Uno

Supe que iba a ocurrir algo malo cuando Vinnie me hizo ir a su despacho privado. Vinnie es mi jefe y mi primo. En una ocasión leí en la puerta de un retrete que «Vinnie folla como un hurón». No estoy muy segura de lo que quiere decir, pero me parece razonable, puesto que Vinnie se parece a un hurón. Su anillo de rubí rosa me recordaba a los tesoros que se ven en las máquinas tragaperras con regalos de las salas de juegos del Parque Marítimo. Vestía camisa y corbata negras y llevaba su cada vez más escaso pelo negro pegado hacia atrás, al estilo de los jefes de los garitos de juego. La expresión de su cara decía «nada contento».

Le miré desde el otro lado del escritorio e intenté reprimir una mueca.

– ¿Qué pasa ahora?

– Tengo un trabajo para ti -dijo Vinnie-. Quiero que encuentres a esa rata asquerosa de Eddie DeChooch, y que arrastres su culo huesudo hasta aquí. Le pillaron pasando un camión de cigarrillos de contrabando desde Virginia y no se presentó a su cita con el juez.

Puse los ojos en blanco con tal fuerza que pude verme el crecimiento del pelo.

– No voy a ir a por Eddie DeChooch. Es viejo, mata gente y sale con mi abuela.

– Ya casi nunca mata a nadie -dijo Vinnie-. Tiene cataratas. La última vez que intentó cargarse a alguien vació un cargador sobre una tabla de planchar.

Vinnie es el dueño y director de Fianzas Vincent Plum en Trenton, Nueva Jersey. Cuando se acusa a alguien de un crimen, Vinnie le da al juzgado un pagaré, el juzgado deja libre al acusado hasta la fecha del juicio y Vinnie reza para que el acusado se presente en el tribunal. Si el acusado decide declinar el placer de presentarse a su cita en el juzgado, Vinnie pierde un montón de dinero, a no ser que yo pueda encontrar al acusado y hacer que vuelva al buen camino. Me llamo Stephanie Plum y soy agente de cumplimiento de fianza… alias cazarrecompensas. Acepté este trabajo cuando las cosas no iban muy bien y ni siquiera el hecho de haberme graduado entre el noventa y ocho por ciento más alto de la clase podía proporcionarme un trabajo mejor. Desde entonces la economía ha mejorado y no hay una buena razón para que siga persiguiendo a los malos, salvo que enfurece a mi madre y que no tengo que ponerme pantys para ir a trabajar.

– Se lo encargaría a Ranger, pero está fuera del país -dijo Vinnie-. Por eso te toca a ti.

Ranger es un tipo mercenario que a veces trabaja como cazarrecompensas. Es muy bueno… en todo. Y da un miedo que te cagas.

– ¿Qué hace Ranger fuera del país? ¿Y qué quieres decir con fuera del país? ¿Asia? ¿América del Sur? ¿Miami?

– Me está haciendo una recogida en Puerto Rico -Vinnie empujó una carpeta por encima del escritorio-. Aquí está el acuerdo de pago de DeChooch y tu autorización para capturarle. Para mí vale cincuenta mil… cinco mil para ti. Acércate a la casa de DeChooch y entérate de por qué no apareció en su vista de ayer. Connie le llamó, pero no obtuvo respuesta. Cristo, podría estar muerto en el suelo de la cocina. Salir con tu abuela es suficiente para matar a cualquiera.

La oficina de Vinnie está en Hamilton, lo que a primera vista puede no parecer la situación ideal para una oficina de fianzas. La mayoría de los despachos de fianzas están enfrente de los calabozos del juzgado. La diferencia es que la mayoría de la gente a la que fía Vinnie son familiares o vecinos y viven cerca de la calle Hamilton, en el Burg. Yo crecí en el Burg y mis padres todavía viven allí. Realmente es un barrio muy seguro, ya que los delincuentes del Burg se cuidan mucho de cometer sus delitos en otros barrios. Vale, de acuerdo, una vez Jimmy Cortinas sacó a Dos Dedos Garibaldi de su casa en pijama y se lo llevó al vertedero… pero lo que fue la verdadera paliza no tuvo lugar en el Burg. Y los tipos que encontraron enterrados en el sótano de la tienda de caramelos de la calle Ferris no eran del Burg, o sea que no se les puede incluir en las estadísticas.

Connie Rosolli levantó la mirada cuando salí del despacho de Vinnie. Connie es la secretaria de dirección. Connie mantiene la oficina en marcha cuando Vinnie está fuera liberando facinerosos y/o fornicando con animales de granja.

Connie llevaba el pelo cardado hasta unas tres veces más que el tamaño de su cabeza. Vestía un Jersey rosa con cuello de pico que se ajustaba a unas tetas que podrían pertenecer a una mujer mucho más grande y una falda corta de punto negro que le iría mejor a una mujer mucho más pequeña.

Connie está con Vinnie desde que puso en marcha el negocio. Ha aguantado todo este tiempo porque no se calla nada y porque los días excepcionalmente malos se coge una paga extra de la caja chica.

Torció el gesto al ver que yo llevaba una carpeta en la mano.

– ¿No irás a buscar a Eddie DeChooch en serio, verdad?

– Espero que esté muerto.

Lula estaba desparramada en el sofá de cuero falso que había junto a la pared y que servía de sala de espera para los subvencionados y sus desafortunados familiares. Lula y el sofá tenían casi el mismo tono de marrón, con la excepción del pelo de Lula, que hoy era de un rojo cereza.

Cuando me pongo al lado de Lula siempre me siento como si fuera anémica. Soy norteamericana de tercera generación con ascendencia ítalo-húngara.

Tengo la piel pálida y los ojos azules de mi madre y un buen metabolismo que me permite comer pastel de cumpleaños y (casi siempre) abrocharme el último botón de los Levi's. Por parte de mi padre, he heredado una incontrolable mata de pelo castaño y la tendencia a mover las manos como los italianos. A solas, en un día bueno, con una tonelada de rimel y tacones de siete centímetros, puedo atraer algo de atención. Al lado de Lula soy como papel pintado.

– Me ofrecería para ayudarte a traer su trasero a la cárcel -dijo Lula-. Probablemente te vendría bien la ayuda de una mujer de talla grande como yo. Pero la cuestión es que no me gusta cuando están muertos. Los muertos me espeluznan.

– Bueno, la verdad es que no sé si está muerto -dije.

– Por mí, vale -dijo Lula-. Cuenta conmigo. Si está vivo tendré la oportunidad de darle un puntapié en el trasero a un desgraciado, y si está muerto… me quedo fuera.

Lula habla en plan duro, pero la verdad es que las dos somos bastante cortadas cuando llega la hora de la verdad. Lula fue puta en una vida anterior y ahora le ayuda a Vinnie con el archivo. Lula era tan buena como puta como lo es en el archivo…, y no se puede decir que en el archivo sea una maravilla.

– Tal vez deberíamos ponernos chalecos -dije.

Lula sacó el bolso de uno de los cajones inferiores del archivador.

– Tú haz lo que quieras, pero yo no me voy a poner uno de esos chalecos Kevlar. No hay ninguno de mi talla, y además se cargaría mi estilismo.

Yo llevaba vaqueros y camiseta y no tenía ningún estilismo que cargarme, así que cogí un chaleco antibalas del almacén.

– Espera -dijo Lula cuando llegamos a la acera-, ¿qué es esto?

– Me he comprado un coche nuevo.

– Muy bien, chica, has hecho muy bien. Este coche es una maravilla.

Era un Honda CR-V negro y las letras estaban acabando conmigo. Tuve que elegir entre comer o molar. Y molar había ganado. Al cuerno, todo tiene su precio, ¿verdad?

– ¿Dónde vamos? -preguntó Lula acomodándose a mi lado-. ¿Dónde vive ese colega?

– Vamos al Burg. Eddie DeChooch vive a tres manzanas de la casa de mis padres.

– ¿Es cierto que sale con tu abuela?

– Lo conoció la semana pasada en un velatorio en la Fune raria de Stiva y después se fueron a tomar una pizza.

– ¿Tú crees que hicieron guarrerías?

Casi subo el coche a la acera.

– ¡No! ¡Agh!

– Sólo era una pregunta -dijo Lula.

DeChooch vive en una pequeña casa pareada de ladrillos. Angela Marguchi, de setenta y tantos años, y su madre, de noventa y tantos, viven en una mitad de la casa, y DeChooch vive en la otra. Aparqué delante de la mitad de DeChooch, y Lula y yo nos acercamos a la puerta. Yo llevaba el chaleco antibalas y Lula un top ceñido con estampado animal y pantalones amarillos elásticos. Lula es una mujer grande y tiene tendencia a poner a prueba los límites de la lycra.

– Ve tú delante y mira si está muerto -dijo Lula-. Y después, si ves que no está muerto, me avisas y yo lo saco a patadas en el culo.

– Sí, ya.

– ¿Qué? -dijo haciéndome una mueca-. ¿No me crees capaz de darle una patada en el culo?

– A lo mejor prefieres quedarte al lado de la puerta -le dije-. Por si acaso…

– Buena idea -dijo Lula echándose a un lado-. No es que me dé miedo, pero me fastidiaría manchar de sangre este top.

Llamé al timbre y esperé a que hubiera respuesta. Llamé una segunda vez.

– ¿Señor DeChooch? -grité.

Angela Marguchi asomó la cabeza por su puerta. Era unos quince centímetros más baja que yo, con el pelo blanco y huesos de pajarito, un cigarrillo colgándole entre los delgados labios y los ojos entrecerrados por el humo y la edad.

– ¿A qué viene todo este alboroto?

– Busco a Eddie.

Se acercó a mirarme y su semblante se alegró al reconocerme.

– Stephanie Plum. Dios mío, hacía mucho que no te veía. Había oído que estabas embarazada del poli ese de antivicio, Joe Morelli.

– Un rumor malicioso.

– ¿Y qué pasa con DeChooch? -le preguntó Lula a Angela-. ¿Anda por aquí?

– Está en su casa -dijo Angela-. Ya no sale para ir a ningún sitio. Está deprimido. Ni habla ni nada.

– No nos abre la puerta.

– Y tampoco contesta al teléfono. Entrad y ya está. Deja la puerta abierta. Dice que está esperando a que alguien venga a pegarle un tiro y acabe con su desdicha.

– Bueno, pues no seremos nosotras -dijo Lula-. Claro que, si está dispuesto a pagar, yo sé de alguien que…

Abrí con cuidado la puerta de Eddie y entré en el vestíbulo.

– ¿Señor DeChooch?

– Lárgate.

La voz vino de la sala, a mi derecha. Las cortinas estaban echadas y la habitación completamente a oscuras. Entorné los ojos para mirar en dirección a la voz.

– Soy Stephanie Plum, señor DeChooch. Ha faltado a su cita en el juzgado. Vinnie está preocupado por usted.

– No voy a ir al juzgado -dijo DeChooch-. No voy a ir a ninguna parte.

Me adentré más en la habitación y le descubrí sentado en una silla en un rincón. Era un tipo delgaducho de pelo blanco alborotado. Iba en camiseta y calzoncillos boxer y zapatos negros con calcetines negros.

– ¿Por qué lleva los zapatos? -le preguntó Lula. DeChooch bajó la mirada.

– Tenía frío en los pies.

– Qué le parece si se acaba de vestir y le llevamos para que le den otra cita -dije yo.

– ¿Qué te pasa, eres dura de oído? Ya te lo he dicho: no voy a ninguna parte. Mírame. Estoy deprimido.

– A lo mejor su depresión se debe a que no lleva pantalones -dijo Lula-. Yo, por lo menos, me encontraría mucho mejor si no tuviera que verle el pizarrín asomando por el bajo de los calzones.

– Vosotras no sabéis nada -dijo DeChooch-. No sabéis lo que es ser viejo y no ser capaz de hacer nada bien.

– No, no tengo ni idea de lo que es eso -dijo Lula.

De lo que sí sabíamos Lula y yo era de ser joven y no ser capaces de hacer nada bien. Lula y yo nunca hacíamos nada bien.

– ¿Qué es eso que llevas puesto? -me preguntó DeChooch-. Dios, ¿es un chaleco antibalas? Ves, eso sí que es un insulto. Es como si dijeras que no soy lo bastante listo como para pegarte un tiro en la cabeza.

– Después de lo que pasó con la tabla de la plancha, ha pensado que no estaría de más tomar algunas precauciones -dijo Lula.

– ¡La tabla de la plancha! Todo el mundo habla de eso. Uno comete un error y todo el mundo se pone a hablar de ello -hizo un gesto de desprecio con la mano-. ¡Qué demonios! ¿A quién quiero engañar? Estoy acabado. ¿Sabéis por qué me arrestaron? Por pasar un camión de cigarrillos de Virginia. Ya ni siquiera sirvo para hacer contrabando de cigarrillos -se agarró la cabeza-. Soy un perdedor. Un perdedor, ¡joder! Debería pegarme un tiro.

– A lo mejor ha tenido mala suerte -dijo Lula-. Estoy segura de que la próxima vez que intente pasar algo le saldrá de maravilla.

– Tengo mal la próstata -dijo DeChooch-. Tuve que parar para echar una meada. Así me pillaron… en el área de descanso.

– No me parece justo -dijo Lula.

– La vida no es justa. No hay nada justo en esta vida. He trabajado como una mula toda mi vida y he logrado un montón de… éxitos. Y ahora que soy viejo, ¿qué pasa? Me arrestan mientras echo una meada. Es vergonzoso, joder.

La casa estaba decorada sin tener en cuenta ningún estilo en particular. Probablemente la había amueblado a lo largo de los años con cualquier cosa que «se cayera del camión». No existía una señora DeChooch. Había fallecido hacía años. Y que yo supiera, nunca había habido pequeños DeChooches.

– Será mejor que se vista -dije-. Tenemos que llevarle a la ciudad, en serio.

– ¿Por qué no? -dijo DeChooch-. Da igual dónde esté sentado. Lo mismo puedo estar en la ciudad que aquí -se levantó, soltó un triste suspiro y se dirigió a las escaleras arrastrando los pies y con los hombros caídos. Se giró y nos dijo-: Dadme un minuto.

La casa era muy parecida a la de mis padres. La sala de estar a la entrada, el comedor en el centro y la cocina asomada a un estrecho patio trasero. Arriba habría tres dormitorios pequeños y un cuarto de baño.

Lula y yo nos quedamos sentadas en el silencio y la oscuridad, escuchando los pasos de DeChooch en su dormitorio, encima de nosotras.

– Tenía que haber traficado con Prozac en vez de con cigarrillos -dijo Lula-. Se podría haber metido unos cuantos.

– Lo que tendría que hacer es arreglarse los ojos. Mi tía Rose se operó de cataratas y ahora puede ver otra vez.

– Sí, y si se arregla los ojos probablemente se podría cargar a mucha más gente. Seguro que eso le levantaría mucho el ánimo. De acuerdo, puede que sea mejor que no se opere los ojos.

Lula miró a las escaleras.

– ¿Qué estará haciendo ahí arriba? ¿Cuánto se tarda en ponerse un par de pantalones?

– A lo mejor no puede encontrarlos.

– ¿Crees que está tan ciego?

Me encogí de hombros.

– Ahora que me doy cuenta, ya no le oigo moverse -dijo Lula-. Puede que se haya quedado dormido. Los viejos lo hacen muy a menudo.

Me acerqué a las escaleras y le grité a DeChooch:

– Señor DeChooch ¿Se encuentra bien?

Sin respuesta.

Grité de nuevo.

– ¡Ay, madre! -dijo Lula.

Subí las escaleras de dos en dos. La puerta del dormitorio de DeChooch estaba cerrada, y la aporreé con fuerza.

– ¿Señor DeChooch?

Mierda.

– ¿Qué pasa? -gritó Lula desde abajo.

– DeChooch no está aquí.

– ¿Cómo?

Lula y yo inspeccionamos la casa. Miramos debajo de las camas y dentro de los armarios. Rebuscamos en el sótano y en el garaje. Los armarios de DeChooch estaban llenos de ropa y su cepillo de dientes seguía en el cuarto de baño. Su coche dormía en el garaje.

– Esto es muy raro -dijo Lula-. ¿Cómo puede habernos despistado? Estábamos sentadas en la misma entrada. Le habríamos visto escabullirse.

Estábamos en el patio de atrás y levanté los ojos a la segunda planta. La ventana del baño daba directamente al tejado plano que cubría la puerta trasera que unía la cocina con el patio. Igual que en casa de mis padres. Cuando iba al instituto solía escaparme por aquella ventana por las noches para salir con mis amigos. Mi hermana Valerie, la hija perfecta, nunca hizo tal cosa.

– Puede haberse escapado por la ventana -dije-. Además, ni siquiera tendría una gran distancia porque tiene esos dos cubos de basura pegados a la pared.

– Desde luego, vaya cara tiene, hacerse el pobre ancianito frágil y deprimido de la leche, y en cuanto nos damos la vuelta salta por una ventana. Si te digo yo que ya no puede una fiarse de nadie.

– Nos la ha dado con queso.

– Menudo saltarín.

Entré en la casa, revisé la cocina y, con un mínimo esfuerzo, encontré un manojo de llaves. Probé una de las llaves en la puerta principal. Perfecto. Cerré la casa y me guardé las llaves en el bolsillo. La experiencia me ha enseñado que, tarde o temprano, todos vuelven a casa. Y cuando DeChooch vuelva a casa puede que quiera cerrarla en condiciones.

Llamé a la puerta de Angela y le pregunté si, por casualidad, no estaría escondiendo a Eddie DeChooch. Ella insistió en que no le había visto en todo el día, de modo que le di mi tarjeta y le dije que me llamara si aparecía DeChooch.

Lula y yo nos metimos en el CR-V, encendí el motor y la imagen de las llaves de DeChooch se abrió paso hasta la superficie de mi cerebro. La llave de la casa, la llave del coche y… una tercera llave. Saqué el llavero del bolso y lo miré.

– ¿De dónde crees que es esta tercera llave? -pregunté a Lula.

– Es de uno de esos candados Yale que se ponen en las taquillas de los gimnasios y en los cobertizos y esas cosas.

– ¿Recuerdas haber visto un cobertizo?

– No lo sé. Supongo que no estaba atenta a eso. ¿Crees que puede estar escondido en el cobertizo con el cortacésped y el herbicida?

Quité el contacto del motor, salimos del coche y volvimos al patio.

– No veo ningún cobertizo -dijo Lula-. Veo un par de cubos de basura y el garaje.

Echamos un vistazo al sombrío garaje por segunda vez.

– Aquí no hay nada más que el coche.

Rodeamos el garaje hasta el fondo y descubrimos el cobertizo.

– Sí, pero está cerrado por fuera -dijo Lula-. Tendría que ser Houdini para meterse dentro y después cerrar desde fuera. Y, además, este cuchitril huele verdaderamente mal.

Metí la llave en el candado y el cierre se abrió de un salto.

– Espera -dijo Lula-. Voto por que dejemos el cobertizo cerrado. No quiero saber lo que huele así.

Bajé el picaporte, la puerta del cobertizo se abrió de par en par y Loretta Ricci apareció ante nosotras con la boca abierta, los ojos ciegos, y cinco agujeros de bala en medio del pecho. Estaba sentada en el suelo de tierra, con la espalda apoyada contra la pared de metal ondulado y el pelo blanco por la capa de cal que no hacía gran cosa por detener la descomposición que conlleva la muerte.

– Mierda, eso no es una tabla de planchar -dijo Lula.

Cerré la puerta de golpe, puse el candado en su sitio y establecí cierta distancia entre el cobertizo y yo. Me dije a mí misma que no iba a vomitar e hice unas cuantas respiraciones profundas.

– Tenías razón -dije-. No tenía que haber abierto el cobertizo.

– Nunca me haces caso. Ahora mira lo que tenemos. Y todo porque tienes que ser una chismosa. Y no sólo eso, ya sé lo que viene ahora. Vas a llamar a la policía y te van a tener todo el día liada. Si tuvieras un poco de cabeza harías como que no has visto nada y nos iríamos a comer unas patatas fritas con Coca-Cola. La verdad es que me vendrían bien unas patatas fritas y una Coca-Cola.

Le di las llaves de mí coche.

– Vete a comer algo, pero vuelve antes de media hora. Te juro que si me abandonas mando a la policía a buscarte.

– Oye, eso me duele. ¿Cuándo te he abandonado yo?

– ¡Me abandonas todo el tiempo!

– Bah -dijo Lula.

Abrí mi teléfono móvil y llamé a la policía. A los pocos minutos oí a los chicos de azul aparcar delante de la casa. Eran Carl Costanza y su compañero, Big Dog.

– Cuando nos han avisado me he imaginado que eras tú -me dijo Carl-. Hace casi un mes que no descubrías un cadáver. Sabía que te tocaba ya.

– ¡No encuentro tantos cadáveres!

– Oye -dijo Big Dog-, ¿eso que llevas es un chaleco Kevlar?

– Y además nuevecito -dijo Costanza-. No tiene ni un agujero de bala.

Los polis de Trenton son los mejores del mundo, pero su presupuesto no es exactamente como el de Beverly Hills. Los polis de Trenton esperan que Santa Claus les traiga su chaleco antibalas, porque los chalecos se financian básicamente con ayudas variadas y donaciones y no vienen acompañando automáticamente a la placa.

Saqué la llave de la casa de DeChooch del llavero y la puse a buen recaudo en mi bolsillo. Las otras dos llaves se las di a Costanza.

– Loretta Ricci está en el cobertizo y no tiene muy buen aspecto.

Conocía a Loretta Ricci de vista y nada más. Vivía en el Burg y era viuda. Yo le echaría unos sesenta y cinco años. A veces la veía en la carnicería de Giovichinni comprando carne para sus comidas.


Vinnie se inclinó en la silla y nos miró a Lula y a mí con los ojos entornados.

– ¿Cómo que perdisteis a DeChooch?

– No fue culpa nuestra -dijo Lula-. Es muy escurridizo.

– ¡Diantres! -dijo Vinnie-. No puedo esperar que seáis capaces de atrapar a alguien escurridizo.

– Ya -dijo Lula-. No fastidies.

– Apuesto dólares contra donuts a que está en su club social -dijo Vinnie.

Hubo un tiempo en que los clubes sociales eran muy poderosos en el Burg. Eran poderosos porque a través de ellos se hacían apuestas. Luego Jersey legalizó el juego e inmediatamente la industria del juego ilegal se fue por el retrete. Ahora sólo quedan algunos clubes en el Burg, y los socios se limitan a sentarse en corrillos a leer el Modern Maturity y a comparar sus marcapasos.

– No creo que DeChooch esté en su club social -le dije a Vinnie-. Encontramos a Loretta Ricci muerta en el cobertizo de DeChooch y me imagino que estará camino de Río.


A falta de algo mejor que hacer me fui a mi apartamento. El cielo estaba cubierto y había empezado a caer una fina lluvia. Era media tarde y yo estaba algo más que ligeramente impresionada por lo de Loretta Ricci. Aparqué en la explanada, crucé la doble puerta de cristal que daba paso al pequeño recibidor y cogí el ascensor hasta el segundo piso.

Entré en el apartamento y me dirigí directamente hacia la luz roja parpadeante del contestador automático.

El primer mensaje era de Joe Morelli. «Llámame.» No sonaba muy amistoso.

El segundo mensaje era de mi amigo El Porreta. «Oye, colega -decía-, soy El Porreta». Eso era todo. Se acabó el mensaje.

El tercer mensaje era de mi madre. «¿Por qué a mí? -se preguntaba-. ¿Por qué tengo que tener una hija que encuentra cadáveres? ¿En qué me he equivocado? La hija de Emily Beeber nunca encuentra un cadáver. La hija de Joanne Malinoski nunca encuentra cadáveres. ¿Por qué a mí?».

Las noticias van deprisa en el Burg.

El cuarto y último mensaje era también de mi madre. «Estoy haciendo un pollo delicioso para la cena, con bizcocho de piña de postre. Pongo un plato más en la mesa por si no tienes planes.»

Mi madre estaba jugando sucio con el bizcocho.

Mi hámster, Rex, estaba dormido en su lata de sopa dentro de la jaula que tenía colocada sobre la encimera de la cocina. Di unos golpecitos en un lado de la jaula y le dije hola, pero Rex ni se movió. Recuperando sueño después de una dura noche de carreras en su rueda.

Pensé devolverle la llamada a Morelli, pero decidí no hacerlo. La última vez que hablé con él acabamos gritándonos. Después de pasar la tarde con la señora Ricci no tenía energía para pelearme con Morelli.

Entré en el dormitorio y me tiré en la cama a pensar. Muchas veces pensar se parece a dormir la siesta, pero la intención es diferente. Estaba en medio de un pensamiento muy profundo cuando sonó el teléfono. Cuando conseguí salir con esfuerzo de mis pensamientos ya no había nadie al otro lado de la línea, sólo un mensaje de El Porreta.

– Qué muermo -decía El Porreta. Se acabó. Nada más.

Es público y notorio que El Porreta experimenta con sustancias farmacéuticas y durante la mayor parte de su vida no se le ha entendido nada. Por lo general, lo mejor es ignorarle.

Metí la cabeza en el refrigerador y encontré un bote de aceitunas, un poco de lechuga marrón y pocha, una solitaria botella de cerveza y una naranja a la que le estaba saliendo pelusa azul. Nada de bizcocho de piña.

Me bebí la cerveza y me comí las aceitunas. No estaba mal, pero no era el bizcocho. Solté un suspiro de resignación. Iba a rendirme. Quería comerme aquel bizcocho.


Mi madre y mi abuela estaban en la puerta cuando aparqué junto al bordillo de delante de su casa. La abuela Mazur se fue a vivir con mis padres poco después de que el abuelo Mazur se llevara su cubilete de cuartos de dólar a la gran máquina tragaperras que hay en el cielo. La abuela aprobó por fin el examen del carnet de conducir el mes pasado y se compró un Corvette rojo. No necesitó más que cinco días para que le pusieran tantas multas por exceso de velocidad que le quitaron el carnet.

– El pollo está en la mesa -dijo mi madre-. Estábamos a punto de sentarnos.

– Tienes suerte de que se haya retrasado la cena -dijo la abuela-, porque el teléfono no ha dejado de sonar. Todo el mundo habla de Loretta Ricci -se sentó y desplegó la servilleta-. Y no es que me haya sorprendido. Hace tiempo que pienso que Loretta estaba buscándose un lío. Estaba absolutamente despendolada. Tras la muerte de Dominic se volvió como loca. Loca por los hombres.

Mi padre estaba en la cabecera de la mesa y parecía que quisiera pegarse un tiro.

– Pasaba de un hombre a otro en las reuniones de ancianos -siguió la abuela-. Y he oído decir que era muy desvergonzada.

La carne siempre se ponía delante de mi padre para que eligiera el primero. Supongo que mi madre pensaba que si mi padre se entregaba de inmediato a la tarea de comer perdería un poco el interés en saltar sobre mi abuela y estrangularla.

– ¿Qué tal está el pollo? -quiso saber mi madre-. ¿Os parece que está demasiado seco?

Todo el mundo dijo que no, que el pollo no estaba demasiado seco. El pollo estaba en su punto.

– La semana pasada vi un programa de televisión sobre una mujer de ese tipo -dijo la abuela-. Una mujer muy sexual y resultó que el hombre con el que estaba saliendo era un alienígena del espacio exterior. Y el alienígena en cuestión se la llevó a su nave espacial y le hizo toda clase de cosas.

Mi padre se inclinó un poco más encima del plato y murmuró algo ininteligible, salvo las palabras viejo loro chiflado.

– ¿Y qué me decís de Loretta y Eddie DeChooch? -pregunté-. ¿Creéis que se estaban viendo?

– Que yo sepa, no -dijo la abuela-. Por lo que yo sé a Loretta le gustaban los hombres ardientes y a Eddie DeChooch no se le levantaba. Yo salí con él un par de veces y aquella cosa estaba más muerta que un picaporte. Por mucho que me esforzara no le pasaba nada.

Mi padre miró a la abuela y un trozo de carne se le cayó de la boca.

En su rincón de la mesa mi madre estaba toda sonrojada. Resolló y se hizo la señal de la cruz.

– Madre de Dios -dijo.

Yo jugueteaba con el tenedor.

– Si me largo ahora mismo probablemente me quede sin bizcocho de piña, ¿verdad?

– Para el resto de tu vida -dijo mi madre.

– ¿Y qué aspecto tenía? -se interesó la abuela-. ¿Qué llevaba Loretta? ¿Y cómo iba peinada? Doris Szuch dijo que había visto a Loretta en la tienda ayer por la tarde, así que me imagino que todavía no estaría descompuesta y llena de gusanos.

Mi padre agarró el cuchillo de trinchar y mi madre le detuvo con una mirada que decía: no se te ocurra ni pensarlo.

Mi padre es jubilado de correos. Conduce un taxi a tiempo parcial, sólo compra coches norteamericanos y fuma puros detrás del garaje cuando mi madre no está en casa. No creo que mi padre llegara a apuñalar a la abuela Mazur con el cuchillo de trinchar en serio. Sin embargo, si se atragantara con un hueso de pollo no estoy muy segura de que se sintiera infeliz del todo.

– Estoy buscando a Eddie DeChooch -le dije a la abuela-. Está NCT [1] ¿Se te ocurre alguna idea de dónde puede estar escondido?

– Es amigo de Ziggy Garvey y de Benny Colucci. Y luego está su sobrino Ronald.

– ¿Crees que saldría del país?

– ¿Quieres decir que podría ser culpable de haberle hecho esos agujeros a Loretta? No lo creo. Ya se le ha acusado de matar a otras personas y nunca se ha ido del país. Por lo menos que yo sepa.

– Odio esto -dijo mi madre-. Odio tener una hija que persigue asesinos. ¿Qué le pasa a Vinnie? ¿Por qué te ha dado este caso? -miró furiosa a mi padre-. Frank, es pariente tuyo. Tienes que hablar con él. Y tú ¿por qué no puedes parecerte más a tu hermana Valerie? -me preguntó mi madre-. Está felizmente casada y tiene dos niños preciosos. No va por ahí persiguiendo asesinos ni encontrando cadáveres.

– Stephanie está casi felizmente casada… se comprometió el mes pasado.

– ¿Ves algún anillo en su dedo? -preguntó mi madre. Todos miraron mi dedo desnudo.

– No quiero hablar de eso -dije.

– Me parece que Stephanie está colada por otra persona -dijo la abuela-. Me parece que le gusta ese tal Ranger.

Mi padre se detuvo con el tenedor clavado en una montaña de puré de patatas.

– ¿El cazarrecompensas? ¿El negro?

Mi padre era muy intransigente en cuanto a la igualdad de oportunidades. No iba por ahí pintando esvásticas en las iglesias y no discriminaba a las minorías. Era sencillamente que, con la posible excepción de mi madre, si no eras italiano no estabas a su altura.

– Es cubano-norteamericano -dije.

Mi madre se hizo la señal de la cruz otra vez.

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