Prólogo

9 de marzo de 1918 Mar Caribe


Al Cyclops le quedaba menos de una hora de vida. Dentro de cuarenta y ocho minutos se convertiría en una tumba para sus 309 pasajeros y tripulantes; una tragedia imprevista y no anunciada por ominosas premoniciones, y de la que parecían burlarse un mar vacío y un cielo claro como el cristal. Incluso las gaviotas que habían seguido su estela durante la última semana volaban y se cernían con lánguida indiferencia, embotado su fino instinto por el buen tiempo.

Soplaba una ligera brisa del sudeste que apenas hacía ondear la bandera americana en la popa. A las tres y media de la mañana, la mayoría de tripulantes que no estaban de servicio y de pasajeros estaban durmiendo. Unos pocos incapaces de conciliar el sueño bajo el calor opresivo de los vientos alisios, se hallaban en la cubierta superior, apoyados en la barandilla y observando cómo la proa del barco silbaba y se alzaba sobre las encrespadas olas. Parecía que había mar de fondo debajo de la suave superficie, y que se acumulaban fuerzas poderosas en lo profundo del mar.

Dentro de la caseta del timón del Cyclops, el teniente John Church miraba ensimismado a través de una de las grandes portillas circulares. Tenía el turno desde la medianoche hasta las cuatro de la mañana y lo único que podía hacer era mantenerse despierto. Advirtió vagamente la altura creciente de las olas, pero mientras se mantuviesen separadas y no demasiado encrespadas, no veía razón para reducir la velocidad.

Empujado por una corriente favorable, el sobrecargado barco carbonero navegaba a solamente nueve nudos. Sus máquinas necesitaban urgentemente ser reparadas y ahora sólo funcionaba la de babor. Poco después de zarpar de Río de Janeiro, la de estribor se había averiado y el jefe de máquinas había informado de que no podría repararse hasta que llegasen a puerto, en Baltimore.

El teniente Church había ascendido a fuerza de trabajo hasta el grado que desempeñaba. Era un hombre delgado, de cabellos prematuramente grises, pues le faltaban unos meses para cumplir los treinta. Había sido destinado a muchos barcos diferentes y había dado cuatro veces la vuelta al mundo. Pero el Cyclops era la embarcación más extraña con que se había encontrado en sus doce años en la Marina. Éste era su primer viaje en este barco de ocho años y no habían dejado de ocurrirle accidentes desacostumbrados.

Al salir del puerto de origen, un marinero que había caído por encima de la borda fue hecho trizas por la hélice de babor. Después se produjo una colisión con el crucero Raleigb, que causó pequeños daños a las dos naves. En el calabozo viajaban cinco presos. Uno de ellos, condenado por el brutal asesinato de un compañero, estaba siendo transportado a la prisión naval de Portsmouth, New Hampshire. Al salir del puerto de Río, el barco estuvo a punto de chocar con un arrecife, y cuando el segundo comandante acusó al capitán de poner en peligro la nave al alterar su rumbo, fue arrestado y confinado en su camarote. Por último, había una tripulación descontenta, una máquina de estribor con muchos problemas y un capitán que bebía hasta olvidarse de todo. Cuando Church sumó todos estos desgraciados incidentes, tuvo la impresión de que estaban montando guardia contra un desastre que no podía dejar de producirse.

Sus tenebrosos pensamientos fueron interrumpidos por el ruido de unas fuertes pisadas a su espalda. Se volvió y se puso en tensión al entrar el capitán por la puerta de la caseta.

El capitán de corbeta George Worley parecía un personaje salido de La isla del Tesoro. Lo único que le faltaba era un parche en un ojo y una pata de palo. Era un hombre como un toro. Casi no tenía cuello y su enorme cabeza parecía salir directamente de los hombros. Las manos que pendían junto a sus costados eran las más grandes que jamás había visto Church. Eran tan largas y gruesas como un volumen de una enciclopedia. Nunca había sido respetuoso con las ordenanzas de la Marina; el uniforme de Worley a bordo solía componerse de zapatillas, sombrero hongo y calzoncillos largos. Church no había visto nunca al capitán en uniforme de gala, salvo cuando el Cyclops estaba en algún puerto y Worley desembarcaba para asuntos oficiales.

Con un gruñido como saludo, Worley se acercó y golpeó el barómetro con uno de sus gruesos nudillos. Observó la aguja y asintió con la cabeza.

– No está mal -dijo, con ligero acento alemán-. Parece que hará buen tiempo durante las próximas veinticuatro horas. Con un poco de suerte será una navegación tranquila, al menos hasta que las pasemos moradas al cruzar por delante del cabo Hatteras.

– Todos los barcos lo pasan mal en el cabo Hatteras -dijo secamente Church.

Worley entró en el cuarto de mapas y miró la línea trazada a lápiz que mostraba el rumbo y la posición aproximada del Cyclops.

– Altere el rumbo cinco grados al norte -dijo al volver a la caseta del timón-. Bordearemos el Great Bahama Bank.

– Estamos ya a veinte millas al oeste del canal principal -dijo Church.

– Tengo mis razones para evitar las rutas marítimas -dijo bruscamente Worley.

Church hizo una seña con la cabeza al timonel, y el Cyclops viró. La ligera alteración hizo que las olas chocaran contra la amura de babor, y cambió el movimiento del barco. Empezó a balancearse pesadamente.

– No me gusta el aspecto del mar -dijo Church-. El oleaje empieza a hacerse un poco fuerte.

– No es extraño en estas aguas -replicó Worley-. Nos estamos acercando a la zona en que la corriente Ecuatorial del Norte se encuentra con la corriente del Golfo. A veces he visto la superficie tan lisa como un lago seco del desierto, y otras, con olas de siete metros de altura; pero son olas largas y suaves que se deslizan por debajo de la quilla.

Church iba a decir algo, pero calló, escuchando. Un ruido de metal rozando contra metal resonó en la caseta del timón. Worley actuó como si no hubiese oído nada, pero Church se dirigió hacia el mamparo de atrás y miró la larga cubierta de carga del Cyclops.

Éste había sido un barco grande en su época, con ciento ochenta metros de eslora y veinte de manga. Construido en Filadelfia en 1910, había operado en el Servicio Auxiliar Naval de la Flota del Atlántico. Sus siete cavernosas bodegas podían contener 10.500 toneladas de carbón, pero esta vez transportaba 11.000 de manganeso. El casco aparecía hundido en el agua a más de un pie por encima de la línea de máxima carga. En opinión de Church, iba peligrosamente sobrecargado.

Al mirar hacia la popa, Church pudo ver las veinticuatro grúas para el carbón irguiéndose en la oscuridad, con sus gigantescos cubos asegurados contra el mal tiempo. Pero también vio algo más.


La cubierta de en medio parecía subir y bajar al unísono con las olas cuando éstas pasaban por debajo de la quilla.

– Dios mío -murmuró-, el casco se está doblando.

Worley no se molestó en mirar.

– No debe preocuparle, hijo mío. Está acostumbrado a un poco de tensión.

– Nunca había visto combarse de esta manera un barco -insistió Church.

Worley se dejó caer en un gran sillón de mimbre que tenía en el puente y apoyó los pies en la bitácora.

– Hijo mío, no debe temer por el viejo Cyclops. Surcará los mares mucho después de que usted y yo nos hayamos ido.

La aprensión de Church no menguó con la despreocupación del capitán Worley. Por el contrario, aumentaron sus malos presentimientos.

Después de ser sustituido por un compañero oficial para el siguiente turno de guardia, abandonó el puente y se detuvo en el cuarto de la radio para tomar una taza de café con el operador de servicio. Sparks («Chispa»), como eran llamados todos los radiotelegrafistas a bordo de cualquier barco, levantó la mirada al oírle entrar.

– Buenos días, teniente.

– ¿Alguna noticia interesante de los barcos cercanos?

Sparks levantó el auricular de una oreja.

– ¿Perdón?

Church repitió la pregunta.

– Sólo un par de radiotelegrafistas de dos barcos mercantes cantando jugadas de ajedrez.

– Debería usted intervenir en la partida para librarse de esta monotonía.

– Yo sólo juego a las damas -dijo Sparks.

– ¿A qué distancia están esos dos mercantes?

– Sus señales son bastante débiles… Deben estar por lo menos a cien millas de aquí.

Church se acercó a una silla y apoyó los brazos y el mentón en el respaldo.

– Llámeles y pregunte el estado del mar en el lugar donde se encuentran.

Sparks encogió tristemente los hombros.

– No puedo hacerlo.

– ¿No funciona su transmisor?

– Tan bien como una puta de dieciséis años en La Habana.

– No comprendo.

– Orden del capitán Worley -respondió Sparks-. Cuando salimos de Río, me llamó a su camarote y me dijo que no transmitiese ningún mensaje sin orden directa suya antes de que atraquemos en Baltirnore.

– ¿Le dio alguna razón?

– No, señor.

– ¡Qué raro!

– Yo sospecho que tiene algo que ver con aquel personaje que tomamos como pasajero en Río.

– ¿El cónsul general?

– Recibí la orden inmediatamente después de que él subiera a bordo…

Sparks se interrumpió y apretó los auriculares a sus oídos. Entonces empezó a garrapatear un mensaje en un bloc. Al cabo de unos momentos se volvió, ceñudo el semblante.

– Una señal de socorro.

Church se levantó.

– ¿Cuál es la posición?

– Veinte millas al sudeste de Anguilla Cays.

Church hizo un cálculo mental.

– Esto les sitúa a unas cincuenta millas de nuestra proa. ¿Qué más?

– Nombre del barco, Crogan Castle. Proa desfondada. La superestructura gravemente dañada. Está haciendo agua. Pide un auxilio inmediato.

– ¿La proa desfondada? -repitió Church, en un tono de perplejidad-. ¿A causa de qué?

– No lo han dicho, teniente.

Church miró hacia la puerta.

– Informaré al capitán. Diga al Crogan Castle que vamos allá a todo vapor.

El semblante de Sparks tomó un aire afligido.

– Por favor, señor, no puedo hacerlo.

– ¡Hágalo! -ordenó el teniente Church-. Yo asumo toda la responsabilidad.

Se volvió y corrió por el pasillo y subió la escalerilla de la caseta del timón. Worley estaba todavía sentado en el sillón de mimbre, meciéndose al compás del balanceo del barco. Tenía las gafas casi en la punta de la nariz y estaba leyendo una sobada revista Liberty.

– Sparks ha recibido un SOS -anunció Church-. A menos de cincuenta millas. Le ordené que respondiese a la llamada y dijese que cambiamos de rumbo para ayudarles.

Worley abrió mucho los ojos, se levantó de un salto del sillón y agarró de los brazos al sorprendido Church.

– ¿Está usted loco? -rugió-. ¿Quién diablos le ha dado autoridad para contradecir mis órdenes?

Church sintió un fuerte dolor en los brazos. La presión de aquellas manazas que apretaban como tenazas pareció que iba a convertir sus bíceps en pulpa.

– Dios mío, capitán, no podemos abandonar a otro barco en peligro.

– ¡Podemos hacerlo, si yo lo digo!

Church se quedó pasmado ante el arrebato del capitán Worley. Podía ver sus ojos enrojecidos y desenfocados, y oler el aliento que apestaba a whisky.

– Es una norma básica del mar -insistió Church-. Debemos auxiliarles.

– ¿Se están hundiendo?

– El mensaje decía «haciendo agua».

Worley empujó a Church.

– Y ahora lo dice usted. Dejemos que esos bastardos manejen las bombas hasta que cualquier barco que no sea el Cyclops les salve el pellejo.

El timonel y el oficial de guardia les miraron en sorprendido silencio, mientras Church y Worley se enfrentaban sin pestañear, con la atmósfera de la caseta del timón cargada de tensión. Todas las desavenencias que había habido entre ellos en las últimas semanas se pusieron de pronto de manifiesto.

El oficial de guardia hizo un movimiento como para intervenir. Worley volvió la cabeza y gruñó:

– Aténgase a lo suyo y preste atención al timón.

Church se frotó los magullados brazos y miró al capitán echando chispas por los ojos.

– Protesto por su negativa a responder un SOS e insisto en que se haga constar en el cuaderno de bitácora.

– Le advierto…

– También deseo que conste que ordenó usted al radiotelegrafista que no transmitiese ningún mensaje.

– Se ha pasado usted de la raya, caballero -Worley hablaba fríamente, comprimidos los labios en una fina línea, bañado el rostro en sudor-. Considérese arrestado y confinado en su camarote.

– Arreste a unos cuantos oficiales más -saltó Church, perdiendo el control-, y tendrá que manejar usted solo este barco maldito.

De pronto, antes de que Worley pudiese replicar, el Cyclops se hundió en un profundo seno entre dos olas. El instinto, agudizado por años en el mar, hizo que todos los que estaban en la caseta del timón se agarraran automáticamente al objeto seguro más próximo para mantener el equilibrio. Las planchas del casco crujieron bajo la tensión, y pudieron oír ruidos como de algo que se rompía.

– ¡Dios mío! -murmuró el timonel, con la voz teñida por el pánico.

– ¡Silencio! -gruñó Worley al enderezarse el Cyclops-. Este barco ha navegado en mares peores que éste.

Una idea espantosa se abrió paso en la mente de Church.

– El Crogan Castle, el barco que radió el SOS, dijo que tenía la proa desfondada, y maltrecha la superestructura.

Worley le miró fijamente.

– ¿Y qué?

– ¿No se da cuenta? Debe haber sido golpeado por una ola gigantesca como ésta.

– Está hablando como un loco. Vaya a su camarote, caballero. No quiero volver a verle la cara hasta que lleguemos a puerto.

Church vaciló, apretando los puños. Después, lentamente, aflojó las manos al darse cuenta de que toda ulterior discusión con Worley sería una pérdida de tiempo. Se volvió sin añadir palabra y salió de la caseta del timón.

Al pisar la cubierta, miró fijamente por encima de la proa. El mar parecía engañosamente tranquilo. Las olas era ahora de tres metros y no llegaba agua a la cubierta. Se dirigió a popa y vio que las tuberías de vapor que hacían funcionar los tornos y el equipo auxiliar estaban raspando los bordes mientras el barco subía y bajaba al impulso de las largas y lentas olas.

Entonces bajó a las bodegas e inspeccionó dos de ellas, dirigiendo la luz de su linterna a los fuertes puntales instalados para que la carga de manganeso se mantuviese en su sitio. Chirriaban y crujían bajo la tensión, pero parecían firmes y seguros. No vio señales de que se escapasen granos de mineral a causa del movimiento del barco.

Sin embargo, se sentía inquieto, y estaba cansado. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para no encaminarse a su cómodo camarote y cerrar complacidamente los ojos a la triste serie de problemas con que se enfrentaba el barco. Iría ainspeccionar la sala de máquinas y vería si había entrado agua en la sentina. Una inspección que resultó negativa y pareció confirmar la fe de Worley en el Cyclops.

Cuando se dirigía por un pasillo hacia el cuarto de oficiales para tomar una taza de café, se abrió la puerta de un camarote y el cónsul general americano en Brasil, Alfred Gottschalk, titubeó en el umbral mientras hablaba con alguien que permanecía en el interior de la habitación. Church miró por encima del hombro de Gottschalk y vio al médico del barco inclinado sobre un hombre que yacía en una litera. El rostro del paciente era de piel amarillenta y tenía aspecto de cansancio, un rostro bastante joven que se contradecía con la espesa melena blanca que poblaba su cabeza. El hombre mantenía los ojos abiertos, los cuales reflejaban una mezcla de miedo y sufrimiento y un círculo de penalidades; eran unos ojos que habían visto demasiado. La escena era una extraña circunstancia más para añadir a la travesía del Cyclops.

Como oficial de cubierta antes de que el barco zarpase de Río de Janeiro, Church había observado la llegada al muelle de una caravana de automóviles. El cónsul general se había apeado del coche oficial conducido por un chófer y había dirigido la carga de sus baúles y maletas. Después había mirado hacia arriba, captando todos los detalles de Cyclops, desde la poco elegante proa recta hasta la graciosa curva de su popa en forma de copa de champaña. A pesar de su cuerpo bajo, redondo y casi cónico, irradiaba el aire indefinible de las personas acostumbradas a ejercer una gran autoridad. Llevaba los cabellos rubios y plateados excesivamente cortos, al estilo prusiano. Sus estrechas cejas eran casi iguales que el recortado bigote.

El segundo vehículo de la caravana era una ambulancia. Church observó cómo una persona tendida en una camilla era sacada de aquélla y transportada a bordo, pero no pudo descubrir sus facciones debido a la gruesa mosquitera que le cubría la cara. Aunque la persona que iba en la camilla formaba evidentemente parte de su séquito, Gottschalk le prestó poca atención, dirigiéndola en cambio al camión Mack que iba en retaguardia.

Miró ansiosamente mientras una gran caja oblonga era izada por una de las grúas del barco y depositada en el primer compartimiento de carga. Como a una señal convenida, Worley apareció y supervisó personalmente el cierre de la escotilla. Entonces saludó a Gottschalk y le acompañó a su camarote. Casi inmediatamente, soltaron amarras y el barco se dirigió hacia la entrada del puerto.

Gottschalk se volvió y advirtió que Church estaba de pie en el pasillo. Salió del camarote y cerró la puerta a su espalda, entrecerrando recelosamente los párpados.

– ¿Puedo ayudarle en algo, teniente…?

– Church, señor. Estaba terminando una inspección del barco y me dirigía al cuarto de oficiales para tomar una taza de café. ¿Me haría el honor de acompañarme?

Una débil expresión de alivio se pintó en el semblante del cónsul general, y éste sonrió.

– Con mucho gusto. Nunca puedo dormir más de unas pocas horas seguidas. Esto vuelve loca a mi esposa.

– ¿Se ha quedado ella en Río esta vez?

– No; la envié anteriormente a nuestra casa de Maryland. Yo tenía que terminar mi misión en Brasil. Espero pasar el resto de mi servicio en el Departamento de Estado, en Washington.

Church pensó que Gottschalk parecía excesivamente nervioso. No paraba de mirar arriba y abajo en el pasillo y se enjugaba constantemente la pequeña boca con un pañuelo de lino. Asió a Church de un brazo.

– Antes de que tomemos café, ¿sería usted tan amable, teniente, de acompañarme a la bodega donde está el equipaje?

Church le miró fijamente.

– Sí, señor, si usted lo desea.

– Gracias -dijo Gottschalk-. Necesito algo de uno de mis baúles.

Si Church creyó que era una petición desacostumbrada, no lo dijo; se limitó a asentir con la cabeza y echó a andar hacia la proa del barco, con el pequeño y gordo cónsul general pisándole los talones. Caminaron sobre la cubierta a lo largo del pasadizo que llevaba de las camaretas de popa al castillo de proa, pasando por debajo de la superestructura del puente, suspendido sobre puntales de acero que parecían zancos. La luz colgada entre los dos mástiles de proa que constituían un soporte del esquelético enrejado que conectaba las grúas para la carga de carbón proyectaba un extraño resplandor que era reflejado por la misteriosa radiación de las olas que se acercaban.

Deteniéndose junto a una escotilla, Church corrió los pestillos e hizo ademán a Gottschalk para que le siguiese por una escalerilla, iluminándola con su linterna. Cuando llegaron al fondo de la bodega de equipajes, Church encontró el interruptor y encendió las lámparas del techo, que iluminaron la zona con un resplandor amarillo irreal.

Gottschalk pasó por el lado de Church y se encaminó directamente a la caja, asegurada por cadenas cuyos últimos eslabones estaban sujetos con candados a unas armellas fijas en el suelo. Estuvo allí durante unos momentos, contemplándola con una expresión reverente en el semblante y pensando en otro lugar, en otros tiempos.

Church observó de cerca la caja por primera vez. No había ninguna señal en los lados de dura madera. Calculó que mediría unos tres metros de longitud por uno de profundidad y uno y medio de anchura. No podía calcular el peso, pero sabía que el contenido era pesado. Recordaba cómo se había tensado el cable al subirla a bordo. La curiosidad pudo más que su fingida indiferencia.

– ¿Puedo preguntarle qué hay en el interior?

Gottschalk siguió mirando la caja.

– Una pieza arqueológica destinada a un museo -contestó vagamente.

– Debe ser muy valiosa -insinuó Church.

Gottschalk no respondió. Algo en el borde de la tapa le había llamado la atención. Se caló un par de gafas para leer y miró a través de los cristales. Le temblaron las manos y se puso rígido.

– ¡Ha sido abierta! -jadeó.

– No es posible -dijo Church-. La tapa está tan fuertemente asegurada con cadenas que los eslabones habrán mellado sus bordes.

– Pero mire aquí -dijo el otro, señalando-. Puede ver las marcas de la palanca con que fue forzada la tapa.

– Probablemente, estas señales se produjeron al ser cerrada la caja.

– No estaban aquí cuando yo la comprobé hace dos días -dijo firmemente Gottschalk-. Alguien de su tripulación ha manipulado esto.

– Su preocupación es vana. ¿Qué tripulante podría interesarse en un objeto viejo que al menos debe pesar dos toneladas? Además, ¿quién, aparte de usted, tiene la llave de los candados?

Gottschalk se hincó de rodillas y tiró de uno de los candados. Éste se desprendió y le quedó en la mano. En vez de acero, había sido tallado en madera. Ahora pareció aterrorizado. Se levantó despacio, como hipnotizado, miró furiosamente a su alrededor y pronunció una palabra:

– Zanona.

Fue como el principio de una pesadilla. Los sesenta segundos siguientes fueron horribles. El asesinato del cónsul general se cometió con tanta rapidez que Church se quedó como petrificado, sin comprender lo que estaban viendo sus ojos.

Una figura saltó desde la sombra sobre la caja. Vestía el uniforme de marinero de la Armada, pero las características raciales de sus cabellos negros, gruesos y lisos, de los pómulos salientes, de los ojos extremadamente oscuros e inexpresivos, eran innegables.

Sin hacer el menor ruido, el indio sudamericano hundió algo parecido a una lanza en el pecho de Gottschalk, hasta que la punta sobresalió un palmo del cuerpo, por debajo del omóplato. El cónsul general no cayó inmediatamente. Volvió lentamente la cabeza y miró a Church, desorbitados los ojos que ya no veían. Trató de decir algo, pero no pudo articular una palabra; solamente se oyó una especie de tos horrible, gutural, que tiñó de rojo sus labios y su barbilla. Cuando empezaba a caer, el indio apoyó un pie en su pecho y arrancó la lanza.

Church no había visto nunca al asesino. El indio no pertenecía a la tripulación del Cyclops y sólo podía ser un polizón. No había malignidad en el moreno semblante, ni cólera ni odio, sólo una expresión inescrutable de total indiferencia. Agarró la lanza casi negligentemente y saltó sin ruido de la caja.

Church se apercibió del ataque. Esquivó hábilmente la lanzada y arrojó la linterna contra la cara del indio. Se oyó un ruido sordo cuando el tubo de metal chocó contra la mandíbula derecha y rompió el hueso, haciendo saltar varios dientes. Entonces descargó un puñetazo que alcanzó al indio en el cuello. La lanza cayó al suelo y Church agarró el asta de madera y la levantó sobre la cabeza.

De pronto, todo lo que había dentro del compartimiento de equipajes pareció volverse loco, y Church tuvo que hacer un gran esfuerzo para conservar el equilibrio, puesto que el suelo se inclinó casi sesenta grados. De algún modo pudo mantenerse en pie y corrió, impulsado por la gravedad, hasta el inclinado mamparo de proa. El cuerpo inerte del indio rodó detrás de él y se paró a sus pies. Entonces observó aterrorizado e impotente cómo la caja, no retenida por los candados, se deslizaba sobre el suelo, aplastando al indio y sujetando las piernas de Church contra la pared de acero. El impacto hizo que la tapa se abriese a medias, revelando el contenido de la caja.

Church miró aturdido a su interior. La increíble visión que captaron sus ojos a la luz vacilante de las lámparas de! techo fue la última imagen que se grabó en su mente durante los pocos segundos que lo separaban de la muerte.

En la caseta del timón, el capitán Worley era testigo de algo aún más espantoso. Fue como si el Cyclops hubiese caído de pronto en un agujero insondable. La proa se hundió en un seno enorme entre dos olas y la popa se levantó en el aire hasta que las hélices salieron del agua. A través de la oscuridad, las luces vaporosas del Cyclops se reflejaron en una pared negra y movediza que se elevó tapando las estrellas.

En el fondo de las bodegas de carga, sonó un terrible estruendo parecido al de un terremoto, haciendo que todo el barco se estremeciese desde la proa hasta la popa. Worley no tuvo tiempo de dar la voz de alarma que pasó un instante por su mente. Los puntales habían cedido y el manganeso suelto aumentaba el impulso hacia abajo del Cyclops.

El timonel contempló a través del ojo de buey, con mudo asombro, cómo aquella enorme pared, de la altura de una casa de diez pisos, se abalanzaba rugiendo contra ellos con la rapidez de un alud. La cima estaba encrespada a medias, y había un hueco debajo de ella. Un millón de toneladas de agua chocó furiosamente contra la proa del buque, inundándola completamente y cubriendo también la superestructura. Las puertas del puente se rompieron y el agua penetró en la caseta del timón. Worley se agarró al pasamanos, paralizada la mente e incapaz de imaginar lo inevitable.

La ola pasó por encima del barco. Toda la sección de proa se retorció al partirse los baos de acero y combarse la quilla. Las remachadas planchas del casco se desprendieron como si fuesen de papel. El Cyclops se hundió más bajo la enorme presión de la ola. Las hélices se sumergieron de nuevo en el agua y ayudaron a impulsar el barco hacia las profundidades que le esperaban. El Cyclops no podía volver atrás.

Siguió bajando, bajando, hasta que el destrozado casco y las personas aprisionadas en él cayeron sobre la removida arena del fondo del mar, y sólo una bandada de asombradas gaviotas fueron testigos de su funesto destino.

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