Segunda parte

El Cyclops

18

25 de octubre de 1989

Key West, Florida


Pitt yacía boca arriba sobre el fresco hormigón de la pista, mirando hacia arriba al Prosperteer. El sol emergía del horizonte envolviendo lentamente la vieja aeronave en un manto de luz anaranjada. El dirigible parecía algo irreal, o al menos así lo imaginaba Pitt; era como un fantasma de aluminio que no sabía de fijo adonde ir.

Pitt había estado despierto casi todo el tiempo durante el vuelo desde Washington hasta Key West, mirando las cartas de Buck Caesar del Old Bahama Channel y resiguiendo la ruta cuidadosamente marcada del vuelo de Raymond LeBaron. Cerró los ojos tratando de hacerse una clara imagen de los vagabundeos espectrales del Prosperteer.

A menos que las bolsas de gas del interior del dirigible hubiesen sido repostadas desde un barco, cosa sumamente improbable, la única respuesta a las andanzas de Raymond LeBaron estaba en Cuba.

Algo hurgaba en su mente, una idea que volvía aunque él, inconscientemente, se esforzaba por apartarla, una pieza del cuadro que se hizo más clara cuando Pitt empezó a fijarse en ella. Y de pronto, cristalizó.

El vuelo para seguir la pista de LeBaron tenía otro objeto.

Pero la conclusión racional y lógica era todavía como un vago perfil en medio de una niebla espesa. La cuestión era tratar de fijarla en un plan. Y estaba pensando en qué dirección le convenía explorar, cuando sintió que una sombra se proyectaba encima de él.

– Bueno, bueno -dijo una voz conocida-, parece que Blancanieves ha vuelto a morder la manzana.

– O eso, o está hibernando -dijo otra voz que Pitt reconoció.

Abrió los ojos, resguardándolos del sol con una mano, y vio a un par de sonrientes individuos que le estaban mirando desde arriba. El más bajo de los dos, un hombre musculoso, de pecho abombado, cabellos negros y rizados y con el aire de quien gusta de comer ladrillos para desayunar, era el viejo amigo de Pitt y subdirector de proyectos de la AMSN, Al Giordino.

Giordino alargó un brazo, agarró la mano que le tendía Pitt y le puso en pie con la misma facilidad con que un encargado de la limpieza recoge un bote vacío de cerveza del césped de un parque.

– La hora de la partida es dentro de veinte minutos.

– ¿Ha llegado ya nuestro anónimo piloto? -preguntó Pitt.

El otro hombre, un poco más alto y mucho más delgado que Giordino, sacudió la cabeza.

– No ha dado señales de vida.

Rudí Gunn tenía unos ojos azules que eran amplificados por los gruesos cristales de sus gafas. Tenía el aspecto de un contable desnutrido que hiciese horas extras para comprarse un reloj de oro. Pero la impresión era engañosa. Gunn era supervisor de los proyectos oceanógraficos de la AMSN. Mientras el almirante Sandecker combatía encarnizadamente con el Congreso y la burocracia federal, Gunn cuidaba de la labor cotidiana de la agencia. Para Pitt, el hecho de haber obtenido de Sandecker la ayuda de Gunn y Giordino había sido una gran victoria.

– Si queremos partir a la misma hora que LeBaron, tendremos que apañarnos solos -dijo despreocupadamente Giordino.

– Creo que podremos arreglarnos -dijo Pitt-. ¿Has estudiado los manuales de vuelo?

Giordino asintió con la cabeza.

– Se necesitan cincuenta horas de instrucción y de vuelo para conseguir el permiso. El control básico no es difícil, pero el arte de mantener estable este escroto neumático en una brisa fuerte requiere práctica.

Pitt no pudo dejar de sonreír ante la caprichosa descripción de Giordino.

– ¿Ha sido cargado el equipo?

– Cargado y asegurado -le dijo Gunn.

– Entonces supongo que debemos partir.

Cuando se acercaban al Prosperteer, el jefe del personal de tierra de LeBaron descendió la escalerilla de la cabina de control. Dijo unas pocas palabras a uno de sus hombres y después saludó amablemente a Pitt y a sus compañeros.

– Está todo dispuesto, caballeros.

– ¿Hasta que punto son parecidas las condiciones atmosféricas de este viaje a las del anterior? -preguntó Pitt.

– El señor LeBaron volaba contra un viento de cinco millas por hora que soplaba del sudeste. Ustedes lo encontrarán de ocho, por lo que tendrán que compensar la diferencia. Hay un huracán de final de temporada que se acerca a las islas Turks y Caicos. Los meteorólogos le han dado el nombre de Evita, porque es una pequeña ráfaga de un diámetro de no más de sesenta millas. Las previsiones señalan que girará hacia el norte en dirección a la Carolinas. Si dan la vuelta no más tarde de las catorce horas, la brisa exterior de Evita debería proporcionarles un buen viento de cola para empujarles a casa.

– ¿Y si no?

– Si no, ¿qué?

– Si no damos la vuelta a las catorce horas.

El jefe del personal sonrió débilmente.

– No les recomiendo que se dejen pillar por una tormenta tropical con vientos de cincuenta nudos, al menos en una aeronave que tiene sesenta años.

– Es un buen argumento -confesó Pitt.

– Teniendo en cuenta el viento de frente -dijo Gunn-, no llegaremos a la zona de busca hasta las 10.30. Esto no nos deja mucho tiempo para buscar.

– Sí -dijo Giordino-, pero la ruta conocida de LeBaron debería llevarnos directamente a la meta.

– Una meta grande -murmuró Pitt, a nadie en particular-.demasiado grande.

Los tres hombres de la AMSN estaban a punto de subir a bordo cuando el automóvil de LeBaron se detuvo junto al dirigible. Angelo se apeó y abrió cortésmente la portezuela del otro lado. Jessie bajó del coche y se acercó; tenía un aspecto exótico, con un traje de safari y los cabellos recogidos con un brillante pañuelo, al estilo de los años treinta. Llevaba una bolsa de viaje de ante.

– ¿Está todo listo? -dijo animadamente, pasando por su lado y empezando a subir ágilmente la escalerilla.

Gunn dirigió una hosca mirada a Pitt.

– No nos dijiste que íbamos a ir de picnic.

– Tampoco me lo habían dicho a mí -dijo Pitt, mirando a Jessie, que se había vuelto al llegar a la puerta.

– La culpa es mía -dijo Jessie-. Olvidé mencionar que soy su piloto.

Giordino y Gunn pusieron una cara como si se hubiesen tragado un calamar vivo. La cara de Pitt tomó una expresión divertida.

– Lo dirá en broma -dijo.

– Raymond me enseñó a pilotar el Prosperteer -dijo ella-. He manejado más de ochenta horas los controles y tengo licencia.

– Lo dirá en broma -repitió Pitt empezando a intrigarse.

Giordino no le vio la gracia.

– ¿Sabe también sumergirse, señora LeBaron?

– ¿Con escafandra autónoma? También tengo licencia.

– No podemos llevar a una mujer -dijo resueltamente Gunn.

– Por favor, señora LeBaron -suplicó el jefe del personal de tierra-. No sabemos lo que le ocurrió a su marido. El vuelo puede ser peligroso.

– Usaremos el mismo plan de comunicación que en el vuelo de Raymond -dijo ella, sin prestar atención a la advertencia-. Si encontramos algo interesante, lo transmitiremos en palabras normales. Esta vez no habrá claves.

– Esto es ridículo -saltó Gunn.

Pitt se encogió de hombros.

– Pues, no lo sé. Yo voto por ella.

– ¡No lo dirás en serio!

– ¿Por qué no? -replicó Pitt, con una sardónica sonrisa-. Yo creo firmemente en la igualdad de derechos. Ella tiene tanto derecho a matarse como nosotros.


El personal de tierra permaneció silencioso, como si estuviese ante un féretro, siguiendo con la mirada al viejo dirigible que se elevaba bajo los rayos del sol naciente. De pronto, la aeronave empezó a caer. Todos contuvieron el aliento cuando la rueda de aterrizaje rozó la cresta de una ola. Entonces rebotó lentamente y luchó por elevarse.

– Arriba, pequeño, ¡arriba! -murmuró ansiosamente alguien.

El Prosperteer se elevó a sacudidas, unos pocos metros cada vez, hasta que por fin se niveló a una altura segura. Los hombres de tierra observaron inmóviles hasta que el dirigible se convirtió en una pequeña mancha oscura sobre el horizonte. Y siguieron allí cuando se hubo perdido de vista, instintivamente silenciosos, sintiendo miedo en el fondo de sus corazones. Hoy no habría partido de balonvolea. Subieron todos al camión de mantenimiento, sobrecargando el sistema de acondicionamiento de aire y apiñándose alrededor de la radio.

El primer mensaje llegó a las siete. Pitt explicó el motivo de la accidentada elevación. Jessie no había compensado lo bastante la falta de fuerza de sustentación ocasionada por el peso de Giordino y Gunn a bordo.

Desde entonces hasta las catorce, Pitt mantuvo abierta la frecuencia y sostuvo un diálogo fluido, comparando sus observaciones con las que habían sido transmitidas durante el vuelo de LeBaron.

El jefe del personal de tierra levantó el micrófono.

Prosperteer, aquí la casa de la Abuela. Cambio.

– Adelante, Abuela.

– Puede darme su última posición satélite V1KOR.

– Roger. Lectura VIKOR H3608 por T8090.

El jefe comprobó rápidamente la posición en una carta.

Prosperteer, parece que van bien. Les sitúa a cinco millas al sur de Guinchos Cay, en el Bahama Bank. Cambio.

– Yo leo lo mismo, Abuela.

– ¿Cómo están los vientos?

– A juzgar por las crestas de las olas, yo diría que han subido a fuerza 6 en la escala de Beaufort.

– Escuche, Prosperteer. La Guardia Costera ha emitido un nuevo boletín sobre Evita. Ha doblado la velocidad y girado hacia el este. Hay alarma de huracán en todas las Bahamas del sur. Si sigue el curso actual, llegará a la costa oriental de Cuba esta tarde. Repito: Evita ha girado al este y avanza en su dirección. Den por acabado su trabajo y vuelvan rápidamente a casa.

– Lo haremos, Abuela. Ponemos rumbo a los Cayos.

Pitt guardó silencio durante la media hora siguiente. A las catorce treinta y cinco, el jefe del personal de tierra llamó de nuevo:

– Responda, Prosperteer. Aquí la casa de la Abuela. ¿Me reciben?

Nada.

El aire sofocante del interior del camión pareció enfriarse súbitamente, cuando la aprensión y el miedo asaltaron al personal. Los segundos se hicieron eternos, convirtiéndose en minutos, mientras el jefe trataba desesperadamente de comunicar con el dirigible.

Pero el Prosperteer no respondía.

El jefe del personal de tierra soltó el micrófono y salió del camión, pasando entre sus pasmados hombres. Corrió hacia el coche aparcado y abrió febrilmente una portezuela de atrás.

– ¡Han desaparecido! Les hemos perdido, ¡como la última vez!

El hombre que estaba sentado a solas en el asiento de atrás se limitó a asentir con la cabeza.

– Continúe intentando establecer comunicación con ellos -dijo pausadamente.

Mientras el hombre volvía corriendo a la radio, el almirante James Sandecker descolgó un teléfono de un compartimiento disimulado e hizo una llamada.

– Señor presidente.

– Diga, almirante.

– Han desaparecido.

– Comprendido. He dado instrucciones al almirante Clyde Monfort de la Fuerza Conjunta del Caribe. Ha puesto ya en estado de alerta a barcos y aviones alrededor de las Bahamas. En cuanto colguemos, le ordenaré que inicie una operación de búsqueda y salvamento.

– Por favor, dígale a Montfort que se dé prisa. También me han informado de que el Prosperteer desapareció en un lugar donde se preveía un huracán.

– Vuelva a Washington, almirante, y no se preocupe. Su gente y la señora LeBaron serán encontrados y recogidos dentro de pocas horas.

– Trataré de compartir su optimismo, señor presidente. Muchas gracias.

Si había una doctrina en la que creía Sandecker de todo corazón era: «No te fíes nunca de la palabra de un político.» Hizo otra llamada desde su automóvil.

– Aquí el almirante James Sandecker. Quisiera hablar con el almirante Monfort.

– En seguida, señor.

– Jim, ¿eres tú?

– Hola, Clyde. Me alegro de oír tu voz.

– Caray, hace casi dos años que no nos hemos visto. ¿Qué se te ofrece?

– Dime una cosa, Clyde. ¿Te han dado la voz de alerta para una misión de salvamento en las Bahamas?

– ¿Dónde has oído tal cosa?

– Rumores.

– Para mí es una noticia. La mayor parte de nuestras fuerzas del Caribe están tomando parte de unas maniobras anfibias de desembarco en Jamaica.

– ¿En Jamaica?

– Un pequeño ejercicio para desentumecer los músculos y exhibir nuestra capacidad militar a los soviéticos y a los cubanos. Hace que Castro se sienta desconcertado, temiendo que vamos a invadir su isla el día menos pensado.

– ¿Vamos a hacerlo?

– ¿Para qué? Cuba es la mejor campaña publicitaria de que disponemos para demostrar el tremendo fracaso económico del comunismo. Además, es mejor que sean los soviéticos y no nosotros quienes tiren un millón de dólares diarios en el retrete de Castro.

– ¿No has recibido ninguna orden de no perder de vista a un dirigible que emprendió un vuelo desde los Cayos esta mañana?

Se hizo un ominoso silencio en el otro extremo de la línea.

– Probablemente no debería decirte esto, Jim, pero recibí una orden verbal concerniente al dirigible. Me dijeron que mantuviese nuestros barcos y nuestros aviones lejos de los Bahama Banks y que interfiriese todas las comunicaciones procedentes de aquella zona.

– Esta orden, ¿venía directamente de la Casa Blanca?

– No abuses de tu suerte, Jim.

– Gracias por haberme hablado claro, Clyde.

– Siempre a tu disposición. Tenemos que vernos la próxima vez que yo esté en Washington.

– Lo espero con ilusión.

Sandecker colgó el teléfono, con el semblante enrojecido y echando chispas por los ojos.

– Que Dios les ayude -murmuró, apretando los dientes-. Nos la han pegado a todos.

19

La cara suave y de pómulos salientes de Jessie estaba tensa por el esfuerzo de luchar contra las ráfagas de viento y lluvia que zarandeaban el dirigible. Se le estaban entumeciendo los brazos y las muñecas de tanto manejar las válvulas y el timón de inclinación. Con el peso añadido de la lluvia, era casi imposible mantener en equilibrio y al nivel adecuado la oscilante aeronave. Empezaba a sentir la fría caricia del miedo.

– Tendremos que dirigirnos a la tierra más próxima -dijo, con voz insegura-. No podré mantenerlo mucho más tiempo en el aire, con esta tormenta.

Pitt la miró.

– La tierra más próxima es Cuba.

– Vale más la cárcel que la muerte.

– Todavía no -replicó Pitt desde su asiento, a la derecha y un poco detrás de ella-. Aguante un poco más. El viento nos empujará hacia Key West.

– Con la radio estropeada, no sabrán dónde buscarnos si tenemos que caer al mar.

– Hubiese debido pensar en esto antes de derramar café en el transmisor y provocar un cortocircuito.

Ella le miró. Dios mío, pensó, es para volverse loca. Él estaba mirando por la ventanilla de estribor, contemplando tranquilamente el mar con unos gemelos. Giordino estaba observando por el lado de babor, mientras Gunn leía los datos de la computadora VIKOR de navegación y marcaba su rumbo en una carta. Con frecuencia, Gunn observaba también las marcas de la aguja del gradiómetro Schonstedt, un instrumento para detectar el hierro por mediación de la intensidad magnética. Parecía como si aquellos tres hombres no tuviesen la menor preocupación en el mundo.

– ¿No han oído lo que he dicho? -preguntó, desesperada, ella.

– Lo hemos oído -respondió Pitt.

– No puedo dominarlo con este viento. Es demasiado pesado. Tenemos que echar lastre o aterrizar.

– El último saco de lastre fue arrojado hace una hora.

– Entonces tiren esa chatarra que subieron a bordo -ordenó ella, señalando una montañita de cajas de aluminio fijadas en el suelo.

– Lo siento. Esta chatarra, como usted la llama, puede sernos muy útil.

– Pero estamos perdiendo altura.

– Haga todo lo que pueda.

Jessie señaló a través del parabrisas.

– Esa isla a estribor es Cayo Santa María. La tierra de más allá es Cuba. Voy a poner rumbo al sur y probar suerte con los cubanos.

Pitt se volvió, con una mirada resuelta en sus ojos verdes.

– Fue usted quien quiso intervenir en esta misión -dijo rudamente-. Quería ser un tripulante más. Ahora aguante.

– Emplee la cabeza, Pitt -saltó ella-. Si esperamos otra media hora, el huracán nos hará pedazos.

– Creo que he encontrado algo -gritó Giordino.,

Pitt se levantó y pasó al lado de babor.

– ¿En qué dirección?

Giordino señaló.

– Acabamos de pasar por encima. A unos doscientos metros a popa.

– Y es grande -dijo Gunn excitado-. La aguja del detector se sale de la escala.

– Gire a babor -ordenó Pitt a Jessie-. Llévenos por donde hemos venido.

Jessie no discutió. Contagiada súbitamente del entusiasmo del descubrimiento, sintió que desaparecía su cansancio. Aceleró y viró a babor, aprovechando el viento para invertir el rumbo. Una ráfaga azotó la cubierta de aluminio, haciendo que el dirigible se estremeciese y oscilase la barquilla. Después amainó la corriente de aire y el vuelo fue más suave a partir del momento en que las ocho aletas de la cola dieron la vuelta y el viento sopló desde la popa.

El interior de la cabina de mandos quedó en silencio como la cripta de una catedral. Gunn desenrolló la cuerda de la unidad sensible del gradiómetro hasta que pendió a ciento cincuenta metros de la panza del dirigible y rozó las crestas de las olas. Entonces volvió su atención al registro y esperó a que la aguja marcase una raya horizontal en el papel. Pronto empezó a oscilar arriba y abajo.

– Nos estamos acercando -anunció Gunn.

Giordino y Pitt, haciendo caso omiso del viento, se asomaron a las ventanillas. El mar estaba agitado y saltaba espuma de las crestas de las olas, dificultando la visión de las transparentes profundidades. Jessie las estaba pasando moradas, luchando con los mandos, tratando de reducir las violentas sacudidas y el balanceo del dirigible, que se comportaba como una ballena tratando de remontar los rápidos del río Colorado.

– ¡Ya lo tengo! -gritó de pronto Pitt-. Yace en dirección de norte a sur, a unos cien metros a estribor.

Giordino pasó al otro lado de la cabina de mandos y miró hacia abajo.

– Sí, también yo lo veo.

– ¿Podéis distinguir si lleva grúas? -preguntó Gunn.

– El perfil es claro, pero no puedo distinguir los detalles. Yo diría que está a unos veinticinco metros de la superficie.

– Más bien a treinta -dijo Pitt.

– ¿Es el Cyclops? -preguntó ansiosamente Jessie.

– Demasiado pronto para saberlo. -Se volvió a Gunn-. Marca la posición que indica el VIKOR.

– Posición marcada -dijo Gunn.

Pitt se dirigió a Jessie.

– Muy bien, piloto, hagamos otra pasada. Y esta vez, como tendremos el viento en contra, trate de acercarse al objetivo.

– ¿Por qué no me pide que convierta plomo en oro? -replicó ella.

Pitt se le acercó y la besó ligeramente en la mejilla.

– Lo está haciendo estupendamente. Aguante un poco más y la sustituiré en los mandos.

– No adopte ese aire protector -dijo malhumoradamente ella, pero sus ojos tenían una expresión cálida y desaparecieron las arrugas provocadas por la tensión alrededor de sus labios-. Dígame solamente dónde tengo que parar el autobús.

Muy voluntariosa, pensó Pitt. Por primera vez, sintió envidia de Raymond LeBaron. Se volvió y apoyó una mano en el hombro de Gunn.

– Emplea el clinómetro y mira si puedes obtener la medida aproximada de sus dimensiones.

Gunn asintió con la cabeza.

– Así lo haré.

– Si es el Cyclops -dijo Giordino con entusiasmo-, habrás hecho un cálculo magnífico.

– Mucha suerte mezclada con un poco de percepción -admitió Pitt-. Esto y el hecho de que Raymond LeBaron y Buck Caesar nos encaminaron hacia la meta. El enigma es por qué se encuentra el Cyclops fuera de la ruta corriente de navegación.

Giordino sacudió la cabeza.

– Probablemente nunca lo sabremos.

– Volvemos sobre el objetivo -informó Jessie.

Gunn midió la distancia con el clinómetro y después miró a través del ocular, midiendo la longitud del oscuro objeto sumergido. Consiguió mantener fijo el instrumento, mientras Jessie luchaba denodadamente contra el viento.

– No hay manera de medir exactamente la manga, porque es imposible verlo: el barco yace de costado -dijo, estudiando las calibraciones.

– ¿Y la eslora? -preguntó Pitt.

– Entre ciento setenta y ciento noventa metros.

– No está mal -dijo Pitt, visiblemente aliviado-. El Cyclops tenía ciento ochenta metros de eslora.

– Si bajásemos un poco más, podría conseguir medidas más exactas -dijo Gunn.

– Otra vez, Jessie -gritó Pitt.

– Creo que será imposible -dijo ella, levantando una mano de los mandos y señalando más allá de la ventanilla de delante-. Tenemos un comité de bienvenida.

Su expresión parecía tranquila, casi demasiado tranquila, mientras los hombres observaban con cierta fascinación cómo aparecía un helicóptero entre las nubes, treinta metros por encima del dirigible. Durante unos segundos, pareció suspendido allí inmóvil en el cielo, como un halcón acechando a una paloma. Después aumentó de tamaño al acercarse y volar paralelamente al Prosperteer. Gracias a los gemelos, pudieron ver claramente las caras hoscas de los pilotos y dos pares de manos que empuñaban armas automáticas asomando en la puerta lateral abierta.

– Han traído amigos -dijo brevemente Gunn.

Estaba apuntando sus gemelos a una lancha cañonera cubana que surcaba las olas a unas cuatro millas de distancia, levantando grandes surtidores de espuma.

Giordino no dijo nada. Arrancó las cintas que sujetaban las cajas y empezó a arrojar su contenido al suelo, con toda la rapidez que le permitían sus manos. Gunn se unió a él mientras Pitt empezaba a montar una pantalla de extraño aspecto.

– Nos están mostrando un letrero en inglés -anunció Jessie.

– ¿Qué dice? -preguntó Pitt, sin mirar hacia arriba.

– «Sígannos y no empleen la radio» -leyó ella en voz alta-. ¿Qué tengo que hacer?

– Evidentemente, no podemos usar la radio; por lo tanto, sonría y salúdeles con la mano. Esperemos que no disparen, si ven que es una mujer.

– Yo no confiaría en eso -gruñó Giordino.

– Y manténgase sobre el barco hundido -añadió Pitt.

A Jessie no le gustó lo que estaba pasando dentro de la cabina de mandos. Su cara palideció ostensiblemente. Dijo:

– Será mejor que hagamos lo que ellos quieren.

– Que se vayan al diablo -dijo fríamente Pitt.

Desabrochó el cinturón de seguridad de Jessie y la apartó de los mandos. Giordino levantó un par de botellas de aire y Pitt pasó rápidamente las correas por encima de los hombros de ella. Gunn le tendió una máscara, unas aletas y un chaleco.

– Rápido -ordenó-. Póngase esto.

Ella estaba perpleja.

– ¿Qué están haciendo?

– Creí que lo sabía -dijo Pitt-. Vamos a nadar un poco.

– ¿Qué?

Los negros ojos de gitana estaban ahora muy abiertos, menos de alarma que de asombro.

– No hay tiempo para que el abogado defensor presente el pliego de descargo -dijo tranquilamente Pitt-. Llámelo un plan descabellado para salvar la vida y no insista. Ahora haga lo que le han dicho y tiéndase en el suelo detrás de la pantalla.

Giordino miró dubitativamente la pantalla de una pulgada de grueso.

– Esperemos que sirva para algo. No quisiera estar aquí si una bala le da a una botella de aire.

– No tengas miedo -replicó Pitt, mientras los tres se ponían apresuradamente su equipo de inmersión-. Es de un plástico muy resistente. Garantizado para detener hasta un proyectil de veinte milímetros.

Al no manejar nadie los mandos, el dirigible se desplazó hacia un lado bajo una nueva ráfaga de viento y se inclinó hacia abajo. Todos se echaron instintivamente al suelo y trataron de agarrarse a alguna parte. Las cajas que habían contenido el equipo se desperdigaron por el suelo y se estrellaron contra los asientos de los pilotos.

No hubo vacilación ni ulteriores intentos de comunicación.

El comandante cubano del helicóptero, creyendo que el súbito y errático movimiento del dirigible significaba que trataba de escapar, ordenó a sus hombres que abrieran fuego. Una lluvia de balas alcanzó el lado de estribor del Prosperteer desde no más de treinta metros de distancia. La cabina de mandos quedó inmediatamente hecha trizas. Los viejos cristales amarillentos de las ventanillas saltaron en añicos que se desparramaron sobre el suelo. Los mandos y el panel de instrumentos quedaron convertidos en chatarra retorcida, llenando la destrozada cabina de humo producido por los cortocircuitos.

Pitt yacía de bruces sobre Jessie, cubierto por Gunn y Giordino, escuchando cómo los proyectiles con punta de acero repicaban contra la pantalla a prueba de balas. Entonces los tiradores del helicóptero cambiaron la puntería y dispararon contra los motores. Las capotas de aluminio fueron arrancadas y trituradas por aquel fuego devastador, hasta que se desprendieron y fueron arrastradas por la corriente de aire. Los motores tosieron y callaron, destrozadas las culatas, escupiendo aceite entre nubes de humo negro.

– ¡Los depósitos de carburante! -gritó Jessie entre el ensordecedor estruendo-. ¡Estallarán!

– Esto es lo que menos debe preocuparnos -le gritó Pitt al oído-. Los cubanos no emplean balas incendiarias y los depósitos están hechos de una goma de neopreno que se cierra por sí sola.

Giordino se arrastró hacia el destrozado y revuelto montón de cajas de equipo y encontró lo que le pareció a Jessie una especie de contenedor tubular. Lo empujó delante de él en el fuertemente inclinado suelo.

– ¿Necesitas ayuda? -aulló Pitt.

– Si Rudi puede sujetarme las piernas…

Su voz se extinguió. Gunn no necesitaba que le diesen instrucciones. Apoyó los pies en un mamparo y agarró con fuerza las rodillas de Giordino.

El dirigible estaba ahora totalmente fuera de control, muerto en el aire, con el morro apuntando al mar en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Ya no le quedaba fuerza de sustentación y empezó a descender del cielo mientras los cubanos rociaban de balas la abultada e indefensa envoltura. Las aletas estabilizadoras apuntaban todavía a las nubes, pero el viejo Prosperteer estaba a las puertas de la muerte.

No moriría solo.

Giordino abrió el tubo, sacó un lanzador de mistes M-72 y lo cargó con un cohete de 66milímetros. Lentamente, moviéndose con gran cautela, apoyó aquella arma que parecía un bazooka en el marco de la ventanilla rota y apuntó.

Los asombrados hombres de la lancha cañonera, a menos de una milla de distancia, vieron cómo parecía desintegrarse el helicóptero en un enorme hongo de fuego. El ruido de la explosión sacudió el aire como un trueno, seguido de una lluvia de retorcidos metales al rojo que silbaron y despidieron vapor al tocar el agua.

El dirigible todavía estaba suspendido allí, girando lentamente sobre su eje. El helio brotaba a chorros de las rajas del casco. Los soportes circulares del interior empezaron a romperse como palos secos. Lanzando su último suspiro, el Prosperteer se dobló sobre sí mismo, rompiéndose como una cascara de huevo, y cayó sobre las hirvientes y espumosas olas.

Toda aquella furiosa devastación ocurrió rápidamente. En menos de veinte segundos, ambos motores fueron arrancados de sus soportes, y los que sostenían la cabina de mandos se rompieron con chasquidos de mal agüero. Como un frágil juguete arrojado a la acera por un niño destructor, los remaches estallaron y la estructura interior chirrió al desintegrarse.

La cabina de mandos siguió hundiéndose y el agua penetró por las rotas ventanillas. Era como si una mano gigantesca apretase al dirigible hacia abajo hasta hacerle desaparecer en lo profundo. Entonces se desprendió la barquilla y cayó como una hoja muerta, arrastrando una confusa maraña de alambres y cables. Los restos de la cubierta de duraluminio siguieron después, aleteando locamente como un murciélago borracho.

Una bandada de peces de cola amarilla escapó debajo de aquella masa que se hundía, un instante antes de chocar contra el fondo y levantar nubes de fina arena.

Entonces todo quedó en sepulcral silencio, roto solamente por el suave gorgoteo del aire de las botellas.

Sobre la agitada superficie, los pasmados tripulantes de la lancha cañonera empezaron a recorrer el lugar del accidente, buscando algún superviviente. Pero sólo encontraron grandes manchas de carburante y de aceite.

El viento del huracán que se acercaba aumentó hasta fuerza 8. Las olas alcanzaron una altura de seis metros, haciendo imposible continuar la búsqueda. El capitán de la lancha no tuvo más remedio que cambiar de rumbo y dirigirse a un puerto seguro de Cuba, dejando atrás un mar turbulento y maligno.

20

La nube opaca de limo que cubría los destrozados restos del Prosperteer fue arrastrada lentamente por una débil corriente profunda. Pitt se levantó sobre las manos y las rodillas y miró a su alrededor, en lo que había sido la cabina de mandos. Gunn estaba sentado en el suelo, apoyando la espalda en un combado mamparo. Su tobillo izquierdo se había hinchado hasta tomar la forma de un coco, pero aspiró aire de la boquilla y levantó una mano, haciendo una V con los dedos.

Giordino se puso en pie con un esfuerzo y se apretó suavemente el lado derecho del pecho. Un tobillo roto y probablemente unas cuantas costillas fracturadas entre los dos, pensó Pitt. Podría haber sido peor. Se inclinó sobre Jessie y le levantó la cabeza. Sus ojos parecían estar en blanco a través del cristal de la máscara, pero el suave silbido del regulador y el movimiento del pecho indicaban que la respiración era normal, aunque un poco rápida. Pasó los dedos sobre sus brazos y sus piernas y no encontró señales de fractura. Salvo una erupción de manchas negras y azules, que aumentarían en las próximas veinticuatro horas, parecía estar en buen estado. Como para tranquilizarse, Jessie alargó una mano y le apretó con fuerza el brazo.

Pitt, satisfecho, volvió la atención a su propia persona. Todas las articulaciones funcionaban debidamente, lo mismo que los músculos, y no parecía haberse dislocado nada. Sin embargo, no había salido ileso. Un purpúreo chichón estaba creciendo en su frente, y advirtió una extraña sensación de rigidez en el cuello. Combatió esta incomodidad con el consuelo de que nadie parecía estar sangrando. Habían escapado a la muerte por un pelo, y esto era ya bastante para un día. Lo menos que podían esperar era que no les atacasen los tiburones.

Pitt centró la atención en el problema inmediato: salir de la cabina de mandos. La puerta se había atrancado, lo cual no era extraño después de los golpes que había recibido. Se sentó en el suelo, agarró con ambas manos el combado marco y golpeó con los pies. Decir golpeó es una exageración. La presión del agua restaba empuje a sus piernas. Tuvo la impresión de que estaba tratando de hacer saltar el fondo de un enorme tarro de cola. Al sexto intento, cuando los talones y los dedos de los pies ya no podían aguantar más, el cerrojo cedió y la puerta se abrió lentamente hacia afuera.

Giordino fue el primero en salir, envuelta la cabeza en el torbellino de burbujas de su regulador de la respiración. Alargó los brazos hacia adentro, clavó los pies en la arena, se apercibió para resistir el dolor del pecho que estaba seguro de que sentiría, y dio un fuerte tirón. Con Pitt y Gunn empujando desde dentro, un voluminoso paquete pasó difícilmente por la puerta y cayó al suelo. Después, ocho depósitos de acero, conteniendo tres metros cúbicos de aire, pasaron a las manos expectantes de Giordino.

Dentro de la maltrecha cabina de mandos, Jessie luchaba por adaptar sus oídos a la presión del agua. La sangre zumbaba en su cabeza y sentía en ella un fuerte dolor que borraba la impresión de la caída. Se tapó la nariz y resopló furiosamente. Al quinto intento, se destaparon al fin sus oídos, y el alivio que sintió fue tan maravilloso que las lágrimas acudieron a sus ojos. Apretó los dientes sobre la boquilla y se llenó de aire los pulmones. Qué delicioso sería despertarse en su propia cama, pensó. Algo tocó su mano. Era otra mano, firme y de piel curtida. Levantó la mirada y vio los ojos de Pitt mirándola fijamente a través del cristal de la máscara; parecían fruncidos en una sonrisa. Él le indicó con la cabeza que le siguiese.

La condujo afuera, en el vasto y líquido vacío. Ella miró hacia arriba, observando las burbujas sibilantes que ascendían en remolinos hacia la agitada superficie. A pesar de la turbulencia de ésta, había en el fondo una visibilidad de casi sesenta metros y podía ver claramente y en toda su longitud el armazón de la aeronave yaciendo a poca distancia de la cabina de mandos. Gunn y Giordino se habían perdido de vista.

Pitt le hizo ademán de que esperase junto a los depósitos de aire y el extraño paquete. Observó la brújula que llevaba en la muñeca izquierda y se alejó nadando en aquella bruma azul. Jessie se tambaleó, ingrávida, sintiendo en la cabeza una ligera impresión de narcosis por nitrógeno. La invadió una abrumadora sensación de soledad, pero se desvaneció rápidamente al ver a Pitt que volvía. Éste le hizo señal de que le siguiese y, después, se volvió y empezó a nadar despacio. Pataleando para vencer la resistencia del agua, Jessie no tardó en alcanzarle.

El fondo de arena blanca del mar fue sustituido por bancos de coral habitados por una gran variedad de peces de extrañas formas. Sus brillantes colores naturales eran amortiguados hasta convertirse en un gris suave, por la absorción de las partículas de agua que filtraban el rojo, el naranja y el amarillo, dejando pasar únicamente el verde y el azul. Nadaron agitando las aletas y manteniéndose a sólo una braza por encima de la fantástica y exóticamente moldeada jungla submarina, observados con curiosidad por un tropel de pequeños angelotes, orbes y peces trompeta. La divertida escena recordó a Pitt los niños que observaban los grandes globos en forma de personajes de historietas que desfilan por Broadway el Día de Acción de Gracias.

De pronto, Jessie clavó los dedos en la pierna de Pitt y señaló hacia arriba. Allí, nadando perezosamente, a sólo veinte pies de distancia, había una bandada de barracudas. Debía haber dos centenares de ellas y ninguna medía menos de un metro de largo. Se volvieron al unísono y empezaron a dar vueltas alrededor de los submarinistas con muestras de curiosidad en sus redondos ojos. Después decidieron por lo visto que no valía la pena perder el tiempo, por Pitt y Jessie, por lo que se alejaron en un abrir y cerrar de ojos y se perdieron de vista.

Cuando Pitt se volvió, vio cómo aparecía Rudi Gunn, saliendo de la cortina azul. Gunn se detuvo y les hizo señas de que se acercasen a toda prisa. Entonces hizo con los dedos la señal de la victoria.

El significado estaba claro. Gunn movió vigorosamente una de las aletas y ascendió rápidamente en diagonal hasta encontrarse a unos diez metros por encima del banco de coral. Pitt y Jessie le siguieron inmediatamente.

Habían nadado casi cien metros cuando Gunn se detuvo de pronto, invirtiendo el cuerpo en posición vertical, y alargó una mano, con un dedo ligeramente doblado, señalando como una Parca.

Como un castillo encantado surgiendo entre la niebla de un pantano de Yorkshire, la forma fantástica del Cyclops se manifestó en la acuática penumbra, nefasta y siniestra, como si una fuerza indescriptible alentase en sus entrañas.

21

Pitt había visto muchos barcos naufragados y había sido el primero en inspeccionar el Titanic, pero al contemplar ahora el perdido y legendario buque fantasma, le asaltó un temor casi supersticioso. El hecho de que fuera la tumba de más de trescientos hombres aumentaba su maligna aureola.

El barco hundido yacía sobre el costado de babor con una inclinación de unos veinticinco grados, con la proa apuntando hacia el norte. No tenía el aspecto de algo destinado a descansar en el fondo del mar, y la madre naturaleza había tendido sobre el intruso de acero un velo de sedimentos y organismos marinos.

El casco y la superestructura estaban cubiertos de toda clase de productos del mar: esponjas, lapas, anémonas floridas, plumosos helechos marinos y largas algas que oscilaban graciosamente con la corriente como brazos de bailarinas. Salvo por la deformada proa y tres grúas desprendidas, el barco estaba sorprendentemente intacto.

Encontraron a Giordino muy atareado raspando las adherencias de un pequeño sector debajo de la barandilla de popa. Se volvió cuando ellos se acercaron y les mostró el fruto de su trabajo. Había dejado al descubierto las letras en relieve del nombre Cyclops.

Pitt miró la esfera naranja de su reloj sumergible Doxa. Le parecía una eternidad el tiempo transcurrido desde que el dirigible había caído, pero sólo habían pasado nueve minutos desde el momento en que habían salido nadando de la cabina de mandos. Era imperativo que conservasen el aire. Todavía tenían que registrar el barco y reservar las botellas de recambio para la descompresión. El margen de seguridad sería peligrosamente estrecho.

Comprobó el indicador de aire de Jessie y la miró a los ojos. Parecían claros y brillantes. Ella respiraba lenta y rítmicamente. Levantó el dedo pulgar y le hizo un guiño de coquetería. Por lo visto había olvidado de momento el peligro de muerte que habían corrido en el Prosperteer.

Pitt respondió a su guiño. Ahora la está gozando, pensó.

Empleando señales con las manos para comunicarse, se desplegaron los cuatro en línea encima de la popa y empezaron a recorrer el barco. Las puertas de la camareta alta de popa se habían podrido y el suelo de teca estaba fuertemente carcomido. Todas las superficies llanas estaban revestidas de sedimentos que daban la impresión de una mortaja polvorienta.

El asta de la bandera estaba desnuda; la enseña de los Estados Unidos se había desintegrado hacía tiempo. Los dos cañones de popa apuntaban hacia atrás, mudos y abandonados. Las chimeneas gemelas se alzaban como centinelas sobre los restos de ventiladores, norays y barandillas, y todavía pendían enroscados cables de las grúas. Como en un barrio de chabolas, cada pieza arruinada ofrecía refugio a los erizos de mar, cangrejos y otras criaturas marinas.

Pitt sabía, por haber estudiado un diagrama del interior del Cyclops, que buscar en la sección de popa era una pérdida de tiempo. Las chimeneas se alzaban sobre la sala de máquinas y las dependencias de la tripulación. Si tenían que encontrar la estatua de La Dorada, lo más probable era que estuviese en el compartimiento de carga mixta, debajo del puente y del castillo de proa. Hizo ademán a los otros para que siguiesen en aquella dirección.

Nadaron despacio y prudentemente a lo largo de la pasarela que se extendía sobre las escotillas del carbón, rodeando los grandes cubos de carga y pasando por debajo de las herrumbrosas grúas que parecían alargarse desesperadamente en busca de los rayos refractados por la superficie. Era evidente que el Cyclops había sufrido una muerte rápida y violenta. Los restos de las barcas salvavidas estaban fijados en sus pescantes y la superestructura parecía haber sido aplastada por un puño monstruoso.

El extraño puente rectangular tomó lentamente forma en la penumbra verdeazul. Los dos pilares de sustentación del lado de estribor se habían doblado pero la inclinación del casco a babor había compensado el ángulo. En contraste con el resto del barco, el puente permanecía en un plano perfectamente horizontal.

La oscuridad al otro lado de la puerta de la caseta del timón parecía ominosa. Pitt encendió su linterna y penetró lentamente en el interior, teniendo cuidado de no levantar el limo del suelo con sus aletas. Una luz muy débil se filtraba a través de los sucios ojos de buey del mamparo anterior. Limpió de lodo el cristal que cubría el reloj del barco. Las deslustradas saetas se habían inmovilizado en las 12,21. También examinó el gran pedestal donde se hallaba la brújula. El interior era todavía impermeable y la aguja flotaba libre en queroseno, apuntando fielmente al norte magnético. Pitt observó que el barco estaba orientado a 340 grados. En el lado opuesto al de la brújula, cubiertos por una colonia de esponjas que adquirieron un vivo color rojo bajo la luz de la linterna de Pitt, había dos objetos parecidos a postes que se elevaban del suelo y se abrían en abanico en la cima. Pitt, curioso, limpió el de babor y apareció una superficie de cristal a través de la cual pudo difícilmente leer las palabras a toda velocidad, MEDIANA, LENTA, MUY LENTA, STOP y PAREN MÁQUINAS. Era el telégrafo del puente con la sala de máquinas. Advirtió que la saeta metálica apuntaba a toda velocidad. Limpió el cristal del telégrafo de estribor. La aguja señalaba paren máquinas.

Jessie estaba a unos tres metros detrás de Pitt cuando soltó un grito confuso que hizo que a él se le erizasen los cabellos de la nuca. Giró en redondo, pensando que tal vez se la llevaba un tiburón, pero ella estaba señalando frenéticamente un par de cosas que sobresalían del limo.

Dos cráneos humanos, cubiertos de lodo hasta las fosas nasales, miraban a través de las cuencas vacías. Dieron a Pitt la deconcertante impresión de que le estaban observando. Los huesos de otro tripulante estaban apoyados en la base del timón, con un brazo esquelético introducido todavía entre los radios de la rueda. Pitt se preguntó si alguno de aquellos lastimosos restos podían ser los del capitán Worley.

No había nada más que ver, por lo que Pitt condujo a Jessie fuera de la caseta del timón y por una escalera hacia los camarotes de los tripulantes y los pasajeros. Casi al mismo tiempo, Gunn y Giordino desaparecieron por una escotilla que conducía a una pequeña bodega de carga.

La capa de limo era más fina en esta parte del barco; no más de una pulgada de grueso. La escalera llevaba a un largo pasillo con compartimientos a ambos lados. En cada uno de ellos había literas, lavabos de porcelana, efectos personales desparramados y los restos esqueléticos de sus ocupantes. Pitt perdió pronto la cuenta de los muertos. Se detuvo y añadió aire a su compensador de flotación para mantener equilibrado el cuerpo en posición horizontal. El más ligero contacto de sus aletas levantaría grandes nubes de limo cegador.

Pitt dio una palmada en el hombro de Jessie y enfocó su linterna a un pequeño lavabo con una bañera y dos retretes. Le hizo un ademán interrogador. Ella sonrió y le dio una respuesta cómica pero negativa.

Pitt golpeó casualmente con su linterna una tubería instalada a lo largo del techo y aquélla se apagó momentáneamente. La súbita oscuridad fue tan total y sofocante como si les hubiesen metido en un ataúd y cerrado la tapa. Pitt no tenía deseos de permanecer rodeado de oscuridad eterna dentro de la tumba del Cyclops, y volvió a encender rápidamente la linterna, revelando una colonia de esponjas de vivos colores rojo y amarillo aferradas a los mamparos del pasillo.

Pronto se evidenció que no encontrarían indicios de La Dorada aquí. Retrocedieron por aquel pasillo de la muerte y subieron de nuevo al castillo de proa. Giordino les estaba esperando y señaló una escotilla que estaba medio abierta. Pitt se deslizó por ella, haciendo chocar sus botellas de aire con el marco, y descendió por una escalera en pésimo estado.

Nadó en lo que parecía ser una bodega destinada a equipajes, serpenteando alrededor de los revueltos escombros en dirección a la luz irreal de la linterna de Gunn. Pasó por encima de un montón de huesos y de un cráneo que tenía la boca abierta en lo que se imaginó Pitt que era un horripilante grito de terror.

Encontró a Gunn examinando atentamente el podrido interior de una caja grande. Los horribles restos esqueléticos de dos hombres estaban embutidos entre la caja y un mamparo.

Por un breve instante, el corazón de Pitt palpitó de excitación y de esperanza, seguro de que habían encontrado el más inestimable tesoro de los mares. Entonces Gunn levantó la cabeza y vio Pitt una amarga desilusión pintada en sus ojos.

La caja estaba vacía.

Desengañados, siguieron registrando la bodega y encontraron algo sorprendente. Yaciendo en las oscuras sombras como un muñeco de goma, había un traje de buzo. Los brazos estaban extendidos, y los pies, calzados con unas botas pesadas al estilo de las de Frankenstein. Unos enmohecidos casco y peto de metal cubrían la cabeza y el cuello. Enroscado a un lado, como una serpiente muerta y gris, estaba el cordón umbilical que contenía el tubo de aire y el cable salvavidas. Estaban cortados a unos dos metros del casco.

La capa de limo sobre el traje de buzo indicaba que yacía allí desde hacía muchos años. Pitt tomó el cuchillo que llevaba sujeto a la pantorrilla derecha y lo empleó para soltar la visera del casco. Ésta cedió lentamente al principio y después se soltó lo bastante para que pudiese arrancarla con los dedos. Entonces dirigió la luz de la linterna al interior del casco. Protegida de los estragos de la destructiva vida marina por el traje de goma y las válvulas de seguridad del casco, la cabeza conservaba todavía cabellos y restos de carne.

Pitt y sus compañeros no eran los primeros en explorar los espantosos secretos del Cyclops. Alguien se les había anticipado y se había llevado el tesoro de La Dorada.

22

Pitt consultó su viejo reloj Doxa y calculó las paradas para descompresión. Añadió un minuto a cada una de ellas, como margen de mayor segundad para eliminar las burbujas de gas de la sangre y los tejidos y evitar la enfermedad de los buzos.

Después de abandonar el Cyclops, habían cambiado las botellas de aire casi vacías por las de reserva y empezado su lenta ascensión a la superficie. A unos metros de distancia, Gunn y Giordino añadieron aire a sus compensadores de flotación para mantenerse a la profundidad debida mientras manejaban el engorroso paquete.

Debajo de ellos, en la penumbra marina, el Cyclops yacía desolado y condenado al olvido. Antes de que pasaran otros diez años, sus enmohecidos costados empezarían a combarse hacia dentro y, un siglo más tarde, el fondo del este mar inquieto cubriría los lastimosos restos con una mortaja de limo, dejando solamente unos cuantos trozos incrustados de coral para marcar su tumba.

Encima de ellos, la superficie era como un torbellino de azogue. En la siguiente parada de descompresión, empezaron a sentir el impulso aplastante de las enormes olas y se esforzaron en permanecer juntos en el vacío. Ni pensar en quedarse a una profundidad de seis metros. Su provisión de aire estaba casi agotada y sólo la muerte por ahogamiento les esperaba en las profundidades. No tenían más remedio que subir a la superficie y arrostrar la tempestad.

Jessie parecía tranquila, impertérrita. Pitt se dio cuenta de que no sospechaba el peligro que correrían en la superficie. Sólo pensaba en ver de nuevo el cielo.

Pitt miró el reloj por última vez y señaló hacia arriba con el pulgar. Empezaron a subir al unísono, agarrada Jessie a la pierna de Pitt, y cargando Gunn y Giordino con el paquete. Aumentó la luz y, cuando Pitt miró hacia arriba, se sorprendió al ver un remolino de espuma a pocos metros sobre su cabeza.

Emergió en un seno entre dos olas y fue levantado por una enorme e inclinada pared verde que lo lanzó hacia la cresta como si fuese un juguete en una bañera. El viento zumbó en sus oídos y la espuma del mar le azotó las mejillas. Se quitó la máscara y pestañeó. El cielo del este estaba cubierto de nubes turbulentas, negras como el carbón, mientras ellos flotaban en el mar verdegris. La rapidez con que se acercaba la tormenta era extraordinaria. Parecía saltar de un horizonte al otro.

Jessie apareció de pronto al lado de Pitt y miró con ojos muy abiertos aquellas negras nubes que se abatían sobre ellos. Escupió la boquilla.

– ¿Qué es?

– El huracán -gritó Pitt entre aullidos del viento-. Viene más deprisa de lo que nadie se había imaginado.

– ¡Oh, Dios mío! -jadeó ella.

– Suelta tu cinturón de lastre y despréndete de las botellas de aire -dijo él.

No necesitó decir nada a los otros. Habían tirado ya su equipo y estaban abriendo el paquete. Las nubes se extendieron en lo alto y los cuatro se vieron sumergidos en un mundo crepuscular desprovisto de todo color. Estaban aturdidos por la violenta exhibición de fuerza atmosférica. El viento redobló de pronto su velocidad llenando el aire de espuma arrancada de las crestas de las olas.

De pronto, el paquete que habían izado con tanto esfuerzo de la barquilla del Prosperteer se abrió y se convirtió en un bote hinchable, provisto de un motor fuera borda de veinte caballos, envuelto en una cubierta hermética de plástico. Giordino rodó sobre el costado, seguido de Gunn, y ambos rasgaron frenéticamente la cubierta del motor. Los furiosos vientos apartaron pronto el bote de Pitt y Jessie. La distancia empezó a aumentar con alarmante rapidez.

– ¡El ancla! -gritó Pitt-. ¡Arrojad el ancla!

Gunn apenas si oyó a Pitt entre el aullido del viento. Levantó un saco de lona de forma cónica, mantenido abierto por un aro de hierro y lo deslizó sobre el costado del bote. Después lo abrió con una cuerda que sujetó fuertemente a la proa. Con la resistencia del ancla, el bote giró de cara al viento y se alejó más despacio.

Mientras Giordino trajinaba con el motor, Gunn arrojó una cuerda a Pitt, y éste la ató debajo de los brazos de Jessie. Mientras ésta era remolcada hacia el bote, Pitt nadó tras ella, rompiendo las olas sobre su cabeza. La máscara le fue arrancada y el agua salada le azotó los ojos. Redobló su esfuerzo cuando vio que la corriente se estaba llevando el bote más deprisa de lo que él podía nadar.

Giordino metió los musculosos brazos en el agua, agarró las muñecas de Jessie y la izó con la misma facilidad que si hubiese sido una lubina. Pitt frunció los párpados hasta casi cerrarlos del todo. Sintió, más que vio, caer la cuerda sobre su hombro. Podía distinguir a duras penas la cara sonriente de Giordino asomada sobre el costado del bote, mientras tiraba de la cuerda con sus manazas. Después, yació en el fondo del oscilante bote, jadeando y pestañeando para quitarse la sal de los ojos.

– Otro minuto y no habrías podido alcanzar la cuerda -gritó Giordino.

– El tiempo vuela cuando uno se divierte -le gritó Pitt.

Giordino puso los ojos en blanco al oír la jactanciosa respuesta de Pitt y volvió a trabajar en el motor.

El peligro inmediato que les amenazaba era ahora diferente. Hasta que pudiesen arrancar el motor para que les diese cierto grado de estabilidad, una ola grande podía hacerles volcar. Pitt y Gunn arrojaron bolsas de lastre, con lo que redujeron temporalmente la amenaza.

La fuerza del viento era infernal. Tiraba de sus cabellos y de sus cuerpos, y la espuma parecía tan abrasiva sobre su piel como la arena lanzada por un barreno. El pequeño bote hinchable se doblaba bajo la tensión del mar enfurecido y se balanceaba en manos del vendaval, pero, de algún modo, se resistía a volcar.

Pitt se arrodilló sobre el suelo de caucho endurecido, agarrando la cuerda con una mano y volvió la espalda al viento. Después extendió el brazo izquierdo. Era un antiguo truco de marinero que siempre daba resultado en el hemisferio septentrional. La mano izquierda señalaría hacia el centro de la tormenta.

Estaban ligeramente fuera del centro, consideró. No tendría el respiro de la relativa calma del ojo del huracán. El rumbo de éste estaba a más de cuarenta millas al noroeste. Todavía no había llegado lo peor.

Una ola cayó sobre ellos, y después, otra; dos en rápida sucesión que habrían roto el casco de una embarcación mayor y más rígida. Pero el duro y pequeño bote neumático se sacudió el agua y volvió a la superficie como una foca juguetona. Todos consiguieron agarrarse fuerte y nadie se cayó por la borda.

Por fin Giordino señaló que había puesto en marcha el motor. Nadie podía oírlo sobre el aullido del viento. Rápidamente, Pitt y Gunn izaron el ancla y las bolsas de lastre.

Pitt hizo bocina con una mano y gritó al oído de Giordino:

– ¡Navega a favor de la tormenta!

Desviarse en un rumbo lateral era imposible. Las fuerzas combinadas del viento y el agua volcarían el bote. Poner proa a la tormenta significaría una derrota segura a la que no podrían sobrevivir. Su única esperanza era navegar en el sentido de menos resistencia.

Giordino asintió hoscamente y aceleró. El bote se inclinó de lado al virar en un seno de las olas y adentrarse en un mar que se había vuelto completamente blanco con la espuma de la estela. Todos se aplastaron contra el suelo, a excepción de Giordino. Éste siguió sentado, con la cuerda de salvamento enrollada en un brazo y agarrando el timón del motor fuera borda con la mano libre.

El día declinaba lentamente y al cabo de una hora sería de noche. El aire era cálido y sofocante, haciendo difícil la respiración. La pared casi sólida de agua azotada por el viento reducía la visibilidad a menos de trescientos metros. Pitt pidió la máscara a Gunn y levantó la cabeza encima de la proa. Era como estar debajo de las cataratas del Niágara, mirando hacia arriba.

Giordino sintió una helada desesperación cuando el huracán desencadenó toda su furia a su alrededor. Que hubiesen sobrevivido hasta ahora era casi un milagro. Estaba luchando contra el mar turbulento con una especie de frenesí contenido, esforzándose desesperadamente en evitar que su endeble oasis fuese sumergido por una ola. Cambiaba constantemente la marcha, tratando de navegar justo detrás de las imponentes crestas, mirando cautelosamente por encima del hombro, a cada momento, el seno que se abría detrás de la popa en seis metros de profundidad.

Giordino sabía que el fin estaba cerca, ciertamente a no más de una hora si tenían suerte. Sería fácil hacer girar el bote contra la tormenta y acabar de una vez. Lanzó una rápida mirada a los otros y vio una amplia sonrisa de ánimo en los labios de Pitt. Si el que había sido su amigo durante casi treinta años sentía cerca la muerte, no daba el menor indicio de ello. Pitt agitó vivamente una mano y volvió a mirar por encima de la proa. Giordino no pudo dejar de preguntarse qué estaría mirando.

Pitt estaba estudiando las olas. Éstas eran cada vez más altas y más empinadas. Calculó la distancia entre las crestas y pensó que se estaban acercando como las filas de una formación militar que redujese la marcha.

El fondo se estaba acercando. El oleaje los estaba lanzando a aguas menos profundas.

Pitt aguzó la mirada para penetrar la caótica pared de agua. Poco a poco, como en el revelado de una fotografía en blanco y negro, oscuras imágenes empezaron a tomar forma. La primera que concibió su mente fue la de unos dientes manchados, molares ennegrecidos y frotados por una pasta blanca. La imagen se concretó en unas rocas oscuras, con las olas rompiendo contra ellas en fuertes y continuas explosiones de blanco. Observó cómo se elevaba el agua hacia el cielo al chocar la resaca con una nueva ola. Entonces, al calmarse momentáneamente el oleaje, descubrió un bajo arrecife que se extendía paralelamente a las rocas que formaban una muralla natural delante de una ancha playa. Tenía que ser la isla cubana de Cayo Santa María, pensó.

Nada le costó a Pitt imaginar las probabilidades de la nueva pesadilla: cuerpos hechos trizas en el arrecife de coral o aplastados contra las melladas rocas. Enjugó la sal del cristal de la máscara y miró de nuevo. Entonces lo vio: una posibilidad entre mil de sobrevivir a aquel caos.

Giordino lo había visto también: se trataba de un pequeño canal entre las rocas. Puso proa en aquella dirección, sabiendo que le sería más fácil enhebrar una aguja dentro de una lavadora en funcionamiento.

En los treinta segundos siguientes, el motor fuera borda y la tormenta les hicieron avanzar cien metros. El mar hervía con una sucia espuma sobre el arrecife y la velocidad del viento aumentó, mientras los surtidores de espuma y la oscuridad hacían casi imposible la visión. La cara de Jessie palideció y su cuerpo se puso rígido. Su mirada se cruzó un instante con la de Pitt, temerosa pero confiada. Él le rodeó la cintura con un brazo y apretó con fuerza.

Una ola grande les alcanzó como un alud. La hélice del fuera borda giró más deprisa al levantarse fuera del agua, pero su zumbido de protesta fue ahogado por el ruido ensordecedor de la rompiente. Gunn abrió la boca para gritar una advertencia, pero no brotó de ella ningún sonido. La ola se encorvó sobre el bote y cayó con fantástica fuerza. Arrancó la cuerda del brazo de Gunn, y Pitt vio que éste daba vueltas en el aire como una cometa a la que se le ha roto el cordel.

El bote fue lanzado sobre el arrecife y sumergido en espuma. El coral rasgó el tejido de caucho y abrió las cámaras de aire; una serie de navajas de afeitar no habrían podido hacerlo con más eficacia. El grueso fondo del bote se deslizó vertiginosamente. Durante varios momentos estuvieron completamente sumergidos. Después, al fin, el fiel y pequeño bote neumático salió a la superficie y se encontraron fuera del acantilado con sólo cincuenta metros de mar abierto separándoles de las melladas rocas, que se erguían negras y mojadas.

Gunn emergió a pocos metros de distancia, jadeando para recobrar el aliento. Pitt alargó un brazo, lo agarró por el tirante del compensador de flotación, y lo izó a bordo. El auxilio le había llegado en el momento preciso. La ola siguiente rugió sobre el arrecife como una manada de animales enloquecidos tratando de escapar del incendio de un bosque.

Giordino continuó tercamente aferrado al motor, que seguía funcionando con la poca fuerza que podían darle sus pistones. No había que ser vidente para saber que la débil embarcación se estaba haciendo pedazos. Sólo la sostenía el aire todavía atrapado en sus cámaras.

Estaban casi al alcance del canal entre las rocas cuando les alcanzó la ola. El seno que la precedía la empujó por la base haciendo que doblase su altura. Su velocidad aumentó al precipitarse hacia la costa rocosa.

Pitt miró hacia arriba. Los amenazadores picos se erguían ante ellos, con el agua hirviendo alrededor de sus cimientos como en una caldera. El bote fue empujado por la ola y, durante un breve instante, Pitt creyó que podría pasar por encima del pico antes de que aquella rompiese. Pero se encorvó de pronto y se estrelló contra las rocas con el estruendo de un trueno, lanzando al maltrecho bote y a sus ocupantes al aire, en medio del torbellino.

Pitt oyó gritar a Jessie a lo lejos. Su aturdida mente lo percibió a duras penas, y se esforzó en responder, pero entonces todo se hizo confuso. El bote cayó con tal fuerza que el motor se desprendió de su soporte y fue lanzado a la playa.

Pitt no recordó nada después de esto. Se abrió un remolino negro y fue engullido por él.

23

El hombre que era la fuerza impulsora de la Jersey Colony estaba tumbado en un diván de la oficina dentro de la disimulada jefatura del proyecto. Cerró los ojos y reflexionó sobre su encuentro con el presidente en el campo de golf.

Leonard Hudson sabía muy bien que el presidente no se estaría quieto esperando pacientemente otro contacto por sorpresa. El jefe del ejecutivo era un hombre de empuje que no dejaba nada a la suerte. Aunque las fuentes de Hudson dentro de la Casa Blanca y las agencias de información no comunicaban ningún indicio de que fuese a procederse a una investigación, estaba seguro de que el presidente estudiaba una manera de penetrar en el secreto que envolvía al «círculo privado».

Casi podía sentir que se estaba tendiendo una red.

Su secretaria llamó suavemente a la puerta y la abrió.

– Disculpe que le moleste, pero el señor Steinmetz está en la pantalla y desea hablar con usted.

– Iré en seguida.

Hudson puso orden a sus pensamientos mientras se ataba los cordones de los zapatos. A la manera de un ordenador, archivaba un problema y planteaba otro. No le gustaba tener que pelear con Steinmetz, aunque éste estuviese a un cuarto de millón de millas de distancia.

Eli Steinmetz era un ingeniero que superaba los obstáculos inventando una solución mecánica y construyéndola después con sus propias manos. Su talento para la improvisación era la razón de que Hudson le hubiese elegido como jefe de la Jersey Colony. Graduado con honores en Caltech, en el MIT, había supervisado la construcción de proyectos en la mitad de los países del mundo, incluida Rusia.

Cuando el «círculo privado» le propuso construir el primer habitáculo humano en suelo lunar, Steinmetz había tardado casi una semana en decidirse, mientras su mente debatía el impresionante concepto y la asombrosa logística de semejante proyecto. Por último aceptó, pero con condiciones.

Él y sólo él elegiría, las personas que tenían que vivir en la Luna. No habría pilotos ni astronautas famosos residentes allí. Todo vuelo espacial sería dirigido por un control de tierra o por ordenadores. Solamente se incluirían hombres cuya especial competencia fuese vital para la construcción de la base. Además de Steinmetz, los tres primeros en establecer la colonia serían ingenieros solares y estructurales. Meses más tarde, se les reunieron un doctor biólogo, un ingeniero geoquímico y un horticultor. Otros científicos y técnicos les siguieron a medida que se creyeron necesarias sus dotes especiales.

Al principio, Steinmetz había sido considerado demasiado viejo. Tenía cincuenta y tres años cuando puso los pies en la Luna, y ahora tenía cincuenta y nueve. Pero Hudson y los otros miembros del «círculo privado» valoraban la experiencia más que la edad y nunca lamentaron su elección.

Ahora Hudson miró a Steinmetz en la pantalla de vídeo y vio que el hombre estaba sosteniendo una botella con una etiqueta dibujada a mano. A diferencia de los otros colonos, Steinmetz no llevaba barba y se afeitaba la cabeza. Tenía la piel morena y los ojos negros. Era un judío americano de la quinta generación, pero habría pasado inadvertido en una mezquita musulmana.

– ¿Qué te parece esto? -dijo Steinmetz-. Chateáu Lunar Chardonnay, 1989. No exactamente añejo. Sólo tuvimos uvas suficientes para hacer cuatro botellas. Hubiésemos debido permitir que las vides del invernadero madurasen otro año, pero nos impacientamos.

– Veo que incluso has hecho una botella para ti -observó Hudson.

– Sí, nuestra planta química piloto está ahora en pleno funcionamiento. Hemos aumentado nuestra producción hasta el punto de que podemos convertir casi dos toneladas de materiales del suelo lunar en noventa y cinco kilos de metal bastardo o doscientos treinta kilos de vidrio en quince días.

Steinmetz parecía estar sentado a una larga mesa plana en el centro de una pequeña cueva. Llevaba una fina camisa de algodón y unos shorts deportivos.

– Pareces estar muy fresco y cómodo -dijo Hudson.

– Dimos prioridad a esto cuando alunizamos -dijo Steinmetz, sonriendo-. ¿Te acuerdas?

– Sellar la entrada de la caverna y presurizar su interior de manera que pudieseis trabajar en una atmósfera confortable sin el engorro de los trajes espaciales.

– Después de llevar aquellos malditos trajes durante ocho meses, no puedes imaginarte el alivio que fue volver a llevar ropa normal.

– Murphy ha observado minuciosamente vuestra temperatura y dice que las paredes de la caverna están aumentando su grado de absorción de calor. Sugiere que enviéis un hombre fuera de ahí y que baje el ángulo de los colectores solares en medio grado.

– Cuidaré de ello.

Hudson hizo una pausa.

– Ahora ya falta poco, Eli.

– ¿Ha cambiado mucho la Tierra desde que me marché?

– Todo está igual; sólo que hay más contaminación, más tráfico, más gente.

Steinmetz se echó a reír.

– ¿Estás tratando de convencerme para otro período de servicio, Leo?

– Ni soñarlo. Cuando caigas del cielo, vas a ser el hombre más famoso desde los días de Lindbergh.

– Haré que todos nuestros documentos sean empaquetados y cargados en el vehículo de transferencia lunar veinticuatro horas antes de la partida.

– Espero que no pensarás descorchar tu vino lunar durante el viaje de vuelta a casa.

– No; celebraremos nuestra fiesta de despedida con tiempo suficiente para eliminar todo residuo alcohólico.

Hudson había tratado de andarse con rodeos, pero decidió que era mejor ir directamente al grano.

– Tendréis que enfrentaros con los rusos poco antes de partir -dijo, con voz monótona.

– Ya hemos pasado por eso -replicó con tono firme Steinmetz-. No hay motivos para creer que alunicen a menos de dos mil kilómetros de la Jersey Colony.

– Entonces, buscadles y destruidles. Tenéis las armas y el equipo necesarios para esta expedición. Sus científicos irán desarmados. Lo último que se imaginan es un ataque por parte de hombres que ya están en la Luna.

– Los muchachos y yo defenderemos de buen grado nuestra casa, pero no vamos a salir y matar a hombres desarmados que no sospechan ninguna amenaza.

– Escúchame, Eli -suplicó Hudson-. Existe una amenaza, una amenaza muy grave. Si los soviéticos descubren de algún modo la existencia de la Jersey Colony, pueden ir directamente a ella. Si tú y tu gente volvéis a la Tierra menos de veinticuatro horas después de que alunicen los cosmonautas, la colonia estará desierta y todo lo que hay en ella será una presa fácil.

– Lo comprendo igual que tú -dijo rudamente Steinmetz-, y lo aborrezco todavía más. Pero lo malo es que no podemos demorar nuestra partida. Hemos llegado al límite y lo hemos sobrepasado. No puedo ordenar a estos hombres que continúen aquí otros seis meses o un año, o hasta que tus amigos puedan enviar otra nave que nos lleve desde el espacio a un suave aterrizaje en nuestro mundo. Culpa a la mala suerte y a los rusos, que dejaron filtrar la noticia de su plan de alunizaje cuando era demasiado tarde para que alterásemos nuestro vuelo de regreso.

– La Luna nos pertenece por derecho de posesión -arguyó irritado Hudson-. Hombres de los Estados Unidos fueron los primeros en andar sobre su suelo, y nosotros fuimos los primeros en colonizar la Luna. Por el amor de Dios, Eli, no la entregues a un puñado de ladrones comunistas.

– Maldita sea, Leo, hay bastante Luna para todo el mundo. Además, esto no es exactamente el Jardín del Edén. Fuera de esta caverna la diferencia entre las temperaturas diurnas y las nocturnas pueden llegar a ser de hasta doscientos cincuenta grados Celsius. Dudo de que ni siquiera un casino de juego resultase atractivo aquí. Mira, aunque íos cosmonautas cayesen dentro de nuestra colonia, no encontrarían una buena fuente de información. Todos los datos que hemos acumulado los llevaremos con nosotros a la Tierra. Y lo que dejemos atrás podemos destruirlo.

– No seas imbécil. ¿Por qué destruir lo que puede ser utilizado por los próximos colonos, unos colonos permanentes que necesitarán todas las facilidades que puedan conseguir?

Steinmetz pudo ver, en la pantalla, el rostro enrojecido de Hudson a trescientos cincuenta y seis mil kilómetros de distancia.

– Mi posición es clara, Leo. Defenderemos Jersey Colony en caso necesario, pero no esperes que matemos a cosmonautas inocentes. Una cosa es disparar contra una sonda espacial no tripulada y otra muy distinta asesinar a otro ser humano por llegar a un suelo que tiene perfecto derecho a pisar.

Hubo un tenso silencio después de esta declaración, pero Hudson no había esperado menos de Steinmetz. Éste no era cobarde, sino todo lo contrario. Hudson había oído hablar de sus muchas peleas y riñas. Podía ser derribado, pero cuando se levantaba y hervía de furor, podía luchar como diez demonios encarnados.

Los que narraban sus hazañas habían perdido la cuenta de los clientes de tabernas a quienes había vapuleado. Hudson rompió el silencio.

– ¿Y si los cosmonautas soviéticos alunizan dentro de un radio de cincuenta kilómetros? ¿Creerás entonces que quieren ocupar Jersey Colony?

Steinmetz rebulló en su silla de piedra, reacio a someterse.

– Tendremos que esperar a verlo.

– Nadie ganó una batalla poniéndose a la defensiva -le amonestó Hudson-. Si alunizan a poca distancia y dan muestras de querer avanzar sobre la colonia, ¿aceptarás un compromiso y atacarás?

Steinmetz inclinó la afeitada cabeza.

– Ya que insistes en ponerme entre la espada y la pared, no me dejas alternativa.

– En esto se juega demasiado -dijo Hudson-. Desde luego, no puede elegir.

24

La niebla se despejó en el cerebro de Pitt y, uno a uno, sus sentidos volvieron a la vida como luces de un tablero electrónico. Se esforzó en abrir los ojos y fijarlos en el objeto más próximo. Durante medio minuto contempló la piel arrugada de su mano izquierda y, después, la esfera naranja de su reloj sumergible, como si fuese la primera vez que la viese.

A la débil luz del crepúsculo, las saetas fluorescentes marcaban las seis y treinta y cuatro. Sólo habían pasado dos horas desde que habían escapado de la arruinada cabina de control. Más bien parecía una eternidad, y todo era irreal.

El viento seguía aullando, viniendo del mar con la velocidad de un tren expreso, y la espuma de las olas combinada con la lluvia le azotaba la espalda. Trató de incorporarse sobre las manos y las rodillas, pero tuvo la impresión de que sus piernas estaban sujetadas por cemento. Se volvió y miró hacia abajo. Estaban medio enterradas en la arena por la acción excavadora del reflujo.

Pitt yació allí unos momentos más, recobrando fuerzas, como un pecio arrojado a la playa. Las rocas se alzaban a ambos lados de él, como casas flanqueando un callejón. Su primera idea realmente consciente fue que Giordino había conseguido pasar a través del ojo de aguja en la barrera rocosa.

Entonces, entre los aullidos del viento, pudo oír que Jessie llamaba débilmente. Sacó las piernas y se puso de rodillas, balanceándose bajo el vendaval, escupiendo el agua salada que se había introducido en su nariz, en su boca y en su garganta.

Medio a rastras, medio andando a tropezones sobre la pegajosa arena, encontró a Jessie sentada, aturdida, con los cabellos lacios sobre los hombros, y la cabeza de Gunn descansando en su falda. Le miró con ojos absortos que se abrieron de pronto con inmenso alivio.

– Oh, gracias a Dios -murmuró, y la tormenta ahogó sus palabras.

Pitt le rodeó los hombros con los brazos y le dio un apretón tranquilizador. Después volvió su atención a Gunn.

Estaba medio inconsciente. El tobillo roto se había hinchado como una pelota de fútbol. Tenía una fea herida en la cabeza, por encima de la línea de los cabellos, y arañazos en todo el cuerpo producidos por el coral, pero estaba vivo y su respiración era honda y regular.

Pitt hizo pantalla con la mano y observó la playa. Giordino no aparecía por ninguna parte. Al principio, Pitt se negó a creerlo. Transcurrieron los segundos y permaneció como paralizado, inclinando el cuerpo contra el viento, mirando desesperadamente a través de la torrencial oscuridad. Vio un destello anaranjado en la curva de una ola que acababa de romper, e inmediatamente lo reconoció como los restos del bote hinchable. Era presa de la resaca, que lo llevaba mar adento, para ser empujado de nuevo por la ola siguiente.

Pitt entró en el agua hasta las caderas, olvidando las olas que rompían a su alrededor. Buceó debajo de la maltrecha embarcación y extendió las manos, tanteando a un lado y otro como un ciego. Sus dedos sólo encontraban tela desgarrada. Impulsado por una profunda necesidad de estar absolutamente seguro, empujó el bote hacia la playa.

Una ola grande le pilló desprevenido y le golpeó la espalda. De alguna manera, consiguió mantenerse en pie y arrastrar el bote hasta aguas poco profundas. Al disolverse y alejarse la capa de espuma, vio un par de piernas que salían de debajo del arruinado bote. La impresión, la incredulidad y una fantástica resistencia a aceptar la muerte de Giordino pasaron por su mente. Frenéticamente, olvidando la fuerza del huracán, acabó de rasgar los restos del bote hinchable y vio que el cuerpo de Giordino flotaba de pie, con la cabeza metida dentro de una cámara de flotación. Pitt sintió primero esperanza y después un optimismo que le sacudió como un puñetazo en el estómago.

Giordino podía estar todavía vivo.

Pitt arrancó el revestimiento interior y se inclinó sobre la cara de Giordino, temiendo en lo más hondo que estuviese azul y sin vida. Pero tenía color y respiraba entrecortada y superficialmente; pero respiraba. El pequeño y musculoso italiano había sobrevivido increíblemente gracias al aire encerrado en la cámara de flotación.

Pitt se sintió súbitamente agotado hasta la médula de los huesos. Agotado emocional y físicamente. Se tambaleó cuando una ráfaga de viento trató de derribarle. Sólo la firme resolución de salvar a todos le mantuvo en pie. Poco a poco, con la rigidez impuesta por miles de cortes y contusiones, pasó los brazos por debajo de Giordino y cargó con él. El peso muerto de los ochenta y cinco kilos de Giordino parecía una tonelada.

Gunn había vuelto en sí y estaba acurrucado junto a Jessie. Miró interrogadoramente a Pitt, que estaba luchando contra el viento bajo el cuerpo inerte de Giordino.

– Tenemos que encontrar un sitio donde resguardarnos -gritó Pitt, con voz enronquecida por el agua salada-. ¿Puedes andar?

– Yo le ayudaré -gritó Jessie, en respuesta.

Ciñó con ambos brazos la cintura de Gunn, afirmó los pies en la arena y lo levantó.

Jadeando por el peso de su carga, Pitt se dirigió a una hilera de palmeras que flanqueaban la playa. Cada seis o siete metros miraba hacia atrás. Jessie, de alguna manera, había conservado su máscara, de modo que era la única que podía mantener los ojos abiertos y ver claramente delante de ellos. Sostenía casi la mitad del peso de Gunn, mientras éste cojeaba a su lado, cerrados los ojos contra la punzante arena y arrastrando el pie hinchado.

Llegaron hasta los árboles, pero éstos no les resguardaron del huracán. El vendaval doblaba las copas de las palmeras hasta casi tocar el suelo, y sus hojas se desgarraban como papel en una máquina trituradora. Algunos cocos eran arrancados de sus racimos y caían con la velocidad y la peligrosidad de proyectiles de cañón. Uno de ellos rozó el hombro de Pitt, rasgando su piel desnuda. Era como si corriesen por la tierra de nadie en un campo de batalla.

Pitt mantenía la cabeza gacha e inclinada a un lado, observando el suelo directamente delante de él. De pronto se encontró delante una cerca de cadenas. Jessie y Gunn llegaron junto a él y se detuvieron. Pitt miró a derecha e izquierda, pero no vio ninguna abertura y estaba rematada por alambre espinoso inclinado en un fuerte ángulo. Pitt vio también un pequeño aislador de porcelana y comprendió que las cadenas estaban electrizadas.

– ¿Hacia donde iremos? -gritó Jessie.

– Guíanos tú -le gritó Pitt al oído-. Ya apenas veo nada.

Ella señaló con la cabeza hacia la izquierda y echó a andar, con Gunn cojeando a su lado. Avanzaron tambaleándose, azotados a cada paso por la fuerza implacable del viento.

Diez minutos más tarde, habían avanzado solamente cincuenta metros. Pitt no podía aguantar mucho más. Tenía los brazos entumecidos y casi no podía sostener a Giordino. Cerró los ojos y empezó a contar los pasos a ciegas, rozando la verja con el hombro para andar en línea recta, convencido de que el huracán tenía que haber cortado la corriente eléctrica.

Oyó que Jessie gritaba algo y entreabrió un ojo. Ella señalaba enérgicamente hacia delante. Pitt se puso de rodillas, tendió delicadamente el cuerpo de Giordino en el suelo y miró más allá de Jessie. Una palmera había sido arrancada de raíz por ei furioso viento y arrojada al aire como una monstruosa jabalina, y el árbol había caído sobre la cerca, aplastándola contra la arena.

Con espantonsa rapidez, cerró la noche y el cielo se volvió negro como el carbón. Pasaron a ciegas sobre la aplastada valla, como zánganos aturdidos, impulsados por el instinto y por una disciplina interior que les prohibía tumbarse en el suelo y darse por vencidos. Jessie llevaba la delantera, cojeando. Pitt había cargado a Giordino sobre sus hombros y asía con una mano la pretina del pantalón de baño de Gunn, no tanto para apoyarse como para no separarse de él.

Cien metros, otros cien, y, de pronto, Gunn y Jessie parecieron hundirse como si se los tragase la tierra. Pitt soltó a Gunn y cayó hacia atrás, gruñendo cuando todo el peso de Giordino le aplastó el pecho e hizo que se escapara todo el aire de sus pulmones. Después logró salir de debajo de Giordino y alargó una mano en la oscuridad hasta que encontró un vacío.

Jessie y Gunn habían caído por una abrupta pendiente de tres metros a un camino que discurría en el fondo. Pudo distinguir vagamente sus formas amontonadas allá abajo.

– ¿Os habéis hecho daño?

– Estábamos ya tan doloridos que no sabríamos decirlo.

La voz de Gunn era amortiguada por el vendaval, pero no tanto como para que Pitt no advirtiese que brotaba de entre unos dientes apretados.

– ¿Jessie?

– Estoy bien…, me parece.

– ¿Puedes echarme una mano con Giordino?

– Lo intentaré.

– Bájalo -dijo Gunn-. Ya nos arreglaremos.

Pitt arrastró el cuerpo flaccido de Giordino hasta el borde de la pendiente y le bajó sosteniéndole de los brazos. Los otros le sujetaron las piernas hasta que Pitt pudo deslizarse junto a ellos y aguantar la mayor parte del peso. Una vez tendido Giordino cómodamente en el suelo, Pitt miró a su alrededor y examinó el terreno.

El profundo camino constituía un refugio contra la fuerza del viento. La tempestad de arena había cesado y Pin pudo al fin abrir los ojos. El camino estaba cubierto de conchas aplastadas y apretadas y parecía ser poco utilizado. No se veía ninguna luz en parte alguna, lo cual no era de extrañar, habida cuenta de que todos los habitantes del sector debían de haber evacuado la zona próxima a la costa antes de que llegase con toda su fuerza el huracán.

Tanto Jessie como Gunn estaban casi agotados; su respiración era entrecortada y jadeante. Pitt se dio cuenta de que también él respiraba deprisa y fatigosamente, y de que su corazón latía como un motor a pleno rendimiento. Exhaustos y maltrechos como estaban, todavía parecía un paraíso yacer detrás de una barrera que reducía a la mitad la fuerza del vendaval, pensó Pitt.

Dos minutos más tarde, Giordino empezó a gemir. Le incorporaron despacio y miró a su alrededor, sin ver nada.

– Jesús, qué oscuro está todo -murmuró para sí, mientras su mente salía a rastras de una niebla espesa.

Pitt se arrodilló a su lado y dijo:

– Bienvenido al país de los muertos que andan.

Giordino levantó la mano y tocó la cara de Pitt en la oscuridad.

– ¿Dirk?

– En carne y hueso.

– ¿Y Jessie y Rudi?

– Los dos están aquí.

– ¿Dónde es aquí?

– Más o menos a una milla de la playa. -Pitt no se tomó el trabajo de explicarle cómo habían sobrevivido en la rompiente ni cómo habían llegado a aquel camino. Habría tiempo para esto-. ¿Dónde te has lastimado?

– En todo el cuerpo. Siento como si me ardiese la caja torácica. Creo que me he dislocado el hombro izquierdo; una pierna me duele como si tuviese descoyuntada la rodilla, y siento unos latidos infernales en la base del cráneo, junto al cuello. -Lanzó un juramento-. ¡Maldita sea, lo eché todo a perder! Creí que podríamos pasar entre las rocas. Perdonad mi fracaso.

– ¿Me creerías si te dijese que todos seríamos pasto de los peces de no haber sido por ti? -Pitt sonrió y después palpó suavemente la rodilla de Giordino, sacando la conclusión de que tenía un ligamento roto. Después prestó atención al hombro-. No puedo hacerte nada en las costillas, la rodilla ni la cabeza, pero tienes el hombro dislocado, y, si quieres, creo que te lo puedo volver a poner en su sitio.

– Esto me recuerda lo que me hacías cuando jugábamos a fútbol en el Instituto. El médico del equipo se ponía furioso. Decía que debías dejar que lo hiciese él.

– Porque era un sádico -dijo Pitt, agarrando el brazo de Giordino-. ¿Preparado?

– Adelante, arráncame el brazo.

Pitt dio un tirón y el hueso volvió a su sitio con un chasquido perfectamente audible. Giordino lanzó un gemido que se convirtió inmediatamente en un suspiro de alivio. Pitt buscó en la oscuridad, por el lado del camino, hasta que encontró una rama gruesa que había sido arrancada de un pequeño pino, y se la dio a Gunn para que la emplease como cayado, en vez de una muleta. Jessie asió a Gunn de un brazo para que mantuviese el equilibrio, mientras Pitt levantaba a Giordino sobre su pierna sana y le sujetaba con un brazo alrededor de la cintura.

Esta vez fue Pitt quien tomó la delantera, lanzando mentalmente una moneda al aire y caminando hacia la derecha, sin separarse de la alta pared para resguardarse de los continuos ataques de la tormenta. Ahora la marcha era más fácil. No había una gruesa capa de arena donde se hundiesen sus pies, ni árboles caídos con los que pudiesen tropezar, ni siquiera el tormento de la lluvia impulsada por el viento, pues la alta pared hacía que pasara sobre sus cabezas. Sólo veían el camino que se adentraba en la turbulenta oscuridad.

Al cabo de una hora, Pitt calculó que habrían caminado más o menos un kilómetro. Estaba a punto de decir que se detuviesen para descansar, cuando Giordino se irguió de pronto y se detuvo tan inesperadamente que perdió el apoyo de Pitt y cayó al suelo.

– ¡Barbacoa! -gritó-. ¿No lo oléis? Alguien está asando carne de buey.

Pitt husmeó el aire. El aroma era débil pero inconfundible. Levantó a Giordino y siguió adelante. El olor a carne asada sobre carbón se hizo más fuerte a cada paso. Al cabo de unos cincuenta metros encontraron una maciza puerta de hierro cuyos barrotes habían sido forjados en forma de delfines. Una pared coronada por vidrios rotos se extendía a ambos lados y, en uno de éstos, se hallaba la caseta del guarda. Como era de esperar, con el tiempo que hacía, no había nadie en ella.

La verja, de más de cuatro metros de altura, se erguía hacia el cielo de ébano y estaba cerrada, pero las puertas exterior e interior de la caseta del guarda estaban abiertas, y las cruzaron.

A poca distancia de allí, el camino terminaba en un paseo circular que pasaba delante de lo que, en la tormentosa oscuridad, parecía ser un montículo, pero que, al acercarse ellos, se convirtió en una estructura parecida a un castillo cuyos tejado y tres costados estaban recubiertos de tierra arenosa y protegidos con palmitos y arbustos propios del lugar. Solamente la fachada del edificio permanecía descubierta, desnuda y sin ventanas y con sólo una enorme puerta de caoba artísticamente tallada con peces de tamaño natural.

– Me recuerda un templo egipcio enterrado -dijo Gunn.

– Si no fuese por la puerta adornada -dijo Pitt-, yo diría que es una especie de depósito de pertrechos militares.

Jessie les sacó de su error.

– Una casa acondicionada. La tierra es un aislante ideal de las temperaturas y la humedad. Es el principio que se empleaba en las casas de la primitiva pradera americana. Yo conozco a un arquitecto especializado en diseñarlas.

– Parece deshabitada -observó Giordino.

Pitt probó el pomo de la puerta. La puerta cedió. Pitt empujó y abrió. El olor a comida llegó de alguna parte del oscuro interior.

– No huele a deshabitada -dijo Pitt.

El vestíbulo estaba pavimentado con baldosas de dibujo español e iluminado por varias velas grandes colocadas en un alto candelero. Las paredes eran de bloques tallados de piedra negra de lava y la única decoración era una horrible pintura de un hombre ensartado en los colmillos de un monstruo marino en forma de serpiente. Entraron y Pitt cerró la puerta a sus espaldas.

Por alguna extraña razón, el aullido de la tempestad y la fatigosa respiración de los intrusos parecían aumentar el silencio mortal de la casa.

– ¿Hay alguien aquí? -gritó Pitt.

Repitió otras dos veces la pregunta, pero la única respuesta fue un silencio misterioso. Un oscuro corredor les atraía, pero Pitt vaciló. Percibió otro olor. A humo de tabaco. Más fuerte que el gas casi letal producido por los cigarros del almirante Sandecker. Pitt no era experto en la materia, pero sabía que los cigarros caros apestaban más que los baratos. Sospechó que el humo procedía de un habano de alta calidad.

Se volvió a los otros.

– ¿Qué opináis?

– ¿Tenemos otra alternativa? -preguntó, aturdido, Giordino.

– Dos -respondió Pitt-. Podemos salir de aquí mientras podamos, y desafiar al huracán. Después, cuando empiece a amainar, podemos tratar de robar una barca y volver a Florida…

– O entregarnos a los cubanos -le interrumpió Gunn.

– Así está la cosa.

Jessie sacudió la cabeza y le miró con ojos tiernos.

– No podemos volver atrás -dijo pausadamente y sin sombra de miedo-. La tormenta puede tardar días en amainar y ninguno de nosotros está en condiciones de sobrevivir cuatro horas más. Yo propongo que corramos el riesgo con el Gobierno de Castro. Lo peor que puede hacernos es meternos en la cárcel hasta que el Departamento de Estado negocie nuestra liberación.

Pitt miró a Gunn.

– ¿Qué dices tú, Rudi?

– Estamos destrozados, Dirk. Lo que dice Jessie es lógico.

– ¿Y tú qué opinas, Al?

Giordino se encogió de hombros.

– Si tú lo dices, amigo, volveré nadando a los Estados Unidos. -Y Pitt supo que lo decía en serio-. Pero la verdad es que no podemos aguantar mucho más. Lamento decirlo, pero creo que deberíamos arrojar la toalla.

Pitt les miró y pensó que no habría podido tener un equipo mejor para enfrentarse a una situación desagradable, y no hacía falta ser vidente para saber que las cosas iban a ser ciertamente muy desagradables.

– Está bien -dijo, con una triste sonrisa-. Vamos a interrumpirles la fiesta.

Echaron a andar por el pasillo y pronto pasaron por debajo de un arco que se abría a un vasto cuarto de estar decorado con antigüedades españolas. Tapices gigantes pendían de las paredes, representando galeones que navegaban en mares crepusculares o eran arrojados implacablemente contra los arrecifes por furiosas tormentas. El mobiliario tenía un aire náutico; la habitación estaba iluminada por antiguas linternas de barco, de cobre y cristal coloreado. La chimenea resplandecía con un fuego que calentaba la habitación hasta una temperatura de invernadero.

No se veía un alma en parte alguna.

– Horrible -murmuró Jessie-. Nuestro anfitrión tiene un gusto espantoso para la decoración.

Pitt levantó una mano, pidiéndole silencio.

– Voces -dijo suavemente-. Vienen de aquel otro arco, entre las dos armaduras.

Pasaron a otro corredor, que estaba débilmente iluminado por candelabros a intervalos de diez pies. El ruido de risas y palabras confusas, de voces tanto masculinas como femeninas, se hizo más fuerte. Una luz se filtraba por debajo de una cortina, delante de ellos. Esperaron un segundo y, después, corrieron la cortina a un lado y entraron.

Se encontraron en un largo comedor ocupado por casi cuarenta personas, que interrumpieron sus conversaciones y se quedaron mirando a Pitt y a sus acompañantes con la pasmada expresión de un grupo de campesinos en su primer encuentro con extraterrestres.

Las mujeres vestían elegantes trajes de noche, mientras'que la mitad de los hombres iban de smoking y la otra mitad vestía uniforme militar. Varios criados que servían la mesa se quedaron petrificados como personajes de una película súbitamente encallada. El pasmado silencio era tan espeso como una manta de lana. Parecía una escena tomada de un melodrama de Hollywood de principio de los años treinta.

Pitt se dio cuenta de que él y sus amigos debían tener un aspecto muy extraño. Empapados en agua, con la ropa sucia y hecha jirones, contusa y rasgada la piel, con huesos rotos y músculos distendidos. Con los cabellos pegados a la cabeza, debían parecer ratas ahogadas y lanzadas a la orilla de un río contaminado.

Pitt miró a Gunn y dijo:

– ¿Cómo se dice «Perdonen la intromisión» en español?

– No tengo la menor idea. Sólo estudié francés en el colegio.

Entonces vio Pitt que la mayoría de los hombres de uniforme eran altos oficiales soviéticos. Sólo uno parecía ser cubano.

Jessie estaba en su elemento. A Pitt le pareció majestuosa, incluso con su vestido de safari hecho jirones.

– Alguno de ustedes, caballeros, ¿quiere ofrecerle una silla a una dama? -preguntó ella.

Antes de que recibiese respuesta, diez hombres con metralletas rusas entraron en la habitación y les rodearon, impávidos como esfinges y apuntando con sus armas a los cuatro. Tenían los ojos helados y los labios apretados. Pitt se dio perfecta cuenta de que habían sido adiestrados para matar cuando se lo ordenasen.

Giordino, parecía un hombre atropellado por un camión de basura, se irguió fatigosamente en toda su estatura y miró atrás.

– ¿Viste alguna vez tantas caras sonrientes? -preguntó con naturalidad.

– No -dijo Pitt, iniciando una malévola sonrisa-. No desde Little Big Horn.

Jessie no les oyó. Como en trance, se abrió paso entre los guardias y se detuvo cerca de la cabecera de la mesa, mirando a un hombre alto y de cabellos grises, vestido de etiqueta, que la miró a su vez con asombro e incredulidad.

Ella se echó atrás los mojados y revueltos cabellos y adoptó una sofisticada actitud felina. Después, dijo en voz suave y autoritaria.

– Por favor, Raymond, sirve a tu esposa un vaso de vino.

25

Hagen viajó veinticinco kilómetros al este de Colorado Springs por la Autopista 94, hasta Enoch Road. Entonces torció a la derecha y llegó a la entrada principal del Centro Unificado de Operaciones Espaciales.

Había costado dos mil millones de dólares, ocupaba una superficie de doscientas cincuenta hectáreas y el personal se componía de cinco mil hombres, entre militares y paisanos. Controlaba todos los vuelos de vehículos y transbordadores espaciales, así como los programas de escucha de satélites. Toda una comunidad aeroespacial crecía alrededor del Centro, cubriendo cientos de hectáreas con zonas residenciales, instalaciones científicas e industriales, plantas manufactureras y de alta tecnología, y pistas de prueba para la Fuerza Aérea. En menos de diez años, la que había sido una tierra de pastos, habitada por pequeñas manadas de ganado, se había convertido en la «Capital Espacial del Mundo».

Hagen mostró su tarjeta de identificación de seguridad, condujo hacia el aparcamiento y se detuvo delante de una entrada lateral del enorme edificio. No se apeó del coche, sino que abrió su cartera y sacó su gastado bloc de notas. Lo abrió por una página donde había tres nombres y añadió un cuarto.

Raymond LeBaron…Paradero desconocido.

Leonard Hudson…ídem.

Gunnar Eriksen…ídem.

General Clark Fisher…Colorado Springs.

La llamada de Hagen al Drake Hotel, desde el laboratorio Pattenden, había alertado a su viejo amigo del FBI, que había localizado el número de Anson Jones como el de un teléfono secreto de la residencia de un oficial de la Base Peterson de la Fuerza Aérea, en las afueras de Colorado Springs. La casa estaba ocupada por el general de cuatro estrellas Clark Fisher, jefe del Mando Espacial Militar Conjunto.

Haciéndose pasar por inspector de la campaña contra insectos nocivos, Hagen había podido recorrer la casa con permiso de la esposa del general. Afortunadamente para él, ésta lo consideró como llovido del cielo para poder quejarse de un ejército de arañas que habían invadido su vivienda. Él la escuchó atentamente y le prometió combatir los insectos con todas las armas de que disponía. Después, mientras ella trajinaba con la cocinera, probando una nueva receta de gambas salteadas con albaricoques, Hagen registró el despacho del general.

Su búsqueda reveló solamente que Fisher daba mucha importancia a la seguridad. Hagen no encontró nada en los cajones, los archivos o lugares ocultos que pudiesen resultar interesantes para un agente soviético o para él mismo. Decidió esperar a que el general diese por terminada su jornada de trabajo y registrar entonces su despacho en el Centro Espacial. AI salir por la puerta de atrás, la señora Fisher estaba hablando por teléfono y se limitó a despedirle con un ademán. Hagen se detuvo un momento y oyó que le decía al general que, cuando volviese a casa, hiciese una parada para comprar una botella de jerez.

Hagen guardó el bloc en la cartera y sacó de ésta una lata de Coca Cola sin calorías y un grueso bocadillo de salame con pepinillos cortados, envuelto en un papel encerado y con el nombre del establecimiento impreso en ambos lados. La temperatura de Colorado había refrescado considerablemente después de ponerse el sol detrás de las montañas Rocosas. La sombra de Pike's Peak se extendió sobre los llanos, cubriendo con su oscuro velo el paisaje.

Hagen no advirtió la belleza escénica que se desplegaba ante él a través del parabrisas. Le inquietaba demasiado el hecho de no tener un firme control sobre ningún miembro del «círculo privado». Tres de los nombres de su lista permanecían ocultos, Dios sabía dónde, y al cuarto debía considerarlo inocente mientras no se probase lo contrario. Solamente un número de teléfono y su instinto le hacían sospechar que Fisher intervenía en la conspiración de Jersey Colony. Tenía que estar absolutamente seguro, y, más importante aún, necesitaba desesperadamente una pista que le condujese al hombre siguiente.

Hagen interrumpió sus reflexiones al fijar la mirada en el espejo retrovisor. Un hombre con uniforme azul de oficial salía por la puerta lateral, que mantenía abierta un sargento de cinco galones, o comoquiera que llamase la Fuerza Aérea a sus suboficiales en aquellos días. El oficial era alto, de constitución atlética, llevaba cuatro estrellas en las hombreras y era muy apuesto, al estilo Gregory Peck. El sargento le acompañó hasta un coche azul de la Fuerza Aérea y abrió rápidamente la portezuela de atrás.

Algo en aquella escena disparó un resorte en la mano de Hagen. Se irguió en su asiento y se volvió para mirar osadamente por la ventanilla. Fisher se estaba inclinando para entrar en la parte de atrás de su automóvil y sostenía una cartera. Era esto lo que le había llamado la atención. No sostenía la cartera por el asa como hubiese parecido normal. Fisher la agarraba como una pelota de rugby, debajo del brazo y contra el costado del pecho.

Hagen no tuvo reparo en cambiar el plan que había proyectado cuidadosamente. Improvisó en el acto, olvidando rápidamente el registro del despacho de Fisher. Si su súbita inspiración no daba resultado, siempre podría volver atrás. Puso en marcha el motor y cruzó la zona de aparcamiento detrás del coche del general.

El chófer de Fisher llegó a la encrucijada y giró hacia la Autopista 94 con el semáforo en ámbar. Hagen se detuvo, hasta que menguó el tráfico. Entonces cruzó en rojo y aceleró hasta acercarse lo bastante al automóvil azul de la Fuerza Aérea como para distinguir la cara del chófer a través del espejo retrovisor. Mantuvo esta posición, para ver si se producía algún contacto visual. No se produjo ninguno. El sargento no era receloso y no comprobaba si le seguían. Hagen presumió con razón que aquel hombre no había sido instruido sobre tácticas defensivas contra un posible ataque terrorista.

Después de una ligera curva de la autopista, aparecieron las luces de un centro comercial. Hagen miró su velocímetro. El sargento viajaba a cinco millas por debajo de la velocidad máxima autorizada. Hagen cambió de carril y lo adelantó. Aceleró ligeramente y después redujo la marcha para entrar en la desviación que conducía al centro comercial, apostando a que en una de las tiendas venderían licores y a que el general Fisher no habría olvidado el encargo de su esposa de que comprase una botella de jerez.

El coche de la Fuerza Aérea pasó de largo.

– ¡Maldición! -murmuró Hagen.

Entonces se le ocurrió pensar que cualquier militar de servicio habría comprado el licor en la cantina de su base, donde lo vendían mucho más barato que en las tiendas.

Fue detenido unos segundos por una mujer que trataba de salir marcha atrás de su plaza en el parking. Cuando al fin pudo pasar, salió de nuevo a gran velocidad a la carretera. Afortunadamente, el coche de Fisher se había encontrado con un semáforo en rojo en el primer cruce y Hagen pudo alcanzarlo y adelantarlo de nuevo.

Pisó el acelerador a fondo, tratando de aumentar lo más posible la distancia entre los dos vehículos. Al cabo de dos kilómetros, giró hacia la estrecha carretera que conducía a la puerta principal de la Base Peterson de las Fuerzas Aéreas. Mostró su tarjeta de identificación al policía militar que permanecía rígido junto a la puerta, llevando un casco blanco, un pañuelo de seda del mismo color y una funda negra de cuero que contenía un revólver con culata de nácar.

– ¿Dónde está la cantina? -preguntó Hagen. El policía señaló y dijo:

– Recto hasta la segunda señal de stop. Entonces gire a la izquierda hacia el depósito de agua. Un gran edificio gris. No puede dejar de verlo.

Hagen le dio las gracias y arrancó en el momento en que el coche de Fisher se detenía detrás de él y era inmediatamente autorizado para cruzar la puerta. Tomándose tiempo, se mantuvo dentro del límite de velocidad de la base y entró en el parking de la cantina con sólo veinte metros de ventaja sobre Fisher. Se detuvo entre un Jeep Wagoneer y una camioneta Dodge con una caravana que ocultaba casi por entero a su coche. Salió de detrás del volante, apagando las luces pero conservando el motor en marcha.

El automóvil del general se había detenido, y Hagen se le acercó pausadamente y en línea recta, preguntándose si Fisher se apearía para comprar el jerez o enviaría al sargento a cumplir el encargo.

Hagen sonrió para sí. Hubiese debido saberlo. Desde luego, el general envió al sargento.

Hagen llegó al automóvil casi en el mismo momento en que el sargento entraba en la cantina. Miró rápidamente a su alrededor, para ver si alguna persona que estuviera esperando en un coche aparcado miraba casualmente en su dirección o si un comprador pasaba empujando un carrito cerca de allí. El viejo tópico «No hay moros en la costa» pasó por su mente.

Sin la menor vacilación ni pérdida de tiempo, Hagen sacó una pesada porra de goma de un bolsillo especial debajo de una manga de su cazadora, abrió la portezuela de atrás del automóvil y describió un breve arco con el brazo. Nada de saludos ni de conversación trivial. La porra alcanzó a Fisher exactamente en el mentón.

Hagen arrancó la cartera de encima de las rodillas del general, cerró la portezuela y volvió con naturalidad a su coche.

Desde el principio hasta el fin, la acción no había durado más de cuatro segundos.

Mientras se alejaba de la cantina en dirección a la puerta principal, calculó mentalmente el tiempo. Fisher estaría inconsciente durante treinta minutos o tal vez una hora. El sargento tardaría de cuatro a seis minutos en encontrar el jerez, pagarlo y volver al coche. Otros cinco minutos antes de que diese la señal de alarma, siempre que el sargento se diese cuenta de que el general estaba sin sentido en el asiento de atrás.

Hagen se sintió satisfecho de sí mismo. Habría cruzado la puerta principal y estaría a medio camino del aeropuerto de Colorado Springs antes de que la policía militar se enterase de lo que había ocurrido.

Una nevada prematura empezó a caer sobre el sur de Colorado poco después de la medianoche. Al principio la nieve se derretía al tocar el suelo, pero pronto se formó una capa de hielo sobre la que empezó a cuajar. Más hacia el este, los vientos arreciaron y las patrullas de carreteras de Colorado cerraron las carreteras regionales más estrechas debido a las condiciones atmosféricas.

Dentro de un pequeño reactor Lear aparcado en el extremo de la terminal, Hagen se sentó a una mesa y estudió el contenido de la cartera del general Fisher. La mayor parte era material secreto que tenía que ver con las operaciones cotidianas del centro espacial. Un legajo de papeles se refería al vuelo de la nave espacial Gettysburg, que había sido lanzada hacía sólo dos días de la Base Vandenberg de la Fuerza Aérea, en California. Le divirtió encontrar, en uno de los compartimentos de la cartera, una revista pornográfica. Pero la pieza más importante era una libreta encuadernada en cuero negro y que contenía un total de treinta y nueve nombres y números de teléfono. Ninguna dirección y ninguna nota; solamente los nombres y los números, divididos en tres secciones. En la primera, había catorce; en la segunda, diecisiete, y en la tercera, ocho.

Ninguno de ellos llamó la atención a Hagen. Posiblemente no eran más que amigos o compañeros de Fisher. Miró la tercera lista, cuando el cansancio hacía que su visión se tornase confusa.

De pronto, el primer nombre cobró relieve. No el apellido, sino el nombre.

Sorprendido, contrariado de que se le hubiese pasado por alto algo tan sencillo, una clave tan evidente que a nadie habría engañado, copió la lista en su bloc y completó tres de los nombres añadiendo el apellido correcto.

Gunnar Monroe/Eriksen

Irwin Dupuy

Leonard Murphy/Hudson

Daniel Klein

Steve Larson

Ray Sampson/LeBaron

Dean Beagle

Clyde Ward

Ocho nombres en vez de nueve… Finalmente, Hagen sacudió la cabeza, sorprendido de la lentitud con que había captado el hecho evidente de que habría sido inverosímil que el general Clark Fisher hubiese incluido su propio nombre en una lista de teléfonos.

Casi había llegado a la meta, pero su entusiasmo era mitigado por la fatiga; no había dormido en veintidós horas. La arriesgada empresa de robar la cartera del general Fisher había producido resultados inesperados. En vez de una pista, tenía cinco, todos los restantes miembros del «círculo privado». Ahora lo único que tenía que hacer era comprobar los primeros nombres con los números de teléfono, y el éxito sería completo.

Pero todo esto no eran más que ilusiones. Había cometido un error de aficionado al mencionar al general Clark Fisher, alias Anson Jones, por teléfono desde el Laboratorio Pattenden. Le había parecido que era una astuta maniobra encaminada a inducir a los conspiradores a cometer una equivocación y darle una oportunidad. Pero ahora se daba cuenta de que no era más que engreimiento mezclado con una buena dosis de estupidez.

Fisher pondría sobre aviso al «círculo privado», si no lo había hecho ya, pero ahora nada podía hacer Hagen. El daño estaba hecho. No tenía más remedio que lanzarse de cabeza.

Estaba mirando a lo lejos cuando el piloto del avión entró en el compartimiento principal de la cabina.

– Disculpe que le interrumpa, señor Hagen, pero se espera que arrecie la nevada. La torre de control acaba de informarme de que van a cerrar el aeropuerto. Si no emprendemos ahora el vuelo, tal vez no podremos hacerlo hasta mañana por la tarde.

Hagen asintió con la cabeza.

– Sería una tontería quedarnos aquí.

– ¿Quiere darme el punto de destino?

Hubo una breve pausa mientras Hagen miraba sus notas escritas a mano en el bloc. Decidió dejar a Hudson para el final. Además, Eriksen, Hudson y Daniel Klein o quienquiera que fuese, todos tenían el mismo prefijo en el teléfono. Reconoció el prefijo detrás del nombre de Clyde Ward y se decidió por éste, simplemente porque se hallaba a sólo unos pocos cientos de millas al sur de Colorado Springs.

– Albuquerque -dijo al fin.

– Sí, señor -respondió el piloto-. Si se abrocha el cinturón, despegaremos dentro de cinco minutos.

En cuanto hubo desaparecido el piloto en la cabina de mandos, Hagen se quitó los shorts y se tumbó en una blanda litera. Estaba profundamente dormido antes de que las ruedas del avión se elevasen de la pista cubierta de nieve.

26

El miedo que inspiraba Dan Fawcett, jefe de personal del presidente, dentro de la Casa Blanca, era enorme. La suya era una de las posiciones de más poder en Washington. Era el guardián del sanctasanctórum. Virtualmente, todos los documentos o memorándums enviados al presidente pasaban por sus manos. Y nadie, ni siquiera los miembros del Gabinete y los líderes del Congreso, podía entrar en el Salón Oval sin la aprobación de Fawcett.

Nunca había nadie, fuese de rango inferior o superior, que se negase a aceptar un no como respuesta. Por consiguiente, no supo cómo reaccionar al mirar desde su mesa los ojos ardientes de indignación del almirante Sandecker. Fawcett no recordaba haber visto a un hombre tan encolerizado y tuvo la impresión de que el almirante estaba poniendo en juego todo su sentido de la disciplina para dominar su ira.

– Lo siento, almirante -dijo Fawcett-, pero la agenda del presidente está llena. No tengo manera de hacerle pasar.

– Lo hará -dijo Sandecker con labios apretados.

– Es imposible -replicó Fawcett con firmeza.

Sandecker apoyó lenta y sacrilegamente los brazos y las manos sobre los papeles desparramados en la mesa de Fawcett y se inclinó hasta que sólo unos centímetros separaron sus narices.

– Dígale a ese hijo de perra -gruñó- que acaba de matar a tres de mis mejores amigos. Y a menos que me dé una buena razón de por qué lo ha hecho, voy a salir de aquí, celebrar una conferencia de prensa y revelar tantos secretos sucios que su preciosa administración quedará marcada durante el resto de su mandato. ¿Lo comprende, Dan?

Fawcett permaneció sentado, sin que su cólera reciente pudiera dominar su espanto.

– Con ello sólo destruiría su carrera. ¿Qué ganaría?

– Creo que no me ha entendido. Se lo repetiré. El presidente es responsable de la muerte de tres de mis más queridos amigos. Usted conoce a uno de ellos. Se llama Dirk Pitt. De no haber sido por Pitt, el presidente estaría descansando en el fondo del mar en vez de estar sentado en la Casa Blanca. Ahora quiero saber por qué ha tenido que morir Pitt. Y si me cuesta mi carrera como jefe de la AMSN, es problema mío.

La cara de Sandecker estaba tan cerca de la de Fawcett que éste habría jurado que la barba roja del almirante tenía vida propia.

– ¿Ha muerto Pitt? -dijo tontamente-. No lo sabía…

– Dígale al presidente que estoy aquí -le interrumpió Sandecker, en tono acerado-. Me recibirá.

La noticia había sido tan inesperada que Dan Fawcett estaba desconcertado.

– Informaré al presidente de lo de Pitt -dijo, hablando muy despacio.

– No hace falta. Sé que lo sabe. Tenemos las mismas fuentes de información.

– Necesito tiempo para averiguar lo que ha ocurrido -dijo Fawcett.

– No tiene tiempo -dijo fríamente Sandecker-. La ley sobre energía nuclear que propone el presidente tiene que ser votada mañana por el Senado. Imagínese lo que podría ocurrir si se informase al senador George Pitt que el presidente ha tenido que ver con el asesinato de su hijo. No hace falta que le describa lo que pasará cuando el senador deje de apoyar la política presidencial y empiece a oponerse a ella.

Fawcett era lo bastante listo para reconocer desde lejos una emboscada. Se echó atrás en su sillón, cruzó las manos y las contempló durante unos momentos. Después se levantó y se dirigió al pasillo.

– Venga conmigo, almirante. El presidente está reunido con el secretario de Defensa, Jess Simmons. Pero deben de estar a punto de terminar.

Sandecker esperó fuera del Salón Oval, mientras Fawcett entraba, pedía disculpas y murmuraba unas palabras al presidente. Dos minutos más tarde, salió Jess Simmons y cambió un saludo amistoso con el almirante; Fawcett salió detrás de él e hizo una seña a Sandecker para que entrase.

El presidente salió de detrás de su mesa y estrechó la mano de Sandecker. Su rostro era inexpresivo; su actitud, natural y tranquila, y sus ojos inteligentes se fijaron en la mirada ardiente de su visitante.

Se volvió Fawcett.

– Discúlpenos, Dan. Quisiera hablar a solas con el almirante Sandecker.

Fawcett salió sin decir palabra y cerró la puerta a su espalda.

El presidente señaló un sillón y sonrió.

– ¿Por qué no nos sentamos y descansamos un poco?

– Prefiero estar de pie -dijo secamente Sandecker.

– Como usted guste. -El presidente se sentó en un mullido sillón y cruzó las piernas-. Siento lo de Pitt y los demás -dijo, sin preámbulos-. Nadie quería que esto sucediese.

– ¿Puedo preguntar, respetuosamente, qué diablos está pasando?

– Dígame una cosa, almirante. ¿Me creería si le dijese que, cuando pedí su colaboración para enviar una tripulación en el dirigible, pretendía algo más que la simple búsqueda de una persona desaparecida?

– Sólo si hubiese una razón sólida para confirmarlo.

– ¿Y creería también que, además de buscar a su marido, la señora LeBaron formaba parte de un complicado plan para establecer una línea directa de comunicación entre Fidel Castro y yo?

Sandecker miró fijamente al presidente, dominando momentáneamente su cólera. Al almirante no le impresionaba en absoluto el jefe de la nación. Había visto llegar y marcharse a demasiados presidentes, y conocido bien sus flaquezas humanas. No habría colocado a ninguno de ellos sobre un pedestal.

– No, señor presidente, no puedo creerlo -dijo, en tono sarcástico-. Si la memoria no me engaña, tiene usted un secretario de Estado muy hábil en Douglas Oates, respaldado por un Departamento de Estado que ocasionalmente se muestra eficaz. Yo diría que están en mejores condiciones para comunicar con Castro a través de los canales diplomáticos existentes.

El presidente sonrió irónicamente.

– Hay veces en que las negociaciones entre países hostiles deben desviarse de los caminos de la diplomacia. Supongo que en esto está de acuerdo.

– Sí.

– Usted no se mete en política, ni en asuntos de Estado, ni en fiestas de sociedad de Washington, ni en camarillas, ¿verdad, almirante?

– Cierto.

– Pero si yo le diese una orden, la obedecería.

– Sí, señor -respondió Sandecker, sin vacilar-. A menos, naturalmente, que fuese ilegal, inmoral o anticonstitucional.

El presidente reflexionó un momento. Después asintió con la cabeza y alargó una mano hacia un sillón.

– Por favor, almirante. Tengo el tiempo limitado, pero le explicaré brevemente lo que pasa. -Hizo una pausa hasta que Sandecker se hubo sentado-, Veamos… Hace cinco días, un documento secreto escrito por Fidel Castro pasó disimuladamente desde La Habana a nuestro Departamento de Estado. En el fondo, era una proposición para allanar el camino a unas relaciones positivas y constructivas entre Cuba y los Estados Unidos.

– ¿Qué tiene esto de sorprendente? -preguntó Sandecker-. Ha estado buscando establecer mejores lazos desde que el presidente Reagan le echó a patadas de Granada.

– Cierto -convino el presidente-. Hasta ahora, el único acuerdo al que hemos llegado en la mesa de negociaciones ha sido el de elevar los cupos de inmigración para disidentes cubanos que vengan a Norteamérica. Sin embargo, esto va mucho más allá. Castro quiere que le ayudemos a sacudirse el yugo de Rusia.

Sandecker le miró con escepticismo.

– El odio de Castro contra los Estados Unidos es una obsesión. ¿Por qué diablos está haciendo todavía maniobras para el caso de una invasión? Y los rusos no dejarán que les echen de allí. Cuba representa su única cabeza de puente en el hemisferio occidental. Y si, en un momento de locura, le retirasen su apoyo, la isla se hundiría en un caos económico. Cuba no puede mantenerse por sí sola en pie; no tiene recursos para ello. Yo no daría crédito a Fidel, aunque el propio Cristo le aplaudiese.

– Es un hombre voluble -convino el presidente-, pero no menosprecie sus intenciones. Los soviéticos están enterrados en su propio caos económico. La paranoia del Kremlin contra el mundo exterior ha hecho que su presupuesto militar alcance alturas astronómicas que ya no pueden soportar. El nivel de vida de sus ciudadanos es el peor de todas las naciones industrializadas. Sus cultivos agrícolas, sus objetivos industriales, sus exportaciones de petróleo, están por los suelos. Han perdido los medios de seguir extrayendo una ayuda masiva de los países del bloque del Este. Y en la situación de Cuba, los rusos han llegado a un punto donde exigen más de lo que ofrecen. Los días de las ayudas de mil millones de dólares, de los préstamos benévolos, del suministro de armas baratas, han quedado atrás. Se acabaron los regalos.

Sandecker sacudió la cabeza.

– Aun así, si yo estuviera en el lugar de Castro, lo consideraría un mal regalo. Es imposible que el Congreso apruebe subvenciones de miles de millones de dólares para Cuba, y los doce millones de habitantes de la isla difícilmente pueden vivir sin artículos de importación.

El presidente miró el reloj de encima de la repisa de la chimenea.

– Dispongo solamente de otro par de minutos. En todo caso, lo que más teme Castro no es el caos económico ni una contrarrevolución, sino el lento y continuo aumento de la influencia soviética en todos los rincones de su Gobierno. Los hombres de Moscú pican un poco aquí, roban un poco allá, esperando con paciencia el momento oportuno para hacer las maniobras adecuadas para dominar el Gobierno y controlar los recursos del país. Hasta ahora no se ha dado cuenta Castro de que sus amigos del Kremlin están intentando segarle la hierba bajo los pies para apoderarse de Cuba. Su hermano, Raúl, se quedó pasmado cuando se enteró de la grave infiltración de su cuerpo de oficiales por compatriotas que eran ahora fieles a la Unión Soviética.

– Me parece sorprendente. Los cubanos detestan a los rusos. Sus puntos de vista sobre la vida son antagónicos.

– Cierto que Cuba no pretendió nunca convertirse en instrumento del Kremlin, pero, desde la revolución, miles de jóvenes cubanos han estudiado en universidades rusas. Muchos, en vez de volver a casa para trabajar en un empleo determinado por el Estado, un empleo que pueden aborrecer o que les puede llevar a un callejón sin salida, se dejaron influir por las sutiles ofertas rusas de prestigio y de dinero. Los astutos, que colocaron su futuro por encima del patriotismo, renunciaron en secreto a Castro y juraron fidelidad a la Unión Soviética. Y hay que decir esto en honor de los rusos. Cumplen sus promesas. Y empleando su influencia sobre el Gobierno cubano, elevaron a sus nuevos subditos a posiciones de poder.

– Castro es todavía venerado por el pueblo cubano -dijo Sandecker-. Dudo de que los cubanos se quedaran con los brazos cruzados, viéndole totalmente sometido a Moscú.

La expresión del presidente se hizo grave.

– La verdadera amenaza es que los rusos asesinen a los hermanos Castro y culpen de ello a la CÍA. Algo bastante fácil, ya que es sabido que la Agencia hizo varios atentados contra su vida en los años sesenta.

– Y el Kremlin tendría las puertas abiertas para instalar un gobierno títere.

El presidente asintió con la cabeza.

– Lo cual nos lleva a su proposición de un pacto entre Cuba y los Estados Unidos. Castro no quiere alarmar a los rusos y que estos actúen antes de que hayamos accedido a respaldar su juego para echarles del Caribe. Desgraciadamente, después de hacer el gambito de apertura, ha hecho oídos sordos a mis respuestas y a las de Doug Oates.

– Parece la antigua rutina del palo y la zanahoria para abrir el apetito.

– Así lo creo yo también.

– ¿Y cómo encajan los LeBaron en todo esto?

– Se vieron metidos en ello -dijo el presidente con un toque de ironía-. Ya conoce la historia. Raymond LeBaron voló en su antiguo dirigible en busca de un barco del tesoro. En realidad, tenía otro proyecto en la cabeza, pero esto no le interesa a la AMSN ni a usted personalmente. Quiso el destino que Raúl Castro estuviese inspeccionando las defensas fuera de La Habana cuando LeBaron fue localizado por sus sistemas de detección en la costa. Entonces se le ocurrió pensar que el contacto podía resultar útil. Por consiguiente, ordenó a sus fuerzas de vigilancia que interceptasen el dirigible y lo escoltasen hasta un aeródromo próximo a la ciudad de Cárdenas.

– Puedo adivinar el resto -dijo Sandecker-. Los cubanos inflaron el dirigible y ocultaron a bordo un mensajero que llevaba el documento entre los Estados Unidos y Cuba, y lo soltaron, imaginándose que los vientos dominantes lo empujarían hacia los Estados Unidos.

– Algo así -reconoció sonriendo el presidente-. Pero no confiaron en los vientos variables. Un íntimo amigo de Fidel y un piloto subieron a bordo llevando el documento. Condujeron el dirigible hacia Miami, saltaron al agua a pocas millas de la costa y fueron recogidos por un yate que esperaba.

– Me gustaría saber de dónde vinieron los tres cadáveres de la cabina de mandos -dijo Sandecker.

– Fue un alarde melodramático de Castro para demostrar sus buenas intenciones, en el que no he tenido tiempo de reflexionar a fondo.

– ¿No han recelado los rusos?

– Todavía no. Su sentimiento de superioridad ante los cubanos les impide ver algo que revele el ingenio latino.

– Así pues, Raymond LeBaron está vivo y coleando en algún lugar de Cuba.

El presidente abrió los brazos.

– Sólo puedo presumir que ésta es, en efecto, su situación.

Según las fuentes de información de la CÍA, el servicio secreto soviético pidió interrogar a LeBaron. Los cubanos accedieron y, desde entonces, nadie ha vuelto a verlo.

– ¿No va usted a tratar al menos de negociar el rescate de LeBaron? -preguntó Sandecker.

– La situación es ya lo bastante delicada como para que tengamos que meterle a él en el juego. Cuando podamos firmar el pacto con Cuba, no me cabe duda de que Castro se encargará de la custodia de LeBaron, en vez de los rusos, y nos lo devolverá.

El presidente hizo una pausa y miró al reloj de encima de la chimenea.

– Voy a llegar tarde a una conferencia con los encargados de los presupuestos. -Se levantó y se dirigió a la puerta. Entonces se volvió a Sandecker-. Se lo diré en pocas palabras. Jessie LeBaron fue informada de la situación y se aprendió de memoria nuestra respuesta a Castro. El plan era hacer que el dirigible regresara con un LeBaron a bordo. Una señal a Castro de que mi respuesta era enviada de la misma manera en que había enviado él su proposición. Pero algo salió mal. Usted se ha cruzado con Jess Simmons al entrar. Él me ha informado sobre las fotos tomadas por nuestro servicio de reconocimiento aéreo. En vez de detener al dirigible y escoltarlo a Cárdenas, el helicóptero cubano disparó contra él. Entonces, por alguna razón desconocida, el helicóptero estalló, y éste y el dirigible cayeron al mar. Debe comprender, almirante, que no puedo enviar fuerzas de rescate, debido a la delicada naturaleza de la misión. Siento realmente lo de Pitt. Tenía con él una deuda que nunca podré pagar. Sólo podemos rezar para que él, Jessie LeBaron y sus otros amigos hayan de algún modo podido sobrevivir.

– Nadie podría sobrevivir a un accidente aéreo en medio de un huracán -dijo Sandecker, con mordacidad-. Tendrá que perdonarme, señor presidente, si le digo que incluso Mickey Mouse habría podido proyectar mejor la operación.

Una expresión dolida se pintó en la cara del presidente. Fue a decir algo, pero lo pensó mejor y abrió la puerta.

– Lo siento, almirante, pero llegaré tarde a la conferencia.

El presidente no dijo más, salió del Salón Oval y dejó plantado allí a Sandecker, confuso y solo.

27

El núcleo del huracán Evita rodeó la isla y giró hacia el nordeste y el golfo de México. El viento redujo su velocidad a cuarenta nudos, pero habrían de transcurrir otros dos días para que fuese sustituido por el suave alisio del sur.

Cayo Santa María parecía vacío de toda vida, animal o humana. Diez años antes, en un momento de generosa camaradería, Fidel Castro había donado la isla a sus aliados comunistas en un gesto de buena voluntad. Entonces dio una bofetada a la Casa Blanca al proclamar que era un territorio de la URSS.

Los nativos fueron trasladados en secreto pero por la fuerza a la isla grande, y unidades de ingenieros del GRU (Glavnoye Raz-vedyvatelnoye Upravleniye, o Primer Directorio de Información del Estado Mayor General Soviético), rama militar de la KGB, vinieron y empezaron a construir una instalación subterránea secreta. Trabajando en etapas y solamente al amparo de la oscuridad, dieron poco a poco forma al complejo debajo de la arena y las palmeras, Aviones espías de la CÍA examinaron la isla, pero no detectaron instalaciones defensivas ni envío de materiales por mar o por aire. Las ampliaciones fotográficas sólo mostraron unos pocos caminos en mal estado que al parecer no llevaban a ninguna parte. La isla fue estudiada rutinariamente, pero nada se descubrió que indicase una amenaza a la seguridad de los Estados Unidos.

En alguna parte del subsuelo de la isla azotada por el viento, Pitt se despertó en una pequeña habitación estéril, sobre una cama con un colchón de plumas y bajo una luz fluorescente que estaba continuamente encendida. No podía recordar si había dormido alguna vez sobre un colchón de plumas, pero lo encontró muy cómodo y tomó mentalmente nota de buscar uno igual, si volvía algún día a Washington.

Aparte de las magulladuras, las articulaciones doloridas y unas ligeras punzadas en la cabeza, se sentía bastante bien. Yació allí y contempló el techo pintado de gris, mientras recordaba lo acaecido la noche pasada: el descubrimiento por Jessie de su marido; los guardias que les escoltaron, a él, a Giordino y a Gunn, a una enfermería donde una doctora rusa, con una figura parecida a un bolo, curó sus lesiones; una comida de cordero estofado en un comedor que Pitt valoró muy por debajo de los restaurantes para camioneros del este de Texas, y, finalmente, su encierro en una habitación con un retrete y una jofaina, una cama y un pequeño armario de madera.

Deslizando las manos por debajo de la sábana, exploró su cuerpo. A excepción de varios metros de vendas y esparadrapo, estaba desnudo. Le maravilló la obsesión de la feúcha doctora por los vendajes. Sacó los pies descalzos y los apoyó en el suelo de hormigón, y permaneció sentado allí, pensando en lo que tenía que hacer. Una exigencia de la vejiga le recordó que todavía era humano, por lo que se dirigió al retrete, deseando poder tomar una taza de café. Ellos, fueran quienes fuesen, le habían dejado su reloj Doxa. Las saetas marcaban las once y cincuenta y cinco. Como nunca había dormido más de nueve horas seguidas en su vida, presumió con razón que eran de la mañana.

Un minuto más tarde, se inclinó sobre la jofaina y se lavó la cara con agua fría. La única toalla era áspera y apenas si absorbía la humedad. Se dirigió al armario, lo abrió y encontró una camisa y unos pantalones caqui en una percha, y un par de sandalias. Antes de vestirse, se quitó varias vendas de las heridas que empezaban a cicatrizar y flexionó los músculos, gozando de la recobrada libertad de movimientos. Después de vestirse, probó la pesada puerta de hierro. Estaba cerrada con llave, por lo que golpeó la gruesa plancha de metal, produciendo un ruido hueco que resonó en las paredes de hormigón.

Un muchacho que parecía no tener más de diecinueve años y llevaba uniforme soviético de faena, abrió la puerta y se echó atrás, apuntando una pistola no más grande que un martillo corriente al estómago de Pitt. Señaló un largo pasillo a la izquierda y Pitt siguió la indicación. Pasaron por delante de otras puertas de hierro y Pitt se preguntó si Gunn y Giordino estarían detrás de alguna de ellas.

Se detuvieron ante un ascensor cuya puerta fue abierta por otro guardia. Entraron en él y Pitt sintió una ligera presión en las plantas de los pies al elevarse la cabina. Miró el indicador de encima de la puerta y advirtió que había luces para cinco plantas. Una instalación muy grande, pensó. El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas automáticas.

Pitt y su guardián salieron a una habitación alfombrada y de techo abovedado. Las dos paredes laterales tenían estanterías llenas de cientos de libros. La mayoría de ellos eran en inglés y muchos correspondían a los más famosos escritores americanos actuales. Un gran mapa de América del Norte cubría toda la pared del fondo. Pitt pensó que aquella habitación parecía un estudio particular. Había una grande y antigua mesa tallada cubierta de mármol y llena de números actuales del Washington Post, el New York Times, el Wall Street Journal y USA Today. Sobre otras mesas colocadas a ambos lados de la puerta, había montones de revistas técnicas, entre ellas Computer Technology, Science Digest y el Air Force Journal. La alfombra era de color granate, muy gruesa, y sobre ella descansaban seis sillones de cuero verde colocados a espacios regulares.

Manteniendo su silencio, el guardián volvió a entrar en el ascensor y dejó a Pitt solo en la habitación vacía.

Debe de haber llegado el momento de observar al mono, murmuró para sí. No se molestó en buscar la lente de la cámara de vídeo en las paredes. Estaba seguro de que se hallaba oculta en alguna parte de la habitación, registrando sus acciones. Resolvió provocar una reacción, se tambaleó un momento como si estuviese borracho, puso los ojos en blanco y se derrumbó sobre la alfombra.

Al cabo de quince segundos, se abrió una puerta secreta, cuyos bordes coincidían perfectamente con líneas de latitud y longitud del mapa gigantesco de la pared, y entró en la habitación un hombre bajito que vestía un elegante uniforme soviético cortado a la medida. Se arrodilló y miró los ojos entreabiertos de Pitt.

– ¿Puede oírme? -preguntó en inglés.

– Sí -murmuró Pitt.

El ruso se dirigió a una mesa y vertió algo de una botella de cristal en un vaso haciendo juego. Volvió y levantó la cabeza de Pitt.

– Beba esto -le ordenó.

– ¿Qué es?

– Coñac Courvoisier, seco y fuerte -le respondió el oficial ruso, con perfecto acento americano-. Es bueno para su dolencia.

– Prefiero el Rémy Martin, más suave y aromático -dijo Pitt, levantando el vaso-. A su salud.

Sorbió el coñac hasta que no quedó nada en el vaso; entonces se puso en pie, buscó un sillón y se sentó.

El oficial sonrió, divertido.

– Parece haberse recobrado muy pronto, señor…

– Snodgrass, Elmer Snodgrass, de Moline, Illinois.

– Un bonito nombre del Medio Oeste -dijo el ruso, sentándose detrás de la mesa-. Yo soy Peter Velikov.

– El general Velikov, si la memoria de las insignias militares rusas no me engaña.

– No le engaña -reconoció Velikov-. ¿Quiere otro coñac?

Pitt sacudió la cabeza y estudió al hombre sentado al otro lado de la mesa. Calculó que no mediría más de un metro setenta de estatura, que pesaría unos sesenta y cinco kilos y que tendría menos de cincuenta años. Tenía un aire amistoso y tranquilizador, pero Pitt percibió una frialdad disimulada. Sus cabellos cortos eran negros, con sólo un toque de gris en las patillas, y tenía entradas sobre la frente. Sus ojos eran tan azules como un lago alpino, y la cara de piel blanca parecía esculpida más al estilo clásico romano que al eslavo. Vístele con una toga y pon en su cabeza una corona de laurel, pensó Pitt, y Velikov podría servir de modelo para un busto en mármol de Julio César.

– Espero no molestarle si le hago unas pocas preguntas -dijo cortésmente Velikov.

– En absoluto. No tengo citas urgentes para el resto del día. Mi tiempo es suyo.

Una expresión helada se manifestó un instante en los ojos de Velikov, pero se desvaneció rápidamente.

– Supongamos que me dice cómo ha llegado a Cayo Santa María.

Pitt extendió las manos en ademán de impotencia.

– No quiero hacerle perder tiempo. Será mejor que confiese. Soy presidente de la CÍA. Mi consejo de dirección y yo pensamos que sería una buena propaganda alquilar un dirigible y arrojar cupones para papel higiénico en toda Cuba. Tengo entendido que aquí escasea mucho. Desgraciadamente, los cubanos no comprendieron nuestra estratagema de mercado y nos derribaron.

El general dirigió una mirada tolerante pero irritada a Pitt. Se caló unas gafas y abrió una carpeta sobre su mesa.

– Veo por su historial, señor Pitt…, Dirk Pitt, si no lo leo mal…, que es usted una persona muy ingeniosa.

– ¿Dice también que soy un embustero patológico?

– No; pero creo que tiene usted una historia fascinante. Es una lástima que no esté de nuestra parte.

– Vamos, general, ¿qué posibilidades podría tener un no conformista en Moscú?

– Temo que muy pocas.

– Le felicito por su sinceridad.

– ¿Por qué no me dice la verdad?

– Sólo si está dispuesto a creerla.

– ¿Quiere decir que no podría?

– No, si comparte la manía comunista de ver un complot de la CÍA a cada paso.

– Parece que no tiene en mucha estima a la Unión Soviética.

– Dígame una sola cosa que haya hecho su gente en los últimos setenta años que haya merecido el aplauso de la humanidad. Lo más desconcertante es cómo no se han dado cuenta nunca los rusos de que son el hazmerreír del mundo. Su imperio es la broma más patética de la Historia. El siglo veintiuno está a la vuelta de la esquina y su Gobierno actúa como si nunca hubiese dado un paso adelante desde los años treinta.

Velikov no parpadeó siquiera, pero Pitt observó que su cara se ponía ligeramente colorada. Saltaba a la vista que el general no estaba acostumbrado a recibir lecciones de un hombre al que consideraba como un enemigo del Estado. Estudió a Pitt con la inconfundible mirada de un juez que tuviese la vida de un asesino convicto en la balanza. Después, su expresión se hizo reflexiva.

– Haré que sus comentarios lleguen a conocimiento del Politburó -dijo secamente-. Y ahora, si ha terminado su discurso, señor Pitt, me gustaría saber cómo llegaron hasta aquí.

Pitt señaló con ia cabeza la botella.

– Creo que ahora tomaría ese coñac.

– Sírvase usted mismo.

Pitt llenó su vaso hasta la mitad y volvió al sillón.

– Lo que voy a contarle es la pura verdad. Quiero que comprenda que no tengo motivos para mentir. Que yo sepa, no estoy en modo alguno involucrado en ninguna misión secreta de mi Gobierno. ¿Me comprende hasta ahora, general?

– Sí.

– ¿Está funcionando su magnetófono oculto?

– Sí.

Entonces Pitt explicó, con todo detalle, su descubrimiento del dirigible incontrolado, su encuentro con Jessie LeBaron en el despacho del almirante Sandecker, el último vuelo del Prosperteer y, finalmente, cómo se habían salvado por los pelos del huracán, pero sin mencionar que Giordino había derribado el helicóptero, ni que habían descubierto el Cyclops al sumergirse.

Velikov no levantó la mirada cuando Pitt dejó de hablar,

Hojeó el legajo sin cambiar en absoluto de expresión. El general actuaba como si su mente se hallase a años luz de distancia y no hubiese oído una palabra.

Pitt podía jugar también al mismo juego. Asió su vaso de coñac y se levantó del sillón. Tomando un número del Washington Post, observó con ligera sorpresa que llevaba la fecha de aquel mismo día.

– Deben tener un sistema de correo muy eficaz -dijo.

– ¿Perdón?

– Digo que sus periódicos hace sólo unas horas que han salido a la calle.

– Cinco horas, para ser exactos.

El coñac calentaba agradablemente el estómago de Pitt. Su situación no le pareció tan apurada después de la tercera copa. Pasó al ataque.

– ¿Por qué retienen a Raymond LeBaron? -preguntó.

– De momento, es un invitado de la casa.

– Esto no explica por qué se ha mantenido en secreto desde hace dos semanas el hecho de que sigue vivo.

– No tengo que darle ninguna explicación, señor Pitt.

– ¿Cómo es que se ofrecen a LeBaron banquetes de gourmet, en traje de etiqueta, mientras se nos obliga a mis amigos y a mí a comer y vestirnos como presos comunes?

– Porque es esto precisamente lo que son, señor Pitt, presos comunes. El señor LeBaron es un hombre muy rico y poderoso, y los diálogos con él son muy instructivos. Ustedes, por el contrario, son un estorbo. ¿Satisface esto su curiosidad?

– No me satisface en absoluto -dijo bostezando Pitt.

– ¿Cómo destruyeron el helicóptero de patrulla? -preguntó súbitamente Velikov.

– Le arrojamos los zapatos -respondió, malhumorado, Pitt-. ¿Qué otra cosa podían hacer cuatro paisanos, uno de ellos una mujer, que volaban en una bolsa de gas de cuarenta años de antigüedad?

– Los helicópteros no estallan en el aire sin una razón.

– Tal vez fue alcanzado por un rayo.

– Entonces, señor Pitt, si su misión tenía simplemente por objeto averiguar la causa de la desaparición del señor LeBaron y la búsqueda de un tesoro, ¿cómo explica el relato del capitán del buque patrulla, que afirmó que la cabina de mandos estaba tan acribillada a tiros que nadie podía haber sobrevivido, y que surgió un rayo de luz del dirigible un instante antes de que estallase el helicóptero, y que una búsqueda exhaustiva en el lugar del accidente no descubrió rastros de ningún superviviente? Sin embargo, todos ustedes aparecen como por arte de magia en esta isla, en medio de un huracán, cuando las patrullas de seguridad se habían resguardado del viento. Muy oportuno, ¿no le parece?

– ¿Cómo lo interpreta usted?

– O la aeronave estaba dirigida por control remoto u otros tripulantes fueron muertos por los tiradores que iban en el helicóptero. Ustedes y la señora LeBaron fueron traídos cerca de la playa por un submarino y, durante el desembarco, fueron arrojados contra las rocas y sufrieron lesiones.

– Tiene usted mucha imaginación, general, pero no da en el blanco. Sólo la parte de nuestra llegada a tierra es correcta. Y ha olvidado el factor más importante: el móvil. ¿Por qué tendrían cuatro náufragos desarmados que atacar lo que, sea lo que fuere, tienen ustedes aquí?

– Todavía no tengo la respuesta -dijo Velikov, con una benévola sonrisa.

– Pero quiere tenerla.

– Yo nunca me doy por vencido, señor Pitt. Su historia, aunque ingeniosa, no se tiene en pie. -Apretó un botón del interco-municador de encima de la mesa-. Pronto volveremos a hablar.

– ¿Cuándo podemos esperar que se pongan en contacto con nuestro Gobierno, para que éste pueda iniciar las gestiones para nuestra liberación?

Velikov dirigió a Pitt una mirada bonachona.

– Le pido disculpas. Olvidé mencionar que su Gobierno ha sido informado hace solamente una hora.

– ¿De nuestro accidente?

– No; de su muerte.

Durante un largo instante, Pitt no comprendió. Después, poco a poco, empezó a hacerse la luz en su cerebro. Apretó las mandíbulas y traspasó a Velikov con la mirada.

– Hable claro, general.

– Muy sencillo -dijo Velikov, en un tono tan amistoso como si estuviese pasando un rato con el cartero-. Sea por accidente o deliberadamente, han venido ustedes a dar con nuestra instalación militar más secreta fuera de la Unión Soviética. No podemos permitir que salgan de aquí. Cuando yo conozca los verdaderos hechos, tendrán ustedes que morir.

28

Entregándose a su pasatiempo predilecto, que era comer, Hagen dedicó una hora a disfrutar de un almuerzo mexicano a base de enchiladas con un huevo, seguidas de sopaipillas, y todo ello regado con tequila. Pagó la cuenta, salió del restaurante y se dirigió en coche a la dirección atribuida a Clyde Ward. Su informador en la compañía de teléfonos había averiguado que el número consignado en la libreta negra del general Fisher correspondía a un teléfono público instalado en un puesto de gasolina. Comprobó la hora. Dentro de seis minutos, su piloto llamaría a aquel número desde el reactor aparcado.

Encontró la gasolinera en una zona industrial próxima a la estación del ferrocarril. Era de autoservicio y en ella se vendía una marca desconocida. Se detuvo junto a un surtidor cuya pintura roja estaba cubierta de mugre e insertó la boquilla en el depósito de carburante del coche, evitando cuidadosamente mirar hacia el teléfono instalado en el interior de la gasolinera.

Poco después de aterrizar en el aeropuerto de Albuquerque, había alquilado un coche y había sacado treinta litros de gasolina del depósito, para que su parada en la estación pareciese justificada. El aire que quedó dentro del depósito gorgoteó cuando él enroscó la tapa y dejó la manguera en su sitio. Entró en la oficina y estaba manoseando su cartera cuando empezó a sonar el teléfono colgado de la pared.

El único empleado de servicio, que estaba reparando un neumático pinchado, se enjugó las manos con un trapo y descolgó el auricular. Hagen escuchó.

– Mel's Service… ¿Quién…? Aquí no hay ningún Clyde… Sí, estoy seguro. Tiene el número equivocado… Sí, el número es éste pero yo llevo seis años trabajando aquí y no he conocido a ningún Clyde.

Colgó, se dirigió a la caja registradora y sonrió a Hagen.

– ¿Cuánta ha puesto?

– Treinta y ocho litros. Trece dólares con cincuenta y siete centavos.

Mientras el empleado buscaba el cambio de un billete de veinte, Hagen resiguió con la mirada la estación. No pudo dejar de admirar lo bien que se había montado el escenario; porque era precisamente esto, un escenario. Los suelos de la oficina y de la sección de lubricantes no habían visto una bayeta en varios años. Pendían telerañas del techo; las herramientas tenían más herrumbre que aceite, y las palmas de las manos y las uñas del empleado estaban grasientas. Pero fue el sistema de vigilancia lo que le asombró. Sus ojos adiestrados descubrieron cables eléctricos sutilmente disimulados y que no correspondían al servicio corriente de la estación. Sintió más que vio los micrófonos y cámaras ocultos.

– ¿Podría hacerme un favor? -preguntó al empleado al reci«bír el cambio.

– ¿Qué desea?

– El motor hace un ruido extraño. ¿Podría echarle una mirada y decirme qué es lo que le pasa?

– Claro, ¿por qué no? No tengo mucho más que hacer.

Hagen observó el peinado de aquel hombre y dudó de que sus cabellos hubiesen sido tocados alguna vez por un peluquero. También advirtió un pequeño bulto en la pernera del pantalón, en la cara externa de la pantorrilla derecha, justo por encima del tobillo.

Hagen había aparcado el coche al lado del segundo surtidor de gasolina, el más alejado del edificio de la estación. Puso el motor en marcha y abrió el cierre del capó. El empleado apoyó un pie en el parachoques delantero y miró por encima del radiador.

– No oigo nada.

– Venga a este lado -dijo Hagen-. Desde aquí se oye más fuerte.

Ahora estaba de pie, de espaldas a la calle, resguardado de cualquier observación electrónica por los surtidores, el coche y su capó levantado.

Cuando el empleado se inclinó sobre el guardabarros y acercó la cabeza al motor, Hagen sacó un arma de una funda colgada en el cinturón, detrás de la espalda, y metió el cañón entre las nalgas del hombre.

– Es un Magnum 357, con cañón de dos pulgadas y media, lo que le está apuntando al culo, y está cargado con balas blindadas. ¿Lo entiende?

El hombre se puso tenso, pero no dio muestras de miedo.

– Sí, le he entendido, amigo.

– ¿Y sabe lo que puede hacer una bala blindada disparada a quemarropa?

– Sé lo que es una bala blindada.

– Bien, entonces sabe que haría un bonito agujero desde su culo hasta su cerebro si apretase el gatillo.

– ¿Qué es lo que pretende, amigo?

– ¿Qué ha sido de su vulgar acento simulado? -preguntó Hagen.

– Viene y se va.

Hagen alargó la mano libre y sacó una pequeña pistola Beretta del 38 de debajo de la pernera del empicado.

– Bueno, amigo, ¿dónde puedo encontrar a Clyde?

– No sé quién es.

Hagen apretó el cañón del revólver con tanta fuerza en la base del espinazo de aquel hombre que el tejido del fondillo del pantalón se desgarró y el empleado gritó de dolor.

– ¿Para quién trabaja usted? -jadeó.

– Para el «círculo privado» -respondió Hagen.

– No puede ser.

Hagen empujó hacia arriba con el cañón del revólver. La cara del empleado se crispó, y gimió al sentir un horrible dolor en la parte inferior de su cuerpo.

– ¿Quién es Clyde? -preguntó Hagen.

– Clyde Booth.

– No le oigo, amigo.

– Se llama Clyde Booth.

– Dígame cómo es.

– Se presume que es una especie de genio. Inventa y fabrica aparatos científicos que se emplean en el espacio. Sistemas secretos para el Gobierno. Yo no sé exactamente lo que son; sólo soy miembro del personal de seguridad.

– ¿Dónde se encuentra?

– La fábrica está a diez millas al oeste de Santa Fe. La llaman QB-Tech.

– ¿Qué quiere decir QB?

– Quarter Back -respondió el empleado-. Booth fue jugador de fútbol de primera categoría en el Estado de Arizona.

– ¿Sabía que yo vendría aquí?

– Nos dijeron que estuviésemos alerta si llegaba un hombre gordo.

– ¿Cuántos otros están apostados alrededor de la gasolinera? -preguntó Hagen.

– Tres. Uno está calle abajo, en el camión de remolque; otro, en el tejado del almacén de detrás de la estación de servicio, y el tercero en la camioneta roja aparcada junto al bar restaurante contiguo.

– ¿Por qué no se han movido?

– Solamente teníamos orden de seguirle.

Hagen aflojó la presión y volvió a guardar el revólver en la funda. Después extrajo los proyectiles de la pistola del empleado, los arrojó al suelo y los empujó con el pie debajo del coche.

– Está bien -dijo Hagen-. Ahora camine, sin correr, y vuelva al interior de la gasolinera.

Antes de que el empleado hubiese cruzado la mitad de la calzada que conducía al edificio, Hagen había doblado la esquina a una manzana de distancia. Dio otros cuatro rápidos rodeos para eludir el camión y la camioneta, y rodó a toda velocidad hacia el aeropuerto.

29

Leonard Hudson salió del ascensor en el que había descendido al corazón de la sede de Jersey Colony. Llevaba un paraguas que chorreaba por la lluvia y una cartera de fantasía, reluciente y de color nogal.

No miró a derecha ni a izquierda, y correspondió a los saludos de su personal con un breve ademán. Hudson no era nervioso, ni solía inquietarse, pero estaba preocupado. Los informes procedentes de otros miembros del «círculo privado» anunciaban peligro. Alguien estaba siguiendo metódicamente la pista de cada uno de ellos. Un forastero había abierto una brecha en sus bien estudiadas operaciones de camuflaje.

Ahora, todo el esfuerzo de la base lunar (el ingenio, la planificación, las vidas, el dinero y la fuerza humana empleados en la Jersey Colony) estaba en peligro por culpa de un intruso desconocido.

Entró en su vasto pero austero despacho y encontró a Gunnar Eriksen, que le estaba esperando.

Eriksen estaba sentado en un sofá, sorbiendo una taza de café caliente y fumando en una pipa curva. Su cara redonda y sin arrugas tenía una expresión sombría, y sus ojos, un brillo benigno. Vestía con sencillez pero con pulcritud; llevaba una cara chaqueta deportiva de cachemir, un suéter marrón con cuello en V, y pantalón de lana haciendo juego. No habría parecido fuera de lugar vendiendo Jaguars o Ferraris.

– ¿Hablaste con Fisher y Booth? -dijo Hudson, colgando el paraguas y dejando la cartera al lado de la mesa.

– En efecto.

– ¿Alguna idea de quién puede ser?

– Ninguna.

– Es extraño que nunca deja huellas dactilares -dijo Hudson, sentándose en el sofá con Eriksen y sirviéndose una taza de café de una cafetera de cristal.

Eriksen lanzó una bocanada de humo al techo.

– Todavía es más extraño que todas las imágenes que tenemos de él en vídeo sean confusas.

– Debe de llevar alguna clase de aparato electrónico para borrarlas.

– Evidentemente, no es un investigador privado corriente -murmuró Eriksen-, sino un profesional de primera categoría y bien respaldado.

– Sabe adonde tiene que ir, muestra documentos de identidad correctos y acreditaciones de Seguridad. La historia que contó a Mooney, haciéndose pasar por un inspector de la Oficina General de Cuentas, fue excelente. Incluso yo la habría creído.

– ¿Qué datos has podido conseguir sobre él?

– Solamente una serie de descripciones que no concuerdan en absoluto, salvo en su volumen. Todos dicen que es un hombre gordo.

– Podría ser que el presidente nos hiciese seguir por una agencia de información.

– Si fuese así -dijo Hudson, en tono de duda-, nos enfrentaríamos con un ejército de agentes camuflados. Parece que este hombre trabaja solo.

– ¿Has considerado la posibilidad de que el presidente haya contratado en secreto a un agente que nada tenga que ver con el Gobierno? -preguntó Eriksen.

– Pensé en esto, pero no acaba de convencerme. Nuestro amigo de la Casa Blanca está atrapado en el Salón Oval. Todo el que entra o sale de él queda perfectamente identificado. Desde luego, existe una línea privada del presidente, pero no creo que pudiese encargar por teléfono esta clase de misión.

– Interesante -dijo Eriksen-. El gordo empezó sus investigaciones en el lugar donde concebimos la idea de la Jersey Colony.

– Es verdad -convino Hudson-. Registró el despacho de Earl Mooney en el Laboratorio Pattenden y averiguó una llamada telefónica al general Fisher; incluso hizo alguna observación sobre que tú querías que yo pagase el aeroplano.

– Una evidente referencia a nuestras supuestas muertes -dijo reflexivamente Eriksen-. Esto significa que nos ha relacionado.

– Entonces apareció en Colorado, dejó sin sentido a Fisher y le robó una libreta con los nombres y los números de teléfono de las personas más importantes del proyecto Jersey Colony, incluidos los del «círculo privado». Entonces debió ver la trampa que le tendimos para seguirle la pista desde Nuevo México, y escapó. Tuvimos una pequeña oportunidad cuando uno de nuestros hombres, que estaba vigilando el aeropuerto de Albuquerque, vio que un hombre gordo llegaba en un reactor particular y volvía a marcharse al cabo de dos horas.

– Debió de alquilar un coche y mostrar algún documento de identidad.

Hudson sacudió la cabeza.

– Nada que nos sea útil. Mostró un permiso de conducir y una carta de crédito a nombre de un tal George Goodfly, de Nueva Orleans, que no existe.

Eriksen sacudió la ceniza de la pipa en un platito de cristal.

– No me extraña que no fuese a Santa Fe y tratase de descubrir la operación de Clyde Booth.

– Yo creo que sólo está buscando datos.

– Pero, ¿quién le paga? ¿Los rusos?

– Ciertamente, no la KGB -dijo Hudson-. Ésta no envía mensajes sutiles por teléfono ni vuela por el país en un reactor particular. No; este hombre se mueve muy deprisa. Yo diría que tiene una fecha tope muy próxima.

Eriksen miró fijamente su taza de café.

– La misión lunar soviética tiene previsto el alunizaje para dentro de cinco días. Ésta tiene que ser su fecha tope.

– Creo que puedes tener razón.

Eriksen le miró a los ojos.

– ¿Te das cuenta de que el poder que está detrás de ese intruso sólo puede ser el del presidente? -dijo a media voz.

Hudson asintió despacio con la cabeza.

– Cerré los ojos a esta posibilidad -dijo, con voz remota-. Quería creer que respaldaría la seguridad de Jersey Colony contra la penetración rusa.

– Según lo que me dijiste de vuestra conversación, no estaba dispuesto a permitir una batalla en la Luna entre nuestros hombres y los cosmonautas soviéticos. Ni le gustaría nada saber que Steinmetz ha destruido ya tres naves espaciales de los soviéticos.

– Lo que me preocupa -dijo Hudson- es que, si aceptamos la interferencia del presidente, ¿por qué, contando con tantos medios, tiene que enviar a un hombre solo?

– Porque, cuando vio que Jersey Colony era una realidad, se dio cuenta de que nuestros partidarios siguen todos sus movimientos, y presumió, con razón, que pondríamos muchos obstáculos en nuestra pista para desviarle de ella. El presidente es listo. Contrató a un lobo solitario que se ha infiltrado dentro de nuestras murallas antes de que nos hayamos dado cuenta de lo que sucedía.

– Todavía podemos estar a tiempo de enviarle hacia una pista falsa.

– Demasiado tarde. El Gordo tiene la libreta de Fisher -dijo Eriksen-. Sabe quiénes somos y dónde encontrarnos. Es realmente peligroso. Empezó por la cola y ahora se está acercando a la cabeza. Cuando el Gordo entre por esta puerta, Leo, seguro que el presidente actuará para impedir cualquier enfrentamiento entre los cosmonautas soviéticos y nuestra gente de la Jersey Colony.

– ¿Estás sugiriendo que eliminemos al Gordo?

– No -respondió Eriksen-. Es mejor que no nos enemistemos con el presidente. Solamente le tendremos a buen recaudo durante unos pocos días.

– Me pregunto dónde aparecerá la próxima vez -dijo reflexivamente Hudson.

Eriksen volvió a llenar metódicamente su pipa.

– Empezó su caza de brujas en Oregón; de allí pasó a Colorado y después a Nuevo México. Yo tengo la impresión de que su próxima parada será en Texas, en la oficina de nuestro hombre de la NASA en Houston.

Hudson marcó un número en el teléfono de encima de la mesa.

– Lástima que yo no pueda estar allí cuando ese bastardo caiga en la trampa.

30

Pitt pasó las dos horas siguientes yaciendo boca arriba en la cama, escuchando el ruido de puertas metálicas que se abrían y cerraban y las pisadas que oía fuera de su celda. El joven guardián le entregó el almuerzo y esperó mientras Pitt comía, asegurándose de que no faltaba ningún cubierto cuando salió. Esta vez parecía de mejor humor y no iba armado. También dejó la puerta abierta durante la comida, dando a Pitt una oportunidad de estudiar la cerradura.

Éste se sorprendió al ver que era una cerradura de golpe corriente, en vez de un mecanismo de seguridad o con un buen cerrojo. Su celda no había sido destinada a servir de cárcel. Más bien parecía adecuada para una despensa. ;

Pitt revolvió con una cuchara un plato de maloliente pescado cocido y lo rehusó, más interesado en ver cómo se cerraba la puerta que en comer una bazofia que sabía que era el primer paso de un plan psicológico para debilitar sus defensas mentales. El guardia salió y cerró la puerta de hierro. Pitt aguzó el oído y captó un solo y decisivo chasquido después del golpe.

Se arrodilló y examinó de cerca la rendija entre la puerta y el marco. No tenía más de medio centímetro. Después registró la celda, buscando un objeto lo bastante delgado para poder deslizado en la cerradura y descorrer el pestillo.

El catre que soportaba el colchón de plumas era de madera ensamblada. No había en él nada metálico ni delgado y duro. Los grifos y los caños del lavabo eran de cerámica y las tuberías de debajo de éste y del retrete no tenían nada que pudiese moldear con las manos. Tuvo más suerte con el armario. Una de las charnelas le serviría, pero no podía sacar la espiga con las uñas.

Estaba reflexionando sobre este problema cuando se abrió la puerta y el guardia se plantó en el umbral. Durante un momento, recorrió cautelosamente la celda con la mirada. Después, bruscamente, hizo un ademán a Pitt de que saliese, le condujo por un laberinto de grises pasillos de hormigón y se detuvo al fin delante de una puerta marcada con el número 6.

Pitt fue introducido bruscamente en una pequeña habitación que parecía una caja y en la que flotaba un olor nauseabundo. El suelo era de cemento y había un sumidero en el centro. Las paredes estaban pintadas de un color rojo ominoso que casaba con las manchas que las salpicaban. La única iluminación procedía de una triste bombilla amarilla que pendía del techo por un cordón. Era la habitación más deprimente que jamás hubiese visto.

El único mueble era una silla de madera mellada. Pero Pitt centró su atención en el hombre que estaba sentado en ella. Los ojos de éste, que le miraron a su vez, eran tan inexpresivos como cubitos de hielo. Pitt no podía saber la estatura del desconocido, pero su pecho y sus hombros eran tan musculosos que parecían deformes, indicando que aquel hombre había pasado miles de horas de sudor y esfuerzo desarrollando su cuerpo. Llevaba la cabeza completamente afeitada, y la cara habría podido considerarse casi hermosa, de no haber sido por la narizota que contrastaba lamentablemente con las demás facciones. Su único indumento era un par de botas de goma y unos shorts tropicales. A excepción del bigote a lo Bismarck, aquella cara pareció extrañamente familiar a Pitt.

Sin levantar la cabeza, el hombre empezó a leer la lista de delitos de que Pitt era acusado. Empezaba por la violación del espacio aéreo cubano, el derribo de un helicóptero, el asesinato de su tripulación, la labor como agente de la CÍA y la entrada ilegal en el país. Las acusaciones se sucedieron hasta que terminaron al fin con la entrada no autorizada en una zona militar prohibida. Todo ello en correcto inglés americano, con un ligero acento del Oeste.

– ¿Qué responde?

– Culpable como el que más.

Una mano enorme le tendió una hoja de papel y una pluma.

– Tenga la bondad de firmar la confesión.

Pitt tomó la pluma y firmó el documento apoyándolo sobre una pared y sin leerlo.

El interrogador observó atentamente la firma.

– Creo que ha cometido un error.

– ¿Cuál?

– Usted no se llama Benedict Arnold.

Pitt chascó los dedos.

– Caramba, tiene razón. Esto fue la semana pasada. Esta semana soy Millard Fillmore.

– Muy divertido..,

– Como el general Velikov ha informado ya de mi muerte a las autoridades americanas -dijo seriamente Pitt-, no veo la utilidad de una confesión. Me parece que es como inyectarle penicilina a un esqueleto. ¿De qué puede servir?

– Un seguro contra un incidente, un medio de propaganda, incluso un elemento para reforzar una posición negociadora -respondió amablemente el inquisidor-. Puede haber muchas razones. -Hizo una pausa y leyó algo en un legajo que tenía sobre la mesa-. Veo, por el expediente que me ha pasado el general Velikov, que usted dirigió una operación de salvamento del Empress of Ireland, que naufragó en el río Saint Lawrence.

– Correcto.

– Creo que yo intervine en la misma operación.

Pitt le miró fijamente. Había algo familiar en él, pero no podía concretarlo. Sacudió la cabeza.

– No recuerdo que trabajase usted en mi equipo. ¿Cómo se llama?

– Foss Gly -dijo lentamente el otro-. Trabajé con los canadienses para desbaratar sus operaciones.

Pitt se acordó repentinamente de un remolcador amarrado en un muelle de Rimouski, Quebec. Él había salvado la vida de un agente secreto británico golpeando a Gly en la cabeza con una llave inglesa. También recordó con gran alivio que Gly había estado vuelto de espaldas y no le había visto acercarse.

– Entonces, nunca nos encontramos cara a cara -dijo tranquilamente Pitt.

Observó a Gly, por si éste daba alguna señal de reconocerle; pero el hombre no pestañeó.

– Probablemente no.

– Está muy lejos de su país.

Gly encogió los anchos hombros.

– Yo trabajo para quienes me pagan buenos dólares por mis servicios especiales.

– En este caso, la máquina del dinero escupe rublos.

– Convertidos en oro -añadió Gly. Suspiró, fue a ponerse en pie y se estiró. La piel estaba tan tirante y las venas eran tan pronunciadas que le daban un aspecto grotesco. Acabó de levantarse de la silla y miró hacia arriba, pues su afeitado cráneo estaba a la altura de la barbilla de Pitt-. Me gustaría continuar esta conversación sobre los tiempos pasados, señor Pitt, pero tengo que hacerle varias preguntas y ha de firmar su confesión.

– Comentaré todos los temas que le interesen cuando esté seguro de que los LeBaron y mis amigos no sufrirán daño alguno.

Gly no replicó; solamente le miró con una expresión lindante en indiferencia.

Pitt previó un golpe y puso el cuerpo en tensión para aguantarlo. Pero Gly no colaboró. En vez de aquello, alargó despacio una mano y agarró a Pitt por la base del cuello, por la parte blanda del hombro. Al principio la presión fue ligera, una apretón, pero después se acentuó gradualmente hasta que el dolor se hizo insoportable.

Pitt agarró la muñeca de Gly con ambas manos y trató de librarse de aquella garra de acero, pero igual habría podido tratar de arrancar de raíz un roble de siete metros. Apretó los dientes hasta que pensó que iban a romperse. Vagamente, a través del fuego que ardía en su cerebro, pudo oír la voz de Gly.

– Está bien, Pitt, no tiene por qué soportar esto. Dígame simplemente quién le ordenó desembarcar en esta isla y por qué. No hace falta que sufra, a menos que sea un masoquista profesional. Créame si le digo que no le gustaría la experiencia. Diga al general lo que éste quiere saber. Lo que está ocultando, sea lo que fuere, no cambiará el curso de la Historia. No dependerán miles de vidas de ello. ¿Por qué sentir que su cuerpo es destrozado día tras día hasta tener todos los huesos aplastados, rotas todas las articulaciones, reducidos sus tendones a la consistencia de puré de patata? Porque esto es exactamente lo que le ocurrirá si no colabora. ¿Lo ha entendido?

La terrible angustia menguó cuando Gly aflojó su presa. Pitt se tambaleó y miró a su verdugo con los ojos medio cerrados, mientras se frotaba con una mano la fea moradura que se extendía por su hombro. Se dio cuenta de que dijera lo que dijese, verdadero o inventado, nunca sería aceptado. La tortura continuaría en forma interminable hasta que cediesen sus recursos físicos y perdiese el conocimiento.

– ¿Le dan un vale por cada confesión? -preguntó Dirk cortésmente.

– Yo no trabajo a comisión -dijo humorísticamente Gly.

– Usted gana -dijo sencillamente Pitt-. Aguanto mal el dolor. ¿Qué quiere que confiese? ¿Un intento de asesinar a Fidel Castro o una intriga para convertir a los consejeros rusos en demócratas?

– Solamente la verdad, señor Pitt.

– Ya se la he dicho al general Velikov.

– Tengo la grabación de sus palabras.

– Entonces sabe que la señora LeBaron, Al Giordino, Rudi Gunn y yo tratábamos de encontrar la clave de la desaparición de Raymond LeBaron, mientras buscábamos un barco naufragado del que se decía que contenía un tesoro. ¿Qué hay de siniestro en esto?

– El general Velikov cree que era un pretexto para una misión más secreta.

– ¿Por ejemplo?

– Un intento de comunicar con los Castro.

– Ridículo es la primera palabra que acude a mi mente. Tiene que haber maneras más fáciles para que nuestros gobernantes negocien entre ellos.

– Gunn nos lo ha contado todo -dijo Gly-. Usted debía dirigir la operación para extraviarse en aguas cubanas, donde habrían sido capturados con un guardacostas y escoltados a la isla. Una vez allí, entregarían información vital referente a las negociaciones secretas entre los Estados Unidos y Cuba.

Pitt estaba ahora auténticamente perplejo. Todo esto era griego para él.

– Éste es el cuento chino más estúpido que he oído en mi vida.

– Entonces, ¿por qué iban armados y pudieron destruir el helicóptero cubano?

– No llevábamos armas -mintió Pitt-. El helicóptero estalló de pronto delante de nosotros. No puedo darle la razón.

– Entonces, explíqueme por qué no pudo el guardacostas cubano encontrar algún superviviente en el lugar de la catástrofe.

– Nosotros estábamos en el agua. La oscuridad era muy intensa y el mar estaba alborotado. No nos localizaron.

– Y sin embargo, fueron capaces de nadar seis millas en pleno huracán, manteniéndose juntos los cuatro y llegando ilesos a Cayo Santa María. ¿Cómo es posible?

– Pura suerte, supongo.

– Ahora es usted quien está contando un cuento chino, ¿eh?

Pitt no tuvo oportunidad de responder. Sin la menor advertencia, Gly le descargó un puñetazo en el costado, cerca del riñon izquierdo.

El dolor y la súbita compresión estallaron al mismo tiempo dentro de él. Al hundirse en el negro pozo de la inconsciencia, tendió una mano a Jessie, pero ésta se echó a reír y no hizo el menor movimiento para asirlo.

31

Una voz grave y resonante le decía algo casi al oído. Las palabras eran vagas y distantes. Un ejército de escorpiones treparon sobre el borde de la cama y empezaron a clavar los aguijones venenosos en su costado. Abrió los ojos. La brillante luz fluorescente le cegó, y volvió a cerrarlos. Sintió que tenía la cara mojada, pensó que debía de estar nadando y abrió los brazos. Entonces, aquella voz habló más claramente.

– Esté tranquilo, amigo. No hago más que rociarle la cara.

Pítt volvió a abrir los ojos y vio la cara de un hombre entrado en años, de cabellos grises, ojos amables y preocupados, y rostro afectuoso y distinguido. Cuando sus miradas se encontraron, sonrió.

– ¿Le duele mucho?

– Bastante.

– ¿Quiere un poco de agua?

– Sí, por favor.

Cuando el hombre se irguió, casi tocó el techo con los cabellos. Sacó una taza de una pequeña bolsa de lona y la llenó en el lavabo.

Pítt se sujetó el costado y se incorporó muy despacio hasta quedar sentado. Se sentía fatal y se dio cuenta de que tenía un hambre atroz. ¿Desde cuándo no había comido? Su atontada mente no podía recordarlo. Aceptó el agua, agradecido, y la engulló de golpe. Después miró a su bienhechor.

– El viejo, rico y temerario Raymond, supongo.

LeBaron sonrió forzadamente.

– Unos calificativos que no me gustan demasiado.

– No es usted fácil de definir.

– Mi esposa me ha dicho que usted le salvó la vida. Quiero darle las gracias.

– Según el general Velikov, la salvación ha sido nada más que temporal.

La sonrisa de LeBaron se desvaneció.

– ¿Qué le dijo?

– Dijo textualmente: «Todos tienen que morir».

– ¿Le dio alguna razón?

– Me dijo que habíamos ido a caer en la más secreta instalación militar soviética.

Una mirada reflexiva se pintó en los ojos de LeBaron. Después dijo:

– Velikov mintió. En principio, esto se montó para recoger datos de transmisiones en onda corta procedentes de los Estados Unidos, pero el rápido desarrollo de los satélites de escucha hizo que quedara anticuado antes de terminarse.

– ¿Cómo lo sabe?

– Me permitieron recorrer la isla. Algo inverosímil si la zona hubiese sido tan secreta. No he visto indicios de equipos sofisticados de comunicaciones, ni antenas en parte alguna. También me hice amigo de varios visitantes cubanos que dejaron escapar retazos de información. La mejor comparación que puedo hacer es que este lugar es como un retiro de hombres de negocios, un refugio al que vienen ejecutivos de importantes compañías a discutir y proyectar su estrategia comercial para el año próximo. Sólo que aquí, los oficiales soviéticos y cubanos de alto rango se reúnen para discutir temas militares y políticos.

A Pitt le costaba concentrarse. El riñon izquierdo le dolía terriblemente y se sentía amodorrado. Tambaleándose, se acercó al retrete. Su orina estaba teñida de sangre, pero no mucho, y no creyó que la lesión fuese grave.

– Será mejor que no continuemos esta conversación -dijo Pitt-. Probablemente hay algún micrófono oculto en mi celda.

LeBaron sacudió la cabeza.

– No, no lo creo. Esta parte del recinto no fue construida con grandes medidas de seguridad, porque no hay salida. Es como el antiguo penal francés de la isla del Diablo; es imposible escapar. La isla de Cuba está a más de veinte millas de distancia. Los tiburones abundan en estas aguas y las corrientes llevan mar adentro. En la otra dirección, la tierra más próxima está en las Bahamas, a ciento diez millas al nordeste. Si está pensando en escapar, mi consejo es que lo olvide.

Pitt volvió cuidadosamente a su cama.

– ¿Ha visto a los otros?

– Sí.

– ¿Cómo están?

– Giordino y Gunn están juntos en una habitación a diez metros pasillo abajo. Debido a sus lesiones, se han librado de una visita a la habitación número seis. Hasta ahora, han sido muy bien tratados.

– ¿Y Jessie?

La cara de LeBaron se puso ligeramente tensa.

– El general Velikov ha tenido la amabilidad de reservarnos una de las habitaciones para invitados ilustres. Incluso nos está permitido comer con los oficiales.

– Me alegra saber que los dos se han librado de una visita a la habitación número seis.

– Sí, Jessie y yo hemos tenido suerte; nos tratan de una manera bastante humana.

El tono de LeBaron parecía poco convincente; hablaba con monotonía. No había brillo en sus ojos. No era el hombre que se había hecho famoso por sus audaces y caprichosas aventuras y por sus chocantes fiascos dentro y fuera del mundo de los negocios. Parecía carecer completamente del prodigioso dinamismo que había hecho que su consejo fuese buscado por los financieros y los líderes del mundo entero. A Pitt le dio la impresión de un agricultor arruinado y expulsado de sus tierras por un banquero nada escrupuloso.

– ¿Y qué ha sido de Buck Caesar y de Joe Cavilla? -preguntó Pitt.

LeBaron se encogió tristemente de hombros.

– Buck eludió la vigilancia de sus guardianes durante un período de ejercicio al aire libre y trató de huir a nado y empleando el tronco de una palmera caída como balsa. Su cuerpo, o lo que quedaba de éste después de haberse cebado los tiburones en él, fue arrojado a la playa tres días más tarde. En cuanto a Joe, después de varias sesiones en la habitación número seis, entró en coma y murió. Muy lamentable. No había razón para que no colaborase con el general Velikov.

– ¿No se ha entrevistado usted con Foss Gly?

– No; me he ahorrado esta experiencia. No sé por qué. Tal vez el general Velikov cree que soy demasiado valioso como instrumento para una negociación.

– Por esto me eligió a mí -dijo tristemente Pitt.

– Quisiera poder ayudarle, pero el general Velikov desoyó todas mis súplicas para salvar a Joe. Se muestra igualmente frío en el caso de usted.

Pitt se preguntó por qué sería que LeBaron se refería siempre a Velikov con el respeto debido al rango militar del ruso.

– No comprendo estos interrogatorios tan brutales. ¿Qué podían ganar matando a Cavilla? ¿Qué esperan obtener de mí?

– La verdad -dijo simplemente LeBaron.

Pitt le dirigió una aguda mirada.

– Por lo que yo sé, la verdad es que usted y su equipo salieron en busca del Cyclops y desaparecieron. Su esposa y todos nosotros salimos, una vez se hubo recobrado el dirigible, con la esperanza de poder averiguar lo que le había sucedido a usted. Dígame si esto suena a falso.

LeBaron se enjugó con la manga el sudor que había empezado a brotar de su frente.

– Es inútil que discuta conmigo, Dirk, pues no soy yo el que no cree en usted. La mentalidad rusa ve una mentira detrás de cada palabra.

– Usted ha hablado con Jessie. Seguramente ésta le habrá explicado cómo encontramos el Cyclops y cómo llegamos a esta isla.

LeBaron se estremeció visiblemente cuando Pitt mencionó el Cyclops. De pronto pareció retroceder ante Pitt. Recogió su bolsa de lona y se dirigió a la puerta. Ésta se abrió casi inmediatamente y LeBaron salió.

Foss Gly estaba esperando cuando entró LeBaron en la habitación número seis. Estaba sentado allí, como un diablo pensativo, como una máquina humana de matar, inmune al sufrimiento y a la muerte. Olía a carne podrida.

LeBaron estaba temblando y le tendió en silencio la bolsa de lona. Gly hurgó en su interior, sacó un pequeño magnetófono y rebobinó la cinta. Escuchó durante unos segundos para convencerse de que las voces sonaban claras.

– ¿Confió en usted? -preguntó Gly.

– Sí; no intentó ocultarme nada.

– ¿Trabaja para la CÍA?

– No lo creo. Su llegada a esta isla fue puramente accidental.

Gly salió de detrás de la mesa y agarró la piel suelta del lado de la cintura de LeBaron, apretándola y retorciéndola en el mismo movimiento. El editor desorbitó los ojos y jadeó al sentir el angustioso dolor en todo su cuerpo. Poco a poco, cayó de rodillas sobre el hormigón.

Gly se agachó hasta que sus ojos helados y malignos estuvieron a pocas pulgadas de los de LeBaron.

– No juegue conmigo, gusano -dijo en tono amenazador-, o su dulce esposa será la próxima que lo pagará con la mutilación de su cuerpo.

32

Ira Hagen trazó un círculo alrededor de Hudson y Eriksen y decidió prescindir de Houston. No había necesidad de hacer el viaje. El ordenador a bordo de su reactor le dijo todo lo que necesitaba saber. El número de teléfono de Texas en la libreta negra del general Fisher conducía a la oficina del director de Operaciones de Vuelo de la NASA, Irwin Mitchell, alias Irwin Dupuy. Una comprobación de otro nombre de la lista, Steve Larson, puso de manifiesto que era Steve Busche, director del Centro de Estudios de Vuelo de la NASA en California.

Nueve pequeños indios, y quedaron cuatro…

La lista de Hagen del «círculo privado» decía ahora:

Raymond LeBaron… Últimamente en Cuba.

General Mark Fisher… Colorado Springs.

Clyde Booth…Albuquerque.

Irwin Mitchell…Houston.

Steve Busche…California.

Dean Beagle (?)…Filadelfia. (Identidad y paradero no demostrados).

Daniel Klein (?)…Washington, D.C. (ídem).

Leonard Hudson…Maryland. (Paradero no demostrado).

Gunnar Eriksen…Maryland. (ídem).

Sólo faltaban sesenta y seis horas para que terminase el plazo. Había tenido informado de sus proyectos ai presidente y le había advertido que el tiempo sería muy justo para sus investigaciones. El presidente estaba reuniendo ya un equipo de confianza para aprehender a los miembros del «círculo privado» y transportarlos a un lugar que todavía no había especificado. El as de triunfo de Hagen era la proximidad de los tres últimos nombres de la lista. Apostaba a que no andarían lejos el uno de los otros.

Hagen varió su rutina y no perdió tiempo en alquilar un coche cuando su avión aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Filadelfia. Su piloto había encargado un Lincoln, que estaba esperando cuando Hagen bajó la escalerilla. Durante el viaje de cuarenta kilómetros junto al río Schuylkill hasta Valley Forge State Park, trabajó en su informe al presidente y formuló un plan para acelerar el descubrimiento de Hudson y Eriksen, cuyo número de teléfono común resultó ser de una línea desconectada en una casa vacía cerca de Washington.

Cerró la cartera cuando el coche cruzó el parque donde había acampado el ejército de George Washington durante el invierno de 1777-1778. Muchos de los árboles conservaban aún sus hojas doradas y las onduladas colinas tenían todavía que volverse pardas. El conductor entró en una carretera que serpenteaba en un monte que dominaba el parque. La ruta estaba flanqueada a ambos lados por viejos muros de piedra.

La histórica Horse and Artillery Inn había sido contruida en 1790 como parada de diligencias y venta para los viajeros coloniales, y estaba rodeada de prados de césped y de árboles que daban sombra. Era un pintoresco edificio de tres plantas, con un majestuoso porche y postigos pintados de azul. La posada era un ejemplo auténtico de la primitiva arquitectura rural a base de piedra caliza y tenía una placa que la acreditaba como inscrita en el Registro Nacional de Edificios Históricos.

Hagen se apeó del automóvil, subió los peldaños del porche amueblado con anticuadas mecedoras y entró en un vestíbulo lleno de muebles antiguos apiñados alrededor de una acogedora chimenea donde chisporroteaba un leño. En el comedor, fue conducido a una mesa por una muchacha que vestía un traje colonial.

– ¿Está Dean? -preguntó como al azar.

– Sí, señor -respondió vivamente la doncella-. El senador está en la cocina. ¿Desea usted verle?

– Si pudiese dedicarme unos minutos, le quedaría muy agradecido.

– ¿Quiere entretanto ver la carta?

Hagen examinó la carta y vio que la lista de antiguos platos americanos era muy tentadora. Pero en realidad, su mente estaba lejos de la comida. ¿Era posible, pensó, que Dean Beagle fuese el senador Dean Porter, que había presidido antaño el poderoso Comité de Relaciones Extranjeras y había perdido por poco en las elecciones primarias presidenciales ante George McGovern? Miembro del Senado durante casi tres décadas, Porter había dejado una marca indeleble en la política americana antes de retirarse hacía ahora dos años.

Un hombre calvo, de setenta y siete o setenta y ocho años, cruzó la puerta de batiente de la cocina, enjugándose las manos con el borde de un delantal. Un personaje sencillo, con cara de abuelo. Se detuvo junto a la mesa de Hagen y le miró inexpresivamente.

– ¿Deseaba verme? -preguntó.

Hagen se puso en pie.

– ¿Senador Porter?

– Sí.

– Me llamo Ira Hagen. Yo también exploto restaurantes especializados en platos americanos, pero no tan buenos como los suyos.

– Leo me dijo que tal vez llamaría usted a mi puerta -dijo sin rodeos Porter.

– Siéntese, por favor.

– ¿Se quedará a comer, señor Hagen?

– Pensaba hacerlo.

– Entonces permítame que le ofrezca una botella de vino del país a cuenta de la casa.

– Muchas gracias.

Porter llamó a la camarera y le dio la orden. Después se volvió de nuevo a Hagen y le miró fijamente a los ojos.

– ¿A cuántos de nosotros ha seguido la pista?

– Usted es el sexto -respondió Hagen.

– Ha hecho bien en no ir a Houston. Leo había dispuesto un comité de recepción que le estaba esperando.

– ¿Ha sido usted miembro del «círculo privado» desde el principio, senador?

– Ingresé en 1964 y contribuí a montar la financiación secreta.

– Le felicito por su excelente labor.

– Supongo que trabaja usted para el presidente.

– Correcto.

– ¿Qué quiere hacer él con nosotros?

– En definitiva, rendirles los honores que se merecen. Pero su preocupación principal es impedir que su gente en la Luna desencadene una guerra.

Porter calló cuando la camarera trajo una botella de vino blanco frío. La descorchó hábilmente y vertió vino en su vaso. Tomó un buen sorbo, lo paladeó y asintió con la cabeza.

– Muy bueno.

Después llenó el vaso de Hagen.

– Hace quince años, señor Hagen, nuestro Gobierno cometió un estúpido error y convirtió nuestra tecnología espacial en un juego de niños que fue anunciado como un «apretón de manos en el espacio». Si lo recuerda, fue una aventura conjunta a la que se dio gran publicidad entre programas espaciales americanos y rusos, en la que nuestros astronautas del Apolo se encontrarían y reunirían con los cosmonautas del Soyuz en órbita. Yo fui contrario a ello desde el principio, pero el acontecimiento se produjo durante los años de distensión y mi voz fue solamente un clamor en el desierto. Entonces no confiaba en los rusos, y tampoco me fío ahora de ellos. Todo su programa espacial estaba montado sobre la propaganda política y conseguía pocos logros técnicos. Nosotros expusimos a los rusos la tecnología americana, que estaba veinte años más adelantada que la suya. Después de todo este tiempo, los cacharros espaciales soviéticos siguen siendo una porquería en relación con todo lo que nosotros hemos creado. Entonces malgastamos cuatrocientos millones de dólares en una revelación científica. El hecho de que besáramos el culo a los rusos mientras ellos zurraban el nuestro sólo confirma el dicho de Barnum, de que «cada minuto nace un tonto». Decidí no permitir que aquello ocurriese de nuevo. Por esto no permaneceré inmóvil, ni dejaré que los rusos nos roben los frutos de la Jersey Colony. Si ellos fuesen técnicamente superiores a nosotros, estoy seguro de que nos cerrarían el camino de la Luna.

– Entonces, está usted de acuerdo con Leo en que los primeros rusos que pongan el pie en la Luna deben ser eliminados.

– Harán todo lo que esté en su poder para apoderarse, como lluvia caída del cielo, de todos nuestros avances científicos en la base lunar. Enfréntese con la realidad, señor Hagen. No habrá visto a ningún agente secreto nuestro que robe alta tecnología rusa y la traiga de contrabando a Occidente. Los soviéticos tienen que valerse de nuestros progresos, porque son demasiado estúpidos y miopes para su propia tecnología.

– No tiene en muy alta estima a los rusos -dijo Hagen.

– Cuando el Kremlin decida construir un mundo mejor, en vez de dividirlo y dominarlo, puede que yo cambie de idea.

– ¿Me ayudará a encontrar a Leo?

– No -dijo simplemente el senador.

– Lo menos que puede hacer el «círculo privado» es escuchar los argumentos delpresidente.

– ¿Es para esto para lo que le ha enviado?

– Esperaba que pudiese encontrarlos a todos ustedes mientras estemos aún a tiempo.

– ¿A tiempo de qué?

– Antes de cuatro días, los primeros cosmonautas soviéticos alunizarán. Si su gente de la Jersey Colony los mata, su Gobierno puede sentirse autorizado para derribar un satélite americano o el laboratorio espacial.

El senador miró a Hagen, y sus ojos eran fríos como el hielo.

– Una conjetura muy interesante. Sospecho que tendremos que esperar a ver lo que pasa, ¿no?

33

Pitt empleó la hebilla de la cinta de su reloj como destornillador para sacar los tornillos que sujetaban los goznes del armario. Entonces deslizó la parte plana de una charnela entre el pestillo y el marco de la puerta. Se ajustaba casi perfectamente. Ahora, lo único que tenía que hacer era esperar que viniese el guardia a traerle la cena.

Bostezó y se tendió en la cama, pensando en Raymond LeBaron. La imagen que tenía del famoso magnate del negocio editorial se había deteriorado mucho. LeBaron no daba la medida de su reputación. Tenía el aspecto de un hombre asustado. Ni una sola vez citó a Jessie, a Al o a Rudi. Seguramente le habrían dado algún mensaje de ánimo. Había algo muy turbio en las acciones de LeBaron.

Se sentó en la cama al oír que se abría la puerta. El guardia entró, sosteniendo una bandeja en una mano. La tendió a Pitt, que la puso sobre su regazo.

– ¿Qué exquisitez me ha traído esta tarde? -preguntó alegremente Pitt.

El guardián torció desagradablemente los labios y se encogió de hombros con indiferencia. Pitt no podía censurarle por ello. La bandeja contenía un panecillo amazacotado e insípido y un tazón de estofado de pollo que no podía oler peor.

Pitt tenía hambre, pero, sobre todo, necesitaba comer para conservar las fuerzas. Engulló a duras penas aquella bazofia, consiguiendo de alguna manera no vomitar. Por último, devolvió la bandeja al guardián, el cual la tomó en silencio, salió al corredor y tiró de la puerta.

Pitt saltó de la cama, se puso de rodillas y deslizó una de las charnelas del armario entre el pestillo y la jamba de la puerta, impidiendo que aquél acabase de cerrarse. Casi simultáneamente, apretó el hombro contra la puerta y la golpeó por el segundo gozne para imitar el chasquido del pestillo.

En cuanto oyó que las pisadas del guardián se extinguían en el pasillo, abrió ligeramente la puerta, arrancó un trozo de esparadrapo del vendaje que cubría un corte en el brazo, y lo pegó al tirador del pestillo para mantener la puerta abierta.

Quitándose las sandalias y guardándolas debajo del cinto, entornó la puerta, fijó un cabello en la rendija y, sin hacer ruido, se deslizó por el corredor desierto, apretando el cuerpo contra la pared. No vio señales de guardias ni de aparatos de seguridad.

Su objetivo era encontrar a sus amigos y urdir un pían para escapar, pero, cuando había andado veinte metros, descubrió una estrecha y circular salida de emergencia, con una escalera que subía y se perdía en la oscuridad. Decidió ver adonde llevaba. La subida pareció interminable y Pitt se dio cuenta de que debía de haber dejado atrás todas las plantas subterráneas. Por fin, al levantar los brazos, tocó una trampa de madera sobre su cabeza. Apoyó la espalda contra ella y ejerció una lenta presión. La trampa crujió con fuerza al levantarse.

Pitt respiró hondo y se quedó inmóvil. Transcurrieron cinco minutos y no ocurrió nada, nadie gritó, y cuando al fin levantó lo bastante la trampa, vio el suelo de hormigón de un garaje en el que había varios vehículos militares y de transporte. El local era grande, de veinte por treinta metros y tal vez cinco de altura, y el techo estaba sostenido por una serie de viguetas de acero. El aparcamiento estaba a oscuras, pero en el fondo había una oficina brillantemente iluminada. Dos rusos que vestían uniforme militar estaban sentados a una mesa jugando al ajedrez.

Pitt salió de donde estaba, se deslizó detrás de los vehículos aparcados, se agachó al pasar por delante de las ventanas de la oficina y siguió hasta llegar a la puerta de entrada. Llegar tan lejos desde su celda le había parecido sumamente fácil, pero el obstáculo surgió donde menos lo esperaba. La puerta tenía una cerradura eléctrica. No podía activarla sin poner sobre aviso a los jugadores de ajedrez.

Resguardándose en la sombra, resiguió las paredes buscando otra entrada. Pero sabía que era una causa perdida. Si este edificio estaba al nivel del suelo, se hallaría probablemente disimulado bajo un montículo, con la puerta grande para los vehículos como único medio de entrada y salida.

Dio una vuelta completa al garaje y volvió al lugar donde había empezado. Desanimado, estaba a punto de darse por vencido cuando miró hacia arriba y vio un respiradero en el techo. Parecía lo bastante ancho para poder pasar por él.

Subió sin hacer ruido encima de un camión, levantó los brazos y se encaramó en una de las vigas. Después avanzó sobre ella unos diez metros, hasta llegar al respiradero, y salió por éste al exterior. La corriente de aire fresco y húmedo era estimulante. Calculó que el viento que había sucedido al huracán tenía solamente una velocidad de unas veinte millas por hora. El cielo estaba sólo parcialmente cubierto y había una media luna que permitía distinguir vagamente objetos a cien pies de distancia.

Ahora su problema era salvar el alto muro de la cerca. La caseta del guardia, junto a la verja, estaría ocupada, por lo que no tendría manera de repetir la entrada que había hecho dos noches atrás.

Al fin, la suerte vino en su ayuda una vez más. Caminó a lo largo de un pequeño canal de desagüe que pasaba por debajo del muro. Avanzó agachado, pero le cortó el paso una reja de hierro. Afortunadamente, los barrotes estaban tan oxidados por el aire salino tropical que pudo doblarlos con facilidad.

Tres minutos más tarde, había salido del recinto y corría entre las palmeras que flanqueaban el estropeado camino. No había señales de guardias ni de cámaras electrónicas de vigilancia, y los achaparrados arbustos contribuían a ocultar su silueta del resplandor de la arena. Corrió en diagonal hacia la playa, hasta que se encontró con la valla electrificada.

Finalmente, llegó a la parte dañada por el huracán. Había sido reparada, pero supo que era el lugar correcto, porque la palmera que había causado el daño yacía cerca de allí. Se puso de rodillas y empezó a cavar la arena con las manos, debajo de la valla. Cuando más hondo cavaba, más arena caía al fondo desde los lados. Por esto pasó casi una hora antes de que pudiese hacer un hueco lo bastante profundo para deslizarse sobre la espalda hasta el otro lado.

Le dolían el hombro y el riñon y sudaba como una esponja empapada. Trató de volver al lugar donde habían llegado entre las rocas. El paisaje no parecía el mismo bajo la pálida luz de la luna, aunque, por haber tenido entonces los ojos casi cerrados, no podía recordar cómo era cuando habían llegado allí azotados por el huracán.

Pitt caminó arriba y abajo por la playa, buscando entre las formaciones rocosas, y a punto estaba de darse por vencido cuando vio que la luz de la luna se reflejaba en un objeto sobre la arena. Alargó las manos y tocó el depósito de carburante del motor fuera borda del bote hinchable. El vastago y la hélice estaban enterrados en la arena a unos diez metros de la línea marcada por la marea alta. Apartó la húmeda arena hasta que pudo extraer el motor. Después se lo cargó a la espalda y echó a andar por la playa, alejándose del recinto de los.rusos.

No sabía adonde iba ni dónde iba a esconder el motor. Sus pies se hundían en la arena y la carga de treinta kilos dificultaba todavía más su marcha. Tenía que pararse a descansar cada pocos centenares de metros.

Había caminado dos o tres kilómetros cuando encontró una calle cubierta de hierbajos que discurría entre varias hileras de casas desiertas y ruinosas. La mayoría de ellas eran poco más que chozas y se agrupaban alrededor de una pequeña laguna. Debía de haber sido un pueblo de pescadores, pensó Pitt. No podía saber que era uno de los poblados cuyos vecinos habían sido echados de allí y trasladados a tierra más firme durante la ocupación soviética.

Dejó con alivio el motor en el suelo y empezó a registrar las casas. Las paredes y los techos eran de chapa de hierro ondulada y de tablas. Quedaban muy pocos muebles. Encontró una barca varada en la playa, pero en seguida perdió toda esperanza de poder utilizarla. El casco estaba podrido.

Pitt consideró la posibilidad de construir una balsa, pero necesitaría demasiado tiempo y no podía correr el riesgo de ensamblar las piezas de madera, con la doble dificultad de trabajar a oscuras y sin herramientas. El resultado no ofrecía muchas garantías en un mar agitado.

La esfera luminosa de su reloj marcaba la una y media. Si quería encontrar a Giordino y a Gunn y hablar con ellos, tenía que darse prisa. Se preguntó cómo podría hacerse con carburante para el fueraborda, pero ahora no tenía tiempo de buscar la solución. Calculó que tardaría al menos una hora en volver a su celda.

Encontró una vieja bañera de hierro junto a una barraca derrumbada. Dejó el motor fuera borda en el suelo y volvió la bañera boca abajo encima de él. Después arrojó encima de ella unos neumáticos y un colchón medio podrido y desanduvo su camino, teniendo buen cuidado de borrar sus pisadas con una hoja de palmera hasta que se hubo alejado unos veinticinco metros.

La vuelta fue más fácil que la ida. Lo único que tuvo que recordar fue enderezar los barrotes del canal de desagüe. Se preguntó por qué no estaría llena aquella instalación isleña de guardias de seguridad, pero entonces se acordó de que la zona era constantemente sobrevolada por aviones espías americanos, cuyas cámaras tenían la extraordinaria facultad de sacar fotografías en las que podía leerse el nombre de una pelota de golf a pesar de haber sido tomadas desde treinta mil metros de altura.

Los soviéticos debían haber pensado que, más que una fuerte seguridad, era mejor dar al lugar el aspecto de una isla abandonada y sin vida. Los disidentes cubanos que huían del régimen de Castro no se detendrían en ella y cualquier comando de exiliados cubanos la pasaría por alto si se dirigía a la isla principal. Como nadie desembocaría ni saldría de allí, los rusos no tenían nada que guardar.

Pitt bajó a través del respiradero y cruzó sin ruido el garaje en dirección a la salida. El pasillo seguía desierto. Observó la puerta y vio que el cabello seguía en su sitio.

Su plan era buscar a Gunn y a Giordino. Pero no quería abusar de su suerte. Aunque su encierro no era muy severo, siempre existía el problema de un descubrimiento casual. Si Pitt era sorprendido ahora fuera de su celda, sería el fin. Si Velikov y Gly no le habían ejecutado todavía era porque creían tenerle a buen recaudo.

Decidió que tenía que arriesgarse. Tal vez no tendría otra oportunidad. Los ruidos resonaban mucho en el pasillo de hormigón. Si no tenía que alejarse demasiado, tendría tiempo sobrado de volver a su celda si oía pisadas.

La habitación contigua a la suya era un depósito de pinturas. La registró durante unos minutos pero no encontró nada útil. Al otro lado del pasillo, había dos habitaciones vacías. La tercera contenía artículos de fontanería. Entonces abrió otra puerta y se encontró con las caras sorprendidas de Gunn y Giordino. Entró rápidamente, cuidando de que no se cerrase el pestillo.

– ¡Dirk! -gritó Giordino.

– No levantes la voz -murmuró Pitt.

– Me alegro de verte, amigo.

– ¿Habéis comprobado que no haya micros en esta habitación? -preguntó Pitt.

– Lo hicimos apenas nos metieron en ella -respondió Gunn-. No hay nada.

Entonces vio Pitt las feas moraduras alrededor de los ojos de Giordino.

– Ya veo que has estado con Foss Gly en la habitación número seis.

– Sostuvimos una conversación muy interesante. Aunque él llevó la voz cantante.

Pitt miró a Gunn, pero no vio ninguna señal.

– ¿Y tú?

– Es demasiado listo para levantarme la tapa de los sesos -dijo

Gunn, con una agria sonrisa. Señaló su tobillo fracturado. La escayola había desaparecido-. Le resulta más práctico retorcerme el pie.

– ¿Y Jessie?

Gunn y Giordino intercambiaron una mirada triste.

– Tememos lo peor -dijo Gunn-. Al y yo oímos unos gritos de mujer al salir del ascensor por la tarde.

– Veníamos de que nos interrogara ese untuoso bastardo de Vetikov.

– Es su sistema -explicó Pitt-. El general emplea el guante de seda y después te entrega a Gly, para que emplee su puño de hierro. -Paseó irritado por la pequeña habitación-. Tenemos que encontrar a Jessie y salir de aquí, cueste lo que cueste.

– ¿Cómo? -preguntó Giordino-. LeBaron nos ha visitado y nos ha dicho que es imposible escapar de la isla.

– Yo no confío más en el rico y arrojado Raymond que en la posibilidad de destruir este edificio -dijo rápidamente Pitt-. Creo que Gly le ha convertido en gelatina.

– Me parece que tienes razón.

Gunn se volvió de lado en su litera, acariciándose el tobillo roto.

– ¿Cómo piensas salir de la isla?

– He encontrado y escondido el motor fuera borda, para el caso de que pueda robar una barca.

– ¿Qué? -Giordino miró a Pitt con incredulidad-. ¿Saliste de aquí?

– No ha sido exactamente un paseo agradable -respondió Pitt-. Pero he descubierto una manera de escapar hacia la playa.

– Robar una barca es imposible -dijo rotundamente Gunn.

– Entonces, sabes algo que yo no sé.

– Mis nociones de ruso me han servido de algo. He escuchado conversaciones entre los guardianes. También pude ver unos pocos fragmentos de los papeles que tiene Velikov en su despacho. Una información bastante interesante es que la isla es abastecida de noche por un submarino.

– ¿Por qué buscarse tantas complicaciones? -murmuró Giordino-. A mí me parece que un transporte por barco sería más eficaz.

– Esto requeriría operaciones de desembarco que podrían ser vistas desde el aire -le explicó Gunn-. Sea lo que fuere lo que sucede aquí, quieren llevarlo en el más absoluto secreto.

– Estoy de acuerdo con esto -dijo Pitt-. Los rusos se han tomado mucho trabajo para que la isla parezca desierta.

– No es de extrañar que se impresionasen cuando entramos por la puerta principal -dijo Giordino, reflexivamente-. Esto explica los interrogatorios y las torturas.

– Tanta mayor razón para que procuremos salir de aquí y salvar nuestras vidas.

– Y avisar a nuestras agencias de información -añadió Gunn.

– ¿Cuándo piensas largarte? -preguntó Giordino.

– Mañana por la noche, inmediatamente después de que el guardia traiga la cena.

Gunn dirigió a Pitt una larga y dura mirada.

– Tendrás que irte solo, Dirk.

– Llegamos juntos, y juntos nos marcharemos.

Giordino sacudió la cabeza.

– No podrías llevarnos a Jessie y a nosotros dos sobre la espalda.

– Tiene razón -dijo Gunn-. Al y yo no estamos en condiciones de caminar ni veinte metros, aunque sea arrastrándonos. Es mejor que nos quedemos a correr el riesgo de dar al traste con tus posibilidades. Llévate a los LeBaron y salid nadando, por todos los demonios, hacia los Estados Unidos.

– No puedo confiar en Raymond LeBaron. Estoy seguro de que nos delataría. Mintió como un condenado al declarar que la isla no es más que un retiro para hombres de negocios.

Gunn sacudió la cabeza, con incredulidad.

– ¿Quién oyó jamás hablar de un lugar de retiro para militares que torturan a sus invitados?

– Olvídate de LeBaron -dijo Giordino, resplandeciendo de cólera sus ojos-. Pero, por el amor de Dios, salva a Jessie antes de que la mate ese hijo de perra de Gly.

Pitt se quedó confuso.

– No puedo marcharme de aquí y dejaros a los dos en manos del destino.

– Si no lo haces -dijo gravemente Gunn-, tú morirás también, y no quedará nadie con vida para contar lo que sucede aquí.

34

El ambiente era de tristeza, aunque mitigada por la larga distancia en el tiempo. No más de cien personas se habían reunido para la ceremonia, a esa temprana hora. A pesar de la presencia del presidente, sólo un canal de televisión había enviado un equipo. La pequeña concurrencia guardaba silencio en un rincón apartado de Rock Creek Park, escuchando el final del breve discurso del presidente.

– … Y así nos hemos reunido esta mañana para rendir un tardío tributo a los ochocientos americanos que murieron cuando el buque de transporte de tropas, el Leopoldville, fue torpedeado frente al puerto de Cherburgo, Francia, la víspera de Navidad de 1944.

»Nunca se había negado a una tragedia de guerra un honor tan merecido. Nunca se ha ignorado tan completamente una tragedia semejante.

Hizo una pausa y señaló hacia una estatua cubierta. Entonces se retiró el paño, revelando la figura solitaria de un soldado en actitud valiente y expresión resuelta, llevando un capote militar, y todo el equipo de campaña y un fusil M-l colgado de un hombro. Había una dignidad dolorosa en aquella estatua en bronce y de tamaño natural de un combatiente, realzada por una ola que lamía sus tobillos.

Después de un minuto de aplausos, el presidente, que había servido en Corea como teniente de una compañía de artillería del Marine Corps, empezó a estrechar las manos de supervivientes del Leopoldville y de otros veteranos de la Panther División. Cuando se dirigía al automóvil de la Casa Blanca, se puso rígido de pronto al estrechar la mano del décimo hombre de la fila.

– Un discurso muy conmovedor, señor presidente -dijo una voz conocida-. ¿Podría hablar con usted en privado?

Los labios de Leonard Hudson se dilataron en una irónica sonrisa. No se parecía en nada al caddy Reggie Salazar. Sus cabellos eran espesos y grises, lo mismo que la barba mefistofélica. Llevaba un suéter con cuello de tortuga debajo de la chaqueta de tweed

Los pantalones de franela eran de color café y los zapatos ingleses de cuero estaban impecablemente lustrados. Parecía salido de un anuncio de coñac de la revista Town amp; Country.

El presidente se volvió y habló a un agente del Servicio Secreto que estaba a menos de medio metro de su codo.

– Este hombre me acompañará hasta la Casa Blanca.

– Un gran honor, señor -dijo Hudson.

El presidente le miró fijamente durante un instante y decidió llevar adelante el juego. Su cara se iluminó con una amistosa sonrisa.

– No puedo perderme la oportunidad de recordar anécdotas de la guerra con un viejo compañero, ¿verdad, Joe?

La caravana presidencial entró en Massachusetts, haciendo centellear sus luces rojas y sonar las sirenas por encima del ruido del tráfico en la hora punta. Los dos hombres guardaron silencio durante un par de minutos. Por fin Hudson dio el primer paso.

– ¿Recuerda usted dónde nos conocimos?

– No -mintió el presidente-, Su cara no me parece en modo alguno conocida.

– Supongo que tiene que ver a tanta gente…

– Francamente, tengo cosas más importantes en las que pensar.

Leonard Hudson hizo caso omiso de la aparente hostilidad del presidente.

– ¿Como meterme en la cárcel?

– Una cloaca me parecería un sitio más adecuado.

– Usted no es la araña, señor presidente, y yo no soy la mosca. Puede parecer que me he metido en una trampa, en este caso un coche rodeado de un ejército de guardaespaldas del Servicio Secreto, pero mi salida en paz y tranquilidad está garantizada.

– ¿Otra vez el viejo truco de la bomba simulada?

– Ahora es diferente. Un explosivo de plástico está sujeto debajo de una mesa en un restaurante de cuatro tenedores de la ciudad. Hace exactamente ocho minutos que el senador Adrián Gorman y el secretario de Estado, Douglas Oates, se han sentado a aquella mesa para desayunar juntos.

– Es un farol.

– Tal vez sí, pero si no lo es, mi captura difícilmente valdría la carnicería que se produciría en el interior de un restaurante lleno a rebosar.

– ¿Qué quiere esta vez?

– Retire a su sabueso.

– Hable claro, por el amor de Dios.

– Quíteme a Ira Hagen de encima mientras todavía pueda respirar.

– ¿Quién?

– Ira Hagen, un viejo condiscípulo suyo que trabajó en el Departamento de Justicia.

El presidente miró a través de la ventanilla, como tratando de recordar.

– Parece que ha pasado una eternidad desde la última vez que hablé con Ira.

– No hace falta que mienta, señor presidente. Usted le contrató para que descubriese el «círculo privado».

– ¿Qué? -El presidente fingió una auténtica sorpresa. Después se echó a reír-. Olvida usted quién soy. Me bastaría una llamada telefónica para que todo el FBI, la CÍA y al menos otras cinco agencias de información se les echasen encima.

– Entonces, ¿por qué no lo ha hecho?

– Porque he preguntado a mis consejeros científicos y a algunas personas muy respetadas que participan en nuestro programa espacial. Y todos están de acuerdo. La Jersey Colony es un castillo en el aire. Se expresa usted muy bien, Joe, pero no es más que un farsante que vende alucinaciones.

Hudson se desconcertó.

– Juro por Dios que Jersey Colony es una realidad.

– Sí, está a medio camino entre Oz y Shangri-lá.

– Créame, Vince, cuando nuestros primeros colonos regresen de la Luna, la noticia inflamará la imaginación del mundo.

El presidente hizo caso omiso del descarado empleo de su nombre de pila.

– Lo que le gustaría realmente es que anunciase una batalla simulada con los rusos por el dominio de la Luna. ¿Qué es lo que pretende? ¿Es usted un agente de publicidad de Hollywood que trata de promocionar una película espacial, o se ha escapado de una clínica mental?

Hudson no pudo reprimir su cólera.

– ¡Idiota! -gritó-. No puede volver la espalda a la más grande hazaña científica de la historia.

– Fíjese en lo que voy a hacer. -El presidente descolgó el teléfono del coche-. Roger, detenga el automóvil. Mi invitado va a apearse.

Al otro lado del cristal, el chófer del Servicio Secreto levantó una mano del volante en señal de comprensión. Después informó de la orden del presidente a los otros vehículos. Un momento más tarde, la caravana entró en una tranquila calle residencial y se detuvo junto a la acera.

El presidente alargó una mano y abrió la portezuela.

– Final de trayecto, Joe. No sé qué piensa hacer con Ira Hagen, pero si me entero de su muerte, seré el primero en declarar en el juicio que usted le amenazó. Es decir, si no le han ejecutado ya por cometer un asesinato en masa en un restaurante.

Irritado y confuso, Hudson bajó despacio del automóvil. Vaciló antes de acabar de hacerlo.

– Está cometiendo un terrible error -dijo, en tono acusador.

– No será la primera vez -dijo el presidente, dando por terminada la conversación.

El presidente se retrepó en su asiento y sonrió con aire satisfecho. Una magnífica representación, pensó. Hudson estaba perplejo y construía barricadas donde no debía. Aplazar una semana la inauguración del monumento al Leopoldville había sido una astuta maniobra. Tal vez una molestia para los veteranos que habían acudido, pero muy conveniente para un viejo fantasma como Hagen.

Hudson se quedó plantado en la hermosa avenida, contemplando cómo se alejaba la caravana y se perdía de vista al doblar la primera esquina. Estaba confuso y desorientado.

– ¡Maldito y estúpido burócrata! -gritó, presa de la más absoluta frustración.

Una mujer que paseaba un perro por la acera le dirigió una mirada de disgusto.

Una camioneta Ford sin distintivos redujo la marcha y se detuvo, y Hudson subió a ella. Había en su interior unas sillas tapizadas de cuero, alrededor de una pulida mesa de secoya. Dos hombres, impecablemente vestidos con trajes de calle, le miraron con expectación mientras él se sentaba cansadamente en una de las sillas.

– ¿Cómo te ha ido? -preguntó uno de ellos.

– El estúpido bastardo me echó de su automóvil -dijo desesperado Hudson-. Dice que no ha visto a Ira Hagen en muchos años, y pareció importarle un bledo que le matásemos y volásemos el restaurante.

– No me sorprende -dijo un hombre de mirada intensa, cara cuadrada y colorada, y nariz de cóndor-. Es un tipo pragmático como el infierno.

Gunnar Eriksen tenía una pipa apagada entre los labios.

– ¿Qué más? -preguntó.

– Dijo que creía que la Jersey Colony era una broma -contestó Hudson.

– ¿Te reconoció?

– Creo que no. Siguió llamándome Joe.

– Pudo ser una comedia.

– Se mostró muy convincente.

Eriksen se volvió al otro hombre.

– ¿Cómo lo interpretas tú?

– Hagen es un enigma. He vigilado de cerca al presidente y no he descubierto ningún contacto entre ellos.

– ¿No puede ser que Hagen haya sido contratado por uno de los directores de las agencias de información? -preguntó Eriksen.

– Por lo menos, seguro que no por canales ordinarios. La única reunión que celebró el presidente con algún miembro de los servicios de información fue para recibir un informe de Sam Emmett, del FBI. No pude ver este informe, pero estaba relacionado con los tres cadáveres encontrados en el dirigible de LeBaron. Aparte de esto, no ha hecho nada.

– No; estoy seguro de que ha hecho algo. -La voz de Hudson era tranquila pero rotunda-. Temo que hemos menospreciado su astucia.

– ¿En qué sentido?

– Sabía que yo volvería a ponerme en contacto con él y le pediría que nos quitase a Hagen de encima.

– ¿Qué te ha hecho sacar esta conclusión? -preguntó Nariz de Cóndor.

– Hagen -respondió Hudson-. Ningún buen agente secreto llama la atención sobre sí mismo. Y Hagen era uno de los mejores. Debía tener buenas razones para anunciar su presencia con aquella llamada telefónica al general Fisher y su pequeña charla cara a cara con el senador Porter.

– Pero, ¿por qué quería el presidente forzarnos la mano, si no nos exigió ni pidió nada? -preguntó Eriksen.

Hudson sacudió la cabeza.

– Esto es lo que me alarma, Gunnar. No acierto a ver qué tenemos que ganar con ello.


Inadvertida en el intenso tráfico, una vieja y polvorienta caravana con matrícula de Georgia se mantenía a una discreta distancia detrás de la camioneta. En su interior, Ira Hagen se sentó a una mesita, con unos auriculares y un micrófono sujetos a la cabeza, y descorchó una botella de Martin Ray Cabernet Sauvignon. Dejó la botella abierta, mientras ajustaba el botón de sonido de un receptor de onda corta conectado a un magnetófono.

Después levantó los auriculares, dejando al descubierto una oreja.

– Se está desvaneciendo el sonido. Acerqúese un poco,

El conductor, que llevaba una revuelta barba postiza y una gorra de béisbol de los Atlanta Braves, respondió sin mirar atrás:

– Tuve que frenar cuando un taxi me cortó el paso. Recuperaré la distancia en la próxima manzana.

– No los pierda de vista hasta que aparquen.

– ¿De qué se trata? ¿Tráfico de drogas?

– Nada tan exótico -respondió Hagen-. Se sospecha que están enzarzados en una partida de poker mientras viajan.

– ¡Vaya una cosa! -gruñó el conductor, sin advertir la pulla.

– El juego es todavía ilegal.

– También lo es la prostitución, y es mucho más divertido.

– Mantenga los ojos fijos en la camioneta -dijo Hagen, en tono oficial-. Y no deje que se alejen a más de una manzana.

La radio crepitó.

– T-bone, aquí Porterhouse.

– Le oigo, Porterhouse.

– Podemos ver a Sirloin, pero preferiríamos volar más bajo. Si se mezclase con algún otro vehículo de color parecido debajo de los árboles o detrás de un edificio, podríamos perderlo.

Hagen se volvió y miró por la ventanilla de atrás de la caravana hacia el helicóptero.

– ¿A qué altura está?

– El límite para los aviones en esta parte de la ciudad es de cuatrocientos metros. Pero no es éste el único problema. Sirloin se dirige hacia el paseo del Capitolio. No podemos sobrevolar aquella zona.

– Continúa, Porterhouse. Conseguiré que con ustedes hagan una excepción.

Hagen hizo una llamada por el teléfono del coche y volvió a comunicar con el piloto del helicóptero en menos de un minuto.

– Soy T-bone, Porterhouse. Puede volar a cualquier altura sobre la ciudad, mientras no ponga vidas en peligro. ¿Entendido?

– Hombre, debe usted tener mucha influencia.

– Mi jefe conoce a mucha gente importante. No pierda de vista a Sirloin.

Ira Hagen levantó la tapa de una costosa cesta de picnic de Abercrombie amp; Fitch y abrió una lata de foiegras. Después escanció el vino y volvió a escuchar por los auriculares.

No había duda de que Leonard Hudson era uno de los hombres que iban en la camioneta. Y Gunnar Eriksen era mencionado por su nombre de pila. Pero la identidad del tercer hombre seguía siendo el misterio.

El factor desconocido sacaba de quicio a Hagen. Ocho hombres del «círculo privado» le eran conocidos, pero el noveno estaba todavía oculto en las tinieblas. Los hombres de la camioneta se dirigían… ¿adonde? ¿Qué clase de instalación albergaba a la sede de! proyecto de Jersey Colony? Un nombre tonto, Jersey Colony. ¿Cuál era su significado? ¿Guardaba alguna relación con el Estado de New Jersey? Tenía que haber algo que pudiese explicar la causa de que ninguna información sobre el establecimiento de la base lunar hubiese llegado a conocimiento de algún alto funcionario del Gobierno. Alguien con más poder que Hudson o Eriksen tenía que ser la clave. Tal vez el último nombre de la lista del «círculo privado».

– Aquí Portehouse. Sirloin se dirige al nordeste por la Rhode Island Avenue.

– Tomo nota -respondió Hagen.

Extendió un mapa del Distrito de Columbia sobre la mesa y desdobló otro de Maryland. Empezó a trazar una línea con lápiz rojo, extendiéndola al pasar desde el Distrito a Prince George's County. Rhode Island Avenue se convirtió en la Autopista 1 y giró hacia el norte en dirección a Baltimore.

– ¿Tiene alguna idea de adonde van? -preguntó el conductor.

– Ninguna -respondió Hagen-. A menos que… -murmuró para sí.

La Universidad de Maryland. A menos de veinte kilómetros del centro de Washington, Era natural que Hudson y Eriksen se mantuviesen cerca de una institución académica para aprovechar sus medios de investigación.

Hagen habló por el micro:

– Porterhouse, aguce la vista. Es posible que Sirloin se dirija a la Universidad.

– Comprendido, T-bone.

Cinco minutos más tarde, la camioneta salió de la autopista y cruzó la pequeña ciudad de College Park. Después de aproximadamente dos kilómetros, se metió en un importante centro comercial, en cuyos dos extremos había unos conocidos almacenes. El parking estaba lleno de coches de compradores. Cesó toda conversación en el interior de la camioneta, y esto pilló desprevenido a Hagen.

– ¡Maldición! -juró.

– Porterhouse -dijo la voz del piloto del helicóptero.

– Le oigo.

– Sirloin acaba de detenerse debajo de un gran cobertizo delante de la entrada principal. No tengo contacto visual con él.

– Espere a que aparezca de nuevo -ordenó Hagen-, y sígale. -Se levantó de la mesa y se puso detrás del conductor-. Péguese a él.

– No puedo. Hay al menos seis coches entre él y yo.

– ¿Se ha apeado alguien y entrado en los almacenes?

– Es difícil saberlo, con tanto gentío. Pero me pareció que dos o tal vez tres cabezas se asomaban de la camioneta.

– ¿Pudo ver bien el tipo al que recogieron en la ciudad? -preguntó Hagen.

– Cabellos y barba grises. Delgado, de más o menos un metro setenta y cinco de estatura. Suéter con cuello de tortuga, chaqueta de tweed y pantalón marrón. Sí, le reconocería.

– Dé la vuelta a la zona de aparcamiento y mire si le ve. Es posible que él y sus compinches cambien de automóvil. Yo voy a entrar en el centro comercial.

– Sirloin se mueve -anunció el piloto del helicóptero.

– Sígale, Porterhouse -dijo Hagen-. Yo estaré fuera del aire durante un rato.

– Entendido.

Hagen saltó de la caravana y corrió entre la multitud de compradores y entró en el centro comercial. Era como buscar tres agujas en un pajar. Sabía el aspecto que tenía Hudson y había conseguido fotografías de Gunnar Eriksen, pero uno de ellos o los dos podían estar todavía dentro de la camioneta.

Corrió frenéticamente de una tienda a otra, observando las caras, estudiando cada cabeza masculina que sobresalía de la multitud de compradoras femeninas. ¿Por qué tenía que ser un fin de semana?, pensó. Otro día cualquiera, y a una hora tan temprana, habría podido disparar allí un cañón sin alcanzar a nadie. Después de casi una hora de búsqueda infructuosa, salió al exterior e hizo una seña a la caravana para que se detuviera.

– ¿Los ha localizado? -preguntó, aunque sabía de antemano la respuesta.

El conductor sacudió la cabeza.

– Se tarda casi diez minutos en dar toda la vuelta. El tráfico es demasiado denso y la gente conduce como autómatas cuando están buscando aparcamiento. Sus sospechosos pueden haber encontrado fácilmente otra salida y haberse largado por ella, mientras yo estaba en el otro lado del edificio.

Hagen descargó un puñetazo de frustración contra la caravana. Había llegado tan cerca, tan endiabladamente cerca, sólo para fracasar en el último momento.

35

Pitt resolvió el problema de poder dormir sin el constante resplandor de la lámpara fluorescente por el sencillo procedimiento de subirse encima del armario y desconectar los tubos. No se despertó hasta que el guardián le trajo el desayuno. Se sentía relajado y empezó a comer las espesas gachas como si fuesen su plato predilecto. El guardia pareció perplejo al encontrarse con que la lámpara estaba apagada, pero Pitt se limitó a extender las manos en un ademán de ignorancia y de impotencia, y terminó las gachas.

Dos horas más tarde fue llevado al despacho del general Velikov. Allí fue sometido a la acostumbrada espera interminable encaminada a quebrantar sus barreras emocionales. Pero, Dios mío, ¡qué ingenuos eran los rusos! Siguió el juego, paseando arriba y abajo como si estuviese muy nervioso.

Las próximas veinticuatro horas serían, por lo menos, críticas. Confiaba en que podría escapar de nuevo del recinto, pero no podía prever qué nuevos obstáculos se levantarían a su paso, ni si sería capaz de hacer un esfuerzo físico después de otra entrevista con Foss Gly.

Pero no cabía un aplazamiento, no podía volver atrás. De alguna manera, tenía que salir esta noche de la isla.

Por fin entró Velikov en la habitación y observó a Pitt durante varios segundos antes de dirigirse a él. Había una ostensible frialdad en el general, una dureza inconfundible en su mirada. Señaló con la cabeza una silla de madera que no había estado en la habitación durante la última entrevista, invitando a Pitt a sentarse en ella. Cuando habló, lo hizo en tono amenazador.

– ¿Firmará una confesión auténtica de que es un espía?

– Si esto le complace…

– No se pase de listo conmigo, señor Pitt.

Pitt no pudo contener su ira, que se sobrepuso a su sentido común.

– No soporto a los salvajes que torturan a las mujeres.

Velikov arqueó las cejas.

– Expliqúese.

Pitt repitió las palabras de Gunn y de Giordino como si fuesen suyas.

– El ruido resuena en los pasillos de hormigón. He oído los gritos de Jessie LeBaron.

– ¿De veras? -Velikov se alisó los cabellos con una mano-. Me parece que debería ver las ventajas de colaborar conmigo. Si me dice la verdad, creo que podré encontrar la manera de aliviar las incomodidades de sus amigos.

– Usted sabe la verdad. Por eso ha llegado a un callejón sin salida. Cuatro personas le han contado historias idénticas. ¿No le parece esto raro a un inquisidor profesional como usted? Cuatro personas que han sido físicamente torturadas en sesiones separadas y que han dado las mismas respuestas a las mismas preguntas. La falta absoluta de profundidad de la mentalidad rusa sólo puede compararse con su fosilizada afición a las confesiones. Si yo firmase una confesión de espionaje, me pediría otra de crímenes cometidos contra su precioso Estado, seguida de otra de escupir en la vía pública. Su táctica es tan vulgar como su arquitectura y sus recetas de cocina. Cada exigencia va seguida de otra. ¿La verdad? Usted no aceptaría la verdad aunque saliese del suelo y le mordiese las pelotas.

Velikov permaneció sentado en silencio, mirando a Pitt con el desprecio que sólo un eslavo puede mostrar por un mogol.

– Le pido de nuevo que colabore.

– Yo no soy más que un ingeniero marino. No conozco ningún secreto militar.

– Lo único que me interesa saber es lo que le dijeron sus superiores sobre esta isla y cómo consiguieron llegar hasta aquí.

– ¿Y qué ganaría con ello? Usted dijo claramente que mis amigos y yo teníamos que morir.

– Tal vez podríamos aplazar esta decisión.

– Lo mismo da. Ya le hemos dicho todo lo que sabemos. Velikov tamborileó con los dedos sobre la mesa.

– ¿Todavía sostiene que vinieron a parar a Cayo Santa María por pura casualidad?

– Así es.

– ¿Y espera que crea que, de todas las islas y playas de Cuba, vino a parar la señora LeBaron precisamente al lugar exacto, y debo añadir que sin saberlo de antemano, donde estaba residiendo su marido?

– Francamente, también a mí me costaría creerlo. Pero esto es exactamente lo que ocurrió.

Velikov miró fijamente a Pitt, pero pareció percibir una sinceridad que se negaba a reconocer.

– Tengo todo el tiempo del mundo, señor Pitt. Estoy convencido de que usted posee información vital. Volveremos a hablar cuando se muestre menos arrogante.

Pulsó un botón de encima de la mesa para llamar al guardia. Había una sonrisa en su semblante, pero no era de satisfacción, ni en modo alguno de placer. En todo caso, era una sonrisa triste.

– Debe disculparme por ser tan brusco -dijo Foss Gly-. La experiencia me ha enseñado que lo inesperado produce resultados más eficaces que lo que ya se espera.

No se había pronunciado una palabra cuando Pitt entró en la habitación número seis. Sólo había dado un paso en el interior cuando Gly, que estaba plantado detrás de la puerta medio abierta, le golpeó en la espalda justo por encima del riñon. Pitt lanzó un grito de angustia y casi perdió el conocimiento, pero de algún modo consiguió mantenerse en pie.

– Bueno, señor Pitt, ahora que me presta atención, tal vez deseará decirme algo.

– ¿Le ha dicho alguien alguna vez que es un psicópata? -murmuró Pitt, entre los labios apretados.

Vio llegar el puño, lo esperaba, y se echó atrás al recibir el puñetazo, chocó de espaldas contra una pared y se dejó caer al suelo, fingiéndose inconsciente. Percibió el sabor de la sangre en su boca y sintió que se entumecía el lado izquierdo de su cara. Mantuvo los ojos cerrados y yació inmóvil. Tenía que tantear a aquel monstruo sádico, valorar cuándo y dónde recibiría el próximo golpe. No podría impedir aquella brutalidad. Su único objetivo era resistir el interrogatorio sin sufrir una lesión que lo dejase inválido.

Gly se dirigió a un sucio lavabo, llenó un cubo de agua y lo vertió sobre Pitt.

– Vamos, señor Pitt. Si sé juzgar a los hombres, usted puede aguantar mejor un puñetazo.

Pitt se incorporó sobre las manos y las rodillas, escupió sangre sobre el suelo de cemento y gimió de una manera convincente, casi lastimera.

– No puedo decirle más de lo que ya le he dicho -farfulló.

Gly lo levantó como si fuese un niño pequeño y lo dejó caer sobre una silla. Por el rabillo del ojo, Pitt vio el puño derecho de Gly que se le venía encima en un gancho terrible. Encajó el golpe lo mejor que pudo, recibiéndolo justo por encima del pómulo y debajo de la sien. Durante unos segundos, resistió el fuerte dolor y después fingió desmayarse de nuevo.

Otro cubo de agua y otra vez los mismos gemidos. Gly se agachó hasta que su cara quedó al nivel de la de Pitt.

– ¿Para quién trabaja?

Pitt levantó las manos y se sujetó la dolorida cabeza.

– Fui contratado por Jessie LeBaron para descubrir lo que había sido de su esposo.

– Desembarcaron de un submarino.

– Salimos de los Florida Keys en un dirigible.

– Su objetivo al venir aquí era recoger información sobre los cambios en el poder en Cuba.

Pitt arrugó la frente, confuso.

– ¿Cambios en el poder? No sé de qué me está hablando.

Esta vez Gly golpeó a Pitt en la boca del estómago, dejándole sin resuello. Después se sentó tranquilamente y esperó la reacción.

Pitt se puso rígido mientras trataba de recobrar el aliento. Tenía la impresión de que su corazón se había parado. Podía percibir el sabor de la bilis en su garganta, sentir cómo brotaba el sudor de su frente, y parecía que unas manos le estrujasen los pulmones. Las paredes de la habitación oscilaron delante de sus ojos. Le pareció que Gly le sonreía maliciosamente desde el extremo de un largo túnel.

– ¿Qué le ordenaron que hiciese cuando llegase a Cayo Santa María?

– No me ordenaron nada -jadeó Pitt.

Gly se irguió y se acercó para golpear de nuevo. Pitt se puso en pie como un borracho, se tambaleó un momento y empezó a caer de nuevo, doblando la cabeza a un lado. Ahora le había tomado la medida a Gly. Había encontrado un punto flaco. Como la mayoría de los sádicos, Foss Gly era en el fondo un cobarde. Flaquearía y perdería su aplomo en una lucha en igualdad de condiciones.

Gly echó el cuerpo atrás para golpear, pero de pronto se quedó paralizado por el asombro. Levantando un puño desde el suelo y haciendo girar el hombro, Pitt lanzó un derechazo con toda la fuerza que le quedaba. Alcanzó a Gly en la nariz, aplastándole el cartílago y rompiéndole el hueso. Después siguió con dos puñetazos y un gancho de izquierda al cuerpo. Pero igual habría podido golpear la esquina del Empire State Building.

Cualquier otro hombre se habría caído de espaldas. Gly retrocedió unos pasos, tambaleándose, pero se quedó plantado y el furor enrojeció poco a poco su cara. Brotaba sangre de su nariz, pero no parecía advertirlo. Levantó un puño y lo sacudió.

– Te mataré por esto -dijo.

– Si puedes -replicó hoscamente Pitt.

Agarró la silla y se la arrojó. Gly la lanzó simplemente a un lado con el brazo. Pitt advirtió la dirección de su mirada y se dio cuenta de que la fuerza bruta podría más que toda su rapidez.

Gly arrancó el lavabo de la pared, desprendiéndolo literalmente de las cañerías, y lo levantó sobre la cabeza. Avanzó tres pasos y lo arrojó en la dirección de Pitt. Éste saltó a un lado y se agachó en un solo movimiento convulsivo. Mientras el lavabo volaba hacia él, como una caja fuerte cayendo de un alto edificio, comprendió que su reacción se había producido una fracción de segundo demasiado tarde. Levantó instintivamente las manos, en un intento desesperado por detener aquella masa volante de hierro y de porcelana.

La salvación de Pitt vino de la puerta. Un canto del lavabo fue a chocar contra la cerradura, haciendo saltar el pestillo. La puerta se abrió de golpe y Pitt cayó hacia atrás en el pasillo, a los pies del sorprendido guardián. Un lacerante dolor en la ingle y en el brazo derecho igualó el que ya sentía en el costado y en la cabeza. Pálido el semblante, invadido por oleadas de náuseas, luchó por conservar el conocimiento y se puso en pie, apoyándose con las manos en la pared.

Gly arrancó el lavabo del umbral donde había quedado atrapado y dirigió a Pitt una mirada que sólo podía calificarse de asesina.

– Eres hombre muerto, Pitt. Vas a morir despacio, muy lentamente, y suplicarás que ponga fin a tu agonía. La próxima vez que nos veamos, te romperé todos los huesos del cuerpo y te arrancaré el corazón.

No había miedo en los ojos de Pitt. El dolor se estaba mitigando, para ser sustituido por el entusiasmo. Había sobrevivido. Estaba dolorido, pero tenía libre el camino.

– La próxima vez que nos veamos -dijo en tono vengador- vendré armado de un palo.

36

Pitt se quedó dormido después de que el guardia le ayudase a volver a su celda. Cuando se despertó, habían pasado tres horas. Yació allí durante varios minutos, hasta que, poco a poco, su mente volvió a funcionar con normalidad. Su cuerpo y su cara eran un mar infinito de contusiones, pero no tenía ningún hueso roto. Había sobrevivido.

Se sentó en la cama y puso los pies en el suelo, esperando unos momentos a que se le pasara el mareo. Después se puso en pie y empezó a hacer ejercicios para desentumecer los miembros. Sentía una gran debilidad, pero se esforzó en dominarla y continuó su gimnasia hasta que los músculos y las articulaciones fueron recobrando su flexibilidad.

El guardia llegó con la cena y se marchó, y Pitt volvió a sujetar hábilmente el pestillo, maniobra que había perfeccionado para no fracasar en el último momento. Esperó y, al no oír pisadas ni voces, salió al pasillo.

El tiempo era precioso. Tenía que hacer muchas cosas y disponía de pocas horas de oscuridad para ello. Hubiese querido despedirse de Giordino y de Gunn, pero cada minuto que pasara en el edificio reduciría sus posibilidades de éxito. Lo más importante era encontrar a Jessie y llevarla con él.

Ella estaba detrás de la quinta puerta que abrió, tendida sobre el suelo de hormigón con sólo una sucia manta debajo de ella. Su cuerpo desnudo parecía completamente ileso, pero su cara, antes tan adorable, estaba grotescamente hinchada y llena de cardenales. Gly había puesto hábilmente en práctica toda su maldad, humillando su virtud y estropeando el bien más valioso de una mujer hermosa: su cara.

Pitt se agachó y le hizo reclinar la cabeza en sus brazos, con expresión cariñosa, pero loca la mirada de furor. Le consumía el afán de venganza. Un afán enloquecido de venganza mucho más fuerte que cuanto había experimentado hasta entonces. Apretó los dientes y sacudió ligeramente a Jessie para despertarla.

– Jessie. Jessie, ¿puedes oírme?

Ella abrió los labios temblorosos y le miró fijamente.

– Dirk -gimió-, ¿eres tú?

– Sí, y voy a sacarte de aquí.

– Sacarme…, ¿cómo?

– He encontrado la manera de escapar de este edificio.

– Pero la isla… Raymond dijo que es imposible escapar de esta isla.

– He escondido el motor fuera borda del bote neumático. Si puedo construir una pequeña balsa…

– ¡No! -murmuró enérgicamente ella.

Quiso incorporarse, mientras una expresión reflexiva se pintaba en la máscara hinchada que era su rostro. Él la sujetó suavemente de los hombros para impedírselo.

– No te muevas -dijo.

– Debes marcharte solo -dijo ella.

– No voy a dejarte así.

Ella sacudió débilmente la cabeza.

– No. Ello solamente aumentaría las probabilidades de que te sorprendiesen.

– Perdona -dijo llanamente Pitt-. Quieras o no, vendrás conmigo.

– No lo comprendes -suplicó Jessie-. Tú eres nuestra única esperanza de salvación. Si puedes volver a los Estados Unidos y decirle al presidente lo que ocurre aquí, Velikov tendrá que mantenernos vivos.

– ¿Qué tiene que ver el presidente con esto?

– Más de lo que te imaginas.

– Entonces, Velikov tenía razón. Hay una conspiración.

– No pierdas el tiempo con suposiciones. Vete, por favor. Si te salvas, puedes salvarnos a todos.

Pitt sintió una enorme admiración por Jessie. Ahora parecía una muñeca deshecha, estropeada e inútil, pero se dio cuenta de que su belleza exterior era superada por otra interior, de valentía y resolución. Se inclinó y la besó ligeramente en los hinchados y partidos labios.

– Lo conseguiré -dijo confiadamente-. Prométeme que aguantarás hasta que yo vuelva.

Ella trató de sonreír, pero su boca no pudo obedecerla.

– No seas tonto. No puedes volver a Cuba.

– Ya lo verás.

– Que tengas suerte -murmuró suavemente ella-. Perdóname por haber estropeado tu vida.

Pitt sonrió, pero las lágrimas acudieron a sus ojos.

– Esto es lo que nos gusta a los hombres de las mujeres. Nunca dejan que nos aburramos.

La besó de nuevo, esta vez en la frente, y se volvió, con los nudillos blancos de tanto apretar los puños de rabia.

A Pitt le dolieron los brazos al subir por la escalera de emergencia y, cuando llegó arriba, descansó un minuto antes de levantar la trampa y agacharse en la oscuridad del garaje. Los dos soldados seguían todavía jugando al ajedrez. Parecía ser una rutina nocturna para pasar las aburridas horas de guardia. Raras veces se molestaban en mirar los vehículos aparcados fuera de su oficina, No había motivos para esperar conflictos. Probablemente eran mecánicos, no guardias de segundad, pensó Pitt.

Reconoció la zona del garaje: bancos de trabajo, instalaciones de engrase, depósitos de gasolina y de accesorios, camiones, y equipo de construcción. Los camiones tenían latas de veinticinco litros de gasolina de repuesto. Pitt los golpeó ligeramente hasta que encontró uno que estaba lleno. Los demás estaban llenos sólo hasta la mitad o menos. Buscó en uno de los bancos hasta que encontró un tubo de goma que empleó para trasegar gasolina del depósito de un camión a una de las latas. Dos latas, con un total de cincuenta litros, era todo lo que podía llevar. El problema era ahora hacerlas pasar por el respiradero del techo.

Pitt tomó una cuerda de remolque que pendía de una pared y ató dos extremos a las asas de las latas de gasolina. Sujetando la cuerda por la mitad, subió a las viguetas de soporte. Poco a poco, observando a los mecánicos para asegurarse de que continuaban enfrascados en su juego, izó las latas, una a una, hasta el techo y las hizo pasar antes que él por el respiradero.

Dos minutos más tarde, las transportó a través del patio y hasta el canal de desagüe que pasaba por debajo del muro de cerca. Rápidamente, separó los barrotes y salió al exterior.

El cielo estaba claro y la media luna flotaba en un mar de estrellas. Sólo se oía el susurro del viento, y el aire nocturno era fresco. Esperó fervientemente que el mar estuviese en calma.

Por ninguna razón particular, fue esta vez por el lado opuesto del camino. La marcha era lenta, las pesadas latas hicieron pronto que sintiese como si sus brazos se estuviesen descoyuntando. Sus pies se hundían en la blanda arena, y tenía que pararse cada doscientos metros para recobrar aliento y esperar a que se mitigase el dolor de las manos y los brazos.

Pitt tropezó y cayó en el borde de un ancho claro rodeado de un bosquecillo espeso de palmeras, tan espeso que los troncos casi se tocaban los unos a los otros. Alargó las manos y palpó a su alrededor. Tocó una red metálica que se hundía en la arena y era casi invisible.

Impulsado por la curiosidad, dejó las latas de gasolina y se arrastró cautelosamente alrededor del borde del claro. La red metálica se alzaba a sólo cinco centímetros del suelo y se extendía a través de todo el diámetro. El centro de éste se hundía hasta convertirse en una concavidad parecida a un cuenco. Pasó las manos por los troncos de las palmeras que circundaban el borde.

Eran imitaciones. Los troncos y las hojas estaban hechos con tubos de aluminio cubiertos de plástico en un camuflaje realista. Había más de cincuenta palmeras, pintadas de manera que engañasen a los aviones espías americanos y a sus potentes cámaras.

El cuenco era una gigantesca antena de radio y televisión, en forma de plato, y las palmeras simuladas eran brazos hidráulicos que la levantaban y bajaban. Pitt se quedó pasmado por la significación de lo que accidentalmente había descubierto. Ahora sabía que, encerrado debajo de la arena de la isla, había un vasto centro de comunicaciones.

Pero, exactamente, ¿para qué fin?

No tenía tiempo para reflexionar. Pero estaba más resuelto que nunca a alcanzar la libertad. Siguió andando entre las sombras. El pueblo estaba más lejos de lo que parecía recordar. Estaba empapado en sudor y jadeaba de fatiga cuando al fin llegó al patio donde había ocultado el motor fuera borda debajo de la bañera. Aliviado, soltó las latas de gasolina, se tendió en el suelo sobre el viejo colchón y durmió una hora.

Aunque no podía perder tiempo, aquel breve descanso le hizo recobrar considerablemente su energía. También le aclaró la mente. Cristalizó en ella una idea tan increíblemente sencilla que no podía creer que no se le hubiese ocurrido antes.

Llevó las latas de gasolina hasta la laguna. Después volvió en busca del motor fuera borda. Buscando entre los montones de desperdicios, encontró una tabla que no estaba podrida. El último trabajo era el más difícil. Pero la necesidad aguza la inteligencia, se dijo Pitt.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, había arrastrado la vieja bañera desde el lugar donde descansaba en el patio y a lo largo del camino hasta la orilla del mar.

Empleando la tabla como yugo, sujetó el motor fuera borda detrás de la bañera. Después limpió el filtro de la gasolina y sopló en las cañerías. Un trozo de latón doblado en cono le sirvió de embudo para llenar el depósito del fuera borda. Aplicando el pulgar en el agujero, podría emplearlo también para achicar agua. Su última acción, antes de cerrar el orificio de desagüe, fue hacer saltar con una barra de hierro las cuatro patas de la bañera.

Tiró doce veces de la cuerda antes de que el motor chisporroteara, tosiese y se pusiese en marcha. Empujó la bañera hacia aguas más profundas hasta que flotó en ellas. Entonces se metió dentro. El lastre de su cuerpo y de las dos latas de gasolina le dieron una estabilidad sorprendente. Hizo bajar la hélice dentro del agua y embragó.

La extraña embarcación se adentró lentamente en la laguna en dirección al canal principal. Un rayo de luna mostró que el mar estaba en calma, que las olas no superaban el medio metro de altura. Pitt concentró su atención en la rompiente. Tenía que pasar a través de las olas que rompían y alejarse lo más posible de la isla antes de que saliese el sol.

Redujo la velocidad, calculando el tiempo que mediaba entre las olas y contándolas. Nueve olas grandes rompieron una tras otra, dejando un amplio seno entre ellas y la décima. Pitt apretó el acelerador a fondo y se instaló en la popa de la bañera. La ola siguiente fue baja y rompió inmediatamente delante de él. Recibió en la proa el impacto de la hirviente espuma, y pasó. La bañera se tambaleó; después, la hélice mordió el agua y la bañera salvó la cresta de la ola siguiente antes de que se encorvase.

Pitt lanzó un fuerte grito al sentirse libre. Había pasado lo peor. Sabía que ahora sólo podía ser descubierto por pura casualidad. La bañera era demasiado pequeña para ser captada por el radar. Aflojó la marcha para no perjudicar el motor y ahorrar gasolina. Metiendo una mano en el agua, calculó que su velocidad sería de unos cuatro nudos. Si seguía así, estaría fuera de aguas cubanas por la mañana.

Miró al cielo, se orientó, eligió una estrella para guiarse y puso rumbo hacia el canal de las Bahamas.

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