Capítulo 4

Sean cerró la puerta del dormitorio y se recostó contra ella mientras Laurel avanzaba hacia la cama de matrimonio. La habitación, como el resto de la mansión, estaba llena de antigüedades caras y telas bonitas, nada que ver con la casa destartalada en la que se había criado o el piso en el que vivía en Southie.

Todo eran recordatorios de que pertenecían a mundos distintos. El cheque de diez mil dólares que tenía en la cartera representaba una fortuna para él, la oportunidad de establecer su negocio. Para Laurel, en cambio, era calderilla. Y, en el fondo, no podía culparla. De presentársele la ocasión de ganar cinco millones de dólares, Sean probablemente habría arriesgado algo más que dinero.

Mientras se movía por la habitación, siguió con la mirada su cuerpo esbelto, sus bellas facciones. Había conocido a muchas mujeres guapas, pero la belleza de Laurel las eclipsaba a todas. No era como las mujeres con las que solía verse. Ella… tenía clase. Era inteligente. Y estaba fuera de su alcance.

– Creo que esta noche nos ha ido bastante bien -comentó ella al tiempo que acariciaba un conejito de porcelana que había sobre la mesilla de noche.

– ¿Crees que sospecha algo? -preguntó Sean después de dejar el libro sobre una mesa junto al sofá.

– ¿Y tú?

Sean se encogió de hombros. La entrevista con Sinclair había sido cuando menos extraña. El anciano no parecía interesado por el matrimonio de su sobrina. Apenas se había fijado en que Laurel estaba en la biblioteca, de ocupado que estaba con sus monedas. Pero a Sean no lo engañaba.

– Tu tío quiere que creas que le falta un hervor.

– ¿Un hervor? -repitió ella-. ¿Es una broma de vegetarianos?

– No, quiero decir que está un poco…

– ¿Tronado? -Laurel sonrió.

– Pero en realidad no lo está. Sólo quiere hacértelo creer. En realidad tiene una cabeza muy lúcida.

Laurel retiró la cubierta de la cama.

– Nunca he logrado entenderlo. Mi madre murió cuando tenía diez años y mi padre cuando tenía diecinueve. Tío Sinclair se hizo cargo de mí. Es toda mi familia… Pero ni siquiera sé qué siente por mí.

– ¿Te importa? -preguntó Sean.

Laurel se sentó en un borde de la cama, puso las manos en el regazo y se miró las uñas. Sean contuvo el impulso de sentarse junto a ella y abrazarla. Se había pasado toda la velada interpretando al marido modélico, tocándola de vez en cuando, sonriendo cuando decía algo, sujetándole la mano cuando hablaba con su tío. Le había parecido muy natural, pero, una vez a solas, no le bastaba con eso. ¿Dónde terminaba la farsa y dónde empezaba el deseo?

– Sería bonito saber que hay alguien en el mundo que me quiere -contestó Laurel-. Tú tienes familia. Seguro que te quieren mucho.

Sean se acordó de su madre. Aunque sabía que siempre podría contar con su padre y sus cinco hermanos, todavía no había resuelto su relación con Fiona Quinn.

– Supongo -contestó.

Sería tan fácil confiar en Laurel, abrirle el corazón y compartir con ella problemas que siempre se había callado. Pero debía recordar que Laurel era una mujer y que, por tanto, no debía fiarse de ella.

– Háblame de tu familia -le pidió Laurel.

Sean se apartó de la puerta, se acercó por su bolsa y terminó de sacar camisetas y calzoncillos.

– No tienes por qué darme conversación – contestó. Luego, al ver la cara de Laurel, lamentó haber sido tan brusco. Se sentó a su lado y le agarró una mano-. Perdona, es que no suelo hablar de esas cosas. Deportes, el tiempo, actualidad… hasta ahí me manejo.

– No, tienes razón. No tenemos por qué hablar de temas personales. Conviene que recuerde que sólo estás haciendo un trabajo.

– Es lo que querías, ¿no?

Laurel asintió con la cabeza. Después retiró la mano y se levantó.

– Voy a darme una ducha… ¿o prefieres entrar al baño tú primero?

– No, adelante -dijo él-. ¿Cómo vamos a hacer para dormir? -preguntó entonces, tras echar un vistazo a la habitación.

Laurel miró hacia la cama. Por un momento, Sean pensó que lo invitaría a compartirla. Aunque la perspectiva resultaba tentadora, prefirió no jugar con fuego y apuntó hacia un sofá que había en un lateral de la habitación.

– Me arreglaré en el sofá -dijo.

– No, quédate tú con la cama -contestó ella al tiempo que agarraba una colcha-. Ese sofá es demasiado pequeño para…

– En casa duermo en el sofá constantemente -Sean le quitó la colcha-. Si no es cómodo, siempre puedo tirarme al suelo.

– Está bien -Laurel agarró un albornoz-. Voy a ducharme.

Cuando la puerta del baño se cerró, Sean soltó el aire que había estado conteniendo. Había creído que sería un trabajo sencillo, pero la tensión que había entre los dos hacía que cada segundo que pasaban juntos fuese una auténtica tortura. Casi le entraban ganas de volver a la biblioteca a seguir hablando con su tío.

Sean se acercó a la puerta del cuarto de baño y oyó el correr del agua. Se imagino a Laurel desnudándose, metiéndose bajo el agua, dejando que se deslizara por su cuerpo… pasando las manos enjabonadas por…

Sean maldijo para sus adentros y se alejó. ¡Era una locura! ¿Cómo pretendía que conviviese con ella como si fuese su marido y no pensar en los placeres que un marido solía compartir con su mujer?

Se mesó el pelo y fue hacia la puerta. No iba a estar ahí parado hasta que Laurel saliera del baño con la piel húmeda y el albornoz pegado al cuerpo. Tenía que encontrar alguna distracción hasta que se metiera en la cama y apagase las luces.

Bajó las escaleras con sigilo. Cuando llegó a la puerta de la cocina, la empujó y se frenó, sorprendido al encontrarse a Alistair todavía despierto.

– Creía que se había acostado -comentó sonriente el hombre.

– Extraño la casa -dijo Sean-. Creo que tardaré un par de noches en acostumbrarme.

– ¿Quiere que le prepare algo?

– ¿Hay cerveza?

Alistair asintió con la cabeza y sacó dos botellas de una nevera enorme.

– ¿Quiere vaso? -le preguntó tras abrirlas.

– No, gracias -Sean dio un sorbo largo y miró la botella-. Guinness.

Alistair se sirvió su cerveza en una copa de media pinta.

– De vez en cuando, me apetece tomarme una cerveza negra.

– Mi padre tiene un pub irlandés en Southie y… -Sean se dio cuenta de que acababa de delatarse-. Quiero decir, que he estado en un pub…

– No se moleste -dijo Alistair-. Sé que es un juego.

– ¿Un juego? -Sean trató de mantener la calma-. No sé a qué te refieres.

– Podía decirme su nombre -dijo Alistair.

– Edward. Edward Garland Wilson -contestó Sean. Cuando el mayordomo enarcó una ceja, supo que era inútil-. Está bien. Me llamo Sean Quinn. ¿Cómo lo has sabido?

– No se parece nada al hombre del que Laurel hablaba. Sé que su tío la ha presionado mucho para que se case y que estaba ansiosa por conseguir el dinero de su padre. ¿Qué ha sido de Edward?

– No pudo ir a la boda.

– La verdad es que no estaba seguro ni de que existiera. ¿Y cómo se ha visto enredado en esta historia con la señorita Laurel?

– Necesitaba un marido y me hizo una oferta que no pude rechazar.

– Entiendo, ha tomado el toro por los cuernos -Alistair sonrió-. No me sorprende. La señorita Laurel siempre ha sido así.

– Supongo que está acostumbrada a salirse con la suya -comentó Sean.

– No crea que es una mujer mimada, en absoluto. Pero cuando se empeña en algo, va directo por ello sin pensar en las consecuencias primero. Es cabezota, pero nada egoísta -Alistair dio un sorbo y se limpió la espuma del labio superior-. No la culpo. Sinclair Rand juega con ella como un gato con un ratón. La señorita Laurel no tuvo una infancia fácil y Sinclair no la ha ayudado mucho de mayor. Siempre han estado enfrentados, a ver quién era más testarudo. La madre de Laurel murió cuando tenía diez años, y su padre nueve años después. Fue muy duro para ella.

– Perdí a mi madre cuando tenía tres años -comentó Sean.

– Entonces comprende lo que digo. Luego permanecieron varios minutos en silencio, bebiendo su cerveza y ensimismados en sus propios pensamientos. Alistair parecía conocer a Laurel mejor que nadie, incluido su tío, y Sean se alegraba de aquella oportunidad para conocer más cosas de ella.

– ¿Qué les pasó a sus padres?

– El padre de Laurel, Stewart Rand, era mayor cuando se casó con la señorita Louise. Era bailarina y actriz. Él y su hermano, Sinclair, habían reunido una gran fortuna y el señor Stewart estaba decidido a disfrutar del dinero en sus últimos años. A Sinclair no le gustaba Louise Carpenter. Se llevaban veinticinco años y le parecía una elección desafortunada.

– ¿Cómo murió? La madre -aclaró la pregunta Sean.

– La señorita Louise murió de cáncer tres días después de su duodécimo aniversario de boda. Laurel y su madre estaban muy unidas, lo hacían todo juntas. Su madre la apuntó a clases de teatro y ballet. Se matricularon en pintura y escultura. Mientras la mayoría de las niñas estaban jugando con muñecas, la señorita Louise se llevaba a Laurel a museos, óperas y conciertos sinfónicos. En su día creía que Laurel sería actriz. Pero todo cambió después de morir la señorita Louise. El señor Stewart se olvidó de la niña y tuvo que crecer sola. Falleció nueve años después. Sufrió un infarto al poco de entrar Laurel en la universidad. Quizá pensó que había terminado de educarla y que por fin podía reunirse con su esposa.

– Y Sinclair se hizo cargo de ella -comentó Sean.

– La miraba como si fuera un incordio, un motivo de vergüenza, como si le recordara que su hermano había sucumbido a los más bajos instintos. Tras salir de su casa, Laurel empezó a florecer, volvió a pintar y bailar, hasta intervino en varias obras de teatro. Pero Sinclair insistió en que estudiase algo práctico, decidió que hiciese Magisterio, amenazándola con no pagarle los estudios si se negaba a ir a clase.

– No sabía que fuera profesora.

– Hasta junio pasado, daba música en un instituto en Dorchester -contestó Alistair-. Le encanta dar clases. Y los niños. Pensaba que por fin había encontrado su lugar en el mundo, pero luego decidió casarse y dimitir. Fue una sorpresa para todos.

Tardó un rato en asimilar la información. Había dado por sentado que Laurel vivía de las rentas de su familia y que no era más que una niña mimada encaprichada con salirse con la suya.

– ¿Por que le importa tanto el dinero de la herencia?

– Quizá para ser independiente -Alistair se encogió de hombros-. Podría irse de casa e iniciar una nueva vida, apartarse de Sinclair. Pero el la retiene por todos los medios a su alcance. Creo que, a su manera, se ha encariñado de ella.

– ¿Le vas a decir a Sinclair lo nuestro? -pregunto entonces Sean.

– Esto es entre la señorita Laurel y su tío – dijo el mayordomo, negando con la cabeza-. A usted lo han pillado en medio, nada más. Veremos cómo se desarrollan los acontecimientos, ¿no?

– Lo veremos -Sean dio un sorbo a su cerveza-. Ha sido un placer hablar contigo -añadió sonriente.

– Buenas noches, señor Edward.

Mientras andaba por la casa a oscuras, se vio obligado a reconocer que podía haberse formado una idea equivocada sobre Laurel. Tal vez no fuera codiciosa. Se había precipitado al juzgarla. De modo que le concedería el beneficio de la duda. Al fin y al cabo, era su esposa. Era lo menos que podía hacer.


Laurel se volteó en la cama y dio un puñetazo a la cama, incapaz de relajarse. Aunque debía haber estado agotada, estaba tensa. Había supuesto que encontraría a Sean en el sofá al salir del cuarto de baño, pero se había marchado. Presa del pánico, había bajado las escaleras, hasta oír su voz, procedente de la cocina. -Tranquila -se dijo-. No se va a ir. Pero quizá no fuesen suficientes veinte mil dólares. Podía ofrecerle más, teniendo en cuenta que en realidad no tenía ni los veinte mil. Sólo podría pagarle si su plan tenía éxito y Sinclair le entregaba su herencia. Y en ese caso, no significarían mucho unos miles de dólares más o menos.

Laurel gruñó y se puso la almohada sobre la cara. Un mes de noches durmiendo en la misma habitación que Sean Quinn. Un mes de días viéndolo moverse, oyendo su voz, mirando su cara. ¡Sería imposible controlarse! Aunque no se había enamorado de Edward, le había caído suficientemente bien como para casarse con él. Se había limitado a ser pragmática.

Como apenas había existido chispa entre Edward y ella, no había tenido que preocuparse por desafueros pasionales. El hecho de que no mantuviesen relaciones sexuales probaba que su relación no pasaba de ser amistosa. Por muy caballeroso que le hubiera parecido que Edward le pidiera esperar a estar casados. Frunció el ceño.

– Eso debería haberme hecho sospechar – murmuró-. Ningún hombre deja escapar la oportunidad de acostarse con una mujer dispuesta.

Aunque quizá no fuera Edward. Sino ella. Quizá no había querido sacar su lado apasionado. Había visto a su padre desmoronarse tras la muerte de su madre. Durante nueve años, había llorado la ausencia de su esposa, incapaz de volver a interesarse por la vida. Esa clase de amor y deseo la asustaba, Y no había querido compartir unos sentimientos tan intensos… hasta conocer a Sean Quinn.

Laurel exhaló un suspiro. De repente, Sean había despertado todas esas emociones poderosas, dormidas hasta entonces, y no sabía qué hacer con ellas. Por primera vez en la vida, deseaba realmente a un hombre.

Tapada bajo la almohada, oyó abrirse la puerta de la habitación y el golpecito al cerrar.

– Has vuelto -dijo al tiempo que se incorporaba sobre la cama.

– Estás despierta -dijo él a la tenue luz que se filtraba por la ventana.

Laurel estiró un brazo, encendió la lámpara y se mesó el pelo.

– No puedo dormirme. Supongo que será el desfase horario. En Hawai ahora es de día.

Sean puso una botella de cerveza sobre la mesa pegada al sofá y se quitó el jersey. Luego se sentó y se quitó los zapatos y los calcetines.

– Has tenido un día ajetreado.

– Sí… Estabas hablando con Alistair -contestó Laurel sonriente-. Fui a buscarte. ¿De qué habéis hablado?

– Nada especial.

– Creía… creía que te habías marchado. Para siempre.

– Tenemos un trato. No voy a echarme atrás -aseguró él.

Laurel se sorprendió mirando el torso desnudo de Sean. Al levantar los ojos, advirtió que la había pillado.

– No… no te culparía si quisieras irte. Es una locura de plan.

– Lo es -Sean echó mano a los botones de los vaqueros y ella apagó la luz. Tardó unos segundos en que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad de nuevo y, para entonces, Sean ya estaba en calzoncillos. Laurel tragó saliva. Quizá no se había sentido así de atraída hacia Edward porque no tenía el cuerpo de un dios griego.

– Quizá debieras decirme por qué te importa tanto ese dinero -comentó él tras sentarse en el sofá.

– Quiero hacer algunas cosas -murmuró Laurel-. Y quiero empezar a hacerlas ya.

– ¿Por ejemplo? -Sean se levantó, dio unos pasos y se sentó en un borde de la cama-. Cuéntamelo.

Apenas podía verlo, pero sentía el calor de su cuerpo, oía el sonido suave de su respiración. Sean le agarró la mano, entrelazó los dedos y la levantó para darle un beso en la palma.

– Ten… tengo un plan -dijo ella-. Quiero hacer algo bueno con el dinero. Pero no puedo hablar del tema. Me da miedo gafarlo.

– Puedes contármelo, Laurel -insistió Sean justo antes de besarle la punta de un dedo. Laurel tembló, dio gracias por no tener ningún secreto embarazoso. Porque no podría mantenerlo si Sean seguía haciendo eso-. He visto un edificio antiguo en un barrio de Dorchester y quiero abrir un centro artístico. Habría clases extraescolares de teatro, música, baile, puede que pintura… Deberías ver el edificio, es perfecto. Espacioso, con una parada de autobús justo al lado. Y tiene dos institutos muy cerca -añadió tras encender la luz una vez más, emocionada de pronto por poder compartir su proyecto.

– ¿Para eso quieres el dinero?

– Cuando era pequeña, mi madre me matriculó en clases de pintura y ballet -respondió ella al tiempo que asentía con la cabeza-. Cuando murió, no podía pensar en esa parte de mi vida, porque me recordaba demasiado a ella. Me dolía demasiado. Pero luego empecé a dar clases de música y recuperé la pasión por el arte.

– Es una idea estupenda.

– ¿De verdad te lo parece? -Laurel le apretó la mano.

– ¿Quién sabe? Un centro así podría haberme cambiado la vida.

– Yo te he dicho mis secretos -dijo ella sonriente-. Ahora te toca contarme los tuyos.

– No tengo secretos -contestó Sean.

– Te prometo que no te juzgaré -Laurel le agarró la mano y empezó a besarle las puntas de los dedos. Luego lo miró a los ojos y sintió una descarga eléctrica. A veces le parecía que la deseaba. ¿Acaso fantaseaba con ella de la misma forma que ella con él?

– De acuerdo -dijo Sean-. Hazme hueco. Laurel se desplazó a un lado de la cama y Sean se tumbó a la derecha. La proximidad de su cuerpo, el roce casual de su hombro al recostarse… ¡resultaba todo tan excitante!

– No tuve la mejor de las infancias -arrancó él-. Mi padre era pescador y estaba fuera de casa todo el tiempo. Mi madre se marchó cuando tenía tres años. Mis hermanos y yo crecimos solos. Yo… me sentía confundido. Y furioso. Y rebelde.

– ¿Te metiste en algún lío?

– Di un par de pasos en lo que podía haber sido una prometedora carrera como delincuente.

– ¿Y qué te hizo cambiar?

Sean se encogió de hombros, gesto al que recurría habitualmente. Se encogía de hombros cuando necesitaba más tiempo para pensar, siempre midiendo lo que desvelaba de él, sin dejar que nadie lograra conocerlo. Era un hombre de pocas palabras y Laurel había aprendido a apreciar esa cualidad.

– Cometí bastantes delitos sin importancia. Hasta que un día robé un coche y me pasé una noche en el calabozo. Me di cuenta de que estaba a punto de perder las riendas de mi vida. Aunque todavía tardé un tiempo en tomarlas. Me echaron de unos cuantos trabajos, salí rebotado de la academia de policía. Luego me apunté a unos cursos y me saqué el título de detective privado.

– Y ahora te ganas la vida rompiendo bodas -bromeó Laurel y Sean rió.

No reía a menudo, así que le pareció un triunfo. Sean confiaba lo suficiente en ella para mostrarle ese lado de su vida que solía esconder. Siempre había creído que guardaba muchas cicatrices de la infancia, pero no tenía ni cicatrices: las heridas seguían abiertas.

– Creo que te hice un favor -dijo él después de pasarle un brazo por los hombros y atraerla hacia sí.

Laurel apoyó la mano sobre el torso de Sean y la miró subir y bajar con la respiración.

– Yo también lo creo -murmuró-. Me has salvado.

Lo miró con la esperanza secreta de que la besara. Y, entonces, la besó, con dulzura, delicadeza, vertiendo en su boca un mar cálido de sensaciones. Laurel se preguntó si sería consciente del poder que tenía sobre ella, de cómo un simple beso podía hacerle perder el sentido.

– Creo que necesitas descansar -susurró Sean, apartándole de los ojos un mechón de pelo.

Laurel se acurrucó contra él. De repente, se sintió exhausta.

– Estoy cansada.

– Estaré aquí cuando despiertes -dijo él. Sintió sus labios en la frente y sonrió. Quizá ese matrimonio no fuese tan malo después de todo. Si encontraba la forma de retenerlo en la cama, podría ser mucho mejor de lo que había esperado.


Sean abrió los ojos y se encontró en una cama extraña. Por un instante, no supo dónde estaba. Pensó si habría bebido mucho la noche anterior, pero no le dolía la cabeza. Se incorporó despacio sobre los codos y miró a su alrededor.

– Laurel -murmuró antes de recostarse de nuevo sobre la almohada. Se tumbó boca abajo y cerró los ojos. Nunca había pasado una noche entera en la cama de una mujer. Y el tiempo que había compartido siempre había sido por un intercambio sexual.

Aunque no habían llegado a tener un contacto íntimo, la idea de hacer el amor con Laurel le había rondado por la cabeza. Pero ella misma lo había dicho: la había salvado. Y si quería evitar la maldición de los Quinn, tendría que controlarse.

La puerta del cuarto de baño se abrió. Con la mejilla apoyada todavía sobre la almohada, Sean miró salir a Laurel. Llevaba un albornoz fino que se abría a la altura de los pechos.

Laurel miró hacia la cama, pero debió de parecerle que Sean estaba dormido. Un segundo después, dejó caer el albornoz, ofreciéndole una vista tentadora de su trasero. Contuvo la respiración mientras la miraba sacar unas braguitas y un sujetador del armario.

Estuvo a punto de emitir un gruñido mientras deslizaba los ojos desde su nuca hasta los pies. Tenía un cuerpo precioso, de curvas perfectas y una piel como la seda. Después de verla desnuda, no pudo evitar que le sobreviniera una erección. Sean sabía que debía dejar de mirar o, al menos, avisarla de que lo estaba haciendo. Pero esperó a que terminara de ponerse una blusa para moverse. Cuando lo hizo, ella se giró de inmediato.

– Buenos días -lo saludó Laurel mientras sacaba del armario una faldita floreada-. ¿Estás despierto?

Sean se incorporó, hizo como si estuviera más dormido de lo que en realidad estaba. En verdad la sangre le corría torrencialmente por las venas y el corazón le latía tanto, que podría haberse levantado y hacer cinco kilómetros en tiempo récord.

– Sí -murmuró. Estaba más despierto de lo que quisiera incluso.

– Levántate -le dijo ella-. Quiero llevarte a un sitio -añadió al tiempo que se acercaba a la cama.

Se sentó en el borde sin molestarse en terminar de vestirse. La desnudez de sus piernas no contribuyó en absoluto a aliviar la incomodidad de Sean.

– Dame un segundo -contestó éste. Laurel le agarró una mano y dio un tirón, pero él la atrajo hasta hacerla tumbarse sobre el colchón a su lado. Quería besarla, recorrer esas piernas increíbles con las manos. Pero Sean sabía que así no conseguiría rebajar… su estado.

– He dormido de maravilla -comentó entonces Laurel sonriente, tras sentarse de nuevo en la cama, con las piernas cruzadas frente a él-. Creía que notaría el cambio horario, pero estoy descansadísima. Me siento radiante. Y me muero de hambre. Deberíamos salir a desayunar algo.

– Me vendría bien un café -dijo Sean. Eso y una ducha fría-. ¿Crees que Alistair tendrá preparado?

– Deduzco que no eres una persona madrugadora.

– ¿Ya es de día?

– El sol ha salido. Son casi las nueve. Tenemos todo el día por delante. Venga, podemos tomar un café de camino -insistió Laurel-. Dúchate rápido y nos vamos.

Era normal. Una reacción natural. Una respuesta fisiológica común a la de muchos hombres al amanecer. Se levantó. Laurel se recreó en su torso desnudo, luego bajó hasta más allá de la cintura, hasta advertir el bulto evidente de los calzoncillos. Carraspeó y desvió la mirada.

– Aunque también te puedo ir preparando yo el café -añadió. Luego se puso la falda y salió de la habitación corriendo.

Cuando cerró la puerta, Sean se quitó los calzoncillos y echó a andar hacia el cuarto de baño. Entonces se abrió la puerta de nuevo. Sean se quedó helado. Giró la cabeza hacia airas y vio asomar la de Laurel.

– Perdón -murmuró esta y entornó hasta dejar abierta sólo una rendija-. ¿Azúcar? -preguntó casi sin voz.

– No.

Laurel cerró la puerta y Sean esperó. Tal como había previsto, Laurel abrió de nuevo.

– ¿Leche?

– Un poco, por favor.

Cuando volvió a cerrar la puerta, Sean sonrió. Teniendo en cuenta cómo la afectaba verlo sin ropa, quizá fuese la mejor forma de mantener las distancias.

Sacó de su neceser el cepillo de dientes y entró en el baño. Nada más hacerlo, se paró. Suspiró. Era casi tan grande como el dormitorio de su apartamento. Una bañera enorme se extendía a lo largo de una pared, cerca de la cual había una ducha. El mueble del lavabo, lleno de cosméticos, lociones y perfumes, tenía dos senos con remates de oro. Hasta el retrete tenía clase.

Sean abrió el grifo de la ducha. El olor del champú de Laurel envolvió la pieza de inmediato. Se lavó los dientes deprisa, corrió la mampara y entró en el plato. Exhaló un gemido de placer al sentir el agua sobre el cuerpo.

Como el resto de las cosas de la mansión, la ducha era funcional y lujosa. Echó la cabeza hacia atrás mientras se masajeaba el pelo. Luego se frotó con jabón. No quería pasarse el día oliendo a Laurel. Bastante le costaba ya no pensar demasiado en ella.

Estaba tan a gusto, que se quedó bajo el chorro de agua hasta que los dedos empezaron a arrugársele. El baño se había llenado de vapor cuando salió de la mampara y se cubrió con una toalla alrededor de la cintura. Al salir del baño, se encontró a Laurel esperándolo en la habitación, sentada en la cama con una bandeja llena de comida.

– Alistair nos ha preparado el desayuno – dijo-. Dice que todavía seguimos en nuestra luna de miel.

Estuvo a punto de decirle que el mayordomo sabía la verdadera naturaleza de su relación, pero decidió no revelárselo por el momento. Se guardaría el secreto para otra ocasión. Quería que la farsa continuase un poco más… por ver adonde los conducía.

Sean se reajustó la toalla al tiempo que se preguntaba qué ocurriría si la dejaba caer al suelo. ¿Saldría Laurel corriendo?, ¿o lo tumbaría sobre la cama para explorar su cuerpo con las manos? Echó a un lado cualquier fantasía a fin de no tener una nueva erección.

– Hay de todo -dijo ella mientras masticaba un cruasán-. Huevos fritos, champiñones, beicon, salchichas. Ideal para tener un infarto.

– Hay una cosa que me apetece más -dijo Sean sonriente.

– ¿El qué? Si quieres, llamo a Alistair, que te lo prepare.

Sean le puso un dedo bajo la barbilla y le giró la cara hacia él.

– Esto es lo que quiero -contestó un instante antes de cubrir su boca y saborear la mermelada de fresa con que había untado el cruasán.

No se retiró de inmediato, sino que permaneció sobre sus labios hasta satisfacer ese apetito en concreto. Había estado conteniéndose demasiado tiempo. Y aunque había sucumbido y admitido lo atraído que se sentía hacia Laurel, un par de besos y caricias no significaba que hubiese caído víctima de la maldición de los Quinn. Sólo estaba siguiendo su instinto natural. Laurel era una mujer bella y él no era de piedra. Pero cuando llegara el momento de marcharse, lo haría sin dificultad.

– Una forma estupenda de empezar el día -comentó Sean tras poner fin al beso y partir un trozo de salchicha.

– ¿Lo dices por el desayuno? -preguntó Laurel, todavía un poco sorprendida.

– No, por el beso -Sean sonrió-. Aunque la comida también está rica.

Mientras disfrutaban del desayuno, Sean pensó que no le costaría acostumbrarse a esos lujos. Le estaban pagando un sueldo generoso por estar junto a una mujer hermosa. Y Alistair era un cocinero maravilloso. Todo era perfecto.

Pero al ver a Laurel meterse un trozo de tortilla entre los labios, todavía hinchados por el beso, comprendió que todavía podían mejorar las cosas… y complicarse al mismo tiempo.

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