Capítulo 3

Laurel llegó a la mansión de los Rand a las cinco de la tarde. Ocultó un bostezo tras la mano e intentó relajar la tensión del cuello. El vuelo desde Honolulu a Boston, con escala en Los Ángeles, la había dejado agotada y estaba deseando darse una ducha caliente y acostarse.

Aquellas vacaciones sola habían sido justo lo que necesitaba para comprender lo que había ocurrido el día de su boda. Laurel apago el motor y apoyó las manos sobre el volante. Edward la había engañado, pero, teniendo en cuenta su reacción ante Sean Quinn, quizá fuese mejor que su prometido no hubiese acudido a la boda.

Había pensado que podría tolerar un matrimonio sin amor. Edward era simpático e inteligente y le había parecido que le tenía cariño de verdad. Pero le habían bastado unas horas con Sean Quinn para darse cuenta de lo equivocada que había estado.

Una pasión oculta hasta entonces en su interior había subido a la superficie. Cada vez que Sean la había tocado, el corazón se le había acelerado y las rodillas se le habían vuelto de mantequilla. Edward nunca había tenido tamaño efecto sobre ella.

Sacando fuerzas de donde no creía tenerlas, Laurel bajó del coche. Las maletas parecían pesar una tonelada mientras las cargaba hasta la puerta. Tecleó el código en el sistema de seguridad y, cuando la puerta se abrió, metió el equipaje.

Una vez en el vestíbulo, recordó la noche de bodas. Sintió un escalofrío al acordarse de aquel último beso, Sean acorralándola contra la pared, explorándola con los labios y las manos.

– Bienvenida, señorita Laurel -dijo Alistair y ella se sobresaltó al oír su voz cantarina-. ¿Dónde está el señor Edward? -preguntó mientras se acercaba a recoger las maletas.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Laurel.

– Su tío ha decidido quedarse aquí una temporada. Se ha enterado de que se va a celebrar una subasta de numismática cerca y ha decidido no volver a Maine hasta finales de mes. Parece muy cansada. ¿El señor Edward no está con usted?

Se estrujó los sesos en busca de una excusa. ¡La presencia de su tío no formaba parte del plan!

– Lo… lo he dejado en su apartamento para que recoja unas cosas. No tuvo tiempo antes de la boda. Dentro de una hora vuelvo a recogerlo.

– ¿Y qué tal el viaje? Romántico, ¿verdad?

– ¡Mucho! Lo hemos pasado… de maravilla -Laurel trató de sonar entusiasmada-. Las playas eran preciosas y… hemos salido a pasear todos los días. Voy por Edward -finalizó con brusquedad, consciente de que nunca se le había dado bien mentir, no fuese a despertar alguna sospecha.

– Creía que la esperaba dentro de una hora.

– Ya, pero… no quiero que termine la luna de miel. No puedo estar lejos de él ni un segundo -contestó justo antes de abrir la puerta, cerrar y echar a correr hacia el coche-. ¡Maldita sea!

¿Qué podía hacer? No había imaginado encontrarse aquel inconveniente. Durante las anteriores dos semanas, había trazado un plan perfecto. Cobraría su herencia, esperaría unos meses y escribiría a su tío para comunicarle que el matrimonio había sido un error. Hasta había decidido utilizar el verdadero pasado de Edward a su favor. Se había casado con un estafador que ya estaba casado. Así que había cumplido los requisitos para conseguir el dinero. Lo único que la preocupaba era que su tío era un hombre caprichoso y que decidiera que un matrimonio Frustrado no era un matrimonio de verdad.

– Necesito un marido -se dijo mientras arrancaba-. Tengo un marido. Sólo tengo que encontrarlo.

Mientras conducía hacia Boston, Laurel buscó en el bolso el teléfono móvil. Llamó a información y preguntó por Sean Quinn.

– Lo siento, señorita, no viene en la guía.

– Pruebe con S. Quinn, por favor.

– No aparece, lo siento.

Laurel gruñó. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Por diez mil dólares, debería haberle pedido el número de teléfono por lo menos. Tenía que haber alguna forma de encontrarlo.

– ¿Y el Pub de Quinn? -preguntó entonces-. Está en el sur de Boston.

Esperó unos segundos, conteniendo la respiración hasta que la operadora contestó:

– Tome nota.

Una voz grabada le dictó el teléfono y un minuto después ya tenía la dirección del pub e indicaciones para llegar.

Hasta ese momento, no había considerado posible volver a ver a Sean. Pero después de lo que había ocurrido entre ambos, no había podido evitar fantasear con un reencuentro. Había estado a punto de pedirle que se fuera con ella a Hawai esa noche al despedirse, y había lamentado no haberlo hecho.

Mientras conducía, trató de pensar en la mejor manera de abordar el problema. Diez mil dólares era mucho dinero por un día de trabajo. Tal vez pudiera convencerlo de que le debía más tiempo. Si le pedía más dinero, quizá pudiera ofrecerle unos cientos. O quizá aceptara esperar a obtener un cachito de la herencia.

Cuando aparcó frente al pub, rezó por que se lo encontrara. Se miró al espejo del retrovisor, agarró el bolso y se aplicó un poco de pintalabios. Luego salió del coche y corrió hacia el bar.

Sonaba música irlandesa. Una barra de madera recorría una pared lateral y un espejo reflejaba la tenue iluminación. Sólo había estado una vez en Dublín, durante unas vacaciones cuando iba a la universidad, y los pubs que habían visitado eran como aquél. Un hombre canoso la saludó cuando se acercó a la barra.

– Me gustaría encontrar a Sean Quinn. ¿Sabría decirme cómo localizarlo?

– ¿Para qué quieres hablar con Sean? -preguntó el hombre con un fuerte acento irlandés.

– Un asunto personal -contestó Laurel-. ¿Sabes dónde está?

– No estoy seguro. ¿Por qué no le dejas una nota y se la doy cuando…

– No -atajó con impaciencia ella-. Tengo que verlo ahora.

– No sé quién crees que eres, pero…

– Soy su mujer -espetó Laurel. El hombre canoso se quedó helado, estupefacto, y Laurel lamentó tener la lengua tan suelta. Pero necesitaba encontrar a Sean-. No exactamente su mujer, pero…

– Un momento, voy a llamarlo -la interrumpió el hombre. Se marcho al otro extremo de la barra y, tras una breve conversación, regreso-. Viene de camino.

– Gracias -dijo Laurel al tiempo que notaba como si se le formase un nudo en el estómago. Se mesó el pelo y se alisó las arrugas del vestido. Si quería que las cosas salieran bien, tendría que controlar su temperamento. Siempre había sido demasiado impulsiva… motivo por el cual había acabado casándose con un hombre al que ni siquiera conocía.

– ¿Quieres beber algo? -le preguntó el hombre canoso.

– Un vino blanco, por favor.

Mientras daba el primer sorbo, Laurel echó un vistazo a su alrededor. En la parte de atrás había una mesa de billar y unas dianas. Cerca de la barra colgaba una pizarra con un menú de platos irlandeses. Cuando le sonaron las tripas, advirtió que hacía seis horas que no comía nada.

– Me gustaría comer algo. ¿Tiene sopa? – preguntó tras hacerle un gesto para llamarlo.

– La sopa de patata está muy rica. O quizá prefiera la de guisantes con jamón.

– La de patata, por favor.

– Ahora mismo.

Laurel se tomó el resto del vino de un trago con la esperanza de que le infundiera valor. Había pagado a Sean para que se hiciera pasar por su novio un día y no tenía obligación de ayudarla. ¿Cómo podría convencerlo para que siguiera interpretando su papel?, ¿qué clase de oferta aceptaría?

No sabía cuánto debería pagar por un marido, pero supuso que no podía ser más de lo que pudiera ganar en su trabajo. Al fin y al cabo, no era un trabajo difícil. Empezaría a negociar a partir de veinte mil dólares. Veinte mil dólares no era tanto a cambio de obtener los cinco millones.

– Aquí tienes, sopa de patata -el hombre canoso se acodó sobre la barra-. Dime, ¿cuándo te has casado con mi hijo?

La cuchara estaba a medio camino cuando el hombre formuló la pregunta. Laurel se atragantó y se limpió con la servilleta. Los ojos empezaron a llorarle.

– ¿Es… tu hijo?

– Sean es mi hijo, sí. Soy Seamus Quinn. ¿Y tú eres?

– Laurel Rand.

– Me sorprende que Sean no nos haya contado que había encontrado a una mujer. Claro que el chico nunca ha sido muy hablador.

– En realidad no soy su mujer. Al menos técnicamente -Laurel se levantó y agarró el bolso para arreglarse el rímel corrido de los ojos-. ¿Me disculpas un momento? En seguida vuelvo.

El aseo de mujeres estaba en la parte de atrás, pasada la mesa de billar. Una vez dentro, echó el cerrojo y se miró al espejo.

– Tranquila -se dijo-. Si acepta la oferta, todo irá bien. Y si se niega, ya te las arreglarás.

Luego abrió el bolso y sacó el neceser de los cosméticos. Iba a tener que utilizar todas las armas que estuviesen a su alcance, incluida perfumarse y perfilarse los ojos y la boca de modo que resultaran irresistiblemente sexys.


Sean entró en el Pub de Quinn y buscó a su padre con la mirada. Seamus lo había llamado hacía diez minutos, nervioso, pidiéndole que fuera al pub de inmediato. Había dicho que era urgente, pero se había negado a entrar en detalles; de modo que había tenido que interrumpir el partido que había estado viendo en la tele para acercarse al bar.

Mientras se dirigía hacia allá había pensado que tal vez hubiera mucha gente y simplemente necesitaba que alguien le echara una mano. Pero la gente que había allí era la normal para un sábado. Sean tomó asiento en un extremo de la barra, agarró un mandil, se lo puso y vio que su padre se acercaba a él.

– Me alegra verte -dijo Seamus.

– ¿Qué pasa?

– Está aquí. En el aseo.

– ¿Quién?

– Tu mujer. Hemos estado hablando un poco y dice que estás casado.

Sean frunció el ceño. Una cosa era querer llamar la atención del único hermano Quinn que quedaba libre y otra llegar a esos… Dios, ¿se estaría refiriendo a Laurel Rand?

– ¿Qué aspecto tiene, papá?

– Tiene aspecto de acabar de casarse.

– ¿Es rubia?, ¿con el pelo ondulado? -Sean se puso la mano en la barbilla-. ¿De esta altura?

– Ha dicho que se llamaba Laurie o…

No se molestó en continuar la conversación con su padre. Se quitó el mandil, lo dejó sobre la barra y fue hacia el servicio de mujeres. Al despedirse de Laurel aquella noche después de la boda, se había dicho que no volvería a verla. Y aunque sentía curiosidad por lo atraído que se había sentido hacia ella, había preferido no prestarle atención. No estaba preparado para enamorarse y sospechaba que nunca lo estaría.

La puerta de los aseos se abrió un instante antes de que pusiera la mano en el pomo. Laurel apareció ante él, con una mezcla de sorpresa y cautela en su expresión. Sean trató de decir algo. Se le ocurrieron varias frases para romper el hielo y abrió la boca para probar suerte con una. ¿Qué le pasaba con esa mujer? Tan pronto se sentía cómodo con ella como era incapaz de hablar y pensar con normalidad.

De pronto, Laurel se lanzó a sus brazos y lo besó. Al principio se quedó demasiado asombrado como para responder. Pero cuando separó los labios, Sean no vio razón alguna para no disfrutar de lo que le ofrecía. La sujetó por la cintura, la atrajo contra su cuerpo y aumentó la intensidad del beso hasta dejarla rendida en sus brazos. Cuando Laurel se apartó, tenía las mejillas encendidas y los ojos chispeantes.

– Hola -dijo Sean.

– Hola -Laurel esbozó una sonrisita-. Supongo que te estarás preguntando qué hago aquí.

– No -contestó él. Lo cierto era que desde que había rozado su boca, había dejado de preocuparse por el motivo de su visita. El beso era motivo de sobra. En las últimas dos semanas casi había olvidado el sabor de sus labios, la sensación de tenerla entre sus brazos…

– ¿No?

– Bueno, quizá -reconoció Sean-. ¿Qué tal en Hawai?

– Bien: buen tiempo, playas preciosas. Era la única mujer soltera en un chalé de luna de miel, así que me sentía un poco rara. Pero me venía bien descansar un poco. Ha sido una buena forma de celebrar mi veintiséis cumpleaños.

– Felicidades -dijo él al tiempo que le acariciaba un mechón sobre la oreja.

– Gracias -dijo Laurel-. Un año más vieja, pero no un año más sabia.

– Laurel, ¿Qué haces aquí?

– Yo… quería verte -contestó. Luego se quedó callada. Negó con la cabeza-. No, no es verdad. Tío Sinclair se ha mudado a la mansión donde vivo a pasar una temporada. Hasta que se celebre una subasta de numismática. Y, claro, no se le ha ocurrido alquilar una habitación de hotel cuando yo tengo ocho habitaciones vacías.

– ¿Le has dicho lo de Edward?

– Necesito que me hagas un favor -respondió inquieta Laurel-. Sé que te dije que sólo tendrías que hacerte pasar por mi novio un día; pero creo que voy a necesitarte un poco más de tiempo. Y me preguntaba si podía… alquilarte unas semanas más.

– ¿Alquilarme?

– Contratarte. Necesito que vuelvas a ser mi marido -Laurel le agarró una mano y lo metió dentro del servicio de mujeres-. Hay una cosa que no te conté el día de la boda. No sólo me resultaba violento quedarme plantada en el altar. Necesitaba casarme ese día.

– ¿Estás embarazada? -preguntó él, dirigiendo la mirada hacia su vientre automáticamente.

– ¡No! Tenía que casarme antes de cumplir los veintiséis para poder heredar cinco millones de dólares de un fideicomiso -reconoció Laurel-. Mi tío es el administrador del dinero que mi padre me dejó al morir. Parece que no me ve capaz de manejarlo si no estoy casada.

– O sea, que no era porque te diera vergüenza. Era por dinero -dijo Sean decepcionado. La mujer con la que creía haberse casado desapareció ante sus ojos. De pronto comprendió que la atracción que habían compartido no había sido más que un acto motivado por intereses mercenarios.

– Necesito el dinero. Ya. Si no me caso, tendré que esperar a cumplir treinta y uno. Son cinco años, no puedo esperar tanto.

– ¿Te falta dinero para comprarte modelitos y joyas? -preguntó Sean con sarcasmo.

– No, no es eso.

Se había quedado cautivado por su honestidad y al final todo había sido un engaño. En realidad no era distinta a las demás mujeres: sólo le interesaba lo que pudiera hacer por ella, lo que pudiera darle. Sean se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros para no tocarla de nuevo. No debería haber confiado en ella. Por muy bonita que fuera.

– ¿Qué me estás ofreciendo?

Pareció sorprendida por la pregunta, pero Sean no se arrepintió de formularla. Si se trataba de una cuestión de dinero, no le ofrecería sus servicios gratis.

– He estado pensándolo. Tendríamos que negociar una cantidad razonable. Pero podemos dejarlo para luego. Ahora necesito que recojas tus cosas y te vengas a casa conmigo. Sean se apoyó contra la puerta del cuarto de baño y la observó con detenimiento. En las últimas semanas se había estado preguntando si habría caído en la maldición de los Quinn, si acudir al rescate de Laurel aquel día le costaría su libertad. Pero le alegraba comprobar que le había ganado la batalla a la maldición. Una mujer tan maquiavélica nunca podría conquistar su corazón.

– No hasta que lleguemos a un acuerdo – contestó-. ¿Cuánto tiempo vas a necesitar mis servicios?

– Un mes como poco.

– Mi tarifa son quinientos dólares al día – dijo Sean-. Treinta días a quinientos dólares hacen quince mil dólares. Gastos aparte, por supuesto.

– ¿Tu tarifa?, ¿eres fontanero?

– Soy detective privado -le recordó.

– ¡De acuerdo!, ¡perfecto! Quinientos dólares al día más gastos, hasta un máximo de cinco mil dólares más -Laurel extendió la mano y él la estrechó, sujetándola un poco más de lo necesario.

– Trato hecho.

– Bien, entonces vámonos. Tenemos que ir por tus cosas. Le he dicho a Alistair que volveríamos en una hora. El tiempo justo para repasar los detalles de nuestra supuesta relación.

Sean asintió con la cabeza, abrió la puerta del baño y se echó a un lado para dejarla pasar. Mientras se abrían paso entre los clientes del bar, dejó la mano reposando sobre el talle de Laurel. Cualquier marido lo haría. Se lo había visto hacer a sus hermanos con las mujeres a las que amaban. El problema era que le bastaba tocarla para olvidar que todo lo que había entre ellos era pura fachada.

– Me voy, papá -gritó Sean-. No volveré en unas semanas. Dale un toque a Rudy, que me sustituya en el bar.

– ¡No puedes dejarme colgado! -gritó Seamus.

– Te las arreglarás.

Laurel había aparcado frente al bar. Rodeó el coche hasta la puerta del conductor y Sean la siguió.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Las llaves. Soy el marido. El marido siempre conduce.

– En este matrimonio no. Mi coche tiene mucho genio.

– ¿Vamos a tener nuestra primera discusión? -contestó él. Laurel le entregó las llaves a regañadientes y fue al lado del pasajero. Sean se acomodó frente al volante y se estiró para subir el seguro de la puerta de Laurel, pero ésta no la abrió-. Entra.

– Los maridos les abren la puerta a la mujer -replicó ella a través del cristal de la ventana.

Sean gruñó. Para no estar casado de verdad, ya estaba obedeciendo órdenes como un perrillo faldero. Salió del coche, lo rodeó y le abrió la puerta.

– No dejes de criticar cómo conduzco -le sugirió-. Y asegúrate de guiarme mal hasta tu casa. ¿No es eso lo que hacen las mujeres?

Luego, mientras cerraba la puerta, sonrió. Tal vez ese matrimonio fuese justo lo que necesitaba para convencerse de que él sí que se quedaría soltero.


Llegaron a la mansión una hora después. Alistair les dio la bienvenida en la entrada e hizo intención de tomar la bolsa de Sean. pero éste negó con la cabeza e insistió en subirla él mismo. Laurel se anotó en la cabeza que tendría que decirle a su marido que debía tener mucho cuidado con Alistair. Era un hombre leal a Sinclair y no dudaría en hablar con él si sospechaba lo más mínimo.

– Me he tomado la libertad de prepararles algo de picar -dijo el mayordomo, unos escalones detrás de ellos-. Unos sandwiches, una ensalada y fresas. Lo he puesto todo en la habitación. Al señor Sinclair le complacería que se tomara un coñac con él en la biblioteca cuando se haya instalado. ¿Quiere que le deshaga la maleta? -añadió tras entrar en el dormitorio de Laurel y encender la lámpara situada junto a un sofá.

– No, gracias -contestó Sean. Hizo ademán de echarse mano a la cartera, pero Laurel le agarró el brazo para frenarlo.

– Ya nos ocupamos nosotros -dijo ella-. Dile al tío que bajaremos en veinte minutos. Gracias, Alistair.

– Iba a darle una propina -comentó Sean cuando el mayordomo se hubo marchado-. ¿No está bien?

– No, Alistair trabaja para mi tío. Pero se ocupa de mí, y de ti ahora, porque quiere. No por obligación -explicó Laurel. Luego fue hacia la mesita de noche donde el mayordomo había dejado la bandeja con la cena. Agarró uno de los suculentos sandwiches y le dio un bocado-. ¿Tienes hambre? Alistair cocina de maravilla.

– No -contestó Sean, quieto en medio de la habitación, como si no supiera bien qué debía hacer.

Laurel se acercó al armario, abrió el cajón superior y sacó toda su ropa interior.

– Puedes guardas tus cosas aquí. Si necesitas otro cajón, me lo dices -Laurel metió la ropa interior en otro cajón con más prendas-. El baño está ahí. Tendrás que cambiarte antes de bajar -añadió apuntando hacia la puerta.

– ¿Que pasa con la ropa que llevo? -preguntó Sean.

Laurel deslizó la vista por aquel cuerpazo. Una camiseta se ceñía a su pecho musculoso y los vaqueros negros le caían por debajo de la cintura.

– Mi tío insiste en ir bien vestido a partir de las seis de la tarde. Es una de sus reglas. ¿Qué has traído?

– Vaqueros, camisetas -Sean buceó entre la ropa de la bolsa hasta sacar un jersey negro-. ¿Qué tal esto?

– ¿No tienes una chaqueta con corbata?

– Nunca he tenido chaquetas o corbatas – respondió Sean-. Si alguna vez necesito ponerme elegante, le pido la ropa prestada a mi hermano Brian.

– Entonces tendremos que ir de compras – Laurel abrió otro armario-. Creo que Edward se dejó algo en casa.

– No pienso ponerme su ropa -Sean fue a meter su ropa en el cajón de arriba, donde Laurel se había dejado un sujetador suelto. Rojo.

– Me lo regaló mi cuñada en navidades – comento Laurel sonrojada-. No me lo he puesto nunca.

– Me pondré el jersey -dijo él sin más justo antes de quitarse la camiseta.

Pasó tan rápidamente que Laurel no tuvo ocasión para prepararse o encontrar otro lugar donde fijar la mirada. Sus ojos cayeron sobre su torso, liso y musculoso. Aunque Laurel tenía la sensación de que no era de los que se machacaban el cuerpo en el gimnasio. No le pegaba.

– Te… tenemos que ponernos de acuerdo sobre qué contamos de la luna de miel -dijo Laurel mientras le alisaba las arrugas del jersey antes de dárselo-. Creo que deberías dejar que lleve el peso de la conversación. Añade algún comentario aquí o allá, pero no hables mucho.

– Nunca lo hago.

– Y tenemos que mostrarnos cariñosos. Tenemos que parecer… a gusto juntos. Mi tío tiene que ver que estamos enamorados, pero sin resultarle pegajosos. Es un hombre muy anticuado, con un sentido muy estricto del decoro.

– Dime qué debo hacer -dijo Sean.

– Podemos darnos la mano -sugirió ella. Sean estiró el brazo, entrelazó los dedos con los de Laurel.

– ¿Así está bien? -preguntó él.

– Sí. Y puedes tocarme de más formas. Rodearme con el brazo.

– ¿Qué tal? -Sean le pasó el brazo por la cintura y la acercó contra su cuerpo.

– Y… también puedes…

– ¿Besarte? -finalizó él.

– Sí.

– ¿Aquí por ejemplo? -Sean posó los labios sobre su cuello con suavidad.

– Creo que eso es demasiado… -dijo ella tras exhalar un gemido. De pronto, Sean se retiró, como si el contacto no le hubiera afectado en absoluto-. Acariciarse vale. Un beso de vez en cuando. Pero nada más… Si mi tío te hace alguna pregunta rara, síguele la corriente. Nunca ahonda en un tema mucho tiempo -añadió tras sentarse en el sofá y poner las manos entre las rodillas para que no le temblaran.

– No creo que cueste engañarlo. ¿Cuándo crees que te dará el dinero?

– No quiero engañarlo. El dinero es mío. Me lo dejó mi padre. Pero cometió el error de nombrar a mi tío como administrador del fideicomiso, así que tengo que aceptar sus reglas si quiero conseguir el dinero.

– ¿Por qué lo necesitas ahora?

– Es cosa mía -contestó Laurel. Nunca le había contado a nadie su proyecto. Hasta ese momento, la academia de artes había sido un sueño. Había llenado un montón de cuadernos con ideas, desde el ideario hasta la decoración de las clases, pasando por los profesores que tendría que contratar. Pero no quería comentar con nadie su sueño, por miedo a que alguna crítica negativa se lo echara abajo-. Tengo mis motivos.

– Como quieras -Sean se encogió de hombros, se puso el jersey y se pasó una mano por el pelo-. ¿Listos?

– De acuerdo, Edward -Laurel fue hacia la puerta-. A mi tío no le gusta que lo hagan esperar.

Mientras bajaba las escaleras, trató de serenarse. Había pensado que no le costaría seguir adelante con aquella farsa. Una vez que su tío se convenciera de que se había casado con Edward por amor, le daría su dinero. No se atrevería a pedir que se lo devolviera si el matrimonio fracasaba.

Aunque no le gustaba mentir, era por una buena causa. Podía haber esperado a encontrar a otro hombre; pero, ¿cuánto tiempo podía haber pasado? ¿Y cómo iba a fiarse de su propio criterio después de dejarse engañar por Edward? Y, desde luego, no quería esperar cinco años más para conseguir el dinero.

Una vez abajo, Laurel se detuvo a esperar a Sean. Le dio alcance segundos después, le agarró la mano y entrelazaron los dedos.

– Adelante -dijo él.

Encontraron a Sinclair sentado en un sillón enorme de la biblioteca. Alistair había puesto el coñac sobre una mesita y estaba de pie, quieto en la sombra. El tío de Laurel no se molestó en saludarlos al entrar y siguió con la nariz hundida en el libro que estaba leyendo.

Laurel se sentó frente a su tío e instó a Sean a que tomara asiento a su lado. Alistair les sirvió una copa y volvió a retirarse. Al cabo de cinco minutos, Sinclair levantó por fin la cabeza, como sorprendido al ver a su sobrina y a Sean en la biblioteca.

– Ya has vuelto -dijo mirando a Laurel-. Espero que te hayas aplicado protector solar.

– Hacía un tiempo maravilloso, tío.

– Maravilloso -repitió Sean.

– ¿Has visto algún pájaro?

– Había muchos. Seguro que habrías podido añadir alguna especie nueva a tu lista -contestó Laurel.

– ¿Te gustan los pájaros, Edward? -le preguntó Sinclair entonces.

– Sí, sobre todo los gorriones -respondió Sean. En vista de que Sinclair se quedó callado, añadió-. Tengo entendido que te gustan las monedas. ¿Cuál es tu favorita?

– Deja que te enseñe -Sinclair cerró el libro-. Alistair, tráeme el catálogo.

Laurel dio un pellizquito a Sean en la mano. A su tío le encantaba hablar de sus monedas con quienquiera que estuviese dispuesto a escucharlo. Se levantó, se acercó a la biblioteca y echó un vistazo a los títulos de los libros mientras Sinclair contaba la historia de sus monedas.

– Ésta es muy valiosa. Se acuñó en 1866. Sólo hay una en mejor estado y la subastan la semana que viene.

Sean parecía realmente interesado. De hecho, agarró una banqueta para poder sentarse al lado de Sinclair y examinar las monedas de cerca. Laurel lo contempló bajo la luz tenue de la sala, cautivada por lo dulce que podía resultar. ¿Cómo era posible que un hombre como Sean Quinn hubiera conseguido estar soltero tanto tiempo?

– Y ésta es de 1974 -continuó Sinclair.

– ¡Guau! Parece nueva.

– ¡Laurel! Trae la enciclopedia que te regalé por navidades en 1991 -dijo y su sobrina sacó de un estante un volumen-. Si te interesan las monedas, este libro es el mejor -añadió dando una palmadita sobre la Enciclopedia de monedas estadounidenses.

– ¿Sólo coleccionas monedas nacionales?

– Monedas y sellos. Pero sólo de los Estados Unidos. Un buen coleccionista tiene que fijarse unos límites. De ese modo, no desperdicias dinero buscando cosas que en realidad no necesitas -contestó Sinclair. Luego le devolvió el catálogo a Alistair y se levantó-. Seguiremos hablando, Edward. Eres un hombre interesante.

– Gracias, señor -dijo Sean al tiempo que se ponía también de pie.

Laurel esperó a que su tío y Alistair salieran. Luego sonrió.

– Te ha enseñado la enciclopedia -dijo.

– ¿Eso es bueno?

– No es más que un libro, pero es como su Biblia. Debe de sabérselo de memoria.

Sean asintió con la cabeza y cerró la enciclopedia.

– ¿No me va a poner una prueba?

– Puede, pero no de inmediato -Laurel se agachó y le dio un beso en la mejilla-. Eres un buen marido.

– Para eso me pagan -Sean sonrió encogiéndose de hombros.

Se le paró el corazón. Por un momento, Laurel había olvidado que no era más que una interpretación y que aquel hombre apuesto no era en realidad su marido.

– Supongo que es hora de acostarse.

– Ya sé lo que haré si no puedo dormir – dijo él sujetando la enciclopedia.

Luego la rodeó por la cintura y salieron juntos de la biblioteca. Laurel sabía que aquel gesto posesivo era innecesario. Estaban solos. No los veía nadie. Pero le gustaba lo que sentía cuando la tocaba, la sensación de cariño que le transmitía.

Pero, ¿qué ocurriría una vez que se encerraran en la habitación?, ¿seguirían adelante con aquel falso romance? El corazón se le aceleró con cada escalón que subían. Había llegado la noche de bodas que no había tenido. Y le daba miedo que amaneciese demasiado pronto.

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