Capítulo 5

Motas de polvo flotaban el aire cuando Sean y Laurel entraron en el viejo edificio. Los ventanales estaban rotos, cubiertos de mugre, señal de que el lugar llevaba un tiempo vacío. Olía a cerrado y a humedad, hacía calor en medio de una tarde de principios de septiembre.

– ¿Qué te parece? -preguntó ella. Sean miró a su alrededor. La veía tan emocionada con el sitio, que le daba miedo reconocer que había esperado algo más acogedor.

– Creo que tienes bastante trabajo por delante.

– Lo sé -contestó entusiasmada Laurel-. Pero será un centro fantástico. Y es probable que consiga alguna subvención para las obras de rehabilitación. Lo primero que voy a hacer es contratar a alguien a quien se le dé bien recaudar fondos. Los cinco millones no durarán mucho si no entra dinero.

– ¿Y si tu tío no te da el dinero?

– Tengo que ser positiva. Seguro que me lo dará -dijo ella con un ligero tono de ansiedad-. No puedo dejar escapar este sitio. Es perfecto.

A Sean no le parecía tan perfecto. De hecho, era lo menos parecido a la perfección que se le ocurría. Pero no podía combatir el entusiasmo de Laurel.

– ¿Cómo puedes estar tan segura de que esto es lo que quieres hacer?

Laurel se giró despacio, abarcando con la mirada la habitación entera.

– Simplemente lo estoy. Es como si mi pasado se hubiese conectado con mi presente. En algunos momentos me he sentido… a la deriva. Cuando mi padre murió, me sentí sola, desarraigada. Este sitio representa la oportunidad de recuperar mis raíces.

– Tiene que ser estupendo estar tan segura -comentó Sean.

– ¿Tú no lo estás?

Lo cierto era que Sean nunca había estado seguro de nada en su vida. Siempre había estado a la espera de la siguiente mala noticia, del siguiente desastre que llamara a su puerta. Sólo había una persona en la que de verdad podía confiar y apoyarse: él mismo.

– Sí -mintió.

– Lo llamaré Centro Artístico Louise Carpenter Rand -dijo Laurel-. En honor a mi madre,

– ¿Y si tu tío te pide alguna prueba antes de darte el dinero?, ¿que le enseñes la licencia de matrimonio?

– Ya me las arreglaré. La verdad es que mi padre no era consciente de lo que hacía poniéndome bajo el poder de Sinclair. De haberlo sabido, no le habría hecho custodio de mi fideicomiso. Y sé que me apoyaría si estuviera vivo. A mi madre también le habría encantado este proyecto. Tengo que ser positiva -repitió Laurel. Luego fue apuntando a distintos puntos del local-. Ahí estará la sala de baile. Pondremos espejos en toda la pared y cambiaremos el suelo. Y allí pondré una sala con caballetes para pintar. Detrás de esa pared estarán los materiales. Y abajo me gustaría hacer una pequeña galería para que la gente del barrio pueda acercarse y ver lo que hacen los alumnos -añadió justo antes de dar un giro de bailarina.

– Podías probar a contarle tus planes a Sinclair -dijo Sean tras sujetarla por la cintura-. Quizá te apoye.

– No lo conoces -Laurel negó con la cabeza-. Su concepto de las mujeres debió de formarse allá por la época de los neandertales. Para él, mi único futuro es casarme y tener hijos. Su idea del marido perfecto no tiene nada que ver con el amor. Basta con que sepa llevar la cuenta de mi dinero.

– ¿Querías a Edward? -le preguntó Sean de pronto. No quería saber la respuesta, pero tema que hacerlo.

– No -contestó Laurel tras considerar la respuesta unos segundos-. Pero ha sido el único hombre que me ha pedido que me case con él. Y creía que era la clase de hombre con quien podría convivir. Me conformaba con eso.

– Te vendes por poco -dijo él.

Sean la soltó y se acercó a examinar una puerta rota. ¿Por qué no veía lo maravillosa que era? Era guapa, atractiva, inteligente, la clase de mujer con la que cualquier hombre soñaba,

– ¿Cómo puedes saberlo? -Laurel siguió a Sean-. ¿Crees que debería renunciar a mis sueños y esperar a que un hombre acudiera en mi rescate? Quiero tomar las riendas de mi vida y no podré hacerlo si Sinclair no me da mi dinero,

– Busca el dinero por otros medios -replicó cortante Sean.

– ¿Quién me va a dar cinco millones de dólares?

– Tú misma lo has dicho; alguna fundación, una subvención del gobierno quizá. ¿Lo has intentado?

– No me ves capaz de hacerlo, ¿verdad? – repuso irritada Laurel-. Eres igual que mi tío.

– No es eso. Yo sólo…

Un movimiento repentino sobresaltó a Laurel, que pegó un grito al ver una paloma pasar entre ambos. Un segundo después, estaba en brazos de Sean, respirando casi sin resuello.

– Sólo es una paloma -dijo éste mientras le acariciaba el pelo, al tiempo que la paloma se posaba sobre una tubería cerca del techo.

Sean esperó a que Laurel se retirase y rompiese el contacto. Pero los ojos de ella estaban clavados en su boca. Sean pasó el pulgar por el perímetro de sus labios y ella cerró los ojos. Parecía un ángel, con el sol que se filtraba por una de las ventanas bañando su cabello de luz celestial. Se acerco, rozó su boca y Laurel respondió al instante, abriéndose al beso. Era como tocar el paraíso y saborear la inmortalidad. Cada célula de su cuerpo estaba centrada en la sensación de sus labios bajo su boca.

Besar nunca había tenido el menor misterio para él. No era más que un pasatiempo agradable y un paso necesario en el proceso de seducción. Pero con Laurel era una experiencia incomparable. Parecían comunicarse con el tacto de las lenguas y los labios.

Era todo cuanto necesitaba y, al mismo tiempo, no era suficiente. Sean la rodeó con ambos brazos y la levantó sin perder el contacto con su boca en ningún momento. No sabía hacia dónde avanzaba, pero cuando llegó a un muro de ladrillo, la atrapó contra él, dejando que Laurel le rodeara la cintura con las piernas.

El beso se volvió más fogoso. Laurel plantó las manos bajo la camiseta y se la subió, torso arriba. La sensación de tener las manos sobre su piel era como una descarga eléctrica. No podía frenarse aunque quisiera. No podía.

Sin dejar de sostenerla con un brazo, Sean le desabrochó los botones de la blusa hasta poder posar la boca sobre un hombro desnudo. Tenía la falda arrugada, le acarició las piernas.

De todos los lugares posibles para perder el control, no podía haber elegido uno peor. Hacía un calor infernal y no había ningún sitio cómodo donde seguir adelante con la seducción. Si continuaba adelante, no habría vuelta atrás… porque quería hacer el amor con Laurel, explorar el resto de su cuerpo como había explorado su boca.

Llevó una mano hacia uno de sus pechos y lo ponderó sobre la palma. Siempre se había sentido incómodo con las mujeres; no en el momento de la seducción, sino con la intimidad posterior. El sexo no había sido más que una necesidad fisiológica. Pero sabía que con Laurel sería mucho más.

Sólo pensar en desnudar y dejarse arrastrar por el deseo hacía que el corazón le martilleara y la sangre le subiera de temperatura. Tenía una erección poderosa que crecía con cada roce contra el cuerpo de Laurel.

Un revoloteo de alas hizo que Laurel contuviera la respiración y Sean aprovechó la ocasión para recuperar el control. La deseaba como no había deseado a ninguna mujer hasta entonces. Pero no era el momento apropiado. Aunque sí muy pronto.

– Deberíamos irnos -murmuró.

Laurel parecía desconcertada. Sean la besó de nuevo como asegurándole que las cosas no se quedarían ahí. Luego la posó sobre el suelo.

– Supongo que no es imprescindible que actuemos como un matrimonio hasta ese punto.

– Tenemos que ser creíbles -contestó él mientras le abotonaba la blusa.

– Sí -Laurel suspiró y le acarició una mejilla-. Es verdad.

Siguieron tocándose mientras terminaban de recomponer el estado de su ropa. Laurel deslizó las manos por su torso, luego le apartó el pelo de los ojos. Y Sean aprovechó para rozarle el cabello de la nuca.

Era como si los dos supieran que lo inevitable se acercaba. Acabarían haciendo el amor y sería perfecto. Cuándo y dónde lo decidirían más adelante.


La noche estaba siendo tan húmeda y calurosa como lo había sido el día. Laurel salió hacia la terraza con vistas a la piscina. Aunque era un lujo, había insistido en que, si tenía que vivir en la mansión, Sinclair pagaría a un hombre que cuidara de la piscina.

Su tío prefería la casa que tenía en Maine, donde podía centrar toda su atención en sus monedas, sus sellos y sus demás obsesiones. Con tantas cosas que tenía para estar ocupado, ¿por qué seguía interfiriendo en su vida? Hasta la casa se había convertido en una fuente de fricción entre ambos. La mitad de la mansión le pertenecía a ella, herencia de su padre, pero la otra mitad era de Sinclair y ninguno podía venderla salvo que llegaran a un acuerdo.

Laurel se sentó en la mocheta que rodeaba la terraza. Había veces en que la mansión era una carga, otra cadena más que la ataba a su tío. Pero la sensación era muy distinta en esos momentos, estando Sean con ella. Se giró hacia las ventanas que comunicaban con el salón, iluminado por una araña de cristal que su padre había comprado en París.

Pensó entonces en el hombre que había metido en casa como si fuera su marido. Estaba sentado en la biblioteca con su tío, charlando sobre la colección de sellos de Sinclair. Sintió un ligero escalofrío. Tras el incidente de esa mañana, ambos habían intentado actuar como si no hubiese ocurrido nada. Pero cada vez que se daban un beso o se acariciaban se acercaban más al borde del abismo.

Laurel se giro hacia el césped que se extendía ante la terraza. Cerró los ojos, respiró hondo. Podría hacer el amor con él si de veras quería. Bastaría con dar el primer paso y seguir moviéndose hasta que Sean no pudiese parar.

Pero había actuado por impulsos. Nunca había pensado las cosas con calma. Porque sí, seguro que disfrutarían de una noche increíble juntos, quizá diez o veinte noches sensacionales. Pero si no tomaba precauciones, esa vez podría salir muy herida.

– ¿Qué haces aquí?

No se molestó en darse la vuelta. Sean la rodeó por la cintura y la atrajo contra su pecho. Le acarició las caderas con las manos y le dio un beso en el cuello.

– Disfruto del silencio -contestó ella.

– Acabamos de tener una discusión sobre corbatas -dijo Sean al tiempo que ponía la que llevaba puesta sobre el hombro de Laurel-. A mí ésta me gusta, pero Sinclair dice que las corbatas de hombres tienen que ser a rayas. Creo que cuestiona mi masculinidad.

– Bueno, yo la defiendo -Laurel se giró entre sus brazos y volvió a recordar el encuentro que habían tenido por la mañana, cuando Sean no había podido ocultar su excitación… y ella no había podido disimular su curiosidad. De pronto vio una imagen de su trasero desnudo. El pulso se le aceleró-. Y la corbata te sienta bien.

– Sí -dijo Sean.

– ¿Me perdonas entonces por haberte hecho pasar la tarde de compras?

Después de visitar el edificio de Dorchester, Laurel había insistido en acercarse a un par de tiendas para comprarle ropa a Sean. Aunque al principio había aceptado a regañadientes, al ver cómo disfrutaba Laurel, había terminado divirtiéndose, posando de modelo para ella.

– Esta ropa me hace parecer un hombre respetable.

Lo cierto era que estaba muy elegante y atractivo con el nuevo vestuario. La camisa se ceñía a su torso con suavidad y los pantalones le estaban perfectos.

– Está bien… aunque echo de menos tu ropa normal. Te hace parecer… peligroso.

En efecto, aparte de las camisetas y los vaqueros, Sean Quinn tenía un aire peligroso. La primera vez que lo había visto le había parecido distante y reservado. Pero luego había ido bajando la guardia, dejándole mirar detrás de sus corazas. Y lo que antes había sido frialdad había dado paso a un hombre dulce, tierno y, de alguna manera, vulnerable. Cuanto más tiempo pasaba a su lado, más cerca estaba de…

Laurel atajó el pensamiento. No, no se estaba enamorando. Quizá estaba un poco embelesada, pero no debía permitirse creer que estaban casados de verdad. Sólo era un acuerdo de negocios, nada más.

– Tu tío quiere enseñarme un sello nuevo – susurró Sean-. Me está esperando en la biblioteca.

– Te tendrá entretenido toda la noche – Laurel entrelazó las manos tras la nuca de Sean y le dio un besito en los labios-. Quédate conmigo. Acabamos de casarnos. Tiene que entenderlo.

Sean le devolvió el beso con uno más intenso. Introdujo la lengua en su boca. Laurel creyó que se detendría ahí, pero no lo hizo. Sintió sus manos por el cuerpo. Sean se sentó en la mocheta, la colocó entre sus piernas y le subió el top para darle un beso en el ombligo.

Laurel suspiró, abandonándose a la mareante sensación que huía por su cuerpo. Le agarró las manos y las subió hasta situarlas justo bajo sus pechos.

– Llévame a la cama -le pidió ella.

– No puedo -susurró Sean. El calor que llameaba en su interior se heló al instante.

– ¿No puedes?

– Sinclair me espera -dijo antes de darle otro tieso en la cadera-. Cuanto antes convenzamos a tu tío de que soy el marido perfecto, antes tendrás los cinco millones. Tienes que dejarme hacer mi trabajo.

Laurel maldijo para sus adentros. En esos momentos, el dinero le importaba un comino. Lo único que quería era seguir sintiendo las caricias de Sean.

– No tienes por qué hacer esto -dijo ella.

– Quiero hacerlo, Laurel -Sean se puso de pie y le dio un último beso-. Es por una buena causa.

Sintió un escalofrío y se frotó los hombros mientras lo veía meterse en la casa. ¿Podía haber dejado más claras sus necesidades? Aunque parecía que Sean la deseaba, quizá no le resultaba tan atractiva a pesar de todo.

Pero no tardaría en descubrirlo. En una hora o dos, se quedarían a solas en la habitación. Si entonces seguía deseándolo, sería el momento de atacar.

Por otra parte, ¿estaba dispuesta a poner en peligro el corazón a cambio de una noche apasionada?, ¿estaba dispuesta a lastimar su orgullo si Sean la rechazaba? Laurel respiró hondo y cerró los ojos. Si había un hombre por el que mereciera la pena arriesgarse, ése era Sean Quinn.

Mientras subía las escaleras, oyó el murmullo incesante de su tío, hablando desde la biblioteca. Por un momento, pensó en rescatar a Sean y llevárselo al dormitorio. Pero optó por seguir su camino y encerrarse sola en la habitación.

Sentía como si el cuerpo le estuviese ardiendo, de modo que, dejando un rastro de prendas tras ella, fue al cuarto de baño, reguló la temperatura de la ducha, asegurándose de que estuviera más fresca que cálida, entró y dejó que el chorro se llevara el calor por el deseo que Sean había avivado en ella.

Pero, a pesar de ponérsele la carne de gallina, seguía sintiendo una tensión bajo el estómago, en el vértice de las piernas. Aumentó la temperatura del agua con la esperanza de relajarse, se apoyó contra la pared y trató de despejar la cabeza. De pronto oyó un ruido, se giró y vio, al otro lado de la mampara, la sombra de un hombre.

Por la silueta, la anchura de los hombros y la longitud de las piernas, supo que era Sean. Contuvo la respiración, expectante, preguntándose qué debía hacer. Estaba a punto de irse cuando Laurel abrió la mampara.

Sabía que había sido un movimiento impulsivo, pero no se arrepentía. De haberse parado a pensarlo, quizá se habría quedado sola en la ducha; pero no estaba dispuesta a desperdiciar la que tal vez fuera su única oportunidad.

– Creía que estarías más tiempo con mi tío -dijo ella con voz trémula, envuelta en un halo de vapor.

– Le dije que estaba cansado -Sean acarició su cuerpo desnudo con la mirada.

– ¿Lo estás?

Sean negó con la cabeza. Luego miró hacia la puerta.

– Si quieres que me vaya, me voy.

– No quiero -Laurel dio un paso al frente y el lo interpretó como una invitación.

Se quitó los zapatos y entró en la ducha con ella, totalmente vestido. Nada más cerrar la mampara, la besó y empezó a recorrer su cuerpo con las manos. Era como si estuvieran en un sueño, en medio de la bruma del vapor, azotados por una oleada de pasión.

Laurel tiró de la camisa de Sean, pero no era fácil desabrocharla estando empapada. Presa de la impaciencia, Sean se quitó la corbata y se desgarró la camisa. Los botones salieron despedidos por el aire. No había mucho espacio, razón de más para apretar sus cuerpos mientras el agua continuaba mojándolos.

Laurel pasó las manos por su torso desnudo. Cada vez que lo tocaba era como si lo tocase por primera vez. Quería aprenderse cada centímetro de su piel, cada contorno de sus músculos. Sean echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos cuando sintió la boca de Laurel sobre su pecho.

Hasta ese momento no había tomado conciencia de cuánto lo deseaba. De repente, no podía pensar con claridad, estaba dominada por un torbellino de sensaciones. Al desabrocharle el cinturón, le rozó sobre la cremallera y lo encontró totalmente excitado, con una erección evidente a pesar de los pantalones.

Insegura, lo tocó justo ahí y Sean emitió un gruñido gutural. Apoyó las manos contra las paredes de la ducha mientras ella bajaba la cremallera. Laurel contuvo la respiración, le bajó los pantalones y le quitó los calzoncillos en el mismo movimiento.

Antes de incorporarse, contempló sus largas piernas. Era un Adonis. Jamás había visto un cuerpo tan perfecto y tentador. De repente, era como estar haciendo realidad la más desinhibida de sus fantasías.

Deslizó los dedos a lo largo de su erección y se quedó encantada con la reacción de Sean. Luego, cuando lo envolvió con los labios, terminó de darse cuenta del poder que podía ejercer sobre él, de lo vulnerable que era a su tacto. Sean susurró su nombre y le acarició el pelo mientras ella continuaba saboreándolo.

Poco a poco, notó cómo si las barreras de Sean fuesen desvaneciéndose y le abriera el corazón. Laurel nunca se había sentido tan unida a un hombre, tan ansiosa por complacerlo, tan desesperada por poseerlo. Se había preguntado acerca de lo que de veras sentía por Sean y ya no le quedaban dudas: aquello no era un pacto de negocios, sino fuego, necesidad, deseo… tan intensos que la asustaban.

Lo llevó hasta cerca del precipicio y se retiró; pero Sean no estaba dispuesto a someterse. Tiró de sus brazos, la levantó y le mordió los labios. Estrujó su cuerpo contra una pared de la ducha y empezó a besarla y lamerla por el cuello, los hombros, los pechos, los pezones. Cuando la tocó con los dedos en el punto sensible entre las piernas, Laurel gritó sorprendida. Había fantaseado con estar con Sean, pero había imaginado un escenario más tradicional: una cama, la caída paulatina de la ropa, un lento paseo hacia la liberación final. Pero aquello era una locura incontrolada que le tenía arrebatados todos los sentidos. Cada segundo experimentaba una necesidad y un placer nuevos.

– ¿Qué me estás haciendo? -murmuró él contra uno de sus pechos-. ¿Por qué te deseo tanto?

Introdujo un dedo entre las piernas y estuvo a punto de hacerla explotar. Pero Sean redujo el ritmo. Con respiración entrecortada, se agachó para recoger la cartera del bolsillo de los pantalones.

Laurel sonrió mientras lo veía sacar un preservativo. No tardó más que un segundo en enfundarlo y, acto seguido, la penetró con una fuerza y desesperación que ella no conocía. Le levantó las piernas, de forma que le rodeasen la cintura, y empujó cada vez con más fuerza.

En seguida perdió toda noción del tiempo o de la realidad, del agua que los salpicaba o el vapor que le llenaba los pulmones. Laurel enredó los dedos en su cabello y lo miró mientras Sean le hacía el amor, maravillada por la mezcla exquisita de placer y dolor que se dibujaban en sus facciones.

Como si hubiese advertido que lo estaba observando, Sean abrió los ojos y sus miradas se enlazaron. Aminoró la velocidad. Laurel notó que estaba esperándola. Arqueó las caderas y dejó que una ola de placer estallara en su interior.

Un segundo después de ver en su cara el placer del éxtasis, cayó con ella por el precipicio. La besó de nuevo mientras se desbordaba, gimió, murmuró su nombre y se apretaron con fuerza, fundidos en un abrazo.

Muy despacio, volvieron a la realidad. Laurel notó el agua sobre la piel, la pared tras la espalda. Apoyó una mejilla sobre el cuello de Sean y esperó a poder respirar con normalidad. Plenamente satisfecha, le dio miedo poner los pies en el suelo, no fuera a ser capaz de mantenerse en pie por sí sola.

Sean cerró el agua y abrió la mampara con el pie sin salirse de Laurel. Mientras la llevaba a la cama, dejando un reguero de agua por el camino, la besó con suavidad.

– Deberíamos acostumbrarnos a ducharnos juntos todos los días -dijo él.

– Para ahorrar agua.

Sean rió mientras la colocaba sobre la cama. Laurel le acarició una mejilla. Cuando Sean sonrió, sintió como si todo fuese posible, como si fuera a haber muchas más duchas que acabasen en la cama. Quizá fuera un sueño, una fantasía, un engaño. Pero, de momento, no pondría en duda su buena suerte. Simplemente iba a disfrutar de ella.


Sean abrió los ojos al sentir los rayos que se filtraban por la ventana. Se puso de costado, apoyándose sobre un codo, y observó a Laurel, acurrucada junto a él. El pelo, alborotado, le caía sobre la cara. Retiró un mechón y la besó en la mejilla.

Sus párpados se abrieron. Al verlo, Laurel sonrió. Sólo habían dormido tres o cuatro horas, pero Sean no echaba de menos haber descansado más. Pasarse la noche dentro de Laurel lo había dejado agotado y pletórico al mismo tiempo.

– Buenos días -la saludó sonriente.

– ¿Días o tardes?

– Sólo son las nueve. Dios, estás preciosa – dijo y Laurel se cubrió la cara. Al sentir que estaba despeinada, gruñó avergonzada-. En serio, estás preciosa.

– En cuanto anoche… -Laurel se puso seria.

– ¿Qué pasa con anoche? -Sean le dio un beso en los labios.

– Compartimos habitación -dijo ella- y fingimos que somos marido y mujer. Pero lo de anoche era de verdad, ¿no?

– Yo no estaba fingiendo -contestó él-. ¿Y tú?

Laurel se ruborizó y escondió la cara en el hombro de Sean.

– No, fue todo real… y maravilloso -aseguró. Luego lo miró a la cara-. ¿Te arrepientes de algo?

– No -respondió antes de darle un beso en la frente.

Y, sorprendentemente, era cierto. Nunca en la vida había hecho el amor con una mujer sin arrepentirse después. Al despertar siempre se había sentido incómodo, pero con Laurel se sentía contento. Podía imaginarse una relación con ella, ir juntos al cine y a cenar, pasar noches tranquilas en casa viendo la tele, despertar abrazados, hacer el amor hasta el amanecer.

Había ocurrido lo que siempre había tratado de evitar. Había caído víctima de la maldición de los Quinn y se había enamorado. Pero lo curioso era que no lo sentía como una maldición. No sentía que le hubieran robado el corazón, sino que éste se hacía más grande por segundos, rompiendo la coraza con la que lo había protegido toda la vida.

– Voy por el desayuno. Espérame en la cama.

– Una tostada -murmuró ella-. Y café. Nada de salchichas.

– Tostada y café -repitió él sonriente.

Sean se puso los vaqueros, prescindiendo de los calzoncillos, y agarró una camisa. Miró a Laurel mientras se le cerraban los ojos de nuevo, con una mano doblada junto a la cara.

Quizá no debería haber entrado en esa ducha la noche anterior, pero una fuerza irresistible lo había empujado a hacerlo. Una fuerza que no podía seguir negando. Desde la primera vez que la había besado, Sean había tenido la certeza de que acabarían así. Laurel lo hacía olvidarse de todos sus miedos. Con ella, se sentía seguro y fuera de control al mismo tiempo, dos sentimientos que nunca había experimentado hasta entonces.

Allí estaba, con treinta años y nunca se había permitido acercarse a una mujer. Nunca había tenido una relación de verdad, al menos de las que implicaban sinceridad y confianza recíprocas. Hasta ese momento. Con Laurel había ocurrido.

Sean suspiró antes de bajar las escaleras. Debería saber qué estaba pasando. Había rescatado a Laurel de un estafador y había acabado casándose con ella. Pero, aunque el matrimonio no fuese legal, la relación era auténtica. Le gustaba estar con ella. Se sentía bien… feliz.

Mientras bajaba las escaleras, oyó que llamaban a la puerta.

– Abro yo, Alistair -avisó. Como no oyó que el mayordomo respondiera, siguió hacia la puerta. Al encontrarse frente a Eddie Perkins, lamentó haber abierto-. ¿Se puede saber qué haces aquí?

– ¿Nos conocemos? -Eddie frunció el ceño

– ¿No me recuerdas? -preguntó Sean tras salir y cerrar la puerta de la casa.

– Ah, sí… eres el tipo que estaba con los del FBI cuando me detuvieron -recordó el estafador-. ¿Qué demonios haces aquí?

– Evitar que te acerques a Laurel -murmuró Sean-. ¿Por qué no estás en la cárcel?

– Lo estaba, pero mi segunda esposa pagó la fianza. Tiene un alma muy compasiva, fíjate.

– Lárgate -lo advirtió Sean-. No vuelvas a acercarte a Laurel.

– Tengo todo el derecho del mundo a verla. Sigue siendo mi prometida.

– Era tu prometida -le recordó Sean.

– No me perdí la boda por gusto -contestó Eddie-. Y quiero arreglar las cosas. Estábamos enamorados y creo que podemos volver a estarlo.

– Nunca te quiso. Créeme. Y créeme también cuando te digo que voy a hacer todo lo que pueda para protegerla de canallas como tú.

– Oye, oye, sin faltar. No creas que no te entiendo. Laurel Rand está forrada. Y es realmente bonita. Pero recuerda quién te llevó hasta ella. Lo menos que puedes hacer es repartir el botín.

– ¿Quieres que te parta la cara ahora o te doy unos metros de ventaja?

– Tranquilo, hombre. No quiero líos. Sólo pido mi parte del pastel -dijo levantando las manos en señal de paz?. Luego se dio la vuelta y se metió en un descapotable que había aparcado en la acera-. Dile a Laurel que volveré,

Sean maldijo para sus adentros. Lo último que necesitaban era otra visita de Eddie Perkins. Si decidía ponerse pesado, su tío se enteraría de la verdad antes de lo previsto.

– ¿Quién era? -le preguntó Alistair cuando hubo entrado en casa.

– Nadie -contestó Sean-. Se había equivocado de dirección,

Alistair lo miró con cierto recelo.

– ¿Están listos para desayunar? Puedo preparar algo.

– Bajaremos en quince minutos -respondió Sean. Luego subió las escaleras de dos en dos. Una vez en la habitación, encontró a Laurel remoloneando en la cama todavía-. ¿Estás despierta? -le preguntó mientras retiraba la colcha.

– Ahora sí.

– Eddie ha venido a verte.

– ¿Qué Eddie? -preguntó Laurel frotándose los ojos.

– Edward, el hombre con el que ibas a casarte.

La expresión soñolienta de la cara se le borró al instante.

– ¿Eddie está en casa? -preguntó, incorporándose como un resorte,

– Tranquila, ya se ha ido. No lo ha visto nadie. Abrí yo la puerta y me lo encontré. Dice que quiere hablar contigo- Que todavía te quiere -Sean la miró a la cara-. ¿Tú sigues queriéndolo?

– ¡No! -exclamó ella-. Ya te lo he dicho, nunca lo he querido.

– Entonces, ¿sólo re ibas a casar con él por el dinero?

– Nos llevábamos bien -contestó tras pensárselo unos segundos-. No sabía que fuese polígamo. Y necesitaba casarme. ¿Qué crees que quiere?

– A ti. Y tu dinero -dijo Sean.

– Podría causarnos problemas. ¿Y si se entera mi tío?

– Puede que vaya siendo hora de que hables con él. Dile la verdad. No podernos seguir así. Acabará dándose cuenta.

Laurel salió de la cama y cubrió su desnudez con una bata. Sean miró hacia el escote, que dejaba al descubierto parte de un pecho que había saboreado esa misma noche.

– No… no quiero decírselo. Todavía no.

– Eddie no va a darse por vencido. Conozco a los tipos como él. Volverá.

– Puedo arreglármelas -dijo ella.

– No quiero que lo veas.

Laurel se giró hacia Sean y lo miró boquiabierta:

– ¿Qué? No puedo creerme que hayas dicho eso. ¿Que tú no quieres que vea a Eddie? Ni que fueras mi marido. Mira, he cuidado de mí perfectamente durante siete años y puedo seguir haciéndolo.

El cambio de humor fue tan brusco que no le dio tiempo a ajustarse a la situación.

– Sí, has cuidado de ti perfectísimamente. Primero te ibas a casar con un estafador y luego me contratas para hacerme pasar por tu marido y sacarle cinco millones de dólares a tu tío.

– No voy a sacarle nada que no sea mío – replicó ella, cruzando los brazos-. Y, además, no te importa. Te pago para que hagas tu trabajo y cierres la boca. Si ves que no puedes, quizá deberías marcharte -añadió justo antes de abrir la puerta y encontrar a Alistair esperando justo al otro lado.

– El desayuno -anunció con jovialidad.

– No tengo hambre -gruñó ella, pasándolo de largo.

– Menudo genio -comentó el mayordomo, mirando confundido hacia Sean.

– No sé qué he dicho para que se ponga así -dijo éste.

Alistair entró en la habitación y puso la bandeja del desayuno sobre la cama.

– ¿Me permite un consejo?

– Supongo -respondió Sean tras mesarse el cabello.

– Déle unas horas para que se tranquilice. La señorita Laurel puede ser muy testaruda cuando se empeña en algo. No deja que nadie se interponga en su camino. Ni un anciano que se ocupa más de sus sellos que de su sobrina, ni un joven apuesto que se hace pasar por su marido.

– Gracias, Alistair -dijo Sean con una sonrisa en los labios. Luego probó una de las salchichas del desayuno-. Si alguna vez soy rico, contrataré un mayordomo como tú. No me explico cómo he sobrevivido hasta ahora sin ti.

Alistair asintió con la cabeza, obviamente complacido por el halago.

– Gracias, señor.

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