Trece

Me desperté cuando el coche dejó de moverse. Ya no llovía, pero estaba muy oscuro. Miré el reloj digital del salpicadero. Eran casi las tres. Ranger observaba la gran casa colonial de ladrillo rojo de enfrente.

– ¿La casa de Louie D? -pregunté.

Ranger asintió.

Era una casa muy grande con un pequeño terreno. Las casas que la rodeaban eran similares. Todas eran construcciones relativamente nuevas. No tenían ni setos ni árboles viejos. Dentro de veinte años sería un barrio precioso. En aquel momento resultaba demasiado nuevo, demasiado desnudo. En la casa de Louie D no se veía ninguna luz. Ni ningún coche aparcado junto a la acera. En esta clase de barrios los coches se aparcaban en los garajes o los paseos traseros.

– Quédate aquí -dijo Rango -. Tengo que echar un vistazo.

Le vi cruzar la calle y desaparecer entre las sombras de la casa. Abrí un poco la ventanilla y me esforcé para oír cualquier ruido, pero no oí nada. Ranger perteneció a los cuerpos especiales en otros tiempos y no ha perdido ni una sola de sus facultades. Se mueve como un gigantesco gato mortífero. Yo, por mi parte, me muevo como un búfalo acuático. Supongo que por eso me quedé en el coche.

Apareció por el extremo opuesto de la casa y regresó al Mercedes. Se sentó al volante y giró la llave de contacto.

– Está cerrada a cal y canto -dijo-. La alarma está conectada y la mayoría de las ventanas tienen echadas unas gruesas cortinas. No se ve mucho. Si supiera más de la casa y su rutina entraría y echaría un vistazo. Pero me resisto a hacerlo sin saber cuánta gente hay en la casa -se separó del bordillo y condujo calle abajo-. Estamos a quince minutos del distrito financiero. El ordenador me dice que allí hay una galería comercial, algunos establecimientos de comida rápida y un motel. Le pedí a Tank que nos reservara habitaciones. Puedes dormir un par de horas y darte una ducha. Sugiero que llamemos a la puerta de la señora D a las nueve y nos colemos en la casa con buenas maneras.

– Me parece bien.

Tank había reservado las habitaciones en un clásico motel de dos plantas de una cadena hotelera. No era lujoso, pero tampoco era inmundo. Las dos habitaciones estaban en la segunda planta. Ranger abrió la puerta de la mía y encendió la luz, sometiéndola a un rápido reconocimiento. Todo parecía estar en orden. No había ningún psicópata agazapado en los rincones.

– Vendré a buscarte a las ocho y media -dijo-. Podemos desayunar y acercarnos a saludar a las señoras.

– Estaré lista.

Me arrastró hacia él, acercó su boca a la mía y me besó. Un beso lento y profundo. Sentía sus manos firmes sobre mi espalda. Yo me agarré a su camisa y me arrimé a él. Y sentí la respuesta de su cuerpo.

Una visión de misma vestida de novia inundó mi cabeza.

– ¡Mierda! -dije.

– Ésa no suele ser la reacción habitual cuando beso a una mujer -dijo Ranger.

– Vale, te voy a contar la verdad. Me encantaría dormir contigo, pero tengo un puñetero vestido de novia…

Ranger deslizó los labios por mi mandíbula hasta la oreja.

– Podría hacerte olvidar ese vestido.

– Sí que podrías. Pero eso me causaría un montón de problemas.

– Tienes un conflicto moral.

– Sí.

Me besó de nuevo. Esta vez más suavemente. Retrocedió y una sonrisa desprovista de humor se dibujó en las comisuras de sus labios.

– No quiero agobiarte con tu conflicto moral, pero será mejor que seas capaz de atrapar a Eddie DeChooch tú solita, porque si te ayudo cobraré mi tarifa.

Y se fue. Cerró la puerta al salir y pude oír cómo caminaba por el pasillo y entraba en su habitación.

Caray.

Me tumbé en la cama completamente vestida, con las luces encendidas y los ojos bien abiertos. Cuando el corazón dejó de saltarme en el pecho y los pezones empezaron a relajarse me levanté y me lavé la cara. Puse el despertador a las ocho. Yupi, cuatro horas de sueño. Apagué la luz y me metí en la cama. No podía dormir. Demasiada ropa. Me levanté, me desnudé hasta quedarme en braguitas y volví a meterme en la cama. Nada; así tampoco podía dormir. Demasiado poca ropa. Me volví a poner la camiseta, volví a meterme entre las sábanas y me sumergí en el mundo de los sueños inmediatamente.


Cuando Ranger llamó a la puerta de mi habitación a las ocho y media, ya estaba tan arreglada como me era posible. Me había dado una ducha y había hecho lo que podía con el pelo, sin gel. Llevo montones de cosas en el bolso. Quién iba a suponer que iba a necesitar gel.

Ranger tomó café, fruta y un bollo de cereal integral para desayunar. Yo me comí un Egg McMuffin, un batido de chocolate y patatas fritas. Y como pagaba Ranger me regalaron una figurita articulada de Disney.

En Richmond hacía más calor que en Jersey. Algunos árboles y algunas azaleas tempranas estaban floreciendo. El cielo estaba limpio y se esforzaba por ponerse azul. Iba a ser un buen día para importunar a un par de ancianitas.

En las carreteras principales el tráfico era denso, pero desapareció en cuanto entramos en el barrio de Louie D. Los autobuses escolares ya habían completado sus rutas y los vecinos adultos se iban a sus clases de yoga, al mercado para gourmets, al club de tenis, al gimnasio o al trabajo. Aquella mañana se respiraba un aire de actividad frenética en el vecindario. Con la sola excepción de la casa de Louie D. Ésta tenía exactamente el mismo aspecto que a las tres de la madrugada. Oscura y silenciosa.

Ranger llamó a Tank, quien le dijo que Ronald había salido de su casa a las ocho con la nevera portátil. Tank le había seguido hasta Whitehorse y había regresado una vez que se hubo asegurado de que se dirigía a Richmond.

– ¿Y qué piensas de la casa? -le pregunté a Ranger.

– Pienso que parece ocultar un secreto.

Los dos nos bajamos del coche y nos acercamos a la puerta. Ranger llamó al timbre. Al cabo de un momento una mujer de sesenta y pocos años abrió la puerta. Su pelo castaño era corto y enmarcaba un rostro alargado y estrecho en el que destacaban unas espesas cejas negras. Iba vestida de negro. Un vestido camisero negro sobre una constitución frágil y huesuda, chaqueta de punto negra, mocasines negros y medias oscuras. No llevaba maquillaje ni más joyas que una sencilla cruz de plata colgada del cuello. Círculos oscuros rodeaban sus ojos mortecinos, como si no hubiera dormido desde hacía mucho tiempo.

– ¿Sí? -dijo sin vitalidad. En sus labios finos y descoloridos no se mostró sonrisa alguna.

– Estoy buscando a Estelle Colucci -dije.

– Estelle no está aquí.

– Su marido me dijo que estaba pasando unos días aquí.

– Pues su marido estaba equivocado.

Ranger se adelantó y la mujer le cortó el paso.

– ¿Es usted la señora DeStefano? -preguntó Ranger. -Soy Christina Gallone. Sophia DeStefano es mi hermana.

– Necesitamos hablar con la señora DeStefano -dijo Ranger.

– No recibe visitas.

Ranger la empujó hacia el interior de la casa.

– Yo creo que sí.

– ¡No! -dijo Christina, tirando de Ranger-. No se encuentra bien. ¡Tienen que marcharse!

Una segunda mujer salió de la cocina al vestíbulo. Era mayor que Chrístina, pero tenían cierto parecido. Llevaba el mismo vestido sencillo, los mismos zapatos y la misma cruz de plata.

Era más alta y su pelo castaño estaba veteado de gris. Tenía en su cara mayor vitalidad, pero sus ojos, aterradoramente vacíos, absorbían la luz sin devolver nada a cambio. Mi primera impresión fue que se estaba medicando. Mi segunda idea fue que estaba loca. Y estaba bastante segura de encontrarme delante de la mujer que le había disparado a El Porreta.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó

– ¿Señora DeStefano? -preguntó Ranger.

– Sí.

– Nos gustaría hablar con usted sobre la desaparición de dos jóvenes.

Las hermanas se miraron la una a la otra y a mí se me erizó el cabello de la nuca. La sala de estar se encontraba a mi izquierda. Era oscura e impenetrable, decorada formalmente, con mesas de caoba brillante y tapicerías de densos brocados. Las cortinas estaban echadas y no dejaban entrar la luz del sol. A mi derecha había un pequeño despacho. La puerta estaba parcialmente abierta, desvelando un escritorio desordenado. También en el despacho estaban echadas las cortinas.

– ¿Qué quieren saber? -dijo Sophia.

– Se llaman Walter Dunphy y Douglas Kruper, y nos gustaría saber si ustedes les han visto.

– No conozco a ninguno de los dos.

– Douglas Kruper ha violado su libertad bajo fianza -dijo Ranger-. Tenemos motivos para pensar que se encuentra en esta casa y, como agentes de detención de Vincent Plum, estamos autorizados a efectuar un registro.

– No harán nada por el estilo. O se marchan inmediatamente o llamo a la policía.

– Si se va a sentir más cómoda teniendo presente a la policía durante el registro, no dude en hacer esa llamada.

Hubo una nueva comunicación silenciosa entre las hermanas. Christina retorcía la falda entre sus dedos.

– No me gusta nada esta intromisión -dijo Sophia-. Me parece una falta de respeto.

Huy-huy, pensé. Me quedo sin lengua… como la pobre vecina de Sophia.

Ranger fue hacia un lado y abrió la puerta del armario de los abrigos. Llevaba la pistola en la mano, a un costado.

– Estese quieto -dijo Sophia-. No tiene derecho a registrar esta casa. ¿Sabe quién soy yo? ¿Se da cuenta de que soy la viuda de Louie DeStefano?

Ranger abrió otra puerta. Un tocador.

– Le ordeno que desista o aténgase a las consecuencias.

Ranger abrió la puerta del despacho y encendió la luz, sin perder a las mujeres de vista mientras registraba la casa.

Yo seguí su ejemplo y atravesé la sala y el comedor encendiendo luces. Recorrí la cocina. En un pequeño pasillo que salía de la cocina había una puerta cerrada con llave. La despensa o el sótano, probablemente. No estaba muy animada a descubrirlo. No tenía un arma. Y aunque la hubiera tenido, no me habría servido de gran cosa.

Sofía entró en la cocina de repente.

– ¡Fuera de ahí! -me dijo, agarrándome de las muñecas y tirando de mí-. Salga ahora mismo de mi cocina.

Me liberé de su presa y, con un movimiento que sólo puedo describir como serpenteante, Sophia abrió un cajón de la cocina y sacó una pistola. Se giró, apuntó y le disparó a Ranger. Y luego se volvió hacia mí.

Sin pensar, actuando absolutamente impulsada por el miedo cerval, me lancé sobre ella y la tiré al suelo. La pistola se alejó deslizándose y yo me arrastré tras ella. Ranger la alcanzó antes que yo. La recogió con calma y se la metió en el bolsillo.

Yo estaba de pie, sin saber muy bien qué hacer. La manga de la chaqueta de cachemir de Ranger estaba empapada en sangre.

– ¿Llamo para pedir ayuda? -le pregunté.

Dejó caer la chaqueta con un movimiento de hombros y se miró el brazo.

– No es grave -dijo-. De momento, tráeme una toalla -luego se llevó una mano a la espalda y sacó las esposas-. Espósalas juntas.

– No me toque -dijo Sophia-. Si me toca la mato. Le saco los ojos con las uñas.

Cerré una de las esposas alrededor de la muñeca de Christina y la arrastré hacia Sophia.

– Deme la mano -le dije a Sophia.

– Nunca -dijo, y me escupió.

Ranger se acercó.

– Dele la mano o le pego un tiro a su hermana.

– ¿Louie? ¿Me oyes, Louie? -gritó Sophia mirando hacia arriba, presumiblemente a un punto más allá del techo-. ¿Ves lo que está ocurriendo? ¿Ves este ultraje? Jesús, Dios mío -gimoteó-. Jesús, Dios mío.

– ¿Dónde están? -preguntó Ranger-. ¿Dónde están esos dos hombres?

– Son míos -dijo Sophia-. No los voy a entregar. Al menos hasta que obtenga lo que quiero. Ese subnormal de DeChooch le encargó a su esbirro que me trajera el corazón. ¿Y sabéis lo que me trajo ese gilipollas? Una nevera vacía. Creían que iba a colar. Él y su amiguito.

– ¿Dónde están? -preguntó Ranger de nuevo.

– Están donde tienen que estar. En el infierno. Y allí se van a quedar hasta que me digan lo que hicieron con el corazón. Quiero saber quién tiene el corazón.

– Lo tiene Ronald DeChooch -dije-. En este momento viene hacia aquí.

Sophia entornó los ojos.

– Ronald DeChooch -escupió en el suelo-. Esto es lo que pienso de Ronald DeChooch. Creeré que tiene el corazón de Louie cuando lo vea.

Obviamente no estaba al tanto de toda la historia, incluida mi intervención.

– Tiene que dejar libre a mi hermana -rogó Christina-. Ya ven que no está bien.

– ¿Llevas unas esposas? -me preguntó Ranger.

Rebusqué por el bolso y saqué unas esposas.

– Espósalas al refrigerador -dijo Ranger-, y luego a ver si encuentras un botiquín de primeros auxilios.

Ambos habíamos tenido anteriormente experiencias personales con heridas por armas de fuego, de manera que sabíamos lo que había que hacer. Encontré el botiquín en el baño del piso superior, le puse a Ranger una gasa estéril en el brazo y se la sujeté con una venda y esparadrapo.

Ranger intentó abrir la puerta del pasillo de la cocina.

– ¿Dónde está la llave?

– Vete al infierno -dijo Sophia estrechando sus ojos de serpiente.

Ranger le dio una patada a la puerta y ésta se abrió de golpe. Tenía un pequeño descansillo y unos escalones que bajaban al sótano. Estaba negro como la pez. Ranger encendió la luz y empezó a bajar los escalones con la pistola preparada. Era el clásico sótano sin habilitar, con el surtido habitual de cajas y herramientas y cosas demasiado buenas para tirar a la basura, pero nada prácticas para usar. Un par de muebles de jardín parcialmente cubiertos con sábanas viejas. Un rincón dedicado a la caldera y al calentador de agua. Un rincón dedicado a la lavandería. Y un rincón estaba tapiado de arriba abajo con bloques de cemento prefabricados, formando una pequeña estancia interior de unos tres por tres metros. Su puerta era metálica y estaba cerrada con candado.

Miré a Ranger.

– ¿Un refugio antiatómico? ¿Una bodega? ¿Un almacén refrigerado?

– El infierno -dijo Ranger. Me quitó de en medio y disparó dos tiros, destrozando el candado.

Empujamos la puerta y el hedor de miedo y excrementos nos hizo retroceder. La pequeña estancia estaba a oscuras, pero unos ojos nos miraban desde el rincón más profundo. El Porreta y Dougie se abrazaban el uno al otro. Estaban desnudos y sucios, con el pelo enredado y los brazos salpicados de llagas abiertas. Estaban esposados a una mesa de metal anclada a la pared. El suelo estaba cubierto de botellas de agua y bolsas de pan vacías.

– Colega -dijo El Porreta.

Noté que las piernas me flaqueaban y caí sobre una rodilla. Ranger me levantó agarrándome con una mano por debajo del brazo.

– Ahora no -dijo-. Vete a por las sábanas de los muebles.

Otro par de disparos. Ranger les estaba liberando de la mesa.

El Porreta estaba mejor que Dougie. Dougie llevaba más tiempo en aquel cuarto. Había perdido peso y tenía los brazos ulcerados con marcas de quemaduras.

– Creí que iba a morir aquí -dijo Dougie.

Ranger y yo nos miramos. Si no hubiéramos intervenido, lo más probable era que así hubiera sido. Sophia no los iba a dejar en libertad después de secuestrarles y torturarles. Les envolvimos en las sábanas y les llevamos al piso de arriba. Fui a la cocina para llamar a la policía y no pude creer lo que vi. Un par de esposas colgando del refrigerador. La puerta del refrigerador manchada de sangre. Las mujeres habían desaparecido.

Ranger se colocó detrás de mí.

– Probablemente sacaron las manos de las esposas -dijo.

Marqué el 911 y al cabo de diez minutos un coche patrulla aparcaba enfrente de la casa. Le seguía un segundo coche y una ambulancia.

No nos fuimos de Richmond hasta primera hora de la noche. El Porreta y Dougie habían sido rehidratados y tratados con antibióticos. El brazo de Ranger estaba suturado y cubierto. Pasamos largo rato con la policía. Algunas partes de la historia eran difíciles de explicar. Nos olvidamos de mencionar el corazón de cerdo que estaba en camino desde Trenton. Y no enturbiamos más las aguas con el secuestro de la abuela. Encontraron el Corvette de Dougie en el garaje de Sophia. Lo mandarían a Trenton a lo largo de la semana.

Ranger me dio las llaves del Mercedes cuando salimos del hospital.

– No llames la atención -dijo-. No me gustaría que la policía mirara este coche muy de cerca.

Dougie y El Porreta, vestidos con chándales y deportivas nuevas, se instalaron en el asiento de atrás, limpios y aliviados de haber salido del sótano.

El viaje de vuelta fue silencioso. Dougie y El Porreta se quedaron dormidos al instante. Ranger se sumió en sus pensamientos. Si yo hubiera estado más despejada tal vez hubiera dedicado el tiempo a repasar mi vida. Pero tal como estaba la cosa, necesitaba concentrarme en la carretera y esforzarme en no caer en piloto automático.

Abrí la puerta de mi apartamento medio esperando encontrarme a Benny y Ziggy. Sin embargo, sólo encontré tranquilidad. Una tranquilidad maravillosa. Cerré la puerta con pestillo y me desplomé en el sofá.

Me desperté tres horas más tarde y me dirigí tambaleándome a la cocina. Dejé caer una galleta y una uva en la jaula de Rex y le pedí perdón. No sólo era una golfa que coqueteaba con dos hombres a la vez, además era una mala madre hámster.

El contestador parpadeaba furiosamente. La mayoría de los mensajes eran de mi madre. Dos, de Morelli. Uno era de la tienda de novias de Tina anunciándonme que el vestido ya había llegado. Un mensaje de Ranger decía que Tank había dejado la moto en mi aparcamiento y nre aconsejaba que tuviera cuidado. Sophia y Christina andaban por ahí.

El último mensaje era de Vinnie. «Enhorabuena, has rescatado a tu abuela. Y ahora me cuentan que has traído a El Porreta y a Dougie. ¿Sabes quién falta? Eddie DeChooch. El tío al que yo quiero que encuentres. Porque es el tío que me va a arruinar si no consigues arrastrar su decrépito culo a la cárcel. Es un viejo, por Dios bendito. Está ciego. No oye. No puede mear sin ayuda. Y tú no eres capaz de atraparle. ¿Qué es lo que pasa?»

Mierda. Eddie DeChooch. Me había olvidado de él por completo. Andaba por ahí, en una casa con un garaje que daba a un sótano habilitado. Y por el número de habitaciones que había descrito la abuela, era una casa bastante grande. No como las que había en el Burg. Y tampoco como las del barrio de Ronald. ¿Con qué más contaba? Con nada. No tenía ni idea de cómo encontrar a Eddie DeChooch. Para decir la verdad, ni siquiera tenía ganas de encontrar a Eddie DeChooch.

Eran las cuatro de la madrugada y estaba extenuada. Apagué el timbre del teléfono, me arrastré hasta el dormitorio, me metí debajo de las mantas y no desperté hasta las dos de la tarde.


Tenía una película puesta en el vídeo y un cuenco de palomitas encima de las rodillas cuando sonó el busca.

– ¿Dónde estás? -preguntó Vinnie-. Te he llamado a casa y no me has contestado.

– Le he bajado el timbre al teléfono. Necesito un día libre.

– Pues se acabó el día libre. Acabo de localizar una llamada en el rastreador de la policía -me dijo-. Un tren de mercancías que venía de Filadelfia ha arrollado un Cadillac blanco en el paso a nivel de la calle Deeter. Ha sucedido hace apenas unos minutos. Al parecer el coche está hecho una chatarra. Quiero que vayas allí a la carrera. Con un poco de suerte puede que quede algún trocito identificable de lo que fue DeChooch.

Mire el reloj de la cocina. Eran casi las siete. Veinticuatro horas antes estaba en Richmond, a punto de volver para casa. Era como una pesadilla. Me costaba creerlo.

Agarré el bolso y las llaves de la moto y engullí las sobras de un sándwich. DeChooch no era precisamente mi persona favorita, pero tampoco tenía especial interés en que le atropellara un tren. Por otro lado, aquello mejoraría mi vida. Levanté los ojos al cielo mientras atravesaba el vestíbulo corriendo. Iba a ir al infierno de cabeza por tener aquel pensamiento.

Tardé veinte minutos en llegar a la calle Deeter. Gran parte de la zona estaba invadida por coches de policía y vehículos de urgencias. Aparqué a tres manzanas de allí y me acerqué andando. Según me acercaba iba viendo más y más cordón policial. No tanto para preservar la escena del crimen, como para alejar a los mirones. Rebusqué entre la multitud a ver si descubría alguna cara conocida, alguien que me colara al otro lado. Entre varios policías de uniforme distinguí a Carl Costanza. Habían acudido a la llamada de emergencia y ahora se encontraban un paso más allá de los mirones, contemplando el siniestro y sacudiendo las cabezas. El jefe Joe Juniak estaba entre ellos.

Me abrí paso hasta Carl y Juniak, intentando no mirar demasiado de cerca el coche despachurrado para no ver miembros cercenados tirados por ahí.

– Hola -dijo Carl al verme-. Te estaba esperando. Es un Cadillac blanco. Bueno, lo era.

– ¿Se ha identificado?

– No. Las matrículas no están visibles.

– ¿Había alguien en el coche?

– Es difícil de decir. El coche se ha quedado reducido a sesenta centímetros de altura. E1 tren lo ha machacado por completo. Los bomberos han traído su aparato de infrarrojos para ver si detectan calor humano.

No pude reprimir un escalofrío.

– iPuag!

– Sí. Te entiendo muy bien. He sido el segundo en llegar aquí. Le eché una mirada al coche y los cojones se me pusieron de corbata.

Desde donde me encontraba no podía ver el coche demasiado bien. Ahora que conocía la magnitud del accidente incluso me alegraba. El tren de mercancías que lo había arrollado no parecía haber sufrido el menor daño. Por lo que se podía ver, ni siquiera había descarrilado.

– ¿Ha llamado alguien a Mary Maggie Mason? -pregunté-. Si es el coche que llevaba Eddie DeChooch Mary Maggie es la propietaria.

– Dudo que alguien la haya llamado -dijo Costanza-. Me parece que todavía no estamos tan organizados.

Yo tenía la dirección y el teléfono de Mary Maggie en algún sitio. Revolví entre monedas sueltas, envoltorios de chicles, limas de uñas, caramelos de menta y otras zurrapas variadas que se acumulan en el fondo de mi bolso y al final encontré lo que buscaba.

Mary Maggie contestó al segundo timbrazo.

– Soy Stephanie Plum -le dije-. ¿Te han devuelto ya el coche?

– No.

– Es que ha habido un accidente con un Cadillac blanco. He pensado que podrías acercarte hasta aquí e identificar el coche.

– ¿Ha habido heridos?

– Todavía es pronto para saberlo. Están revisando el coche en este momento.

Le di la dirección y le dije que yo saldría a su encuentro.

– He oído que Mary Maggie y tú sois amigas -dijo Costanza-. Me han dicho que rodáis juntas por el barro.

– Sí -dije-. Estoy pensando en cambiar de carrera.

– Será mejor que te lo vuelvas a pensar. Me han contado que el Snakc Pit va a cerrar. Corre cl rumor de que llevaba años en números rojos.

– Eso es imposible. Estaba hasta los topes.

– Esa clase de locales saca el dinero de la bebida y la gente ya no bebe como antes. Toman la consumición mínima con la incluida en la entrada y nada más. Saben que si beben demasiado puede que les pillen y que les quiten el carnet de conducir. Por eso se retiró del negocio Pinwheel Soba. Abrió un local en South Beach donde tiene una clientela más activa. A Dave Vincent no le importa. Esto no era más que una tapadera para él. Su dinero sale de actividades que no te gustaría conocer.

– ¿O sea, que Eddie DeChooch no está ganando nada con este negocio?

– No lo sé. Estos fulanos tienen muchos chanchullos, pero no creo que esté sacando gran cosa.

Tom Bell era el encargado del caso de Loretta Ricci y, al parecer, también se ocupaba de éste. Era uno de los policías de paisano que daban vueltas alrededor del coche y de la locomotora. Se dio la vuelta y se dirigió a nosotros.

– ¿Había alguien en el coche? -le pregunté.

– No lo sé. La máquina del tren emite tanto calor que no podemos sacar nada en claro del termógrafo. Tendremos que esperar a que se enfríe la máquina o retirar el coche de las vías y abrirlo. Y eso tardará un buen rato. Parte de la carrocería está atrapada debajo del tren. Estamos esperando a que nos llegue el equipamiento necesario. Y contestando a tu siguiente pregunta, no hemos podido leer las matrículas, o sea, que no sabemos si es el coche que llevaba DeChooch.

Ser la chica de Morelli tiene sus compensaciones. Se me conceden ciertos privilegios, como que, de vez en cuando, contesten a mis preguntas.

El paso a nivel de la calle Deeter tiene barreras y campana. Nos encontrábamos a casi cien metros de allí, porque el tren había empujado al coche a esa distancia. El tren era largo y se perdía más allá de la calle Deeter. Desde donde estábamos podía ver que las barreras estaban bajadas. Supongo que es posible que hubieran funcionado mal y que las hubieran bajado después del accidente. Pero lo que yo creía era que el coche había sido aparcado en las vías intencionadamente para que el tren se lo llevara por delante.

Vi a Mary Maggie al otro lado de la calle y la saludé con la mano. Se abrió paso entre los curiosos y llegó a mi lado. Desde lejos, echó una primera mirada al coche y se puso pálida.

– Oh, Dios mío -dijo con los ojos desorbitados y la impresión claramente visible en su rostro.

Presenté a Mary Maggie a Tom y le expliqué su posible relación de pertenencia.

– Si nos acercamos más, ¿cree que podría confirmarnos si es su coche? -preguntó Tom.

– ¿Hay alguien dentro?

– No lo sabemos. No hemos visto nada. Es posible que esté vacío. Pero la verdad es que no lo sabemos.

– Me estoy mareando -dijo Mary Maggie.

Todo el mundo se movilizó. Agua, amoniaco, bolsa de papel. No sé de dónde sacaron todo aquello. Los polis pueden ser muy eficientes cuando tienen delante a una luchadora con náuseas.

Una vez que Mary Maggie dejó de sudar y recobró el color de sus mejillas, Bell la acompañó hasta el coche. Costanza y yo les seguimos un par de pasos atrás. No tenía especial interés en ver la escabechina, pero tampoco quería perderme nada.

Todos nos detuvimos a unos tres metros del coche. El tren estaba parado, pero Bell tenía razón: la máquina emitía un calor sofocante. El impresionante tamaño del tren resultaba abrumador incluso estando inmóvil.

Mary Maggie miró a los restos del coche y se tambaleó.

– Es mi coche -dijo-. Creo.

– ¿Cómo lo sabe? -le preguntó Bell.

– Puedo ver parte del tejido de la tapicería. Mi tío hizo tapizar los asientos en azul. No era el color normal de la tapicería.

– ¿Algo más?

Mary Maggie negó con la cabeza.

– Creo que no. No queda mucho que ver.

Volvimos a nuestro sitio y nos reunimos de nuevo. Aparecieron unos camiones con pesada maquinaria de rescate y se pusieron a trabajar en el Cadillac. Tenían preparada una grúa, pero empezaron a cortar el coche con sopletes de acetileno para separarlo del tren. Empezaba a oscurecer y trajeron focos para iluminar la zona, lo que dio a la escena el aspecto de un estremecedor decorado de cine.

Noté un tirón en la manga y al volverme me encontré con la abuela Mazur, de puntillas para ver mejor el accidente. Mabel Pritchet estaba con ella.

– ¿Habías visto alguna vez una cosa igual? -dijo la abuela-. Oí en la radio que un tren había atropellado un Cadillac blanco y le pedí a Mabel que me trajera en su coche. ¿Es el coche de Chooch?

– No lo sabemos con certeza, pero creemos que podría serlo.

Le presenté a la abuela a Mary Maggie.

– Es un verdadero placer -dijo la abuela-. Soy una gran admiradora de la lucha libre -volvió a mirar el Cadillac-. Sería una pena que DeChooch estuviera ahí dentro. Es tan mono -la abuela se inclinó hacia Mary Maggie por delante de mí-. ¿Sabes que he estado secuestrada? Llevaba la cabeza cubierta con una bolsa y todo.

– Ha debido de ser aterrador -dijo Mary Maggie.

– Bueno, al principio pensé que Choochy sólo quería probar alguna guarrada. Tiene problemas con el pene, ¿sabes? No le reacciona. Se le queda fláccido como si estuviera muerto. Pero luego resultó que me había secuestrado. Vaya historia, ¿eh? Primero anduvimos un rato en coche. Y luego oí cómo entrábamos en un garaje con puerta automática. Y el garaje daba a uno de esos sótanos habilitados con un par de dormitorios y un cuarto de la tele. Y en el cuarto de la tele había unas sillas tapizadas con estampado de leopardo.

– Yo conozco esa casa -dijo Mary Maggie-. Una vez fui a una fiesta allí. También hay una cocinita en el sótano, ¿verdad? Y el cuarto de baño está empapelado con pájaros tropicales.

– Exacto -dijo la abuela-. Era todo de tema selvático. Chooch me dijo que Elvis también tenía una habitación selvática.

No podía creer lo que estaba oyendo. Mary Maggie conocía el escondite de DeChooch. Y ahora probablemente no me serviría para nada.

– ¿De quién es esa casa? -pregunté.

– De Pinwheel Soba.

– Creía que se había mudado a Florida.

– Y así es, pero sigue teniendo la casa. Tiene familia aquí, así que pasa una parte del año en Florida y otra parte en Trenton.

Se oyó un ruido de metal desgarrado y el Cadillac quedó separado del tren. Observamos en silencio durante unos tensos minutos, mientras abrían la capota del coche. Tom Bell se acercó a él. Después de un instante se volvió hacia mí y vocalizó la palabra «vacío».

– No está dentro -dije, y todas lloramos de alivio. No sé muy bien por qué. Eddie DeChooch tampoco era una persona tan adorable. Pero puede que nadie sea tan malo como para merecer que un tren le convierta en pizza.


Llamé a Morelli en cuanto llegué a casa.

-¿Te has enterado de lo de DeChooch?

– Sí, me ha llamado Tom Bell.

– Ha sido una cosa muy rara. Yo creo que él dejó el coche para que se lo llevara el tren.

– Tom también lo cree.

– ¿Para qué querría hacer algo así?

– ¿Porque está loco?

Yo no creía que DeChooch estuviera loco. ¿Quieren ver a alguien loco? Ahí está Sophia. DeChooch tenía problemas físicos y emocionales. Y su vida se le estaba yendo de las manos. Le habían salido mal algunas cosas y él, al intentar arreglarlas, las había empeorado más. Ahora caía en la cuenta de cómo estaba relacionado todo, salvo lo de Loretta Ricci y el Cadillac en las vías del tren.

– Ha pasado una cosa buena esta noche -dije-. La abuela se presentó allí y se puso a hablar con Mary Maggie sobre su secuestro. La abuela le describió la casa donde la llevó DeChooch y Mary Maggie dijo que le parecía que era la casa de Pinwheel Soba.

– Soba vivía en Ewing, al lado de la avenida Olden. Tenemos su ficha.

– Eso tiene sentido. He visto a DeChooch por aquella zona. Siempre supuse que iba a casa de Ronald, pero puede que fuera a casa de Soba. ¿Puedes darme la dirección?

– No.

– ¿Por qué no?

– No quiero que vayas por allí a meter las narices. DeChooch no está bien de la cabeza.

– Es mi trabajo.

– No me hables de tu trabajo.

– Al principio no te parecía que mi trabajo fuera tan malo.

– Aquello era distinto. Entonces no ibas a ser la madre de mis hijos.

– Ni siquiera sé si quiero tener hijos.

– Dios -dijo Morelli-. Ni se te ocurra decirle algo así a mi madre o a mi abuela. Te obligarían a firmar un contrato.

– ¿De verdad no me vas a dar esa dirección?

– No.

– Pues la conseguiré de otra manera.

– Muy bien -dijo Morelli-. No quiero tomar parte en esto.

– Se lo vas a decir a Tom Bell, ¿verdad?

– Sí. Déjaselo a la policía.

– Es la guerra -le dije a Morelli.

– Ay, madre -contestó él-. Otra vez la guerra.

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