Capítulo 6

El sol brillaba en lo alto del cielo. Laurel estaba en la parte profunda de la piscina, mirando el agua reluciente. Respiró hondo, se dio impulso y se lanzó de cabeza. Se sumergió, dio un par de brazadas buceando y al salir se dio la vuelta para mirar hacia el cielo.

Repasó la discusión que había tenido con Sean por la mañana. Se había excedido. Quizá estaba un poco cansada o se sentía vulnerable, pero daba igual por qué había reaccionado así. Se había portado como una gruñona ingrata.

De día, se suponía que Sean y ella tenían que hacer como si fuesen marido y mujer. Pero la noche anterior habían hecho el amor. Y aunque le había pagado por lo primero, lo segundo había sido gratis. Si eran amantes. Sean tenía derecho a ciertas preguntas.

Desde el principio, Laurel había intuido que la creciente intimidad que compartían era peligrosa. En el momento en que Sean había entrado en la ducha con ella, ambos habían dejado de lado cualquier inhibición y habían dado rienda suelta a una pasión desbordante. Y aunque apenas conocía a Sean, lo conocía lo suficiente como para desearlo por encima de cualquier cosa.

Al mirarlo a los ojos mientras hacían el amor, había visto algo: había visto a un hombre del que se estaba enamorando. Era fogoso, irresistible. Era dulce, firme, alguien en quien poder apoyarse. Tenía las cualidades que muchas mujeres elegirían para un marido. Pero también tenía el defecto de poner barreras cuando se sentía vulnerable.

Laurel sabía que sufrir una infancia dura lo había vuelto receloso y desconfiado. Pero cuando estaban juntos, todas sus corazas desaparecían y encarnaba todo lo que jamás había sabido que quería en un hombre. Llegó al extremo de la piscina y apoyó los brazos sobre el borde.

Estaba en una especie de limbo extraño, entre un matrimonio de pega y una relación auténtica que cada vez se complicaba más. Su tío no había hecho mención alguna al fideicomiso todavía, a pesar de que, para él, llevaba más de dos semanas casada con Edward.

Pero tampoco ella se había animado a sacar el tema. Sabía que en cuanto su tío le entregara el dinero, la relación con Sean llegaría a su fin. Y no quería que terminase tan pronto. Quizá no formara parte de su futuro, pero, por el momento, necesitaba que Sean siguiese en su vida.

Tomó aire y se hundió. Cuando miró hacia arriba a través del agua, vio una silueta de pie junto a la piscina. Sean se había marchado antes sin decirle una palabra. Le había dicho a Alistair que probablemente volvería para la hora de la comida y Laurel no había querido pedirle al mayordomo que fuese más preciso. Ansiosa por disculparse con su supuesto marido, se impulsó hacia arriba hasta salir a la superficie.

– ¿Le preparo algo de comer, señorita Laurel? -le preguntó Alistair, que la esperaba junto a la piscina con varias toallas.

– Prefiero esperar a Sean… -dijo ella mientras se secaba-. Quiero decir a Edward. Prefiero esperar a Edward.

– El señor Sean ha llamado. No vendrá a comer -contestó el mayordomo sonriente-. Necesitaba ver a su familia.

– ¿Lo sabes? -preguntó estupefacta Laurel.

– En esta casa hay pocas cosas que pasen sin que yo me entere -respondió Alistair-. Sé lo de su ex prometido, Edward, y no puedo decir que lamente que lo hayan detenido. Y sé por qué tenía tantas ganas de casarse. Y aunque no soy quién para darle consejos sobre su vida privada, me gusta el señor Sean. Es un hombre de fiar.

– A mí también me gusta -contestó ella esbozando una sonrisa tímida.

– Parecen muy felices juntos.

– Lo somos. No esperaba que me gustara tanto.

– Creo que usted también le gusta -dijo Alistair.

– ¿Te lo ha dicho?

– No tiene que decirlo, señorita Laurel. El señor Sean es hombre de pocas palabras. Pero sus acciones hablan por él.

– Hemos tenido una discusión esta mañana.

– Me ha parecido, sí.

– Ha sido una tontería. Le he dicho cosas que no quería decir. No sé cómo hacer las paces.

– Creo que la perdonará -dijo el mayordomo.

Laurel agarró otra toalla para secarse el pelo, luego se sentó junto a la piscina.

– Siéntate -le dijo a Alistair, dando una palmadita a su lado. Este extendió una toalla a sus pies y se sentó-. Tienes que quitarte los zapatos y los calcetines.

– Señorita, no creo que eso fuese correcto. Laurel se inclino y le quitó de sendos tirones sus relucientes zapatos negros. Alistair se despojó de los calcetines y se subió con cuidado los bajos de los pantalones.

– Mételas dentro -elijo ella al tiempo que balanceaba las piernas dentro del agua.

El mayordomo obedeció y, nada más sentir el frescor, sonrió:

– Muy agradable -comentó-. Refrescante.

– A Sinclair le daría un ataque si te viera – bromeó Laurel-. A veces parece un carcamal.

– La quiere mucho, señorita Laurel.

– ¿Sean? -preguntó confundida ella.

– No, su tío.

– ¡Anda ya! -Laurel soltó una risotada-. Disfruta complicándome la vida.

– Tiene miedo de que se marche y no vuelva a visitarlo si le da el dinero.

– ¿Cómo lo sabes?

– Trabajo en esta casa desde antes de que tu madre viniera a vivir hace veintisiete años. He tenido los ojos abiertos.

– ¿Y qué has visto?

Alistair hizo una pausa antes de hablar, como si estuviera tratando de decidir hasta dónde quería revelar.

– Yo estaba presente la noche en que su padre conoció a su madre. Sinclair y Stewart estaban en Nueva York y la noche anterior Sinclair había ido a un musical en el que actuaba su madre. Se quedó tan fascinado por su actuación, que no habló de otra cosa.

– ¿Sinclair? -preguntó extrañada Laurel.

– La noche siguiente volvió al teatro, pero se llevó a Stewart para sentirse apoyado -continuó Alistair tras asentir con la cabeza-. Sinclair estaba decidido a conocer a su madre. La esperaron a la puerta de los camerinos y cuando salió, le pidió que los acompañara a cenar. Y en esa cena su madre se enamoró perdidamente… de su padre.

– Pobre Sinclair -murmuró Laurel.

– Creo que nunca dejó de amarla. Toda la vida, mientras vivió aquí con Stewart, cuando te dio a luz más tarde y después de morirse, Sinclair siguió enamorado de ella. Pero no podía decir nada. No habría sido prudente.

– Por eso no le caigo bien -dijo Laurel-. Porque soy hija de Stewart y…

– No… -dijo él-. Creo que se parece usted tanto a su madre, que Sinclair la ve a ella cada vez que la mira. Ve el amor que perdió. Por eso la mantiene a distancia y la retiene al mismo tiempo.

– Yo creía que me odiaba -dijo ella con lágrimas en los ojos-. Supongo que estaba equivocada.

– Si supiera que le he dicho esto, me despediría sin pensárselo dos veces. Pero creo que ya era hora de que entendiera por qué hace lo que hace.

Laurel miró hacia el fondo de la piscina.

– ¿Y entenderá él algún día por qué hago lo que hago?

– Déle una oportunidad, señorita Laurel. Puede que le cueste un poco, pero acabará aflojándose.

Laurel agarró la mano de Alistair y la apretó cariñosamente un segundo.

– Quizá debería ir a hablar con él.

– Creo que tiene otros asuntos que resolver antes… con su marido.

– Pero si le explico a tío Sinclair…

– En mi opinión, es mejor que no descubra todavía sus cartas -se adelantó el mayordomo.

Laurel frunció el ceño. Si era verdad que su tío la quería, tenía que haber alguna forma de convencerlo para que le dejase utilizar el dinero del fideicomiso en su proyecto. ¿Por qué quería Alistair que siguieran adelante con la farsa del matrimonio? Por otra parte, Alistair era la única persona del mundo en quien podía confiar de verdad, así que quizá fuera mejor hacerle caso.

– El señor Sinclair y yo partimos esta tarde a Nueva York -continuó el mayordomo-. Tal vez podría prepararle una cena rica a su marido para suavizar las cosas.

– No soy buena en la cocina -dijo ella.

– Pero yo soy muy buen profesor -replicó él.

– Y un buen amigo también -Laurel le dio un abrazo.

– Gracias, señorita Laurel -dijo Alistair con los ojos humedecidos-. Me ha conmovido.

Laurel se levantó y le ofreció una mano para incorporarse.

– Será mejor que vayamos metiéndonos en la cocina. Puede que sea una tarde muy larga.


La casa de la calle Beacon estaba en plena agitación cuando Sean llegó. Su hermana Keely y su cuñado Rafe llevaban un mes haciéndole obras y tenían intención de trasladarse a ella antes del día de Acción de Gracias. En la calle podían verse furgonetas de contratistas, así como máquinas y material de los obreros.

Sean sorteó a un electricista que estaba cableando el porche y atravesó la entrada. Pasó el vestíbulo, llegó a la escalera central y miró hacia arriba. Aunque no era una casa tan grande como la mansión de los Rand, prometía ser igual de lujosa. Rafe Kendrick no repararía en gastos para la casa que planeaba compartir con su esposa y su retoño.

Keely había comunicado que estaba embarazada en la última reunión familiar, a la cual no había asistido. El rumor se había corrido, como de costumbre, y Sean se había enterado de la noticia por un mensaje que Liam le había dejado en el contestador.

– ¿Hay alguien en casa? -preguntó.

– ¡Al fondo!

Sean caminó hacia la parte trasera de la casa, hasta la cocina. Keely estaba en medio, mirando unos azulejos que había puesto en el suelo.

– ¿Qué te parecen? -preguntó ella-. Necesito algo que no sea demasiado oscuro, pero tampoco demasiado claro.

Sean le pasó un brazo por el hombro y le dio un beso encima de la cabeza.

– Enhorabuena. Liam me ha dicho lo de tu embarazo.

Keely lo miró, como si la sorprendiera aquella muestra de afecto, y le pasó un brazo por la cintura.

– Gracias. Estamos muy contentos. Rafe está obsesionado con terminar la obra. Yo quiero ir con calma. Hay muchos detalles que decidir. Pero está empeñado en que nos traslademos aquí antes de que el bebé nazca.

– Va a quedar bonita -dijo Sean.

– Seguro que sí -convino Keely. Luego lo condujo hacia el patio trasero-. ¿Por qué no le echas un vistazo al jardín mientras preparo algo de beber? Tengo que contarte una cosa.

Sean abrió la puerta y salió al jardín. Aunque pequeño, era bonito; tenía un arce que daba sombra. Había una mesa de hierro forjado junto a una fuente. Sean tomó asiento frente a un banco de flores. No podía evitar preguntarse por qué había insistido Keely tanto en verlo. Obtuvo la respuesta segundos después.

– Hola, Sean.

Se puso rígido al oír la voz de su madre y se negó a darse la vuelta. Debería haber imaginado que Keely tramaba algo. Apretó los dientes y contuvo el impulso de levantarse y marcharse.

Fiona rodeó la mesa y se situó frente a Sean, pero éste no levantó la cabeza. Notó una mano sobre el hombro.

– Ya es hora de que tengáis una pequeña charla -dijo Keely-. Esto no puede seguir así -añadió justo antes de volver a retirarse dentro de casa.

Fiona puso una bandeja sobre la mesa y se sirvió un vaso de limonada.

– He sido yo quien le ha pedido a Keely que te llamase, así que no le eches la culpa. ¿Puedo sentarme?

– Claro.

Fiona asintió con la cabeza, tomó asiento frente a Sean y puso una mano encima de la otra.

– Hace mucho que esperaba este momento.

Sean la miró. Lo asombraba lo poco que había cambiado con los años, cuánto seguía pareciéndose a la mujer de la foto que había conservado. Era bella, de modo que tenía que haber sido mucho más hermosa el día en que se casó con Seamus Quinn.

Pero ya no era un niño estúpido. Sabía que no era su ángel de la guarda. Era la mujer que le había dado su cariño para luego dejarlo abandonado. Pero, aunque todavía se sentía rabioso, cada vez con menos virulencia. De alguna manera, había comprendido que si quería seguir adelante con su vida, tendría que resolver su pasado. Y enfrentarse a su madre era el primer paso.

– Sé que estás enfadado conmigo y no te culpo por ello -continuó Fiona-. Me fui de tu vida y no tienes por qué dejarme que vuelva a entrar por ser tu madre.

– No puede decirse que hayas actuado mucho como una madre -refunfuñó él.

– Lo sé. Tomé algunas decisiones equivocadas y acepto que me responsabilices por ello.

Sean permaneció callado un buen rato, considerando si quedarse y hablar o marcharse.

– ¿Por qué te fuiste? -le preguntó por fin-. Hazme entenderlo.

– Había muchas razones, pero ninguna es excusa suficiente -contestó Fiona mirándolo a los ojos-. Estaba agotada. Seamus no paraba de beber y gastarse el dinero jugando. Parecía que no hacíamos otra cosa más que discutir. Vinimos a Estados Unidos llenos de sueños. Pero, con el tiempo, Seamus olvidó esos sueños. No fue capaz de darme todo lo que me prometió al casarnos… Y creo que se avergonzaba de sí mismo -añadió tras hacer una breve pausa.

– ¿Así que saliste corriendo?

– Intenté que las cosas mejoraran. Quería que dejase la pesca y encontrara un trabajo que le permitiera estar en casa. Pero se negó. Y cuando volví a quedarme embarazada, decidí que tenía que separarme, para demostrarle lo mal que iba nuestra relación. Tenía que hacerle ver lo que se estaba jugando. Unos días se convirtieron en semanas, luego en un mes y, de pronto, ya no pude volver.

– Sé lo del otro hombre -dijo Sean entonces y Fiona puso cara de asombro.

– Había otro hombre -reconoció ella-. Nadie lo sabía aparte de tu padre.

– Yo lo sabía -dijo irritado Sean-. Y otros veinte amigotes de papá. Lo oí contárselo en el bar una noche cuando estaba borracho y no sabía que estaba escuchando. Dijo que tenías una aventura.

– ¡No! -exclamó Fiona-. Era un amigo y me aproveché de su amabilidad. Le contaba mis problemas y él me oía, eso fue todo lo que pasó. Pero se enamoró de mí y quiso que dejase a Seamus y me fuera a vivir con él.

– ¿Y nosotros?

– Quería que vinierais conmigo también. Pero yo no podía. No podía casarme con él, así que no me quedó más remedio que irme de Boston.

– Por Dios, mamá, estábamos en los setenta. Podías haberte divorciado. Podríamos haber tenido una infancia normal.

– No, no podía divorciarme. Yo era, y sigo siéndolo, una buena católica y, cuando me casé con tu padre, me casé para toda la vida. Sabía que, si me quedaba en Boston, podría romper los votos que había jurado en el altar, así que me fui. Pensé que no serían más que unos días, pero no encontraba el momento adecuado para volver. Luego había pasado demasiado tiempo y me dio miedo que tu padre no me quisiera.

– ¿Y nosotros? -volvió a preguntar Sean.

– Nunca dejé de quereros. Y tampoco dejé de querer a tu padre. Después de todo esto, sigo queriéndolo -Fiona sonrió-. Era todo un seductor cuando lo conocí. Nada más verlo, supe que era el hombre de mi vida.

– ¿Cómo lo supiste? -preguntó él. Había oído a sus hermanos decir lo mismo sobre sus esposas y había tenido esa sensación con Laurel; pero era un sentimiento irracional. Quizá su madre pudiese explicárselo.

– Aquel día había magia en el aire -contestó Fiona-. Sé que parece una tontería, pero, aunque no te acuerdes, eres irlandés, lo llevas en la sangre, Sean, y algún día lo sentirás. Eres un Quinn y llevas la magia dentro. Sólo tienes que darte permiso para sentirla -añadió para dar un sorbo de limonada a continuación.

– No creo en la magia -murmuró Sean.

– Tu padre me ha dicho que te has casado. Sean maldijo para sus adentros.

– No lo estoy. Sólo hago como si lo estuviera.

– ¿Por qué?

– Es una historia muy larga.

– Háblame de esa mujer. ¿Te gustaría casarte con ella?

– Yo no soy de los que se casan -dijo Sean con impaciencia. Aunque siempre había estado convencido de ello, las palabras le sonaron huecas de repente. ¿Acaso no se merecía la misma felicidad que sus hermanos habían encontrado?

– Mereces que te quieran -dijo Fiona, como si le adivinase el pensamiento-. Todos merecemos que nos quieran. El amor es la clave de la vida. Pero, si no crees en la magia, nunca la verás. Aunque la tengas delante de las narices – añadió al tiempo que estiraba un brazo para agarrarle una mano.

Sean miró los dedos de su madre y tuvo una extraña sensación de deja vu. Era la primera vez que lo tocaba desde que era un niño pequeño y su mano seguía haciéndolo sentirse seguro y confortable. Se le hizo un nudo en la garganta que le impidió hablar durante unos segundos.

– Quizá podamos volver a charlar otro día -añadió por fin, mirándola a los ojos.

– Me encantaría -dijo Fiona-. Siempre que quieras.


Sean aparcó el coche de Laurel frente a la mansión y miró hacia la fachada. Después del encuentro con Fiona, había estado conduciendo sin rumbo, tratando de aclarar el caos de ideas y sentimientos que lo aturdía. Hasta hacía unas semanas, su vida había sido bastante sencilla. Trabajaba, comía y dormía.

Pero, de pronto, se había dado cuenta de que aquello no era vivir. Estaba existiendo, observando la vida desde la barrera, de pie en medio de un vacío emocional absoluto. Desde que había besado a Laurel en el altar, su vida había cambiado irrevocablemente. De repente tenía nuevas emociones a las que hacer frente y decisiones que tomar.

Pensó en la discusión que había tenido con Laurel por la mañana, y luego en la noche anterior. Sólo recordarla desnuda entre sus brazos lo hacía sentir una sacudida de deseo por todo el cuerpo. Pero, tras una noche de ensueño, la mañana había mostrado la verdadera cara de la relación entre ambos: seguía haciendo un trabajo por el que ella le pagaba. Y cuando dejara de necesitarlo, lo expulsaría de su lado. Se iría con mucho más dinero, pero no estaba seguro de si pagaría un precio demasiado caro.

Llegó hasta el panel de seguridad, tecleó la clave y entró. El vestíbulo estaba en silencio. El olor de la cena lo condujo hacia cocina. Abrió la puerta. Esperaba encontrar a Alistair, pero le sorprendió ver a Laurel entre cacerolas.

– La pasta se saca diez minutos antes de servirla en la mesa -la oyó leer en voz alta.

Laurel agarró un vaso de vino que había en la encimera y dio un sorbo. Después se giró y vio a Sean.

– Hola -la saludó éste.

– Has vuelto a casa -dijo ella sonriente.

Era bonito pensar que aquélla era su casa. Pero Sean sabía que pertenecía a Laurel. Él sólo era una visita o, como Alistair, un empleado.

– He vuelto -contestó.

– He preparado la cena. Tomaremos filetes de ternera y pasta con salsa de champiñones. Y una ensalada. De postre, mousse de chocolate. Lo he hecho yo -dijo y se ruborizó-. Bueno, Alistair me ha ayudado.

– ¿Dónde está?

– Se ha ido con mi tío a Nueva York. La subasta de monedas es mañana, así que estamos solos.

– Laurel, creo que deberíamos…

– Hablar sobre lo de esta mañana -se adelantó ella-. Quiero pedirte disculpas. No pretendía ser brusca. Lo siento. Pero estaba tensa por la visita de Eddie y me descargué con quien menos se lo merecía.

– No debería haberte dado mi opinión. No tengo derecho.

– Sí que lo tienes -Laurel cruzó la cocina y le agarró una mano.

– No, yo sólo estoy haciendo un trabajo.

– ¿Eso es lo que sientes? -preguntó Laurel.

– Dímelo tú -contestó él-. Hicimos un trato. ¿Lo de anoche era parte del trato?

– ¿Crees que necesito pagar para hacer el amor con un hombre? -replicó ella. Se dio la vuelta y movió con la cuchara la cacerola de la pasta-. Yo no te pedí que te metieras en la ducha. Ni siquiera te invité. Que yo recuerde, viniste tú sólito.

– Tampoco me rechazaste -Sean maldijo para sus adentros. Había ido con intención de limar asperezas y parecía que las cosas se estaban complicando más todavía-. No quiero discutir.

– ¿Qué es lo que quieres? Dímelo.

– No puedo querer nada en estas circunstancias -contestó él.

– Eso no es una respuesta. ¿Por qué no dices lo que sientes por una vez en tu vida?

– No sé lo que siento -Sean empezó a dar vueltas por la cocina-. Te tengo cariño. Quiero verte feliz. Pero no soy tu marido. Y tú no eres mi mujer… No sé, Sinclair se ha ido, quizá sea mejor que pase la noche en mi apartamento.

Sí, necesitaba poner un poco de distancia entre los dos. Si conseguía alejarse un poco y olvidarse de esa cara tan bonita y aquel cuerpazo increíble, quizá consiguiera pensar y discernir qué sentía. Sentir algo por una mujer era una experiencia novedosa y se sentía muy confundido.

– No -dijo Laurel.

– ¿No?

– Te pago para que estés aquí y quiero que te quedes. Me he pasado casi toda la tarde preparando la cena y tienes que disfrutarla -Laurel le sirvió vino y le entregó la copa-. Toma, bebe. ¿Quieres picar algo? -añadió al tiempo que le ofrecía unas galletas recién horneadas.

– Qué rica -dijo Sean tras probar una.

– ¿Lo dices porque te gusta o porque te pago para que digas que está rica?

– Está rica -repitió él.

– Termino de preparar la cena enseguida – dijo Laurel, satisfecha con la respuesta de Sean-. Había pensado cenar en la terraza. He puesto la mesa afuera. ¿Por qué no vas sacando el vino y la ensalada?

Sean agarró la fuente de la ensalada y la botella de vino, y salió. Vistos los ánimos de Laurel, la cena prometía ser tensa. Pero lo curioso era que no le molestaba: seguía siendo la mujer más bella, sexy e intrigante que jamás había conocido.

Al ver las velas que adornaban el centro de la mesa, prendió una cerilla para encenderlas. Laurel había creado un escenario romántico, con la mesa en la terraza, con vistas al césped y la piscina.

Una suave brisa hizo temblar la llama de las velas. Anochecía. Tenía muchas cosas que decirle a Laurel, pero no sabía cómo expresarse. No encontraba las palabras. No estaba acostumbrado a hablar de sentimientos. Pero sí sentía algo por ella. Y algo profundo.

– Huele bien -murmuró cuando la vio llegar con una bandeja.

Se sentaron y Laurel retiró los cubre platos. Sean se quedó impresionado con la cena, pero esperó educadamente a que ella diera el primer bocado. Laurel agarró el tenedor, pero, antes de llevárselo a la boca, Sean alzó la copa de vino.

– Deberíamos brindar -dijo.

– ¿Por?

– ¿Qué tal por la amistad? Laurel dudó. Por fin levantó su vaso y lo hizo chocar con el de Sean.

– De acuerdo. Por la amistad -accedió ella, esbozando una leve sonrisa. Empezaron a cenar en silencio, pero, al cabo de unos minutos, Laurel se atrevió a romper el silencio-. Alistair me ha ayudado a preparar la cena. Sabe lo nuestro, que en realidad no estamos casados.

– Sabía que lo sabe -reconoció Sean.

– ¿Y no me lo habías dicho?

– Ya tenías muchas cosas en la cabeza – contestó él y Laurel asintió.

– Dice que has ido a ver a tu familia.

– He estado hablando con mi madre… por primera vez en mi vida, que yo recuerde.

– Creía que tu madre te abandonó cuando eras pequeño.

Lo sorprendió que se acordara de la conversación que habían tenido.

– Lo hizo. Volvió a Boston en enero del año pasado con mi hermana, Keely, que nació después de que mi madre se marchara. No he podido hablar con ella desde que vino.

– ¿Por qué?

Se había guardado sus sentimientos tanto tiempo, que no estaba seguro de ser capaz de expresarse. Pero al mirar a Laurel comprendió que ella lo entendería:

– No sé. Estaba enfadado. No confiaba en ella. Cuando era pequeño, creía que era mi ángel de la guarda y me protegía desde el cielo. Mi padre nos había dicho que murió en un accidente de coche.

– Y no era verdad -dijo ella con voz cálida-. Debiste de sentirte muy confundido.

– Una noche fui a buscar a mi padre al bar -continuó Sean tras dar un sorbo de vino- y estaba presumiendo de haber echado a mamá de casa porque la había pillado con otro hombre. Entonces empecé a odiarla. La culpé de todas las cosas malas que nos pasaban. Pero nunca le dije a nadie lo que había oído.

– Es un secreto muy grande para un niño pequeño.

– A partir de entonces me puse una coraza para no sentir nada. Y hoy he descubierto que estaba equivocado. No rompió sus votos matrimoniales. No sé qué hacer.

– Date tiempo -dijo Laurel-. Cuando mi madre murió, sentí mucha rabia contra ella sin saber por qué. Tenía diez años y la culpe por haberme abandonado sin luchar más. Si me quería, debería haber superado el cáncer. Hasta que un día se me pasó. Empecé a recordar los buenos tiempos y volví a quererla.

– Yo no tengo ningún recuerdo.

– Entonces date la oportunidad de tenerlos-sugirió ella-. Pasa más tiempo con tu madre, invítala a comer, descubre cómo es en realidad. Al menos tienes esa oportunidad. No la desaproveches.

Sean estiró un brazo, le puso la mano tras la nuca y le acercó la cabeza. El beso empezó como un gesto de gratitud, pero, al cabo de unos segundos, se convirtió en una disculpa, una promesa y una invitación al mismo tiempo. Ambos se pusieron de pie, separados todavía por la mesa.

Sean la rodeó sin dejar de besar a Laurel. La abrazó. La rabia se había desvanecido, sustituida de pronto por una necesidad urgente. Quería hacerle el amor allí mismo, asegurarse de que ella lo quería de verdad. Necesitaba a Laurel como no había necesitado a una mujer jamás.

– ¿Cómo te volviste tan sabia? -le preguntó mirándola a los ojos justo antes de besarla de nuevo y recorrer las curvas y los ángulos de su cuerpo con las manos.

Estuvo tentado de llevarla a la cama, pero el intercambio de la noche anterior los había confundido y había dado lugar a la discusión posterior de esa mañana. Necesitaban tiempo para asimilar sus sentimientos, dejar que crecieran de forma natural. Gruñó para sus adentros. El instinto le decía que disfrutara de Laurel mientras fuese posible. Pero Sean no estaba interesado en un placer a corto plazo. Si de veras había algo sólido entre Laurel y él, tenía que saberlo y ésa era la forma de averiguarlo.

– La cena se está enfriando -dijo sonriente tras separarse de ella.

– Sí -Laurel tragó saliva y forzó una sonrisa-. La cena.

Pasaron el resto de la velada charlando tranquilamente. Lo asombraba la facilidad con la que podía hablar con Laurel de su infancia. Ella lo escuchaba, hacía algún comentario, alguna pregunta para obtener más información. Pero, durante toda la conversación, Sean no pudo dejar de preguntarse cuánto tiempo aguantaría hasta volver a acariciarla.

Consiguió superar el postre y la ayudó a recoger los platos y fregar. Mientras los secaban, se terminaron la botella de vino.

– Se ha hecho tarde -comentó Laurel cuando acabaron de limpiar la cocina-. Son cerca de las doce.

Sean la rodeó por la cintura y se la acercó al cuerpo. Una vez más, posó los labios sobre su boca y la besó. Cuando se retiró, Laurel seguía con los ojos cerrados.

– Hora de acostarse.

– Sí -dijo ella-. Estoy cansada. Y tú has tenido un día muy largo.

– Ya que no está tu tío, creo que será mejor que encuentre otro sitio donde dormir.

– ¿No quieres dormir conmigo? -protestó Laurel decepcionada.

– Por supuesto que quiero -aseguró él-. Pero creo que debemos tener un poco más de cuidado, ¿no te parece?

– ¿Cuidado? -Laurel trató de entender el razonamiento de Sean-. Sí… bueno, entonces hasta mañana -añadió sin mucho convencimiento.

– Gracias por la cena -Sean le acarició una mejilla-. Estaba deliciosa.

La besó de nuevo y se obligó a apartarse. Luego la miró salir de la cocina y, una vez solo, respiró profundamente y dejó salir el aire despacio. Esperó unos minutos y la siguió escaleras arriba. Al pasar por la puerta de su dormitorio, se paró. Pero resistió la tentación de entrar y perderse dentro de aquel cuerpo increíble. Se la imaginó quitándose el vestido negro que se había puesto, despojándose de la ropa interior. Se imaginó a sí mismo explorando su cuerpo desnudo y posándola sobre la cama.

Dejó escapar un leve gemido y siguió andando. Si pretendía dormir un poco, tendría que encontrar una habitación lo más alejada posible de la de Laurel.

– Va a ser una noche larga -murmuró.

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