anna.

—Leí tu historial. Tú creciste en la zona de Chicago. Yo crecí en Kansas. Los dos somos del Medio Oeste. Eso casi nos convierte en parientes. ¿Puedo llevarte la bolsa?

—Se supone que no debo soltarla. El enemigo podría ponerme algo dentro. Un aparato de escucha, una bomba.

—Podemos escuchar perfectamente bien con los dispositivos de las paredes —intervino Hai Atala—. Y nadie haría estallar una bomba en su propia estación espacial. —El alienígena hizo una pausa—. En cualquier caso, no una bomba grande. Espero verla más tarde, miembro. —Dio media vuelta y se alejó. Anna lo observó mientras se marchaba.

—¿Es una alucinación, o se mueve aún más deliciosamente que el otro hwar?

—Les encanta ponerse nombres —comentó Nicholas—. Sobre todo a los hombres. Por lo general son nombres humorísticos y a menudo de un humor desagradable; pero su apodo es el Hombre Garboso. No sólo por la forma en que se mueve. Posee un espíritu garboso y también lo es en el trato social. Y tiene una mente mucho más abierta que la mayoría del Pueblo. Un joven muy bueno, que será muy importante si no se desencadena una guerra grave. Si acabamos combatiendo a la Confederación, tendrás el dudoso placer de tratar con Wally Shen.

—¿Y tú tienes algún apodo? —preguntó Anna.

—Un par. El Hombre al Que No le Gusta Responder Preguntas y el Hombre Que Odia las Moquetas. —Rozó con la sandalia la moqueta que cubría el suelo—. He vivido con esta cosa durante veinte años, y aún me arranca improperios.

Iba vestido con una camisa de color pardo, de manga larga, pantalones del mismo color y sandalias. Como antes, algo fallaba en su ropa, como si la hubiese confeccionado un sastre que no estuviera totalmente seguro de lo que hacía. Llevaba dos insignias redondas adheridas al cinturón: de metal esmaltado con emblemas que Anna no reconoció y algo que, casi con toda seguridad, eran letras.

—Vamos —propuso Nicholas.

Echaron a andar. Metió las manos en los bolsillos casi de inmediato y caminó a grandes zancadas que nada tenían que ver con los graciosos movimientos de Hai Atala.

—¿Qué ha pasado con los uniformes? —preguntó ella unos instantes después.

—Lo que ves ahora es el atuendo habitual de los hombres hwarbath. Recuerda que los miembros del Pueblo tienen el cuerpo cubierto de pelaje, y que, en gran número, los hombres viven en lugares con clima artificial. ¿Para qué iban a necesitar ropa? Necesitan bolsillos y un lugar donde colgar la placa de identificación, y deben cubrirse lo suficiente para que las personas provenientes de culturas recatadas no se sientan perturbadas. Y eso es lo que hay.

—Los uniformes del planeta eran falsos —dijo Anna.

—Parte de un vestuario —puntualizó Nicholas—. Como el de una obra de teatro. Advertí al general de que a los humanos podía resultarles difícil tomarse en serio a una persona vestida con pantalones cortos. De modo que hicimos que el Cuerpo de Arte diseñara uniformes de cadetes del espacio. Me parecieron muy logrados. Me gustaron especialmente las botas altas, negras y brillantes, aunque no consigo imaginarme su utilidad. Nadie monta a caballo en una estación espacial, ni se dedica al excursionismo. El problema de las mordeduras de serpiente es mínimo. Es posible que se usen para patear a los subordinados, mientras se pronuncian blasfemias guturales en una lengua desconocida —Anna había olvidado el sonido de la voz de Nicholas. Era una voz de tenor, ligera, agradable y divertida.

—¿Hacen esa clase de cosas?

—¿Patear a los subordinados? No, y tampoco blasfeman demasiado. En la lengua hwarhatb principal no hay obscenidades, absolutamente ninguna. No puedes decirle a nadie que se vaya a la mierda. No puedes describir nada como un montón de mierda. A veces creo que esto explica muchas cosas de los hwarhatb.

Doblaron otra esquina. Delante de ellos apareció una enorme puerta doble, flanqueada por un par de soldados armados con rifles. En medio de la puerta había un emblema que se extendía desde la línea que dividía la puerta en dos: unas llamas de alrededor de un metro de alto, en relieve y doradas.

—La Hoguera —aclaró Nicholas—. Representa a la Diosa y al Mundo Nativo, el Centro del Linaje, y a las Mujeres, o tal vez a la Mujer. Es como si oyera todas esas palabras en mayúscula. —Observó a uno de los soldados y le habló. El soldado se volvió y tocó algo. Las puertas se abrieron.

Dentro el suelo era de madera, de color amarillo pálido y brillante.

Nicholas atravesó la entrada. Anna lo siguió y las puertas se cerraron tras ellos.

Las paredes de la habitación parecían ser de yeso; blancas de un ligero matiz azul. Tapices de ricos colores mostraban a los hwarhath haciendo cosas que ella no comprendió. En medio del suelo había una alfombra larga y ancha. Al igual que los tapices, tenía gran abundancia de colores: rojo, azul oscuro, verde oscuro, naranja intenso y amarillo brillante.

—¡Caramba!—exclamó Anna.

Nicholas se echó a reír.

—Llevaba casi diez años viviendo entre los hwarhath cuando vi el interior de las habitaciones de la mujeres. En aquel momento dos tías del general decidieron que querían saber algo más sobre el compañero que su querido sobrino había elegido, y se trasladaron a una de las estaciones. —Mientras hablaba, la guiaba pasillo abajo, avanzando sobre la alfombra de colores y junto a los tapices—. Nos llamaron al general y a mí para mantener una entrevista. Yo ya había oído decir que las habitaciones de las mujeres eran diferentes. Pero aún así quedé impresionado.

Anna miró hacia delante. Al final del pasillo había tres personas vestidas con túnicas rojas y amarillas. Estaban de pie, esperando, con la habitual serenidad hwarhath. Personas voluminosas, anchas y sólidas.

Nicholas siguió hablando con su voz suave.

—Es difícil hacer que las matriarcas hwarhath abandonen su planeta natal. Pero el general contestaba con evasivas. Le habían pedido que me llevara a Ettin y él siempre encontraba excusas para no hacerlo. Por eso vinieron a mí. Forman un linaje muy ambicioso, y el general es el hombre Ettin más importante de su generación. Las tías no estaban dispuestas a dejar que le ocurriera algo a su principal representante en el mundo de los hombres.

Llegaron adónde estaban las tres personas. La ropa que llevaban estaba confeccionada con piezas largas y estrechas, cosidas a la altura de los hombros. Más abajo, las piezas se separaban y quedaban unidas en distintos puntos por finas cadenas de oro. Cuando las personas se movían, las piezas se agitaban y a veces incluso ondeaban, pero los huecos que había entre una y otra nunca se agrandaban.

El material le recordó a Anna el brocado de seda. Cada túnica tenía un estampado diferente. Uno de ellos parecía de flores; el otro era geométrico; el último podría haber representando animales, aunque Anna no supo de qué clase.

Nicholas se detuvo con las manos fuera de los bolsillos, a los costados. Su habitual inquietud le había abandonado. Se quedó de pie, quieto, con la vista baja. Incluso cuando inclinaba la cabeza era unos diez centímetros más alto que los alienígenas, pero los cuerpos voluminosos de éstos hacían que él pareciera frágil.

Eran mujeres, casi con toda seguridad, aunque sus rostros —anchos, de rasgos toscos y cubiertos de pelaje— no parecían femeninos, como tampoco los torsos, ni los brazos gruesos y peludos que llevaban desnudos desde los hombros. Las tres lucían un brazalete: ancho, grueso y sencillo y, según le pareció a Anna, de oro.

—No las mires a los ojos —dijo Nicholas suavemente.

Anna bajó la mirada.

Una de las alienígenas dijo algo en voz profunda, muy profunda.

—Debo presentarte —dijo Nicholas—. La mujer de la derecha es Ettin Per. La que está a su lado es Ettin Aptsi. Y la de la izquierda es Ettin Sai. Son hermanas, y actuales líderes del linaje Ettin. Ettin Gwarha es su sobrino.

La tercena mujer —Sai— habló en un tono menos profundo, más parecido al de barítono que al de bajo.

—Ella entiende el inglés, aunque no suele hablarlo. Me ha pedido que te diga que comprende que no es una descortesía que las mires a los ojos. Las costumbres de los humanos son diferentes.

La primera mujer —Ettin Per, la de la voz muy profunda— volvió a hablar.

Nicholas dijo:

—Te está dando la bienvenida a los aposentos de las mujeres. Esperan ansiosamente el momento de hablar contigo. Están muy interesadas en la humanidad y sobre todo en las mujeres humanas.

—Diles que estoy contenta de haber venido —dijo Anna—. Y que espero ansiosamente el momento de hablar con ellas. ¿Para esto me ha hecho venir el general?

—Sí —respondió Ettin Sai.

La tercera mujer —Aptsi— habló. También su voz era de barítono.

Nicholas levantó la cabeza y la miró a los ojos, respondiendo en la lengua de los alienígenas. Aptsi extendió una mano de pelo gris y le tocó suavemente el hombro.

—Debemos retirarnos —dijo Nicholas —. Vamos.

Dejaron a las tres mujeres de pie, como estatuas de las Tres Parcas. Nicholas condujo a Anna por otro pasillo, más estrecho que el primero pero construido con los mismos materiales. En éste no había tapices. Llegaron a una puerta de metal plateado. En la pared contigua a la puerta había una placa cuadrada, también de metal pero más oscura y más apagada.

Nicholas señaló la placa.

—Apoya la palma de la mano en ella. Presiona con firmeza. Bien. Ahora está preparada para abrirse sólo para dos personas: tú y yo.

Más allá de la puerta había una enorme habitación cuadrada. El suelo era de madera de color gris pálido, y unos paneles de la misma madera recubrían la mitad inferior de las paredes. Tenían un extraño brillo iridiscente. ¿Como qué? ¿Como las escamas de un pez? ¿Como el nácar?

Anna tocó la madera. Tenía la textura de la madera, pero en realidad parecía haber salido de debajo del agua. Los colores pálidos se agitaron y brillaron bajo la fría superficie pulida.

—¿Te importa si me siento? —preguntó Nicholas.

—Por favor. —Dejó la bolsa y miró la puerta. Se había cerrado.

El se acomodó en una enorme silla baja y estiró las piernas.

—Hace más de diez años que conozco a las tías. Aún no me siento totalmente cómodo con ellas. Aptsi es la más fácil de tratar. Me preguntaba cómo me encontraba y me decía que se alegraba de verme. —La miró y sonrió—. Hace diez años me hicieron la misma entrevista. Aptsi y Per. Decidieron que Gwarha podía quedarse conmigo. Me sentí como una especie de mascota poco atractiva. Ya sabes, como el perro callejero que un niño lleva a su casa. «Recuerda, Gwarha, que tendrás que ocuparte de él, y si hay algún problema…»

—Son muy corpulentas —comentó Anna.

—Así es. Tal vez en algún momento te explique lo del dimorfismo sexual entre los miembros del Pueblo, pero no ahora. Dispones de cocina y cuarto de baño. Yo supervisé la instalación. Los accesorios pueden parecerte raros, pero todos funcionan y pueden ser utilizados por los humanos. En la cocina hay comida, parte del botín que el general se llevó al final de la última ronda de negociaciones. Hay conversores de voltaje en todos los enchufes. Si tienes que enchufar algo, puedes hacerlo con confianza.

»Dispones de un sistema de intercomunicación. He redactado instrucciones para ponerlo en marcha y para localizarme a mí, lo mismo que a los demás miembros de tu equipo. Y he traducido las instrucciones de lo que hay que hacer en caso de emergencia: corte de electricidad, pérdida de gravedad, pérdida de presión atmosférica.

—¿Eso ocurre con frecuencia?

—Que yo sepa, nunca. Pero lee las instrucciones y memorízalas.

»Si ocurre algo, éste es el lugar más seguro donde puedes estar. Los hwarhath se han asegurado de que esta parte de la estación sea muy sólida. Todos los sistemas son redundantes, y los equipos de rescate vendrán primero aquí. Los hwarhath son concienzudos cuando se trata de proteger a sus mujeres.

»Puede que éste sea un buen momento para hablarte de la estación. Fue construida para esta ronda de negociaciones. No se parece en nada a lo que interesa a los hwarhath, y normalmente no utilizan este punto de transbordo. Aquí hay muy poca información útil. Si tus colegas deciden jugar a los espías, lo único que lograrán, como dice el chiste, es perder el tiempo y hacer enfadar a los hwarhath.

—La estación es enorme —comentó Anna—. ¿La construyeron para una ronda de negociaciones?

Él asintió.

—En este momento está casi vacía. Si las negociaciones tienen éxito, el Pueblo seguramente necesitará el espacio que sobra. Si las cosas no funcionan, me imagino que las cargas explosivas ya están colocadas en su sitio.

Anna no quiso pensar en una cultura que podía construir algo tan grande en menos de dos años, ni en los conocimientos que seguramente tenían para destruirlo. Cambió de tema.

—No jugarán a los espías. A los del servicio de información les han dicho que no metan sus manazas en esto.

—Vuélvete —indicó Nicholas.

Ella lo hizo. En la puerta, sobre los paneles, había un rectángulo de luces: tres a lo ancho y cinco a lo largo. Todas las luces estaban encendidas. Todas eran incoloras, salvo dos de la fila inferior, que tenían un tono ámbar.

—Éste es tu monitor de seguridad. Si todas las luces son incoloras, significa que todas tus puertas están cerradas con llave, y que el intercomunicador está apagado y nadie está escuchando ni mirando. Si alguna de las luces es de color ámbar, no estás segura.

—¿Me estás diciendo la verdad? —preguntó ella.

—Mi fama de mentiroso es exagerada. Tienes micrófonos ocultos, Anna, y no son de los alienígenas. Los hombres de seguridad del general han venido a hacer una comprobación… esta mañana, podría decirse. Durante el primer ikun. Estas habitaciones eran seguras antes de que entraras en ellas.

—Creo que utilizaré el lavabo.

Él se lo señaló y Anna atravesó una puerta.

Nicholas tenía razón con respecto a los accesorios. Eran decididamente raros, pero funcionaban y cualquier humano podía utilizarlos. El papel higiénico era como el que habría encontrado en infinidad de lugares de la Tierra. ¿Una cosa más que el general había cogido?

Se lavó las manos y la cara y se miró al espejo.

Era una mujer rolliza, de estatura normal entre los humanos. Tenía la piel morena, el pelo corto, negro y ondulado. Llevaba pantalones y una chaqueta de algodón azul oscuro, la clase de algodón que se arruga. La blusa era blanca, del mismo algodón. No llevaba joyas, sólo un collar de cuentas de lapislázuli. Su madre lo había comprado durante una visita a la República Socialista Islámica, en los tiempos en que aún quedaban naciones independientes en la Tierra.

¿Era aquél el aspecto de una persona que había viajado un centenar de años luz desde su hogar? ¿Era aquél el aspecto de alguien que acababa de usar un lavabo alienígena?

Sí, y también era el aspecto de alguien que —a esa distancia y en medio de tanta rareza— no podía librarse de los tontos.

¡Oh! ¡Su expresión era de enfado! No le gustaban las arrugas que veía alrededor de la boca y en el entrecejo.

En el bolsillo de la chaqueta llevaba una pluma. Gracias a Dios, era una anticuada. Pensaba que no podía fiarse del ordenador. Arrancó un trozo de papel higiénico y escribió: «Líbrate de los micrófonos ocultos.» Después hizo una mueca a su imagen reflejada en el espejo y fue a reunirse con Nicholas.

Ahora él estaba de pie, sosteniendo una copa de vino en cada mano. Las dos estaban casi llenas de un líquido amarillo pálido.

—En tu historial decía que te gusta el vino blanco. Éste es un Pouilly Fume. No es malo, creo, aunque debo decirte que ya no estoy al tanto de este tipo de cosas.

Ella cogió una de las copas y le pasó el trozo de papel higiénico. Él lo miró, asintió y alzó su copa.

—Por la paz y la amistad.

Bebieron. El vino estaba frío y era bueno.

Él dejó la copa.

—No hay ningún plan para esta noche. Puedes descansar un poco, supongo que te hará bien. Mañana es la apertura formal de las negociaciones, habrá un montón de discursos vacíos. Yo no asistiré, pero tú tendrías que hacerlo. Vendré por la mañana. No deberías ir a ninguna parte sin escolta, Anna, y tu escolta debería ser alguien que conozcas. Hai Atala Vaihar, o yo. Mañana te presentaré al tercer hombre. Eh Matsehar. Es miembro del Cuerpo de Arte y ha sido asignado provisionalmente al general. Habla un inglés excelente y supongo que deberías ser capaz de soportar sus modales.

No quería quedarse en aquel sitio sin más compañía que los artefactos humanos de espionaje, pero no supo qué decir.

—En la cocina hay más vino y comida, como te dije. Nadie puede entrar sin tu permiso. No creo que las tías vengan a molestarte, pero si lo hacen recuerda que son mucho más grandes que tú. TrAtalas con respeto y háblales directamente. No mientas ni intentes ser evasiva. Si no quieres responder a una pregunta, dilo. Los miembros del Pueblo respetan la honestidad, y las personas de Ettin son famosas por su franqueza.

»Hay una bonita canción que dice…

Hizo una pausa y miró con expresión ausente la pared que tenía ella a sus espaldas:


Como la gente de las colinas de Ettin

Diré claramente lo que pienso.


»Es una traducción bastante fiel. Siempre me ha gustado la letra de esa canción, y ahora incluso me gusta la música. Pasaron varios años hasta que pude oírla como algo más que ruido de los alienígenas. —Se acercó a la puerta y tocó la pared más cercana. La puerta se abrió. Nicholas miró a Anna—. Si te sientes sola, recuerda el intercomunicador. Siempre puedes hablar con alguno de los diplomáticos. Buenas noches. No pongas esa cara de enfado, o de preocupación. No estás en una mala situación. —Sonrió—. Créeme, he estado en unas cuantas peores.

La puerta se cerró a sus espaldas. Anna se sentó en una de las sillas. Era blanda y mullida, tapizada a juego con el dibujo pálido e intrincado de la moqueta. Bebió un poco más de vino, se quitó los zapatos de una patada y apoyó los pies en la mesa de madera de nácar. Las patas de la mesa estaban talladas en forma de monstruos retorcidos. Al menos tuvo la impresión de que lo eran. Tenían el aspecto de serlo: escamas, púas, garras y dientes.

Levantó la vista. Había una luz en medio del techo, que era de metal gris y un material semejante al cristal esmerilado. Le recordó algo de la Tierra. Art Déco, un estilo que había dominado el arte occidental a mediados del siglo XX. Ahora era una rareza.

Pero tal vez estaba haciendo lo que los humanos siempre hacían: intentar que lo desconocido resultara familiar. Conocían a un individuo de pelaje gris, orejas enormes y pupilas horizontales, y decían: «Tengo un primo igual a usted en Schaumberg, Illinois.»

¿Nicholas lo habría dicho alguna vez?

¿Cómo sería vivir absolutamente solo entre los alienígenas?

¿Cómo sería soñar con ser torturado?

En el sueño, las criaturas que lo torturan a uno no son humanos. Uno se despierta de la pesadilla y descubre que alguien lo está consolando. Alguien lo tranquiliza. ¿Cuál era la frase que había usado el general? Construir un sendero de palabras que te devuelvan a la realidad.

Esa persona es inhumana y es tu torturador.

El abismo, pensó Anna.

Vació su copa de vino y luego la que él había dejado casi intacta. Después fue a buscar su dormitorio.

Un suelo liso de madera nacarada, paredes desnudas de un material similar al yeso, una cama que no era más que una plataforma rectangular con un colchón delgado encima. La almohada era lo único de aspecto totalmente corriente, aunque no la encontró adecuada. Demasiado blanda. El cielo se abría a las estrellas.

Dios mío, pensó al mirar hacia arriba. Había resplandecientes soles únicos, y distantes racimos de estrellas, nubes de gas brillante de todos los colores posibles.

Debía de ser un holograma. La estación giraba, y aquello permanecía inmóvil. En cualquier caso, no habían visto nada parecido al acercarse.

Si era un holograma, era —de lejos— el mejor que había visto jamás.

Se desvistió. Al pie de la cama había una manta cuidadosamente doblada. La extendió y se acostó encima, con la mirada fija en el espléndido panorama, hasta que le resultó imposible enfocar la vista. Las estrellas se desdibujaron. Anna se tapó con la manta y se quedó dormida.

II

El general se encontraba en su despacho, el último de una serie que se extendía (en mi memoria) a lo largo de veinte años, y no sé cuánto espacio. Son todos más o menos iguales. Éste tenía un nuevo holograma.

Reemplazaba la pared opuesta a su mesa de trabajo. No había ventanas: nada que enmarcar. La moqueta se terminaba. Más allá, unas olas verdosas rompían contra una playa de arena gris verdosa. El cielo estaba encapotado y tenía casi el mismo color que el agua. En la distancia, se alzaban los acantilados y planeaban unas criaturas voladoras. No parecían conocidas.

—¿Dónde está eso?

—En una de las colonias… —El general hizo una pausa y se corrigió—. En uno de los mundos que estamos intentando colonizar.

Le hablé de los micrófonos ocultos.

—Escuchan a las mujeres. Eso es despreciable.

—Te dije que lo harían.

Se estiró hasta el intercomunicador.

—Mis tías deberían saberlo.

—Se lo he comentado a Ettin Per.

—Ah —exclamó—. ¿Qué ha dicho?

—Está enfadada. Le he asegurado que los dispositivos habrán desaparecido mañana, al final del primer ikun.

Fijó la vista en el holograma.

—No tendríamos que haber pedido a los humanos que enviaran a Pérez Anna. Estamos introduciendo la conducta humana, la falta de respeto y el deshonor en lugares que deberían permanecer a salvo.

—Díselo a tus tías. Fueron ellas quienes decidieron que el Tejido necesitaba averiguar cosas sobre las mujeres humanas.

Apartó la vista. Estaba mirando algo del holograma. Me volví. Una de las criaturas voladoras había bajado a la playa. Tenía garras en las alas, y se arrastró como un murciélago sobre la arena: una criatura enorme de piel escamosa, de color gris moteado, verde y marrón. Su pico poseía varios dientes estrechos y puntiagudos.

—Anna comprende. La conocemos. Sabemos que no es totalmente hostil al Pueblo; y es directa, Primer Defensor. No es probable que enfurezca a las mujeres de Ettin. Si no lo conociera bien, diría que esa cosa es un pterodáctilo.

—¿Qué?

—Un animal de la Tierra. Si no recuerdo mal, se extinguieron hace sesenta y cinco millones de años. Nadie fue capaz de descubrir jamás cómo levantaban el vuelo y aterrizaban.

—Así, quizá —comentó el general mientras el animal daba un salto, batía las alas y se elevaba.


Del diario de Sanders Nicholas, etc.

III

La despertó el olor del beicon.

Arriba las estrellas habían desaparecido y vio un techo liso y blanco.

El cuarto de baño estaba junto a su dormitorio. Anna recogió la ropa, entró, se lavó y se puso otro traje pantalón, éste de color gris (el preferido de los hwarhath), con una blusa amarilla y un collar de cuentas de ágata con rayas grises y marrones. Pendientes de clip de oro. Ninguna otra joya.

Al mirarse al espejo se vio menos cansada y enfadada, tal vez incluso feliz. Sonrió a su propia imagen. Recuerda, Anna, le decía siempre su madre, una sonrisa hace parecer más hermoso a cualquiera, y si sonríes serás más feliz.

El desayuno estaba servido en una de las mesas del salón principal: un tazón lleno de café, un cuchillo y un tenedor, un plato que contenía una rodaja de pan (tostado) y tres lonchas de beicon perfectamente crujientes. En el plato también había algo cuadrado y gelatinoso, de color verde claro.

Nicholas estaba apoyado contra la pared con una taza de café en la mano.

—Qué demonios… —Pinchó la cosa verde con el tenedor.

—Casi todo proteínas. Muy nutritivo. El sabor no te molestará. No sabe a nada.

Ella tomó un bocado. Él tenía razón con respecto al sabor.

—Si quieres hidratos de carbono, tengo algo amarillo y…

—se interrumpió— espeso. Supongo que ésa es la mejor descripción. Nunca he logrado decidir a qué sabe. Hay días en que me parece cartón, pero hace años que no como cartón.

—Esto es comida humana —dijo ella.

Él sonrió.

—El beicon es auténtico, y el café y el pan. Pero me ha parecido que podía interesarte lo que comen casi todos los seres humanos que son… ¿cuál es la encantadora palabra que usa el general? Nuestros «huéspedes».

Anna comió. Él la observó mientras bebía el café.

—Lo ordenaré más tarde —dijo cuando ella terminó—. Deberíamos marcharnos.

Atravesaron los aposentos de las mujeres sin ver a nadie; salieron por una de las enormes puertas dobles.

En el pasillo había un hwarhath de pie: enorme, flaco y gris, vestido con los pantalones cortos de costumbre. Dio un paso adelante. Había algo raro en su manera de moverse. Era torpe, y los miembros del Pueblo nunca lo eran.

Extendió la mano izquierda y se la miró.

—¿Es correcto? Estoy intentando estrecharle la mano.

—La otra mano —dijo Anna.

Extendió la otra y se saludaron.

—¿Lo he hecho bien?—preguntó el hwar.

—Demasiado fuerte. Probemos otra vez.

Mientras lo hacían, Nicholas los observaba. Su rostro expresaba inquietud y diversión.

—Tenemos que irnos, Anna.

Dieron media vuelta y se marcharon los tres juntos. No había dudas con respecto a la forma en que se movía el alienígena; era el primer hwarhath sin coordinación que conocía.

—Mats ha olvidado presentarse —aclaró Nicholas—. Es Eh Matsehar. Es un adelantado, lo que significa que su graduación es superior a la mía, y ha sido temporalmente asignado al personal del general, sobre todo para que pueda estudiar a los humanos. La mayor parte del tiempo trabaja en el Cuerpo de Arte. Es el mejor dramaturgo de la actual generación.

—El mejor dramaturgo masculino —especificó Eh Matsehar—. Amit Asharil es muy buena, probablemente tan buena como yo, aunque en realidad el trabajo de hombres y mujeres no es comparable.

—Manzanas y naranjas —comentó Nicholas en tono cordial.

—Conozco la expresión —señaló el alienígena—. Son dos clases de fruta que crecen en tu planeta madre, y por alguna razón que no acabo de comprender, no se pueden comparar.

—Ajá —repuso Nicholas.

—Y usted —el hwarhaht inclinó la cabeza y miró de reojo— es Pérez Anna, la última víctima de Nicky.

—¿Qué?

—Podemos hablar de eso en otro momento —sugirió Nicholas.

—¿Por qué no ahora? —insistió Eh Matsehar.

—No sé quién está escuchando.

—¿Aquí fuera? —El alienígena miró a su alrededor—. Imagino que nadie. ¿Qué pueden oír? Chismorreos.

—Tal vez —respondió Nicholas.

Habían recorrido una serie de pasillos, casi todos idénticos: paredes desnudas y moqueta de trama apretada, todo (como de costumbre) gris. El aire era fresco, casi frío. Olía a metal y a alienígenas. Pasaron unos hwarhath junto a ellos, no tantos como el día anterior. ¿La delegación de humanos había llegado con el cambio de turno? ¿Los hwarhath organizaban su trabajo por turnos?

Llegaron a un pasillo custodiado por dos soldados armados con rifles.

—Ésta es la estación de Conferencia-con-el-Enemigo —anunció Nicholas—. Eso significa su nombre; y éste es el sector Conferencia-con-el-Enemigo de la estación. A partir de aquí te acompañará Matsehar. Tengo que ocuparme de otros asuntos.

Anna se fue con el alienígena. Éste la condujo hasta una sala ocupada por los miembros del equipo de negociación de los humanos y la dejó allí. El jefe de seguridad —un hombre delgado y oscuro, vestido de paisano y con un corte de pelo de paisano— dijo:

—¿Todo ha ido bien? —Tenía un melodioso acento caribeño. El capitán Mclntosh.

—Estupendo. He conocido a algunas de las mujeres.

—¿Ah, sí? —preguntó el asistente del embajador—. ¿Es más fácil tratar con ellas que con los hombres?

—Creo que no —respondió Anna.

El asistente del embajador frunció el ceño.

—No estoy seguro de querer oír eso, Anna. Verá la reunión desde aquí. No podríamos hacerles ceder en ese aspecto. No quieren que esté presente en la misma sala de la reunión, aunque nos pidieron que la trajéramos.

A Anna le pareció bien.

Los demás salieron en fila. La puerta se cerró tras ellos y Anna miró a su alrededor: otra habitación gris con moqueta. Había una silla frente a una pared desnuda. Como de costumbre, la silla era grande, baja y mullida. Se sentó y la pared desapareció. Vio otra habitación, más grande que la que ella ocupaba, con dos filas de sillas, idénticas —por lo que pudo ver— a la suya. Llegaban hasta la mitad de la sala y estaban colocadas una frente a otra. Aparte de las sillas, la nueva habitación estaba vacía. Las paredes eran del color habitual, desnudas y sin ventanas.

Qué raro, pensó mientras se acomodaba. El Pueblo parecía ir y venir entre un tipo de diseño funcional realmente triste y la clase de muebles que había visto en los aposentos de las mujeres: ricos, ornamentados, de bella factura. ¿Se trataba sólo de una diferencia entre lo masculino y lo femenino? ¿Los hombres estaban condenados al gris acorazado, mientras que las mujeres vivían entre alfombras, tapices y maderas de brillo nacarado?

La gente empezó a entrar en la habitación grande, el holograma: primero los humanos, que entraron por una puerta que ella no podía ver y ocuparon una fila de sillas. Cuando estuvieron todos instalados, esperaron. Todo aquello había sido hablado y acordado: cómo entrarían y dónde se sentarían.

Los hwarhath entraron por el otro lado. Se habían puesto el uniforme de guerrero espacial. Las botas, altas, negras y brillantes, tenían un aspecto realmente poderoso, arrogante, militar. Eran mucho más impresionantes que las sandalias.

El primer hombre que apareció ante su vista era notablemente más bajo que quienes le seguían. Giró en un extremo de la segunda fila de asientos y caminó hasta la silla central; luego se detuvo y se quedó de pie frente a los humanos: un individuo achaparrado, de pecho ancho. Iba muy erguido, como los demás; Anna nunca había visto a un hwarhath encorvado. Y tenía la habitual facilidad de movimientos y el porte de los alienígenas, y algo más. ¿Qué era?, se preguntó Anna. ¿Confianza? ¿Definición? ¿Era ésa la palabra adecuada? La cualidad de ser definido. Los otros hwarhath se acomodaron a ambos lados de él. Anna reconoció a Hai Atala Vaihar, que se colocó exactamente a la izquierda del hombre bajo y un poco por detrás. Los hwarhath se situaron muy cerca de la fila de sillas, asegurándose de que el hombre achaparrado quedara delante, solo.

El hombre miró brevemente de lado para cerciorarse de que sus hombres estaban en posición, luego echó un vistazo al embajador humano y asintió. Todos se sentaron, alienígenas y humanos, y comenzaron las presentaciones.

El hombre bajo era el Defensor-de-la-Hoguera-con-el-Honor-en-Primer-Término, Ettin Gwarha. El general de Nick inclinaba la cabeza ligeramente hacia donde se encontraba Hai Atala Vaihar, el encargado de la traducción, pero por lo demás se mantenía erguido, mirando a los humanos con serenidad, o tal vez indiferencia. Cuando por fin habló, en el lenguaje alienígena, ella reconoció su voz: profunda y suave, un tanto áspera. No dio muestras de comprender el inglés, aunque a esas alturas todos sabían que lo comprendía.

Tras las presentaciones llegaron los discursos.

Tal vez ella no era la persona adecuada para aquel trabajo. No tenía mucho aguante para aquello. Al menos no estaba en la sala de reuniones. Podía moverse y pensar en algo más interesante. En los micrófonos ocultos en su equipaje, en la decoración de interiores de los alienígenas, en el promedio de hijos que daban a luz los hwarhath. Resultaba curioso que hubiera sido capaz de observar las criaturas de la bahía durante horas sin aburrirse ni impacientarse. Tal vez porque, por lo que sabía, no decían falsedades. Estaban realmente atrapadas entre el temor y el deseo de aparearse. Realmente querían tranquilizarse unas a otras.

¡Dios, echaba de menos aquel sitio! No había vuelto desde que el servicio de información militar la había obligado a marcharse del planeta. Cerró los ojos durante un instante y se imaginó otra vez con el pobre y viejo Mark, que aún yacía —por lo que ella sabía— en el fondo de alguna trinchera submarina; el cielo azul por encima de su cabeza; las colinas doradas a su alrededor; el agua límpida de la bahía llena de seudosifonóforos y la luz exacta para que los cuerpos transparentes resultaran visibles.

La reunión duró cuatro horas. Finalmente se levantaron todos y salieron en fila de la forma convenida. El holograma se desvaneció. La puerta de su habitación se abrió. Allí estaba Eh Matsehar, de pie.

—¿Por qué no estaba allí? —preguntó Anna, señalando la pared que había quedado en blanco.

—Lo mío no son las negociaciones. Estoy aquí para observar y tratar de comprender. Si me acompaña, Pérez Anna, la llevaré al lugar donde sus compañeros van a comer y hablar al mismo tiempo. Nicky me dice que ésa es una práctica común, casi universal entre los humanos; y he leído acerca de ello en sus obras. Por ejemplo, la escena del banquete de Macbetb.

Bajaron juntos por el pasillo hasta otra habitación. Aquella estación era como un laberinto o una galería de espejos.

Se abrió otra puerta. Eh Matsehar anunció:

—Volveré a buscarla dentro de medio ikun. Dentro de algo más de dos horas según su forma de medir el tiempo.

—¿Ha leído Macbeth? —le preguntó.

—Sí. El original, y la traducción de Nicky. Pensé que podría hacer algo con ello. La heterosexualidad no hace al caso. Puedo convertir a la mujer, a esa maravillosa y terrible mujer, en madre o en hermana. En cuanto al resto, la historia habla de la ambición y la violencia, que son temas decentes que no perturbarán al público.

»Pero no he logrado hacer nada todavía. Tal vez lo haga cuando conozca mejor a su gente. —Hizo una pausa y añadió—: “¿Podrá lavar la sangre todo el gran océano de Neptuno? ¿Limpiarla de mi mano? No, nunca; antes mi mano teñiría de rojo todos los mares infinitos tornando el verde en escarlata.” Eso es escribir bien. —Señaló la puerta. Anna entró.

La sala estaba llena de colegas suyos que ya se habían instalado alrededor de una mesa larga y demasiado baja. Las sillas también eran bajas. El embajador, un hombre corpulento del Sureste Asiático, se irguió con dificultad y dijo:

—Miembro Pérez, acérquese, por favor. Necesito saber cosas sobre las mujeres alienígenas.

Anna se sentó entre él y el asistente del embajador, que era tan alto como Nicholas y estaba incómodamente doblado en su silla.

Sten y Charlie. Les habló del encuentro con las mujeres de Ettin mientras comían sucedáneo de pato con toronjil.

Cuando terminó, Charlie dejó los palillos sobre el cuenco y se arrellanó.

—Nicholas Sanders está aquí. Me pregunto por qué no lo emplean en las negociaciones.

—¿Tiene eso importancia? —preguntó ella.

—En realidad, no podría decirlo. No voy a preocuparme por eso. Usted sabe por experiencia propia de lo que ha servida preocuparse por Sanders. Si el servicio de información no se hubiera inmiscuido, a estas alturas podríamos haber llegado a un acuerdo; y deberíamos estarle agradecidos. Estoy casi seguro de que a él se debe que tengamos una cocina que se puede usar. Todo rotulado en inglés, con instrucciones abundantes y claras. Tal vez el hombre tendría que haberse dedicado a ser escritor técnico.

—¿Qué debo hacer a continuación? —preguntó Anna.

—Exactamente lo que está haciendo. Hablar con las mujeres alienígenas. Hablar con Nicholas Sanders. Informarnos. En algún momento, supongo, empezaremos a entender por qué los alienígenas solicitaron que viniera usted y qué papel juegan en las negociaciones estas mujeres de asombrosa voz.

—Lo que me preocupa —comentó Sten— es lo que dijo el hombre acerca de que esta estación se construyó para estas negociaciones. ¿Eso es posible, capitán Mclntosh? ¿Nosotros podríamos hacerlo?

—No lo sé, y si lo supiera sería información secreta. —Hizo una breve pausa—. Si es verdad, es un logro impresionante. Creo que puedo afirmarlo, y también… me cuesta creer que la mayor parte de la estación esté vacía. Si yo dispusiera de un espacio como éste, encontraría la forma de utilizarlo.

Sten pareció preocupado.

—Evitemos las especulaciones —dijo Charlie—. Lo que los hwarhath hacen con su estación y su espacio no es asunto nuestro.

Anna se retiró al terminar de comer, después del flan y del fuerte café asiático mezclado con azúcar y leche condensada.

Eh Matsehar estaba de pie en el pasillo. Parecía tan sereno y paciente como cualquier otro hwar. Sólo cuando se movió, Anna volvió a notar su torpeza, impropia de un hwar. Regresaron al otro extremo de la estación.

A mitad de camino, Anna preguntó:

—¿A qué se refería cuando dijo que yo era la última víctima de Nicky?

—Si él no quiere que hable en los pasillos, no lo haré —respondió el alienígena—. Aunque opino que se equivoca. No comprende las reglas del espionaje. Todo tiene sus reglas, aunque ustedes, los humanos, no parecen comprenderlo. Eso debe de hacerles la vida muy difícil.

Se separó de ella al llegar a la alta puerta doble. Anna entró y fue hasta sus aposentos por el enorme pasillo cubierto de tapices.

Nicholas estaba en la habitación principal, hablando con un alienígena. Levantó la vista en cuanto ella entró.

—Anna, éste es el jefe de seguridad del general. Le gustaría registrarte para ver si llevas algún dispositivo de vigilancia, con tu permiso, por supuesto.

Ella asintió.

Nicholas habló mientras el alienígena alzaba una mano. En ella sostenía algo parecido a una pistola plateada, cuyo cañón se ensanchaba como los de los antiguos trabucos. La hilera de luces de su parte superior parpadeó suavemente. Recorrió con el arma el cuerpo de Anna, sin tocarla en ningún momento ni levantar la cabeza lo suficiente para que sus miradas se cruzaran. El artilugio sonó un par de veces. Las luces de la parte superior parpadearon más intensa y más rápidamente.

Un espectáculo maravilloso, pensó Anna. ¿Pero qué estaba ocurriendo?

—¿Podrías darle tu cinturón? ¿Y tus zapatos? Tienen micrófonos ocultos.

Anna se quitó el cinturón y los zapatos y se los tendió.

Nick y el alienígena intercambiaron algunas palabras más. Este último era de la misma estatura que el general, más bajo incluso, con el pecho en forma de barril, y los brazos y piernas cortos, gruesos y potentes. Una cresta de pelo más largo y oscuro muy característica recorría su cabeza y le bajaba por la espalda.

Finalmente el alienígena se volvió hacia ella y habló, manteniendo la vista baja.

—Te da las gracias por tu consideración y cooperación. Ahora tus aposentos están seguros.

—Estupendo.

El alienígena se marchó llevándose los zapatos y el cinturón de Anna.

Cuando la puerta se cerró tras él, Nicholas dijo:

—¿Recuerdas al guardián que tenía la última vez que nos vimos? ¿El chico?

—El que fue asesinado.

Asintió.

—Se llamaba Gwa Hattin. El individuo que acaba de salir es su hermano mayor, Gwa Hu. Cada vez que oigo ese nombre pienso en el antiguo grito de guerra norteamericano.

Ella lo miró con desconcierto.

Wahoo —dijo él con una sonrisa—. Los Gwa han sido aliados de los Ettin durante más de tres siglos, e intercambias material genético con regularidad. El linaje menor del general, su linaje masculino, es Gwa. Habitualmente tiene uno o dos hombres de Gwa entre su personal.

—Me estás diciendo que el servicio de información militar mató a uno de los parientes de Ettin Gwarha.

—Sí. El adelantado te ha quitado la bolsa, el tubo de pasta dentífrica y el ordenador. Te los devolverán lo más pronto posible. Lo del ordenador puede tardar un poco. El mejor lugar para ocultar un árbol es un bosque.

—¿Había un micrófono oculto en mi pasta dentífrica?

Nicholas sonrió.

—Parece ser que sí. Si necesitas un ordenador, puedo proporcionarte uno, un modelo humano; y si te gustan los juegos, tengo uno de aventuras realmente fantástico. Es el único que he sido capaz de soportar.

Ella asintió.

—De acuerdo.

—Ahora bien —Nicholas hizo una pausa y miró a su alrededor—, el general ha decidido que yo sea tu enlace. En realidad no queda otra alternativa. Evidentemente, no hay mujeres entre el personal, y yo soy la única persona que puede tener alguna relación contigo, por remota que sea. Él ha dicho a los otros principales que nosotros provenimos de regiones cercanas que a menudo han intercambiado material genético. Kansas e Illinois. Como Gwa y Ettin. Eso me da derecho a venir aquí. Si quieres, puedo cambiar la puerta para que sólo puedas abrirla tú; pero habrá ocasiones, como hoy, en las que será conveniente que pueda entrar.

Anna se encogió de hombros. —Deja la puerta como está. Él asintió.

—La gente de tu equipo quiere que vuelvas a la hora de la cena. A las mujeres de Ettin les gustaría hablar contigo mañana. Te conseguiré el ordenador y el juego. Tendría que haber estudiado administración hotelera en la escuela, además de todas esas clases de idiomas.

Se marchó. Ella se dio una ducha y luego cogió una botella de vino de la cocina.

Muy bien, pensó mientras se sentaba y apoyaba los pies en una de las mesas nacaradas. ¿Qué preguntas iba a hacerle a Nicholas ahora que sus aposentos eran seguros? Elaboró una lista, empezando por la observación de Eh Matsehar.

IV

En la antesala del general brillaba la luz que indicaba que estaba ocupado.

Esperé allí, paseándome de un lado a otro, hasta que Vaihar salió y el general me indicó que entrara.

El holograma aún mostraba la playa de arena gris verdosa. Las olas que rompían en ella eran ahora más altas y turbulentas. El cielo era más oscuro y no había animales volando al viento. Amenazaba tormenta.

—Siéntate —me dijo el general—. Y deja de moverte. ¿Qué ocurre?

—Gwa Hu se presentó en los aposentos de Anna. Encontró ocho dispositivos de vigilancia.

El general mostró una amplia sonrisa.

—Sólo cinco son humanos, Primer Defensor. Los otros tres fueron colocados por el Pueblo.

Lanzó un silbido.

—Son de lo más nuevo. Ninguna persona corriente podría haberlo conseguido.

A’atseh Lugala Tsu —comentó.

—Casi seguro.

Dejó caer el estilete que tenía en la mano. Éste rebotó y cayó de la mesa.

Me puse de pie, lo recogí y se lo entregué.

—Ese estúpido jamás ha pertenecido al frente. Los Lugala tendrían que haber encontrado a otro a quien hacer avanzar. Un linaje de esa talla debería tener algún miembro masculino competente. Pero mis tías siempre me han dicho que las mujeres de Lugala… —Se interrumpió para no decir algo descortés y me miró con expresión airada—. Ése es el efecto de la humanidad. Sabemos que los humanos están ahí fuera. Sabemos que viven sin reglas, y que la Diosa no los destruye. Saber eso nos asusta y nos lleva a plantear preguntas. Ahora vemos los resultados.

—¿Volverás a tirar el estilete? Si no, me sentaré.

Señaló la silla con la cabeza.

—No estás de acuerdo.

Estiré las piernas y las crucé; me tomé un momento para respirar profundamente y exhalar el aire. No es bueno que los dos nos enfademos al mismo tiempo.

—Esto tiene mucho más que ver con la ambición masculina de los hwarhath que con la humanidad, y con la estupidez. Nunca has pensado que Lugala fuera especialmente brillante, y ahora sabemos que su jefe de seguridad es tan estúpido como él. El jefe debería haber sabido que sus dispositivos aparecerían si se llevaba a cabo un registro a fondo de la habitación. Aunque no aparecieron en el monitor de seguridad. Gwa Hu dijo que los encontró porque su equipo estaba actuando de una forma un tanto extraña después de descubrir y quitar los micrófonos de los humanos, de modo que siguió buscando.

»Le dije, le pedí al adelantado Gwa que hablara con tus tías, Sus aposentos también deberían ser registrados.

El general guardó un instante de silencio. Luego añadió:

—Recuerdo cuando se anunció que habíamos descubierto otras personas que podían hacer viajes interestelares y que nos habían disparado. Algunos de mis tíos estaban en casa. Recuerdo el regocijo del momento. Finalmente teníamos un enemigo, después de un siglo de búsqueda. ¡Nuestros problemas estaban resueltos! Tendríamos que haber recordado que la Diosa tiene un curioso sentido del humor.

—¿Significa eso que lamentas que el Pueblo se haya encontrado con la humanidad?

—¿Tú nunca lo has lamentado? —preguntó.

—No. Jamás. Si nuestras dos especies no se hubieran encontrado, lo que yo estaría haciendo, fuera lo que fuese, sería menos interesante que lo que hago ahora.

»Y no me gustaría haber perdido la oportunidad de conocerte, Ettin Gwarha.

[Ja.]


Del diario de Sanders Nicholas, etc.

V

Pasó la tarde con sus colegas, en parte hablando de asuntos profesionales y en parte dedicada al lento proceso de conocerlos. Sten le habló de su jardín, que se encontraba en Gotland, una isla del Báltico, y que ahora estaba a cargo de su esposa. Ella no tenía mano para la jardinería, y no estaba segura de lo que encontraría cuando llegara a casa.

El embajador —Charlie— habló de la anterior ronda de conversaciones con los alienígenas, y de la opinión que le merecía el general.

—Un hombre inteligente, me parece, aunque raro. Sin duda en términos humanos y también, sospecho, en términos de cultura de los alienígenas. ¿Qué clase de persona desarrolla una relación sexual con un miembro de otra especie? Una especie con la que la suya está en guerra. Aunque sin duda en Nicholas Sanders ha encontrado una herramienta valiosa.

Anna terminó hablando con el capitán Mclntosh, cuya pasión era el criquet y saber quién perdía los partidos internacionales.

—Las cosas a las que renunciamos, miembro Pérez, con el fin de servir a la humanidad y de tener una carrera. Por supuesto, si yo hubiera sido lo suficientemente bueno para el criquet, no estaría aquí.

Finalmente Anna se cansó. El capitán la escoltó hasta la entrada de los aposentos de los humanos. Allí la esperaba Nicholas, que hablaba con uno de los guardias alienígenas. Se volvió, la vio y sonrió y luego vio al capitán. La expresión de su rostro cambió y se volvió distante.

—Portador Sanders —lo saludó el capitán, al tiempo que extendía una mano.

Nicholas pareció sorprendido y respondió al saludo.

—Soy Cyprian Mclntosh. Mac para la mayoría. Cyprian me parece un poco cargante. ¡Las cosas que los padres hacen a sus hijos! Aunque, como le estaba contando a la miembro Pérez, siempre estaré agradecido a mi padre por haberme regalado mi primer bate de criquet. Eso compensa lo de Cyprian. Buenas noches, miembro. Portador… —El capitán saludó con la cabeza y volvió a entrar.

Nicholas lo observó con expresión pensativa.

—Militar —dijo finalmente—. ¿De qué ejército?

—Del ejército regular, supongo.

—¿Entonces por qué no lleva el corte de pelo reglamentario?

—No sé. ¿Quieres que lo averigüe?

Él se encogió de hombros. Regresaron a los aposentos de las mujeres en silencio.

En su habitación se veía otra vez el holograma. Se quedó dormida mirando las estrellas y, al igual que el día anterior, se despertó con el olor del beicon cocinado.

Se puso un vestido: largo hasta los pies y de algodón, con un estampado tradicional africano amarillo, azul y castaño. Un par de pendientes de coral y plata, otro regalo de su madre; ninguna otra joya. Entró en la habitación principal, donde encontró el desayuno y a Nicholas en una silla, con un tazón de café en la mesa, junto a él.

La observó y asintió.

—Fantástico. Las mujeres de Ettin lo aprobarán. Es posible que se me haya achicharrado el beicon, a pesar de que he estado practicando, sobre todo porque su aroma me trae a la memoria recuerdos muy intensos. Cuando era niño, todos los domingos tomábamos beicon en el desayuno. Ya no me gusta mucho ese sabor.

Anna se sentó. El beicon tenía muy buen aspecto. También había tostadas y algo cuadrado y de color amarillo muy intenso. ¿A qué se parecía? A pan de maíz sin levar. Tomó un bocado. Sabía a cartón. Más alimento humano.

—Hay algo que quiero preguntarte.

—¿Sí? —dijo él con cautela. Era el Hombre Al Que No le Gusta Responder Preguntas.

—¿Cómo se supone que debo llamarte? He optado por Nicholas porque en realidad no te conozco muy bien; pero al parecer todos los alienígenas te llaman Nicky.

—Los que has conocido son todos amigos míos. No doy permiso a muchos para llamarme Nicky y sólo unos cuantos lo hacen sin mi permiso. Nick está bien, o Nicholas. —Sonrió—. Supe que empezabas a ponerte de nuestra parte cuando me llamaste Nick en aquella habitación del sótano del recinto; no lo habías hecho con anterioridad; y fue casi el último pensamiento racional que tuve durante un tiempo: «Tal vez este estúpido y espantoso plan acabe fracasando.»

—No me he puesto de vuestra parte, Nick.

—No he utilizado las palabras adecuadas. Supe que sentías cierta simpatía por mí, y eso me dio ciertas esperanzas. ¿Así está mejor?

—Sí.

Ella empezó a comer. El se bebió el café en silencio. Luego salieron para reunirse con las mujeres de Ettin.

La sala de reuniones se encontraba en los aposentos de las mujeres. De las paredes colgaban tapices y la mayor parte del suelo estaba cubierto por una enorme alfombra de color carmesí. Los muebles eran como todos. Las sillas estaban tapizadas con ricos brocados oscuros. Las mesas bajas eran de una madera azul tan oscura como el índigo.

Esta vez había cuatro mujeres, las cuatro de pie en medio de la habitación. Como en la ocasión anterior, iban vestidas con túnicas sin mangas.

—Tú eres la principal —le dijo Nicholas en voz baja—. Asegúrate de estar siempre un poco por delante de mí. Perfecto. Ahora, detente.

Anna se paró. Las mujeres se volvieron hacia ella. Nicholas hizo las presentaciones.

Había conocido a dos de ellas con anterioridad: Ettin Per y Ettin Sai. Ahora, en comparación con otros hwarhath, veía lo grandes que eran: altas, de huesos grandes, hombros anchos y torso robusto. Sus túnicas se parecían, todas de piezas de brocado rojo oscuro sujetas con finas cadenas de plata. Per saludó con voz cavernosa en el idioma de los alienígenas. Sai le dio los buenos días en inglés.

La tercera mujer era mucho más menuda. Al lado de las Ettin parecía casi delgada. Su pelaje era negro y las piezas de su túnica, grises y plateadas, mostraban un diseño de hojas y flores.

—Tsai Ama Ul —anunció Nicholas—. Está especializada en teoría social, sobre todo en las teorías acerca de cómo el Pueblo desarrolló la cultura que ahora posee. Cuando descubrieron la humanidad, se dieron cuenta… algunos miembros del Pueblo se dieron cuenta… de que existe más de una forma de ser.

La mujer habló brevemente. Su voz era aguda, de contralto.

—La mujer de Tsai Ama dice que esta reunión es muy oportuna. Espera ansiosamente aprender cosas.

La última mujer era la más baja y la más corpulenta. Casi gorda, pensó Anna. Las piezas de su túnica estaban cubiertas de bordados: animales retorcidos de color verde, dorado, plateado y azul. Las cadenas que conectaban las distintas piezas eran de varios colores: eslabones de oro o plata que alternaban con otros esmaltados en verde o azul.

El atuendo era impresionante, pero nada bonito. Demasiados colores, demasiado metal brillante, demasiada opulencia.

—Lugala Minti —dijo Nicholas en voz muy suave—. Es la mujer más importante de los Lugala. Creo que es una evaluación justa.

—Sí —dijo Ettin Sai con su voz profunda y serena.

—Su hijo Lugala Tsu es un principal, el único principal de esta estación aparte de Ettin Gwarha. Una mujer muy importante con un hijo importante. TrAtala con respeto, Anna. Con los Lugala no se juega.

—Sí —volvió a decir Ettin Sai.

La mujer gorda habló. Su voz era tan profunda como la de Ettin Per.

—La mujer de Lugala dice que eres bienvenida. Esta reunión es importante. El destino de muchas familias podría depender de lo que ocurra en esta estación.

Vaya, pensó Anna. No quería asumir ese tipo de responsabilidad.

Se sentaron y Nicholas se acomodó junto a ella. Seguramente la habitación había sido dispuesta para aquella reunión y los muebles colocados de manera tal que las mujeres estuvieran en círculo, en sus enormes sillas, una frente a otra, mientras el hombre se acomodaba en una silla más pequeña, más atrás, no exactamente en el círculo.

Ettin Per habló en primer lugar.

—La mujer de Ettin dice: «Nosotras no espiamos ni escuchamos como hacen los hombres. Pero esta reunión, como dice la mujer de Lugala, es importante. Por eso nos gustaría tener tu autorización para grabarla abierta y honestamente.»

Anna miró a Nicholas. Él dijo algo en la lengua de los alienígenas.

Ettin Per le respondió.

—Los hwarhath te darán una copia de la grabación, junto con el equipo para pasarla. Adelante, Anna. A tu gente le interesará.

Anna vaciló y finalmente asintió.

La mujer menuda —Tsai Ama Ul— habló a continuación.

Cuando concluyó, Nicholas tradujo:

—Hemos aprendido muchas cosas sobre las mujeres humanas gracias a la información que conseguimos y gracias a Sanders Nicholas. Pero es información incompleta, y Nicholas es un hombre. Queríamos ver por nosotras mismas cómo es una mujer humana. Queríamos descubrir qué se siente siendo una mujer entre los tuyos.

Lugala Minti la interrumpió y habló con retumbante voz.

—La mujer de Lugala quiere saber cómo os habéis mezclado tanto. Sin duda comprendéis lo peligroso que resulta tener hombres en casa, salvo durante una breve visita. ¿Cómo podéis permitir que la gente se entrene en la violencia cerca de vuestros niños? ¿Cómo podéis permitir que personas capaces de asesinar y violar vivan en vuestras casas día tras día y año tras año? Sin duda os dais cuenta de que algo terrible ocurrirá tarde o temprano. Perdón, he cometido un error, Anna. La palabra no es «asesinar». Es «matar intencionadamente a otra persona», aunque eso no es necesariamente un crimen. El contenido moral del acto depende de las circunstancias. Casi nunca es malo matar a un enemigo masculino. Suele ser malo matar a un individuo de sexo masculino que sea pariente o aliado. Lo mismo se aplica a la palabra que he traducido como «violar». Ésa significa «practicar el sexo con violencia y sin el consentimiento de la otra persona», pero no es invariablemente un acto criminal; a menos, por supuesto, que la víctima sea una mujer o un niño.

Anna intentó explicar que la mayoría de los hombres eran inofensivos. Las mujeres alienígenas no parecieron convencidas, aunque en realidad no estaba segura de lo que ocurría detrás de aquellos anchos rostros cubiertos de pelaje.

—No —le dijo Ettin Sai finalmente, en inglés—. No puede ser correcto. Sabemos… hemos experimentado… —Se interrumpió y siguió hablando en su lengua; luego Nick tradujo.

—Hemos experimentado la violencia de los humanos. Tu gente no es inofensiva, Pérez Anna. Dos de mis hermanos se encontraban en una nave que fue volada por los humanos, y mi hermana Aptsi perdió a un hijo. Los hombres de tu especie pueden matar como matan los hombres del Pueblo. Pero vosotros no habéis sido capaces de separar la violencia de todo lo demás, como hemos hecho nosotros, al menos en gran medida. Vosotros no tenéis lugares seguros. Vuestros hijos deben crecer dominados por el miedo. Vuestras mujeres deben vivir dominadas por el miedo, a menos que sean como vuestros hombres. ¿Y quién se ocupa de criar a los niños?

Lugala Minti habló en voz alta.

—La mujer de Lugala dice que los humanos son horribles y perversos, una vergüenza para cualquier otra especie inteligente y un insulto a la Diosa, alabado sea su nombre. Y oye, Anna, ni siquiera hemos asumido los hábitos sexuales de la humanidad.

—Sí —dijo Ettin Sai en inglés.

Tsai Ama Ul volvió a hablar.

—Esto no es cortés, dice la mujer de Tsai Ama, y no conduce al conocimiento. No debemos pedir a Pérez Anna que defienda a los suyos como si fueran criminales. Háblanos de tu infancia. Cuéntanos cómo es ser criada como mujer entre los humanos.

Así lo hizo. Las mujeres formularon preguntas. ¿Cómo era tener un padre en la casa? ¿Cómo se llevaba con él y con su hermano? ¿Su padre la amenazaba? ¿Era violento?

Era un historiador afable, cuyo único crimen como padre era su incapacidad para prestar atención al siglo en que vivía. El XIV le resultaba mucho más interesante, aunque existían semejanzas entre ambos: plagas terribles, una sociedad que se derrumba y un vasto universo que empezaba a ser visible; el mundo entero esperaba la llegada de exploradores y los cielos estaban a punto de abrirse para los astrónomos.

—Indiferencia —dijo Ettin Sai—. Eso no es bueno. Pero hay mujeres que no se interesan por sus hijos. En una familia grande, eso no tiene importancia. En una casa grande siempre hay madres suficientes.

¿Por qué los seres humanos tenían familias tan minúsculas? ¿No se sentía sola sin una multitud de primos? ¿No se sentía apretujada en un puñado de habitaciones?

No, les dijo. Era lo corriente, la vida que conocía. No se había sentido sola. El apartamento de su familia resultaba espacioso. Después de todo, sus padres eran profesionales y habían ganado mucho dinero.

Las mujeres escuchaban con expresión grave, pero Anna no captó ninguna señal de que comprendieran. Las preguntas continuaron. ¿Cómo era vivir entre infinidad de personas que no estaban conectadas por linajes sino separadas? Familias diminutas como olas que rompen y desaparecen sin dejar nada detrás salvo un espacio vacío en el que otra ola —otra familia— puede formarse.

¡Nueve mil millones de personas! ¡Era incomprensible! Y la mitad de ellos hombres, siempre presentes. Las calles de las ciudades, de ciudades espantosamente enormes, llenas de violencia masculina. ¿Cómo era para la mujer de Pérez caminar entre hombres con los que no tenía relación? Y sin ninguna protección, si lo que Nicholas les había contado era cierto.

Se sorprendió diciendo la verdad. Podía resultar atemorizante caminar por Chicago, sobre todo por las zonas donde vivía la gente pobre. La pobreza enfurecía a la gente, y los hombres furiosos resultaban peligrosos, sobre todo si no tenían nada que perder.

Cuando concluyó, se hizo silencio. Luego Ettin Per habló.

—Sois demasiada gente. No hay suficiente para todos, y como estáis divididos no podéis compartir lo que hay de una manera decente. Pero aunque lo compartierais, no habría suficiente para todos. De eso se trata, Anna. El discurso sobre los males de la heterosexualidad.

Tsai Ama Ul se inclinó hacia delante y habló.

—Dice que tal vez te estés cansando, aunque no sabe cuáles son los síntomas de la fatiga entre los humanos. Sin embargo, todos somos de carne y hueso, dice la mujer de Tsai Ama.

Anna miró su cronómetro. Habían pasado tres horas. Se sentía como si hubiera perdido una pelea.

Ettin Tsai habló.

—Ha terminado. Gracias, Pérez Anna.

Salieron. Una vez fuera de la sala de reuniones, Nicholas lanzó un suspiro.

—¡Caray! Lo has hecho muy bien, Anna; y yo estoy agotado.

Regresaron a los aposentos de Anna. El apoyó la palma de la mano en la puerta y, mientras ésta se abría, la miró atentamente.

—Pareces cansada. ¿Por qué no te acuestas? Si más tarde quieres ir a alguna parte, llámame.

Aquello equivalía a una despedida. Él necesitaba ir a algún otro sitio, seguramente con su general.

El holograma de la habitación mostraba un cielo verde lleno de cúmulos enormes. Formaban algo parecido a un paisaje: montañas blancas y valles sombríos de color gris verdoso, llanuras angulosas, fallas y laderas onduladas pobladas de árboles. Se quedó tendida sobre la cama, demasiado cansada para pensar. Por encima de su cabeza las nubes cambiaban de forma. Las montañas se aplastaban formando llanuras o se dividían creando valles. Los valles se cerraban. Las colinas bajas se elevaban y se convertían en picos elevados. Nada permanecía igual.

Por la noche fue a los aposentos de los humanos e informó de la reunión.

—No le encuentro sentido a esta cultura —comentó Sten—. ¿Quién tiene el mando? ¿Los hombres o las mujeres? ¿Y qué significa esta obsesión con la violencia?

—Por la forma en que hablaron las mujeres, su población debe de ser considerablemente menor que la nuestra —comentó el capitán Mclntosh—. Eso podría resultar una desventaja para ellos. Aunque Jah sabe que nuestra población no es particularmente ninguna ventaja.

—Nos encontramos en una estación enemiga —dijo Etienne con nerviosismo—. ¿Estamos seguros de que ellos no pueden oírnos?

—Sí —respondió el capitán Mclntosh.

—Continuemos las negociaciones de buena fe. Sabemos exactamente lo útil que ha resultado subestimar a los hwarhath y conspirar contra ellos.

VI

En el despacho del general había un nuevo holograma: una llanura cubierta de nieve. En la distancia se veía una cadena de montañas pequeñas y puntiagudas, probablemente la pared de un cráter. Por encima de las montañas, el cielo estaba casi totalmente cubierto por un planeta: un gigante de gas amarillo, con anillos y media docena de lunas que resultaban visibles por las sombras que proyectaban sobre el planeta. El cielo —lo poco que pude ver— era azul oscuro, lo que significaba que había alguna clase de atmósfera.

Una serie de huellas cruzaban la nieve, que empezaba donde se acababa la moqueta del general, y atravesaban la llanura en diagonal hasta perderse en la distancia. Las huellas habían sido dejadas por un solo par de botas enormes.

—¿No estarás intentando colonizar eso? —le pregunté.

—No. Lo más probable es que se tratara de una estación de observación, o tal vez haya habido un único aterrizaje.

Hice un gesto de asentimiento y me senté.

—Bien. —Cogió su estilete—. Pérez Anna se reúne con las mujeres una sola vez, y los humanos ya han aprendido algo de valor estratégico.

—Sólo lo de la población —dije.

—Sí. No sé hasta qué punto podemos controlar esto, y no sé si es prudente utilizarte como traductor. ¿Por qué le has explicado el significado exacto de las palabras que has traducido como «violar» y «asesinar»? Al ver la grabación, he pensado que ibas a decirle a la mujer de Pérez que no matamos a mujeres y niños.

—Ayudé a escribir el primer diccionario de tu lengua, y esas definiciones figuraban en él. No le estaba diciendo a Anna nada que los humanos no sepan.

Bajé la vista brevemente y volví a levantarla, mirando al general a los ojos.

—La lengua es mi única gran habilidad. Me gustaría utilizarla honestamente. En la medida de lo posible, voy a ser claro. —Estaba utilizando la lengua hwarhath principal. La primera acepción de la palabra es «transparente»—. Si esto supone un problema, puedes despedirme. ¿Pero cómo podrás negociar de una forma seria si las líneas de comunicación están enredadas?

Él hizo un débil ruido de disgusto y dejó el estilete.

—Anoche estuve con Lugala Tsu. Nunca ha sabido beber. Es otra de las razones por las que su linaje no debería haber sido promovido. No repetiré todo cuanto dijo. Hacia el final resultaba incoherente. Pero surgieron dos cosas importantes.

»Abriga la esperanza de que por fin haya llegado el momento en que yo falle en algo. Espera que cometa un error grave en esta ronda de negociaciones.

»Y además —volvió a coger el estilete y lo hizo girar entre sus dedos—, hizo la sugerencia, insinuó la posibilidad de que tú no eres totalmente de fiar. Algunos de los hombres que estaban con él se encontraban lo suficientemente sobrios para darse cuenta de lo que ocurría. ¡Ja! ¡Tendrías que haber visto sus caras! Pero no sabían cómo hacerlo callar. Eso es lo que ocurre cuando uno elige a su personal como lo hizo él.

Ya había oído hablar al general sobre aquel tema. La belleza está muy bien, y no perjudica tener en cuenta el linaje de un hombre, pero éstos no deberían ser los únicos criterios a considerar.

—¿A quién escogiste?—pregunté. —A Hai Atala Vaihar.

La elección perfecta. Vaihar bebe lo suficiente para no desconectarse de la fiesta, pero nunca se emborracha, y siempre sabe qué hacer en una situación difícil.

—No puedo decirte las palabras exactas que utilizó el hijo de Lugala. Ocurrió al final de la velada, y no era del todo fácil seguir su discurso. Pero dijo que tú eras humano, y que los humanos eran diferentes en muchos aspectos importantes, y que nadie podía decir con certeza cómo ibas a actuar ahora que estabas con una mujer humana, que podía o no estar relacionada contigo.

En otras palabras, yo podía ser un traidor al Pueblo y podía ser un perverso, y tal vez incluso cometiera incesto.

[Estás equivocado en esto. Él sugería dos posibilidades, ambas peligrosas. Es posible que Anna sea una parienta tuya, en cuyo caso deberías serle fiel. Ningún hombre en su sano juicio traicionaría ni abandonaría a una mujer de su linaje. O quizás estás mintiendo y ella no es parienta tuya. En tal caso has conseguido tener acceso a sus aposentos con un propósito que me niego a mencionar. Así, o eres un traidor y no un perverso, o de lo contrarío eres un perverso y tal vez un traidor. Pero no creo que Lugala Tsu tuviera en mente la idea del incesto.]

—¿Qué hiciste? —pregunté.

—Le dije que el futuro está en manos de la Diosa, y que nunca podemos decir con certeza cómo va a actuar alguien; entonces Vaihar contó una larga y aburrida historia sobre uno de sus tíos, que siempre había sido previsible; y después nos marchamos. Me pregunto si alguno de esos jóvenes tendrá el coraje de decirle a Lugala Tsu exactamente lo que él me dijo a mí.

—Lo más probable es que no.

Hizo un ruido que indicaba que estaba de acuerdo.

—Voy a hablar con Ettin Per. Tal vez ella encuentre una forma de contener o distraer la curiosidad de las mujeres. Tú te reunirás conmigo en la sala en la que hablamos con el enemigo.

—¿Porqué?

—Quiero que el hijo de Lugala te vea a mi lado. Eres el mejor traductor que tenemos y nuestro principal experto en humanidad. Quiero que ese producto de una inseminación apresurada lo recuerde; y quiero que recuerde lo que tú eres para mí.


Del diario de Sanders Nicholas, etc.

VII

Al día siguiente Nicholas le enseñó a manejar la cocina.

—Las mujeres quieren tiempo para pensar en lo que les contaste. El general quiere que esté presente en las negociaciones. De modo que te quedarás sola un rato.

Ella asintió y él leyó las instrucciones de uso de los diversos… ¿cómo llamarlos? ¿Electrodomésticos? Cuando terminó, se cruzó de brazos apoyado contra la pared más cercana. En la muñeca izquierda llevaba un brazalete de gruesos eslabones de oro, cada uno con una piedra de color verde oscuro profusamente tallada, parecida al jade. Un objeto magnífico, pensó Anna, aunque no hacía juego con su ropa.

—He traído el ordenador —dijo Nicholas—. No es un modelo nuevo. Nos arreglamos con lo que podemos conseguir. Pero el software es amigable. En mi opinión, demasiado. Me gusta mantener la distancia emocional con mi software.

»Te escribiré las instrucciones para ponerte en contacto con Vaihar y Matsehar. Si quieres ir a algún sitio, llámalos.

Hizo una pausa y pareció incómodo.

—Tengo que preguntarte algo, Anna.

Ella esperó.

—Hace dos años, antes de abandonar la última ronda de negociaciones, Ettin Gwarha te contó una historia.

Ella asintió.

—¿La conoce alguien más?

—El servicio de información militar me cogió en cuanto tu gente abandonó el planeta. Fui interrogada.

Al principio se quedó completamente inmóvil. Después preguntó:

—¿Cómo? —Su voz era serena.

—Con drogas. No me hicieron daño, pero deben de saber todo lo que yo sé sobre ti y sobre el Pueblo.

—Ah. —Apartó la mirada—. Bueno, el servicio de información nunca ha sido generoso en lo que se refiere a compartir información. Tal vez no contaron nada al resto de tu equipo.

—¿Te importa?

—Supongo que sí. No es una historia muy agradable. Lo que menos me gustaría es entrar mañana en esa sala e imaginar que los demás piensan: Aquí está el pobre cabrón que trabaja para la gente que lo torturó.

—¿Es eso verdad?

Él iba a cerrarse. Lo supo por su expresión y por la postura de su cuerpo. Iba a cerrarse, a guardar silencio y a decirle que se ocupara de sus asuntos.

—Nicholas, no voy a decirte que me debes una explicación.

—Estupendo.

—Pero mi carrera es un desastre, y no estoy segura de poder enderezarla. A punto estuve de acabar en la cárcel.

—Fue elección tuya, Anna. Yo no te pedí nada.

—La mirada que me lanzaste en aquella habitación fue como una súplica. Intenté ayudarte. El general dijo que no era necesario, pero hice lo que pude.

La miró como diciendo: ¿y qué?

—Sabía que ellos eran unos cabrones. Pensaba que tú eras relativamente normal.

—Sabías que durante la guerra había cambiado de bando. Eso nos lleva a una palabra de siete letras que comienza por «t» y que tengo problemas para pronunciar: alguien que actúa con perfidia y con falsedad. ¿A eso llamas normal? En cualquier caso, ¿con quién tratas?

—Santo cielo, qué bien hablas. Nunca lograré ponerte en un aprieto. En realidad creo que me debes una explicación. Había dicho que no lo diría. He faltado a mi palabra.

»¿Crees que puedes eludir todas las obligaciones porque has hecho eso que comienza por “t”? ¿A quién le importa si traicionaste a esos locos del servicio de información? Yo también los traicioné. Todo el mundo debería hacerlo. Al demonio con tus sentimientos de culpabilidad y al demonio con tu irresponsabilidad.

Él miró a su alrededor.

—Sabes, me interesa poco la comida, pero no quiero mantener esta conversación en una cocina. Salgamos de aquí.

Se acomodaron en las sillas de la sala. Nicholas se quitó las sandalias y apoyó los pies en una mesa nacarada; luego miró a Anna.

—¿Qué quieres saber?

Anna vaciló, intentando encontrar las palabras adecuadas. Quería ciertas garantías de que no estaba tan loco como la gente del servicio de información. ¿Qué clase de persona podía trabajar para un hombre que la había torturado?

—No sería el primer caso —dijo Nicholas. Ella intentó hablarle del abismo. Era el lugar donde uno aprendía cosas de otras personas a las que en realidad no quería conocer. Fijabas la vista en él y veías oscuridad, fealdad, locura y dolor, y pensabas que tal vez fuese una lástima que los dinosaurios se hubieran extinguido. Podrían haber hecho un buen trabajo. Él se echó a reír.

—Creo que será mejor que me cuentes lo que te dijo el general.

Así lo hizo. Él escuchó con los ojos entrecerrados y expresión inmutable. Cuando ella concluyó, dijo:

—Vaya, ha logrado convertir una historia desagradable en algo aún más desagradable, y no sé por qué. Tendré que preguntárselo.

—¿Sucedió?—preguntó Anna.

—Sí.

—El general dijo que él estaba allí.

—No lo recuerdo. Cada vez que querían hacerme preguntas me llevaban a una habitación. Siempre a la misma. En una pared había un espejo… enorme, del techo al suelo y de pared a pared. Así es como suelen comenzar mis sueños, entrando en esa habitación y viendo mi imagen, y sabiendo que va a suceder algo terrible.

»Detrás del espejo había una cabina de observación. Podía oír a la gente moviéndose y voces que sonaban por el intercomunicador. Haga esta pregunta. Pregunte esto otro. Deténgase. Continúe. Gwarha debía de estar allí. Nunca lo vi en la habitación.

»Creo que nunca oí su voz por el intercomunicador. En aquellos tiempos él no tenía un rango superior, y su especialidad nunca han sido los interrogatorios. Lo más probable es que observara y escuchara.

»No creo que pudiera trabajar para él si recordara haberlo visto en aquella habitación. No tengo ni idea de lo que haría si alguna vez me encontrara con alguno de esos individuos. Nunca los he visto, salvo en sueños, y por lo general, no sé por qué, los veo como imágenes en el espejo. Tal vez un terapeuta fuese capaz de explicarlo. A mano no hay ninguno, ni nadie que comprenda a los humanos. Consultar a un adivino hwarhath podría ser interesante, pero no creo que fuese terapéutico.

Se sentaba con los codos apoyados en los anchos brazos del sillón y las manos cruzadas. No había muestras de tensión en su postura ni en su voz serena y uniforme. Pero Anna la percibía.

—La primera vez que lo vi, por lo que recuerdo, fue cuando se acercó y me dijo que todo había terminado. Los interrogatorios iban a concluir. No habría más dolor. Y luego… —Nicholas sonrió—. Muy formalmente, con sus hermosos modales, se disculpó. No de la mayor parte de las preguntas ni de la mayor parte del dolor. Aquello había sido necesario; y Gwarha no se disculpa de nada que sea necesario; pero sí de las preguntas del final. No sirvieron para nada útil y, en su opinión, estaban motivadas por el tipo de curiosidad maliciosa característica de los niños. ¿Conoces esa clase de actitud? Es lo que yo llamo la etapa científico-juvenil. ¿Qué ocurre si arrancas la pata trasera de un saltamontes? ¿Qué ocurre si arrancas un ala a una mosca? Oye, Nicky, ¿quieres ver lo que sucede si prendes fuego a una rana?

»No trabajo para el hombre que me torturó. Trabajo para el hombre que me dijo que todo había terminado y que me ofreció una disculpa.

Sin embargo, trabajaba para el enemigo y para un grupo de personas que le habían tratado muy mal. ¿De qué servía una disculpa en una situación como aquélla? «Vaya, lamento haber convertido tu vida en un absoluto infierno.» No le pareció adecuado.

—Parte de mi explicación es ésta. El resto es… que si no perdonaba a Ettin Gwarha, ¿cómo podía perdonarme a mí mismo?

—¿A qué te refieres?

—¿De dónde crees que salía la información que utilizamos para descifrar la lengua hwarhath? ¿Crees que nuestros prisioneros nos la proporcionaban gratuitamente? ¿Y cómo crees que fueron utilizados mis conocimientos de esa lengua?

—Tú eras como él.

Nicholas asintió. Aún estaba en la misma posición y seguía sin mostrar señales físicas de tensión. Su voz aún era tranquila y regular.

—Nunca me ensucié las manos. Nunca toqué a un prisionero hwarhath; pero yo sabía de dónde provenían los datos que estaba analizando; y sabía adónde iban las preguntas que yo escribía.

Otra vez el abismo. Estaba segura de que las personas decentes no se metían en situaciones semejantes. Las personas decentes llevaban una vida respetuosa de las leyes y nunca dañaban a alguien directamente y jamás cooperaban a sabiendas cuando se trataba de infligir dolor.

—Recibí una buena educación metodista del Medio Oeste —comenta Nicholas—. íbamos a la iglesia todos los domingos por la mañana, después de comer beicon. Aprendí lo que es el mal y aprendí qué es lo que más complace a Dios. Dios se siente más complacido cuando nos ocupamos de la viuda y del huérfano, del pobre y de los extranjeros. Bueno, nadie más extranjero que los hwarhath, y en la época en que nos pusimos en contacto con ellos, eran realmente pobres. Nada les pertenecía, ni siquiera su cuerpo, y no les permitíamos hacer lo que más deseaban, que era morir. Para el Pueblo, ésa es la forma más extrema de pobreza, el no ser dueño de la propia muerte. Ésa es su más preciada posesión, el derecho a decir: es suficiente. ¿Sirve de algo todo esto? ¿O aún estás al borde del abismo?

—Aún sigo allí.

—No es fácil comprender a la gente; después de decir algo tan profundo, me voy. —Se puso de pie y le sonrió—. ¿Sabes? No has mencionado el problema real que tengo con Ettin Gwarha. No se trata de que él sea un alienígena, o un enemigo, o de que tenga que ver con el trato menos que agradable que recibí al ser capturado. Hemos podido enfrentarnos a todo eso.

»Pero hay un consejo que toda madre debería dar a sus hijos antes de dejarlos salir al universo. Nunca folies en el trabajo y nunca folies con tu jefe. Nunca te metas en una situación en la que no puedas separar tu vida personal de lo que haces en la oficina. El general y yo hemos pasado años negociando y fijando reglas acerca de cómo comportarnos cuando los dos estamos trabajando y cuando no lo hacemos. Nunca ha sido fácil.

»Has estado preguntándome, con mucha cortesía, cómo puedo meterme en la cama con mi enemigo. Bueno, los enemigos no lo son para siempre. Uno siempre puede tratar de hacer las paces. Pero piensa en lo que significa hacer el amor con un hombre que redacta una evaluación semianual de tu actuación en el trabajo. Es una situación de perspectivas desagradables. Aunque en el formulario no hay ni una sola línea destinada a la actuación en el plano sexual. Me pregunto cómo Gwarha logra intercalar esto. ¿Hablará de la “Actitud hacia los más importantes”?

—¿Por qué lo haces? —preguntó Anna.

Él se echó a reír.

—Anna, eres increíble. Las preguntas no terminan nunca. Pero he llegado al límite de mi capacidad para responderlas. —Se marchó.

VIII

Al día siguiente, él estuvo presente en las negociaciones. Ella observó a solas desde la antesala. Él entró exactamente detrás del general, vestido con su uniforme gris de cadete especial, que le sentaba tan bien. Nunca lo había visto junto a Ettin Gwarha. Le llevaba casi una cabeza. ¡Qué extraña pareja! Por primera vez no tenía los hombros caídos y tampoco sonreía. Su rostro delgado y pálido mostraba una expresión vigilante, distante.

Cuando todos estuvieron sentados, se presentó.

—Creo que conocí a la mayor parte de ustedes durante la última ronda de negociaciones.

Charlie dijo que sí y luego le ofreció una disculpa por el lamentable giro que habían tomado los acontecimientos, etcétera.

Nicholas escuchó y tradujo. Los hwarhath se movieron un poco y luego habló Ettin Gwarha.

—Su disculpa no es necesaria —dijo Nicholas—. Se presentó y se aceptó una antes de que el Pueblo estuviera de acuerdo en celebrar las actuales negociaciones.

Charlie abrió la boca y la cerró. Era evidente que la disculpa había sido ofrecida directamente a Nicholas. Era evidente que los hwarhath fingían que Nicholas no estaba allí. ¿O no existía como entidad separada? Anna no estaba segura.

Otro juego que para ella no tenía sentido.

Después de eso no ocurrió gran cosa. Los negociadores discutían la posibilidad de intercambiar prisioneros, aunque ninguna de ambas partes admitía formalmente que los tuviera. El general seguía fingiendo no saber inglés. ¿Con qué intención? Tal vez eso le daba tiempo para pensar en el tema de discusión. Nicholas traducía con voz serena y prácticamente inexpresiva, en un tono muy diferente del que solía usar, que subía y bajaba, cambiaba de ritmo, con el que imitaba y se burlaba.

Anna almorzó con el resto del equipo diplomático. No les habló de su más reciente conversación con Nicholas, aunque mencionaron su nombre. Querían saber por qué lo utilizaban otra vez como traductor. Anna se encogió de hombros. No tenía ni idea. El general así lo quería.

Por la tarde Hai Atala Vaihar fue a verla y la escoltó hasta los aposentos de las mujeres. Ella cogió el ordenador que Nicholas le había llevado. Como él decía, era excesivamente amistoso y tenía una personalidad que le ponía los nervios de punta. Salió del programa de aprendizaje lo más rápido posible y buscó el juego que Nick le había mencionado.

Se basaba en la novela china titulada Mono. El jugador (eligió la versión para una sola persona) era el personaje que daba nombre al libro: un mágico mono de piedra que creaba el infierno en el cielo, robando los melocotones de la inmortalidad, y acosaba a los dioses chinos.

Como castigo, Mono era encarcelado debajo de una montaña. Con el fin de lograr su liberación y su redención, tenía que escoltar al monje budista Tripitaka hasta la India y volver, para que Tripitaka pudiera llevar los Tres Cestos de las Escrituras Budistas al pueblo chino, salvándolo así de la avaricia, la lujuria y la violencia.

La travesía a la India estaba llena de peligros (por supuesto), y tuvo que enfrentarse a varios monstruos. Algunos, una vez derrotados, resultaban benévolos. La mayoría seguían siendo malvados. Anna nunca había sido especialmente buena para los juegos y perdió casi todas las peleas. El juego tenía una bonificación. Cuando Mono había muerto por undécima vez, ella apretaba el botón y seguía jugando en lugar de volver al principio. El Mono real hacía trampa cada vez que podía. Ella imaginó que podía hacer lo mismo.

Al final, si terminaba la partida y entregaba los cestos de las Escrituras, conseguía (según las instrucciones) la libertad y la iluminación, y se convertía en una auténtica Buda. Pero eso le llevaría mucho tiempo, a pesar de la bonificación.

Su vida se hizo rutinaria. Por la mañana observaba las negociaciones entre los hwarhath y los hombres. Por la tarde hablaba con sus colegas. A veces se quedaba toda la tarde en los aposentos de los humanos. Con frecuencia regresaba a los suyos y se dedicaba a leer, o jugaba alguna partida de Mono.

Las mujeres hwarhath aún estaban en la estación, aunque en esa etapa nunca se reunió con ellas; y el principal Lugala Tsu también se paseaba de un lado a otro y observaba las negociaciones igual que Anna, desde la distancia, por holovisión.

Se enteró de todo eso gracias a sus escoltas, pero no pudo averiguar nada más acerca de lo que aquella gente estaba haciendo o planeaba hacer. Eh Matsehar dijo que no lo sabía, y Hai Atala Vaihar dijo que no le correspondía especular acerca de lo que pasaba por la mente de las mujeres o de los principales.

Se imaginó a los dos Lugala como arañas agazapadas en medio de sus telas, alerta y preparada para actuar cuando llegara el momento adecuado. Si lo pensaba, Lugala Minti se parecía más a un sapo. Pero Anna no tenía nada contra los sapos ni contra los demás anfibios. Frágiles y sensibles, los anfibios se estaban extinguiendo a causa de la contaminación más rápidamente que los miembros de cualquier otro orden animal de la Tierra. Los sapos debían ser cuidados y llorados, no comparados con Lugala Minti.

Tampoco tenía una buena razón para creer que en los Lugala hubiese nada malo, salvo por el estilo sumamente llamativo de su madre y por la tendencia de ésta a pontificar acerca de la fealdad de los humanos. ¿Era eso suficiente para condenar a dos personas, una de las cuales Anna ni siquiera conocía?

En los días en que Vaihar la escoltaba, él y Anna hablaban de literatura humana. Vaihar quería leer otro libro. Ella le recomendó Las aventuras de Huckleherry Finn. Así sabría lo que era la esclavitud.

—Oh, sí —dijo Vaihar—. He oído hablar de eso, aunque no puedo decir que lo comprenda. ¿Por qué alguien querría esclavizar, si es ésa la palabra correcta, a mujeres y niños? ¿Y por qué un hombre se sometería?

Como cada vez que trataba con los hwarhath, tuvo la sensación de que le faltaban piezas importantes. No podía responder a las preguntas de Vaihar porque en realidad no sabía qué era lo que él le preguntaba.

En los días en que la escoltaba Matsehar, hablaban de teatro. Mejor dicho, Matsehar hablaba y ella escuchaba. Él había empezado a trabajar en su versión de Macbeth.

—Estoy empezando a comprender cómo actúan los humanos cuando son tortuosos. Nicky dijo que me resultaría útil venir aquí; y tenía razón, como suele ocurrir.

En una ocasión vio a Nicholas en un pasillo, hablando con un alienígena de pelaje blanco como la nieve. Había algo diferente en la postura de Nick, aunque al principio no logró deducir qué era. Nick la vio y se irguió, le sonrió y levantó una mano a modo de saludo. Luego reanudó la conversación.

—Me pregunto qué ve en esa pelota de pelo —dijo Matsehar.

—Ese estúpido blanco como la nieve. El imbécil. El bufón.

—¿Quién es?

—El actual campeón de hanatsin de esta estación. Ése es su único logro, a menos que consideres que tener un buen cuerpo sea un logro.

Le preguntó por el hanatsin. Era una actividad entre un arte marcial y una forma de danza. Cuando se practicaba como arte marcial, los dos participantes eran rivales, y uno de ellos tenía que vencer al otro. Cuando se practicaba como danza, eran compañeros y sólo podían ganar juntos. El estúpido blanco como la nieve era un maestro en la forma de arte marcial.

—No sé qué se propone Nicky; practica el hanatsin y es lo suficientemente bueno para necesitar un rival poderoso. —Matsehar hizo una pausa—. Pero no es lo suficientemente bueno para necesitar «ese» rival. Para Kirin sería… déjeme pensar, sé que los humanos tienen una frase para esto… sería pan comido. Su lengua tiene una notable cantidad de expresiones derivadas de la comida. A veces me repugna aunque, por supuesto, eso no es tan espantoso como la heterosexualidad.

Claro que no.

—¿Acaso Nick…? —No encontró una forma cortés de concluir la pregunta.

—Sanders Nicholas es muy conocido por su costumbre de mirar a todos. Dice que sería impío hacer otra cosa.

—¿Qué?

—Según él, los humanos sufren una serie de enfermedades desagradables que se transmiten sexualmente.

—Así es.

—Bueno, nosotros también, aunque ninguna es tan terrible como las enfermedades debilitantes que Nicky ha descrito.

Las enfermedades por VIH. Cada cuatro o cinco años surgía una nueva cepa que —como en el caso de las nuevas cepas del virus de la gripe— recibía el nombre del lugar en el que aparecía por primera vez.

—Pero Nicky no contrae nuestras enfermedades. Ninguna de ellas. Tiene el mismo aspecto que nosotros, pero sólo es una cuestión de apariencia. En el nivel en el que las enfermedades viven y se reproducen, él es muy distinto.

—¿Qué tiene que ver esto con la piedad? —preguntó Anna.

—Él dice que ha llegado accidentalmente a un sitio en el que es posible practicar el sexo con muchas personas sin tener miedo a morir. Y que eso es un regalo de la Diosa. Cuando la que creó el universo nos da un regalo, hay que usarlo.

»Lo más probable es que esté bromeando; aunque nunca se puede estar seguro. Él hace chistes y parece que habla totalmente en serio, y cuando está serio uno piensa que tal vez está bromeando. Pero no cabe duda de que mira a todos.

Recorrieron otro pasillo en silencio. Luego Matsehar volvió a hablar de su versión de Macbeth. Explicó lo bien que funcionaba lady Macbeth como madre llena de ambición, presionando y engatusando a su reacio hijo guerrero, que finalmente —¡lo cual suponía un juicio sobre la ambición!— se convertiría en un monstruo al que no podía dominar.

IX

Una tarde recibí la visita de Matsehar. Estaba de un humor extraño, triste y al mismo tiempo malicioso. No logré explicármelo, aunque siempre se lo veía taciturno: era el precio del genio y de ser diferente.

Cada vez que algo le molesta —ira, fatiga o tensión— se vuelve más torpe que de costumbre. Dejó caer mi pequeño ordenador de lectura mientras intentaba cargar su versión de Macbeth, y luego tuvimos que ponernos de rodillas y buscar el escrito, que había desaparecido dentro de la moqueta. Finalmente lo vi, un brillo cristalino entre las fibras, lo recogí y se lo entregué. Él lo dejó caer otra vez y empezó a maldecir en inglés. Le quité el ordenador e introduje el escrito. Luego serví unas copas: halin para él y agua para mí.

—¿Te gusta Anna? —Yo no lo veía desde que él se había hecho cargo del servicio de escolta y, por lo que sé, siempre ha demostrado interés por los humanos.

Rozó la copa de halin. Por la forma en que se estaba moviendo, lo más probable era que acabara volcándola.

Finalmente habló:

—Ettin Gwarha es más extraordinario de lo que yo pensaba. Puede mirarte y ver a un hombre. Cuando yo miro a Pérez Anna veo a una alienígena. No puedo ver más allá de las diferencias físicas: el cuerpo con sus raras proporciones, las extremidades que no se flexionan en los lugares adecuados, la piel parecida al cuero curtido, los ojos… —Se estremeció visiblemente y luego le miró fijamente—. Me consideraba liberal, Nicky. Pero no, soy tan estrecho de miras como un sucio granjero de la llanura de Eh. ¡Ay, Nicholas! ¡Me siento atrapado en mi propio ser!

»Y me siento solo. Te envidio, aunque la envidia no es una emoción que me guste. Te vi en el pasillo, hablando con Shal Kirin. Ése es un gran don, Nicky, mirar a la gente y encontrarla encantadora.

—No difundas ningún rumor desagradable, Mats. Quiero que Gwarha logre concentrarse en las negociaciones.

—¿Entonces no estás interesado en Kirin?

—Por el momento, no. Aunque la Diosa sabe que tiene un cuerpo maravilloso, y siempre me ha gustado esa clase de colorido, el pelaje blanco y las pequeñas zonas de piel oscura. En la tierra hay un árbol llamado abedul. En el invierno deja caer sus hojas, y su corteza es blanca y negra. Eso parece Kirin, un abedul en la nieve.

Matsehar pareció más triste que antes. Por supuesto, yo estaba furioso con él. Su reacción ante Anna me indicaba algo cerca de su reacción ante mí. Yo era otro monstruo, otro extraño.

Recordé una frase, pero no la pronuncié.

Matsehar, quería decir, el universo es muy grande, y la mayor parte de él es frío, oscuro y vacío; no es una buena idea ser demasiado quisquilloso con respecto a quién amar.

Pero la sabiduría de los mayores siempre resulta aburrida, y los problemas de Mats son sólo suyos. No tengo manera de ayudarlo, y uno nunca debería dar consejos cuando está enfadado.

Extendí la mano.

—Dame Macbeth. Me gustaría ver lo que estás haciendo.

Se puso de pie para entregarme el ordenador. Al hacerlo, volcó la copa.


La primera obra que vi, escrita por Eh Matsehar, fue Una vieja que fabrica ollas, que el Cuerpo de Arte representó durante un festival de la estación. Ya no recuerdo qué estación. Tailin, tal vez. Hemos pasado allí el tiempo suficiente, y es lo bastante grande para tener gente del Cuerpo de Arte.

La obra presenta la forma moderna o ambigua, lo que significa que no es claramente una obra de héroe, ni una obra de mujeres, ni una obra de animales, ni ninguna otra cosa en especial.

Un guerrero que viaja ocupándose de asuntos de su linaje conoce a una mujer que fabrica ollas al costado de un camino. El guerrero es joven, orgulloso y próspero, y pertenece a un linaje (los Eh) cuyo poder se expande rápidamente. La mujer es vieja y está casi ciega. Ahora fabrica las ollas sirviéndose sólo del tacto. Y no utiliza más que un barniz de sal. Percibe la forma y la textura, pero ya no ve el color ni los dibujos con la suficiente claridad para aplicarlos. Si pertenece a algún linaje, no lo sabemos. Tal vez es una de esas mujeres que no soportan quedar incorporadas a otro linaje una vez que el suyo ha sido derrotado en la guerra, y se queda sola.

Las dos personas conversan: la mujer de la fabricación de ollas, de los problemas técnicos y de las dificultades de trabajar como lo hace ahora, anquilosada por la edad y ciega; el guerrero habla de las batallas en las que ha participado, del poder de su linaje, de sus ambiciones.

Poco a poco, el público empieza a sospechar que la mujer es una manifestación de la Diosa. Sin duda, uno se da cuenta de que el joven es un estúpido. La mujer le hace preguntas agudas y curiosas. Las preguntas vienen a ser: ¿qué crees que estás haciendo? Él no puede responder, salvo con las frases hechas de las antiguas obras de héroes y con una especie de codicia infantil.

Al final, la vieja le dice: «¿Por qué no dejas de lado esas armas y haces algo útil? ¡Fabrica una olla!»

El joven baja la vista, incapaz de seguir respondiendo. La obra concluye.

A Gwarha le pareció odiosa y salió con un par de oficiales superiores para emborracharse y quejarse del teatro moderno. Yo recorrí la estación a pie.

Al día siguiente busqué al autor y lo encontré en el Teatro del Cuerpo de Arte discutiendo con otro hombre que resultó ser el músico jefe. Alguien lo señaló: demasiado alto para un hwarhath —aunque no tan alto como yo—, de huesos grandes, demacrado y muy joven. Su juventud explicaba los problemas que habían surgido con la obra. Mientras me acercaba a él, levantó la vista. (Por lo general, los hwarhath bajan la vista cuando discuten seriamente.)

—Ah —dijo, en una prolongada exhalación. Sus ojos azules se agrandaron; incluso las pupilas largas y estrechas parecieron dilatarse. Se volvió con movimientos torpes. Más tarde descubrí que en su infancia había estado enfermo: una infección del sistema nervioso central.

Los médicos nunca lograron averiguar exactamente de qué se trataba.

La enfermedad llegó en el momento adecuado para asegurar su supervivencia. Si hubiera sido más joven, tal vez los médicos no habrían trabajado para mantenerlo con vida. (Los hwarhath no consideran personas a los niños muy pequeños.) Si hubiera sido un adulto, le habrían ofrecido la opción y probablemente —sobre todo al principio— la habría elegido.

Finalmente, se recuperó de manera sorprendente, mucho mejor de lo que cualquiera hubiese esperado. Pero le quedó un daño permanente, sobre todo en el área del equilibrio y la coordinación. Era un tanto desgarbado y las cosas se le caían siempre.

—Vi la obra —le dije—. Me gustó.

No recuerdo su respuesta, pero estaba entusiasmado e interesado. (Tiempo después descubrí que se sentía fascinado por los fenómenos y los proscritos.) Hablamos de la obra y también de las obras de héroes en general. A esas alturas, yo había perdido el interés por ellas. Él las despreciaba.

—Falsas y deshonestas. La vida no es así. No somos héroes en un escenario, ni hacemos ese tipo de elecciones. La mayoría de las veces no hacemos ninguna elección. Hacemos lo que nuestras madres nos enseñaron y lo que los hombres mayores nos ordenan.

El músico, que había estado escuchando, nos interrumpió. Había un problema con la música de la obra.

—Quiero reunirme contigo otra vez —dijo—. ¿Es posible? Quiero saber lo que significa vivir entre desconocidos. ¿Por qué cambiaste de bando? ¿Los humanos tienen su propio código de honor?

Le dije que sí, que podíamos reunimos, y lo hicimos, aunque Gwarha pareció sorprendido cuando le dije lo que estaba haciendo.

—Su obra es insolente e impía. ¿Por qué quieres hablar con él?

Le dije que me gustaba la obra, y que el joven estaba interesado en aprender cosas sobre el género humano.

—Material para otra efusión desagradable —dijo Gwarha, o algo por el estilo.

(Es posible que esté inventando algo de esto. Ocurrió hace más de diez años. Podría buscar en mi diario la primera referencia a Mats. Tal vez lo haga cuando termine esta anotación.)

El joven actuó con la franqueza típica de los hwarhath. En menos de medio ikun me estaba preguntando qué se sentía al ser un traidor al linaje. ¿Cómo pude hacerlo? ¿Era verdad que me había sido ofrecida la opción? ¿Por qué la había rechazado?

—¿Esto se convertirá en una obra?

—No en una forma que alguien pueda reconocer. Soy atrevido pero no estoy loco. No tengo intención de enfurecer al hijo predilecto del linaje Ettin.

Eludí la mayor parte de las preguntas personales, aunque más tarde se las contesté. Mats es insistente. Pero le dije algo sobre la humanidad y algo acerca de mi vida entre los hwarhath.

—Tú ves lo mismo que yo —comentó—. Todo ha cambiado, pero continuamos como antes. Esto no es la llanura de Eh, ni las colinas que pertenecen a Ettin. Esto es el espacio, y el enemigo con el que luchamos no se parece a nosotros. Si no aprendemos nuevas formas de pensamiento, seremos destruidos.

Después de eso me aficioné a pasar el rato con Mats. Era la persona más brillante que había conocido desde que me encontraba entre los hwarhath, salvo Gwarha, tal vez. Mats era más liberal que Gwarha y tenía más imaginación. A los veinticuatro años ya era el mejor dramaturgo masculino de su generación.

Cuando dejé la estación, seguí en contacto a través de la sonda de mensajes. Él me envió ejemplares de sus obras nuevas, u hologramas si se habían puesto en escena.

Le envié información sobre el teatro de la Tierra y resúmenes de obras famosas con traducciones de fragmentos característicos. Fue una extraña selección. Estaba limitado por lo que podía conseguir en los sistemas de información hwarhath, y ellos estaban limitados por lo que habían encontrado en las naves humanas capturadas.

La importancia de llamarse Ernesto resumida parece una completa estupidez. El diálogo pierde toda su fuerza con la traducción. (Los hwarhath no son personas ingeniosas.) Shakespeare, en cambio, surge espléndidamente. Mats estaba especialmente entusiasmado con Otelo. Podía ser una obra de héroes fantástica, dijo, de esas que tratan de los peligros del amor heterosexual. Terminé traduciendo la maldita obra íntegra, y casi fue el trabajo más difícil que he hecho en la vida.

Dos años después acabamos nuevamente en la misma estación. Recuerdo cuál era. Ata Tsan. Le seguí los pasos hasta otro teatro. Otra vez estaba discutiendo con un músico. A esas alturas ya me había enterado de cuál era su apodo, que se traduce (aproximadamente) como Hombre que Anna Alboroto con la Música, y me había enterado del motivo. La enfermedad de la infancia lo había dejado parcialmente sordo. Llevaba un par de audífonos: botones de plástico ocultos alojados en sus enormes oídos internos. Cuando los llevaba conectados, no tenía problemas para mantener una conversación, pero no oía la música como el resto de la gente. Sabía que era un caso único, pero también sabía cómo oía la música de sus obras, y cómo —por la Diosa— quería oírla. Los músicos trabajaban con él porque era muy bueno; pero siempre parecían atormentados. Uno de ellos me dijo: «Mi trabajo no consiste en componer música. Consiste en negociar entre Eh Matsehar y el resto de la especie.»

Mats interrumpió la discusión y me llevó afuera para hablar de la nueva obra, que era una versión de Otelo. Iban a representarla con máscaras como las de las obras de animales.

—Sólo que éstas serán máscaras humanas. ¡Estoy inventando una nueva forma de arte, Nicky! Con tu ayuda; y tu contribución será reconocida, te lo prometo. ¡Espera a ver los trajes! Todo es maravilloso, salvo la música.

Me entregó un ejemplar del escrito. Lo leí esa noche, mientras Gwarha se entretenía con un juego de tablero, planteando problemas y absorto en ellos. Una pérdida de tiempo, en mi opinión, pero en realidad no me interesan demasiado los juegos.

La obra se titulaba La avalancha del hombre oscuro. Era más larga que una obra hwarhath tradicional, y Matsehar había logrado incluir gran parte de la lengua de Shakespeare. Su Otelo era espléndido: heroico y amante. Su Desdémona era deliciosamente dulce y amable. No supe con certeza qué harían con ella los hwarhath. Su lago podría haberse arrastrado debajo de una serpiente.

Cuando llegué al final, le entregué el escrito a Gwarha. Lo leyó de un tirón y no dijo nada hasta después de apagar el ordenador. Entonces me miró.

—Está maravillosamente escrita. Tienes razón con respecto al muchacho. La Diosa le ha tendido las dos manos. Pero el final no está bien.

Le pregunté a qué se refería.

—Una obra sobre este tipo de amor debería dejar en el público una sensación de horror y disgusto. Pero no siento nada de eso. Me siento triste… y furioso con este hombre ambicioso y corrupto. ¿Cómo pronuncias su nombre?

—lago.

—Y hay algo más… la sensación de que acabo de salir de un lugar estrecho y oscuro, un bosque o la entrada a una casa fortificada. Ahora estoy en el borde de una llanura. No hay nada entre el horizonte y yo. No hay nada por encima de mí, salvo el cielo desierto. ¡Ah! —Lanzó la lenta exhalación hwarhath que puede significar casi cualquier cosa.

—Una catarsis trágica —dije.

Gwarha arrugó el entrecejo. Intenté explicárselo.

—¿Utilizáis obras para limpiar el aparato digestivo?

—Me he expresado mal.

Finalmente me comprendió, aunque me habría resultado útil tener acceso a La Poética.

—Sigo pensando que el final no funciona. Pero si utiliza máscaras, si los personajes son claramente humanos, tal vez resulte aceptable.

Mats estaba atareado con la producción de la obra, de modo que pasé un tiempo sin verlo demasiado… y también sin ver mucho a Gwarha, que había sido convocado en Ata Tsan para arbitrar una disputa realmente desagradable entre dos principales. Su gran habilidad es la negociación, pero —dijo— estaba llegando al límite de su capacidad.

—Con esos dos no se puede razonar, y pertenecen a dos linajes que nunca se han llevado bien. Vamos a pasar aquí mucho tiempo, Nicky.

—Encontraré algo que hacer.

Me dedicó una mirada significativa.

Algunos días más tarde me encontré con Mats en uno de los diversos gimnasios de la estación. Yo estaba allí practicando hanatsin con uno de los jóvenes más serios e inteligentes y de modales más encantadores que frecuentaban a Gwarha. (La habilidad de éste para elegir oficiales jóvenes es notable.) Ya no recuerdo de qué joven se trataba. Probablemente estaba haciendo lo que hace la mayoría: arrojarme al suelo acolchado y luego ayudarme a ponerme de pie explicándome con toda cortesía qué era lo que había hecho mal.

Matsehar no practicaba ninguna de las artes marciales más allá del mínimo exigido a todos en el perímetro, y tampoco participaba en deportes de competición. Su falta de coordinación era un problema demasiado grave. Pero tenía la obsesión de los hwarhath por la forma física, y trabajaba diariamente nadando o ejercitándose en los aparatos de resistencia.

No resultó sorprendente que nos encontráramos en el equivalente hwarhath de un vestuario, y no resultó sorprendente que él se hubiera olvidado de llevar un peine de mango largo. (Mats no repara en los detalles, salvo en el teatro.) Lo encontré sentado en el extremo de un banco, intentando llegar a la cabellera que se extendía entre sus paletas con un peine sin mango.

Le dije: «Déjame a mí.» Me senté detrás de él y cogí el peine. Durante un rato no hubo problema. Los hwarhath pasan mucho tiempo acicalándose unos a otros. Es una actividad bastante impersonal, y yo la había practicado mucho con Gwarha.

El pelo crece en distintos ángulos y en diferentes partes del cuerpo de los hwarhath; yo había aprendido a manejarlo modificando el ángulo del peine. Sabía cómo deslizado por el pelaje enmarañado sin provocar dolor, y cómo deshacer los enredos del penacho de pelo más largo que va desde la parte superior de la cabeza de un hwarhath hasta la base de su columna. Sabía qué clase de presión resulta agradable y cómoda.

Seguramente estaba pensando en Gwarha o en algún otro de los jóvenes que me habían estado arrojando al suelo en la sala de hanatsin. De pronto me di cuenta de que ya no tenía la mano libre apoyada sobre el hombro de Matsehar, sino que la movía de arriba abajo. Estaba rozando con ella —acariciando— el grueso músculo del hombro y desplazándola hacia el pelo maravillosamente sedoso del cuello y la columna.

Mats estaba quieto y ya no se apoyaba en mí. Noté en él cierta incomodidad por la forma en que estaba sentado y por la tensión del músculo, debajo de mi mano.

Su reacción me sorprendió un poco, pero no demasiado. Algunos hombres hwarhath carecen de interés por el sexo. En su cultura no hay nada vergonzoso en esto: no tienen que mentir, ni que fingir. Algunos son monógamos. Gwarha lo es, por lo general. Según él, la recompensa de la promiscuidad no guarda relación con el esfuerzo que supone. Dedicando la misma energía a su carrera puede obtener algo realmente beneficioso para sí y para su linaje. Y finalmente hay montones de hwarhath, la abrumadora mayoría, que no sienten el menor interés por mí.

Murmuré una disculpa y terminé de peinarle la espalda, ahora con movimientos rápidos y tan impersonales como pude; luego me puse de pie y le devolví el peine. Me dio las gracias sin mirarme y en tono desdichado.

—No te preocupes por esto, Mats. Ya conoces mi fama. Era casi inevitable que lo intentara. No volverá a suceder.

Él levantó la vista; una expresión de tristeza le cubría el rostro.

Evité tocarlo. Le dije:

—Anímate —algo que puede decirse en la lengua hwarhath principal, aunque para ellos significa «no seas pesado», más que «no estés triste».

Siguió con su expresión de muda desdicha.

—Hablaremos más tarde —le dije y me marché.

Pasé unos veinte días sin verlo. Evidentemente, me estaba evitando. No iba a perseguirlo. Pasé más tiempo trabajando y con Gwarha, cada vez que podía.

Una noche, Gwarha me dijo:

—¿Qué ocurre entre tú y el portador Eh?

Le di una respuesta evasiva.

Gwarha miró la mesa que tenía delante. Estaba jugando a otro juego de tablero. Recuerdo cuál era: el eha. El tablero era un cuadrado delgado de madera, de color claro y veta fina, con una red de líneas rectas talladas. Donde las líneas se cruzaban había agujeros: allí se colocaban las piezas. Éstas eran pequeños guijarros redondos recogidos de los ríos de la tierra de Ettin. En un juego como es debido, las piezas siempre son de la tierra del jugador. Lo ideal es que el jugador las haya recogido. Los maestros del juego se pasan cientos de días buscando las piedras de tamaño exacto. Gwarha no es un maestro y nunca ha tenido tiempo para eso. Las piedras se las envió una de sus tías.

Movió una piedra y me miró.

—No es el tipo de hombre que suele interesarte, y él… he oído dos rumores. Uno es que no siente interés por el sexo. El otro, que le gustan los actores que se dedican a los papeles femeninos.

—Has estado investigando.

—Me gusta estar al tanto de lo que haces. —Miró el ordenador, que estaba en el sofá, a su lado. El programa recreaba el estilo de un maestro de eha muerto hacía tiempo—. ¡Ah! Tengo un problema.

Me quedé callado un rato; estaba furioso. Hay momentos en los que la constante lucha dentro de la sociedad masculina de los hwarhath —los chismorreos, la costumbre de espiar y de maniobrar para alcanzar una posición— resulta agotadora, al menos para mí, aunque nunca para Gwarha.

Finalmente dije:

—Lo intenté. Fui rechazado. Ahora el portador se oculta en los rincones en cuanto me ve.

—Muchachito estúpido —comentó Gwarha y movió otra piedra.

Mats me llamó algún tiempo después.

—Tengo que hablar contigo, Nicky, y necesito un lugar seguro.

Se refería a un lugar en el que nadie pudiera escuchar, lo que no resultaba nada fácil dada la manía de los hwarhath por perseguirse mutuamente.

Pero Gwarha tenía en ese momento su propio sistema de seguridad (estaba bastante avanzado); y habían registrado mis aposentos, lo mismo que los de él.

—Aquí —dije.

—¿Y qué me dices del Defensor?

—Hace un par de años llegamos a un acuerdo. Soy casi absolutamente digno de confianza, y necesito intimidad. Los humanos no somos tan sociables como los miembros del Pueblo.

—¡Ah! —exclamó Matsehar.

Apareció ante mi puerta con una jarra baja en la mano. Sabía lo que eso significaba. En el interior de las gruesas paredes de cerámica había espirales refrigerantes que mantenían el líquido del interior del tazón por debajo del punto de congelación del agua: el halin o kalin, según el acento que se empleara. Es una toxina muy nociva, y nunca había visto a Mats ni siquiera ligeramente borracho.

Entró y de un bolsillo de sus pantalones cortos sacó una copa, se sentó y la llenó de halin, transparente y tan verde como la hierba en primavera.

—¿Estás seguro de que quieres beber ese brebaje?

—Sí. No quiero mantener una conversación así estando sobrio.

Se lo bebió, volvió a llenar la copa y luego empezó a hablar. Al principio dio un rodeo y saltó de un tema a otro; la obra nueva, algunos rumores. Detrás de él (recuerdo) estaba el monitor de mis aposentos. Todas las luces estaban encendidas y sin color. Eso significaba que las puertas estaban cerradas y el sistema de comunicación apagado. Nadie escuchaba, salvo yo.

Finalmente, cuando empecé a notar que arrastraba la voz, hizo una pausa y me miró: una mirada firme, aunque sus pupilas empezaban a estrecharse. Si seguía así, acabarían siendo dos líneas apenas visibles, y estaría borracho como una cuba, una expresión encantadora y perfecta como descripción.

—No eres tú, Nicky, no tengo nada en contra de los alienígenas. Te considero un amigo. El problema soy yo.

Esperé en silencio. Él suspiró y siguió hablando.

En algunas ocasiones me he preguntado si hice lo correcto cuando acepté el trabajo que me ofreció Gwarha. Tal vez tendría que haber sido un héroe y haberme quedado en la cárcel. Pero si hubiera actuado según el honor y la integridad, jamás habría estado en esa habitación, en la estación de Ata Tsan, escuchando a un joven muy preocupado que explicaba su absoluta falta de interés por los hombres.

No. No habría querido perderme ese momento.

Matsehar dijo que nunca le habían interesado. Hasta donde podía recordar, todas sus fantasías sexuales habían sido con mujeres. Su voz estaba embargada por la desesperación. Me resultó difícil no echarme a reír.

Lo había intentado. La Diosa sabía que había intentado ser como los demás.

—Si pienso en la persona con la que estoy, no funciona en absoluto. No logro consumar el acto. Si imagino que estoy con una mujer… —Se interrumpió, estremecido—. Me siento deshonesto. Me siento… —Utilizó una palabra hwarhath encantadoramente arcaica que significaba «manchado» o, más exactamente, «cubierto de heces».

»Suele resultarme más fácil masturbarme. Al menos eso no implica a otra persona. Pero me siento muy solo. —Volvió a llenarse la copa; su mano ya no era firme—. No hago más que pensar… si no hubiera enfermado cuando era niño…

—¿Estás planteando que la heterosexualidad es consecuencia de una infección viral en el sistema nervioso central? Es una idea interesante, Mats y, desde luego, valdría la pena estudiarlo.

Pareció sorprendido.

—No. No me refiero a eso. Quiero decir… si hubiera llevado una vida normal, si hubiera asistido a la escuela cuando todos los demás lo hacían…

—Puedes volverte loco intentando descubrir por qué eres como eres.

—Tú me comprendes, ¿verdad, Nicky? Tú vienes de una sociedad en la que estas cosas son normales. Allí no sería un perverso.

Me puse de pie, cogí una copa y se la tendí. Matsehar la llenó. Probé el halin. Era frío como el hielo, amargo y ardiente. Si tenía cuidado, me sentiría un poco mareado. Si no lo tenía, estaría tres días enfermo.

—Mats, no comprendo mi propia vida, por no hablar de la de los demás. Entre los miembros del Pueblo tiene que haber otros hombres puros.

Pareció desconcertado. Yo había traducido la palabra inglesa directamente a la lengua hwarhath principal, en la que significaba «recto» como en el caso de un gobernante: ecuánime, directo, honesto y honorable.

»Quiero decir que habrá otros hombres sexualmente anormales. ¿Por qué no los buscas?

—He descubierto a algunos. Rondan a los actores que representan papeles de mujeres. ¿Pero qué pueden decirme? Sólo lo que ya sé. No existe solución a nuestro problema.

Mats siguió hablando. Ya no bebía, pero el halin le estaba produciendo un efecto cada vez más evidente. Tropezaba con las palabras, de vez en cuando se interrumpía, confundido, como si no lograra recordar lo que estaba diciendo. Cuando levantó la vista, sus ojos tenían una expresión vacía, con las pupilas tan contraídas que apenas pude verlas.

Los dos elementos de la cultura hwarhath estaban demasiado separados. No existía forma de que un hombre conociera mujeres, salvo las de su linaje, y los miembros del Pueblo consideraban el incesto como algo horrendo. (El sexo con los animales es una forma comparativamente suave de perversión y —lo cual resulta muy interesante— el género del animal no tiene importancia. No es peor practicar el sexo con una yegua o con una coneja.)

No había una subcultura heterosexual, ni una subclase de hombres y mujeres que hicieran el amor entre sí. Matsehar podía masturbarse mientras tenía fantasías con mujeres imaginarías, que a menudo eran inquietantemente parecidas a sus primas. Podía rondar a los actores que representaban papeles femeninos, y a los hombres que se sentían atraídos por ellos. En ocasiones lo hacía, pero debajo de los trajes y del amaneramiento, los actores eran hombres. Sus amantes eran una ilusión.

—Nada de esto es real. Nadie es la persona que desea ser. Nadie hace el amor con la persona con la que sueña.

Podía pensar cosas horribles y espantosas sobre la seducción y la violación.

—Ya no voy a mi casa. Tengo miedo de ser como un hombre de una obra. Violento. Loco.

La situación había dejado de ser graciosa. El pobre chico se estaba haciendo pedazos delante de mí, y lo que yo quería hacer —abrazarlo y decirle: «Bueno, bueno, la vida es un infierno»— no era posible.

—¿Qué quieres que haga? —le pregunté.

—¿No hay algo que sepas, algo que puedas decir y que me haga esto soportable?

¿Por qué yo?

Porque yo tenía una perspectiva que nadie más tenía; porque yo veía su cultura desde fuera; y tal vez porque él se veía a sí mismo como un proscrito —alguien que vive fuera de la ley— y me veía a mí como alguien aún más al margen de la sociedad.

En una ocasión, busqué la palabra «margen». Entre otras cosas, significa tierra sin aprovechar que forma la orilla de un terreno aprovechado.

—Mats, lo único que puedo decirte es que te concentres en lo que tienes. En cierto sentido, somos opuestos. Yo tengo a Gwarha, que supongo que es lo que tú quieres: el gran amor, la protección contra la soledad, y un cuerpo cálido en la cama. Créeme, no subestimo ninguna de esas cosas. Pero he perdido a mi familia, mi nación, y a los de mi especie; y aunque puedo practicar mi oficio, mi habilidad con la lengua, no puedo ofrecer a mi propia gente lo que he aprendido.

»Tú tienes al Pueblo, tu linaje y tu arte. No subestimes ninguna de esas cosas.

Él sacudió la cabeza.

—No es suficiente.

—Es todo el consuelo que puedo darte.

Hablamos un rato más. Mats era cada vez menos coherente.

Finalmente le dije que lo acompañaría a su habitación. Creo que él solo no habría llegado.

Nos detuvimos ante su puerta. Colocó en ella la palma de la mano y se volvió hacia mí.

—Ojalá pudiera amarte, Nicky.

En ese momento no tenía un aspecto especialmente atractivo. Sinceramente, no podía decirle que lamentaba que fuera heterosexual. Le dije que se fuera a dormir. Entró tambaleándose. Cerró la puerta. Miré a mi alrededor hasta que encontré la cámara que cubría aquel sector de pasillo. No cabía duda, nos había enfocado.

Regresé a mi sector de la estación. Junto a la puerta que conducía de mis aposentos a los de Gwarha brillaba una luz de color ámbar. Eso significaba que los suyos estaban abiertos. Una invitación. Entré.

Estaba tendido en el sofá, en la sala delantera, vestido con el atuendo hogareño típico de los hombres hwarhath. Es una mezcla de kimono y albornoz, lo más llamativo posible. No recuerdo cuál llevaba puesto aquella vez. Tiene muchos, en su mayoría regalos de sus parientas, que lo adoran. Digamos que éste era de brocado de Borgoña, reciclado hacía mucho tiempo pero muy ostentoso en su época. Tenía estampados unos monstruos que se retorcían entre flores, y bordados en oro las mangas y el ruedo.

Cuando entré, levantó la vista y dejó a un lado un ordenador de lectura, plano y pequeño.

—¿Cuál es la frase que emplean los humanos? Si no te conociera, diría que has estado bebiendo.

—Matsehar se ha retirado. Estaba muy borracho. Yo me he emborrachado un poco. Creo que he parado a tiempo, pero Mats se sentirá tan enfermo como un pequeño animal doméstico de la Tierra.

—Tus problemas con él han quedado resueltos. —Era una pregunta.

—No creo que siga escondiéndose cuando me vea, pero no se interesa sexualmente por mí. En absoluto.

—Bien. No me resulta fácil contenerme cuando tienes ganas de mirar a los demás.

Me senté en el borde del sofá.

—Ya sabes, hay quienes viven peor que yo.

—Sin duda —respondió Gwarha.

Cogí una de sus manos y acaricié el pelaje del dorso, de color gris acero y suave como el terciopelo; luego se la volví y besé la palma oscura y lampiña.


Del diario de Sanders Nicholas,

portador de información agregado al personal del Primer Defensor Ettin Gwarha

CODIFICADO PARA QUE NADIE PUEDA LEERLO

X

Regresó una noche y en cuanto la puerta se abrió notó olor a café.

—¿Nicholas? —llamó mientras entraba.

La habitación estaba totalmente a oscuras, salvo por la única lámpara que brillaba en el extremo del sofá. Allí estaba Nick, con los pies encima de la mesa, como de costumbre. (La madera brillaba con un matiz gris perla.) Sostenía un tazón en la mano. Delante de él, la pared había desaparecido y una oscura ladera descendía hasta una bahía llena de luces destellantes.

Anna reconoció el ritmo entrecortado y los colores: naranja y azul claro. Era su advertencia según el C.E.I. Peligro. Amigo desconocido. Peligro.

—¿Qué demonios…? —preguntó.

—Es el equivalente hwarhath de las fotos de vacaciones. Las toman cada vez que aterrizan en un planeta. Sabía que tenía que haber algo de tu tierra. ¿Cómo dijiste que se llama?

—Reed 1935-C.

—Eso es. He pensado que tal vez te gustaría ver la grabación.

La escena se desdibujó: una colina oscura y una bahía iluminada. Anna dijo algo, no supo qué; pero sintió un dolor en la garganta y le resultó difícil hablar. Un instante más tarde sintió que él la rodeaba con sus brazos.

—No tenía intención de herirte, Anna.

El cuerpo de Nicholas era anguloso y musculoso. De su ropa emanaba un perfume limpio y penetrante que no reconoció. ¿Era el jabón de los alienígenas?

—Siéntate. —Él la guió hasta el sofá y se apartó. Ella se enjugó las lágrimas. Se encendió la luz del techo. El paisaje que tenía delante desapareció—. Vuelvo enseguida —dijo él.

Regresó con otro tazón.

—He añadido un poco de coñac. El general consiguió una buena provisión en Reed. Bueno, ¿qué ocurrió? ¿Cómo es que he metido la pata de esa forma?

—Nos echaron. No sólo a mí. A todos. Y no permitieron que nadie regresara. Ahora el planeta es vulnerable. Los hwarhath pueden encontrarlo.

Él asintió.

—A veces me avergüenzo de mi propia especie. ¿Por qué utilizaron ese planeta para las negociaciones? Sin duda podrían haber encontrado un mundo en el que no hubiera nada que mereciera la pena estudiar.

—No sé. —Bebió el café.

—Bueno, han perdido el planeta, a menos que las negociaciones que se llevan a cabo aquí funcionen. ¿A eso te referías cuando dijiste que tu carrera estaba arruinada?

Ella asintió.

—Mi especialidad es la inteligencia no humana. ¿Qué me queda si no puedo llegar a los seudosifonóforos? Puedo perder el tiempo estudiando animales de otros planetas que no son ni siquiera tan brillantes como los delfines. Puedo perder el tiempo en la Tierra, estudiando los delfines. Eso, suponiendo que consiga una subvención. ¿Has puesto coñac en el café, o café en el coñac?

—¿Quieres que cambie la proporción?

—Creo que sería conveniente un poco más de café.

Él volvió a llenarle el tazón y luego dijo:

—¿Te molesta si apago la luz del techo? A los miembros del Pueblo les gusta tener un entorno relativamente oscuro cuando se relajan, y creo que me he acostumbrado. Las luces brillantes me dan la sensación de que tengo que ir a trabajar.

—De acuerdo.

La luz se apagó y la habitación volvió a quedar totalmente a oscuras, salvo por la lámpara del extremo del sofá. Nicholas se sentó donde estaba antes, junto a la lámpara, y cogió su tazón. Anna vio el brillo metálico en su muñeca, el brazalete que llevaba puesto la última vez que había hablado con él.

—Entonces el general te hizo un favor cuando pidió a los humanos que te enviaran. Aquí estás, rodeada de inteligencia extraña.

—No es lo que yo esperaba. Me paso el tiempo escuchando a Eh Matsehar hablar de Macbeth y a Hai Atala Vaihar de Moby Dick.

—Eso cambiará —aseguró Nicholas—. Vaihar ha localizado un ejemplar de Las aventuras de Huckleberry Finn. Estaba en los archivos que vaciamos en tu estación. Ya ha empezado a hacerme preguntas sobre el libro. Le he dicho que hable contigo. Leí tus notas de investigación. También estaban en los archivos de tu estación. No creo que tus animales sean inteligentes.

—¿Por qué no?

Él guardó un instante de silencio.

—Por varias razones. ¿Quieres que hable de eso? Anna, no quiero que vuelvas a llorar.

—No lloraré.

Él expuso sus motivos. En general era el mismo argumenta que había oído esgrimir a sus colegas de Reed 1935-C. Los seudosifonóforos no tenían una cultura. El suyo no era un lenguaje real. No tenía gramática; al carecer de gramática, los extraños no podían hablar de secuencia ni de consecuencia.

Nick dijo:

—Supongo que la inteligencia tiene algo que ver con el grupo y con el hecho de relacionarse, y tal vez con la causa-y-efecto.

»No veo para qué necesitarían desarrollar un lenguaje. Nosotros utilizamos el lenguaje para codificar la experiencia, para expresarla de forma que otras personas puedan comprenderla. Cuando hemos hecho eso, podemos compartir lo que sabemos. Así es como enseñamos y aprendemos. Pero si uno de tus individuos quiere aprender algo, todo lo que tiene que hacer es comerse otro seudosifonóforo. Por lo que deduzco de tus notas, ésta es la forma primaria en que transmiten la información. Funciona, sin duda, y significa que no necesitan recurrir a formas complicadas de comunicación.

»Salvo en la época de apareamiento. Ésa es la única ocasión en que se acercan unos a otros. El resto del año llevan una vida solitaria, por temor a ser comidos; y los individuos realmente grandes, los que deberían ser más inteligentes y estar mejor informados porque se han comido a la mayor parte de sus parientes, esos individuos siempre son solitarios. Ya no se aparean.

Ya no se sentía desdichada. Tal vez era por el coñac del café, o por el placer de escuchar los argumentos de Nick, aunque no estuviera de acuerdo con ellos.

—Eso me lleva al último motivo por el que pienso que tus individuos no son inteligentes. No están bastante interesados en el sexo. —La miró. Anna vio el destello blanco de una sonrisa.

—¿Qué estás diciendo? Viste la bahía. Viste el océano.

—Eso fue durante la época de apareamiento. Pero los humanos no tenemos época de apareamiento, y los miembros del Pueblo tampoco. Somos sexualmente activos y estamos constantemente interesados en el sexo.

»Supongo que hay beneficios evolutivos en estar sexualmente excitado todo el tiempo. Te mantiene fuertemente interesado por otras personas, y te da motivos para estar en buenas relaciones. Nos mantiene unidos. Si vamos a acostarnos con alguien, tenemos que llevarnos bien.

Anna sacudió la cabeza.

—Hay montones de animales que forman comunidades.

—No como las nuestras. No se me ocurre ningún animal que esté tan intensa y continuamente interesado por sus iguales como nosotros y los miembros del Pueblo.

»Si tus individuos perdieran su época de apareamiento, si estuvieran interesados en sus iguales todo el tiempo, si los ejemplares grandes conservaran algún interés por el sexo, entonces tal vez se verían obligados a crear una cultura. Quizás empezarían a desarrollar un auténtico lenguaje. Tal vez empezarían a ser inteligentes.

—¿Estás planteando esto en serio? —preguntó Anna.

Él se echó a reír.

—Lo más probable es que no. Pero hablo en serio con respecto a la falta de una cultura, y tal vez querrías escuchar lo que tengo que decir de la lengua. Ése es un tema del que algo sé.

»He venido a decirte algo y me había olvidado. Las mujeres hwarhath se están impacientando. Quieren hablar contigo otra vez; pero el general no quiere soltarme. Así que las mujeres llevarán su propio traductor; es una mujer. Yo asistiré a un par de encuentros para supervisar su trabajo. Después me retiraré, lo cual es una pena. Tengo el presentimiento de que las mujeres van a resultar mucho más interesantes que los diplomáticos. Pero el general ha hablado. Había venido para decírtelo. No sé muy bien por qué he terminado analizando tus criaturas. —Dejó el tazón. Ella volvió a ver el brillo del brazalete de oro y jade—. No. Es mentira. He empezado a hablar de las criaturas porque te ha turbado mucho la grabación, y tu reacción me ha inquietado. El conocimiento es el único consuelo seguro. Creo que te lo dije una vez. Y sólo hay dos actividades que te hacen olvidar siempre el sufrimiento de la vida: practicar el sexo y jugar con las ideas —se puso de pie—. ¿Quieres que me lleve la grabación?

—No. Déjala.

Él le señaló a manejar el proyector y luego le dio las buenas noches. Cuando se fue, ella puso la grabación. La pared volvió a desaparecer y Anna contempló la colina donde se alzaba el recinto de los diplomáticos. ¿Dónde se había alzado?

Sus animales emitieron mensajes destellantes. Anna se bebió el resto del café con coñac. Nick estaba equivocado, pensó, influido por el tipo de inteligencia que poseían los humanos.

Imaginó los miembros adultos de sus criaturas flotando en las corrientes oceánicas y arrastrando los zarcillos que se extendían un centenar de metros o más. Sus cuerpos en forma de campana contenían una docena de cerebros, apenas visibles a través de la carne transparente. Tenía que existir una razón para tantas neuronas y tanta información. Imaginó intelectos enormes, fríos, solitarios, dedicados a la contemplación, una especie para la que el desapego era natural. Para ellos era innecesario el Paso Multiplicado por Ocho. Las Cuatro Verdades Nobles estaban fuera de lugar. No se preocupaban por la lujuria ni por la avaricia. No necesitaban que el Mono les llevara cestos llenos de Escrituras. Ya habían conseguido algún tipo de ilustración.

En ese momento se dio cuenta de que el coñac le estaba haciendo efecto.

Fue al cuarto de baño y se dio una ducha. Después se metió en la cama. Cubría el techo una nebulosa rosada cuyos filamentos hacían que pareciera una rara neurona. Más allá y a su través brillaban multitud de estrellas.

XI

Al día siguiente comentó con sus colegas la conversación.

—Es una lástima que pierdas el contacto con él —comentó el capitán Mclntosh.

—¿Por qué? —preguntó Anna.

—Me gustaría tener la posibilidad de conocerlo mejor —le respondió Mac—. Directa o indirectamente.

—Nada de conspiraciones, capitán Mclntosh —intervino Charlie Khamvongsa.

—Pertenezco al ejército regular, amigo. No nos dedicamos a conspirar. Pensamos estratégicamente.

Charlie se echó a reír.

—De acuerdo. Pero deje tranquilo a Nicholas Sanders.

Hai Atala Vaihar la acompañó de regreso por los pasillos fríos y brillantes de la estación.

—¿Le contó Nicky que encontré el otro libro?

—Sí.

—¿El río es real? ¿Existe en la Tierra?

—¿El Mississippi? Sí.

—Me gustaría verlo.

Anna decidió no contarle cuánto había cambiado: con los bosques talados, casi todos los remansos secos, el río mismo reducido (en muchos sitios) a un canal recto y estrecho, con apenas profundidad para la navegación. Los animales —águilas y garzas, peces, almejas, osos, pumas, venados, mapaches y zarigüeyas— habían desaparecido casi por completo.

Trescientos años de civilización. Cien años de la Gran Sequía del Medio Oeste. Ahora resultaba doloroso leer a Mark Twain.

—Mi país se encuentra en el interior —comentó Vaihar—. Y me crié cerca de un río, aunque no era un río grande. Solía explorar el fondo e ir a las islas. —Hizo una pausa—. No entiendo qué ocurre entre Huck y Jim.

—Hace años que leí el libro.

—Si fueran miembros de mi especie, sabría exactamente qué sucede, y diría que está mal. Son de diferente edad. Siempre hay que proteger a los niños. Pero… —Arrugó el entrecejo y se detuvo en medio del pasillo—. Parecen tener la misma edad. El chico no ha recibido cuidados suficientes, y al hombre no se le ha dado suficiente autonomía. De modo que el chico parece un hombre, y el hombre tiene algunos de los rasgos de un chico. ¡Qué raro! ¡Los humanos lo mezclan todo!

Siguió caminando y Anna avanzó con él.

Cuando llegaron a la entrada de los aposentos de los humanos, Vaihar habló de nuevo.

—Hay un momento en que los chicos empiezan a enamorarse unos de otros como debe ser. Sueñan con escapar. —Miró a Anna brevemente—. Por lo general descubren el amor al mismo tiempo que comprenden cuánto debemos a nuestras familias y al Tejido. La infancia casi ha terminado. La edad adulta se acerca.

»No es una etapa fácil. Queremos… —hizo una pausa— huir, eludir toda responsabilidad. No nos interesa nada más que nuestro amor.

»Este libro es eso. El sueño de una huida. Pero nada es correcto. Nada es exactamente como debería ser. Creo que comprendo, y luego no comprendo. Es muy turbador.

La dejó. Ella entró en sus aposentos.

Esa noche Anna siguió mirando la grabación. Sus alienígenas habían vuelto a su mensaje azul y verde. Yo soy yo. No pretendo hacer daño. El mensaje brilló débilmente entre la lluvia. Pudo ver las luces amarillas de la estación de investigación en el extremo de la bahía. Los hwarhath debían de estar allí cuando se realizó la grabación, registrando los ordenadores e interrogando a sus amigos. Imaginó a los miembros del Pueblo, precisos y corteses, recorriendo los conocidos pasillos, como bailarines o contables.

Pocos días más tarde, Vaihar reapareció en las negociaciones, y esa tarde Nicholas se quedó de pie en la entrada de los aposentos de los humanos. Iba vestido con su ropa de paisano: el raro atuendo de color castaño.

—Tsai Ama Ul quiere hablar contigo.

—De acuerdo.

Fueron a la sala en la que habían estado anteriormente. Dos mujeres los esperaban. Anna reconoció a una de ellas: la mujer de Tsai Ama, esta vez vestida con una túnica blanca y plateada. La segunda mujer era de la misma estatura que Anna, delgada, con una túnica de color azul verdoso sencilla, sin brocados, aunque las piezas mostraban un brillo sedoso. Su pelaje era tan negro como el de Tsai Ama Ul.

—No mires a Ul a los ojos —le indicó Nicholas en voz baja—. Pero la otra mujer es tu igual. Mírala de frente. Asegúrate de colocarte por delante de mí. Yo soy el más joven aquí, y no estoy relacionado con nadie más que contigo.

Anna estaba lo bastante cerca para ver que la mujer delgada tenía ojos de color azul verdoso. Unos tachones plateados bordeaban sus enormes orejas.

—Detente —le dijo Nick.

Ella obedeció.

—Ya conoces a la mujer de Tsai Ama. Ésta otra es Ama Tsai Indil. Los dos linajes están asociados. En otro momento te explicaré lo que eso significa —le aclaró él—. Ésta es Pérez Anna.

—Me alegro de conocerla —dijo la mujer delgada. De voz profunda y ronca, hablaba un inglés excelente.

Tsai Ama Ul habló en su propia lengua. Anna entendió una sola palabra: Nicky.

—Debemos sentarnos —señaló Nicholas—. Yo debo cuidar mis modales y no causar problemas.

Ama Tsai Indil dijo:

—Ésa es una traducción libre. Mi… ¿cómo debería decir? ¿Mi prima? Mi prima es más cortés que eso.

—Digamos socia más antigua —respondió Nicky—. No existe una traducción adecuada.

Se sentaron: Nicholas detrás de Anna y a un lado, y las dos mujeres frente a ella.

Tsai Ama Ul se inclinó hacia delante y habló:

—Ha pasado demasiado tiempo, y estamos dejando muchas cosas en manos de los hombres. No estoy segura de que sea una buena idea. La obligación de los hombres es buscar enemigos. Es posible que vean enemigos cuando éstos no están presentes. Sin duda forma parte de la naturaleza de los hombres pensar en el peligro que puede encerrar cualquier situación nueva, y cuando se encuentran con desconocidos buscan armas.

»Tal vez ésa no es la reacción adecuada, y aunque no cabe duda de que es responsabilidad de los hombres tratar con vuestros hombres, no es responsabilidad suya, y tampoco su derecho, tratar contigo.

»Voy a hacerte más preguntas sobre tu pueblo, Pérez Anna. Por favor, responde directamente. Temo que si no encontramos una forma de hablar entre nosotras, tendremos que aceptar las decisiones que los hombres tomen por suspicacia y temor.

Pasó las dos horas siguientes hablando, una vez más, de la vida en la Tierra.

La mujer delgada traducía la mayor parte de sus palabras. De vez en cuando Nicholas la corregía o discutían el significado de una palabra.

Finalmente, Tsai Ama Ul dijo:

—En mi opinión está claro que las viejas maneras de comprender el comportamiento no van a funcionar. Sois demasiado distintas.

»Pensé que no tendría problemas. Soy erudita y he estudiado vuestra cultura. Pero debo confesar que me siento incómoda y tal vez temerosa. —Hizo una pausa y agregó algo rápidamente—. La mujer de Tsai Ama dice que no son las armas lo que la atemoriza. Quiere que lo entiendas. Nuestros hombres nos han dicho que pueden enfrentarse a la violencia de los hombres humanos.

»Pero una cosa es conocer las rarezas desde la distancia, y otra tenerlas delante de los ojos.

La traductora terminó de hablar y Tsai Ama guardó silencio. Anna tuvo la impresión de que estaba reflexionando. Finalmente habló.

Esta vez fue Nick quien tradujo sus palabras.

—La mujer de Tsai Ama dice que por ahora tiene toda la información que puede asimilar. Necesita pensar. Debemos marcharnos.

Se pusieron de pie. Tsai Ama Ul alzó la mirada y habló por última vez. Nicholas rió al oírla, asintió y señaló la puerta. Anna salió delante de él.

Cuando estuvieron en el pasillo, Anna preguntó:

—¿De qué hablabais?

—¿Con Ul? Me estaba felicitando por comportarme de una forma medianamente decente.

—¿Es amiga tuya? Te ha llamado Nicky.

—Nos complementamos. A ella le interesa la humanidad. Le servimos de comparación o de control cuando reflexiona acerca de la historia de su propia gente.

Llegaron a la puerta de los aposentos de Anna. Ésta abrió con la palma. Nick se despidió y se marchó.

Anna entró y activó el holograma: un día soleado en Reed 1935-C. La bahía era azul y las colinas doradas. Unas nubes altas y delgadas se acercaban desde el mar. ¿Cómo se llamaba aquello? ¿Cielo aborregado? Sus criaturas no aparecían, pero vio aviones que sobrevolaban la estación y la colina del recinto. Las alas en abanico de los hwarhath, que iban y venían desde la base en la isla.

Tenía que ser posible hacer una triple comparación entre los humanos, los hwarhath y sus criaturas de la bahía. ¿Es necesaria una cultura? ¿Qué es la lengua? ¿En qué medida es importante el sexo? Ahí había material suficiente para docenas de artículos, y ningún humano tenía acceso a tanta información sobre los hwarhath como Nicholas. Tal vez estuviese dispuesto a ser el coautor. ¡Madre mía, poder utilizar todo lo que él sabía del Pueblo!

Pero eso no sería posible a menos que las negociaciones tuvieran éxito. Empezó a sentir una firme determinación. Había que lograr que las negociaciones prosperaran.

XII

En mi despacho había una nota. Gwarha se había ido a casa. Podía reunirme con él, si quería. Eso significaba que era una invitación, no una orden.

Me fui a casa y me lavé. Él no había cerrado por su lado la puerta que comunicaba nuestros aposentos. Tenía activado un holograma: un paisaje. La luz del sol surgía de un extremo de la habitación, y vi una pared tosca de piedra gris, alta y rota. En el suelo, delante de la pared, había fragmentos de roca; por una abertura se veían árboles de follaje cobrizo que temblaba con el viento.

Cubría la piedra una planta semejante a un liquen. Las manchas que formaba eran amarillas en su mayoría. Algunas, plateadas. Aquí y allá, algunos puntos y listas rojas.

Conocía el lugar. Había estado allí con Gwarha en una de nuestras visitas a su hogar. Se trataba de una antigua fortaleza que se alzaba, en el desierto, en lo que había sido el límite de Ettin. Ahora el límite estaba mucho más lejos. La fortaleza pertenecía a los tiempos en que Ettin empezaba a expandirse.

Habíamos trepado por las ruinas y Gwarha me había hablado del constructor de la fortaleza, un antepasado suyo, un hombre resuelto y sumamente cruel. En sus tiempos, el linaje de Ettin había doblado con creces su tamaño. Otros dos linajes habían sido destruidos, sus hombres asesinados, sus mujeres y niños incorporados. Nada podía detener al antepasado, salvo una palabra de su madre o de su hermana mayor. Era un hijo y hermano devoto. Las mujeres de su familia eran políticas famosas. Lo que no podía hacer con la espada, podía hacerlo con el lenguaje. ¡Qué combinación!, decía Gwarha.

Era un día cálido de finales de la primavera. Las ruinas estaban secas y llenas de polvo. Finalmente nos marchamos y bajamos hasta el arroyo que corría más abajo de la fortaleza, envuelto en las sombras que proyectaban los árboles de color rojo cobrizo. Bebimos. Después Gwarha se quitó la ropa y nadó.

Decidí no intentarlo. El arroyo bajaba de las montañas y para mí era demasiado frío. El chapoteó y corrió de un lado a otro como un niño, buscando las cosas que suelen encontrarse en un arroyo: piedras, peces y animales con demasiadas patas. El pez huyó asustado, por supuesto, pero Gwarha, logró encontrar un bicho largo, chato y segmentado, con un par de patas en cada segmento. ¡Eh, Nicky, mira esto! ¿No es fantástico?

Se retorció en su mano. En un extremo tenía mandíbulas, o tal vez tenazas. En el otro, dos antenas largas y estrechas que se agitaron en el aire.

Muy bonito, le respondí. La criatura se agitó un poco más y él la soltó.

Después decidió que sería divertido empujarme al agua. No logró hacerlo, pero de todos modos quedé bastante mojado. Subimos hasta el patio de la fortaleza. Extendí mi ropa para que se secara e hicimos el amor. Gwarha se quedó dormido. Yo me quedé tendido al sol, con su pelo aún húmedo contra mi cuerpo.

Tuve la impresión de que me había llevado allí con algún propósito. Incluso de que había planeado hacer el amor. Era una exhibición para su antepasado. «Mira dónde he estado, viejo. En sitios que ni siquiera imaginas. Mira lo que he capturado y traído a casa.»

Me deslicé en un duermevela del que surgió uno de esos sueños vividos y casi racionales. Había alguien en el patio. Me puse de rodillas. Gwarha estaba tendido a mi lado, dormido.

Delante de mí había un hwarhath de pie, con el pelaje plateado por la edad. Tenía puesta una túnica de malla que le llegaba a las rodillas. A un costado llevaba colgada una espada.

Y tenía una daga, con la hoja descubierta y que brillaba a la luz oblicua del atardecer.

El antepasado, por supuesto. Era una versión exagerada de la complexión física característica de Ettin: bajo y muy corpulento, de brazos y piernas gruesos. Una cresta de pelo oscuro se elevaba sobre la parte superior de su cabeza descubierta. Su rostro era ancho, chato y horrible.

Gwarha se incorporó y pareció asustado.

—¿Qué te ocurre, muchacho? —preguntó el antepasado. Hablaba en la lengua de Ettin; yo la conocía, pero apenas logré entenderlo.

»Si quieres joder con un enemigo, perfecto. Pero no vas a dormir con él. Así tendrías que haber terminado.

Me cogió del pelo y me echó la cabeza hacia atrás. Después me cortó el cuello.

Me desperté. Tuve suerte. Si hubiera seguido durmiendo, habría cogido una insolación. Gwarha seguía dormido; sólo se había despertado en mi sueño. Me levanté y toqué mi ropa. No había terminado de secarse. Me agaché a la sombra, junto a la pared, con la espalda contra la piedra caliente y rugosa, y esperé hasta que él se volvió, gruñó y se incorporó. Aún estaba nervioso, como si el anciano anduviera cerca, blandiendo su cuchillo.

Aquello había ocurrido hacía varios años; pero no me sentí cómodo mirando la pared. El liquen —el rojo— tenía el color de la sangre seca. Sólo la Diosa sabía por qué Gwarha había decidido colocar esa escena en el extremo de su sala de estar. Toqueteé el proyector hasta que encontré algo que me gustaba más: cabrillas sobre el Round Lake de Ettin. Sobre las aguas encrespadas se deslizaba una embarcación de velamen rojo.

Me senté a mirar. La embarcación era una barca de recreo, estrecha y rápida. Escoró, empujada por el viento que inflaba sus enormes velas rojas.

Al cabo de un rato, Gwarha entró y se quedó de pie detrás de mí. Acababa de salir de la ducha. Percibí el olor de su pelo húmedo y del jabón aromático.

—No te gustaba la fortaleza.

No.

Me tocó el hombro con la mano.

—Después de que me contaras el sueño, fui a ver a una adivina. ¿Nunca te lo había contado? Me dijo que había enfurecido al viejo. Celebré algunas ceremonias. No me gustaría mantener una disputa con él.

»La adivina me dijo otra cosa. —La mano se movió entre mi pelo—. Existe una brecha entre el mundo del viejo y el mío, una brecha que no puede salvarse. Intenté hablarle, llamarlo desde el otro lado del vacío. Deja que los viejos sigan muertos, me dijo ella. Su estilo de vida ya no existe.

»He estado contemplando la pared y pensando en sus palabras. ¡Ah! Ella tiene razón. Pero no logro ver cuál tendría que ser el nuevo estilo de vida. No sé cómo seguir adelante. ¿Qué voy a hacer, Nicky?

No respondí. Gwarha ya había oído todas mis teorías y todos mis consejos.

Delante de nosotros, la embarcación —la barca de recreo— volcó. Por un instante quedó inmóvil sobre el agua; finalmente se enderezó.

—¿Es un presagio? —pregunté.

—No. Los presagios se dan en el mundo real. Deberías saberlo. Nadie ve jamás el futuro en un holograma.

—De acuerdo.


Del diario de Sanders Nicholas,

portador de información agregado al personal del Primer Defensor Ettin Gwarha

CODIFICADO PARA QUE SÓLO LO LEA ETTIN GWARHA

XIII

Un par de días más tarde, Anna se quedó con sus colegas hasta el anochecer. El capitán Mclntosh la acompañó hasta la entrada.

—Si ve al portador Sanders, entréguele esto —le tendió una carpeta.

—¿Qué es?

—Una copia de su expediente. Échele un vistazo, si quiere No hay nada que se considere secreto.

—¿Para qué quiere que él lo vea?

—Es posible que le interese. Contiene información sobre su, familia.

Anna cogió la carpeta, la llevó a sus aposentos y se sentó a leer.

Sanders, Nicholas Edgar, fecha de nacimiento 14/7/89. Lugar de nacimiento, DeCaugh, Kansas. Sus padres eran Genevieve Pierce, doctora en medicina veterinaria, y Edgar Sanders, especialista en tecnologías tradicionales, empleado en la Administración de Salvamento Agrícola. Tenía una hermana tres años más joven: Beatrice Helen Pierce.

Educación: las escuelas públicas locales, y más tarde la Universidad de Chicago. Obtuvo la licenciatura en letras en el año 2110. (Anna hizo algunos cálculos y dedujo que seguramente se había saltado uno o dos cursos.) Su especialidad había sido la teoría lingüística; su asignatura secundaria, la informática. Inmediatamente después de obtener la licenciatura, se había unido a las Fuerzas Armadas Unificadas. Prosiguió sus estudios, esta vez en la Universidad de Ginebra. También en este caso su especialidad fue la teoría lingüística. Su historial se interrumpía en el 2112.

Tres años más tarde se encontraba en una nave espía que resultó capturada en el espacio hwarhath. En el intervalo debió de dedicarse a trabajar en el lenguaje hwarhath.

Una historia extrañamente escueta. No había indicios de una vida privada. ¿La había tenido? ¿A ella le importaba?

Miró el resto del expediente. Su hermana se había formado en la Universidad de Wisconsin, se había casado y tenía una hija llamada Nicole. El matrimonio había acabado en divorcio. La hermana vivía en Chicago y trabajaba como organizadora sindical. Había una foto, un holograma de una mujer alta de cuarenta y tantos años, delgada y de pelo rubio y revuelto. Entrecerraba los ojos a la luz del sol y sonreía: la misma sonrisa de Nick, su misma postura, un poco encorvada y con las manos en los bolsillos. Llevaba téjanos, camisa roja desteñida y una chaqueta de dril con distintivos en la solapa. Anna no logró ver a qué correspondían los distintivos.

Junto a ella estaba su hija: delgada y desgarbada, de piel café con leche y pelo corto y rizado; una chica de once o doce anos que, evidentemente, iba a ser alta. Llevaba téjanos y una camisa negra de manga corta. En la pechera, en letras rojas, se leía: No te lamentes. Organízate.

Pasó a la otra imagen, ésta en dos dimensiones. Una pareja ante un auditorio. La imagen había sido tomada de lado y, evidentemente, era una instantánea. Un hombre y una mujer, ambos altos y delgados, muy erguidos. Los dos tenían el pelo blanco. La mujer llevaba el suyo recogido en dos trenzas que le rodeaban la cabeza. El hombre lo llevaba hasta los hombros y lo tenía rizado. Poseían una elegancia estilizada que a Anna le recordaba la de las garzas.

Leyó su ficha. Se habían retirado a Fargo, Dakota del Norte, y aún vivían. (La foto había sido tomada cinco meses antes durante una conferencia dictada en la universidad local en honor a Thomas McGrath, poeta de Dakota del Norte.)

(¿Por qué alguien se retiraría a Fargo?) Genevieve tenía ochenta y cinco años; Edgar, ochenta y tres. Ambos trabajaban activamente en la iglesia metodista local y en varias organizaciones preocupadas (principalmente) por los temas ambientales y sociales.

Fanáticos de las causas. Nicholas provenía de una familia de defensores de causas nobles.

Volvió a mirar las imágenes: la hermana con el pelo rubio al viento, la sobrina joven y seria, los padres que parecían garzas.

¿Algo de todo aquello encajaba con el hombre que ella conocía?

Cerró la carpeta y se metió en la cama. Era raro estar acostado en esa oscuridad, a cientos de años luz de casa, y pensar en personas que habían pasado su vida en el Medio Oeste norteamericano y que podían morir en aquella tierra que se secaba lentamente y se cubría de polvo, donde los ríos se hacían menos profundos, las fuentes no manaban y el cielo se llenaba de nubes pardas.

Al día siguiente llamó a Nicholas y le pidió que fuera a verla. Él llegó por la tarde, una vez concluida la reunión del día, todavía vestido con su uniforme de guerrero espacial, con las botas negras y altas.

Le entregó la carpeta. Él se sentó y la leyó. Cuando terminó de leer, miró las dos imágenes. Finalmente levantó la vista. Su rostro parecía una máscara.

—¿De dónde has sacado esto? —Ella nunca le había oído hablar en aquel tono. Un tono glacial.

—Me la dio el capitán Mclntosh. Me dijo que te la entregara.

—¿Por qué? ¿Qué se supone que debo hacer?

—Nada. Pensó que podía interesarte la información sobre tu familia.

—¿Porqué?

—Por Dios, Nick, es tu familia.

Él juntó las páginas y las enderezó de modo tal que todos los bordes quedaran a la misma altura; luego colocó las imágenes encima y cerró la carpeta. Cada movimiento era preciso y airado.

—No sé qué esperáis que haga —dijo en voz baja—. ¿Que me eche a llorar y diga que haré cualquier cosa, sólo por ver a mi madre y a mi padre antes de que mueran? ¿Que diga que tengo que ver a esa sobrina que, evidentemente, lleva ese nombre por mí, si es que existe, si no es una invención del servicio de información?

»Estoy aquí. Nunca volveré a casa. He tomado partido. No puedo ser comprado ni atemorizado, ni seducido ni estafado. No hay trato, absolutamente ningún trato que pueda hacerse conmigo.

»Ahora bien. ¿Por qué el capitán Mclntosh quería que viera esta carpeta?

Anna estaba al borde de las lágrimas.

—Nick, no lo sé.

Él suspiró y se reclinó en la silla.

—Tal vez tú no lo sepas. Anna, esta gente es odiosa. No permitas que te usen. Nunca aprenderán. Nunca mejorarán. Siguen persiguiendo sus propósitos. Siguen pensando que sus propósitos son lo único que importa. No estoy seguro de qué es lo que importa en la historia; pero los propósitos de los espías son triviales e insustanciales, maliciosos y nefastos. No te mezcles con ellos. —Se puso de pie y cogió la carpeta—. Dale las gracias al capitán Mclntosh por la información. No voy a pedirte que le digas que se vaya a la mierda. Debería darle esa respuesta personalmente.

Se fue y ella se echó a llorar.

XIV

Esperé hasta la noche para hablar con Gwarha. Una de nuestras reglas era que en público y durante las horas de trabajo yo tenía que comportarme más o menos como un oficial y un caballero. Sabía que quería estar furioso. Me habría gustado pasearme de un lado a otro y gritar. De modo que esperé hasta que él regresó a casa y le llevé la carpeta.

La leyó y colocó las dos imágenes en la mesa, ante él. Las miró y luego me observó a mí.

—Me resulta difícil ver los parecidos entre los humanos. Pero creo que se parecen a ti, sobre todo la hermana y su hija.

—Están intentando quebrarme. Intentaron secuestrarme. Ahora intentan apelar a cualquier cosa. A la lealtad familiar. ¿Sabes qué pensaría Lugala Tsu de esto?

—Él es un estúpido malintencionado. Su opinión no puede ser modificada por los hechos ni por la razón, de modo que no tiene sentido preocuparse por lo que opina. Lo importante es esto. —Miró la imagen de Beatrice y Nicole—. Tienes una descendiente, y la mejor posible. La hija de una hermana. De una hermana de tu sangre. —Creí percibir tristeza en su voz. Gwarha es el único hijo vivo que le queda a su madre. Sus parientes más cercanos en la siguiente generación serán los hijos de sus primas mujeres. Sus propios hijos (y está seguro de que los tiene) no contarán, por supuesto. Pertenecerán al linaje de sus respectivas madres—. ¿Le pusieron ese nombre por ti?

—¿Nicole? Supongo. Si existe. Gwar, quiero que tu gente de seguridad examine las imágenes y diga si puede determinar si han sido alteradas o falsificadas.

—¿Los humanos mentirían acerca de algo tan importante?

—Sí. Que yo sepa, toda mi familia está muerta. No tengo por qué creer nada de esto.

—Los de tu especie son despreciables. Diré a mi gente que haga lo que pueda. Pero no estoy seguro de que puedan descubrir un engaño —tocó la imagen de Beatrice y Nicole—. ¿Realmente crees que mentirían con respecto a esto?

Asentí.

Emitió un pequeño gruñido de disgusto y guardó las imágenes en la carpeta.

Me senté.

—Si alguna vez salimos de esto, quiero que volvamos a tu hogar. Quiero estar al aire libre. —Estiré las piernas—. Tal vez un viaje por las montañas. Mucho ejercicio, tanto sexo como sea posible, y no pensar en nada. ¡Jesús! Estoy cansado de pensar.

—Entonces no lo hagas. Yo me ocuparé del problema de Lugala Tsu. Deja de lado las maquinaciones de los humanos. Obedece las órdenes y haz tu trabajo. Ésa siempre es una alternativa, Nicky. Tú no necesitas conspirar. No tienes que manipular. No tienes que dedicarte a juegos estúpidos.

—¡Por la Diosa, eso parece tentador!

—Entonces actúa, o mejor dicho, no actúes. Quédate quieto y deja que los acontecimientos se sucedan por su cuenta. Si hay que hacer algo importante, se hará sin necesidad de que tú intervengas.


El zen y el arte de vivir entre extraños de pelaje gris. [?]

Del diario de Sanders Nicholas, etc.

XV

Anna pasó otra tarde con sus colegas. Etienne se fue a dormir temprano, lo mismo que Haxu, el menudo traductor chino. Los demás hombres se quedaron levantados: Charlie, Sten, el capitán Mclntosh, el doctor Azizi y Dy Singh que realmente practicaba el Skih con un turbante puesto.

Bebieron café con o sin coñac. Al cabo de un rato, Anna les habló de su conversación con Nicholas.

Charlie arrugó el entrecejo.

—Creía que habíamos convenido en que no habría conspiración, capitán.

—No estaba conspirando, muchacho. Pensé que al portador Sanders podía interesarle saber algo de su familia.

—¿Por qué le dio una versión cuidadosamente editada de su expediente?

—No podía darle la versión completa. Gran parte de la información es confidencial o privada; y no encontré ningún motivo para imprimir todo lo demás. Hay mucho material. Los del servicio de información tienen la manía de coleccionar información; y, por lo que sé, son totalmente incapaces de seleccionarla. De haber prestado atención, podría decirle qué número de zapatos calza y el resultado de cada examen al que se ha presentado. Nada de esto es interesante. Al parecer, siempre ha sido un joven corriente.

»E1 servicio de información se preocupó por su familia; sus parientes son demasiado activos en el plano social. Pero no encontraron nada en la historia personal de Sanders que les hiciera sentir preocupación por él como individuo; al final lo cogieron.

—No ha respondido a mi pregunta —comentó Charlie—. ¿Por qué le dio una copia de su expediente?

—Quería recordarle que era uno de los nuestros, y que aún tiene familia en la Tierra. Pensé que eso podía convertirlo… no en un amigo, pero sí en alguien más amistoso.

—Al parecer, lo puso furioso. —Charlie miró a Anna—. Si tienes ocasión de hacerlo, pídele disculpas. Dile que no teníamos intención de ofenderlo.

—Haré lo que pueda.

Dy se movió, inquieto, y adoptó una expresión grave. Dijo que no le interesaba Nicholas Sanders. Quería conocer la opinión de Charlie sobre el estado en que se encontraban las negociaciones. De modo que hablaron de ese tema. Charlie se mostró cauteloso pero optimista.

—En este momento tenemos dos objetivos. Uno de ellos consiste en establecer una línea permanente de comunicación. Eso es cada vez más probable o, al menos, posible. Y nos gustaría recuperar a cualquiera de los nuestros que esté en manos de los hwarhatb. Creo que esto se conseguirá. Ellos están evidentemente interesados en recuperar a sus jóvenes. Aunque no me hace ninguna gracia decirles qué pocos quedan vivos.

Todos guardaron silencio. Después el doctor Azizi preguntó cuánto tiempo podrían durar las negociaciones.

—No tengo respuesta para esa pregunta —dijo Charlie—. Pero me niego a darlas por concluidas antes de obtener algún logro. Ya concluimos una ronda de negociaciones habiendo fracasado absurdamente.

Contempló su copa de coñac y frunció el ceño.

—Sigo teniendo la impresión de que se nos escapa algo, alguna información importante. La imagen que se repite es la de una estación como ésta, que gira alrededor de una singularidad. Somos empujados y guiados por un hecho crucial que no podemos ver. —Levantó la vista y sonrió—. Que un diplomático se vuelva metafórico es una mala señal. Posiblemente me equivoque. Tal vez sabemos todo lo que necesitamos saber acerca de los hwarhath.

El doctor Azizi se echó hacia atrás y adoptó una expresión resignada.

—Pero aun así creo que estamos haciendo progresos —dijo Charlie con firmeza—. Y tengo la intención de quedarme hasta que pueda informar de que hemos tenido éxito.

Eh Matsehar la acompañó de regreso por los pasillos brillantes y fríos. Él no tenía ganas de hablar —cosa que ocurría de vez en cuando— y ella estaba cansada. Apenas intercambiaron una palabra.

Anna activó el holograma del techo de su habitación y se tendió en la oscuridad. La decisión de quedarse tomada por Charlie hizo que de repente tuviese conciencia de que se encontraba a años luz del resto de la humanidad. La estación hwarhath parecía frágil y extraña. Fuera sólo tenía el vacío, inmenso y hostil. Dentro, personas a las que no comprendía.

Finalmente se quedó dormida y soñó que se perdía en un laberinto. De vez en cuando veía delante de ella una puerta que se abría a las doradas colinas de Reed 1935-C. Pero nunca alcanzaba la puerta. En lugar de eso, se encontraba en otro pasillo gris.

Se despertó cansada y un poco deprimida. El café no la ayudó demasiado. Se puso un traje pantalón con una blusa de algodón blanco. Al mirarse en el espejo del baño, lamentó no haber aprendido jamás a maquillarse. Tenía una expresión desdichada en el rostro. El lápiz labial habría ayudado, lo mismo que algo para ocultar el cansancio de sus ojos.

Bebió otra taza de café y luego salió a reunirse con Hai Atala Vaihar.

Le preguntó por Las aventuras de Huckleberry Finn.

—He leído más de la mitad. Es una narración muy rara. Casi todas las personas que Twain Mark describe son ignorantes y pobres. ¿Ésta es una descripción acertada de la humanidad?

Anna intentó explicarle que se suponía que los personajes eran graciosos.

—No —dijo Vaihar—. Resulta gracioso que un solo personaje sea pobre e ignorante. Uno lo pone como ejemplo de conducta incorrecta. Todo el mundo se ríe de él. Él se avergüenza. Pero cuando todos son así… ¡Ah, qué sociedad tan terrible!

Ella intentó explicarle qué tipo de gente suele haber en un medio rural.

—¿Enviáis a las personas de a cuatro y de a cinco? ¿Casi solas? —parecía horrorizado—. Ésa no es manera de poblar un lugar deshabitado.

—¿Cómo lo hacéis vosotros?

—Un linaje se divide, y los más jóvenes se van: forman un grupo numeroso. Pueden confiar unos en otros y en los miembros mayores del linaje. No pierden todo lo que tenían. No se convierten en animales ni en seres como los que describe Twain Mark.

Guardó silencio durante un rato y reflexionó. Por fin dijo:

—Lo primero que hacen es construir un templo y celebrar ceremonias. Después construyen los otros edificios públicos: la sala de reuniones y tal vez un teatro. Depende de cuánto gusten en el linaje las representaciones. Siempre crean un gimnasio y una escuela.

»Religión, política, arte, ejercicio y educación. Éstas son las bases de cualquier comunidad y deben asentarse lo más rápido posible.

»Después se construyen las casas, los establos para los animales y las fábricas. Se labra un huerto. Se vallan los pastos. Luego… por lo general al cabo de uno o dos años, las mujeres tienen hijos.

»Ésa es la forma correcta de hacerlo. Así fue como mis antepasados abandonaron Hai y se instalaron en el valle de Atala. Aún enviamos regalos a nuestros parientes y celebramos ceremonias con ellos y recordamos con gratitud y afecto todo lo que hicieron por nosotros en los primeros tiempos.

—¿Hacéis algo solos? —preguntó Anna.

—No muchas cosas. Nicky dice que para casi todo lo que vale la pena hacen falta al menos dos personas. Pero ésta no parece ser una opinión común entre su gente. Ustedes son realmente muy solitarios, a pesar de ser tan numerosos. Lo veo en los libros que he leído. Mire a Buck y a Jim. Van a la deriva por el río, como amantes adolescentes que realmente han logrado eludir una obligación, cosa que nosotros nunca hacemos, a pesar de nuestros sueños.

»Incluso en el otro libro, en ese barco lleno de hombres tuve la sensación de que había soledad. El capitán siempre está solo, y el hombre que cuenta la historia… ¡Ah! ¡Qué gente! ¡Resulta difícil comprenderlos!

No se le ocurrió ningún comentario, de modo que decidió hacer una pregunta. Vaihar llevaba tres insignias redondas, de metal, sujetas a la cinturilla de sus pantalones cortos, lo mismo que los otros hombres que pasaron junto a ellos. ¿Qué significaban las insignias?

—Una corresponde a la identificación personal, otra al rango y otra al linaje. Nicky sólo tiene dos porque no tiene familia o, al menos, no tiene emblema para su familia. Me he acostumbrado a verlo; no pienso en lo que significa tener sólo dos insignias. De vez en cuando lo miro y recuerdo. Me pone los pelos de punta. —La miró de reojo con expresión… ¿Podía decir seria? ¿Desdichada?—. No logro imaginar cómo sigue vivo.

Llegaron a los aposentos de los humanos y se separaron. Ella entró y se sentó a escuchar las negociaciones. Nick, instalado junto a su general, no le pareció desdichado. Ninguno de los miembros del Pueblo llevaba insignias en el uniforme de cadete espacial, de modo que la condición de Nick no resultaba visible.

Hablaban del intercambio de prisioneros. Dónde efectuarlo. Cómo asegurarse de que nadie intentaría cometer una traición. Nicholas parecía más aburrido que otra cosa.

XVI

Estaba sentado en el borde de la cama de Gwarha, poniéndome los calcetines; los había encontrado en el rincón del extremo opuesto de la cama y, por lo que recordaba, no era donde los había dejado.

Él se incorporó y deslizó suavemente una mano por mi brazo.

—He estado observando a los humanos, pensando qué raro debe de ser no tener pelaje, estar tan desprotegido, ser tan vulnerable.

Tampoco recordaba haber dejado los calcetines del revés.

—No me extraña que os cubráis de ropa de pies a cabeza; No me extraña que os mováis con tanta rigidez, como si siempre esperarais que algo os atacara. Debe de ser tan terrible estar tan… —vaciló—, tan abierto al universo. ¿Es eso lo que quiero decir?

—Tal vez.

Me estaba mirando con los ojos entrecerrados. No logré ver las pupilas horizontales ni el brillante color inhumano del iris. Sólo había un brillo líquido entre los párpados de color gris oscuro. Sin embargo, el rostro era extraño: los rasgos anchos y embotados, las orejas demasiado largas y demasiado altas, y todo demasiado peludo. En estos días, veo cada vez más las diferencias, sobre todo porque veo seres humanos con cierta regularidad.

—Pero también interesante —prosiguió—. Tener todo el cuerpo tan sensible como los labios y la boca, o como las palmas de las manos.

—¿Y en esto es en lo que piensas durante las negociaciones?

—Sólo cuando tú me traduces. Sé lo que he dicho, y sé que tu traducción será fiel. Contemplo a los humanos y pienso: ¿Cómo serán dos personas como éstas haciendo el amor? Las dos están desprotegidas. Las dos son sensibles. Todo está expuesto y es eróticamente accesible. Nada, ninguna parte del cuerpo, está a salvo.

Dios del cielo. Contemplé el resto de mi ropa, doblada sobre la estantería cercana a la de Gwarha, e intenté imaginar cómo dejar de lado aquella conversación.

—Pregunta a los humanos cómo es. Será una forma de cambiar los temas habituales de discusión. «¿Qué hacen cuando joden?» O pregúntales por la pornografía. Sólo por la pornografía decente, por supuesto. Podría ser divertido.

—¿Por qué?

—No podrían coger cualquier cosa y enviarla. Podría ser realmente desagradable, algo que haría que tu gente decidiera no tener nada que ver con la humanidad.

—¿Qué podría ser peor que lo que ya sabemos?

Pasé por alto la pregunta.

—Me gusta imaginarme a un puñado de personas reunidas en la Tierra, tratando de decidir qué clase de pornografía homosexual mostraría a la humanidad de la mejor manera.

—¿Por qué no me dices tú lo que se siente haciendo el amor con otro ser humano?

—No lo recuerdo.

—Estás mintiendo —dijo al cabo de un momento—. Ésa no es la clase de cosa que una persona olvida.

—No pertenecemos a la misma especie, Primer Defensor. No hemos tenido el mismo tipo de experiencia sexual. Ni siquiera ahora tenemos la misma experiencia. ¿Qué te hace pensar que sabes qué recuerdo y qué no recuerdo? Y te lo he dicho infinidad de veces, los humanos necesitan más intimidad que los miembros del Pueblo.

Me miró fijamente, ahora con los ojos muy abiertos.

—Hablas tanto que creo que realmente me estás diciendo lo que hay en tu cabeza. Debería recordar tu apodo. Debajo del ruido hay silencio. Te envuelves como dentro de un abrigo.

No dije nada.

—Porque no tienes protección natural. —Se estiró y volvió a tocarme el brazo—. ¿En qué estaría pensando la Diosa?

Me levanté y terminé de vestirme.


Del diario de Sanders Nicholas, etc.

XVII

Al día siguiente, su escolta fue Vaihar. Cuando llegaron a la zona de Conversaciones-con-el-Enemigo, uno de los guardias hwarhath habló con Vaihar quien le dijo:

—Debo llevarla a la sala de observación y luego unirme al equipo de negociación. ¡Ah! Es una suerte que lleve puesto mi uniforme de cadete especial.

—¿Qué ocurre?—preguntó ella.

—No sé. No quiero meterle prisa, Anna, pero…

Corrieron hacia la sala de observación. Él la dejó en la puerta. En el interior, el holograma estaba activado y mostraba la sala de reunión con sus dos filas de sillas. Anna se sentó y observó. Entraron los humanos; tenían más o menos el mismo aspecto que de costumbre. Pero la entrada de los hwarhath fue diferente. Por primera vez, los miembros del Pueblo parecían torpes. Al cabo de un instante comprendió por qué. Había una persona nueva entre ellos, corpulenta y de color gris oscuro, con el uniforme un poco ceñido. Él y el general entraron juntos y rodearon los extremos opuestos de la fila de sillas, intentando (o eso le pareció) sincronizar los movimientos de modo tal que llegaran al mismo tiempo al centro de la fila.

Cuando se encontraron, se volvieron a una y se quedaron el uno junto al otro, de cara a los humanos. El hombre corpulento se imponía a Ettin Gwarha, media cabeza más alto y mucho más robusto. Los otros hwarhath entraron por ambos costados, moviéndose de mala gana, le pareció a Anna, y colocándose lo más cerca posible de las sillas. Incluso Vaihar parecía inquieto y casi torpe.

El general echó un vistazo a su alrededor. El hombre corpulento asintió. Todos se sentaron. El general, sorprendido con la guardia baja, reaccionó con una cierta lentitud y se acomodó en su silla un instante después que los demás.

Estaba rígido. Enfadado, pensó Anna. Furioso. Luego se relajó y se inclinó hacia el hombre corpulento y le dijo algo en voz baja. Éste sonrió. Sus dientes eran grandes, cuadrados y muy blancos.

—Voy a presentar al Principal Lugala Tsu —anunció Vaihar—. El hombre que está sentado junto a él es Min Manhata, que será su traductor.

Haxu presentó al equipo de los humanos.

Interesante, pensó Anna. ¿Qué significaba aquello?

Al final de la reunión comprendió que había problemas. A Lugala Tsu le resultaba difícil estarse quieto. No era muy evidente —no llegó a mostrar una actitud abiertamente brusca— pero estaba allí: pequeños cambios de postura (sobre todo cuando hablaba Ettin Gwarha) ceño fruncido y labios torcidos. A veces se inclinaba ligeramente hacia su traductor, como si estuviera a punto de susurrarle algo, pero no lo hacía. Al principio de la reunión, el general miró de reojo unas cuantas veces. Finalmente se dirigió al otro principal.

Vaihar dijo:

—Ettin Gwarha ha preguntado: «¿Tiene algo que añadir, Principal Lugala? ¿Cuál es su opinión?»

No, dijo el hombre corpulento. No tenía nada que añadir. Era nuevo en las negociaciones. De momento se contentaba. Hablaría más tarde.

El general inclinó la cabeza levemente. Uno de los traductores humanos le había dicho que esto podía significar acuerdo, o reconocimiento o consideración, según los casos. Luego él se echó hacia atrás en su silla. Había tomado alguna decisión, pensó Anna, aunque no supo de qué se trataba.

Después de eso no volvió a mirar al otro principal.

La atmósfera de la sala estaba cambiando. Algo, la comodidad y confianza que había ido creciendo en las últimas semanas, empezaba a disminuir; y a medida que disminuía, ella lo notaba. ¡Había crecido tan lentamente! Aunque desde el principio el general y Charlie hubiesen sido corteses y respetuosos. Sin embargo, cierta rigidez que iba desapareciendo —que había desaparecido— volvía a notarse.

Anna comprendió cuan racionales y, comparativamente hablando, lo claras que habían sido las conversaciones cuando Charlie y el general estaban al frente de las mismas. Lentas, sí, y tal vez excesivamente cautelosas, aunque la diplomacia no era su especialidad. Tal vez los diplomáticos tenían que dar todos esos rodeos.

No supo qué ocurría. Vaihar parecía desdichado. Charlie —a quien veía de lado— parecía cada vez más tenso.

Almorzó con el resto de los humanos. Tomaron un picadillo vegetariano, la comida apropiada para la situación. Sus colegas siguieron hablando de la reunión que acababa de finalizar, intentando imaginar qué ocurría.

Finalmente, Charlie dijo:

—Tengo el presentimiento de que se trata de una lucha de poder entre los dos hombres. —Usó el tenedor para esparcir el picadillo por el plato—. Ojalá supiera cuáles son sus posiciones. ¿Lugala Tsu nos es hostil? ¿Ettin Gwarha es en algún sentido nuestro amigo? Anna… —La miró—. Tú tienes los mejores contactos. Mira si puedes sacarle algo a Sanders o a las mujeres hwarhath, o a esos dos jóvenes.

Ella asintió.

—Veré qué puedo hacer.

Después del almuerzo, Anna abandonó los aposentos de los humanos. Su escolta era Matsehar. Le preguntó qué ocurría.

—¿Dónde?

—En las negociaciones.

—Exactamente lo que usted ve. El hijo de Lugala se ha unido a las negociaciones, porque es su derecho y su responsabilidad. Los Principales-en-Conjunto deberían estar representados por una sola persona.

Ella estaba escuchando la versión oficial, la política del partido. Matsehar arrugó el entrecejo, lo cual podía significar una advertencia, o tal vez fuese sólo una de sus expresiones ocasionalmente raras. Después empezó a describir las maquinaciones de lady Macbeth y de su hijo. La madre empezaba a perder la confianza, y ahora era el guerrero cruel quien ocupaba el centro del escenario.

—Esto es lo que ocurre —sentenció Matsehar— cuando las mujeres no contienen a sus hijos. La violencia de los hombres siempre debe colocarse en el contexto político adecuado.

Se separaron en la entrada de los aposentos de las mujeres, y ella recorrió los pasillos increíblemente largos que la llevaban hasta sus habitaciones. El holograma estaba conectado y mostraba el amanecer sobre el mar de Reed 1935-C. En el horizonte se veía un brillo rosado. En lo alto, casi a la altura del techo, brillaba la estrella del amanecer y del crepúsculo. En ese momento era doble, los dos planetas lo bastante separados para ser visibles como dos puntos de luz.

En el agua de la bahía brillaban otras luces. Parpadeaban débilmente y parecían opacas. Era el fin de una larga noche de señales de identidad y palabras tranquilizadoras. Sabía cómo era eso. Se frotó los músculos de la cara y del cuello.

Al cabo de un rato, el planeta primario se elevó. Era demasiado brillante para mirarlo directamente. Se levantó, se acercó al intercomunicador y llamó a Ama Tsai Indil.

—Creo que necesito reunirme con su gente.

—Quiere decir con mi socia principal. Sí, así es.

—Y tal vez Sanders Nicholas debería estar presente.

—De eso no estoy tan segura, pero deje que lo consulte con la mujer de Tsai Ama.

El intercomunicador se apagó. Ella manipuló el holograma y logró que el atardecer avanzara a gran velocidad. El planeta primario dejó de brillar en su habitación. En su lugar, una sombra se proyectó sobre la colina dorada: una especie de artilugio con patas. Tal vez era parte del equipo que había grabado el paisaje. El cielo estaba moteado de pequeñas nubes redondas. Las cabrillas salpicaban el mar de color azul brillante. Imaginó el viento que sin duda soplaba, frío y salado.

Anna se sentó y vio cómo la sombra del artilugio se alargaba.

Ama Tsai Indil volvió a llamarla y dijo que la reunión con su socia principal estaba a punto de celebrarse.

XVIII

El general me envió un mensaje al final del quinto ikun, pidiéndome que fuera a su despacho.

Estaba sentado en el lugar de costumbre, con los brazos sobre la mesa, delante de él, las manos suavemente entrelazadas, mirando la pared que tenía enfrente, de color gris metálico. Me detuve al otro lado de la puerta e hice el ademán de la presentación.

Me miró.

—Has recordado el decoro militar. ¿Estás enfadado conmigo? ¿O piensas que yo lo estoy?

—¿No lo estás?

—Lo estaba. Siéntate. Me resulta incómodo que te quedes ahí de pie, como un soldado.

Me acomodé en la silla que tenía delante de su escritorio. Él se echó hacia atrás y cogió su estilete.

—¿Has presenciado la reunión?

Asentí.

—He estado en una de las salas de observación —y no añadí: después de que me dijeras que quedaba fuera del equipo de negociación.

[Tuve que hacerlo, Nicky. Él es un Principal. No es posible no hacerle caso.]

—Estoy enviando mensajes a los principales en quienes confío, e incluyendo copias de la reunión de hoy. Este estúpido rencor tiene que acabar. Tratar con él es como caminar sobre un campo de erizos. No quiero tener que arrancármelo del pelo. Quiero que desaparezca.

—¿Crees que podrás librarte de él?

—Sí. Su intención es evidente; sus modales son atroces; y no tiene suficientes aliados en el Conjunto —dejó el estilete.

—¡Qué hombre! ¡Tan estúpido y tan codicioso! Está intentando abarcar más de lo que puede, y no ve las consecuencias de sus acciones.

—Ambición desmedida que se alimenta a sí misma —dije en inglés.

El general frunció el ceño.

—Es una frase de la nueva obra de Matsehar.

El general agitó una mano, restando importancia a Eh Matsehar y a Shakespeare William.

—No te he pedido que vinieras para hablar de Lugala Tsu. La mujer de Tsai Ama ha pedido que estés presente en una reunión entre ella y Pérez Anna. Encuentra una manera de decirle lo que está sucediendo. Tú le caes bien, y ella es una experta en humanidad. Su opinión será respetada en el Tejido.

—No estoy seguro de eso. La mayor parte de los otros expertos creen que sus teorías son una locura.

Él levantó una mano. Guardé silencio.

—Su linaje no tiene lazos estrechos con Lugala ni con Ettin. Si ella dice que yo tengo razón, sus palabras serán escuchadas. Si dice que Lugala Tsu está enredando las negociaciones, también será escuchada.

»Y tal vez es hora de que pensemos en una alianza con Tsai Ama y Ama Tsai. No son linajes poderosos, pero tienen cierta importancia y las mujeres, sobre todo en las dos últimas generaciones, han sido de muy buena calidad.

Guardó silencio durante un rato y se dejó llevar por el tipo de argumentos que desarrollan los bwarhath, que combinan la política con la genética. ¿Qué familias tienen el poder? ¿Qué familias están produciendo personas fuertes y notables? ¿Cómo puede Ettin encontrar a los aliados adecuados y conseguir el material genético apropiado?

Finalmente me miró.

—Esta noche me gustaría contar con tu compañía, Nicky, pero no quiero oír tus opiniones ni tu consejo. Hoy he hecho lo que podía. Quiero hablar de algo que no tiene nada que ver con los humanos ni con Lugala Tsu.

—De acuerdo —asentí.

Cuando llegué hablamos de hacer una excursión por las montañas del borde occidental de Ettin. Él tenía conectado un holograma: una ladera empinada, cubierta de árboles. La mayoría eran de color azul verdoso. De vez en cuando se apreciaban manchas cobrizas. A lo lejos se veían picos altos y blancos. Gwarha los nombró: la Torre de Hielo, la Cuchilla, la Madre.

El holograma había sido tomado en casa de una de sus primas, me dijo. Ella nos recibiría encantada. La escalada en esa zona no era especialmente difícil. Había lugares que quería mostrarme: un famoso campo de batalla en un paso rocoso y la Red de Plata y un famoso salto de agua.

—Cubre todo un acantilado. Tiene que haber un centenar de arroyos, y cuando el sol los ilumina… ¡ah! Iremos allí cuando todo esto acabe, Nicky.

Se había puesto una bata de color azul oscuro. Había una copa de halin en la mesa, delante de él, y una jarra chata de rugosa arcilla roja. El brillo de la jarra era claro y débil. Vi las marcas dejadas por los dedos del alfarero.

En mi interior algo me dijo: Presta atención. Mira lo que tienes delante. Recuerda con cuánta intensidad amas a esta persona. [Ah.]


Del diario de Sanders Nicholas, etc.

XIX

Por la mañana se despertó con el aroma del café, recogió la ropa y fue hasta el cuarto de baño. Oyó a Nick en la cocina, silbando algo que parecía salido de una emisora de música clásica. ¿Ópera, tal vez?

Se duchó y se puso un caftán de tela guatemalteca tejida a mano. Era a rayas verticales y estrechas, de color rojo, verde, azul, amarillo, lavanda, negro y blanco. Las sandalias (ocultas debajo del caftán) eran bajas y cómodas. Los pendientes largos se balanceaban notablemente. Se miró al espejo y estudió el rostro redondo y moreno que demostraba sus orígenes mestizos: los ojos negros inclinados sobre los pómulos altos, los labios generosos, la curva maya de su nariz. No se arrepentía de no saber maquillarse. Aquella mañana tenía muy buen aspecto.

—¿Anna? —Nick la llamó desde la sala.

Salió. El desayuno estaba sobre una de las mesas y él se había apoyado contra una pared y tenía un tazón en la mano. La miró de arriba abajo y comentó:

—Muy bonita.

Anna sintió cierta irritación. La mirada y el comentario eran absolutamente típicas de un humano del sexo masculino. Después de pasar veinte años entre los hwarbath tendría que haber aprendido mejores modales.

Se sentó. El desayuno consistía en café, tostadas y un cuenco con algo gris. Otra clase de comida humana, pensó, hasta que lo probó. Era harina de avena. Vio el cuenco del azúcar lleno de cristales de color pardo, y la jarra llena de leche azulada, y se sirvió ambas cosas. Algo lograron, pero la harina de avena seguía sabiendo a harina de avena.

—¿Qué ocurrió ayer?

—¿En la reunión? Lugala Tsu decidió repentinamente que quería unirse a las negociaciones. Estaba en su derecho. Es un Principal.

—Y tú fuiste despedido.

—Sí. —Tomó un trago de café.

—¿Porqué?

—El Principal no se siente cómodo conmigo. Está dispuesto a sentarse frente a extraños. Es algo que hay que hacer cuando se quiere negociar. Pero no está dispuesto a ver a un extraño por el rabillo del ojo.

Esto era casi con certeza una forma de decir que Nick era poco de fiar y que debía estar en el sector de la sala reservado a los humanos.

—Ese individuo es un tonto del culo.

—Podríamos decir que sí, pero eso sería difamar una parte del cuerpo cuya utilidad es incuestionable. Prefiero pensar en Lugala como en un tumor.

Ella se echó a reír.

—¿Eso significa que estarás disponible para las conversaciones de las mujeres?

—Tal vez. Tsai Ama Ul ha pedido que me presente hoy, y aquí estoy. Pero es probable que Lugala Minti sienta lo mismo que su hijo. Aunque eso no será un problema en esta reunión. Ella no asistirá. Pero cuando lo haga…

—Están intentando arruinar las negociaciones.

Nick guardó un instante de silencio.

—Creo que no haré comentarios sobre eso. ¿Te gustó el uniforme que llevaba el hijo de Lugala?

—Tendría que ser una talla más grande.

—Sorprendente, ¿no? ¡El Cuerpo de Arte normalmente es tan de fiar!

Nunca lo había oído emplear aquel tono: suave y malicioso.

Recordó que él había trabajado en obras de teatro. Probablemente tenía amigos en el Cuerpo de Arte.

—¿Eso no es mezquino?

—Anna, aún no sabes lo que es la mezquindad. Cuando un par de tíos duros como el general y Lugala Tsu deciden enfrentarse, se abre un panorama de mezquindad que ni tú ni yo podemos comprender. ¿Recuerdas la primera vez que viste las Montañas Rocosas? ¿Ó el mar? ¿O la Tierra desde el espacio? Si estos individuos se ponen en marcha, será algo así.

—¿Se pondrán en marcha? ¿Habrá algo así como una lucha interna?

—No lo sé.

Anna terminó de desayunar y fueron juntos hasta la sala de reuniones que usaban habitualmente. Allí esperaban las dos mujeres alienígenas, vestidas con sus espléndidas túnicas de siempre. La de Tsai Ama Ul era de piezas hechas con un material brillante, de color azul oscuro. Ama Tsai Indil llevaba brocado de color amarillo brillante. De sus enormes orejas colgaban hileras de pendientes. Esta vez eran finas cadenas de oro acabadas en cuentas de oro. Cada vez que movía la cabeza, aunque sólo fuera ligeramente, las cuentas se agitaban y resplandecían.

¡Qué gente tan chillona! Y si el Cuerpo de Arte era tan de fiar y los sastres capaces de confeccionar la clase de ropa que estaba viendo… ¿por qué Nick solía tener un aspecto tan inadecuado?

Concluyeron el ritual de los saludos y se sentaron, Nick un poco más atrás, como de costumbre.

—Mi socia principal me ha indicado que comience —dijo Ama Tsai Indil—. En su opinión, los hombres… —Indil continuó en el lenguaje de los alienígenas.

—Los hombres la están jodiendo —dijo Nick en inglés.

Ama Tsai Indil inclinó la cabeza. Los pendientes se agitaron.

—En nuestro idioma, la metáfora es diferente. Nosotros decimos armar un enredo.

»Esto es especialmente cierto ahora que el hijo de Lugala ha decidido pelear con el hijo de Ettin. Tsai Ama Ul no hará comentarios sobre esta conducta, que es típica de los hombres y que no necesariamente hará que Lugala o Ettin parezcan más deseables como fuentes de material genético.

»Pero está convencida de que las actuales negociaciones son importantes y de que no deberían dejarse de lado simplemente porque dos hombres intentan obligarse mutuamente a retroceder.

»La mujer de Tsai Ama no hablará de guerra ni de ningún otro asunto militar. El combate es un arte masculino. Pero las negociaciones relacionadas con la paz y con la guerra, lo mismo que el arte de la paz, corresponden a las mujeres.

¡Qué precisa era aquella gente! Anna no lograba imaginarse hablando así, casi sin modificativos ni calificativos, sobre todo después de pasar años redactando artículos académicos.

—Tsai Ama Ul quiere saber de labios de Sanders Nicholas qué ocurrió ayer, y después quiere conocer tu opinión sobre las negociaciones, mujer de Pérez.

—De acuerdo —respondió Anna.

Nick habló en el lenguaje hwarhath. Ella no pudo deducir gran cosa del tono que empleaba, ya que el sonido de la lengua era muy distinto al del inglés. Pero su voz parecía serena. Las mujeres alienígenas lo miraban atentamente. Él mantenía la vista baja, salvo cuando Tsai Ama Ul le hablaba y probablemente le hacía preguntas. Luego la levantaba brevemente antes de responder.

Este lenguaje de miradas era más complicado de lo que había imaginado. Nick hacía algún tipo de afirmación cuando miraba a la mujer a los ojos: «Digo la verdad. Hablo como un igual. Hablo como un amigo.»

Finalmente, concluyó.

Ama Tsai Indil dijo:

—Ahora mi socia principal quiere oír lo que tú crees que está sucediendo.

Anna levantó la vista brevemente y se encontró con la mirada amarilla de la mujer de Tsai Ama.

—No estoy segura. Mi especialidad no es la diplomacia. Es la inteligencia alienígena. Estoy aquí más o menos por accidente, por lo que ocurrió durante la última ronda de negociaciones. ¿Qué creo que está sucediendo? —Miró la alfombra de color vino—. Creo que Charlie Khamvongsa está bien, es un hombre honorable al que le gustaría que reinara la paz. Tengo la impresión de que Ettin Gwarha también está bien, aunque no estoy segura de cuáles son sus motivaciones. Creo que Lugala Tsu está creando problemas.

—Tradúcelo tú —dijo Ama Tsai Indil a Nick.

Así lo hizo.

Tsai Ama Ul respondió:

—No estás aquí por accidente. Tu conducta anterior ha demostrado que actuarás decentemente y con honor, aunque esto te cause un conflicto con otros humanos; y es bueno que esté presente en las discusiones alguien acostumbrado a pensar en el tema de la inteligencia. Para que nosotros hablemos tenemos que estar en condiciones de pensar qué hace que las personas sean distintas a los animales. De otro modo, las diferencias entre los hwarhath y la humanidad parecerán enormes e imposibles de salvar.

»Resulta difícil describir lo inquietante que nos resulta tu conducta. Siempre hemos creído que el sexo era una de las diferencias fundamentales entre las personas y los animales. Los animales tienen épocas de apareamiento. Las personas no. Entre los animales, sexo y reproducción son casi lo mismo. Entre las personas están casi totalmente separados.

«Pensábamos que esto era lo natural e inevitable. Una vez que un animal posee inteligencia y es capaz de elegir, no seguirá viviendo como lo hacían sus antepasados, mezclando las cosas…¿luchando y reproduciéndose y criando hijos y buscando amor, todo junto. ¡ Ah! Hemos visto estas cosas en los campos y en las riberas de nuestro planeta. Cómo los miembros masculinos de la especie se golpean mutuamente y se despedazan con sus garras, cómo se aparean de manera frenética, cómo los hijos pueden resultar asesinados…

Ama Tsai Indil se interrumpió y respiró profundamente.

—Ama Tsai Ul ha concluido diciendo: Ahora hemos encontrado criaturas con una lengua y una cultura, que pueden viajar por el espacio, pero que se comportan unos con otros de una forma que nos parecía imposible que se diera entre seres poseedores de inteligencia.

—Por eso tu habilidad es importante, mujer de Pérez.

Caramba. Miró a Nick.

—¿Y ahora qué digo?

—Siempre la verdad, Anna.

Ella no sabía cuál era la verdad. Volvió a mirar muy brevemente a Tsai Ama Ul.

—No sé muy bien cómo responder. Ni siquiera sé si me has hecho una pregunta. Nosotros siempre habíamos pensado que la heterosexualidad era lo natural. Es lo común en todas las otras especies animales de nuestro planeta. Pensábamos que era natural que hombres y mujeres vivieran juntos y criaran a sus hijos juntos. También hacen eso muchas especies animales.

»Cuando os encontramos tuvimos una reacción similar a la vuestra. Durante el año pasado hablé con una serie de expertos. En su mayoría coinciden en que esta sociedad no tiene ningún sentido. Que no debería existir. Algunos piensan que en realidad no existe: hay algo que no encaja en nuestra información. Los prisioneros que hemos tomado nos han mentido, o pertenecen a una subcultura aberrante. Algo se pierde con la traducción. Tal vez los traductores mienten. Un hombre me lo dijo claramente. Sabía lo de Nick. —Nicholas se echó a reír—. Estamos en la misma situación que ustedes. Esperábamos encontrar alienígenas que fueran distintos a nosotros, realmente distintos. No esperábamos encontrar alienígenas que fueran muy parecidos y tuvieran algunas diferencias notables. Eso nos desconcertó; y entre los humanos hay personas que… no diría que quieren pelear, pero en realidad no se imaginan la vida si no es peleando, temen dar los pasos que conducen a la paz. Piensan que seremos embaucados y traicionados. Y el secreto no ha ayudado. ¿Cómo podemos negociar con tan poca información?

Nicholas tradujo sus palabras.

Tsai Ama Ul ladeó la cabeza, movimiento que podía significar casi cualquier cosa. Después habló.

Ama Tsai Indil dijo:

—¿Crees que la mayor parte de tu gente quiere la paz?

—Nick ha debido de contarles algo sobre nuestro planeta —repuso Anna—. Solíamos tener muchas sociedades diferentes… muchas naciones, que se han unido hace poco tiempo. Ni siquiera tenemos una única cultura y un único gobierno. Los diferentes grupos quieren cosas diferentes. La mayor parte de los humanos quiere la paz, pero no todos, y en este momento nuestro gobierno es tan complicado, está compuesto por piezas tan diversas, que resulta difícil decir qué pretende, si es que pretende algo.

Tsai Ama Ul la escuchó y luego volvió a hablar.

—¿Crees que lo que salga de estas negociaciones será perjudicial, tanto para los tuyos, como para el Pueblo?

—No lo sé. Pienso que el conocimiento siempre es mejor que la ignorancia, y que ambos nos beneficiaríamos de un intercambio de información. Más allá de eso… ¿quién sabe? Es posible que la humanidad necesite tener ahora mismo un enemigo externo, teniendo en cuenta que hace tan poco tiempo que estamos unidos. En ese caso, alcanzar la paz podría acabar por perjudicarnos. Tal vez ustedes son monstruosos y malvados. No lo sé. Aunque Nick dice que sois buenos, y confío en él —Nick volvió a reír—. Tal vez la humanidad encierra algo que representa un serio peligro para vuestra sociedad. Tampoco lo sé.

Tsai Ama Ul escuchó y luego habló.

—Siempre hemos tenido enemigos. Nuestros hombres siempre han luchado. Para ellos sería difícil renunciar a la lucha. Para nosotras sería difícil saber qué hacer con ellos si nuestra historia de luchas llegara a su fin. ¡Ah! ¡Una idea espantosa! ¿Para qué sirven los hombres si no hay enemigos ni fronteras que proteger? ¿Cómo van a pasar el tiempo? ¿Cómo van a sentir respeto por ellos mismos? —Miró a Anna con expresión reflexiva. Anna bajó la vista—. ¿Y cómo sería el universo si en él hubiera personas como vosotros? No como rumores ni como algo que se ve de lejos, sino como vecinos. Ya hemos empezado a cuestionarnos nuestra propia historia y nuestras propias ideas acerca de lo que es correcto o incorrecto.

»Pero no me gusta la idea de una guerra librada con desconocidos por ignorancia, sin reglas establecidas y sin límites a la violencia. Eso sería un retorno al salvajismo de los animales. Sería abandonar todo lo que hemos logrado desde que la Diosa entregó la pequeña caja negra de la moralidad a la Primera Mujer y al Primer Hombre.

Hizo una pausa y volvió a hablar.

—La reunión ha terminado —anunció Nick—. La mujer de Tsai Ama dice que empieza a sentir dolor de cabeza.

Salió con Nicholas. Una vez fuera de la sala, él le dijo:

—¿Realmente has conocido a alguien que pensaba que me estaba inventando la sociedad hwarhath?

—No es que lo dijera claramente, pero pensaba que era muy interesante, «sugestivo» fue la palabra que empleó, que una persona clave del equipo humano de traductores fuera… —vaciló, intentando buscar la palabra adecuada.

—La más adecuada es homosexual —dijo Nicholas en tono frío y un tanto irónico—. La palabra me desagrada. No me gusta el hecho de que su formación sea irregular, y siempre he considerado que tiene un aroma ligeramente antiséptico, que apesta a ciencia y a intelecto. Preferiría una palabra que oliera a vida corriente. Pero en realidad nunca hay palabras adecuadas para un grupo que resulta desagradable.

Le pareció notar ira bajo la frialdad y la ironía de su voz.

—¿A qué te refieres cuando dices que su formación es irregular?—preguntó Anna.

—Sus raíces pertenecen a dos lenguas distintas: «Homo», que en griego significa «igual» y «sexual» que procede de la palabra latina para el «sexo». Alguien la acuñó en el siglo XIX y no logro imaginar en qué estaba pensando.

Caminaron en dirección a los aposentos de Anna. Mientras atravesaban el vestíbulo de la entrada, Nick comentó:

—De vez en cuando pienso que no es la palabra adecuada para Gwarha y para mí. Nosotros no pertenecemos a la misma línea evolutiva. Se podría argumentar, y lo haré, demonios, que somos miembros de sexos similares o análogos. En ese caso, la palabra correcta sería «homeosexual», de la palabra latina que significa «sexo» y de la griega que significa «similar».

»Hay algo agradable en la idea de inventar una nueva forma de actividad sexual y la palabra que designa esa actividad.

Realmente parecía encantado. La ira había desaparecido por completo de su voz. Llegaron a la puerta y ella apoyó la palma para abrirla.

—Debo informar al general —anunció Nicholas.

—¿Cómo crees que ha ido la reunión?

—No lo sé. Las cosas se están complicando. Lugala Tsu ha decidido actuar. Tsai Ama Ul ha decidido que las mujeres tienen que hacer algo. La Diosa sabe quién va a tomar la próxima decisión.

Nicholas se fue y ella cruzó la puerta. Ésta se cerró. Anna se sentó en el sofá; se sentía agotada. ¿Qué hora era? La última hora de la mañana. Tenía que pasar por los aposentos de los humanos y unirse a sus colegas para almorzar. Al demonio con eso. Se dio una ducha y luego durmió una siesta. A media tarde (si es que esa palabra tenía algún significado en la estación) salió al encuentro de Charlie y le contó lo que había sucedido.

—Entiendo perfectamente por qué a Tsai Ama Ul le dolía la cabeza. A mí también me empieza a doler —dijo—. Creo que ya es hora de pedir consejo a la Tierra.

Le habían explicado el procedimiento. Era casi tan complicado como el que habían utilizado para llegar a la estación. Los hwarhath enviarían un mensaje sellado al primer punto de transbordo, luego utilizarían una de sus propias sondas para despachar el mensaje a una nave de la Tierra que esperaba; allí abrirían la sonda, cogerían el mensaje y lo enviarían.

La respuesta llegaría siguiendo el camino inverso: en la sonda humana hasta el primer punto de transbordo, y luego mediante alguna clase de transmisión de los alienígenas.

El sistema evitaba diversas formas de traición demasiado complicadas para que ella las recordara; le pareció sorprendentemente tedioso. Sin duda, la confianza ahorraría tiempo y sería mucho más eficaz.

XX

El general estuvo ocupado hasta mediado el sexto ikun. Redacté un memorándum en el que describía la reunión con Tsai Ama Ul; luego fui hasta el gimnasio más cercano y practiqué el hanatsin a solas, haciendo series de movimientos lentos delante de un espejo. No me resultó fácil. No me gustan los espejos ni los movimientos lentos. Pero es una buena disciplina y creo que estoy a favor de la disciplina.

[No. La soportas cuando no tienes más remedio, y la evitas cada vez que puedes. Nunca la aceptas.]

Después recorrí la estación hasta que llegó el momento de presentar mi informe.

El general me había dicho que fuera a los aposentos de sus tías. Él estaba allí, en una habitación deliciosamente vacía. El suelo era de piedra pulida; las paredes de yeso pintado de amarillo. Ninguna puerta quedaba a la vista aunque yo acababa de entrar por una. En cambio, a cada lado de la habitación había ventanas grandes y altas que daban a una costa ventosa. Por ambos lados se veía el océano, encrespado y formando espuma a lo largo de la orilla. En los otros dos lados había dunas cubiertas por vegetación de color verde plateado. Un alto animal bípedo acechaba entre la vegetación y su cabeza —al final de un cuello largo— sobresalía entre las hojas plateadas, con la evidente intención de cazar. El animal estaba cubierto por algo de color azul brillante que podrían haber sido escamas.

Salvo por las cinco sillas de madera dispuestas en círculo, la habitación estaba vacía. El general se sentaba en una de ellas. Sus tías ocupaban las otras tres. Llevaban túnicas de tela sencilla y oscura: vestimentas propias del lugar, las que usaban habitualmente.

Hice los ademanes propios de la presentación. La habitación tenía dispositivos para el sonido. Oí el lento y monótono rugir del océano y gritos estridentes que tenían que pertenecer a animales, aunque no supe de qué clase. No eran del cazador azul.

—Siéntate —me dijo Ettin Aptsi.

Me acomodé en la silla vacía.

—Informa —me indicó Ettin Per.

Describí la reunión entre Tsai Ama Ul y Anna.

Cuando concluí, Ettin Per dijo:

—¿Qué opinas tú de la mujer de la Tierra?

Levanté la vista brevemente sin mirarla a los ojos. Por detrás de ella sobresalía la parte superior de una duna. Unas hojas largas y estrechas se curvaban con el viento. Las nubes se movían en un cielo azul oscuro.

—Me cae bien. Me cayó bien desde la primera vez que la vi. Los otros humanos se sentían incómodos con el Pueblo, y tenían aún más problemas conmigo. Vi la expresión de su rostro cuando miró más allá de mí y vio a Gwa Hattin. Parecía una criatura en Navidad.

—Estás usando palabras que no comprendemos —dijo Ettin Tsai—. Explícate.

—Es un día en que los humanos, algunos humanos, hacen regalos a sus niños. Cerca del solsticio, en la época más oscura del año y donde yo crecí, y donde creció Anna, casi siempre hace frío. Los regalos son para dar alegría. Anna miró a Hattin y vio un regalo.

»Cuando me miró a mí su expresión cambió, y no estoy seguro de saber lo que estaba pensando. Pero no pareció incómoda. Tal vez curiosa y atenta.

»Pensé: ésta es una persona que no teme a la gente a la que no comprende. Una rara cualidad entre los humanos.

—Y entre los miembros de Pueblo —dijo Ettin Per con su voz profunda—. ¿Crees que podemos confiar en ella, Nicky?

—Sí.

Ettin Per prosiguió:

—Y ella cree que el embajador humano es digno de confianza. ¿Gwarha?

—Coincido, aunque no comprendo la postura del embajador. Los soldados humanos le desobedecieron durante la última ronda de negociaciones. Esto indica que él no es el único que está al frente. Si llegamos a un acuerdo con él, ¿qué significa? No tengo ni idea.

—¿Nicky? —preguntó Ettin Tsai.

—Existe un elemento de riesgo. Como dijo Pérez Anna, el gobierno de los humanos es complicado, y las diversas partes no siempre coinciden. Pero tengo la impresión de que el embajador está en mejor posición de lo que solía estar. Los militares realmente lo estropearon todo, y creo que han tenido que retroceder bastante. Entre la gente que tiene a su lado no hay nadie que piense desafiarlo directamente ni, me parece, desobedecer sus órdenes.

»Pero no sé cuál es la situación en la Tierra, y creo que incluso la de aquí podría cambiar.

—Sin embargo… —Ettin Per pareció reflexionar—. Entre los humanos tenemos dos posibles aliados. Esto es algo que vale la pena tener en cuenta.

—Hay tres problemas —señaló Ettin Tsai—. Los humanos, los Lugala y Tsai Ama Ul. Lo que Gwarha dice acerca de los Tsai Ama es digno de consideración.

—Nicky dice que Tsai Ama Ul nos ha hecho una advertencia —dijo Ettin Aptsi—. Esta disputa no ha favorecido a Ettin ni a Lugala.

—Eso podría ser cierto de momento —intervino Ettin Per—. Si Gwarha logra hacer retroceder al hijo de Lugala y llegar a un acuerdo con los humanos, estará al frente de todos los principales. Eso es bueno, ¿no?

—Estaré en una buena posición —respondió Gwarha con cautela.

—Él no tiene hijos, y está llegando a una edad en la que es adecuado tenerlos. Si los problemas actuales se resuelven bien, Tsai Ama se interesará. La pregunta es: ¿Nos ayudarán ahora? ¿Y qué podemos ofrecerles?

Era evidente, incluso para mí: las primeras muestras del semen de Gwarha, además de una garantía de que el número de hijos que tendrá será limitado. Un trato muy bueno, que Tsai Ama Ul probablemente no pasará por alto, a menos que decida que necesita más información sobre Gwarha. Si tuviera serias dudas con respecto a él y a sus aptitudes reproductoras, esperaría hasta que la actual situación se resolviera. Pero en ese caso, por supuesto, habría perdido la oportunidad de hacer un trato tan bueno.

[En eso tienes razón.]

Gwarha dijo:

—¿Necesitamos algo más de Nicky?

Las tías dijeron que no y me dieron las gracias cortésmente. Gwarha pareció aliviado. Sabe lo que pienso de la política genética. Si hubiera querido escuchar conversaciones como ésta, me habría quedado en Kansas y habría asistido a la Facultad de Agricultura.

Los dejé con su conspiración. Tenía la intención de preguntar sobre el paisaje que se veía por las ventanas, pero no tuve ocasión de hacerlo.

[Se trata de una grabación tomada en una casa de la costa este del Gran Continente del Norte. Mis tías se quedan allí cuando el Tejido celebra una reunión. Como dice el poeta: «Además de las montañas, está el mar.»]

Más tarde, por la noche, le pregunté si esas conversaciones no le molestaban. Él estaba disponiendo el tablero de eha y preparándose para otra partida con el maestro muerto hacía tanto tiempo.

—No te entiendo —dijo.

—¿No te molesta que otras personas decidan todo lo relacionado con tus hijos, incluso si vas a tenerlos?

Terminó de colocar las piedras del eha y me miró.

—Tengo mi propia opinión. He dicho a mis tías que los hombres de Tsai Ama y Ama Tsai no son nada especial. Si nace una criatura, sería mejor que fuera del sexo femenino. La clase de hombres que producen esos linajes no haría crecer nuestra reputación, y no quiero hijos haraganes.

No, por supuesto que no, cariño. Tú quieres jóvenes duros e inteligentes, de buenos modales y con un tremendo instinto para el poder. Dentro de veinte años, si aún estoy en pie, tal vez los vea salir del perímetro…

[Los verás.]

—No sé qué estás sugiriendo. ¿Que debería decir a mis tías cómo tienen que hacer su trabajo? No me gustaría que ellas me dijeran cómo ser un principal.

¿Cómo explicarlo? Me molestaba verlo plácidamente sentado mientras sus tías hablaban de reproducirlo como un toro premiado. Me molestaba que algo que le pertenecía —su relación con el futuro, en nombre de la Diosa— se convirtiera en una ficha del juego de las mujeres de Ettin.

Él escuchó sin moverse, con expresión grave. Finalmente guardé silencio. Él levantó la mirada. Sus pupilas se habían dilatado bajo la débil luz, y pude verlas claramente: anchas líneas negras como barras que atravesaban los iris.

—Al parecer piensas que tengo derecho a todo lo que mi organismo produce. Es un derecho al que renunciaré de buen grado. No tengo ningún deseo de conservar mi mierda. No me importa demasiado lo que ocurre con ella, siempre que sea utilizada adecuadamente. —Hizo una breve pausa—. ¿Y en qué sentido mi material genético es mío? No lo creé de la nada. Nací de una mujer de Ettin y de un hombre de Gwa, y ellos los recibieron de sus padres, y así sucesivamente, generación tras generación, hasta los tiempos anteriores a todos los linajes.

»Me parece que tengo tanto derecho a eso como a poseer las colinas de Ettin, o los ríos que corren entre ellas, o el cielo que cubre nuestras cabezas, o la casa en la que nací.


Del diario de Sanders Nicholas, etc.

XXI

Durante los días que siguieron no ocurrieron demasiadas cosas. Anna observó las negociaciones, que continuaron bajo un signo negativo. Lugala Tsu ya no se movía ni hacía muecas. En cambio se arrellanaba en la silla, inmóvil y con expresión taciturna. Los demás —los hwarhath y los humanos— parecían incómodos, salvo el general, que se mostraba sereno.

El intercomunicador la despertó una mañana con el sonido de unas campanas al viento suave y errático.

Era Ama Tsai Indil. Habría otra reunión con las mujeres hwarhath. Nicholas no estaría presente. Lugala Minti había puesto objeciones a que asistiera.

—No tengo inconveniente —respondió Anna.

—¿Qué?—preguntó Indil.

—No tengo nada que objetar.

—Te resultaría difícil poner objeciones, Pérez Anna. Lugala Minti es miembro importante de un linaje muy poderoso. Y por lo que sabemos, tú no tienes una verdadera familia.

—Eh —dijo Anna—. Soy de Chicago e Illinois. Eso debería contar.

Apagó el intercomunicador antes de que Indil pudiera preguntarle por el linaje de Chicago, y fue a vestirse. No le complacía la idea de que Nick no estuviera. Le gustaba encontrar el desayuno preparado, y nunca se le había dado muy bien preparar café.

Comió mantequilla de cacahuete con un panecillo y tomó agua del grifo de los alienígenas. Había sido reciclada y salía destilada y pura.

Después se dirigió a la sala de reuniones.

Las mujeres —todas ellas— estaban esperando: las tres hermanas con las túnicas de color oro y carmesí, Tsai Ama Ul vestida de color plateado, Lugala Minti de negro y Ama Indil de gris claro.

Volvieron a hablar de la condición de las mujeres en la Tierra. Esta vez la conversación avanzó más lentamente. Ama Tsai Indil no era tan buena traductora como Nicholas.

Tuvo la misma sensación que solía tener cuando conversaba con Vaihar. Aunque hablaban el mismo idioma (al menos ella y Ama Indil) y aunque parecían coincidir en el significado de las palabras que utilizaban, la comunicación era fragmentada; y tuvo la sensación de que las preguntas importantes no se planteaban. Las mujeres hwarhath daban rodeos en lugar de abordar el tema realmente importante. Tal vez lo estaba imaginando, influida por la imagen de Charlie con respecto a la singularidad.

Finalmente, dijo:

—Os he hablado de la Tierra lo mejor que he podido. Ahora me gustaría saber algo de vuestro planeta.

Lugala Minti respondió:

—Nuestra sociedad está organizada como debe ser, según las reglas que la Diosa ha dado al Pueblo.

Una respuesta adecuada, al menos se lo parecía a la mujer de Lugala. Se arrellanó y cruzó las manos sobre el abdomen. La luz le caía sobre la túnica en el ángulo adecuado, y Anna vio el dibujo del brocado, negro sobre negro: una red hecha de estrechas ramas que se entrecruzaban. Unas flores grandes y delicadas se abrían en las intersecciones; salvo por las espinas largas y puntiagudas, el resto de cada rama estaba desnudo.

Ettin Per arrugó el entrecejo y habló con voz estridente.

Ama Tsai Indi! dijo:

—La mujer de Ettin nos ha recordado que la Diosa no es simple. Sabemos que hace falta algo más que una teoría para explicar su universo. Tal vez existe más de un camino acertado que seguir.

Lugala Minti pareció furiosa.

Tsai Ama Ul se inclinó hacia delante y habló.

—Según la mujer de Tsai Ama, hay muchas cosas que no pueden decirse. Recuerda que somos enemigas, al menos de momento, y son los hombres quienes deciden qué información es estratégica.

»Ella, la mujer de Tsai Ama, dice que contará una historia acerca del origen del mundo. Ni siquiera los hombres pueden poner objeciones a esto. Todo el mundo coincide en que no es literalmente cierta, y es muy antigua, lo que significa que no te dice nada acerca de nuestra situación actual. Pero sí dice algo acerca de nuestro mundo.

»En el principio no existía nada salvo la Diosa y un monstruo. En cuanto se miraron se enemistaron, y lucharon hasta que la Diosa mató al monstruo.

»Cuando el monstruo murió, la Diosa le quitó los ovarios y fecundó los huevos de los ovarios, utilizando su propio semen.

¿Qué?

—Después cogió el cuerpo del monstruo y creó el mundo. Las montañas altas son lo que queda de la espalda acorazada y espinosa de la criatura. Las llanuras y los valles surgen de su ancho y arrugado vientre. Los dientes del monstruo se convirtieron en los cuatro planetas principales. El sol es su cerebro, lleno de ideas violentas.

»Cuando terminó de crear el mundo, la Diosa cogió los huevos del monstruo y les dio forma de criaturas vivientes. Los huevos del ovario derecho se convirtieron en animales; y los del ovario izquierdo pasaron a ser los antepasados del Pueblo. En ese momento no tenían criterio ni capacidad de discriminación. Sólo eran otra clase de animal, más débil y más miserable que la mayoría. Pero la Diosa sabía en qué se convertirían. Los colocó tiernamente en el mundo. Enseguida empezaron a gatear y a arrastrarse por el enorme cuerpo del monstruo. La Diosa los observaba con amor.

Guardó silencio. Las mujeres se movieron un poco, se arreglaron la ropa, alisaron las arrugas.

Anna comentó:

—Has dicho que la Diosa fecundó los huevos. Coa que era una mujer.

Tsai Ama Ul habló. Ama Tsai Indil tradujo.

—Como ha dicho la mujer de Ettin, la Diosa no es simple. Tiene muchas formas y apariencias. Por lo general, cuando lucha, es un hombre.

¿Qué le decía ese mito con respecto al Pueblo? El mundo surgía de la violencia y la muerte. La Diosa era ambigua. El sol —la luz del mundo— era la mente feroz de un monstruo.

No era una especie agradable.

La reunión concluyó. Anna regresó a sus aposentos. Apoyó la palma de la mano en la puerta para abrirla. Nicholas estaba allí, sentado en su sofá.

—¿Cómo ha ido? —le preguntó.

—Aguarda un instante. —Fue a la cocina y sirvió dos copas de vino: esta vez tinto, un borgoña L-5 con el sabor que a ella le gustaba.

Le ofreció una copa a Nicholas y se sentó frente a él; antes de hablarle de la reunión, bebió un trago. Estaba cansada de desconfiar y sin duda él se enteraría de lo que ocurría de labios del general, que lo sabría por sus tías.

—Me siento estafada —dijo cuando terminó—. Les he contado muchas cosas de la Tierra, ¿y qué obtengo a cambio? Un estúpido mito.

—Un mito interesante, que yo no conocía. Pero Tsai Ama Ul es un pozo de información. —Nicholas miró la pared opuesta—. Violencia y procreación. Me pregunto a quién estaba hablando. ¿A las mujeres de Ettin o a ti? Ese relato te dice algo, tal vez mucho, sobre el Pueblo.

—¿Te parece?

Nicholas asintió.

—Aunque no estoy seguro de poder explicarte cómo. Es una historia complicada, y en ella hay muchas cosas que son lo contrario de lo que deberían ser. La madre del Pueblo no debería ser un monstruo violento. La Diosa no debería ser del sexo masculino, al menos en un mito que habla de la creación. —Guardó silencio un instante—. Los miembros del Pueblo creen fervientemente en el criterio y el discernimiento, pero también creen que algunas cosas no pueden comprenderse mediante el análisis. De modo que tal vez no debería intentar analizar el relato. De todas maneras, tengo que irme. —Se levantó.

—Has venido para averiguar cómo había salido la reunión.

—Por supuesto. Ya te dije que nunca puedo quedarme bastante tranquilo, y estoy realmente furioso con los Lugala. No voy a permitir que me aparten, ni que me obliguen a retroceder.

Anna terminó de beberse el vino. La copa de él estaba en una de las mesas, intacta. La cogió y la llevó a la cocina; devolvió su contenido al recipiente de donde lo había sacado.

XXII

El general no estaba en su despacho, de modo que esperé observando la enmarañada jungla púrpura que ocupaba un extremo de la habitación. Unas criaturas voladoras iban de un lado a otro entre las sombras. Animales semejantes a insectos gigantescos trepaban por los troncos de los árboles. Conocía el lugar: un infierno del que el Pueblo finalmente había sido expulsado, aunque detestaban absolutamente admitir la derrota. Ettin Gwarha había estado allí para negociar la retirada, no con los nativos —los miembros del Pueblo nunca habían logrado establecer comunicación con ellos— sino con los diferentes oficiales superiores, que se habían enemistado mutuamente por la frustración.

Un día, durante las negociaciones, empecé a sentirme inquieto, salí a dar un paseo por el límite de nuestro campamento y encontré una de las armas biológicas más notables que los nativos habían creado o que existían. La cosa casi me mata.

¿Por qué el general estaba examinando el fracaso más patente de su especie? Aunque él había hecho las cosas bien en el planeta. Los diversos oficiales superiores fueron convencidos de que cooperaran. La retirada se llevó a cabo ordenadamente. Él obtuvo un ascenso, y yo fui un poco más cuidadoso con lo que tocaba.

Su puerta se abrió. Lo observé y luego miré la jungla.

—No cabe duda de que no eran inteligentes —dijo.

—¿Qué especies?

—Ninguna. Lo que consideramos cooperación, era simbiosis. —Se volvió y quedó de cara a la jungla púrpura. Una criatura con muchas patas se arrastró por el suelo. Todo cuanto puedo decir es que medía un par de metros de largo—. He estado pensando que tal vez no es posible luchar con otras especies, sin duda no es posible hacerlo con algo parecido a las criaturas de ese planeta. Sólo se los puede matar como a animales. ¿Y para qué molestarse? En ese planeta no había nada que necesitáramos, salvo un enemigo, y ellos no comprendían las reglas de la guerra.

Se sentó ante la mesa y señaló la otra silla que había en la habitación. Me senté y le hablé de la reunión entre Anna y las mujeres.

—Ese es un mito del que jamás había oído hablar —comentó cuando concluí—. Lo más probable es que pertenezca a una de las culturas que ella ha estudiado. Que yo sepa, mis tías no han hablado con Tsai Ama Ul. Es evidente que deberían hacerlo. Ella está pensando en la procreación, lo que significa que está pensando en alianzas. Es una historia interesante. Se abre a posibilidades muy distintas. —Observó la jungla y abrió los ojos desorbitadamente. Me volví.

En el claro había algo nuevo: un cuerpo redondo que se balanceaba sobre seis patas semejantes a zancos. Sostenía a la criatura de muchas patas, que había dejado de moverse. Con otras dos extremidades que desplegó empezó a acariciar a la criatura de muchas patas, primero en la parte superior de la cabeza y luego en las enormes mandíbulas que parecían horribles tenazas.

—Está buscando comida, supongo. Recuerdo que en uno de los informes se decía que las criaturas de muchas patas producen una sustancia similar a la miel. —Me miró para asegurarse de que había usado la palabra inglesa correcta—. Si es abordado de la manera correcta, el animal regurgita la sustancia.

»Nuestra situación se vuelve cada vez más compleja. Lugala Tsu no representa un gran problema. Para ser un principal, uno debe tratar con principales. ¡Pero las mujeres! ¡Ah! —Guardó silencio, evidentemente reflexionando pero incapaz de hablar. Hay hombres hwarhath que se quejan de sus parientes del sexo femenino, algunos en voz alta y con todo detalle. El general piensa que ésta es la peor clase de malos modales, para no hablar de que pone de manifiesto un carácter débil y cobarde—. Me parece —dijo finalmente, eligiendo cuidadosamente las palabras— que podrían haber luchado con Lugala Minti y haber negociado con Tsai Ama Ul en casa. No necesitaban venir tan lejos.

—No puedes decir al Tejido lo que debe hacer.

—Ya lo sé, Nicky. Puedes irte. Quiero quedarme sentado, mirando mi jungla y pensando.

Al llegar a la puerta me volví para mirar. Patas Largas había terminado de hacer lo que estaba haciendo. Plegó las extremidades y se apartó delicadamente. La criatura de muchas patas se quedó inmóvil. Parecía aturdida.

—Vete —dijo Ettin Gwarha.

XXIII

Esa noche él celebraba una fiesta. Me quedé en mi despachó y revisé las grabaciones de los humanos: sus conversaciones privadas en las habitaciones que ellos creían seguras. No teníamos imágenes, sólo sus voces, que hablaban casi de cualquier cosa. La mayor parte de lo que decían no tenía valor estratégico. El servicio de información de los hwarhath ya las había analizado. Aquél era un segundo examen.

Hay ocasiones en las que los humanos hablan por la misma razón por la que los monos se acicalan. No se trata de comunicación sino de contacto. Es como decir: «Estoy aquí. Soy tu amigo. No estás solo.»

Por eso los miembros del Pueblo charlan menos que los humanos. Ellos pueden acicalarse. No tienen que hablar del tiempo ni de cómo se desenvuelve el equipo local ni, en este caso, de lo que echan de menos de la Tierra: jugar al criquet, un jardín de Suecia, la comida de la India, el teatro de Nueva York.

Supongo que puedo soportar la nostalgia, pero se parece demasiado al arrepentimiento.

Finalmente dejé de escuchar y me fui a mis aposentos, me di una ducha, me preparé un bocadillo y me senté a leer.

Al final del octavo ikun, Ettin Gwarha me llamó.

—Nicky, ven a verme.

Era un tono imperativo. Me vestí y fui a verlo.

Percibí el olor en cuanto entré: el aroma agridulce del halin mezclado con el perfume acre de los cuerpos hwarhath intentando librarse de las toxinas. Seguramente había habido un montón de gente en algún momento de la noche. Las mesas estaban llenas de copas y jarras de halin.

Quedaban tres personas. Hai Atala Vaihar levantó la vista para mirarme. Parecía sobrio y preocupado. Shen Walha estaba sentado junto a él, en una silla situada frente al general. Tenía los hombros caídos y la cabeza baja, y una copa de halin en la mano.

—Aquí, Nicky. —Dio unas palmaditas en el sofá, a su lado.

Me senté y lo miré a los ojos. Sus pupilas eran delgadas pero aún resultaban visibles.

—Hemos estado hablando de la humanidad —Gwarha hablaba con cuidado, asegurándose de que articulaba cada sílaba—. Pensé que podía interesarte. Wally…

Shen Walha levantó la cabeza. Sus ojos amarillos parecían vacíos. Estaba totalmente borracho. Bajé la vista.

—El Primer Defensor plantó una pregunta. —Estaba mucho más borracho que Gwarha, pero hablaba maravillosamente bien—. ¿Cómo podemos luchar con seres que no comprenden las reglas de la guerra? ¿Cómo podemos hacer las paces si no podemos cruzarnos unos con otros? Dije que no hay forma de hacerlo. Dije: debemos matar a los humanos como si fueran animales.

—Y yo te he llamado —dijo Gwarha. Su voz profunda era muy suave.

—Tal vez no sea una conversación adecuada para concluir una fiesta —apunté.

Wally vació su copa de un trago y la dejó en la mesa, frente a él. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en sus muslos anchos y peludos.

—Tienes razón, Nicky, no lo es. Pero si estuviera sobrio, no diría lo que he estado pensando, y si no lo dijera no estaría sirviendo al Primer Defensor ni al Pueblo.

»Os hablaré directamente, a Ettin Gwarha y a ti. Los humanos no son verdaderas personas, y si pensamos que lo son nos estamos engañando a nosotros mismos y cayendo en una trampa peligrosa.

—¿Qué es Nicky, si no una persona? —preguntó Gwarha.

Miré a Vaihar. Estaba sentado erguido, inmóvil, y con la vista baja: la postura de un oficial más joven que presencia la lucha de los oficiales superiores; hace todo lo posible por no llamar la atención y nada que pueda hacerlo vulnerable a la crítica.

—Ya conoces la respuesta, Primer Defensor. Es un animal, un animal muy inteligente, capaz de imitar la conducta de una persona. Si sólo lo hubiera conocido a él, diría que es una persona. ¡Pero conozco al resto de la especie! —Volvió a llenar su copa con el contenido de una jarra negra y cuadrada: una pieza de alfarería de calidad de la estación Asuth. ¿Por que demonios Gwarha permitía que unos borrachos jugaran con ella?

»Ellos lo mezclan todo. Todos estamos de acuerdo en eso. Pero también estamos de acuerdo en lo que nos convierte en personas. El criterio y la capacidad de hacer… —vaciló por primera vez, como si no pudiera recordar la palabra— distinciones. Eso es lo que nos diferencia de los animales y de la Población Red.

»Estas criaturas no pueden distinguir a los hombres de las mujeres, ni a los niños de los adultos. Se matan entre sí y practican el sexo unos con otros, como si no hubiera diferencias. ¿Cómo un hombre puede matar a una mujer? ¿O practicar el sexo con una mujer?

—Los hombres han hecho ambas cosas —comentó Gwarha.

—¡Por la procreación! Y eso es algo más que los humanos no pueden evitar. Al parecer no comprenden la diferencia entre practicar el sexo y tener hijos. ¡Nueve mil millones de humanos! ¿Están locos?

Hizo una pausa y bebió; luego dejó la copa.

—Ni siquiera parecen comprender la diferencia entre las verdaderas personas y las que sólo tienen aspecto de serlo. He visto los informes. Lucharán por mantener vivo algo que en realidad no es una persona: un niño que nació mal, alguien que ha quedado irremediablemente afectado por una enfermedad o una herida. Dicen que eso se debe a que la vida de los humanos es sagrada. ¡Ah! Pero dejan que otros humanos mueran de hambre o de enfermedades que pueden curarse, y no sólo los hombres, aunque eso ya sería bastante malo. Pero dejar que una mujer sana muera de hambre o un niño muera por una enfermedad menor… —Se interrumpió, como abrumado por el horror; y creo que realmente estaba abrumado. Wally es un individuo muy tradicional. La idea de matar a mujeres y niños, o de dejar que mujeres y niños mueran por dejadez seguramente es suficiente para ponerle los pelos de punta, aunque no aprecié que eso ocurriera realmente. ¿Parecía un poco más peludo que de costumbre? Me miró—. Es verdad, ¿no?

—Muy pocos humanos mueren de hambre, salvo cuando se produce alguna catástrofe, una inundación o un terremoto —le dije—. Pero teniendo en cuenta el tamaño de la población de la Tierra, resulta difícil mantener a todos alimentados como corresponde. Creo que es justo decir que al menos una parte de la población está mal alimentada, y las personas mal alimentadas son vulnerables a la enfermedad.

Y hay contaminación, superpoblación, un sistema médico que apenas funciona incluso en los países más prósperos. El tipo de atención médica que Wally estaba describiendo existe, y sale en las cadenas de noticias, pero la mayor parte de los humanos no tiene acceso a ella. No dije nada en este sentido.

Wally siguió adelante.

—Si la vida es sagrada, ¿por qué la Diosa nos ha concedido la muerte? ¿Acaso los humanos no se alzan contra ella y dicen que está equivocada?

—Ambas son sagradas —intervino Gwarha—. Ambas son dones grandiosos.

—Entonces, ¿por qué los humanos no pueden tratar a ambas con respeto? ¿Y con juicio, como la Diosa indicó a los padres de todos nosotros? Ellos matan cuando no deberían. Y no matan cuando deberían. No hay forma de tener una guerra decente con criaturas como éstas.

Gwarha se inclinó hacia delante y cogió la copa que estaba en la mesa: su copa personal predilecta, redonda y lisa. El cristal era de un blanco niveo.

—Dime otra vez lo que es Nicky.

—Para ti no es ningún secreto —dijo Wally—. Todo el mundo sabe lo del brazalete que le regalaste.

No estaba seguro de dónde lo había dejado al quitármelo. En algún lugar de mis aposentos. Pero no me resultó difícil recordar su aspecto.

Cada eslabón tiene la forma de una enredadera que se retuerce formando un círculo. En medio de cada eslabón, colocado entre las hojas doradas, hay una pieza de jade tallada en forma de tli. Gwarha me lo regaló hace años, al regresar de un viaje al que no lo había acompañado. En esa época no había visto un tli, pero sabía qué era: el pequeño embustero de las obras de animales.

—El mentiroso —dijo Wally—. El tramposo, el animal que se burla de los animales grandes y nobles.

—Ah —exclamó Gwarha. Parecía enfadado. Era el momento de poner fin a la conversación.

Me estiré y empecé a masajearle los músculos de la base del cuello.

—¿Qué? —preguntó.

¿Qué demonios estás haciendo, Nicky? Ésa era la pregunta completa. Le clavé la uña del pulgar. Él me miró brevemente y guardó silencio.

¡Muy listo! Aún sabía captar una señal. Seguí masajeándole el cuello. Tenía los músculos duros como rocas.

Todos guardamos silencio durante un rato. Wally había terminado con su discurso acerca de los defectos de los humanos y, sobre todo, de Nicky Sanders. Se quedó hecho un ovillo, mirando el vacío.

Vaihar levantó la cabeza, animado por el silencio o por la curiosidad que éste despertó en él. Cruzamos una mirada. Yo eché un vistazo a la puerta. Aquel encantador e inteligente sujeto bostezó y dijo que estaba casi dormido. Debía irse, realmente. Se puso de pie, tan cortés como siempre, y dio las gracias al Primer Defensor por la velada. Ni siquiera dijo una mentira. La calificó de interesante, y lo había sido, sin duda.

Luego se volvió hacia Wally. ¿El adelantado se iría con él? Se sentiría absolutamente agradecido de contar con su compañía.

Como si el regreso a casa fuera una especie de viaje épico en lugar de un corto paseo —o, en el caso de Wally, un arrastrar de pies— por pasillos bien iluminados.

Wally levantó la vista. El halin finalmente había hecho mella en él. Era evidente, podría haber alterado un tren expreso. No sé si pudo ver la sonrisa de Vaihar, u oír lo que indicaba su voz: deferencia y amabilidad mezcladas con una pequeña dosis de seducción. Vaihar lo hace todo a la perfección. La seducción era suficiente para hacer que su solicitud de compañía resultara interesante, aunque no lo suficiente para comprometerlo.

No sé si Wally captaba algo de todo esto. Parecía tener poca conciencia; pero se las arregló para levantarse de la silla y murmurar algo en agradecimiento a Gwarha. Vaihar puso un brazo alrededor del cuerpo ancho y peludo de Wally y lo condujo hacia la puerta. Los seguí. Mientras la puerta se cerraba, Vaihar dijo en inglés:

—Me debes una, Nicky.

—¿Qué? —preguntó Wally.

—Le estoy diciendo adiós a Nicky.

—No es una persona —dijo Wally y salió dando un traspié.

La puerta se cerró. Algo se rompió a mis espaldas. Me volví. Gwarha estaba de pie. Tenía las manos vacías y la pared de enfrente estaba manchada de halin. Sobre la alfombra había fragmentos de su copa preferida.

—¿Por qué lo has hecho?

—Estaba furioso. Estoy furioso. ¿Qué hay entre Vaihar y Wally?

—¿Por eso estás furioso?

—No. Claro que no.

—Vaihar estaba llevándose a Wally antes de que perdiera su trabajo y tú perdieras al mejor jefe de operaciones del perímetro.

—Ya lo he perdido —afirmó Gwarha—. No quiero entre mi personal a nadie que diga esas cosas sobre ti.

—Podemos hablar de esto mañana.

—No es una decisión tuya.

—Sí, Primer Defensor.

Me miró. Tenía las pupilas más estrechas que antes, aunque no había bebido nada desde que yo había entrado en la habitación.

—¿Cómo puedes soportarlo? ¿Por qué no estás furioso? —No quiero hablar.

—Entonces vete.

—Creo que será mejor que me asegure de que te acuestas, a menos que prefieras pasar la noche cerca del equipo de evacuación.

—No voy a vomitar. No estoy tan borracho.

—Me alegro por ti.

Por un instante pensé que iba a mostrase terco o que volvería a darme órdenes. Entonces del fondo de su garganta surgió ese ruido parecido a una tos que denotaba diversión.

—No quiero discutir más. No contigo. Ni de esto. Buenas noches. —Se marchó con paso bastante firme hacia su habitación.

Decidí que podía arreglárselas solo y miré a mi alrededor. En realidad, tendría que haberlo dejado todo tal como estabas los cercos y los charcos de halin sobre las mesas, la mancha en la pared y los trozos rotos en la alfombra. Para que por la mañana Gwarha viera la clase de cerdo que era.

Pero la limpieza es la maldición de mi familia, y me resultaba difícil dejar la habitación así. De modo que la ordené; dejé las copas y las jarras amontonadas en la cocina y todo limpio, incluso los trozos de la copa que él había roto. Después fui a verlo. Dormía, haciendo los ruidos que siempre hace cuando se va a dormir borracho.

Qué noche. Llené un vaso con vino y me senté en la sala, frente a la pared recién lavada. El sistema de aire se estaba vaciando y volviendo a llenar. Los malos olores se iban desvaneciendo. Oí el zumbido del ventilador y pensé en el tli.

Había visto al menos uno cada vez que había visitado el planeta madre, por lo general al anochecer o a primera hora de la mañana, cuando yo salía a caminar. El animal estaba escarbando en una pila de estiércol, o hurgando en el jardín en busca de algo que comer; era una pequeña criatura redonda y peluda, de un tamaño entre el de una rata y el de una zarigüeya. Tiene el hocico en punta. Las orejas grandes y copetudas. Y una cola prensil larga, estrecha y peluda.

En una ocasión había visto un ejemplar muy grande que se escabullía por un callejón en medio de una capital hwarhath.

Vive en todas partes. Come de todo. No hay forma de librarse de él. La gente lo mira con exasperación y respeto.

Cuando Gwarha me regaló el brazalete, me dijo que el jade era el color de mis iris. Ésa fue la única razón que dio para haberlo comprado, a pesar de que se lo pregunté más de una vez. ¿Por qué el tli? ¿Qué clase de tli?

En las obras de animales para niños, que son invariablemente morales, el tli es un mentiroso, un ladrón y un lioso. Sus intrigas siempre son desbaratadas, y al final de la obra siempre es castigado.

Las obras de animales para adultos son obscenas y se burlan de todos los valores básicos de la sociedad hwarhath, de vez en cuando incluso de la homosexualidad, aunque en esos casos lo hacen con sumo cuidado. En las obras para adultos, el tli es como el Hermano Conejo: un individuo listo que engaña y descubre a los animales grandes, que son pendencieros e hipócritas, no héroes.

¿Entonces yo qué era? ¿El tli de la vida real, que come basura y vive debajo de las casas? ¿El cobarde y criminal de las obras para niños? ¿O el Hermano Conejo? ¿Me gustaba alguno de estos papeles?

Gwarha me preguntó por qué no estaba furioso. Porque no puedo permitírmelo. El tli no pelea, a menos que esté acorralado o enloquecido por la enfermedad.

Me terminé el vino, lavé el vaso y lo dejé junto a los trozos de la copa preferida de Gwarha. Después me fui a dormir.

No dejé la puerta cerrada con llave. Vino a verme a mitad del primer ikun. Yo estaba sentado en la sala principal, tomando una taza de café. Gwarha entró vestido con una bata de un material liso y tosco, de color pardo opaco. Ropa corriente. Olía a pelo húmedo y su aspecto era deplorable.

—Mira lo que ese insecticida casero me ha dejado de regalo.

Se sentó y se frotó la cara; luego se masajeó la frente y la zona que rodea las orejas.

—Te crees muy listo —dijo en inglés—. No lo eres.

—¿Quieres saber lo que ocurrió anoche? ¿O lo recuerdas?

Se frotó el cuello.

—Tuve una discusión con Shen Walha.

—Bingo.

—No hagas eso, Nicky.

—¿Qué?

—Utilizar palabras que no comprendo. Sabe la Diosa que esta mañana apenas puedo entender la lengua de Eh y Ahara.

Seguí hablando en su lengua nativa y describí todo lo que había visto la noche anterior.

Cuando concluí, dijo:

—Lo recuerdo casi todo. Tendré que encontrar a alguien que reemplace a Wally.

—Creo que sí, aunque tal vez soy parcial y tendrías que encontrarle un cargo nuevo. Es muy bueno. No te interesa que se pase al enemigo, y no quieres castigarlo por hablar honestamente.

—No me digas cómo ser un principal.

—Sí, Primer Defensor.

—Caray, qué lío —dijo en inglés.

—¿Cuánto hace que ocurre esto?

Me miró desconcertado.

—¿Cuántos son los que dicen que los humanos somos animales?

Guardó silencio un instante y luego respondió con cautela.

—Wally no es el único. Creo que hay muchos que dicen esto… muchos más de lo que yo creía. Yo soy el Amante del Humano. Hay cosas que no se dicen en mi presencia. Mis parientes del sexo masculino me han contado parte de lo que sucede, pero creo que incluso ellos tienen miedo de contármelo todo.

»Creo que los rumores aumentan. Muchos hombres creen que las negociaciones van a fracasar. Tendremos que luchar con los humanos, y si ellos no luchan como personas, tendremos que destrozarlos.

Destrozarlos. Cortarlos. Descuartizarlos. Las tres traducciones son posibles. Es una palabra desagradable, llena de violencia, y no se utiliza para describir la forma en que los hombres se tratan entre sí.

—¿Por qué no me has hablado de esto?

—No estoy obligado a decirte todo lo que sé.

—Yo pertenezco a esa especie, Ettin Gwarha. Si ellos son animales, entonces yo también lo soy.

Volvió a guardar silencio y fijó la vista en la alfombra. Finalmente levantó la cabeza.

—¿De qué habría servido? Habrías mirado a tus pares, a los hombres con los que vives, y te habrías preguntado: ¿Quién dice esto? ¿Cuál de estas personas piensa que no soy una persona?

—Nada de eso.

Se quedó un rato en silencio, luego se levantó y regresó a sus habitaciones.

Me serví otra taza de café y bebí lentamente, pensando en la última vez que había estado en el planeta madre de los hwarhatb, después de regresar de la fracasada primera ronda de negociaciones con los humanos. En una mañana en particular. Me encontraba en los jardines que se extienden entre la grandiosa casa de Ettin Per y el río, respirando el aire fresco y humedeciéndome los pies con el rocío, admirando las llamativas hojas de las plantas ornamentales de Per y el plumaje igualmente llamativo de sus halpa. Los cría por sus huevos, y por su aspecto. Andan por todas partes con paso majestuoso, demasiado pesados y demasiado confiados para volar. Doblé una esquina, pasado un arbusto de hojas verdes y escarlata. Había un tli: redondo y gordo, de pelaje amarillento y anillos blancos en la cola. Estaba destrozando el nido de un halpa. De su hocico chorreaban restos de huevo que cubrían sus garras delanteras. Me detuve. El tli me miró. Durante un instante los dos nos quedamos inmóviles. Después él se alejó. Me quedé mirando los huevos rotos.

Decididamente era el momento de hacer otro viaje al planeta madre. El momento de estar al aire libre, lejos de las interminables luchas por el poder en el perímetro.

Las interminables luchas por el poder en el centro correspondían a las mujeres. En ocasiones Gwarha es invitado a reunirse con sus tías mientras ellas conspiran. De vez en cuando me convocan como experto en el enemigo humano. Yo presento mi informe y soy despedido; no tengo más responsabilidad.

¡Por la Diosa, qué tentador! Pero no todavía. Hay problemas que resolver aquí.


Del diario de Sanders Nicholas, etc.

XXIV

Sonó una campana. Tardó un minuto en darse cuenta de que era la puerta y no el intercomunicador. Tocó la placa interior y la puerta se abrió. Allí estaba Nicholas. Su rostro pálido parecía una máscara.

—¿Qué sucede?—le preguntó.

Él entró. La puerta se cerró.

—Anna, tengo que decirte algo. Me llevará un buen rato, y tendrás que prestar atención.

Ella había oído aquel tono de voz en otra ocasión, por lo general cuando alguien estaba a punto de anunciarle la muerte de un familiar.

—No tenía ningún plan. No nos interrumpirán.

—¿Por qué no te sientas? Yo quiero caminar.

—Nick, ¿de qué se trata? Me estás poniendo nerviosa.

Él había llegado al otro extremo de la habitación. Se volvió y le sonrió.

—Estoy aterrorizado, Anna. Por favor, siéntate.

Ella le obedeció. Él se quedó quieto durante un instante, mirando la puerta que conducía fuera de los aposentos.

—En primer lugar, esto no tiene nada que ver con el Primer Defensor. Es responsabilidad mía, y él no sabe lo que estoy haciendo.

Ella abrió la boca y la cerró.

—Hay cierta información que tu gente debe conocer. A ti te toca decidir cómo hacérsela llegar al embajador. Tus aposentos serían un sitio seguro, si lograras encontrar la forma de que él viniera. Sería aún mejor que lo hicieras a bordo de vuestra nave. En los aposentos de los humanos ni pensarlo. Incluso los retretes están plagados de micrófonos.

—Nuestra gente registró a fondo y nos dijeron…

—Créeme, los miembros del Pueblo han estado escuchando. Yo he estado escuchando. Examino las grabaciones casi cada día. A los miembros del Pueblo no les gusta mentir, pero lo harán, sobre todo con un enemigo, y no renunciarán a las ventajas de hacerlo. —Nicholas se paseaba por el borde de la habitación. Ella se había girado para mirarlo.

—¿No puedes sentarte? Me quedaré con el cuello torcido.

Él se dejó caer en una silla y la miró con expresión seria.

—Creo que estamos en una especie de momento crítico. Si algo sale mal en esta ronda de negociaciones, tal vez no haya forma de recuperar lo perdido; y no creo que tu gente se dé cuenta de lo peligrosa que es la situación. Tienes que cumplir esta misión.

Hizo una breve pausa. Ella esperó. Al fin Nicholas dijo:

—La información. Cuando el Pueblo hace la guerra, sigue ciertas reglas. Y las reglas son estrictas. No pueden ser violadas. La primera regla, la más importante, es que ningún hwarhath del sexo masculino puede causar daño físico a una mujer ni a un niño.

»Son buenos luchadores, y su historia es larga y sangrienta, pero un hwarhath casi nunca ha atacado a civiles. A los hombres, sí. Ningún hombre es civil una vez pasada la niñez. Siempre es una caza legal, incluso en su lecho de enfermo, incluso si es un anciano centenario. Pero las mujeres y los niños no pueden ser tocados. No físicamente. —Sonrió—. He leído algunas de las obras de mujeres. Hablan de lo que significa pertenecer a un linaje que ha sido derrotado. Todos los parientes del sexo masculino con más de veinte años, y a veces más de quince, son asesinados. Los hermanos, los tíos, los primos. Ellas y sus hijos se convierten en miembros del linaje que destruyó a su familia. Algunas eligen la opción, pero eso no es algo totalmente respetable. Se supone que deben seguir vivas por el bien de sus hijos.

»Y se supone que los hijos olvidan a sus tíos y a sus hermanos mayores. Una vez acabada la guerra, una vez que son adoptados, la venganza se convierte en asesinato en el seno de la familia, y ése es un crimen espantoso.

—Nick, ¿esto tiene alguna importancia en este momento?

—¿Estoy divagando? Esto me resulta difícil. Estaba diciendo que los miembros del Pueblo no matan a mujeres ni a niños. Ha ocurrido, pero no con frecuencia. Cuando esto sucede, por lo general da origen a una especie de guerra santa. Todos los vecinos se unen y destruyen al linaje proscrito. —Hizo una pausa y la miró directamente—. Los humanos atacan a la población civil. Ésa ha sido la forma más importante de lucha en los dos o tres siglos pasados. Los hwarhth lo saben. Saben que estarán en terrible desventaja si luchan con nosotros respetando sus propias reglas.

»Los humanos pueden atacar sus ciudades, pero ellos no pueden responder al ataque. Supongo que cada uno descubrirá el planeta madre del otro. Demonios, los miembros del Pueblo están casi seguros de saber dónde está la Tierra. Podrían arrebatarnos nuestro planeta madre ahora mismo, si no fuera por sus reglas.

»También saben que es sólo cuestión de tiempo que los humanos descubran las leyes hwarhath de la guerra, y entonces algunos humanos estúpidos, algún grupo de estúpidos, dirá: “Hemos cogido al enemigo. Sabemos cómo destruirlo.” Y creo que cuando esto ocurra, probablemente los humanos decidirán declarar la guerra. Se lo he dicho al general, y le he dicho que creo que al Pueblo le queda un año, dos a lo sumo. Hay información en los archivos que cogimos de tu planeta Reed, lo que sea.

—1935-C —repuso Anna.

Él asintió.

—Algunos de los tuyos están a punto de comprender las reglas de los hwarhth que indican cuándo es correcto matar. Pero hay otras cosas del Pueblo que les llevará más tiempo averiguar, y antes de que empiecen a comprender, la humanidad probablemente habrá entrado en una guerra a gran escala. ¿Sabes, Anna? Creo que me apetece beber algo, y que no sea café.

Ella fue a la cocina y volvió con una botella de Rose d’Anjou y dos vasos; los llenó y le entregó uno a Nick. Él lo dejó en la mesa.

—Los hwarhath dicen que para ser una persona debes ser capaz de juzgar y discernir. Sobre todo, debes ser capaz de juzgar y discernir en el campo moral.

»No creen que el aspecto tenga mucho que ver con el hecho de ser una persona. Para empezar, tienen parientes cercanos que aún viven: la Población Red. Son el equivalente de… oh, no lo sé. ¿Homo habilis? Algo así. Han logrado sobrevivir en un puñado de islas, como los orangutanes en la Tierra, hasta cuando fuera.

—Hace un siglo —dijo Anna, que sintió una pena conocida: la de la desaparición de otra especie.

—Los miembros del Pueblo saben que los de la Población Red son parientes cercanos, pero que no son personas. No tienen un sistema moral que el Pueblo pueda reconocer como tal.

»Y algunos de los hwarhath tampoco son verdaderas personas. Según el Pueblo, no es asesinato matar a alguien que se encuentra en estado de coma, o cuyo cerebro no funciona adecuadamente por la razón que sea. Por accidente o enfermedad. Por un defecto de nacimiento. Cuando matas a alguien así, estás ahorrándole sufrimiento. Creen que estamos locos porque pensamos que una persona es humana simplemente porque tiene el aspecto de un ser humano.

Anna estaba un poco mareada.

—Lo mismo se aplica a los criminales. Entre los miembros del Pueblo los hay, aunque no tantos como entre los humanos, al menos por lo que yo he podido determinar. Pero decididamente saben que hay miembros de su especie que son normales en lo que se refiere a la inteligencia pero que no tienen criterio moral. Prefieren que esta gente se suicide. Por eso les ofrecen la opción y un poco de tiempo. Si el criminal sigue vivo, ellos pueden acabar matándolo. Depende del crimen cometido. Nunca se mata como castigo. Los hwarhath no son especialmente vengativos, y no tienen nuestra idea de la justicia. Para ellos, matar a un criminal es como matar a un animal peligroso.

Cogió la copa de vino y la hizo girar entre sus manos; observó el líquido de color rojo claro pero no bebió. Evidentemente, lo que quería era tener las manos ocupadas.

—Algunos hwarhath, no sé cuántos, argumentan que los humanos son como la Población Red o como los miembros de su propia especie que no pueden tomar decisiones morales razonables. Tenemos aspecto de personas, pero no lo somos. En lugar de eso, somos una clase de animal inteligente, capaz de hacer una buena imitación de… ¿qué podría decir? De la conducta adecuada. Un observador descuidado se engaña, pero si se observa atentamente…

»Anna, el Pueblo no negocia con animales. Son cuidadosos en sus tratos con otras formas de vida, sobre todo en su planeta madre, pero no tienen nada parecido a la religión de la diosa Gaia. Si un animal es peligroso, uno se libra del peligro, y las reglas de la guerra no se aplican. No creo que se priven de tomar una solución definitiva.

—Mierda —dijo Anna.

Él sonrió.

—Eso es exactamente lo que pienso. Ése es el primer punto. El segundo es que los hwarhath tienen un problema grave. Hace más de un siglo que no hacen la guerra.

—¿Eso es un problema? Ojalá nosotros pudiéramos decir lo mismo.

Nicholas dejó la copa de vino y se echó hacia atrás. Anna tuvo la impresión de que hacía un esfuerzo por relajarse.

—El Pueblo cree que los hombres son violentos por naturaleza y… ¿cuál es la palabra? Jerárquicos por naturaleza. Están obsesionados con el frente y la retaguardia, con la idea de ganar y perder. Si se los deja obrar por su cuenta, intentarán dominar cualquier situación. Infligirán un daño físico. Debo decirte que lo considero lamentable; pero no cabe duda de que se educa a los hwartath del sexo masculino para ser sumamente competitivos y para pensar que la violencia no es algo terrible.

»De todas formas… —Hizo una pausa—. En la medida de lo posible, el Pueblo intenta mantener a los hombres lejos de casa. No quieren que sus mujeres y sus niños tengan miedo. Piensan que el miedo constante no es saludable, aunque sea leve, como el hecho de no saber cuándo alguien de la familia, el tío, o el hermano mayor, o quien sea, va a estallar o a empezar a dar golpes. Mi padre tiene mal genio. Es un hombre muy civilizado, pero recuerdo que cuando era niño le tenía miedo. No muy a menudo. De vez en cuando.

»Los hwarhath del sexo masculino son enviados a los límites de la sociedad, donde su violencia resulta útil y donde sólo matan a otros hombres adultos.

—Parece ser una cultura realmente desagradable —comentó Anna.

Nick se encogió de hombros.

—En muchos sentidos, son más amables que los humanos. Creo que en algunos aspectos son más brutales. O tal vez son más claros y más honestos con respecto a la brutalidad. Yo los amo —sonrió brevemente—. Como habrás notado, los estoy traicionando. Todo lo que te estoy diciendo es información secreta.

—¿Por qué lo haces?

—La situación no puede seguir así, y no se me ocurre qué otra cosa puedo hacer. Déjame terminar, ¿quieres?

Anna asintió.

—Te he dicho que su historia es larga y sangrienta. Condujo a la creación del Tejido, que se convirtió en un gobierno del mundo. La paz mundial reporta beneficios evidentes, y realmente no quieren renunciar a ella. Pero no saben qué hacer con sus hombres. Piensan, y están casi en lo cierto, que no pueden mantener su sociedad tal como está si no disponen de un enemigo. ¿Qué va a ocurrir cuando los hombres jóvenes dejen de creer en la guerra? ¿Qué ocurrirá si los hombres empiezan a decir: No tiene sentido prepararse para la batalla y no tiene sentido vivir en el perímetro? Diablos, tal vez querrían regresar a casa, y no sólo de visita. Una idea espantosa. Te aseguro que asusta a los hwarhath.

»De todo esto sacaron algo bueno. Descubrieron el viaje FTL. Eso les dio la posibilidad de enviar a los hombres, a muchos hombres, al espacio para explorar y establecer colonias y buscar un enemigo. —Nick la miró y sonrió—. Querían una guerra lo suficientemente grande para mantener a los hombres ocupados y alejados de las mujeres. Lo suficientemente lejos para que el planeta madre no estuviera amenazado, pero a una distancia razonable. Querían un enemigo al que pudieran derrotar, pero no con facilidad. No creo que nunca se hayan planteado realmente qué hacer con las mujeres y los niños extraños después de aniquilar a todos los hombres.

»Descubrieron a los humanos, y nosotros éramos exactamente lo que querían, salvo que no jugamos limpio. No conocemos las reglas de la guerra.

Nicholas había vuelto a coger su copa. La inclinó y el líquido pálido resplandeció. ¿Qué parecía?, pensó Anna. ¿Sangre mezclada con agua?

—Hay otra cosa que deberías saber con respecto al Pueblo. Cuando me capturaron, yo me encontraba en una nave humana atacada, el Free Market Explorer, y he estado en un par de naves hwarthath que se encontraban en la misma situación.

»En una ocasión estuve en una nave que alcanzó un punto de transbordo al mismo tiempo que una nave humana. Fue una sorpresa desagradable para ambos, pero mucho más desagradable para los humanos. La otra vez estaba viajando con Ettin Gwarha y se produjo un fallo en la comunicación. Nuestra encantadora nave de transporte acabó en medio de una batalla de entrenamiento. Los hwaarhath creen que las guerras de entrenamiento deben ser lo más reales posible. La municiones son reales. —Sonrió—. Los soldados a menudo acaban muertos.

»Tal vez soy la única persona que ha visto a soldados humanos y soldados hwarhath en situación de combate. Ellos son mucho mejores que nosotros. Por lo que sé, la humanidad no puede competir. Guardó silencio.

—Si la presión que se ejerce sobre ellos es tan grande, ¿cómo podemos alcanzar la paz?

—Hablando con las mujeres. Creo que es la única esperanza. Tiene que haber una forma de decirles que si el Pueblo declara una guerra de exterminio, será destruido, no física sino moralmente. Acabará corrompiéndolo. Al margen de qué sofismas sugieran, estarán matando a otra especie inteligente. No somos tan racionales como los hwartath, ni tan moralistas, pero de vez en cuando somos capaces de razonar y de atenernos a la moral. El genocidio es un error. Si siguen adelante con esto, van a estropear toda su sociedad.

»Pero no estoy seguro de que alguno de los hombres, ni siquiera Ettin Gwarha, comprenda el riesgo que está corriendo. Habla con Charlie, aquí o en vuestra nave, y decidid lo que vais a decir a las mujeres.—Se bebió la mitad del vino de un trago, dejó la copa en la mesa y se puso de pie—. Será mejor que me marche. ¿Hablarás con Charlie?

—Sí.

Se acercó a la puerta y ésta se abrió. Al otro lado esperaban dos soldados.

Nick habló en la lengua extraña con voz rápida y cortante. Uno de los soldados respondió.

Nicholas se volvió y miró a Anna. Estaba más pálido que antes.

—Te piden que los acompañes.

—¿Por qué? —preguntó con temor.

—El general quiere vernos a ambos. —Sonrió—. No creo que sea importante.

—Diles que necesito un minuto. —Se levantó y entró en el cuarto de baño. El corazón le latía más rápidamente de lo normal y notó que empezaba a sudar. No seas estúpida, se dijo. Usó el lavabo y luego se lavó las manos y la cara con agua fría. Eso la ayudó. No parecía especialmente asustada. Se cepilló el pelo y salió. Nick estaba de pie, con las manos en los bolsillos de la chaqueta y expresión impaciente. Los soldados parecían tranquilos.

Atravesaron la estación. Los soldados los siguieron. Nick formuló otra pregunta en la lengua extraña y recibió una respuesta.

—Deben escoltarnos. No saben por qué.

—¿No te parece raro? —preguntó Anna.

Él se encogió de hombros.

Llegaron a una puerta. Ésta se abrió y entraron en una habitación pequeña y cuadrada sin otra cosa que moqueta. Los soldados se quedaron en el pasillo. La puerta se cerró y Nicholas miró a su alrededor.

—Aquí estamos —dijo en inglés.

Se abrió otra puerta. Nick caminó delante hasta una segunda habitación. En ésta había una mesa, tres sillas, la habitual moqueta y un tapiz: una hoguera rodeada por unas espadas dispuestas en círculo.

Detrás de la mesa había un alienígena: Ettin Gwarha. Habló con Nick en la lengua hwarhath. Hacía verías semanas que Anna oía su voz. Casi siempre era profunda y suave, con un leve matiz de dureza: una voz casi peluda, en modo alguno desagradable. Ahora parecía ronca y áspera. El hombre estaba furioso.

Nick se quedó quieto, con las manos en los bolsillos, la cabeza un poco inclinada y escuchando educadamente hasta que Ettin Gwarth concluyó.

—Colocó micrófonos ocultos en tu habitación, Anna. No sé cómo consiguió que Gwa Hu hiciera algo así.

—Ella no pertenece al Pueblo —dijo el general en inglés.

—Pensé en mantener la conversación en mis habitaciones —dijo Nick en tono sereno y uniforme—. Imaginé que podría encontrar alguna razón para invitarte. Pero decidí que tus aposentos serían lo bastante seguros. Gwa Hu lo ha estado revisando con regularidad.

—No tiene importancia dónde decidieras llevar a cabo tu traición —dijo el general—. Te habría oído.

—¿Has colocado micrófonos ocultos en mis aposentos? ¿Has hecho eso?

—Sí.

—En nombre de la Diosa, Gwarha, hablamos de eso hace años. Me dijiste que podía tener intimidad. Me diste tu palabra.

El general lo miró fijamente, con expresión poco amistosa. Nick le devolvió la mirada y enseguida bajó la vista.

Ettin Gwarha miró a Anna.

—Este hombre… este ser traidor, me ha colocado en una situación incómoda, miembro Pérez. No estoy seguro de cómo resolverla. No puedo permitir que usted transmita a otros humanos la información que acaba de recibir.

—Mátala —dijo Nick—. A veces hay accidentes. Ya has empezado a quebrar las reglas, ¿qué te quedará cuando acabes? ¿Qué quedará de ti o del Pueblo?

El general le respondió con brevedad y en tono cortante en la lengua de los alienígenas.

Nick no añadió nada.

—No tiene por qué preocuparse, miembro Pérez —dijo el general en inglés—. Jamás se me ocurriría hacer daño a una mujer, y no hay forma de hacerlo sin crear más complicaciones.

Nick soltó una carcajada. El general lo miró con furia.

—Te has destruido solo, estúpido pedazo de mierda, me has destruido casi con certeza a mí y probablemente has destruido las posibilidades que teníamos de alcanzar la paz. Por lo que sé, has destruido a los de tu propia especie. ¿Cómo pude confiar en ti?

Nick le respondió en la lengua hwarhath; habló rápidamente y en tono airado al tiempo que se acercaba a la mesa. Ahora tenía las manos fuera de los bolsillos y se apoyaba en la mesa; seguía hablando con rabia.

—Cállate —ordenó el general en inglés.

Entonces Nick se lanzó sobre la mesa. Todo ocurrió tan rápido que Anna no se dio cuenta de nada. Ambos se gritaban, uno a cada lado de la mesa. Un instante más tarde, el general estaba en el suelo y Nicholas encima de él. El ruido había cesado y sólo se oía la respiración de Nick, rápida y superficial. El general estaba inmóvil, su silla caída cerca de él.

Nick se incorporó y se quitó la chaqueta; luego cogió un cuchillo que había sobre la mesa. —¿Qué vas a hacer?

—Atarlo. Y llevarte hasta la nave de los humanos. —Cortó su chaqueta en tiras—. Mierda. Esta tela no servirá para atarlo. Malditos sintéticos.

—¿Puedo hacer algo?

—Que yo sepa, no. A menos que lleves encima un rollo de cinta adhesiva. —No.

Él se agachó y metió un trozo de tela en la boca del general y luego hizo rodar el cuerpo fláccido y le ató las manos.

—Esta porquería no aguantará. Recuerdo que mi madre siempre decía a mi hermana: nunca vayas a ninguna parte sin llevar al menos un par de imperdibles. Suponía que era uno de esos misterios femeninos y nunca presté atención. Ojalá hubiera algo así para los hombres. «No vayas a ninguna parte, hijo mío, sin llevar un buen rollo de cinta adhesiva.» —Ató los pies de Ettin Gwarha y se incorporó—. Seguro que no aguanta. Quédate quieto un rato. Necesito hablar un momento.

Tocó la superficie de la mesa del general y habló con alguien, y luego con otra persona. Su voz tenía un tono de brusca autoridad que ella nunca había percibido. Finalmente levantó la vista.

—Mats viene hacia aquí. Te escoltará hasta el vehículo y éste te llevará hasta la nave de los humanos. No sé qué sugerirte a partir de ahí. Dile al capitán lo que está ocurriendo. No creo que él pueda escaparse. Dudo que quiera abandonar al resto del equipo de negociación. No se me ocurre nada mejor. Ganaremos tiempo y significará que Gwarha no puede hacer nada para evitar que se propague la información, a menos que quiera llevarse la nave de los humanos. Mierda. No sé si esto arreglará o empeorará la situación.

—¿Qué harás tú?

—Quedarme aquí y asegurarme de que Gwarha no se suelta.

—Ven a la nave, Nick.

—No seas ridícula. No pienso ponerme en manos del servicio de información militar.

—¿Crees que eso sería peor de lo que va a ocurrirte aquí?

—Es cierto que no me gusta responder preguntas, y el Pueblo no va a hacerme ninguna.

Una voz dijo:

—Aquí estoy, Nicky.

—Adelante —repuso Nicholas y se acercó a la puerta—. Él no puede ver nada de esto; no le cuentes nada. No quiero causarle problemas.

Esperó a que ella se acercara a la puerta; luego la abrió, la hizo salir y salió tras ella. La puerta del despacho del general se cerró.

Matsehar lo miró.

—¿A qué viene tanta prisa?

—Anna necesita que la vea un médico humano.

—Espero que no sea nada serio.

Había un algo de surrealista —¿era ésa la palabra adecuada?— en toda la situación y en la pregunta amable de Matsehar. ¡Qué joven encantador! Un poco peludo, tal vez, y educado para pensar que no había nada malo en la violencia; pero, de todas formas, una compañía deseable en cualquier situación. ¡Hablaba tan bien el inglés!

—No —respondió ella—. Nada serio. Pero no puedo perder tiempo.

—Por supuesto.

La puerta que daba al pasillo se abrió. Los soldados se habían marchado. Un problema menos. Anna salió, seguida por Matsehar. Nick se detuvo en la entrada. Al llegar a mitad del pasillo, ella se volvió una vez para mirarlo. Nick seguía en la entrada, ahora con las manos en los bolsillos y una expresión de leve preocupación.

Matsehar empezó a hablarle a Anna de su versión de Macbeth. Casi estaba terminando. Todos los planes de la ambiciosa madre y su hijo fracasaban. La madre había muerto después de tomar la opción de una forma no muy decorosa, impulsada por la locura y para escapar del sentimiento de culpabilidad.

Ahora su cruel hijo estaba solo, luchando con las consecuencias de sus actos. Había llegado a un estado de total desesperación.

—¡Escucha! —dijo Matsehar.


El día de mañana y de mañana y de mañana,

Se desliza, paso a paso, día a día,

Hasta la sílaba final con que el tiempo se escribe;

Y todo nuestro ayer iluminó a los necios

La senda de cenizas de la muerte.

¡Extínguete, fugaz antorcha!

La vida es una sombra tan sólo, que transcurre; un pobre actor

Que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario

Para jamás volver a ser oído; es una historia

Contada por un necio, llena de ruido y furia,

Que nada significa.


—¡Qué lenguaje tan espléndido! Sólo espero poder traducir este fragmento tan bien como se merece. Si hay algo que los humanos saben hacer, es escribir. —Hizo una pausa y añadió—:

Y debo decir que me gusta Macbeth. Su coraje es incuestionable. Nunca cede, ni siquiera cuando ha llegado a la desesperación total. Eso es lo que ocurre cuando se ignora la conducta normal y decente. Macbeth y su madre tendrían que haber agasajado al viejo rey como correspondía y dejarlo seguir su camino.

—Aja —respondió Anna.

—¿Ocurre algo?—preguntó él.

—No quiero hablar de eso.

Él guardó silencio durante un rato; la guió por una serie de pasillos que no le resultaban familiares.

—¿Nick tiene problemas? —preguntó por fin.

—Sí.

—¿Deque clase?

—No puedo decírtelo.

—¿Debo volver y preguntárselo?

Ella reflexionó.

—No quiere involucrarte.

—Entonces es algo grave. Será mejor que regrese en cuanto te deje a ti.

Llegaron a un ascensor que los llevó hasta gravedad cero y entraron flotando en el vehículo; éste estaba vigilado por un par de tripulantes hwarhath que se mantenían pegados al suelo gracias a las sandalias. Anna encontró un asiento y se abrochó el cinturón.

Matsehar la saludó:

—Adiós. Espero que tu problema, sea cual fuere, se resuelva pronto.

Salió. Anna oyó que la puerta se cerraba.

Uno de los tripulantes dijo:

—Miembro Pérez, debemos decírselo. Hay otro pasajero.

XXV

Observé a Gwarha. Seguía inconsciente, lo cual resultaba preocupante. A aquellas alturas tendría que haber vuelto en sí. Recorrí la habitación de arriba abajo, intentando no pensar en el futuro. Sabía que no elegiría la opción. Hubiese podido hacerlo mientras estaba en prisión —más de tres años— y nunca me atrajo lo más mínimo, a pesar de que mi única alternativa era pasarme el resto de la vida en doce habitaciones minúsculas con otros seis hombres de la tripulación del Free Market Explorer. Militares de carrera. Era como un círculo del infierno de Dante, o como la obra del filósofo francés, fuese cual fuera su nombre.

Alguien dijo:

—Nicky.

Era Matsehar. Estaba en la antesala.

—¿Por qué has vuelto?

—Anna me dijo que ocurría algo.

—Se equivoca. No se encuentra bien. No ocurre nada.

—Sal un momento —me dijo—. Sabes que cuando hablo con alguien me gusta verle la cara.

Mierda, sí, lo sabía, y también sabía que Mats podía ser tan terco como una muía. Era probable que no me dejara en paz hasta que hubiera conseguido su propósito.

—Espera. —Volví a mirar a Gwarha. Seguía inconsciente. Los nudos estaban apretados y su pulso era fuerte y regular.

Entré en la antesala a toda prisa para que Mats no pudiera ver el interior del despacho.

Estaba de pie, con los hombros muy erguidos y la expresión que suele adoptar cuando discute con los actores y los músicos: una severa determinación combinada con la idea de que tiene razón. Mats no ve el mundo con matices salvo, a veces, cuando escribe una obra.

—No te creo. No soy un experto en humanidad, pero Anna parece perfectamente sana, y no creo que sea una mentirosa.

El mentiroso era yo, como todo el mundo sabía. ¡Vaya fama!

—No se encuentra bien, Mats. Te lo aseguro.

Él siguió con su obstinada actitud.

—Hoy el Primer Defensor no está de buen humor. —Lo cual era un eufemismo—. Creo que lo mejor será que te vayas antes de que se ponga furioso.

Mats miró la puerta del despacho del general.

—Está ahí dentro.

—Sí.

—Me gustaría verlo.

—¿Para qué? No tienes nada que decirle y jamás os habéis tratado.

—Estoy a sus órdenes. Tengo derecho a verlo. Quiero verlo.

En ese momento tomé conciencia del equipo de vigilancia que estaba instalado en la antesala. Lo más probable era que no hubiera nadie vigilando, salvo un programa de ordenador. Pero si el programa decidía que estaba ocurriendo algo raro, alertaría a alguien, y yo tendría problemas. No es que no los tuviera ya, tal como estaban las cosas.

Maldije al Pueblo y su manía de perseguirse mutuamente. ¿Por qué no me había enredado con una especie menos paranoica? ¿O con un sexo menos paranoico?

—Mats, estoy en medio de una discusión con el Primer Defensor. Es una discusión privada. Me gustaría poder terminarla sin interrupciones.

Pareció desconcertado.

—¿De eso se trata? ¿De una de vuestras discusiones? ¿Por qué no se lo dijiste a Anna? Estaba preocupada. Creo que estaba preocupada. Con los humanos nunca se sabe.

—Ya sabes lo que piensan los humanos de la conducta decente. Si hago algo que le recuerda lo que soy, se siente molesta.

Él arrugó el entrecejo, incómodo.

—No me gusta pensar que tiene la mente tan estrecha como el resto de su especie.

—Nadie es perfecto.

(Gwarha, si sabes cómo hacerlo, di a Matsehar que esto era una mentira. No quiero que tenga a Anna en mal concepto.)

—Tendrías que haber inventado algo para que ella no se preocupara, sobre todo si está enferma. ¿Por qué tenía que enterarse de que era una pelea de amantes? Hay muchas clases de peleas.

—Tienes razón, tendría que haberlo hecho pero no lo hice, y ahora tengo que volver a ese despacho. Sin duda tendrás algo mejor que hacer que quedarte en la antesala de Ettin Gwarha.

Inclinó la cabeza para expresar su acuerdo.

—Mañana y mañana.

—¿Qué?

—Nicky, ¿qué te ocurre? Deberías reconocer la frase. Es dé Macbeth. ¿Estás seguro de que te encuentras bien?

—Te resultaría increíble la discusión en la que estoy metido; Pero debo resolverla solo. Márchate.

Salió y volví a entrar en el despacho.

El general estaba de pie junto a su mesa, con una mano en el intercomunicador. Me miró y levantó la otra mano. En ella sostenía el cuchillo: el emblema de su cargo, tan afilado como una navaja de afeitar.

Me detuve e hice el ademán que indicaba presentación y reconocimiento. La puerta se cerró a mis espaldas.

El general apagó el intercomunicador.

—Eran los de seguridad. Querían saber si debían investigar lo que sucedía en la antesala. Les he dicho que no. Siéntate, Nicky.

Me acerqué a una de las sillas que había delante de su mesa, me senté y me eché hacia atrás; estiré las piernas delante del cuerpo y las crucé. Una postura de la que resultaba difícil deshacerse, y una señal de que no tenía planes violentos.

—Nunca se te han dado bien los detalles prácticos —me dijo—. Cuando ates a alguien, no lo hagas a la altura de las botas. Así no se puede hacer un buen nudo. Y no dejes un cuchillo a su alcance.

Bajé la vista. El general estaba en calcetines.

—Es evidente que no tendría que haber abandonado la habitación; pero ha aparecido Mats, y he tenido que librarme de él.

—¿Está implicado en esto? ¿Has involucrado a un destacado dramaturgo en una traición? Es despreciable.

—Él no tiene ni la menor idea de lo que está sucediendo. Matsehar jamás tendría nada que ver con una traición al Pueblo.

Puso el cuchillo sobre la mesa pero lo dejó al alcance de su mano.

—Bien, ¿dónde está Anna?

—Averígualo.

Volvió a pulsar el intercomunicador y llamó a los del servicio de seguridad. Tardaron un par de minutos en localizarla. Estaba en el vehículo, y éste a mitad de camino de la nave de los humanos, que sabían que ella iba a su encuentro. Lo peor era que en el vehículo viajaba otro humano con Anna: Etienne Corbeau.

—Un correo —dijo alguien por el intercomunicador—. Los humanos han solicitado para esta persona un pasaje en la nave de mañana que sale en viaje regular. Les hemos informado de que hoy el vehículo hacía un viaje especial.

El general lanzó un silbido de enfado y golpeó la mesa con la palma de la mano. Bajé la vista.

La persona que hablaba por el intercomunicador dijo:

—No he comprendido su última orden, Primer Defensor.

—Comuníqueme con el piloto del vehículo.

Así lo hicieron, y el general preguntó por Anna. En el breve silencio que se produjo, sólo se oyó el ruido que hacía la singularidad al desintegrar la materia.

Entonces se oyó la voz de Anna.

—¿Primer Defensor?

—¿El otro humano está con usted?

—No. Le dijeron que se quedara en la cabina de pasajeros.

—¿Ha hablado con él? ¿Sabe lo que está ocurriendo?

Una vez más se oyó el crujido de la singularidad, que hacía su trabajo.

—Miembro, voy a indicar que regrese el vehículo. Como cortesía, y en la esperanza de que aún podamos conseguir la paz, no diga nada a Ettienne Corbeau.

—¿Nick se encuentra bien?

El general me hizo una seña. Me levanté y me acerqué al intercomunicador.

—Estoy bien, Anna.

—¿Hago lo queme dice Ettin Gwarha?

—No lo sé.

El general volvió a lanzar un silbido de disgusto. El cuchillo estaba entre ambos. Se me ocurrió cogerlo. ¿Para qué? ¿Para matarlo? Me puse las manos en los bolsillos. Él se dio cuenta y sonrió: sus dientes brillaron con un destello breve y hostil.

—Anna, haz lo que te parezca correcto. Pero recuerda que Corbeau es un verdadero imbécil. No creo que pueda ayudarte.

—Cuando regrese quiero que hable con mis tías. Es posible que ellas encuentren una salida a esta situación.

—Vaya, ésa es una buena idea —dije por el intercomunicador.

Anna guardó silencio y una vez más el único sonido fue el producido por la singularidad.

El general añadió:

—Esta conversación debería tener lugar rodilla-a-rodilla.

Y no por radio, donde otros pueden oírla. Pero él no podía decirlo.

—¿Nick? —preguntó Anna.

—Eres tú quien debe decidir.

—Colaboraré —dijo.

El general le indicó:

—Dígale a Corbeau que las mujeres de Ettin han convocado una reunión, y que por eso el vehículo regresa. Si le pregunta… ¿Cuál es la expresión que utilizan los humanos? Si le pregunta a qué se debe tanta prisa, dígale que no lo sabe. Hai Atala Vaihar estará esperando para escoltarla.

Ella se mostró de acuerdo.

El general habló en la lengua de Eh y Ahara, luego apagó el intercomunicador y dijo:

—Ahora bien, Nicholas, nosotros iremos a ver a mis tías. ¿Es necesario que te diga que no intentes ninguna triquiñuela?

—Las he agotado.

—Bien.

Caminamos en silencio hasta los aposentos de las mujeres. Yo había superado mi reacción, que había sido de pánico. Ahora sentía el temor distante que se siente cuando uno va a someterse a algún tipo de examen médico que podría tener consecuencias desagradables.

Durante el verano de mi primer año como estudiante universitario había tenido un accidente y me habían hecho una transfusión. Decidieron que parte de la sangre podía estar infectada, y durante un año tuve que someterme a diversos análisis. La mayor parte del tiempo lograba creer que todo iba bien. Yo era mágico, había nacido para triunfar y nada podría detenerme. Pero cuando me extraían sangre y veía lo cuidadosos que eran los técnicos, me sentía aterrorizado. Resulté estar perfectamente sano. La enfermedad que buscaban nunca se manifestó.

Atravesamos la puerta con el emblema de la hoguera (los soldados que la custodiaban hicieron el ademán de la presentación) y cruzamos el suelo desnudo y brillante del vestíbulo de entrada. Los tapices mostraban gente del mundo natal ocupada en diversos trabajos agrícolas.

Uno de ellos me llamó la atención: una mujer reparando un tractor. Lo vi con la lúcida intensidad que puede proporcionar el temor. El tractor era de color burdeos. La mujer era grande, sólida y seria, de pelaje claro, e iba vestida con una túnica azul brillante.

Parecía una escena de principios del Renacimiento, creada por el Maestro del Equipo de Mantenimiento.

Bajamos por un pasillo y entramos en una antesala. Gwarha habló al aire, y el aire respondió. Esperamos. Se abrió una puerta. Me guió hasta la habitación donde había hablado con las tías por última vez. Ahora los hologramas estaban desconectados. En lugar de ventanas con vista al océano, había paredes blancas. La puerta por la que entramos era visible: una plancha de madera negra como el carbón.

En medio de la habitación había siete sillas dispuestas en círculo. Las tías, vestidas con túnicas del color del fuego, ocupaban tres de esas sillas. Con ellas se encontraba una cuarta mujer, corpulenta y demacrada, con el pelaje blanco a causa de la edad. Su túnica era verde con bordados en azul, blanco y plata, probablemente según un diseño tradicional con algún nombre complicado.

—Al subir a lo más alto de las montañas finalmente vemos los picos elevados y cubiertos de hielo —bajé la vista.

—Levanta la cabeza —me indicó la mujer—. Quiero verte los ojos.

La miré a la cara. Ella me observó con atención.

—Blanco y verde. Raro, pero encantador, como ramas en la nieve. ¿Por eso te enamoraste de él, Gwarha? ¿Por sus ojos?

—Esta —dijo el general con comedimiento— es mi abuela. Creo que no la conocías.

Pero había oído hablar de ella. Era más dura que cualquiera de sus hijas. Fue en sus tiempos cuando Ettin se convirtió en una auténtica potencia. A los ochenta años, se había retirado a una casa en el lejano sur, argumentando que estaba harta de la gente. Había pasado más de veinte años entregada a diversas aficiones: cuidando animales, como pájaros, y criando otros, como peces; componiendo música y escribiendo sus memorias; La música era adecuada y de tono menor: no estaba nada mal para una política retirada. Las memorias eran esperadas por todos con temor. No supe qué hacía allí.

—Siéntate —me dijo la anciana—. Y mantén la cabeza erguida. Jamás había visto a un humano, al menos en persona. Es muy interesante.

Obedecí. Gwarha se sentó en una silla delante de mí, lo más lejos posible.

—No has respondido a mi pregunta, Gwarha.

Él miró a la anciana.

—No me resulta fácil recordar por qué lo amé alguna vez.

La anciana arrugó el entrecejo.

—Eso no es una respuesta. ¿Qué ha ocurrido con tus modales?

—Madre —dijo Per tímidamente—. Gwarha dice que tiene un problema. Tal vez deberíamos pedirle que nos explique de qué se trata.

—Muy bien —aceptó la anciana.

El general me miró.

—Presta atención a lo que voy a decir. Si olvido algo importante, o expreso mal algo de lo ocurrido, interrúmpeme.

Asentí. Él describió lo que había sucedido. Mostró un absoluto dominio de sí mismo; su postura era relajada pero no desgarbada, su voz serena y tranquila. A pesar de lo bien que lo conocía, me resultó difícil percibir emoción alguna. Era un general presentando un informe. De vez en cuando me miraba para saber si tenía algo que comentar. Yo asentía cada vez, indicándole que continuara.

Cuando concluyó, dijo:

—No has dicho nada, Nicky. ¿Quieres agregar algo?

—En realidad no. Has omitido un fragmento del principio de mi conversación con Anna; debió de ser antes de que el ordenador te pusiera sobre aviso; y te has perdido algo más mientras estabas inconsciente.

—¿Algo importante?

Me encogí de hombros.

—Interpreto eso como una negación. —Miró a sus parientas—. Lo tengo todo grabado. Pero la mayor parte está en inglés.

Per dijo:

—Asegúrate de que Sai recibe una copia.

—Sí —respondió Ettin Gwarha.

Sonó el intercomunicador. Aptsi respondió. Era Vaihar. Había llegado con Anna.

Per me miró.

—Sal y pídele a ella que tenga paciencia. Primero tenemos que resolver esto. Dile que no tiene por qué preocuparse. Nadie le hará daño. Lo prometo.

Ettin Petali añadió:

—Las mujeres de Ettin lo prometen.

Anna se encontraba en la antesala. Casi siempre olvidaba que no es una mujer corpulenta. Algo en ella que me induce a error, algo que no sé muy bien cómo describir. ¿Intensidad?

¿La fuerza de su personalidad? ¿La solidez de su carácter? En cualquier caso, Anna parece ocupar más lugar del que ocupa en realidad.

Pero esta vez, no. Estaba sentada en una de las sillas hwarhath, anchas y bajas, y parecía asustada y pequeña.

Vaihar estaba a su lado, de pie.

—¿Qué sucede? —preguntó en la lengua de Eh y Ahara.

—Ettin Gwarha te lo dirá más tarde, si cree que debes saberlo.

Pareció preocupado.

—¿Qué debo hacer?

—Quedarte aquí. Hacer compañía a Anna y asegurarte de que no se va.

—¿Es una prisionera? —parecía impresionado.

—No. Pero el Primer Defensor y las mujeres de Ettin no quieren que deambule por la estación.

Vaihar vaciló pero no dijo nada.

Anna levantó la vista. Se la veía aturdida, como un animal sorprendido por una repentina luz brillante.

—Me envía Ettin Per —le dije en inglés—. No tienes por qué preocuparte. No van a hacerte daño.

Vaihar se sobresaltó al oír la palabra «daño». Anna se quedó inmóvil.

—Quiere que esperes aquí hasta que hayamos resuelto otros asuntos. Créeme, puedes confiar en su palabra.

Anna siguió sin reaccionar.

—No recuerdo si te he dicho alguna vez cuál es el apodo de Gwarha. Tiene un par, pero el más amistoso, el que puede utilizarse delante de él, es El Hombre que es Gobernado por sus tías. Jamás se opondrá a las mujeres de Ettin.

—Me estás hablando como si fuera una criatura.

—No era mi intención. Discúlpame.

—Has dicho que no tendré problemas. ¿Y tú?

—No sé. No se ha hecho ninguna promesa. Pero ése es mi problema, no el tuyo.

—Nick —dijo Vaihar—. Está ocurriendo algo malo. ¿Qué es?

—No tengo tiempo de explicártelo. Vigila a Anna —salí.

Gwarha y sus parientas seguían en su círculo en la habitación sin ventanas, esperando pacientemente; la Abuela era la única que parecía inquieta.

—La están cuidando —comenté dirigiéndome a Per y me senté.

—Gracias. —Cruzó las manos y miró a sus hermanas—. No hemos tenido ocasión de discutir la situación, pero…

—Yo empezaré —dijo Ettin Petali en voz alta y clara—. Y no hablaré de los errores ni de los defectos de Sanders Nicholas. Dejaré eso para las demás. Empezaré con mi nieto. —Se volvió en su silla y lo miró fijamente—. Pusiste dispositivos de escucha en las habitaciones que ocupaba una mujer. Involucraste deliberadamente a una mujer en las luchas que tienen lugar entre los hombres. ¡Es vergonzoso, Gwarha!

—Ella no pertenece al Pueblo —dijo el general.

—Ese es un argumento peligroso —afirmó Ettin Sai.

Él bajó la vista y luego miró a su abuela.

—¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo podemos tratar con personas que no saben cómo comportarse? Si es que son personas.

—¿Tengo permiso para hablar? —pregunté.

—Sí —dijo Ettin Petali.

Miré al general a los ojos.

—¿Tú crees que yo no soy una persona?

—Me has traicionado.

—¿Qué esperabas de Nicky? —preguntó Ettin Per—. ¿Que te eligiera a ti por encima de un familiar del sexo femenino? ¿Esperabas que se cruzara de brazos mientras la mujer de Pérez era amenazada? Para mí es evidente que tú la estabas amenazando.

—La he amenazado después de que Nicky le diera la información, y porque se la ha dado. No ha sido la amenaza a ella lo que lo ha impulsado a traicionarme.

La Abuela gruñó.

—Estamos en tiempos de guerra. Los hombres han hecho sugerencias que amenazan la vida de todas las mujeres y los niños humanos. ¿Esperabas que él pasara esto por alto? ¿Qué clase de amante creías tener?

—¿Sabes lo que parece? —preguntó Ettin Sai—. Parece como si pensaras que a Nicky no debería importarle nada excepto tú.

—Nunca tendríamos que haberles permitido estar juntos —opinó Aptsi—. ¡Mira las consecuencias! ¿Por qué Gwartha no podía encontrar a un joven de un linaje que nos gustara?

Todos guardaron silencio, y las mujeres de Ettin parecieron incómodas. No supe si Aptsi estaba en desacuerdo con las demás, o si había expresado la opinión de todas.

Finalmente, el general rompió el silencio.

—Me has hecho una pregunta, Abuela, y me he negado a responderla. La responderé ahora. Me preguntabas si me enamoré de Nicky por sus ojos. No, y tampoco por su pelo. Cuando lo conocí, su pelo era rojo como el cobre, y brillaba incluso con la luz de la estación. Si lo hubiera visto a la luz de un planeta, creo que me habría deslumbrado. Y tampoco por su rara piel desnuda, que siempre me ha enternecido y me ha hecho sentir lo mismo que se siente ante la vulnerabilidad de un niño. No fue por ninguna de estas cosas, ni por nada de lo que tiene de extranjero e inusual. —Hizo la pausa justa y prosiguió—: Te daré cinco motivos. En las historias de antes, todo iba en grupos de cinco, o así solía ser.

—Sí —respondió Ettin Petali.

—Él es inteligente, aunque no siempre de la forma en que el Pueblo es inteligente. Es curioso… incluso ahora, cuando debería estar asustado y avergonzado. Miradlo, sigue volviendo la cabeza y mirándonos cada vez que hablamos. Nunca pierde el interés por lo que ocurre a su alrededor.

Obedientes a su sugerencia, las mujeres me miraron; bajé la vista.

—Nunca se da por vencido. Cuando uno cree que se está retirando, lo que hace simplemente es colocarse en una postura nueva para descansar o encontrar una nueva forma de resistirse o atacar. Me di cuenta de ello en la sala de interrogatorios. Si existe una forma buena de rahaka, es ésta.

»Y se niega a odiar. Ni siquiera le gusta estar enfadado. Cuando estaba en prisión y fui a visitarlo, se mostró dispuesto a hablar conmigo, aunque sabía que yo estaba implicado en lo que le había ocurrido.

(No me gusta decirlo, pero estaba mortalmente aburrido, y tú eras mucho más interesante que los jinetes espaciales con los que estaba encarcelado. Pero guardaré esta frase como si fuera un tesoro. He intentado reproducirla tal como la dijiste.)

—Eso son cuatro motivos —apuntó Ettin Petali.

—Tenía otro. Ya no lo tengo.

Ettin Sai se inclinó hacia delante.

—Eso está bien, Gwarha, y explica por qué elegiste a Sanders Nicholas y no a alguien más adecuado. Pero no explica por qué pensaste que tenías derecho a toda su lealtad. Nunca habrías esperado algo así de un hombre del Pueblo.

—Como lo amabas, y él era extranjero y estaba atrapado detrás de nuestras fronteras y solo, pensaste que tenías derecho… —Per vaciló.

—A poseerlo —concluyó la Abuela. Su voz estaba teñida de desdén. No utilizó el verbo «tener», que se utiliza para las casas, la tierra y otras riquezas que las familias comparten. Este verbo hace referencia a las pertenencias personales: la ropa, los muebles, tal vez una mascota.

—Siempre has tenido ese defecto —añadió Per—. Incluso de niño. No querías simplemente ser el primero, que es una ambición loable. No querías simplemente conseguir que los otros chicos renunciaran. Querías apropiarte de las cosas y quedártelas. La avaricia y la hosquedad han sido siempre tus defectos.

Ha habido momentos en los que me he preguntado qué hace que el general sea como es. Era eso. Aquellas mujeres espantosas. Estaba sentado con la cabeza hundida entre los hombros, soportando sus palabras.

—¿Puedo añadir algo? —pregunté.

—Sí —respondió Ettin Petali.

—Pérez Anna sigue esperando, y cuando la dejé estaba asustada y furiosa. No deberíais hacerla esperar demasiado.

La anciana me miró fijamente.

—Tienes razón. No deberíamos dedicar demasiado tiempo a los defectos de Ettin Gwarha. Todavía quedan el problema de tu comportamiento y el de si ese miserable bruto de Lugala Tsu será capaz de aprovechar la situación para perjudicarnos.

—¿Comprendes lo que has hecho, Nicky? —preguntó Ettin Sai.

—He dado información a alguien del enemigo en tiempos de guerra. Los humanos considerarían este acto casi de la misma manera que vosotras.

—¿Le has ofrecido la opción, Gwarha? —preguntó Ettin Petali.

—No —repuso el general—. Y no lo haré.

—¿Por qué no? —preguntó Aptsi en tono lastimero.

—El es rahaka. No la elegiría, y hace años me prometí que jamás volvería a hacer nada que lo dañara.

¿Eso hiciste?

—Es una pena —comentó la Abuela.

—¿Por qué hablaste con Pérez Anna? —preguntó Per.

Clavé la vista en el suelo lustrado, intentando encontrar un argumento que tuviera sentido para las mujeres de Ettin. Finalmente miré a Per.

—Vi al hijo de Lugala hacer todo lo posible por destruir las negociaciones. Oí al jefe de operaciones de Gwarha afirmar que mis iguales no son personas; y sabía que los negociadores humanos no sabían, porque no podían saber, lo grave que es la situación. Pensé que nada mejora gracias a la ignorancia.

—Te dije que yo podía ocuparme de Lugala Tsu —intervino el general—. Y de Shen Walda.

—Pero ¿qué me dices de los humanos, Primer Defensor? ¿Puedes ocuparte de ellos? ¿Tienes idea de lo que van a hacer? Esta no es una lucha ordinaria entre hombres del Pueblo, en la que cada uno intenta hacer retroceder a los demás. Éste no es un conflicto corriente entre linajes enemigos. Te estás enfrentando a seres que no comprendes, y ellos son ignorantes. No tienen ni idea de las consecuencias que pueden tener sus actos.

La Abuela levantó una mano pidiendo silencio.

—No me interesan las discusiones de los hombres. Las acusaciones pueden esperar; las explicaciones también. Tenemos tres problemas que debemos resolver ahora mismo.

¿No cinco?

—Uno eres tú, Nicky. Has demostrado que no eres de fiar. No podemos permitir que te quedes aquí ni en ningún otro lugar de importancia estratégica. Podrías traicionarnos. ¿Pero cómo podemos expulsarte sin que los demás sepan lo que has hecho?

»E1 segundo problema es Pérez Anna. ¿Existe alguna forma de que guarde silencio?

»El tercer problema es Lugala Tsu. Mientras él esté aquí, las negociaciones correrán peligro. Creo que en esto Nicky tiene razón, Gwarha, y tú estás equivocado. He observado a los Lugala durante ochenta años. Todos se parecen: avaros y de miras estrechas, pero con una inteligencia peligrosa, y una gran persistencia. Nunca ceden. Nunca aprenden nada importante. Cuando han decidido lo que quieren, no hay argumento que los haga cambiar.

Hizo una pausa y suspiró.

—Existe un cuarto problema que se me acaba de ocurrir. Los humanos como especie. ¿Te has preguntado, Gwarha, cómo podemos enfrentarnos a criaturas como éstas? Ése es un asunto a considerar. Se lo hemos dejado a los hombres, y ha sido un error.

La Abuela hizo una breve pausa y añadió:

—Marchaos.

—¿Qué? —preguntó el general.

—Sal y habla con Pérez Anna. Dile algo tranquilizador y llévate contigo a Sanders Nicholas. Quiero hablar con mis hijas, y no quiero distraerme con las voces de los hombres. Márchate.

Ettin Gwarha se puso de pie y lo imité.

—No abandonéis los aposentos de las mujeres —ordenó Ettin Per—. Ninguno de vosotros.

Regresamos a la antesala, donde Anna esperaba, todavía acurrucada en la silla ancha y baja. Vaihar se había sentado frente a ella. Levantó la vista y miró al general, luego a mí y finalmente al suelo. Anna dijo:

—¿Y bien?

—Nos han hecho salir —repuso el general—. Las mujeres de Ettin están conferenciando.

Se sentó. Yo me apoyé contra la pared.

—Vaihar, ¿podrías salir un momento? Necesito hablar con el Primer Defensor. Espera en el pasillo.

Vaihar salió. El general levantó la cabeza.

—No tengo ganas de conversar —dijo en la lengua de Eh y Ahara.

—Me lo imagino —comenté en inglés, y luego le dije a Anna que iba a hablar una de las lenguas hwarhath—. Sé que es una grosería, y me disculpo. Tengo que aclarar un asunto.

Ella asintió.

Seguí hablando en la lengua de Ettin.

—Tengo que pedirte un favor.

—¿Ahora? ¿Después de comportarte como lo has hecho?

Esperé.

—No te prometo nada, Nicholas. Dime qué quieres.

—Mi diario. Si me ocurre algo, cógelo y destruye las partes codificadas para que nadie pueda verlas. Hazlo sin leerlas. —Me dedicó una larga y reflexiva mirada—. ¿O es que ya las has leído, Primer Defensor?

—No. No he interferido ninguno de s programas, ni he abierto ninguno de tus archivos. ¿Debería haberlo hecho?

—En ellos no hay nada que suponga una… —me negué a pronunciar la palabra que empezaba por «t», y que realmente no me gusta— deslealtad hacia ti ni hacia tu Pueblo. Pero hay secretos. Si sólo fueran secretos míos, podría vivir sabiendo que tú los has leído.

Algo alteró su expresión. Estaba pensando en algo que no resultaba demasiado agradable.

—O morir sabiéndolo —añadí.

No respondió.

—Los archivos que he codificado contienen secretos de otras personas. Sé que los miembros de tu especie no necesitan mucha intimidad. Pero tú sí necesitas algo, y esta gente confió en mí.

—Destruiré los archivos sin leerlos, si resulta necesario hacerlo. Pero no creo que lo sea. ¿Qué me dices del resto del diario?

—Haz lo que quieras, pero siempre quise publicarlo.

El general lanzó un silbido.

—Memorias. Como mi abuela.

—Tú tendrías que ser el editor —dije.

Lanzó otro silbido.

—No te prometo nada.

—De acuerdo. —Miré a Anna—. Danos otro par de minutos, ¿quieres?

—Sí. —Parecía cansada y deprimida. Me pregunté cómo estaría Vaihar en el pasillo.

—Hay otra cosa —dije en la lengua de Ettin—. Otro favor.

Su expresión era la de un hombre que se encuentra al límite, pero no me pidió que guardara silencio.

—Si sucede lo peor, no conserves mis cenizas con la esperanza de poder devolvérselas a mi familia. No quiero ser enterrado en la Tierra.

—¿Por qué no?

—Si los humanos dicen la verdad, mis padres viven ahora en Dakota del Norte. No quiero acabar en el cementerio de una pradera. Diosa, me sentí feliz al irme de allí.

Reflexionó. Por supuesto, le resultaba incomprensible. Todos los hombres —todas las personas— deben querer regresar a su tierra natal, ser enterradas entre los suyos.

—¿Dónde quieres ser enterrado?

Me encogí de hombros.

—En Ettin, si estás dispuesto. De lo contrario, en el espacio.

—Esta conversación no es necesaria. No vas a morir. —Hizo una pausa—. No en un futuro cercano. Pero dada la diferencia de la esperanza de vida entre nuestras especies, es casi seguro que tú mueras antes que yo. Cuando llegue el momento, y si aún es tu deseo, llevaré tus cenizas a Ettin. —Levantó la vista y me miró a los ojos—. No estés tan asustado, Nick, y no digas cosas que me asustan a mí.

—De acuerdo —dije. Volví a mirar a Anna—. Estamos esperando que las tías del Primer Defensor y su soprendente abuela decidan qué hacer.

—¿Su abuela? ¿Ha traído a su abuela a las negociaciones?

—Empezaba a decaer —comentó el general—. Pensamos que ya no era aconsejable que viviera sola. Así que Per, mi tía Per, le ofreció su casa. —Pasó a la lengua de Ettin y me dijo—: Echaron los dados, y Per sacó la combinación menos propicia. Sin duda, fue obra de la Diosa. A Aptsi le resultaba imposible ocuparse de mi abuela, y habría sido una pena arruinar la buena disposición de Sai.

—¿No puede decirlo en inglés? —preguntó Anna.

—No —repuso Ettin Gwarha—. Lo siento, miembro Pérez. Estoy actuando con descortesía. Ella no está acostumbrada a vivir con otras personas, y mis tías pensaron que no sería buena idea dejarla en casa de Per, acompañada sólo por los miembros jóvenes de la familia.

—Se la habrían comido en el desayuno —comenté.

—Por eso la trajo aquí.

—Donde probablemente ella nos comerá a nosotros en el desayuno.

Me miró con furia.

—No confundas a la miembro Pérez Anna, ni calumnies a la gente que te ha dado cobijo durante más de veinte años. No somos… ¿cuál es la palabra que designa a los que se comen entre sí?

—Capitalistas —contestó Anna.

—¿Es así? —me preguntó Ettin Gwarha.

—En este contexto, la palabra correcta es caníbal.

—Ah.

Después esperamos en silencio. Me miré los pies. Uno de mis calcetines se estaba agujereando en el sitio de costumbre, en el dedo gordo. Resulta curioso las cosas que uno ve y en qué momento. Como el tapiz del vestíbulo. Podía cerrar los ojos y verlo: el tractor enorme y cuadrado, de color rojo burdeos; la mujer alta, vestida de azul y verde. Sostenía una llave inglesa, no» muy distinta de una llave inglesa humana, totalmente corriente. Yo había usado una igual cuando era niño.

Finalmente Ettin Gwarha habló en inglés.

—¿Por qué la gente te ha contado secretos?

Abrí los ojos.

—Porque yo escucho. No siempre, pero sí con frecuencia.

—¿Entonces por qué no me escuchaste a mí cuando te dije que te mantuvieras al margen?

—Tenía que hacer algo. «Sólo hay esperanza en la acción.»

—¿Qué?

—Estoy citando a alguien. A un filósofo humano.

Arrugó el entrecejo.

—Eso es una completa equivocación. ¿Es una creencia común?

—¿Por qué es una equivocación? —preguntó Anna.

Lo vi cambiar de posición y ponerse más cómodo para concentrarse en una discusión sobre su tema favorito: la moral.

—Todo tiene consecuencias, la inacción lo mismo que la acción. Pero como norma, es mejor no hacer nada que hacer algo, y mejor hacer poco que mucho.

»Decir que la acción es motivo de esperanza significa alentar a las personas, a los necios como Nicky, a dar vueltas y hacer algo, cualquier cosa, en lugar de soportar la desesperación.

»Esto no significa que debamos permanecer ociosos. Evidentemente, hay muchas otras cosas que deben hacerse. Pero deberíamos tener cuidado, sobre todo cuando hacemos algo nuevo. La Diosa nos ha dado la inteligencia que necesitamos para pensar en lo que estamos haciendo, y nos ha dado la capacidad de distinguir entre lo bueno y lo malo. No podemos esperar nada más de ella. No nos rescatará de las consecuencias de nuestra locura.

»Lo que se necesita, siempre, es paciencia, persistencia, cautela y confianza. Debemos creer que el universo sabe lo que hace, y que los demás no son totalmente estúpidos.

—Pero usted no confía en Nicky, ¿verdad? —apuntó Anna.

Gwarha abrió la boca pero no dijo nada. En lugar de él, habló el aire. Era Ettin Per, que nos llamaba a todos.

Entramos en la habitación de paredes blancas: primero Anna, después Gwarha, después yo. Las mujeres levantaron la vista.

Per dijo:

—Nicky, traduce tú. Dile a la mujer de Pérez que se siente a mi lado.

Gwarha y yo nos sentamos en la sillas que habíamos ocupado antes. Ahora el círculo estaba completo. No quedaban sitios vacíos.

—Yo me encargaré de las presentaciones —dijo él con su voz suave y profunda. Ya no tenía el mismo matiz cortante. Ya no estaba furioso. Cansado, tal vez, como Anna y la anciana, que parecía un poco hundida.

Pero Petali se irguió una vez concluidas las presentaciones, y dijo:

—Tenemos la solución a tres de nuestros problemas. Queda el problema más importante. Eres tú, Pérez Anna.

Traduje.

—Dijisteis que nadie me haría daño —señaló Anna—. Y quiero saber qué será de Nicholas. ¿Qué va a ocurrirle?

—¿Comprendes lo grave que es esto? —preguntó Petali—. Él te ha dado información que ni nosotras ni nuestros hombres queremos que llegue a oídos de los humanos. Si fuera un miembro de su propio Pueblo, Ettin Gwarha le habría pedido que se suicidara. El mismo se habría ofrecido a hacerlo sin que se lo pidieran.

La anciana hizo una pausa y yo traduje. Anna parecía preocupada.

—Si esta historia se divulga, él morirá. Eso está fuera de toda discusión —afirmó Petali—. Si logramos que la situación no trascienda del círculo familiar, entonces creo que podremos salvar a Nicky.

Anna preguntó:

—¿Es verdad?

—Más o menos —respondí—. Aunque debes recordar que Ettin Petali está intentando llegar a un acuerdo. Todavía no sé a qué clase de acuerdo.

—Ten cuidado —dijo el general en la lengua de Ettin.

—¿Qué queréis? —preguntó Anna a la anciana.

—Queremos que guardes silencio. Que no cuentes nada de esto a los otros humanos.

—No puedo prometerlo —contestó Anna—. Si los del servicio de información militar me cogen, les diré todo cuanto sé.

—Es una pena que no sea un hombre —dijo la anciana después de oír su respuesta—. Podría producirse un accidente.

—Pero no con una mujer, Madre —puntualizó Ettin Sai.

—Aún no he perdido la cabeza. Sé cuál es la conducta correcta.

—Tendremos que asegurarnos de que por ahora te quedas aquí —comentó Ettin Per—. Si colaboras, creo que podremos arreglarlo. Insistiremos en que tenemos que negociar contigo.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Anna.

—No lo sabemos —repuso Ettin Per—. Pero recuerda que la situación es peligrosa. Si no colaboras, Nicky morirá, casi con certeza. Ettin Gwarha será obligado a retirarse. La humanidad tendrá que tratar con el hijo de Lugala y su repulsiva madre. Si ellos se encargan de las negociaciones, habrá guerra. Nicky te ha dicho que la humanidad no ganará.

Traduje.

—¿Nick? —dijo Anna.

—¿Cómo quieres que te responda? Estoy en medio de todo esto y me resulta difícil ser objetivo.

Ella esperó.

—Las cosas podrían no ser tan terribles como sugieren mis tías —dijo el general—, pero no creo que salgan bien si quedo deshonrado, y eso será lo que ocurrirá si esta historia sale a la luz.

Gwarha siempre tenía una idea clara de su importancia.

—Estamos pidiendo un año o dos —señaló Ettin Sai en inglés—. Eso pensamos.

—Y me estáis pidiendo que me ponga de vuestra parte contra los de mi propia especie —puntualizó Anna.

—Sí —reconoció Ettin Sai.

—Seguramente Nicky tiene razón —comentó el general—. Si hay una guerra, nos veremos obligados a decidir que no sois personas. No nos queda otra alternativa. Si sois personas, no podemos quebrar las reglas. Pero si vosotros las quebráis, cosa que evidentemente haréis, entonces seremos destruidos. No sólo los del perímetro; eso podríamos soportarlo. También los del centro.

»Para sobrevivir, para salvar nuestros hogares, tendremos que combatiros como combatiríamos a un… —concluyó la frase con una sola palabra pronunciada en su idioma.

Traduje:

—Bicho insignificante. Un insecto destructivo.

—Miembro, le aseguro que los destruiremos —anunció el general—. Si es necesario.

—¿Qué alternativa nos queda? —preguntó Anna.

Las mujeres cambiaron de posición. Como Gwarha cuando se preparaba para hablar de moral, se pusieron cómodas. Aquello era el principio de un acuerdo.

—Debe resolverse el tema de qué son los humanos —aseguró Ettin Per—. Y no es un asunto de hombres. Ellos nunca han decidido quién es persona y quién no. Esa tarea siempre ha correspondido a las mujeres. Somos nosotras las que examinamos a los recién nacidos y decidimos si se convertirán o no en verdaderas personas. Somos nosotras quienes examinamos a los que enferman y decidimos si sigue existiendo un verdadero espíritu. »Hemos aprendido a mirar más allá de las apariencias. Ésa es nuestra habilidad, no la habilidad de los hombres. Ellos no pueden decidir estas cuestiones.

Ettin Petali apuntó:

—Llevaremos el problema al Tejido, lejos del hijo de Lugala. ¡Deja que la mujer de Lugala nos siga! Cuando estemos en nuestro hogar podremos tratar con ella.

—Y nos llevaremos a Nicky —dijo Ettin Sai en inglés.

—¿Qué? —pregunté.

—¿Por qué? —quiso saber el general.

Ettin Per respondió.

—Debemos llevárnoslo fuera del perímetro y lejos de los otros humanos. Sin duda lo comprendes, Gwarha. Además, él es nuestro principal experto en humanidad. Evidentemente, el Tejido tendrá que consultar con él. De modo que vendrá con nosotras y lo vigilaremos, y nadie se sorprenderá.

—¿Queréis que traduzca todo esto? —pregunté.

—No —repuso Ettin Petali. Miró a su nieto—. Hay que hacerlo. Si se decide que él es una persona… no prometo nada, pero intentaremos encontrar la forma de enviarlo aquí de vuelta.

—¿Y si no? —preguntó Gwarha en tono ronco.

—No nos precipitemos —sugirió Per.

Seguramente seré eliminado como un perro que ha cogido la costumbre de morder. Una idea encantadora.

—¿Qué ocurre? —preguntó Anna.

—Es una disputa familiar.

El general me miró.

—Nicky…

—¿Se te ocurre alguna otra solución?

—No.

—Tal vez ésta sea la mejor. Hace años que te digo que los principales están estropeando las cosas. Tal vez las mujeres puedan hacerlo mejor.

—Claro que podemos —dijo la anciana.

Per se inclinó hacia delante.

—Pregúntale a la mujer de Pérez si está dispuesta a guardar silencio y a quedarse en esta estación hasta que logremos dominar la situación en nuestro hogar.

Traduje.

—¿Qué te parece? —preguntó Anna.

—Acepta.

—De acuerdo. Lo haré. Pero si esto sale bien, quiero ser el primer ser humano que os siga al planeta hwarhath nativo.

En cuanto la anciana supo que se había llegado a un acuerdo, se echó hacia atrás, se hundió en la silla y pareció empequeñecer. De repente quedó convertida en un saco de huesos cubierto de pelaje blanco. La túnica espléndidamente bordada resultaba ahora grotesca. Cerró los ojos. Sus hijas parecían ansiosas.

—¿Madre? —llamó Per.

—¿Quieres dormir una siesta? —preguntó Aptsi.

—Llevaos de aquí a estas personas, si es que son personas. He hecho todo lo que podía.

Salimos. Vaihar aún estaba en el pasillo. El general lo despidió. Después Gwarha y yo acompañamos a Anna a sus aposentos.

Ella se detuvo en la puerta y dijo:

—El de hoy ha sido un día terriblemente espantoso.

—Puede darle las gracias de eso a Nicholas —aclaró el general.

—Realmente habla usted muy bien el inglés —comentó ella—. Tomaré un trago y luego dormiré una siesta, como su abuela, que probablemente trabaja mucho para ganarse el pan.

—Buepe napas ñopo chepes —la saludé.

—Hapas tapa mapa ñapa napa —respondió.

—¿Qué estáis diciendo? —preguntó el general.

—Es un juego de niños, y una forma de recordarnos mutuamente que los dos somos humanos.

Regresamos al otro extremo de la estación. Le hablé a Gwarha de Jack y la Habichuela Mágica.

—Ah —dijo cuando concluí—. Es interesante lo parecidos que sois a nosotros, salvo en las cosas en las que sois diferentes. Ese cuento es como el nuestro del Niño Inteligente y la Niña Inteligente.

Llegamos a sus habitaciones.

—Quiero hacerte una pregunta, Primer Defensor, y de veras no quiero que la eludas.

—¿Tienes que hacerla ahora?

—¿Cuánto tiempo nos queda?

Me miró con sus ojos azules y sus pupilas parecían rayas. Suspiró débilmente y apoyó la palma de la mano en la puerta.

—Entra.

Se acomodó en el sofá. Encontré un trozo cómodo de pared desde donde podía observar su expresión.

—Haz tu pregunta.

—Hasta ahora, nunca te he visto hacer algo deshonroso. Has roto una promesa que me habías hecho, y has violado una de las reglas de la guerra. Me gustaría saber por qué.

—Es evidente, sin duda. Pensé que ibas a traicionarme. —Hizo una pausa y añadió—: Y que traicionarías al Pueblo.

—¿Cómo se te ocurrió pensarlo?

—¿Tiene importancia? Tenía razón.

Esperé. Bajó la vista.

—Gwarha, cuando estás avergonzado o molesto, más te valdría ponerte un letrero.

Levantó la vista y me miró a los ojos.

—Me he estado haciendo preguntas sobre ti y sobre Anna. Ella no es pariente tuya. Esa historia del parentesco entre Kansas e Illinois es una mentira.

Entonces caí en la cuenta y supe lo que había estado imaginando.

—Estúpido imbécil.

—He estado recordando que eres humano —dijo en tono lastimero.

—¿Qué buscabas cuando pusiste los micrófonos en nuestras habitaciones? ¿Una prueba de traición? ¿O la prueba de que yo me metía en la cama con Anna?

Clavó la vista en la alfombra.

—Estúpido. Ningún ser humano me resulta sexualmente interesante. Me siento en esa sala de reuniones y miro a los hombres y pienso: «Debería encontrar atractivos a estos individuos.» Pero no es así. Recuerdo que los humanos solían parecerme hermosos. Pero ya no. No en comparación contigo, o con Vaihar, o incluso con el pobre Matsehar. Pero son mi gente, y Anna es mi amiga, y estoy demasiado furioso para continuar con esta conversación.

Me acerqué a la puerta. Él se quedó sentado en el sofá, con los hombros caídos y la cabeza gacha, en silencio.

Tenía tiempo de dar un paseo. Tomé el camino de costumbre, lejos del sector habitado de la estación.

Le dije a Anna que la estación está casi totalmente vacía, que es como una concha. Tal vez sea cierto, pero una red de pasillos recorre toda la superficie interna del cilindro de la estación.

Algunos tienen la misma longitud que el cilindro. Cuando me siento atrapado, prefiero caminar por ellos. Puedo mirar adelante y ver filas de luces que se extienden en la distancia.

Otros rodean el espacio central teóricamente desierto. No me gustan tanto. La curva del suelo y el techo es evidente, y no se ve hasta demasiado lejos.

Es posible que los pasillos sobren en la construcción. Suelen estar vacíos y siempre son fríos. ¿Pero por qué todos están presurizados, y por qué tantas puertas tienen emblemas de seguridad?

Sé que no vas a responder estas preguntas, Gwarha. Lo más probable es que yo haya abandonado la estación antes de que leas esto. Te diré cuál es mi teoría.

Las puertas conducen a compartimientos estancos, y más allá de estos compartimientos se encuentra otra de las desagradables sorpresas del Adelantado Shen Walha. No sé con certeza de qué clase de sorpresas se trata. Tal vez es una nave de guerra interestelar tipo luat, con sus exploradores y sus barrenderos. Mientras camino por los pasillos la imagino flotando en medio de una estación destinada a los diplomáticos: enorme, contundente y de aspecto brutal, con sus pequeños cachorros exploradores.

Los barrenderos (casi con certeza) se encuentran en la parte superior: chatos y en forma de hoja de lanza, como escamas que cubren el amplio lomo del luat.

Así es como lo imagino, Gwar: una madre-monstruo blindada, como la de la historia que contó Tsai Ama Ul. Si los acontecimientos toman un cauce negativo, puede utilizarse para evacuar a las mujeres o destruir la nave espacial humana.

Tal vez estoy equivocado. Tal vez no hay nada al otro lado de las puertas. Muchas veces me has dicho que tengo demasiada imaginación.

Caminé un rato; estaba furioso. No voy a decirte lo que pensaba: ideas surgidas de la ira, la mezquindad y la autodefensa. Finalmente llegué a una zona donde los tubos del techo estaban apagados; sólo estaban encendidas las luces pequeñas del suelo. Me detuve en una intersección. Un pasillo se abría a ambos lados. El otro se curvaba ligeramente. El aire era más frío de lo habitual y olía a los productos químicos que se utilizan para colocar una moqueta.

Empecé a hacer una serie de ejercicios banatsin: lentos, concentrándome en alcanzar la perfección en cada movimiento. Eso me ayudó. Comencé la segunda serie, que es aún más lenta, y luego la tercera, que incorpora posturas estáticas. Por lo general es en este punto donde logro que mi respiración sea la correcta.

Con la tercera serie desaparecen las irritaciones menores. En la cuarta, uno deja de ser consciente de su ser. Al final de la quinta serie, uno ha alcanzado el estado adecuado para el reposo. Ya no se mueve. Está vacío, abierto, inactivo y cbulmar, una palabra que nunca he logrado traducir apropiadamente. Cuando se utiliza en la conversación corriente significa ser piadoso o tener un gran sentido del humor. Cuando se utiliza en el hanatsin, no lo sé.

Llegué al final de la quinta serie y me quedé inmóvil durante un rato; luego recuperé la conciencia. Los pasillos no habían cambiado; sentí frío. Miré a mi alrededor y descubrí las cámaras que enfocan la intersección: eran dos, muy altas y casi ocultas entre las sombras. Probablemente había algún individuo en algún puesto de seguridad, mirando las pantallas y preguntándose qué tramaba Sanders Nicholas esta vez. Si quería practicar hanatsin, ¿por qué no iba a la sala de hanatsin?

Un lugar para cada cosa, y cada cosa en su lugar, como solía decirme mi padre cuando hablaba del cobertizo de las herramientas y de su biblioteca.

Cuando regresé a mis aposentos, la luz ámbar de la puerta que daba a las habitaciones de Gwarha estaba encendida. La puerta no tenía echada la llave. Él quería que entrara a verlo. Yo ya no estaba enfadado, pero sí cansado, y aún me duraba el estado de ánimo alcanzado con los ejercicios hanatsin. No quería perderlo oyendo las acusaciones ni las explicaciones de Gwarha. Me di una ducha y me metí en la cama.

Por la mañana encontré un mensaje en mi ordenador; era de Gwarha y estaba escrito en la lengua principal hwarhath, muy formal y muy cortés.

Prefería que no tuviera contacto de ningún tipo con los humanos.

Prefería que no entrara en ningún archivo que exigiera una clave, salvo en mis archivos personales, por supuesto.

Prefería que no fuera a mi despacho.

Me explicaba cuidadosamente que no había habido ningún cambio en mi categoría. Aún tenía mi rango de seguridad. Él no había impartido órdenes. (Tampoco podía hacerlo si quería mantener en secreto lo que ocurría.) Pero como un favor a él, ¿tendría la amabilidad de pasar el día haciendo algo inofensivo?

Claro que sí, respondí al ordenador.

Sabía que me gustaba caminar por los sectores desiertos de la estación, y sabía lo importantes que eran para mí las caminatas. ¿Pero podría limitarme a las zonas de la estación que estaban en funcionamiento?

Y se sentiría agradecido si me reuniera con él por la noche, en sus aposentos.

Volví a responder afirmativamente.


He pasado el día trabajando en mi diario, intentando apuntar todo antes de olvidarlo y antes de que la información empiece a cambiar, como parece que ocurre siempre. Hay problemas con el cerebro humano como equipo de almacenamiento de datos.

Puedo retocarlo más tarde, cambiando las palabras y tratando de que todo suene mejor. Pero eso es peligroso: la realidad se convierte en arte.

La luz que está junto a la puerta de Gwarha acaba de tornarse ámbar. Está en casa, esperando que yo entre. Lo más probable es que haya cogido una jarra de halin y esté sentado en su sofá con una copa en la mano y la jarra delante, sintiéndose herido y lamentándose de su suerte. El muy cabrón. ¿Cómo pudo espiarme?

¿Por qué los traicioné a él y al Pueblo? Lo único que sé ahora es que fui un estúpido.

¿Y cuál de nosotros se parece más a una rata? ¿Quién ha causado el mayor daño?

No tiene importancia. Creo que las mujeres de Ettin van a sacarme de aquí rápidamente. Si Gwarha y yo hemos de hacer las paces, tendrá que ser ahora. Tal vez la Diosa sea amable con nosotros, y más tarde tengamos tiempo para discutir y recriminarnos cosas: tiempo para un centenar de visiones y revisiones. Pero en este momento quiero paz.

Por alguna razón estoy pensando en los animales de Anna: la medusa gigante, atrapada entre el temor y la lujuria, haciendo señales desesperadas que expresan sus buenas intenciones mientras los zarcillos venenosos flotan a su alrededor.

Yo soy yo. No tengo intención de hacer daño. Deja que me acerque. Deja que te toque. Intercambiemos lo que se conoce como amor.

Cuando concluya esta frase, voy a apagar el ordenador, voy a levantarme y a acercarme a la puerta.


Del diario de Sanders Nicholas, etc.

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