Once

– ¿De qué iba eso? -preguntó Lula.

– DeChooch tiene a la abuela Mazur en su poder. Quiere cambiarla por el corazón. Tengo que llevarle el corazón al Centro Comercial Quaker Bridge y él me llamará a las siete con nuevas instrucciones. Me ha dicho que la matará si aviso a la policía.

– Los secuestradores siempre dicen eso -dijo Lula-. Viene en el manual del secuestrador.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Connie-. ¿Tienes alguna idea de quién tiene el corazón?

– Espera un momento -dijo Lula-. El corazón de Louie D no tiene su nombre grabado encima. ¿Por qué no nos hacemos con otro corazón? ¿Cómo se iba a dar cuenta Eddie DeChooch de que no es el de Louie D? Estoy segura de que podríamos darle a Eddie DeChooch un corazón de vaca y no se enteraría. Lo único que tenemos que hacer es ir a una carnicería y pedir un corazón de vaca. No iremos a una carnicería del Burg porque podrían contarlo por ahí… Iremos a otra carnicería. Conozco un par de ellas en la calle Stark. O podríamos probar en Price Chopper. Tienen un departamento de carnes muy bueno.

– Me sorprende que DeChooch no lo haya pensado antes. Nadie ha visto el corazón de Louie D salvo DeChooch. Y él no ve una mierda. Probablemente DeChooch se llevó el asado del frigorífico de Dougie creyendo que era el corazón.

– Lula ha tenido una buena idea -dijo Connie-. Puede funcionar.

Levanté la cabeza de entre las piernas.

– ¡Es espeluznante!

– ¡Sí! -dijo Lula-. Eso es lo mejor.

Miró el reloj de la pared.

– Es hora de comer. Vamos a por una hamburguesa y luego iremos a comprar el corazón.

Llamé a mi madre por el teléfono de Connie.

– No te preocupes por la abuela -dije-. Ya sé dónde está y la iré a recoger esta noche.

Y colgué antes de que pudiera hacer preguntas.

Después de comer, Lula y yo fuimos al Price Chopper.

– Queremos un corazón -le dijo Lula al carnicero-. Y tiene que estar en buenas condiciones.

– Lo siento -dijo él-, no tenemos corazones. ¿No prefieren otra pieza de casquería? Hígado, por ejemplo. Tenemos unos hígados de ternera muy buenos.

– Tiene que ser corazón -dijo Lula-. ¿Sabe dónde podríamos conseguir uno?

– Por lo que yo sé, los mandan todos a una fábrica de comida de perro en Arkansas.

– No tenemos tiempo para irnos a Arkansas -dijo Lula-. Pero gracias.

De camino a la salida nos detuvimos en un departamento de cosas para el cámping y compramos una pequeña nevera portátil blanca y roja.

– Es perfecta -dijo Lula-. Ya sólo necesitamos el corazón.

– ¿Crees que tendremos más suerte en la calle Stark?

– Conozco algunas carnicerías de allí que venden cosas de las que preferirías no saber nada -dijo Lula-. Si no tienen un corazón, nos conseguirán uno sin hacer preguntas.

En la calle Stark había zonas que hacían que Bosnia pareciera bonita. Lula trabajaba en la calle Stark cuando era puta. Era una calle larga, de negocios deprimidos, viviendas deprimidas y gente deprimida.

Tardamos casi media hora en llegar allí, callejeando por el centro, disfrutando de los tubos de escape rectificados y de la atención que exige una moto como aquélla.

Era un soleado día de abril, pero la calle Stark parecía tenebrosa. Hojas de periódico revoloteaban por la calle y se pegaban a los bordillos y a las escaleras de cemento de los edificios sórdidos. Las fachadas de ladrillo estaban llenas de eslóganes de pandillas pintados con spray. De vez en cuando se veía un edificio incendiado y desolado, con las ventanas ennegrecidas y tapadas con tablones. Pequeños comercios se agazapaban entre las casas alineadas. Bar amp; Parrilla de Andy, Garaje de la calle Stark, Electrodomésticos Stan, Carnicería de Omar.

– Ésa es -dijo Lula-. La carnicería de Omar. Si se usa para comida de perro, Omar lo vende para sopa. Lo único que necesitamos es asegurarnos de que el corazón no esté latiendo todavía cuando nos lo dé.

– ¿Puedo dejar la moto aparcada en la calle con tranquilidad?

– iDios mío, no! Apárcala en la acera, cerca del escaparate, para que podamos vigilarla.

Detrás del mostrador había un negro inmenso. Llevaba el pelo muy corto y jaspeado de gris. Su delantal blanco de carnicero estaba salpicado de sangre. Llevaba una gruesa cadena de oro al cuello y un solo pendiente con un brillante. Al vernos sonrió de oreja a oreja.

– ¡Lula! Qué guapa estás. No te veía desde que dejaste de trabajar en la calle. Me gustan los cueros.

– Éste es Omar -me dijo Lula-. Es tan rico como Bill Gates. Sigue llevando esta carnicería porque le gusta meter la mano en el culo de las gallinas.

Omar echó la cabeza para atrás y se rió, y el sonido era igual que el eco de la Harley entre las fachadas de los edificios de la calle Stark.

– ¿Qué puedo hacer por ti? -le preguntó Omar a Lula.

– Necesito un corazón.

Omar no pestañeó. Me imagino que le pedirían corazones todo el tiempo.

– Muy bien -dijo-. ¿Qué clase de corazón necesitas? ¿Qué vas a hacer con él? ¿Sopa? ¿Lo vas a freír en rodajas?

– ¿Supongo que no tendrás ningún corazón humano, verdad?

– Hoy no. Sólo los traigo por encargo.

– Entonces, ¿cuál es el que más se parece?

– El de cerdo. Apenas se pueden distinguir.

– Vale. Me llevo uno.

Omar fue al mostrador del fondo y rebuscó en una cubeta de órganos. Sacó uno y lo puso en la báscula, sobre un trozo de papel encerado.

– ¿Qué te parece?

Lula y yo miramos por los lados de la báscula.

– No sé mucho de corazones -le dijo Lula a Omar-. A lo mejor tú nos puedes ayudar. Estamos buscando un corazón que le encaje a un cerdo de unos cien kilos que acaba de tener un ataque al corazón.

– ¿Un cerdo de qué edad?

– Sesenta y muchos, puede que setenta años.

– Un cerdo muy viejo -dijo Omar. Volvió al mostrador y sacó un segundo corazón-. Éste lleva algún tiempo en la cubeta. No sé si el cerdo tuvo un ataque al corazón, pero no tiene muy buena pinta -lo apretó con un dedo-. No es que le falte nada, pero da la impresión de que llevaba mucho tiempo trabajando, ¿sabéis lo que quiero decir?

– ¿Cuánto cuesta? -preguntó Lula.

– Tienes suerte. Éste está en oferta. Puedo dártelo a mitad de precio.

Lula y yo intercambiamos miradas.

– Vale, me lo llevo -dije.

Omar miró por encima del mostrador la nevera de Lula.

– ¿Quieres que te envuelva a Porky o prefieres que te lo ponga en hielo?


Mientras volvíamos a la oficina me paré en un semáforo y un tío en una Harley Fat Boy se detuvo a mi lado.

– Bonita moto -dijo-. ¿Qué lleváis en la nevera?

– El corazón de un cerdo -le dijo Lula.

El semáforo se abrió y los dos arrancamos.

Cinco minutos después estábamos en la oficina, enseñándole el corazón a Connie.

– Madre mía, parece auténtico -dijo Connie.

Lula y yo la miramos levantando las cejas.

– No es que yo lo sepa -dijo Connie.

– Va a resultar bien -dijo Lula-. Lo único que tenemos que hacer es cambiarlo por la abuela.

Tenía retortijones de miedo en el estómago. Breves temblores nerviosos me cortaban la respiración. No quería que le pasara nada malo a la abuela.

Cuando eramos pequeñas, Valerie y yo nos peleábamos todo el rato. A mí siempre se me ocurrían ideas peregrinas y Valerie se chivaba a mi madre. «Stephanie está en el techo del garaje intentando volar», le gritaba Valerie a mi madre entrando a la carrera en la cocina. O «Stephanie está en el patio de atrás intentando hacer pis de pie, como los chicos». Después de que mi madre me hubiera reñido, y cuando no me veía nadie, yo le daba a Valerie un buen pescozón. ¡Zas! Y entonces nos peleábamos. Y entonces mi madre me volvía a reñir a mí. Y entonces yo me iba de casa.

Siempre me iba a casa de la abuela Mazur. La abuela Mazur nunca me juzgaba. Ahora sé por qué. La abuela Mazur estaba tan loca como yo.

La abuela Mazur me recibía sin una sola palabra de recriminación. Sacaba las cuatro banquetas de la cocina a la sala de estar, las colocaba formando un cuadrado y las cubría con una sábana. Me daba una almohada y algunos libros para leer y me decía que me metiera en la tienda que había montado. Al cabo de un par de minutos deslizaba por debajo de la sábana un plato de galletas o un sándwich.

En algún momento de la tarde, antes de que el abuelo regresara del trabajo, mi madre me venía a buscar y todo volvía a la normalidad.

Y ahora la abuela estaba con el trastornado de Eddie DeChooch. Y a las siete la iba a cambiar por un corazón de cerdo.

– ¡Agh! -dije.

Lula y Connie me miraron.

– Pensaba en voz alta -les dije-. Quizás debería llamar a Joe o a Ranger para que me ayuden.

– Joe es policía -dijo Lula. Y DeChooch ha dicho que nada de policía.

– No tendría por qué enterarse de que Joe está allí.

– ¿Crees que le iba a gustar el plan?

Ése era el problema. Tenía que contarle a Joe que iba a canjear a la abuela por un corazón de cerdo. Era distinto desvelar un plan como aquél una vez que todo hubiera acabado y hubiera salido bien. Por el momento sonaba como cuando quería volar desde el techo del garaje.

– Puede que a él se le ocurra un plan mejor -dije.

– DeChooch sólo quiere una cosa -dijo Lula-. Y tú la tienes en esa nevera.

– ¡Lo que tengo en esa nevera es un corazón de cerdo!

– Bueno, sí, técnicamente es así -dijo Lula.

Probablemente Ranger sería la mejor opción. Ranger se llevaba bien con todos los chiflados del mundo… como Lula, la abuela y yo.

Ranger no contestaba a su teléfono móvil, así que llamé a su buscapersonas y me devolvió la llamada en menos de un minuto.

– Tenemos un problema nuevo en el asunto DeChooch -le dije-. Tiene a la abuela.

– Una pareja divina -dijo Ranger.

– ¡Estoy hablando en serio! He corrido la voz de que yo tenía lo que DeChooch estaba buscando. Y como no tiene a El Porreta ha secuestrado a la abuela para tener algo que canjear. Hemos quedado a las siete para hacer el trueque.

– ¿Qué piensas darle a DeChooch?

– El corazón de un cerdo.

– Me parece justo -dijo Ranger.

– Es una historia muy larga.

– Y ¿qué puedo hacer por tí?

– Podrías cubrirme las espaldas por si algo sale mal.

Luego le conté el plan.

– Dile a Vinnie que te ponga un micrófono -dijo Ranger-. Yo me pasaré por la oficina esta tarde para recoger el receptor. Enciende el micro a las seis y media.

– ¿El precio sigue siendo el mismo?

– Esto es cortesía de la casa.


Después de que me pusieran el micro, Lula y yo decidimos ir al centro comercial. Lula necesitaba unos zapatos y yo necesitaba dejar de pensar en la abuela.

Quaker Bridge es un centro comercial de dos plantas próximo a la autopista 1, entre Trenton y Princeton. Tiene todas las tiendas típicas de los centros comerciales, más un par de grandes almacenes flanqueando cada extremo, con un Macy's en el centro. Aparqué la moto cerca de la puerta del Macy's, porque tenían una oferta de zapatos.

– Fíjate -me dijo Lula en el departamento de zapatería-. Somos la única pareja que lleva una nevera de camping.

A decir verdad, yo llevaba la nevera como si me fuera la vida en ello, sujetándola contra el pecho con ambas manos. Lula seguía vestida de cuero. Yo llevaba botas y vaqueros, los dos ojos morados y una nevera. Y la gente, por mirarnos, se estrellaba contra maniquíes y expositores.

Regla número uno de los cazarrecompensas… pasar inadvertido.

Mi móvil sonó y casi se me cae la nevera al suelo.

Era Ranger.

– ¿Qué demonios haces? Estáis llamando tanto la atención que tenéis un guarda de seguridad detrás de vosotras. Probablemente cree que lleváis una bomba en la nevera.

– Estoy un poco nerviosa.

– No jodas.

Y colgó.

– Escucha -le dije a Lula-, ¿por qué no comemos un trozo de pizza y nos relajamos hasta que llegue la hora?

– Me parece bien -dijo Lula-. De todas maneras, no veo ningún zapato que me guste.

A las seis y media escurrí el hielo derretido de la nevera y le pedí al chaval de la pizzería un poco de hielo nuevo. Me dio un vaso lleno.

– La verdad es que lo necesito para la nevera -dije-. Necesito algo más que un vaso.

Miró la nevera por encima del mostrador.

– No creo que me permitan dar tanto hielo.

– Si no nos das el hielo vamos a tener un problema con el corazón -le dijo Lula-. Tiene que estar frío.

El chaval le echó una nueva mirada a la nevera.

– ¿El corazón?

Lula levantó la tapa de la nevera y le enseñó el corazón.

– ¡Hostias!, señora -dijo el chaval-. Llévense todo el hielo que quieran.

Llenamos la nevera sólo hasta la mitad, para que el corazón se viera fresco y bien en su lecho de hielo nuevo. Luego me fui al lavabo de señoras y encendí el micrófono.

– Probando -dije-. ¿Me escuchas?

Un segundo después sonaba mi móvil.

– Te escucho -dijo Ranger-. Y también a la señora del retrete de al lado.

Dejé a Lula en la pizzería y fui andando hasta el corazón del centro comercial, delante del Macy's. Me senté en un banco, con la nevera encima de las piernas y el teléfono móvil en el bolsillo de la chaqueta, para tenerlo a mano.

Sonó exactamente a las siete en punto.

– ¿Estás lista para recibir instrucciones? -preguntó DeChooch.

– Estoy lista.

– Pasa por debajo del primer paso elevado de la autopista 1 en dirección sur…

Y en ese tnistno instante el guarda de seguridad me dio unos golpecitos en el hombro.

– Disculpe, señora -dijo-, pero voy a tener que pedirle que me deje echarle un vistazo al contenido de esa nevera.

– ¿Quién está ahí? -quiso saber DeChooch-. ¿Quién es?

– Nadie -le dije a DeChooch-. Siga con las instrucciones.

– Voy a tener que pedirle que se aleje de la nevera -dijo el guardia-. Ahora mismo.

Con el rabillo del ojo vi que se acercaba otro guardia.

– Escuche -le dije a DeChooch-. Tengo un pequeño problema en este momento. ¿Podría volver a llamarme dentro de unos diez minutos?

– Esto no me gusta -dijo DeChooch-. Se acabó. No hay trato.

– ¡No! ¡Espere!

Colgó.

Mierda.

– ¿Qué le pasa a usted? -le dije al guardia-. ¿No ha visto que estaba hablando por teléfono? ¿Esto es tan importante que no podía esperar dos segundos? ¿Es que no les enseñan nada en la escuela de polis de alquiler?

Había sacado la pistola.

– Limítese a alejarse de la caja.

Yo sabía que Ranger estaría observando desde algún sitio, y seguramente le estaría costando aguantar la risa.

Dejé la nevera en el banco y me retiré unos pasos.

– Ahora alargue el brazo derecho y abra la tapa para que pueda ver lo que hay -dijo el guardia.

Hice lo que me pedía.

Él se inclinó sobre la nevera y miró dentro.

– ¿Qué demonios es eso?

– Es un corazón. ¿Pasa algo? ¿Es ilegal llevar un corazón a un centro comercial?

Ahora ya eran dos guardias. Se miraron el uno al otro. El manual de poli de alquiler no decía nada sobre esto.

– Sentimos haberla molestado -dijo el guardia-. Parecía sospechosa.

– Subnormal -le solté.

Luego cerré la tapa, agarré la nevera y volví a toda prisa a la pizzería, donde estaba Lula.

– Ah-ah -dijo Lula-. ¿Cómo es que todavía tienes esa nevera? Tendrías que volver con la abuela.

– La he pifiado.

Ranger me esperaba junto a la moto.

– Si alguna vez necesito que me rescaten, hazme un favor y no te comprometas a hacerlo tú -dijo. Metió la mano por debajo de mi camiseta y apagó el micrófono-. No te preocupes. Volverá a llamar. ¿Cómo podría resistirse a un corazón de cerdo? -Ranger echó una mirada al interior de la nevera y sonrió-. Es un corazón de cerdo de verdad.

– Se supone que es el corazón de Louie D -le dije-. DeChooch se lo quitó por error. Y luego, no se sabe cómo, lo perdió mientras volvía de Richmond.

– Y tú le vas a dar un corazón de cerdo -dijo Ranger.

– Teníamos poco tiempo -dijo Lula-. Intentamos conseguir uno normal, pero sólo los sirven por encargo.

– Bonita moto -me dijo Ranger-. Te pega. Y sin más, se metió en su coche y desapareció.

Lula se abanicó.

– Ese hombre está buenísimo.

Llamé a mi madre en cuanto llegué al apartamento.

– No te preocupes por la abuela -le dije-. Va a pasar la noche con una amistad.

– ¿Por qué no me ha llamado?

– Imagino que pensaría que bastaba con hablar conmigo.

– Qué cosa tan rara. ¿Esa amistad es un hombre?

– Sí.

Oí el ruido de un plato al romperse y mi madre colgó el teléfono.

Había dejado la nevera encima del mostrador de la cocina. Ojeé su contenido y lo que vi no me hizo muy feliz. El hielo se estaba derritiendo y el corazón no tenía muy buena pinta. Sólo podía hacer una cosa. Congelar aquel puñetero cacharro.

Con mucho cuidado, lo recogí con las manos y lo metí en una bolsa de plástico. Tuve un par de arcadas, pero no poté, y me sentí muy orgullosa por ello. Después lo metí en el congelador.

En el contestador había dos mensajes de Joe. En los dos decía «Llámame».

No era algo que me apeteciera hacer. Me haría preguntas que yo no deseaba contestar. Sobre todo después de que el intercambio del corazón de cerdo hubiera sido un fiasco. Dentro de mi cabeza había una irritante vocecilla que repetía en un susurro: Si hubieras llamado a la policía las cosas podrían haber salido mejor.

¿Y qué sería de la abuela? Aún estaba con Eddie DeChooch. Con el loco y deprimido Eddie DeChooch.

¡A la mierda! Marqué el número de Joe.

– Necesito que me ayudes -dije-. Pero no puedes ser policía.

– Tal vez deberías deletrearme eso que has dicho.

– Te voy a contar una cosa, pero tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie y que no lo convertirás en asunto oficial de la policía.

– No puedo hacerlo.

– Tienes que hacerlo.

– ¿De qué se trata?

– Eddie DeChooch ha secuestrado a mi abuela.

– Sin ánimo de ofender, DeChooch tendrá suerte si sobrevive.

– Me vendría bien algo de compañía. ¿Puedes venir a pasar la noche aquí?

Joe y Bob llegaban media hora después. Bob recorrió el apartamento olisqueando los asientos de las sillas y husmeando en las papeleras, y acabó instalándose delante de la puerta del frigorífico.

– Está a dieta -dijo Morelli-. Hoy hemos ido al veterinario para que le pusiera una inyección y me ha dicho que está demasiado gordo -encendió la televisión y sintonizó un partido de los Rangers-. ¿Quieres contarme qué pasa?

Rompí a llorar.

– DeChooch tiene a la abuela en su poder y yo lo he jodido todo. Ahora estoy asustada. No he sabido nada más de él. ¿Y si ha matado a la abuela? -sollozaba de manera incontrolable. Con unos sollozos desmesurados y estúpidos que me hacían moquear y me ponían la cara hinchada y churretosa.

Morelli me rodeó con los brazos.

– ¿Cómo lo has jodido todo?

– Tenía el corazón en la nevera y un guardia de seguridad me detuvo y DeChooch dijo que no quería seguir con el trato.

– ¿El corazón?

Señalé la cocina.

– Está en el congelador.

Morelli me soltó y se dirigió al congelador. Oí cómo abría la puerta. Pasó un momento.

– Tienes razón -dijo-. Aquí hay un corazón.

La puerta del congelador se cerró con un bufido.

– Es un corazón de cerdo -le dije.

– Es un alivio.

Le conté toda la historia.

El problema con Morelli es que puede ser un poco complicado de entender. Fue un niño difícil y un adolescente rebelde. Supongo que se ceñía a lo que se esperaba de él. Los hombres Morelli tenían cierta reputación de temerarios. Pero, cuando tenía veintitantos años, Morelli encontró su propio camino. Por eso ahora es difícil saber dónde empieza el nuevo Morelli y dónde acaba el viejo Morelli.

Yo sospechaba que el nuevo Morelli pensaría que la idea de engañar a DeChooch con un corazón de cerdo era una chaladura. Más aún, sospechaba que esto avivaría las llamas de sus temores de que estaba a punto de casarse con Lucy Ricardo, la famosa protagonista de Te quiero Lucy.

– Lo del corazón de cerdo ha sido una idea muy inteligente por tu parte -dijo Morelli.

Casi me caigo del sofá.

– Si me hubieras llamado a mí en lugar de a Ranger, habría acordonado la zona.

– Ahora me doy cuenta -dije-. No quería hacer nada que ahuyentara a DeChooch.

Los dos pegamos un brinco cuando sonó el teléfono.

– Te voy a dar otra oportunidad -dijo DeChooch-. Si la jodes esta vez, adiós a tu abuela.

– ¿Está bien?

– Me está volviendo loco.

– Quiero hablar con ella.

– Podrás hablar con ella cuando me entregues el corazón. Éste es el nuevo plan: lleva el corazón y el teléfono móvil al restaurante de Hamilton Township.

– ¿Al Silver Dollar?

– Sí. Te llamaré mañana a las siete de la tarde.

– ¿Por qué no podemos hacer el intercambio antes?

– Me encantaría hacer el cambio antes, créeme, pero no puedo. ¿El corazón sigue estando en buen estado

– Lo tengo en hielo.

– ¿En cuánto hielo?

– Está congelado.

– Imaginé que tendrías que hacer algo así. Pero asegúrate de que no se le salte algún fragmento. Tuve mucho cuidado al sacarlo. No quiero que ahora tú me lo estropees.

Cortó la comunicación y yo me sentí enferma.

– Agh.

Morelli me pasó un brazo por encima de los hombros.

– No te preocupes por tu abuela. Es como ese Buick del 53. Aterradoramente indestructible. Puede que incluso inmortal.

Negué con la cabeza.

– No es más que una viejecita.

– Me sentiría mucho mejor si lograra creerme eso de verdad -dijo Morelli-. Pero creo que estamos ante una generación de mujeres y de coches que desafían las reglas de la ciencia y de la lógica.

– Estás pensando en tu propia abuela.

– Nunca le he dicho esto a nadie, pero en ocasiones me preocupa que realmente pueda echarle el mal de ojo a la gente. A veces me da un miedo atroz.

Rompí a reír. No pude evitarlo. Morelli siempre se había tomado las amenazas y las predicciones de su abuela con la misma naturalidad.

Me puse la sudadera con el número 35 encima de la camiseta y vimos juntos el partido de los Rangers. Después del partido sacamos a pasear a Bob y nos metimos en la cama.

Crak. Arañazo, aranazo. Crack.

Morelli y yo nos miramos. Bob estaba escarbando, tirando los platos del mostrador de la cocina en busca de migajas.

– Está hambriento -dijo Morelli-. Tal vez deberíamos encerrarle en el dormitorio con nosotros para que no se coma una silla.

Morelli salió de la cama y regresó con Bob. Cerró la puerta con pestillo y volvió a meterse en la cama. Y Bob saltó a la cama junto a nosotros. Anduvo en círculos cinco o seis veces, escarbó en el edredón, dio unas vueltas más, parecía aturdido.

– Es encantador -le dije a Morelli-. De una forma prehistórica.

Bob dio algunas vueltas más y se empotró entre Morelli y yo. Reposó la cabeza en una esquina de la almohada de Morelli, soltó un suspiro de resignación y se durmió al instante.

– Tienes que hacerte con una cama más grande -dijo Morelli.

Y tampoco tenía que preocuparme por el control de natalidad.


Morelli se levantó de la cama al despuntar el alba.

Yo abrí un ojo.

– ¿Qué haces? Apenas ha amanecido.

– No puedo dormir. Bob me está despachurrando. Además, le prometí al veterinario que me ocuparía de que Bob haga algo de ejercicio, así que nos vamos a correr.

– Eso está bien.

– Tú también -dijo Morelli.

– Ni hablar.

– Tengo este perro por tu culppa. O sea que vas a sacar el culo de la cama y a correr con nosotros.

– ¡Ni hablar!

Morelli me agarró de un tobillo y me arrastró fuera de la cama.

– No me obligues a ponerme brusco -dijo.

Los dos, de pie, nos quedamos mirando a Bob. Era el único que seguía en la cama. Aún tenía la cabeza apoyada en la almohada, pero su expresión era de preocupación. Bob no era un tipo de perro madrugador. Y tampoco era un gran deportista.

– Levántate -le dijo Morelli a Bob.

Bob apretó los ojos, haciéndose el dormido.

Morelli intentó sacarle de la cama a la fuerza y Bob soltó un gruñido desde lo más profundo de la garganta, realmente amenazador.

– ¡Mierda! -dijo Morelli-. ¿Cómo lo haces tú? ¿Cómo consigues que vaya a cagar al jardín de Joyce tan temprano?

– ¿Te has enterado de eso?

– Gordon Skyer vive enfrente de Joyce. Y yo juego a la raqueta con Gordon.

– Le soborno con comida.

Morelli se fue a la cocina y regresó con una bolsa de zanahorias.

– Mira lo que he encontrado -dijo-. Tienes comida sana en el frigorífico. Estoy impresionado.

No quería desilusionarle, pero las zanahorias eran para Rex. Las zanahorias sólo me gustan rebozadas en una espesa masa y fritas en abundante aceite, o formando parte de un pastel de zanahoria con montones de crema de queso.

Morelli le ofreció una zanahoria a Bob y éste le lanzó una mirada tipo «debes de estar de cachondeo».

Empezaba a sentir lástima por Morelli.

– Bueno -dije-, vámonos a la cocina a entrechocar algunos cacharros. Bob no podrá resistirse.

Cinco minutos más tarde estábamos arreglados, y Bob llevaba su collar y tenía su cadena enganchada.

– Espera un momento -dije-. No podemos salir todos y dejar el corazón sin vigilar. En este apartamento entra la gente cuando quiere.

– ¿Qué gente?

– Benny y Ziggy para empezar.

– La gente no puede meterse en tu casa sin más ni más. Es ilegal. Es allanamiento de morada.

– Qué tontería -dije-. El primer par de veces me pilló por sorpresa, pero con el tiempo te acostumbras -saqué el corazón del congelador-. Se lo voy a dejar al señor Morganstern. Se levanta muy temprano.

– Tengo el congelador estropeado -le dije al señor Morganstern-, y no quiero que esto se me descongele. ¿Me lo puede guardar hasta la hora de la cena?

– Por supuesto -dijo él-. Parece un corazón.

– Es una dieta nueva. Hay que comer un corazón una vez a la semana.

– ¿En serio? Tal vez debería probarlo. Últimamente me he encontrado algo flojucho.

Morelli me esperaba en el aparcamiento. Trotaba sin moverse del sitio y Bob tenía los ojos brillantes y sonreía, una vez al aire libre.

– ¿Ha evacuado?

– Ya me he ocupado de ello.

Morelli y Bob arrancaron con paso ágil y yo troté torpemente detrás de ellos. Puedo andar seis kilómetros con zapatos de tacón de diez centímetros, y yendo de compras acabo con Morelli, pero no me gusta correr. Bueno, si fuéramos a unas rebajas de bolsos, puede que sí.

Poco a poco me fui quedando más y más atrás. Cuando Morelli y Bob doblaron una esquina y desaparecieron de mi vista, acorté por un jardín y salí a la panadería Fararro. Me compré una caracola de almendras y me encaminé a casa, andando pausadamente mientras disfrutaba de mi bollo. Ya casi estaba en el aparcamiento de casa cuando vi a Morelli y a Bob bajando St. James. Inmediatamente, me puse a trotar y a jadear.

– ¿Dónde os habéis metido, chicos? -dije-. Os he perdido.

Morelli sacudió la cabeza con desagrado.

– Qué pena. Tienes azúcar en la camiseta.

– Habrá caído del cielo.

– Patético -dijo Morelli.

Al regresar nos encontramos con Benny y Ziggy en el descansillo.

– Al parecer han estado corriendo -dijo Ziggy-. Es muy sano. Debería hacerlo más gente.

Morelli le puso una mano en el pecho a Ziggy para detenerle.

– ¿Qué hacen aquí?

– Hemos venido a ver a la señorita Plum, pero no había nadie.

– Bueno, pues aquí está. ¿No quieren hablar con ella?

– Por supuesto -dijo Ziggy-. ¿Le ha gustado la mermelada?

– Está riquísima. Muchas gracias.

– No habrán entrado en el apartamento ahora, ¿verdad? -preguntó Morelli.

– Nunca haríamos algo así -dijo Benny-. Le tenemos demasiado respeto, ¿verdad, Ziggy?

– Sí, es verdad -dijo Ziggy-. Pero si quisiera, podría hacerlo. Todavía tengo el «toque».

– ¿Ha tenido ocasión de hablar con su mujer? -le pregunté a Benny-. ¿Está en Richmond?

– Hablé con ella anoche. Y está en Norfolk. Me dijo que las cosas van tan bien como cabría esperar. Estoy seguro de que usted entenderá que esto ha sido un golpe para todos los afectados.

– Una tragedia. ¿No ha habido noticias de Richmond?

– Lamentablemente, no.

Benny y Ziggy se dirigieron al ascensor y Morelli y yo entramos detrás de Bob a la cocina.

– Han estado aquí dentro, ¿no es cierto? -dijo Morelli.

– Sí. Buscando el corazón. La mujer de Benny está convirtiendo su vida en un infierno mientras no aparezca ese corazón.

Morelli midió una taza de comida y se la dio a Bob. Bob la devoró y buscó más.

– Lo siento, amigo -dijo Morelli-. Esto es lo que pasa cuando uno se pone gordo.

Metí el estómago, sintiéndome culpable por la caracola. Comparada con Morelli yo era una vaca. Morelli tenía los abdominales como una tabla de lavar. Morelli podía hacer flexiones de verdad. Montones. Mentalmente, yo también podía hacer flexiones. En la vida real, las flexiones seguían muy de cerca al placer de correr.

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