Ya era de noche cuando salí de casa de mis padres. No esperaba que Eddie DeChooch estuviera en casa, pero pasé por delante de ella de todos modos. La mitad de la Marguchi estaba brillantemente iluminada. La mitad de DeChooch estaba muerta. Alcancé a ver la cinta amarilla de la policía atravesando el patio de atrás.
Quería hacerle algunas preguntas a la señora Marguchi, pero tendrían que esperar. No quería molestarla a aquellas horas. Ya habría tenido un día bastante difícil. Me pasaría mañana y, de camino, me acercaría a la oficina para conseguir las direcciones de Garvey y Colucci.
Di una vuelta a la manzana y me dirigí hacia la avenida Hamilton. Mi edificio de apartamentos está situado a unos tres kilómetros del Burg. Es un bloque macizo de ladrillo y cemento de tres pisos construido en los años setenta pensando en la economía. No está equipado con grandes comodidades, pero tiene un portero decente que hace lo que le pidas a cambio de un paquete de seis cervezas, el ascensor funciona casi siempre y el alquiler es razonable.
Dejé el coche en el aparcamiento y miré hacia mi apartamento. Las luces estaban encendidas. Había alguien en casa y no era yo. Probablemente sería Morelli. Tenía llave. Sentí una oleada de excitación ante la idea de verle, seguida de inmediato por la sensación de agujero en el estómago. Morelli y yo nos conocemos desde pequeños y las cosas nunca han sido sencillas entre nosotros.
Subí por las escaleras considerando mis sentimientos y me decidí por «condicionalmente contenta». La verdad es que Morelli y yo estamos bastante seguros de que nos queremos. De lo que no estamos tan seguros es de que soportemos vivir juntos el resto de nuestras vidas. Yo no tengo mucho interés en casarme con un poli. Morelli no quiere casarse con una cazarrecompensas. Y además está Ranger.
Abrí la puerta del apartamento y me encontré con dos viejos sentados en mi sofá, viendo un partido de béisbol en la televisión. Morelli no estaba a la vista. Los dos se levantaron y sonrieron cuando entré en la habitación.
– Usted debe de ser Stephanie Plum dijo uno de los hombres-. Permítame que haga las presentaciones. Yo soy Benny Colucci y éste es mí amigo y colega Ziggy Garvey.
– ¿Cómo han entrado en mi apartamento?
– La puerta estaba abierta.
– Eso no es verdad.
Su sonrisa se ensanchó.
– Ha sido Ziggy. Tiene un toque especial para las cerraduras.
Ziggy sonrió y agitó los dedos.
– Soy un viejo chocho, pero los dedos todavía me funcionan.
– No me vuelve loca que la gente se cuele en mi apartamento -dije.
Benny asintió solemnemente.
– Lo entiendo, pero pensamos que en esta ocasión sería correcto, puesto que tenemos algo muy serio que discutir.
– Y urgente -añadió Ziggy-. También es de naturaleza urgente.
Los dos se miraron y asintieron. Era urgente.
– Y, además -dijo Ziggy-, tiene algunos vecinos muy chismosos. La estábamos esperando en el pasillo, pero había una señora que no dejaba de asomarse a la puerta para mirarnos. Nos resultaba incómodo.
– Creo que estaba interesada en nosotros, si sabe a lo que me refiero. Y nosotros no hacemos cosas raras de ésas. Somos hombres casados.
– Tal vez cuando éramos más jóvenes -dijo Ziggy sonriendo.
– Y ¿cuál es ese asunto tan urgente?
– Resulta que Ziggy y yo somos muy buenos amigos de Eddie DeChooch -dijo Benny-. Los tres nos conocemos desde hace mucho. Por eso, Benny y yo estamos preocupados por la repentina desaparición de Eddie. Nos preocupa que Eddie esté metido en un lío.
– ¿Quieren decir porque mató a Loretta Ricci?
– No, no creemos que eso sea un problema serio. La gente siempre está acusando a Eddie de matar a gente.
Ziggy se acercó y dijo en un susurro confidencial:
– Rumores injustificados, todos ellos.
Por supuesto.
– Estamos preocupados porque, tal vez, Eddie no tenga las ideas muy claras -dijo Benny-. Lleva tiempo deprimido. Vamos a verle y no quiere hablar con nosotros. Nunca se había comportado así.
– No es normal -dijo Ziggy.
– En cualquier caso, sabemos que le está buscando y no queremos que resulte herido, ¿me entiende?
– No quieren que le dispare.
– Sí.
– Casi nunca disparo a nadie.
– A veces pasa, pero quiera Dios que no sea a Choochy -dijo Benny-. Estamos intentando evitar que eso le pase a Choochy.
– Miren -dije-, si le pegan un tiro la bala no será mía.
– Y hay otra cosa -dijo Benny-. Estamos intentando encontrar a Choochy para ayudarle.
Ziggy asintió.
– Creemos que tal vez debería ir a un médico. Puede que necesite un psiquiatra. Por eso se nos ha ocurrido que, como usted está buscándole, podríamos trabajar juntos.
– Claro -dije-. Si le encuentro se lo haré saber.
Después de que le haya entregado en el juzgado y lo tengan metido entre rejas.
– Y nos preguntábamos si tendría ya alguna pista.
– No. Ni una.
– Caray, contábamos con que tuviera alguna pista. Hemos oído que es usted muy buena.
– La verdad es que no soy tan buena… es más bien que tengo suerte.
Otro intercambio de miradas.
– Y en este caso ¿tiene la impresión de que puede tener suerte? -preguntó Benny.
Era difícil que me sintiera con suerte cuando un ciudadano de la tercera edad se me acababa de escapar de las manos, había encontrado una mujer muerta en su cobertizo y había compartido la cena con mis padres.
– Bueno, es demasiado pronto para saberlo.
Se escucharon unos ruidos en la puerta, ésta se abrió de par en par y entró El Porreta. Iba enfundado de la cabeza a los pies en un mono de tejido elástico violeta con una P plateada cosida en el pecho.
– Hola colega -dijo El Porreta-. He intentado llamarte, pero nunca estás en casa. Quería enseñarte mi nuevo traje de Super Porreta.
– Caramba -dijo Benny-, lo que parece es mariquita perdido.
– Soy un superhéroe, colega -dijo El Porreta.
– Supermariquita sería más acertado. ¿Vas por ahí con ese traje todo el día?
– Para nada, colega. Es mi traje secreto. Normalmente sólo me lo pongo para hacer supermisiones, pero quería que aquí la coleguita tuviera un impacto total, y me cambié en el pasillo.
– ¿Puedes volar como Superman? -le preguntó Benny a El Porreta.
– No, pero puedo volar en mi imaginación, colega. No veas si puedo volar.
– Ay, madre -dijo Benny.
Ziggy miró el reloj.
– Nos tenemos que ir. Si sabe algo de Choochy nos lo dirá,?verdad?
– Desde luego.
A lo mejor.
Me quedé observándoles mientras se iban. Eran como Jack Sprat y su mujer. Benny tendría unos veinticinco kilos de sobrepeso y la papada le caía en cascada sobre el cuello. Y Ziggy parecía el esqueleto de un pavo. Supuse que los dos vivirían en el Burg y que pertenecerían al club de DeChooch, pero no lo sabía con certeza. Otra suposición era que ambos estarían en los archivos de Vincent Plum como antiguos clientes, puesto que no habían considerado necesario darme sus números de teléfono.
– Entonces, ¿qué te parece el traje? -me preguntó El Porreta cuando se fueron Benny y Ziggy-. Dougie y yo encontramos una caja llena. Creo que son para nadadores o deportistas o algo así. Dougie y yo no conocemos a ningún nadador que los pueda usar, pero pensamos que podíamos convertirlos en Súper Trajes. Mira, los puedes llevar como ropa interior y cuando tienes que hacer de superhéroe no tienes más que quitarte la ropa. El único problema es que no tenemos capas. Probablemente por eso el colega viejo no se ha dado cuenta de que era un superhéroe. Por la capa.
– No creerás en serio que eres un superhéroe, ¿verdad?
– Quieres decir, o sea, en la vida real.
– Sí.
El Porreta se quedó pasmado.
– Los superhéroes son, o sea, de ficción. ¿Nunca te lo había dicho nadie?
– Sólo quería asegurarme.
Fui al instituto con Walter El Porreta Dunphy y con Dougie El Proveedor Kruper.
El Porreta vive con otros dos chavales en una estrecha casa adosada de la calle Grant. Entre todos forman la Legión de los Perdedores. Son una pandilla de porreros e inadaptados que pasan de un trabajo menor a otro y viven completamente al día. También son amables e inofensivos y definitivamente adoptables. No es exactamente que salga con El Porreta. Es más bien que seguimos en contacto y cuando nuestros caminos se cruzan despierta en mí sentimientos maternales. El Porreta es como un desmañado gatito perdido que aparece de vez en cuando para que le dé un tazón de leche.
Dougie vive unos números más abajo en las mismas casas adosadas. En el instituto Dougie era el clásico chaval que llevaba anticuadas camisas de botones cuando todos los demás llevaban camisetas. Dougie no sacaba buenas notas, no era deportista, no tocaba ningún instrumento musical y no tenía un coche molón. El único atractivo de Dougie era su habilidad para sorber gelatina por la nariz con una pajita.
Tras la graduación corrió el rumor de que Dougie se había ido a Arkansas y había muerto. Y de repente, hace unos meses, Dougie apareció en el Burg vivito y coleando. Y el mes pasado fue arrestado por vender mercancía robada en su casa. En el momento de su arresto el trapicheo al que se dedicaba se consideraba más bien un servicio a la comunidad que un crimen, ya que se había convertido en proveedor del laxante Metamucil a bajo precio y, por primera vez en años, los mayores del Burg habían recuperado la regularidad.
– Creía que Dougie había dejado el trapicheo -le dije a El Porreta.
– No, tía, estos trajes los encontramos de verdad. Estaban, o sea, en una caja en el desván. Estábamos limpiando la casa y nos los encontramos.
Le creía sin ninguna duda.
– ¿Y qué te parece? -preguntó-. Molón, ¿eh?
El traje era de lycra extrafina y se adaptaba a su figura desgarbada a la perfección, sin una arruga… y eso incluía sus partes blandas. No dejaba mucho a la imaginación. Si el traje lo llevara Ranger no me quejaría, pero aquello era más de lo que quería verle a El Porreta.
– Es un traje fantástico.
– Ya que tenemos estos trajes tan geniales, Dougie y yo hemos decidido combatir el crimen… como Batman.
Batman me parecía una alternativa agradable. Por lo general, El Porreta y Dougie eran el Capitán Kirk y Mister Spock.
El Porreta se echó la capucha de lycra para atrás y soltó su larga melena castaña Dougie se ha ido.
– Íbamos a empezar a combatir el crimen esta noche. El único problema es que se ha ido.
– ¿Ido? ¿Qué quieres decir con que se ha ido?
– O sea, que ha desaparecido, colega. Me llamó el martes y me dijo que tenía algo que hacer, pero que fuera a su casa a ver la lucha libre anoche. Íbamos a verla en la pantalla gigante de Dougie. Era un combate impresionante, colega. En fin, que Dougie no se presentó. No se perdería la lucha libre a no ser que le pasara algo terrible. Lleva encima, o sea, cuatro buscas y no contesta a ninguno. No sé qué pensar.
– ¿Has salido a buscarle? ¿Podría estar en casa de algún amigo?
– Te estoy diciendo que no es su estilo perderse la lucha libre -dijo El Porreta-. Nadie se pierde la lucha libre, colega. Estaba como loco por verla. Creo que le ha pasado algo malo.
– ¿Como qué?
– No lo sé. Es un mal presentimiento.
Los dos dimos un respingo cuando sonó el teléfono, como si nuestras sospechas de un desastre lo hubieran hecho sonar.
– Está aquí -dijo la abuela al otro lado de la línea.
– ¿Quién? ¿Quién está dónde?
– ¡Eddie DeChooch! Mabel me recogió después de que te fueras para venir a presentarle nuestros respetos a Anthony Varga. Lo están velando en la funeraria de Stiva y ha hecho un buen trabajo. No sé cómo lo hace Stiva. Anthony Varga no tenía tan buen aspecto desde hace veinticinco años. Debía de haber venido a ver a Stiva cuando estaba vivo. En fin, que todavía estamos aquí y Eddie DeChooch acaba de entrar en la funeraria.
– Voy para allá.
En el Burg uno iba a presentar sus respetos aunque estuviera sufriendo una depresión o acusado de asesinato.
Cogí el bolso de la encimera de la cocina y saqué a El Porreta a empujones de casa.
– Tengo que irme corriendo. Haré unas llamadas de teléfono y me pondré en contacto contigo. Mientras tanto, deberías ir a casa y puede que Dougie aparezca.
– ¿A qué casa debería ir, colega? ¿Debería ir a casa de Dougie o a la mía?
– A la tuya. Y llama a casa de Dougie de vez en cuando.
Que El Porreta estuviera preocupado por Dougie me fastidiaba, pero no parecía ser grave. Por otro lado, Dougie había faltado a la lucha libre. Y El Porreta tenía razón… nadie se pierde la lucha libre. Por lo menos, en Jersey.
Crucé corriendo el pasillo y bajé las escaleras. Como un rayo, atravesé el vestíbulo, la puerta, y entré en el coche. La funeraria de Stiva estaba a unos tres kilómetros, en la avenida Hamilton. Hice inventario mental del equipo. Spray irritante y esposas en el bolso. La pistola eléctrica probablemente también estaría ahí, pero podía no estar cargada. Mi 38 estaba en casa, en la lata de las galletas. Y llevaba una lima de uñas en caso de que las cosas se pusieran muy feas.
La funeraria de Stiva está ubicada en una construcción blanca que en otros tiempos fue una residencia particular. Se le han añadido garajes para los diferentes tipos de vehículos funerarios y salas de velatorio para los diferentes muertos. Tiene una pequeña zona de aparcamiento. Las ventanas están guarnecidas con persianas negras y el amplio porche delantero está cubierto de moqueta verde de exterior.
Dejé el coche en el aparcamiento y me dirigí rápidamente a la entrada principal. Los hombres formaban un grupo en el porche, fumando y contándose anécdotas. Eran hombres de clase trabajadora, vestidos con trajes corrientes, en cuyas cinturas y calvas se descubría la edad. Pasé junto a ellos en dirección al recibidor. Anthony Varga estaba en la Sala Velatorio número uno. Y Caroline Borchek estaba en la número dos. La abuela Mazur estaba escondida detrás de un ficus artificial en el vestíbulo.
– Está dentro con Anthony -me dijo la abuela-. Está hablando con la viuda. Probablemente la esté evaluando, en busca de otra mujer que matar a tiros y almacenar en su cobertizo.
Había unas veinte personas en el velatorio de Varga. La mayoría estaban sentadas. Unas cuantas estaban de pie junto al féretro. Podía entrar y acercarme hasta su lado sigilosamente y ponerle las esposas. Probablemente era la mejor manera de acabar con aquel trabajo. Desgraciadamente, también se formaría una escena y disgustaría a personas que estaban sufriendo. Y lo peor es que la señora Varga llamaría a mi madre y le relataría con detalle todo el desagradable incidente. Las otras alternativas eran abordarle junto al féretro y pedirle que saliera conmigo. O podía esperar hasta que se fuera y pillarle en el aparcamiento o en el porche.
– ¿Y ahora qué hacemos? -quiso saber la abuela-. ¿Vamos y le detenemos simplemente o qué?
Oí a alguien resollar detrás de mí. Era la hermana de Loretta Ricci, Madeline. Acababa de entrar y había visto a DeChooch.
– ¡Asesino! -le gritó-. Has matado a mi hermana.
DeChooch se puso blanco y se tambaleó hacia atrás, perdiendo el equilibrio y tropezándose con la señora Varga. Tanto DeChooch como la señora Varga se apoyaron en el féretro para no caerse, éste se balanceó precariamente sobre el carro con faldones y todo el mundo contuvo la respiración mientras Anthony Varga se iba hacia un lado y se golpeaba la cabeza con el acolchado de satén.
Madeline metió la mano en su bolso, alguien gritó que iba a sacar una pistola y todos se alborotaron. Unos se tiraron al suelo y otros salieron corriendo por el pasillo hasta el recibidor.
El ayudante de Stiva, Harold Barrone, se lanzó sobre Madelinne, la agarró por las rodillas y la hizo caer encima de la abuela y de mí, tirándonos a todos unos encima de otros.
– ¡No dispare! -le gritó Harold a Madeline-. ¡Contrólese!
– Sólo iba a sacar un pañuelo, subnormal -dijo Madeline-. Quítese de encima de mí.
– Eso, y de encima de mí-dijo la abuela-. Soy vieja. Mis huesos podrían quebrarse como ramitas.
Me levanté y eché una mirada alrededor. Eddie DeChooch no estaba. Salí corriendo al porche donde estaban los hombres.
– ¿Alguno de ustedes ha visto a Eddie DeChooch?
– Sí -dijo uno de los hombres-. Eddie acaba de irse.
– ¿Por dónde se ha ido?
– Hacia el aparcamiento.
Bajé las escaleras volando y llegué al aparcamiento justo cuando DeChooch se alejaba en un Cadillac blanco. Solté unas cuantas palabrotas muy reconfortantes y salí detrás de DeChooch. Iba más o menos una manzana por delante de mí, pisando la línea blanca y saltándose semáforos cerrados. Se dirigía al Burg y me pregunté si iría a su casa. Le seguí por la avenida Roebling, rebasando la calle que debería haber tomado para ir a su casa. Éramos el único tráfico de Roebling y me di cuenta de que me había descubierto. DeChooch no estaba tan ciego como para no ver las luces en su espejo retrovisor.
Siguió su camino por el Burg, cogiendo las calles Washington y Liberty y retrocediendo luego por Division. Me veía persiguiendo a DeChooch hasta que uno de los dos se quedara sin gasolina. Y entonces ¿qué? No llevaba ni pistola ni chaleco antibalas. Y no tenía quien me cubriera. Tendría que confiar en mis dotes de persuasión.
DeChooch se detuvo en la esquina de Division y Emory, y yo paré a unos siete metros, detrás de él. Era una esquina oscura, sin farolas, pero podía ver el coche de DeChooch claramente a la luz de mis faros. DeChooch abrió la puerta, salió con las rodillas anquilosadas y se agachó. Me miró un momento, protegiéndose los ojos del brillo de mis faros. Luego, como si tal cosa, levantó su arma y disparó tres tiros. Pam. Pam. Pam. Dos dieron en el suelo junto a mí coche y uno rebotó contra el parachoques delantero.
¡Leche! Se acabaron las dotes persuasivas. Metí la marcha atrás del CR-V y apreté el acelerador. Giré por la calle Morris, pegué un sonoro frenazo, metí la marcha y salí disparada del Burg.
Cuando llegué a mi aparcamiento ya había dejado de temblar y comprobé que no me había mojado los pantalones, o sea, que, después de todo, estaba bastante orgullosa de mí misma. Tenía un arañazo muy feo en el parachoques. Podía haber sido peor, me dije. Podía haber sido un arañazo en mi cabeza. Estaba intentando tomármelo con calma con Eddie DeChooch porque era viejo y estaba deprimido, pero la verdad era que empezaba a caerme mal.
La ropa de El Porreta seguía en el descansillo cuando salí del ascensor, así que la recogí para llevármela al apartamento. Me paré junto a la puerta y escuché. La televisión estaba encendida. Parecía un combate de boxeo. Estaba casi segura de haber apagado la televisión. Apoyé la frente en la puerta. ¿Ahora qué?
Todavía estaba con la frente apoyada en la puerta cuando ésta se abrió y Morelli me sonrió desde el otro lado.
– Uno de esos días, ¿eh?
Eché una mirada alrededor.
– ¿Estás solo?
– ¿Quién esperabas que estuviera aquí?
– Batman, el Fantasma de las Navidades pasadas, Jack el Destripador -tiré la ropa de El Porreta al suelo del recibidor-. Estoy un poco alucinada. Acabo de tener un tiroteo con DeChooch. Sólo que él era el único que tenía pistola.
Le di a Morelli los detalles morbosos y cuando llegaba al momento en que descubría que no me había mojado los pantalones, sonó el teléfono.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó mi madre-. Tu abuela acaba de llegar a casa y dice que saliste detrás de Eddie DeChooch.
– Estoy bien, pero he perdido a DeChooch.
– Myra Szilagy me dijo que están contratando gente en la fábrica de botones. Y dan beneficios. Seguramente podrías conseguir un trabajo en la planta. O puede que hasta en las oficinas.
Cuando colgué el teléfono Morelli estaba despatarrado en el sofá, viendo otra vez el boxeo. Llevaba una camiseta negra y un Jersey de punto abierto color crema encima de unos pantalones vaqueros. Era delgado, de músculos duros y moreno mediterráneo. Era un buen poli. Podía ponerme los pezones duros con sólo mirarme. Y además era fan de los Rangers de Nueva York. Eso le hacía prácticamente perfecto… salvo por lo de ser poli.
Bob el Perro estaba en el sofá junto a Morelli. Bob es un cruce entre un golden retriever y Chewbacca. En principio había venido a vivir conmigo, pero luego decidió que le gustaba más la casa de Morelli. Uno de esos rollos de tíos, me imagino. Total, que ahora Bob vive más tiempo con Morelli. A mí no me importa, porque Bob se lo come todo. Si se le dejara a su aire, Bob dejaría una casa reducida a unos cuantos clavos y algunos trozos de baldosa. Y a causa de la frecuente ingesta que hace de grandes cantidades de materia sólida, como mobiliario, zapatos y plantas de interior, Bob expulsa con frecuencia montañas de caca de perro.
Bob sonrió y me meneó la cola, y enseguida volvió a mirar la televisión.
– Me imagino que conocías al tipo que se quitó la ropa en tu descansillo -dijo Morelli.
– El Porreta. Quería enseñarme la ropa interior.
– Me parece de lo más normal.
– Dice que Dougie ha desaparecido. Dice que se fue ayer por la mañana y que no ha vuelto.
Morelli hizo un esfuerzo para dejar de ver el boxeo.
– ¿Dougie no tiene un juicio pendiente?
– Sí, pero El Porreta no cree que se haya fugado. El Porreta piensa que ha pasado algo malo.
– Probablemente el cerebro de El Porreta se parece a un huevo frito. Yo no daría demasiado crédito a lo que piense El Porreta.
Le pasé el teléfono a Morelli.
– Podrías hacer algunas llamadas. Ya sabes, preguntar en los hospitales y en el depósito. Como policía, Morelli tenía el acceso más fácil que yo.
Quince minutos después Morelli había repasado toda la lista. Nadie que se ajustara a la descripción de Dougie había entrado en el St. Francis, la Helen Fuld, ni el depósito. Llamé a El Porreta y le conté nuestras averiguaciones.
– Jo, tía -dijo El Porreta-, empieza a darme miedo. No es sólo lo de Dougie. Mi ropa ha desaparecido.
– No te preocupes por tu ropa. La tengo yo.
– Tía, qué buena eres -dijo El Porreta-. Eres la mejor.
Puse los ojos en blanco mentalmente y colgué. Morelli dio unas palmaditas en el sofá, a su lado.
– Siéntate y hablemos de DeChooch.
– ¿Qué pasa con DeChooch?
– No es un buen tío.
Un suspiro salió de mis labios involuntariamente. Morelli lo ignoró.
– Costanza me ha dicho que lograste hablar con DeChooch antes de que escapara.
– Está deprimido.
– Supongo que no mencionaría a Loretta Ricci.
– No, no dijo ni una palabra sobre Loretta. A Loretta la encontré yo sola.
– Tom Bell se está encargando de este caso. Le he visto después del trabajo y me ha dicho que la Ricci estaba ya muerta cuando le pegaron los tiros.
– ¿Qué?
– No sabrá la causa de la muerte hasta que le hagan la autopsia.
– ¿Por qué querría alguien dispararle a una mujer muerta?
Morelli indicó con un gesto que no tenía ni idea. Genial.
– ¿Tienes algo más para mí?
Morelli me miró y sonrió.
– Aparte de eso -dije.
Estaba dormida y, en sueños, me estaba asfixiando. Sentía un enorme peso en el pecho y no podía respirar. Normalmente no suelo tener sueños en los que me asfixio. Sueño con ascensores que salen disparados por el tejado de los edificios conmigo encerrada dentro. Sueño con toros que me siguen en estampida. Y sueño con que se me olvida vestirme y voy a un centro comercial desnuda. Pero nunca sueño que me asfixio. Hasta este momento. Me obligué a despertarme y abrí los ojos. Bob estaba dormido a mi lado con sus grandes patas y su cabeza perruna apoyadas en mi pecho. El resto de la cama estaba vacía. Morelli se había ido. Había salido de puntillas al romper el alba y había dejado a Bob conmigo.
– Muy bien, chicarrón -dije-, si te quitas de encima te doy de comer.
Puede que Bob no entendiera todas las palabras, pero casi siempre entendía el significado cuando se hablaba de comida.
Levantó las orejas, los ojos le brillaron y estaba fuera de la cama en un segundo, correteando con una expresión feliz.
Preparé un cuenco de comida seca para perros y busqué en vano algo de comida para personas. Ni Pop-Tarts, ni pretzels, ni Cap'n Crunch con Crunchberries. Mi madre siempre me daba un montón de comida para traerme a casa, pero tenía la cabeza en Loretta Ricci cuando me fui de casa de mis padres y me olvidé de la bolsa de comida, que dejé en la cocina.
– Fíjate -le dije a Bob-, soy un fracaso como ama de casa.
Bob me lanzó una mirada que decía: «Oiga, señora, a mí me da de comer, o sea que no puede ser tan mala».
Me puse unos Levi's y botas, me eché una cazadora vaquera encima del camisón y le enganché la correa a Bob; luego lo arrastré escaleras abajo y lo metí en el coche para llevármelo a la casa de mi archienemiga, Joyce Barnhardt, a que hiciera caca. Así no tenía que recoger las cacas del suelo y me daba la sensación de que estaba cumpliendo un objetivo. Hacía años había descubierto a Joyce tirándose a mi marido (ahora, mi ex marido) en la mesa de mi comedor y, de vez en cuando, me gusta devolverle la gentileza.
Joyce vive a sólo medio kilómetro, pero es distancia suficiente para que el mundo cambie por completo. Joyce ha conseguido buenas condiciones de sus ex maridos. De hecho, el marido número tres estaba tan ansioso por perderla de vista que le dejó la casa sin discutir. Es una casa grande situada en una pequeña parcela dentro de un barrio de profesionales liberales triunfadores. Es una casa de ladrillo rojo con ostentosas columnas blancas que sujetan un tejadillo encima de la puerta principal. Algo así como una mezcla del Partenón con la casa de los tres cerditos. El vecindario tiene una normativa muy estricta sobre la recogida de excrementos y por eso Bob y yo sólo visitamos a Joyce al abrigo de la oscuridad. O, como en este caso, a primera hora de la mañana, antes de que la calle se despierte.
Aparqué a media manzana de la casa de Joyce. Bob y yo nos introdujimos sigilosamente en su jardín, Bob hizo sus cosas, volvimos al coche en silencio y salimos disparados hacia el MacDonald's. Ninguna buena acción queda sin recompensa. Yo torné una Egg McMuffin y café y Bob se tomó una Egg McMuffin y un batido de vainilla.
Después de tanta actividad estábamos exhaustos, así que volvimos al apartamento, Bob se echó una siesta y yo me di una ducha. Me puse un poco de espuma en el pelo y lo empujé para arriba de manera que formara muchos rizos. Me apliqué máscara de pestañas y perfilador de ojos y acabé con un toque de brillo en los labios. Era posible que no resolviera ningún problema aquel día, pero tenía un aspecto bastante estupendo.
Media hora después Bob y yo entrábamos en la oficina de Vinnie dispuestos a ponernos a trabajar.
– Ajá -dijo Lula-, Bob está en activo.
Se agachó para rascarle la cabeza.
– Hola, Bob, ¿qué hay de nuevo?
– Seguimos buscando a Eddie DeChooch -dije-. ¿Alguien sabe dónde vive su sobrino Ronald?
Conníe escribió un par de direcciones en una hoja de papel y me la entregó.
– Ronald tiene una casa en Cherry Street, pero a estas horas será más fácil que le encuentres en el trabajo. Dirige una empresa de adoquinado, Ace Pavers, en la calle Front, cerca del río.
Me guardé las direcciones en el bolsillo, me incliné hacia Connie y bajé la voz.
– ¿Se dice algo por ahí de Dougíe Kruper?
– ¿Como qué?
– Como que ha desaparecido.
La puerta del despacho de Vinnie se abrió de repente y Vinnie asomó la cabeza.
– ¿Cómo que ha desaparecido?
Dirigí la mirada a Vinnie.
– ¿Cómo has oído eso? Lo he dicho en un susurro y tenías la puerta cerrada.
– Tengo orejas en el culo. Lo oigo todo.
Connie pasó los dedos por el canto del escritorio.
– Serás cabrón -dijo Connie-. Has vuelto a poner micrófonos -volcó su cubilete lleno de lápices, revolvió los cajones, vació el contenido del bolso encima de la mesa-. ¿Dónde está?, ¡miserable gusano!
– No hay micros -dijo Vinnie-. Te estoy diciendo que tengo buen oído. Tengo un radar.
Connie encontró el micro pegado debajo del teléfono. Lo arrancó y lo machacó con la culata de su pistola. A continuación volvió a guardar el arma en su bolso y tiró el micro a la papelera.
– ¡Oye! -dijo Vinnie-. ¡Eso era propiedad de la empresa!
– ¿Qué le pasa a Dougie? -preguntó Lula-. ¿No va a presentarse al juicio?
– El Porreta me contó que había quedado con Dougie para ver juntos la lucha libre y que Dougie no apareció. Cree que le ha podido pasar algo malo.
– Yo desde luego no me perdería la oportunidad de ver a esos luchadores con braguitas de lycra en pantalla grande -dijo Lula.
Connie y yo estuvimos de acuerdo. Una chica tendría que estar loca para perderse a aquellos macizos en pantalla grande.
– No he oído nada -dijo Connie-, pero voy a preguntar por ahí.
La puerta de entrada de la oficina se abrió de golpe y Joyce Barnhardt entró hecha una furia. Llevaba su pelo rojo cardado hasta el límite. Iba vestida con camisa y pantalones tipo Cuerpos Especiales, los pantalones apretados al culo y la camisa desabrochada hasta la mitad del esternón, mostrando un sujetador negro y una buena porción de canalillo. En la espalda de la camisa llevaba escrito DEPARTAMENTO DE FINANZAS en letras blancas. Los ojos iban intensamente maquillados de negro y las pestañas con una espesa capa de máscara.
Bob se escondió debajo del escritorio de Connie y Vinnie se metió en su despacho y cerró la puerta con pestillo. Algún tiempo atrás, y tras una breve consulta con su rabo, Vinnie había aceptado contratar a Joyce como agente de detenciones. Su pilila todavía seguía encantada de haber tomado esa decisión, pero el resto de Vinnie no sabía qué hacer con Joyce.
– Vinnie, picha floja, te he visto encerrarte en el despacho. Sal ahora mismo de ahí -gritó Joyce.
– Qué agradable verte de tan buen humor -dijo Lula.
– Un perro ha vuelto a hacer sus cosas en mi césped. Es la segunda vez esta semana.
– Supongo que eso es lo que cabe esperar cuando una se busca los ligues en la perrera.
– No me busques, gorda.
Lula entrecerró los ojos.
– ¿A quién has llamado gorda? Si me vuelves a llamar gorda te arreglo la cara.
– Gorda, culona, grasienta, sebosa…
Lula se tiró encima de Joyce y las dos rodaron por el suelo, arañándose y pegándose. Bob permaneció firme debajo de la mesa. Vinnie escondido en su despacho. Y Connie brujuleó alrededor de ellas, esperó la oportunidad y le pegó a Joyce una descarga en el culo con su pistola eléctrica. Joyce soltó un alarido y se quedó inerte.
– Es la primera vez que utilizo una cosa de éstas -dijo Connie-. Tienen su gracia.
Bob salió a rastras de debajo del escritorio para echarle una mirada a Joyce.
– ¿Cuánto tiempo llevas cuidando a Bob? -preguntó Lula, levantándose del suelo.
– Se quedó anoche en casa.
– ¿Crees que lo del jardín de Joyce sería como tamaño Bob?
– Todo es posible.
– ¿Cómo de posible? ¿Un diez por ciento de posibilidades? ¿Un cincuenta por ciento de posibilidades?
Bajamos la mirada hacia Joyce. Empezaba a parpadear y Connie le dio otra descarga de su pistola eléctrica.
– Es que odio usar el recoge-caca… -dije.
– Ja! -dijo Lula con un ataque de risa-. ¡Lo sabía!
Connie le dio a Bob un donut de la caja que tenía en la mesa.
– ¡Qué perrito más bueno!