Capítulo 8

Laurel se alisó la falda del vestido y comprobó que tenía los botones de delante bien abrochados.

– ¿Cómo estoy? -preguntó.

– Estás preciosa -dijo él mientras se hacía el nudo de la corbata-. ¿Estás segura de que tengo que llevar esto?

– Sólo va a ser un rato. Nos tomamos una copa con Sinclair, cenamos y luego te la quitas. Además, tienes que acostumbrarte a llevar corbata para el trabajo. Te hace parecer respetable y un detective privado debe dar confianza – contestó Laurel mientras le ajustaba el nudo-. Creo que Sinclair quiere que hablemos del fideicomiso. Alistair ha insinuado que ha hablado del tema en Nueva York -añadió mientras mi raba a Sean a través del espejo al que se estaba mirando.

– ¿Y se acabó?

– Te extenderé un cheque y podrás irte a casa… en cuanto cobre el fideicomiso -dijo ella asintiendo con la cabeza.

– ¿Es eso lo que quieres?

Laurel se obligó a sonreír. No, no era lo que quería, pero Sean no le estaba ofreciendo nada más. Le había dado un sinfín de oportunidades para que le confesara la hondura de sus sentimientos. Pero cada vez que hablaban en serio sobre el futuro, se sumía en un silencio tan impenetrable como un muro de ladrillos.

– Ése era el trato.

– Sí.

– Venga, vamos -finalizó Laurel tras respirar profundamente.

Le había costado una inmensidad no decirle que lo quería. Pero, por primera vez en su vida, no se había dejado llevar por un acto impulsivo y había mantenido la boca cerrada. Quizá se le había pegado un poco el carácter de Sean.

Bajaron las escaleras juntos, dados de la mano. Al entrar en la biblioteca, le dio un pellizquito para animarla. Alistair puso una Guinness a Sean y una copa de vino blanco para Laurel en la mesa pegada al sofá.

Como de costumbre, Sinclair no reparó en su llegada. Esa vez tenía la nariz hundida en una revista de filatelia. Pero Laurel no estaba dispuesta a seguirle el juego. Tomaría la iniciativa, como había hecho Sean en el primer encuentro con su tío.

– ¿Qué tal la subasta, tío? ¿Has conseguido la moneda que querías?

– Estás distinta -comentó Sinclair tras levantar la mirada de la revista.

– Gracias -dijo ella.

– No he dicho que estés más guapa, digo que estás distinta.

– Bueno, por lo menos has notado algo. Ya es algo.

– Un vestido con rosas -señaló Sinclair tras dejar la revista.

– No, son peonías, no es lo mismo.

– ¿Qué tal la subasta? -terció Sean, poniendo fin a aquel duelo dialéctico.

– Mirad qué maravilla -dijo Sinclair tras abrir una cajita con una moneda.

– ¿Sabes lo que más me asombra de tu amor a las monedas? -preguntó Sean.

– ¿El qué, Edward?

– Que puedes tener en la mano lo que más amas -contestó al tiempo que agarraba la moneda-. Puedes cerrar la mano y no soltarla nunca. Y nadie puede quitártela. Hay pocas cosas que estén tan seguras.

Laurel contuvo la respiración, sorprendida por las palabras de Sean. ¿Se refería a la moneda o a ella misma? Sinclair había hecho lo posible por atarla a la casa con aquellas reglas tontas para obtener el fideicomiso. Se sentía como si fuese una moneda, una posesión que Sinclair no necesitaba, pero tampoco quería entregar a nadie más.

– Es bonita -añadió Sean tras abrir la mano y devolverle la moneda.

– Sí -Sinclair miró a Laurel a los ojos por primera vez desde hacía años-. Supongo que es hora de hablar de tu fideicomiso… Edward, eres consciente de que Laurel es heredera de una fortuna considerable. Su padre me nombró administrador de un fideicomiso y decidí que Laurel recibiría el dinero tras cumplir veintiséis años y casarse -añadió dirigiéndose a Sean de nuevo.

– Me lo ha dicho, sí -contestó éste.

– Me he asegurado de que el marido no pueda beneficiarse de ese dinero.

– Me da igual -Sean se encogió de hombros-. No me he casado con Laurel por dinero.

Laurel se dio cuenta de que no estaba respirando. Tragó saliva e intentó calmarse. Había entrado en la biblioteca con la idea de recibir un cheque, no de asistir a un examen.

– ¿Por qué te has casado con Laurel? -preguntó Sinclair.

– Porque la quiero.

– ¿Y crees que tu matrimonio durará muchos años?

– Sí -Sean asintió con la cabeza.

– Perfecto -Sinclair alzó una mano y Alistair le entregó un cheque. Laurel trató de contener la emoción. Pero no era una felicidad completa. Su futuro estaba a punto de empezar, pero su presente con Sean quedaría atrás-. Dados los tiempos que corren, me ha parecido necesario tomar unas precauciones por si el matrimonio resulta no ser… ¿cómo decirlo? Permanente. A tal fin, he decidido que te entregaré el dinero a plazos. Te daré doscientos cincuenta mil dólares hoy, quinientos mil en tu primer aniversario, un millón en el segundo, dos en el tercero y el resto en el cuarto. Si sigues casada, habrás recibido todo el dinero a los treinta y un años. Me parece una propuesta razonable.

– Ése no era el trato -Laurel se puso de pie-. No puedes hacerme esto. No puedes cambiar las reglas a mitad del juego.

– Puedo hacer lo que quiera -Sinclair se puso firme en la silla-, Ah, y otra condición. Tu marido y tú tenéis que seguir viviendo en la mansión. Ésta es la casa de los Rand y cualquier descendiente debe nacer y criarse aquí.

– ¿Por qué?, ¿por qué lo haces? -exigió Laurel-. ¿Quieres que te odie?

– Quiero que seas feliz -contestó su tío como si fuese una respuesta evidente para todos menos para ella.

– Pues no lo parece -Laurel, incapaz de contenerse más, arrugó el cheque, se lo tiró a la cabeza y salió de la biblioteca. El cuerpo le temblaba, no sabía si gritar o llorar. ¡Tenía veintiséis años y estaba sometida por un hombre de ochenta!

Subió las escaleras de dos en dos y se encerró en su habitación de un portazo.

– Se acabó. No aguanto más. Que se quede con el dinero y se lo meta por… -Laurel dejó la frase a medias. Abrió unas maletas y empezó a sacar ropa del armario-. ¡Vete! -gritó cuando oyó que llamaban.

La puerta se abrió y Sean entró en la habitación.

– ¿Qué haces? -preguntó mirando las maletas.

– Estoy harta. Me da igual el dinero, me da igual el centro. No es más que un sueño estúpido. Creía que podía hacer algo de lo que mis padres se habrían sentido orgullosos, pero es imposible. Me voy a buscar apartamento e intentaré encontrar trabajo como profesora otra vez. Tengo que seguir adelante con mi vida.

– Quizá te venga bien esto -Sean le ofreció el cheque arrugado.

– No, no quiero el dinero de Sinclair.

– Es tu dinero, Laurel. Y con esto tienes suficiente para empezar la rehabilitación, hasta que Amy te conceda la subvención. Todavía puedes sacar el proyecto adelante. Sabes que puedes.

Se le agolparon las lágrimas en los ojos, pero pestañeó para no verterlas. Se negaba a llorar, se negaba a entregarle a Sinclair esa última pizca de dignidad. Pero cuando Sean le acarició una mejilla, no pudo evitar que se le escapara una.

– No puedo seguir así. No puedo seguir luchando con él -dijo mientras se dejaba abrazar-. Quiero empezar a vivir mi propia vida y aquí no puedo.

– Dale un poco más de tiempo nada más – dijo Sean-. Quédate esta noche conmigo, a ver cómo te encuentras mañana.

– ¿Por qué te importa tanto? -preguntó ella y Sean la miró a los ojos.

– Quiero que seas feliz.

– Pero no podemos seguir con esto -dijo frustrada.

– ¿Por qué no? Sinclair no ha pedido ninguna prueba de que estemos casados. Se volverá a Maine. Viviremos en la mansión cuando venga y seguiremos nuestras vidas cuando no esté. Hasta podría vivir aquí todo el tiempo. Me ahorraría el alquiler.

– ¿Ha… harías eso por mí?

– No tengo nada mejor que hacer.

– Si Sinclair descubre que no estamos casados, se quedará con todo hasta que cumpla treinta y uno. Quizá decida esperar hasta que cumpla cincuenta.

– ¿Cómo va a enterarse?

– Si pudiera pagarte un año, lo haría. Pero no puedo. Quinientos dólares al día hacen…

– No tienes que pagarme -atajó él.

– ¿Te quedarías sin ningún motivo?

– Tengo mis motivos. Quiero ver cómo inauguras tu centro. Con eso me basta.

– No puedo pedirte que hagas eso -Laurel negó con la cabeza-. Quieres empezar con tu negocio y…

– Eso puedo hacerlo de todos modos.

– ¿Y… cómo serían las cosas? -preguntó vacilante tras unos segundos.

– Yo iría a trabajar por la mañana, igual que tú. Volveríamos a casa y cenaríamos juntos.

– Quiero decir qué pasará con nosotros. ¿Qué tipo de relación tendremos?

– No sé -contestó Sean tras considerar la respuesta un rato-. Tendremos que verlo sobre la marcha.

Laurel pestañeó, bajó la mirada hacia las manos. Quería que fuese su amor, su vida. Quería que le prometiese que se quedaría para siempre. Pero era obvio que no estaba preparado para hacerle esa promesa. Aunque había aprendido a quererlo también por su vulnerabilidad, era esa vulnerabilidad lo que le impedía devolverle el amor que ella le profesaba.

– Te… te agradezco la propuesta, de verdad. Lo pensaré -añadió mientras se desplomaba sobre la cama.

– Lo pensaremos juntos -Sean se tumbó junto a ella-. Sólo necesitamos un poco más de tiempo.

Laurel exhaló un suspiro. Quizá era cierto. A veces era demasiado impaciente. Pero, ¿cuánto estaba dispuesta a esperar para ver hecho realidad su sueño? ¿Y cuánto tiempo tardaría Sean Quinn en reconocer que la quería? ¿Sucedería algún día o tendría que pasarse el resto de la vida esperando?


Laurel aparcó frente a la mansión de los Rand. Después de una noche en vela, había despertado en brazos de Sean, ambos vestidos de la noche anterior. Se habían quedado hablando tranquilamente y Sean la había convencido de que continuase con su proyecto. Debía dejarse todas las puertas abiertas y no tomar ninguna decisión precipitada.

Alistair les había preparado un desayuno rápido y había permanecido cerca de ellos, preocupado por si seguía enfadada por la discusión con su tío la noche anterior. Laurel se preguntaba por qué se habría molestado el mayordomo en contarle lo de Sinclair y su madre. Si su tío la quería, tenía verdaderos problemas en demostrárselo.

Apagó el motor, agarró el bolso del asiento del copiloto y metió el ticket del depósito bancario. Sean tenía razón. Un cuarto de millón de dólares no era una cantidad nada desdeñable. Aunque quizá fuese el último cheque que cobraba. Sería un milagro si Sean y ella llegaban a estar un año juntos. Su tío podía descubrirlos. O Sean podría conocer a otra mujer y decidir que no quería seguir con ella.

– No te tortures -se dijo, llevándose las manos a las sientes-. Poco a poco.

Y el siguiente paso era asegurarse de que la presentación de su proyecto ante la Fundación Aldrich Sloane salía perfecta. Ya se preocuparía luego de su supuesto matrimonio.

Salió del coche y corrió a la entrada. Había dejado a Sean en su apartamento para que pudiera recoger su coche y oír los mensajes del contestador y éste le había prometido que volvería antes de la hora de la comida.

Laurel tenía un nudo en el estómago. Toda vez que habían decidido continuar con el matrimonio, era el momento de aclarar la relación entre ambos. No quería pasarse un año tratando de adivinar los sentimientos de Sean. O le decía con precisión lo que sentía por ella o no había acuerdo.

Era un riesgo. Pero era mejor saber la verdad que seguir fantaseando con un hombre que podía no llegar a quererla nunca. Porque ella había mostrado lo que sentía con claridad… ¿o no? En realidad nunca le había dicho con palabras que lo quería. Pero sus acciones tenían que bastar para hacerle saber lo que sentía.

Suspiró. Tecleó la clave secreta del panel de seguridad y, al ir a agarrar el pomo, la puerta se abrió. Se quedó helada ante el hombre que la estaba esperando.

– ¿Edward?

Eddie esbozó una de sus sonrisas conquista- doras, que tiempo atrás le había parecido tan magnética.

– Hola, Laurel -dijo al tiempo que se inclinaba para darle un beso en una mejilla. Pero ella se apartó.

– ¿Qué haces aquí?

– He venido a visitarte. ¿No te alegras de verme?

– No quiero volver a verte. Después de lo que me hiciste, me asombra que tengas la desfachatez de presentarte aquí.

– Claro que quieres verme -Eddie la agarró con un brazo con fuerza y la alejó de la casa un par de metros-. Estaba preocupado por ti. Después de mi detención, vine a verte en cuanto salí de la cárcel. Imagínate la sorpresa que me llevé cuando me encuentro con el hombre que me hizo ir a chirona. ¿Cómo se llama? Quinn, me parece.

– Lárgate si no quieres que llame a la policía -lo advirtió Laurel al tiempo que se soltaba.

– Me resultó tan curioso, que me acerqué a la iglesia. El sacerdote me dijo que te casaste tal como estaba previsto. Y me describió al novio. Puede que haya cometido algunos errores, pero cuando me caso, al menos me caso de verdad.

– No se te ocurra hablarme de eso. Confiaba en ti. Me traicionaste.

– ¿Y cómo crees que me siento yo? Nunca me dijiste la verdadera razón por la que te casa has conmigo. ¿O debería decir los cinco millones de razones? Creía que me querías.

– Nunca te quise -aseguró Laurel-. Puede que, inconscientemente, supiera que en el fondo eras un canalla y por eso no podía quererte.

– ¿Pero sí quieres a este tipo que se hace pasar por tu marido?

– ¿Y qué si lo quiero? -lo desafió Laurel-. Además, ¿cómo sabes lo del dinero?

– Me lo ha dicho tu tío -dijo Eddie esbozando una amplia sonrisa-. La verdad es que le ha sorprendido bastante enterarse de que el hombre que estaba durmiendo en tu cama no era Edward Garland Wilson en realidad, sino un detective privado de tres al cuarto que has recogido de la calle.

Sin pensarlo dos veces, apretó los puños, flexionó las rodillas y le pegó un directo. Pero, en vez de golpearle en el estómago, el puño impactó entre las piernas de Eddie, dejándolo sin respiración y haciéndolo retroceder, trastabillándose, hasta caerse sobre la acera. Laurel seguía con los puños apretados, cuando Sean aparcó junto al coche de Eddie.

– ¿Se puede saber qué pasa aquí?

– Le he dado -Laurel se frotó el puño-. Lleva un minuto en el suelo.

– ¿Lo has tumbado? -preguntó Sean-. ¿Se ha dado en la cabeza al caer?

– No, se retorció y empezó a gemir.

– Ah… que le has dado ahí -Sean sonrió.

– Quizá debería darle otra patada -dijo ella acercándose a Eddie.

Éste levantó una mano en señal de derrota y Sean le pasó un brazo por la cintura para apartarla. Luego, ayudo a Eddie a levantarse.

– Te dije que te alejaras de Laurel. Ahora lárgate si no quieres que te haga picadillo.

– Eso por mí y por todas las mujeres a las que has engañado -chilló Laurel-. Espero que te pudras en la cárcel -añadió mientras Eddie se refugiaba en el coche y se marchaba.

Luego se sentó en el escalón de la entrada y se cubrió la cara con las manos. Fin. Sinclair lo sabía todo. Llamaría al banco y pediría que no hicieran efectivo el cheque. Probablemente la expulsaría de la mansión por haberlo engañado. Y quizá decidiera que era demasiado irresponsable para poder administrar su herencia en toda su vida.

– ¿Estás bien? -le preguntó Sean.

– Sinclair lo sabe. Eddie se lo ha dicho todo -Laurel levantó la vista y soltó una risa agridulce-. Lo curioso es que no me siento tan mal como esperaba. Así todo es más fácil. Supongo que es mejor enfrentarme a mi tío. O quizá haga las maletas y me vaya antes de que me diga nada.

– Podría hablar con él por ti -se ofreció Sean.

– Creo que ya te he liado bastante con mis problemas familiares de momento -Laurel se levantó, le dio un beso en la mejilla y entró en casa-. En fin, no te marches muy lejos. Ya te contare cómo me ha ido.

Laurel fue directa a la biblioteca. Dado que no estaba cenando en el salón ni durmiendo en su cuarto, tenía que estar allí con sus catálogos. Había llegado el momento de darle un ultimátum a Sinclair. ¿Qué podía perder?

No se molestó en llamar. Entró y arrancó sin rodeos:

– De acuerdo, no estoy casada. Ya lo he dicho. He fingido que estaba casada porque quería mi herencia.

Sinclair levantó la mirada de la revista que tenía entre manos.

– Tienes las uñas sucias -dijo.

– ¿Me has oído? No estoy casada. El hombre que ha estado durmiendo en mi habitación no es mi marido. Lo contraté para que se hiciese pasar por mi marido porque el hombre con el que iba a casarme ya estaba casado… con otras nueve mujeres. Y todo por tu culpa.

– ¿Por qué? -pregunto Sinclair.

– Porque yo sólo quería la herencia. Y estaba dispuesta a lo que fuera por conseguirla. Así que éste es el trato. O me das el dinero ahora mismo o no vuelves a verme en la vida -Laurel se cruzó de brazos y rezó. Si Alistair tenía razón y su tío la quería, tal vez diera su brazo a torcer.

– Ya sabes mis condiciones -dijo él.

– ¡Tus condiciones son absurdas! Ese dinero es mío. ¿Me lo vas a dar o no? -lo presionó Laurel.

– No.

– Entonces hasta nunca -dijo Laurel. El corazón iba a estallarle. Aunque nunca habían estado muy unidos, Sinclair era su única familia. Si se despedía de él, se quedaría sola. Pero al ver que no cedía, asumió que todo había acabado. Se dio la vuelta y salió de la biblioteca.

Alistair la esperaba afuera con cara de preocupación.

– Señorita Laurel, tiene que darle tiempo. No puede marcharse.

– No tengo otra opción -dijo ella tras darle un abrazo al mayordomo-. Tengo que empezar a vivir mi propia vida. Gracias por ser tan buen amigo. Te quiero, Alistair.

– El sentimiento es correspondido.

– En fin, haré las maletas -Laurel se obligó a sonreír-. Voy a tener que buscarme un apartamento. Estoy segura de que Sinclair no me dejará llevarme ningún mueble, pero…

– Llévate lo que quieras -susurró Alistair-. Y no te olvides del hombre que has encontrado. Llévatelo también. No creo que encuentres otro tan bueno como él.

Laurel asintió con la cabeza. Luego subió las escaleras rumbo a la habitación. ¿Qué haría con Sean? En la última semana se había convertido en una parte importante de su vida. Pero sólo había sido una semana, nada más que siete días de pasión y lujuria. ¿Sobreviviría lo que compartían fuera de la mansión?

Se paró a mitad de las escaleras y se dio la vuelta. No había imaginado lo duro que le iba a ser abandonar la única casa en la que había vivido. Estaba llena de recuerdos de sus padres, de anécdotas con personas a las que había perdido.

– Lo siento -murmuró-. Lo he intentado, pero tengo que seguir adelante.

Laurel creía que sus padres podían oírla, que seguían presentes en espíritu en la casa y que estarían de acuerdo con su decisión. Llevaba toda la vida buscando su lugar en el mundo y no parecía que se hallase en la mansión. Pero todavía podía hacer realidad su sueño del centro artístico. Dependía de ella.

¿Pero podía decir lo mismo de su relación con Sean?, ¿conseguiría que la quisiera tanto como ella lo quería a él? ¿O una semana no era tiempo suficiente para averiguar qué sentía en realidad?


Sean metió las camisetas en su bolsa. En el armario colgaban las camisas que Laurel le había comprado. Como no estaba seguro de si debía llevárselas, las dejó junto a dos chaquetas, tres corbatas y tres pares de pantalones.

Recordó entonces el primer día que habían pasado juntos. Se habían divertido una barbaridad, primero viendo el edificio de Dorchester y luego de compras, como dos recién casados que iniciaban una vida nueva. Era increíble que hubiese amasado tantos recuerdos buenos en tan pocos días. Y nunca los olvidaría. Había tenido el privilegio de asomar la cabeza al paraíso. Sin tomar los votos matrimoniales, había tenido la oportunidad de experimentar cómo era vivir casado con una mujer preciosa, compartir su cama… y una pasión que jamás había creído posible.

Le habría gustado poder pasar más tiempo con Laurel, tal vez un mes o dos. Había bastado una semana para que dejase de ser tan cínico respecto al amor y empezar a creer que era capaz de ser feliz junto a una mujer.

Guardó a continuación los calzoncillos, los calcetines y los vaqueros. Tenía la sensación de que había sacado la ropa de la bolsa el día anterior. Suspiró. La quería, eso era evidente. Pero era un sentimiento tan novedoso que no se fiaba. Vivir con Laurel había sido maravilloso. Pero no podría comprobar si lo que sentía por ella era auténtico si no ponía distancia y dejaba pasar unos días sin verla.

La puerta se abrió mientras cerraba la cremallera de la bolsa.

– ¿Cómo te ha ido? -preguntó tras girarse y ver a Laurel.

– Como esperaba -dijo ella encogiéndose de hombros-. Se niega a darme el dinero, así que marcho.

– ¿Estás segura? Quizá deberías darle un poco más de tiempo.

– No -Laurel fue al armario y sacó un par de maletas-. Estoy bien. Tengo un poco de dinero ahorrado y puede que consiga ponerme a trabajar como profesora. Necesito encontrar un apartamento, pero, hasta entonces, puedo quedarme en casa de un par de amigos. A ver si Nan Salinger me puede hacer un hueco. La conociste el día de mi boda. Era mi dama de honor.

– Puedes venir a mi apartamento -sugirió Sean-. Es grande.

Aunque no esperaba que aceptase, rezó por si hubiera suerte. No soportaba la idea de pasar un día y una noche enteros sin tocarla.

– Gracias, pero necesito hacer esto sola – dijo Laurel-. Ya es hora de que aprenda a valerme por mi cuenta, sin depender de los demás.

– ¿Y el centro?

– No sé. Intentaré sacarlo adelante sin el dinero del fideicomiso, aunque va a ser complicado. Todo parecía mucho más fácil con esos cinco millones de dólares. En fin, llamaré a Amy para decirle que mi situación ha cambiado.

– Los empleados de Rafe están con el plano y la tasación todavía.

– Quizá deberías llamarlos para que no se molestaran en seguir -murmuró Laurel.

– No. Maldita sea, Laurel, ese centro es una buena idea. Presenta el proyecto a la fundación aunque no tengas el fideicomiso. ¿Qué puedes perder?

– Deberías alegrarte de que todo esto termine -dijo ella-. Ahora podrás volver a la normalidad.

– Empezaba a sentir que lo normal era esto.

– No, esto sólo era una farsa. Como un truco de magia. Chasquearemos los dedos y habrá desaparecido.

Sean le agarró una mano y entrelazó los dedos.

– No ha sido todo una farsa. Y no va a desaparecer tan fácilmente.

Quería besarla, arrastrarla a la cama y convencerla de que no había cambiado nada entre ella. Pero si su relación acababa ahí, besarla sólo haría más difícil ese final.

– Puede que no -Laurel esbozó una leve sonrisa. Agarró el bolso y sacó el talonario.

– No quiero tu dinero -dijo Sean irritado. ¿Tan sencillo le resultaba a ella?, ¿podía expulsarlo de su vida sin más contemplaciones? Había creído que habían sentado las bases de un vínculo especial. Se metió la mano en el bolsillo, sacó el primer cheque que Laurel le había dado y se lo entregó.

– ¿Qué es esto?

– Un donativo -contestó-. Para el Centro Artístico Louise Carpenter Rand. Quédate tu dinero. Basta con que me envíes un recibo para que pueda deducírmelo en la declaración de impuestos -añadió guiñándole un ojo.

Laurel miró el cheque. Le temblaba el labio inferior. Cuando levantó la vista, tenía los ojos poblados de lágrimas.

– Voy a echarte de menos. Sean Quinn. Sean le puso una mano en la nuca y la acercó para darle un beso suave.

– Ha sido un buen matrimonio -comentó.

– Sí -Laurel sonrió entre lágrimas-. Quizá haya sido tan bueno porque no estábamos casados en realidad.

– Si necesitas algo, cualquier cosa, quiero que me llames, Laurel -dijo Sean al tiempo que le acariciaba una mejilla. Luego sacó la cartera y le entregó una tarjeta-. Ahí tienes el número del móvil y el fijo. Y siempre puedes localizarme en el pub. Sabrán dónde estoy.

– Gracias.

Sean quiso pronunciar las palabras, abrazarla y suplicarle que viviese con él. Pero Laurel tenía razón. Habían vivido una fantasía. La luna de miel había terminado y Sean no podía estar seguro de que lo que habían compartido fuera a durar.

– Debo irme -dijo, consciente de que si aguantaba un minuto más podría rendirse.

– Nos vemos -Laurel le dio un abrazo. Luego, Sean se echó la bolsa al hombro, se dio la vuelta y salió de la habitación sin mirar atrás por miedo a que le fallaran las fuerzas.

Mientras bajaba las escaleras, vio a Alistair abajo y se paró a estrecharle la mano.

– Gracias por todo, Alistair. Preparas unos desayunos estupendos.

– Gracias, señor Sean.

– Basta con Sean -dijo y miró escaleras arriba-. Cuida de ella, ¿de acuerdo?

– Eso debería ser asunto suyo -dijo el mayordomo.

– Ojalá lo fuera, pero no estoy seguro de ser el hombre adecuado -Sean negó con la cabeza.

– Creo que es usted el único hombre adecuado, señor.

Sean le dio una palmada en el hombro y se dirigió hacia la salida. Pensó en pasar por la biblioteca para decirle un par de cosas a Sinclair, pero al final decidió marcharse, despedirse de la maldición de los Quinn, de la mujer a la que se suponía que estaba destinado. Sean no estaba seguro de si acababa de cometer el error más grave de su vida o si acababa de evitar que le rompieran el corazón. Pero tenía la impresión de que no tardaría en averiguarlo.

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