Nueve

El busca de Morelli se disparó a las 5.30 de la mañana. Morelli miró la pantalla y suspiró.

– Un confidente.

Escruté en la oscuridad sus movimientos por la habitación.

– ¿Tienes que irte?

– No. Sólo tengo que llamar por teléfono.

Salió a la sala. Hubo un momento de silencio. Y luego volvió a aparecer en la puerta del dormitorio.

– ¿Te has levantado a medianoche y has recogido los restos de la comida?

– No.

– No hay comida en la mesa de café.

Bob.

Me tiré de la cama, metí los brazos en el albornoz y salí a ver la escabechina.

– He encontrado un par de asas de alambre -dijo Morelli-. Al parecer Bob se ha comido la comida y los envases.

Bob paseaba junto a la puerta. Tenía el estómago hinchado y babeaba. Perfecto.

– Tú haz la llamada y yo voy a pasear a Bob.

Volví al dormitorio, me puse unos vaqueros y una sudadera y embutí los pies en un par de botas. Le sujeté la correa a Bob y cogí las llaves del coche.

– ¿Las llaves del coche?

– Por si me apetece un donut.

Un donut, lo que yo te diga. Bob iba a hacer una gigantesca caca de comida china. Y la iba a hacer en el césped de Joyce. A lo mejor hasta conseguía que vomitara.

Bajamos en el ascensor porque no quería que Bob se moviera más que lo imprescindible. Nos fuimos directamente al coche y salimos rugiendo del aparcamiento.

Bob iba con la nariz pegada al cristal. Jadeaba y regurgitaba. Tenía el estómago inflamado hasta el límite.

Apreté el pedal del acelerador casi hasta el suelo.

– Aguanta, chicarrón -le dije-. Casi hemos llegado. No nos falta nada.

Frené ruidosamente delante de la casa de Joyce. Rodeé el coche a la carrera hasta el lado del pasajero, abrí la puerta y Bob salió disparado. Se lanzó al césped de Joyce, se acuclilló e hizo una caca que parecía tener dos veces su peso corporal. Se paró un momento y vomitó una mezcla de cartón y chop suei de gambas.

– ¡Buen chico! -le susurré.

Bob se sacudió y regresó al coche de un salto. Le cerré la puerta, me metí en mi lado y salimos de allí antes de que nos alcanzara la pestilencia. Otro trabajo bien hecho.

Morelli estaba ocupado con la cafetera cuando entramos en casa.

– ¿No hay donuts? -preguntó.

– Se me han olvidado.

– Es la primera vez que se te olvidan los donuts.

– Estaba pensando en otras cosas.

– ¿Como el matrimonio?

Morelli sirvió dos tanques de café y me pasó uno.

– ¿Te has dado cuenta de que el matrimonio parece mucho más apremiante por la noche que por la mañana?

– ¿Quiere eso decir que ya no te quieres casar? -Morelli se apoyó en la barra y dio un sorbo de café. -No te vas a librar tan fácilmente.

– Hay muchas cosas de las que nunca hemos hablado.

– ¿Como cuáles?

– Niños. Imagínate que tenemos niños y luego resulta que no nos gustan.

– Si nos gusta Bob nos puede gustar cualquier cosa -dijo Morelli.

Bob estaba en la sala arrancando pelusa de la alfombra a lametones.


Eddie DeChooch llamó diez minutos después de que Morelli y Bob se fueran a trabajar.

– ¿Qué has decidido? -preguntó-. ¿Vamos a hacer un trato?

– Quiero a El Porreta.

– ¿Cuántas veces tengo que decirte que no le tengo yo? Y no sé dónde está. Y tampoco lo tiene nadie que yo conozca. Puede que se asustara y huyera.

No supe qué decir, porque era una posibilidad.

– ¿Lo tienes guardado en un lugar frío, verdad? -dijo DeChooch-. Necesito recuperarlo en buenas condiciones. Me estoy jugando el culo con esta historia.

– Sí. Está conservado en frío. No se va a creer lo bien conservado que está. En cuanto encuentre a El Porreta podrá comprobarlo -y colgué.

¿De qué demontres estaba hablando?

Llamé a Connie, pero todavía no había llegado a la oficina. Le dejé un mensaje para que me llamara y me di una ducha. Mientras estaba en la ducha hice un resumen de mi vida. Iba detrás de un anciano deprimido que me estaba haciendo quedar como una estúpida. Dos de mis amigos habían desaparecido sin dejar rastro. Tenía la pinta de haber peleado un combate con George Foreman. Tenía un vestido de novia que no quería ponerme y un salón de banquetes que no quería utilizar. Morelli quería casarse conmigo. Y Ranger quería… Diantre, no quería pensar en lo que quería Ranger. Ah, sí; además estaba Melvin Baylor que, hasta donde yo sabía, seguía en el sofá de la casa de mis padres.

Salí de la ducha, me vestí, le dediqué un mínimo esfuerzo al pelo y llamó Connie.

– ¿Has sabido algo más de la tía Flo y del tío Bingo? -le pregunté-. Necesito saber qué pasó en Richmond. Necesito saber qué es lo que busca todo el mundo. Es algo que se tiene que conservar en frío. Puede que se trate de medicinas.

– ¿Cómo sabes que se tiene que conservar en frío?

– Por DeChooch.

– ¿Has hablado con DeChooch?

– Me ha llamado él.

A veces me costaba creer lo absurda que era mi vida. Tenía un NCT que me llamaba. ¿Descabellado o qué?

– A ver lo que puedo averiguar -dijo Connie.

Después llamé a la abuela.

– Necesito cierta información sobre Eddie DeChooch -le dije-. He pensado que tú podrías preguntar por ahí.

– ¿Qué quieres saber?

– Pasó algo en Richmond y ahora está buscando una cosa. Necesito saber qué es lo que busca.

– ¡Dejalo en mis manos!

– ¿Sigue ahí Melvin Baylor?

– No. Se ha ido a casa.

Me despedí de la abuela y se oyó un golpe en la puerta. La abrí un poco y miré fuera. Era Valerie. Iba vestida con un traje negro de chaqueta y pantalón, una camisa blanca almidonada y corbata de hombre de rayas negras y rojas. Llevaba su corte de pelo a lo Meg Ryan pegado detrás de las orejas.

– Nuevo look -dije-. ¿A qué se debe?

– Es mí primer día de lesbiana.

– Sí, claro.

– Lo digo en serio. Me he dicho a mí misma, ¿por qué esperar? Voy a empezar una nueva vida. He decidido dar el salto sin pensar. Voy a buscar trabajo. Y me voy a echar novia. Quedarse en casa lloriqueando por una relación fallida no sirve de nada.

– La otra noche no creí que lo dijeras en serio. ¿Has tenido… hum, alguna experiencia lésbica?

– No, pero no creo que sea muy difícil.

– No sé si me gusta esto -dije-. Estoy acostumbrada a ser la oveja negra de la familia. Esto podría cambiar mi situación.

– No seas boba -dijo Valerie-. A nadie le importará que sea lesbiana.

Valerie llevaba en California demasiado tiempo.

– En fin -dijo-, ya tengo una entrevista de trabajo. ¿Estoy bien? Quiero ser clara respecto a mi orientación sexual, pero no quiero ser demasiado marimacho.

– No quieres parecer una de esas bolleras moteras.

– Exacto. Quiero el look chic lésbico.

Como mi experiencia con las lesbianas era muy limitada no estaba muy segura de qué era el chic lésbico. La mayoría de las lesbianas que conocía había sido por la tele.

– No estoy muy convencida del calzado-dijo-. El calzado es siempre lo más difícil.

Llevaba unas delicadas sandalias de charol negro con tacón bajo. Las uñas de los dedos de los pies iban pintadas de rojo fuerte.

– Me imagino que eso depende de si quieres llevar zapatos de hombre o de mujer -dije-. ¿Eres una lesbiana chico o una lesbiana chica?

– ¿Hay dos clases de lesbianas?

– No lo sé. ¿No lo has investigado?

– No. Sencillamente supuse que las lesbianas eran unisex.

Con lo que le estaba costando ser lesbiana con la ropa puesta, no quería ni imaginarme lo que pasaría cuando se la quitara.

– Voy a solicitar un empleo en el centro comercial -dijo Valerie-. Y luego tengo otra entrevista en la ciudad. Me preguntaba si podríamos intercambiar los coches. Quiero dar buena impresión.

– ¿Qué coche llevas ahora?

– El Buick del 53 de tío Sandor.

– Un coche fuerte -dije-. Muy lésbico. Mucho mejor que mi CR-V.

– No lo había pensado.

Me sentí un poco culpable porque no sabía si a las lesbianas les gustarían los Buick del 53. La verdad era que no quería dejarle mi coche. Odio el Buick del 53.

Le dije adiós con la mano y le deseé suerte mientras se alejaba por el descansillo. Rex estaba fuera de la lata y me miraba. Una de dos, o pensaba que era muy lista o pensaba que era una hermana horrorosa. Es difícil de decir cuando se trata de hámsters. Por eso son unas mascotas tan buenas.

Me colgué el bolso de cuero negro en el hombro izquierdo, agarré la cazadora vaquera y cerré la puerta. Era el momento de volver a por Melvin Baylor. Sentí una punzada de nervios. Eddie DeChooch era intranquilizador. No me gustaba la facilidad con la que disparaba sobre la gente de buenas a primeras. Y ahora que yo me contaba entre los amenazados me gustaba todavía menos.

Bajé las escaleras y atravesé apresuradamente el vestíbulo. Miré por las puertas de cristal al aparcamiento. No se veía a DeChooch por ningún lado.

El señor Morganstern salió del ascensor.

– Hola, guapa -dijo-. Vaya. Cualquiera diría que te has dado con el pomo de una puerta.

– Gajes del oficio -le contesté.

El señor Morganstern era muy viejo. Tendría unos doscientos años.

– Ayer vi marcharse a tu amiguito. Puede que esté un poco tocado de la cabeza, pero sabe viajar con clase. Y un hombre que sabe viajar con clase es normal que te guste -dijo.

– ¿Qué amiguito?

– Ese tal Porreta. El que lleva traje de Superman y el pelo castaño largo.

El corazón me dio un vuelco. No se me había ocurrido pensar que uno de mis vecinos pudiera saber algo de El Porreta.

– ¿Cuándo le vio? ¿A qué hora?

– A primera hora de la mañana. La panadería de la esquina abre a las seis y fui y volví andando, así que cuando vi a tu amigo calculo que serían las siete. Salía por la puerta en el momento en que entraba yo. Iba con una señora y los dos subieron a una gran limusina negra. Le deben de ir bien las cosas.

– ¿Le dijo algo?

– Me dijo… colega.

– ¿Tenía buen aspecto? ¿Parecía preocupado?

– No. Estaba como siempre. Ya sabes, como un poco ido.

– ¿Cómo era la mujer?

– Guapa. Bajita, con el pelo castaño corto. Joven.

– ¿Cómo de joven?

– Puede que alrededor de los sesenta.

– Supongo que la limusina no tenía ningún cartel, como el nombre de la compañía de alquiler.

– No que yo recuerde. Era sencillamente una limusina grande y negra.

Me giré en redondo, volví a subir las escaleras y me puse a llamar a las empresas de alquiler de limusinas. Tardé media hora en llamar a todas las que aparecían en el listín telefónico. Sólo dos de ellas habían tenido un servicio el día anterior a primera hora de la mañana. Ambos servicios habían ido al aeropuerto. Ninguno había sido contratado por, ni había recogido a, una mujer.

Otro callejón sin salida.

Fui en coche hasta el apartamento de Melvin y llamé a la puerta.

Melvin me abrió con una bolsa de maíz congelado en la cabeza.

– Me muero -dijo-. La cabeza me estalla. Los ojos me arden.

Tenía un aspecto horrendo. Peor que el día anterior, que ya es decir.

– Volveré más tarde -le dije-. No beba más, ¿de acuerdo?

Cinco minutos después estaba en la oficina.

– Oye -me dijo Lula-. Fíjate. Hoy tienes los ojos entre negros y verdes. Eso es buena señal.

– ¿Ha pasado Joyce por aquí?

– Ha aparecido hace unos quince minutos -dijo Connie-. Estaba hecha una fiera, decía no sé qué de chop suei de gambas.

– Estaba como loca -dijo Lula-. Hablaba sin sentido. Nunca la he visto tan enfadada. Supongo que tú no sabes nada de esas gambas, ¿verdad?

– No. Ni idea.

– ¿Qué tal está Bob? ¿Sabrá él algo del chop suei?

– Bob está bien. Ha tenido una pequeña indisposición de estómago esta mañana, pero ahora ya se encuentra mejor.

Connie y Lula chocaron las manos.

– ¡Lo sabía! -dijo Lula.

– Voy a ir con el coche a inspeccionar unas casas -dije-. A lo mejor le apetece a alguien venir conmigo.

– Huy, huy -dijo Lula-. Tú sólo buscas compañía cuando crees que alguien va a por ti.

– Puede que Eddie DeChooch me esté buscando -probablemente también me estuvieran buscando muchos otros, pero Eddie DeChooch era el más trastornado y el que más probablemente quisiera pegarme un tiro. Aunque la vieja de los ojos aterradores empezaba a acercársele mucho.

– Supongo que podremos arreglárnoslas con Eddíe DeChooch -dijo Lula sacando el bolso del último cajón del archivador-. Después de todo no es más que un viejecito deprimido.

Con pistola.

Lula y yo nos acercamos primero a ver a los compañeros de piso de El Porreta.

– ¿Está El Porreta aquí?

– No. No le he visto. Puede que esté en casa de Dougie. Se pasa allí todo el tiempo.

Acto seguido fuimos a casa de Dougie. Cuando le pegaron el tiro a El Porreta me quedé con las llaves de la casa y no las había devuelto. Abrí la puerta principal y Lula y yo nos colamos dentro. No parecía notarse nada especial. Fui a la cocina y miré en el congelador y el frigorífico.

– ¿De qué vas? -preguntó Lula.

– Estoy investigando.

Cuando acabamos en casa de Dougie fuimos a casa de Eddie DeChooch. Como en el caso anterior, no encontramos nada extraordinario. Sólo por probar, eché un vistazo en el congelador.

Y allí encontré una pieza de carne asada.

– Ya veo que los asados te vuelven loca -dijo Lula.

– Dougie tenía un asado en el congelador y se lo robaron.

– Uh-uh.

– Podría ser éste. Éste podría ser el asado robado.

– A ver si me aclaro. ¿Tú crees que Eddie DeChooch irrumpió en casa de Dougie para robar un asado?

Al oírlo decir en voz alta, la verdad es que sonaba un poco absurdo.

– Podría ser -dije.

Pasamos con el coche junto al club social y la iglesia, cruzamos por delante del aparcamiento subterráneo de Mary Maggie, nos acercamos a Ace Pavers y acabamos en la casa de Ronald DeChooch en Trenton Norte. En el transcurso de nuestro itinerario recorrimos la mayor parte de Trenton y el Burg en su totalidad.

– Para mí es más que suficiente -dijo Lula-. Necesito comer pollo frito. Quiero un poco de ese Pollo en el Cubo, supergrasiento y superpicante. Y además quiero galletas, y ensalada de col y uno de esos batidos tan espesos que tienes que sorber hasta echar los higadillos para que suba por la pajita.

El Pollo en el Cubo está a un par de manzanas de la oficina. Tienen una gigantesca gallina giratoria empalada en un poste que brota del asfalto del aparcamiento y un pollo frito excelente.

Lula y yo compramos un cubo y lo llevamos a una de las mesas.

– Vamos a ver si lo entiendo -dijo Lula-. Eddie DeChooch se va a Richmond y recoge unos cigarrillos. Mientras DeChooch está en Richmond, Louie D compra la granja y le roban no sé qué. No sabemos qué.

Elegí un trozo de pollo y asentí con la cabeza.

– Choochy regresa a Trenton con los cigarrillos, le deja unos cuantos a Dougie y luego le arrestan mientras intenta llevar el resto a Nueva York.

Asentí otra vez.

– Y lo siguiente es que Loretta Ricci aparece muerta y DeChooch nos deja colgados.

– Sí. Y luego desaparece Dougie. Benny y Ziggy buscan a Chooch. Chooch busca una cosa. Algo que, una vez más, no sabemos lo que es. Y alguien le roba a Dougie su asado.

– Y ahora también ha desaparecido El Porreta dijo Lula-. Chooch creyó que El Porreta tenía la cosa. Tú le dijiste a Chooch que la tenías tú. Y Chooch te ofreció cambiarla por dinero, pero no por El Porreta.

– Sí.

– Es la sarta de chorradas más disparatada que he oído en mi vida -dijo Lula, mordiendo un muslo de pollo. De repente dejó de masticar y de hablar y abrió los ojos desmesuradamente-. Arg -dijo. Luego empezó a agitar los brazos y a agarrarse el cuello.

– ¿Estás bien? -le pregunté. Siguió apretándose el cuello.

– Dele un golpe en la espalda -dijo alguien desde otra mesa.

– Eso no sirve para nada -dijo otra persona-. Hay que hacerle la cosa esa de Heimlich.

Corrí hacia Lula e intenté rodearla con los brazos para hacerle la maniobra de Heimlich, pero mis brazos no la abarcaban del todo.

Un tío grandote que estaba en la barra se nos acercó, agarró a Lula en un abrazo de oso por detrás y apretó.

– Ptuuuuu -dijo Lula. Y un trozo de pollo salió volando de su boca y le atizó en la cabeza a un niño que estaba dos mesas más allá.

– Tienes que adelgazar un poco -le dije a Lula.

– Es que tengo los huesos muy grandes -dijo ella.

El ambiente se tranquilizó y Lula sorbió su batido.

– Se me ha ocurrido una idea mientras me estaba muriendo -dijo Lula-. Está claro el siguiente paso que debes dar. Dile a Chooch que estás dispuesta a hacer el trato a cambio de dinero. Y cuando él venga a recoger esa cosa, le apresamos. Y una vez que le tengamos le hacemos hablar.

– Hasta el momento no se nos ha dado muy bien eso de apresarle.

– Ya, pero ¿qué tienes que perder? No hay nada que pueda llevarse.

Cierto.

– Tienes que llamar a Mary Maggie, la luchadora, y decirle que vamos a aceptar el trato -dijo Lula.

Saqué mi teléfono móvil y marqué el número de Mary Maggie, pero no obtuve respuesta. Dejé mi nombre y mi número en el contestador y le pedí que me devolviera la llamada.

Estaba guardando el móvil en el bolso cuando Joyce entró como una tromba.

– He visto tu coche en el aparcamiento -dijo Joyce-. ¿Esperas encontrar a DeChooch aquí, comiendo pollo frito?

– Acaba de irse -dijo Lula-. Podíamos haberle detenido, pero nos ha parecido demasiado fácil. Nos gustan los retos.

– Vosotras dos no sabríais qué hacer con un reto -dijo Joyce-. Sois dos fracasadas. Gordi y Lerdi. Las dos sois patéticas.

– No tan patéticas como para tener problemas con el chop suei -dijo Lula.

Aquello dejó a Joyce desconcertada por un momento, sin saber si Lula estaba implicada en los hechos o sencillamente la provocaba.

El busca de Joyce sonó. Joyce leyó la pantalla y sus labios se curvaron en una sonrisa.

– Tengo que irme. Tengo una pista sobre DeChooch. Es una pena que vosotras dos, nenas, no tengáis nada mejor que hacer que quedaros aquí atiborrándoos. Claro que, por lo que se ve, me imagino que es lo que mejor hacéis.

– Sí, y por lo que se ve, lo mejor que tú sabes hacer es recoger los palitos que te tiran y aullar a la luna -dijo Lula.

– Que te den -dijo Joyce, y salió disparada hacia su coche.

– Huy -dijo Lula-, esperaba algo más original. Me parece que hoy Joyce está en baja forma.

– ¿Sabes lo que tendríamos que hacer? -le dije-. Deberíamos seguirla.

Lula ya estaba recogiendo los restos de la comida.

– Me lees el pensamiento -dijo Lula.

En el instante en que Joyce salía del aparcamiento, Lula y yo cruzábamos la puerta y entrábamos en el CR-V Lula llevaba en el regazo el cubo de pollo y las galletas, colocamos los batidos en los soportes para bebidas y nos pusimos en marcha.

– Apuesto algo a que estaba mintiendo -dijo Lula-. Apuesto a que no hay ninguna pista. Probablemente va al centro comercial.

Me mantuve a un par de coches de distancia para que no me descubriera y Lula y yo no retiramos los ojos del parachoques trasero de su SUV. A través de la ventana de atrás del coche se veían dos cabezas. Alguien iba con ella en el asiento del copiloto.

– No está yendo al centro comercial -dije-. Va en dirección contraria. Parece que va al centro de la ciudad.

Diez minutos después me invadía un mal presentimiento sobre el destino de Joyce.

– Ya sé dónde va -le dije a Lula-. Va a hablar con Mary Maggie Mason. Alguien le ha dicho lo del Cadillac blanco.

Seguí a Joyce al interior del aparcamiento, a una distancia prudencial. Aparqué a dos filas de ella y Lula y yo nos quedamos quietas observando.

– Uh, uh -dijo Lula-, ahí van. Ella y su compinche. Los dos suben a hablar con Mary Maggie.

¡Mierda! Conocía a Joyce demasiado bien. Conocía su forma de trabajar. Entrarían en la casa a saco, con las armas en la mano, y revisarían cuarto por cuarto en nombre de la ley. Ése es el tipo de comportamiento que nos da mala reputación a los cazarrecompensas. Y lo que es peor, a veces da resultado. Si Eddie DeChooch estaba escondido debajo de la cama de Mary Maggie, Joyce lo encontraría.

No reconocí a su socia desde lejos. Las dos iban vestidas con pantalones de faena negros y camisetas negras con las palabras

DEPARTAMENTO DE FINANZAS escritas en la espalda en letras amarillas.

– Chica -dijo Lula-, si llevan uniformes. ¿Por qué nosotras no tenemos esos uniformes?

– Porque no queremos parecer un par de idiotas.

– Sí. Ésa era la respuesta que estaba esperando.

Salí del coche y le grité a Joyce:

– ¡Oye, Joyce! Espera un momento. Quiero hablar contigo.

Joyce se giró sorprendida. Al verme entrecerró los ojos y le dijo algo a su colega. No me llegó lo que se estaban diciendo. Joyce apretó el botón de subida. Las puertas del ascensor se abrieron y Joyce y su colega desaparecieron.

Lula y yo llegamos al ascensor segundos después de que las puertas se cerraran. Apretamos el botón y esperamos unos minutos.

– ¿Sabes lo que creo? -dijo Lula-. Creo que este ascensor no va a bajar. Creo que Joyce lo ha dejado parado arriba.

Empezamos a subir por las escaleras, al principio deprisa, luego más lentamente.

– Les pasa algo a mis piernas -dijo Lula en el quinto piso-. Se me han vuelto como de goma. No quieren seguir funcionando.

– Sigue.

– Para ti es fácil decirlo. Tú sólo tienes que subir ese cuerpecito huesudo. Fíjate en lo que tengo que arrastrar yo.

Para mí no era fácil en absoluto. Estaba sudando y apenas podía respirar.

– Tenemos que ponernos en forma -le dije a Lula-. Deberíamos ir al gimnasio o algo así.

– Antes preferiría quemarme a lo bonzo.

Aquello también se me podía aplicar a mí.

En el séptimo piso salimos de las escaleras al descansillo. La puerta de la casa de Mary Maggie estaba abierta y ella y Joyce se estaban gritando.

– Si no sale de aquí en este instante voy a llamar a la policía -gritaba Mary Maggie.

– Yo soy la policía -le contestaba Joyce a gritos.

– ¿Ah, sí? ¿Y dónde está su placa?

– La llevo aquí mismo, colgada del cuello con una cadena.

– Esa placa es falsa. La compró por correo. Se lo vuelvo a decir. Voy a llamar a la policía y a decirles que están suplantándoles.

– No estoy suplantando a nadie -dijo Joyce-. Yo no he

dicho que sea de la policía de Trenton. Resulta que soy de la policía judicial.

– Resulta que eres de la policía gilipollas -dijo jadeando Lula.

Ahora, más de cerca, reconocía a la compañera de Joyce. Era Janice Molinari. Fui al colegio con Janice. Era una persona agradable. No podía evitar preguntarme qué la habría llevado a trabajar con Joyce.

– Stephanie -dijo Janice-. Cuánto tiempo sin verte.

– Desde la despedida de soltera de Loretta Beeber.

– ¿Qué tal te van las cosas? -preguntó Janice.

– Bastante bien. ¿Y a ti?

– Muy bien. Mis niños ya van todos al colegio, así que he pensado en buscarme un trabajo a tiempo parcial.

– ¿Cuánto tiempo llevas con Joyce?

– Dos horas más o menos -dijo Janice-. Éste es mi primer trabajo.

Joyce llevaba una cartuchera sujeta al muslo y tenía una mano metida en ella.

– ¿Y tú qué haces aquí, Plum? ¿Me has seguido para aprender cómo se hacen las cosas?

– Se acabó -dijo Mary Maggie-. ¡Quiero que os vayáis todas de aquí! ¡Pero ya!

Joyce empujó a Lula hacia fuera.

– Ya lo has oído. Largo.

– Oye -dijo Lula a Joyce, dándole un golpe en el hombro-. ¿A quién le estás diciendo que se largue?

– Te lo estoy diciendo a ti, saco de grasa -dijo Joyce.

– Mejor ser un saco de grasa que vómito de chop sueí y caca de perro -dijo Lula.

Joyce se quedó sin respiración.

– ¿Cómo sabes eso? Yo no te lo he contado -abrió los ojos desencajada-. ¡Eres tú! ¡Tú eres la que me hace eso!

Además de la pistola, Joyce llevaba un cinturón de faena con esposas, un spray de autodefensa, la pistola eléctrica y una porra. Saco del cinturón la pistola eléctrica y se dispuso a utilizarla.

– Vas a pagar por esto -dijo Joyce-. Te voy a freír. Te voy a dar con esto hasta que me quede sin batería y tú no seas más que un charco viscoso de grasa derretida.

Lula se miró las manos. No tenía el bolso en ninguna de ellas. Los habíamos dejado en el coche. Se tocó los bolsillos. Allí tampoco llevaba nada.

– Uh, uh -dijo Lula.

Joyce se lanzó sobre ella y Lula chilló, se dio la vuelta y salió corriendo por el pasillo en dirección a las escaleras. Joyce corrió detrás de ella. Y las demás seguimos a Lula y Joyce. Yo la primera, después Mary Maggie y detrás Janice. Puede que Lula no fuera la mejor subiendo escaleras, pero una vez que adquiría inercia bajándolas era imposible alcanzarla. Lula era como un tren de mercancías en movimiento.

Lula llegó al garaje y se lanzó sobre la puerta. Estaba a punto de llegar al coche cuando Joyce la alcanzó y le aplicó la pistola eléctrica. Lula frenó en seco, se tambaleó un segundo y se desplomó como un saco de cemento húmedo. Joyce alargó la mano para darle otra descarga a Lula pero yo la ataqué por detrás. La pistola eléctrica saltó por los aires y nosotras caímos rodando al suelo. En aquel momento, Eddie DeChooch entró en el aparcamiento subterráneo conduciendo el Cadillac blanco de Mary Maggie.

Janice fue la primera que lo vio.

– Oye, ¿no es ése el vejete del Cadillac blanco? -preguntó.

Joyce y yo levantamos las cabezas para mirar. DeChooch recorría el subterráneo en busca de un sitio donde aparcar.

– ¡Vete! -le gritó Mary Maggie a DeChooch-. ¡Sal del garaje!

Joyce se levantó del suelo tambaleándose y corrió hacia DeChooch.

– ¡Detenle! -le gritó a Janice-. ¡No dejes que se escape!

– ¿Detenerle? -preguntó Janice, que estaba junto a Lula-. ¿Está loca o qué? ¿Cómo cree que le puedo detener?

– No quiero que le pase nada al coche -nos gritó Mary Maggie a Joyce y a mí-. Era el coche de mi tío Ted.

Lula estaba a cuatro patas y babeaba.

– ¿Qué? -dijo-. ¿Quién?

Janice y yo la ayudamos a levantarse. Mary Maggíe seguía dando gritos a DeChooch y DeChooch seguía sin verla.

Dejé a Lula con Janice y corrí hacia mi Honda. Puse en marcha el motor y me dirigí hacia DeChooch. No sé cómo se me ocurrió que podría alcanzarle, pero me pareció que era lo que tenía que hacer.

Joyce se puso delante de DeChooch, apuntándole con la pistola, y le gritó que se detuviera. DeChooch pisó el acelerador y se abalanzó sobre ella. Joyce se tiró de lado y disparó un tiro que no le dio a DeChooch pero rompió la ventanilla trasera.

DeChooch giró a la izquierda por una de las filas de coches aparcados. Yo le seguí mientras él, cegado por el pánico, tomaba las curvas sobre dos ruedas. Estábamos dando vueltas. DeChooch no era capaz de encontrar la salida.

Mary Maggie seguía gritando. Y Lula agitaba los brazos, ya de pie.

– ¡Espérame! -vociferaba Lula, como si quisiera salir corriendo pero no supiera en qué dirección.

En una de las vueltas me acerqué a Lula y ella subió al coche de un salto. La puerta de atrás estaba abierta por los golpes y Janice se coló en el asiento trasero.

Joyce se había ido a por su coche y lo había colocado tapando parcialmente la salida. Tenía abierta la puerta del lado del conductor y ella estaba de pie detrás de la puerta apuntando con la pistola.

DeChooch encontró por fin el callejón correcto y se lanzó a por la salida. Se dirigía directamente hacia Joyce. Ella disparó, la bala falló y ella saltó a un lado mientras DeChooch salía a toda velocidad, arrancando la puerta del coche de Joyce de sus goznes y lanzándola por los aires.

Me dirigí a la salida detrás de DeChooch. La chapa de la parte delantera derecha del Cadillac había sufrido algunos daños, pero estaba claro que a Choochy no le preocupaba demasiado. Giró en Spring Street conmigo pegada a su parachoques. Siguió por Spring hasta Broad y, de repente, nos encontramos con un atasco.

– Ya lo tenemos -gritó Lula-. ¡Todas fuera del coche!

Lula, Janice y yo saltamos del coche y fuimos decididas a detenerle. DeChooch puso la marcha atrás del Cadillac y embistió a mi CR-V, incrustándolo contra el coche de atrás. Maniobró con el volante y salió en diagonal, arañando el parachoques del coche que tenía delante.

Durante todo aquel rato Lula no dejaba de gritarle.

– Tenemos la cosa -decía-. Y queremos el dinero. ¡Hemos decidido que queremos el dinero!

Al parecer, DeChooch no oía nada. Hizo un giro de ciento ochenta grados y se marchó, dejándonos tiradas.

Lula, Janice y yo le vimos desaparecer calle abajo y después nos fijamos en el CR-V Estaba arrugado como un acordeón.

– Esto sí que me pone de mala leche -dijo Lula-. Me ha derramado todo el batido, y me había costado una pasta.


– A ver si me entero -dijo Vinnie-. ¿Me estás diciendo que DeChooch te destrozó el coche y le rompió una pierna a Barnhardt?

– En realidad la pierna se la rompió la puerta del coche -dije-. Cuando salió volando hizo una especie de voltereta por el aire y le cayó encima de la pierna.

– Ni nos habríamos enterado de no ser porque la ambulancia tuvo que maniobrar a nuestro lado, camino del hospital. Acababa de llegar la grúa para llevarse nuestro coche cuando llegó la ambulancia y allí estaba Joyce, totalmente inmovilizada por correas -dijo Lula.

– Bueno, y ahora ¿dónde está DeChooch? -quiso saber Vinnie.

– No tenemos una respuesta precisa para esa pregunta -dijo Lula-. Y dado que nos hemos quedado sin medio de locomoción, no podemos averiguarlo.

– ¿Y qué pasa con tu coche? -le preguntó Vinnie a Lula.

– Está en el taller. Le están haciendo una revisión, y luego me lo van a pintar. No me lo entregan hasta la semana que viene.

Vinnie se giró hacia mí.

– ¿Y el Buick? Siempre llevas el Buick cuando tienes problemas con los coches.

– El Buick lo tiene mi hermana.

Загрузка...