6 de noviembre de 1989
Costa Norte de Cuba
Pitt y Jessie esquivaron una lancha patrullera cubana y se hallaban a mil metros de la costa de Cuba cuando acabó de descargarse la batería del Dasher. Quitaron los tapones de los flotadores y se alejaron nadando mientras la pequeña embarcación deportiva se hundía hasta el fondo del mar. Las botas de campaña eran muy ajustadas y dejaban entrar poca agua en su interior; por consiguiente, se las dejaron puestas, conscientes de que serían esenciales cuando pisasen tierra.
El agua era agradablemente tibia y las olas permanecían bajas. La media luna de la mañana temprana se deslizaba sobre el horizonte dos horas antes de que saliese el sol. Bajo aquella luz, Pitt podía fácilmente no perder de vista a Jessie. Ésta tosió como si hubiese tragado un poco de agua, pero parecía nadar sin esfuerzo.
– ¿Qué tal nadas de espalda? -preguntó él.
– Bien. -Ella espurrió y escupió durante un momento, y dijo-: quedé tercera en un campeonato escolar del Estado.
– ¿Qué Estado?
– Wyoming.
– No sabía que en Wyoming hubiese piscinas.
– Eres muy gracioso.
– La marea nos favorece; debemos darnos prisa antes de que cambie.
– Pronto será de día -dijo ella.
– Mayor motivo para que lleguemos a tierra y busquemos donde refugiarnos.
– ¿Qué me dices de los tiburones?
– Nunca desayunan antes de las seis- dijo él, con impaciencia-. Vamos, basta de charla.
Empezaron a nadar de espalda, echando atrás los brazos y pataleando. La marea creciente les empujaba a casi un nudo de velocidad y hacían un buen crono. Jessie era buena nadadora. Seguía el ritmo de Pitt y se mantenía a su lado. Él se maravilló de su resistencia después de todo lo que había tenido que sufrir durante los últimos seis días y la compadeció por los dolores y la fatiga que sabía que estaba padeciendo. Pero no podía permitir ahora que aflojase; no hasta que llegasen a la costa y encontrasen un poco de seguridad.
Ella no le había explicado la razón por la que le obligaba a dirigirse a Cuba, y Pitt no se la había preguntado. No tenía que ser clarividente para saber que ella tenía un propósito definido en su mente, capaz de llevarla hasta la locura. Podía haberla desarmado volcando el Dasher en un rápido viraje al descender de una ola, y estaba bastante seguro de que Jessie no habría apretado el gatillo si él se hubiese negado a obedecerla.
Pero, para Pitt, era una cosa normal. «Con poco o mucho dinero, es el amor lo que mueve el mundo.» Sólo que él no estaba enamorado; atraído, sí, pero no encalabrinado. La curiosidad pesaba más que cualquier impulso pasional. Nunca podía resistir la tentación de asomarse a la puerta de lo desconocido. Y además estaba el señuelo del tesoro de La Dorada. La pista que le había dado LeBaron era muy vaga, pero la estatua tenía que estar en algún lugar de Cuba. La única pega era que fácilmente podrían matarle.
Pitt se detuvo y se sumergió, tocando fondo a una profundidad que calculó sería de tres metros. Volvió a subir y accidentalmente rozó una de las piernas de Jessie al emerger. Ella chilló, creyendo que era atacada por una criatura grande de aleta triangular, ojos ciegos y una boca que sólo un dentista podría apreciar.
– ¡Silencio! -dijo él-. O pondrás sobre aviso a todas las patrullas a millas de distancia.
– ¡Dios mío, eras tú! -gruñó ella, asustada.
– Habla bajo -murmuró él a su oído-. El sonido se transmite con mucha claridad sobre el agua. Descansaremos un rato y observaremos por si hay alguna señal de actividad.
Ella no le respondió; le tocó ligeramente un hombro en señal de asentimiento. Patalearon en el agua durante varios minutos, mirando en la oscuridad. La pálida luz de la luna iluminaba suavemente la costa de Cuba, la estrecha franja de arena blanca y las oscuras sombras que se alzaban detrás. A unas dos millas a su derecha pudieron ver luces de coches que circulaban por una carretera próxima a la costa. Cinco millas más allá, un resplandor incandescente revelaba la posición de una pequeña ciudad portuaria.
Pitt no podía detectar ningún indicio de movimiento. Señaló hacia delante y empezó a nadar de nuevo, ahora en braza para poder ver lo que tenía delante. Alturas y formas, ángulos y contornos, se convirtieron en nebulosas siluetas al acercarse ellos. Cincuenta metros más adelante, Pitt bajó los pies y tocó arena. Se levantó y el agua le llegó al pecho.
– Puedes ponerte en pie -dijo en voz baja.
Hubo una pausa momentánea; después, Jessie dijo con voz cansada:
– Gracias a Dios. Los brazos me pesaban como el plomo.
– En cuanto lleguemos cerca de la orilla, tiéndete y no te muevas. Yo exploraré los alrededores.
– Ten cuidado, por favor.
– No te preocupes -dijo él, con una amplia sonrisa-. Estoy empezando a pillarle el truco a esto. Es la segunda playa enemiga en la que he desembarcado esta noche.
– ¿Es que nunca hablarás en serio?
– Cuando la ocasión lo exija, sí. Como ahora, por ejemplo. Dame la pistola.
Ella vaciló.
– Creo que la he perdido.
– ¿Lo crees?
– Cuando nos metimos en el agua…
– La tiraste.
– La tiré -repitió inocentemente ella, contra su voluntad.
– No sabes lo divertido que es trabajar contigo -dijo Pitt, desesperado.
Nadaron en silencio el poco trecho que les quedaba, hasta que las pequeñas olas acabaron de romper y la profundidad del agua fue de unos pocos centímetros. Pitt indicó a Jessie, con un ademán, que no se levantase. Permaneció tendido e inmóvil durante un minuto, y después se levantó súbitamente sin decir palabra, corrió sobre la arena y desapareció en las sombras.
Jessie se esforzó en no adormilarse. Tenía todo el cuerpo entumecido por el cansancio, y se dio cuenta, con alivio, de que el dolor de las magulladuras causadas por las manos de Foss Gly se estaba mitigando. El suave chapoteo del agua contra su cuerpo ligeramente vestido la relajaba como un sedante.
Y entonces se quedó helada, clavando los dedos en la arena mojada y sintiendo el corazón en la garganta.
Uno de los arbustos se había movido. Después, tal vez a unos doce metros de distancia, una forma oscura se destacó de las sombras circundantes y avanzó a lo largo de la playa, exactamente por encima de la línea marcada por el mar.
No era Pitt.
La pálida luz de la luna reveló una figura uniformada y armada de un fusil. Jessie yació paralizada, claramente consciente de su absoluta impotencia. Apretó el cuerpo contra la arena y se deslizó lentamente hacia atrás, entrando en aguas más profundas, centímetro a centímetro.
Se encogió en un vano intento de hacerse más pequeña cuando de pronto la luz de una linterna brilló en la oscuridad y resiguió la playa sobre la rompiente. El centinela cubano dirigía la luz hacia atrás y hacia delante, mientras andaba en su dirección, examinando atentamente el suelo. Con aterrorizada certidumbre, se dio cuenta Jessie de que estaba siguiendo huellas de pisadas. Súbitamente, sintió cólera contra Pitt por dejarla sola y por dejar unas huellas que conducían directamente a ella.
El cubano se acercó a diez metros y habría visto el perfil superior de su cuerpo si se hubiese vuelto un poco en su dirección. El rayo de luz se detuvo y se mantuvo fijo, enfocando las huellas dejadas por Pitt en su carrera a través de la playa. Eí guardia giró hacia la derecha y se agachó, apuntando con la linterna a los matorrales aledaños. Entonces, inexplicablemente, dio media vuelta a la izquierda y el rayo de luz alcanzó de lleno a Jessie, cegándola.
Durante un segundo, el cubano se quedó como pasmado; después asió con la mano libre el cañón del fusil ametrallador que llevaba colgado del hombro y apuntó directamente a Jessie. Demasiado aterrorizada para hablar, ella cerró los ojos, como si con esta sencilla acción pudiese librarse del horror y del impacto de las balas.
Oyó un golpe sordo, seguido de un gemido convulsivo. No hubo disparos. Solamente un extraño silencio. Entonces tuvo la impresión de que la luz se había apagado. Abrió los ojos y vio vagamente un par de piernas hundidas hasta el tobillo en el agua, y entre ellas percibió el cuerpo del cubano, tendido sobre la arena.
Pitt alargó los brazos y puso a Jessie suavemente en pie. Le alisó los chorreantes cabellos y dijo:
– Parece que no puedo volver la espalda un minuto sin que te encuentres en dificultades.
– Me creí muerta -dijo ella, y los latidos de su corazón empezaron a calmarse.
– Debes de haber pensado lo mismo al menos una docena de veces desde que salimos de Key West.
– Se tarda un poco en acostumbrarse al miedo a la muerte.
Pitt levantó la linterna del cubano, la encendió haciendo pantalla con la mano y empezó a despojarle de su uniforme.
– Afortunadamente, es un tunante bajito, aproximadamente de tu estatura. Tus pies nadarán probablemente en sus botas, pero es mejor que pequen de grandes que de pequeñas.
– ¿Está muerto?
– Sólo tiene un pequeño chichón en la cabeza, producido por una piedra. Volverá en sí dentro de unas horas.
Ella frunció la nariz al tomar el uniforme de campaña que le arrojó Pitt.
– Creo que no se ha bañado nunca.
– Lávalo en el mar y póntelo mojado -dijo vivamente él-. Y de prisa. No es momento de andarse con remilgos. El centinela del puesto siguiente se estará preguntando por qué no se ha presentado. Su relevo y el sargento de guardia no tardarán en llegar.
Cinco minutos después, Jessie llevaba un empapado uniforme de patrullero cubano. Pitt tenía razón; las botas le estaban dos números grandes. Se recogió los mojados cabellos y los cubrió con la gorra. Se volvió y miró a Pitt que salía de entre los árboles y arbustos, llevando el fusil del cubano y una hoja de palmera.
– ¿Qué has hecho de él?
– Le he metido entre unos matorrales -dijo Pitt, en tono apremiante.
Señaló a un rayito de luz a un cuarto de milla playa abajo.
– Vienen. No es hora de juegos. Marchémonos de aquí.
La empujó rudamente hacia los árboles y la siguió, caminando de espaldas y borrando las pisadas con la hoja de palmera. Después de casi setenta metros, tiró la hoja y corrieron a través de la jungla, apartándose lo más posible de los guardias y de la playa antes de que amaneciese.
Habían recorrido siete u ocho kilómetros cuando el cielo oriental empezó a pasar del negro al naranja. Apareció un campo de caña de azúcar en la decreciente oscuridad, y pasaron por su borde hasta salir a una carretera pavimentada de dos carriles. No había faros sobre el asfalto en ninguna de ambas direcciones. Caminaron por la orilla, metiéndose en la espesura cada vez que se acercaba un coche o un camión. Pitt advirtió que los pasos de Jessie empezaban a flaquear y que respiraba en rápidos jadeos. Se detuvo, cubrió la linterna con un pañuelo y le iluminó la cara. No necesitaba tener eí título de médico para saber que estaba agotada. La asió de la cintura y la empujó hasta que llegaron a un pequeño y escabroso barranco.
– Recobra el aliento. Volveré en seguida.
Pitt se dejó caer hasta el fondo del barranco seco, que seguía un curso quebrado alrededor de una colina sembrada de grandes guijarros y de pinos achaparrados. Pasó por debajo de la carretera por un tubo de hormigón de un metro de diámetro y que daba a unos pastos vallados al otro lado. Volvió a subir a la carretera, tomó en silencio a Jessie de la mano y la condujo, tropezando y resbalando, al pedregoso fondo del barranco. Dirigió el rayo de luz de la linterna al tubo de desagüe.
– La única habitación vacía en la ciudad -dijo, con la voz más animada de que fue capaz, dadas las circunstancias.
No era una suite de lujo, pero había en el fondo curvo unos pocos centímetros de blanda arena y era el refugio más seguro que Pitt había podido encontrar. Si los guardias daban con su pista y la seguían hasta la carretera, sin duda pensarían que la pareja había sido recogida por un coche, según un plan preestablecido.
De algún modo consiguieron encontrar una posición cómoda en el estrecho y oscuro espacio. Pitt dejó el arma y la linterna al alcance de la mano y por fin se relajó.
– Muy bien, señora -dijo, y sus palabras resonaron en la tubería-. Creo que ya es hora de que me digas qué diablos estamos haciendo aquí.
Pero Jessie no le respondió.
Olvidando su uniforme frío, húmedo y mal ajustado, olvidando incluso el dolor de los pies y de las articulaciones, se había acurrucado en posición fetal y dormía profundamente.
– ¿Muertos? ¿Todos muertos? -repitió furioso el jefazo del Kremlin, Antonov-. ¿Toda la instalación destruida, y ningún superviviente, ninguno en absoluto?
Polevoi asintió tristemente con la cabeza.
– El capitán del submarino que detectó las explosiones y el coronel al mando de las fuerzas de seguridad enviadas a tierra para investigar, informaron que no habían encontrado a nadie vivo. Recogieron el cadáver de mi primer delegado, Lyev Maisky, pero el general Velikov todavía no ha sido encontrado.
– ¿Se echaron en falta claves y documentos secretos?
Pelevoi no estaba dispuesto a poner la cabeza en el tajo y asumir la responsabilidad de un desastre en los servicios secretos. Se hallaba a un pelo de perder su encumbrada posición y convertirse rápidamente en un burócrata olvidado, encargado de un campo de trabajo.
– Todos los datos secretos fueron destruidos por el personal del general Velikov antes de morir luchando.
Antonov aceptó la mentira.
– La CÍA -dijo reflexivamente-. Ellos están detrás de esta infame provocación.
– Creo que, en este caso, no podemos hacer de la CÍA el chivo expiatorio. Los primeros indicios señalan una operación cubana.
– Imposible -saltó Antonov-. Nuestros amigos en los círculos militares de Castro nos habrían advertido con mucha antelación de cualquier plan para atacar la isla. Además, una operación tan audaz e ingeniosa y de esta magnitud no está al alcance de ningún cerebro latino.
– Tal vez, pero nuestros mejores elementos en el servicio secreto creen que la CÍA no sospechaba ni remotamente la existencia de nuestro centro de comunicaciones en Cayo Santa María. No hemos descubierto al menor indicio de vigilancia. La CÍA es hábil, pero sus hombres no son dioses. No podía en modo alguno proyectar, ensayar y llevar a cabo la incursión en las pocas horas que mediaron entre el momento en que la lanzadera salió de la estación espacial hasta que se desvió de pronto del rumbo a Cuba que nosotros habíamos programado.
– ¿Perdimos también la lanzadera?
– Nuestros instrumentos de observación del Centro Espacial Johnson revelaron que había aterrizado a salvo en Key West.
– Con los colonos americanos de la Luna -añadió Antonov.
– Iban a bordo, sí.
Antonov permaneció unos segundos sentado allí, demasiado furioso para reaccionar, apretados los labios, sin pestañear y mirando a ninguna parte.
– ¿Cómo lo hicieron? -gruñó al fin-. ¿Cómo salvaron su preciosa lanzadera espacial en el último minuto?
– La suerte de los tontos -dijo Polevoi, siguiendo de nuevo el dogma comunista de echar las culpas a los otros-. Salvaron el pellejo gracias a la tortuosa interferencia de los Castro.
Antonov fijó de pronto la mirada en Polevoi.
– Como me ha recordado a menudo, camarada director, los hermanos Castro no pueden ir al retrete sin que la KGB se entere de cuántas piezas de papel higiénico emplean. Dígame cómo se acostaron de pronto con el presidente de los Estados Unidos sin que sus agentes lo advirtiesen.
Polevoi se había metido involuntariamente en un agujero y ahora salió astutamente de él cambiando de tema.
– La operación Ron y Cola sigue adelante. Pueden habernos birlado la lanzadera espacial y un rico caudal de datos científicos, pero es una pérdida aceptable en comparación con el dominio total de Cuba.
Antonov consideró las palabras de Polevoi y mordió el anzuelo.
– Tengo mis dudas. Si Velikov no dirige la operación, las probabilidades de éxito quedan reducidas a la mitad.
– El general ya no es esencial para Ron y Cola. El plan está concluido en un noventa por ciento. Los barcos entrarán en el puerto de La Habana mañana por la tarde, y el discurso de Castro está previsto para la mañana siguiente. El general Velikov realizó un trabajo espléndido para establecer las bases. Los rumores sobre un nuevo complot de la CÍA para asesinar a Castro han sido ya difundidos en todo el mundo occidental, y hemos preparado pruebas que demuestran la intervención americana. Ahora sólo falta apretar un botón.
– ¿Está sobre aviso nuestra gente en La Habana y Santiago?
– Están preparados para actuar y constituir un nuevo Gobierno en cuanto se confirme el asesinato.
– ¿Quién será el próximo líder?
– Alicia Cordero.
Antonov se quedó boquiabierto.
– ¿Una mujer? ¿Vamos a nombrar a una mujer para que gobierne Cuba después de la muerte de Fidel Castro?
– La candidata perfecta -dijo firmemente Polevoi-. Es secretaria del Comité Central y secretaria del Consejo de Estado. Más importante aún, goza de toda la confianza de Fidel y es idolatrada por el pueblo, por el éxito de sus programas económicos familiares y su fogosa oratoria. Tiene un encanto y un carisma que igualan a los de Castro. Su fidelidad a la Unión Soviética es indiscutible y tendrá todo el apoyo de los militares cubanos.
– Que trabajan para nosotros.
– Que nos pertenecen -le corrigió Polevoi.
– Entonces, estamos comprometidos.
– Sí, camarada presidente.
– ¿Y después? -preguntó Antonov.
– Nicaragua, Perú, Chile y, sí, Argentina -dijo Polevoi, entusiasmándose con su tema- Basta de revoluciones turbulentas, basta de sangrientas guerras de guerrilla. Nos infiltraremos en sus gobiernos y los corroeremos sutilmente desde dentro, cuidando de no provocar la hostilidad de los Estados Unidos. Cuando éstos despierten al fin, será demasiado tarde. Las Américas del Sur y Central serán sólidas extensiones de la Unión Soviética.
– ¿Y no del Partido? -preguntó Antonov, en tono de reproche-. ¿Olvida usted la gloria de nuestra herencia comunista, Polevoi?
– El Partido es la base sobre la que hay que construir. Pero no podemos continuar encadenados a una arcaica filosofía marxista que ha tardado cien años en demostrar que es irrealizable. Dentro de una década estaremos en el siglo veintiuno. Ha llegado la hora del frío realismo. Citaré sus propias palabras, camarada presidente, cuando dijo: «Preveo una nueva era de socialismo que barrerá del mundo el odiado azote del capitalismo.» Cuba es el primer paso para realizar su sueño de una sociedad mundial dominada por el Kremlin.
– Y Fidel Castro es la barrera en nuestro camino.
– Sí -dijo Polevoi, con una siniestra sonrisa-, pero sólo durante otras cuarenta y ocho horas.
El Air Force One despegó de la base de la Fuerza Aérea en Andrews y giró hacia el sur sobre los históricos montes de Virginia. Temprano por la mañana, el cielo era claro y azul, con sólo unas pocas y desparramadas nubes de tormenta. El coronel de aviación que había pilotado el reactor Boeing bajo tres presidentes, se elevó a once mil metros y dio la hora de llegada a Cabo Cañaveral por el intercomunicador de la cabina.
– ¿Vamos a desayunar, caballeros? -preguntó el presidente, señalando hacia un pequeño comedor recientemente instalado en el avión. Su esposa había colgado una lámpara Tiffany art déco, produciendo un ambiente informal y relajado-. Nuestra despensa contiene hasta champaña, si a alguien le apetece.
– Yo preferiría una taza de café bien caliente -dijo Martin Brogan.
Se sentó y sacó una carpeta de su cartera antes de deslizar ésta debajo de la mesa.
Dan Fawcett arrimó una silla a su lado, mientras Douglas Oates se sentaba enfrente, junto al presidente. Un sargento de la Fuerza Aérea con chaqueta blanca sirvió zumo de guayaba, bebida predilecta del presidente, y café. Cada cual pidió su desayuno y todos esperaron a que el presidente iniciase la conversación.
– Bueno -dijo éste, sonriendo-, tenemos que hablar de muchas cosas antes de aterrizar en el Cabo y felicitar a todo el mundo. Por consiguiente, empecemos. Dan, infórmenos sobre el estado del Gettysburg y de los colonos de la Luna.
– He estado toda la mañana hablando por teléfono con oficiales de la NASA -dijo Fawcett, con evidente excitación en el tono de su voz-: Como todos sabemos, Dave Jurgens pudo aterrizar en Key West por la punta de los pelos. Una notable hazaña. La estación aeronaval ha sido cerrada a todo tráfico aéreo o de tierra. Las puertas y las vallas están fuertemente custodiadas por guardias de Marina. El presidente ha ordenado una reserva temporal absoluta sobre la situación hasta que podamos anunciar la existencia de nuestra nueva base lunar.
– Los reporteros deben de estar chillando como buitres heridos -dijo Oates-, queriendo saber por qué aterrizó el vehículo espacial tan lejos del lugar previsto.
– Por supuesto.
– ¿Cuándo piensa usted dar la noticia? -preguntó Brogan.
– Dentro de dos días -respondió el presidente-. Necesitamos tiempo para estudiar las enormes implicaciones e interrogar a Steinmetz y a los suyos, antes de entregarlos a los medios de comunicación.
– Si nos demoramos más -añadió Fawcett-, alguien del cuerpo de prensa de la Casa Blanca se irá de la lengua.
– ¿Dónde están ahora los colonos de la Luna?
– Sometidos a pruebas médicas en el Centro Espacial Kennedy -respondió Fawcett-. Fueron sacados en avión de Key West junto con la tripulación de Jurgens poco después de que aterrizase el Gettysburg.
Brogan miró a Oates.
– ¿Ha dicho algo el Kremlin?
– Hasta ahora ha guardado silencio.
– Será interesante, para variar, ver cómo reaccionan cuando las víctimas son compatriotas suyos.
– Antonov es un perro viejo astuto -dijo el presidente-. Renunciará a una furiosa propaganda acusándonos de asesinar a sus cosmonautas, a cambio de mantener conversaciones secretas en las que pedirá una indemnización consistente en compartir datos científicos.
– ¿Se los dará?
– El presidente está moralmente obligado a acceder -dijo Oates.
Brogan pareció horrorizado, lo mismo que Fawcett.
– Esta no es una cuestión política -dijo Brogan con voz grave-. No hay ninguna regla que diga que hemos de revelar secretos vitales para nuestra defensa nacional.
– En esta ocasión, somos nosotros y no los rusos los malos de la película -protestó Oates-. Estamos a punto de llegar al acuerdo SALT IV para prohibir toda futura instalación de misiles nucleares. Si el presidente hiciese caso omiso de las reclamaciones de Antonov, los negociadores soviéticos harían una de sus famosas escapadas sólo horas antes de firmar el tratado.
– Puede que tenga razón -dijo Fawcett-. Pero ninguno de los relacionados con la Jersey Colony ha estado luchando durante dos decenios para entregarlo todo al Kremlin.
El presidente había seguido la discusión sin interrumpir. Ahora levantó una mano.
– Caballeros, no estoy dispuesto a vender todas las existencias. Pero hay un enorme caudal de información que podemos compartir con los rusos y con el resto del mundo en interés de la humanidad. Descubrimientos médicos y datos geológicos y astronómicos pueden ser difundidos libremente. Pero no se alarmen. No voy a comprometer nuestros programas espaciales y de defensa. Esto permanecerá firmemente en nuestras manos. ¿He hablado claro?
Se hizo un silencio en el pequeño comedor mientras el camarero traía tres humeantes platos de huevos, jamón y pastelillos calientes. Volvió a llenar las tazas de café. En cuanto volvió a la cocina, el presidente suspiró profundamente y miró la mesa delante de Brogan.
– ¿No come usted, Martin?
– Generalmente prescindo del desayuno. El almuerzo es mi comida principal.
– No sabe lo que se pierde. Estos pastelillos calientes son ligeros como plumas.
– No, gracias. Seguiré con el café.
– Mientras los demás comemos, ¿por qué no nos informa sobre la operación de Cayo Santa María?
Brogan tomó un sorbo de su taza, abrió la carpeta y resumió su contenido en unas pocas declaraciones concisas.
– Un equipo especial de combate, al mando del coronel Ramón Kleist y dirigido por el comandante Angelo Quintana, desembarcó en la isla a las dos de esta madrugada. A las cuatro y media, las instalaciones de interferencia y escucha por radio, incluida la antena, fueron destruidas, y eliminado todo el personal. La hora no pudo ser más oportuna, pues la última transmisión por radio puso sobre aviso al Gettysburg sólo minutos antes de aterrizar en suelo cubano.
– ¿Quién dio el aviso? -le interrumpió Fawcett.
Brogan miró por encima de la mesa y sonrió.
– Dijo llamarse Dirk Pitt.
– ¡Dios mío, ese hombre está en todas partes! -exclamó el presidente.
– Jessie LeBaron y dos hombres de AMSN del almirante Sandecker fueron rescatados -siguió diciendo Brogan-. Raymond LeBaron resultó muerto.
– ¿Se ha confirmado esto? -preguntó el presidente, con expresión solemne.
– Sí, señor, se ha confirmado.
– Una gran desgracia. Merecía nuestro reconocimiento por su contribución a la Jersey Colony.
– Pero la misión fue un gran éxito -dijo pausadamente Brogan-. El comandante Quintana capturó un caudal de material secreto, incluidas las últimas claves soviéticas. Llegó hace solamente una hora. Los analistas de Langley lo están estudiando ahora.
– Tengo que felicitarle -dijo el presidente- Su gente ha realizado una hazaña increíble.
– Debería reservar sus alabanzas, señor presidente, hasta que haya oído toda la historia.
– Está bien, Martin. Prosiga.
– Dirk Pitt y Jessie LeBaron… -Brogan hizo una pausa y encogió desalentado los hombros-. No volvieron a la embarcación nodriza con el comandante Quintana y sus hombres.
– ¿Murieron en la isla como Raymond LeBaron?
– No, señor. Partieron con los otros, pero cambiaron de rumbo y se dirigieron a Cuba.
– Cuba -repitió el presidente en voz baja. Miró a Oates y a Fawcett, que le miraron a su vez con incredulidad-. Dios mío, Jessie está tratando todavía de entregar nuestra respuesta a la proposición de pacto entre Cuba y los Estados Unidos.
– ¿Podrá establecer contacto con Castro? -preguntó Fawcett.
Brogan sacudió dudosamente la cabeza.
– La isla está llena de fuerzas de seguridad, policías y milicianos que registran minuciosamente las carreteras. Serán detenidos dentro de una hora, si pueden eludir las patrullas en la playa.
– Tal vez Pitt tenga suerte -murmuró esperanzado Fawcett.
– No -dijo gravemente el presidente, con semblante preocupado-. Ese hombre ha gastado ya toda la suerte que tenía.
En un pequeño despacho de la sede de la CÍA en Langley, Bob Thornburg, jefe analista de documentos, estaba sentado con los pies cruzados sobre su mesa y leía un montón de material enviado por avión desde San Salvador. Expelió una bocanada de humo azul de su pipa y tradujo los textos rusos.
Revisó rápidamente tres pliegos y tomó un cuarto. El título le intrigó. La redacción era típicamente americana. Era una acción secreta que llevaba por nombre una mezcla de bebidas. Echó una ojeada al final y, de momento, se quedó pasmado. Después dejó la pipa en un cenicero, quitó los pies de la mesa y leyó el contenido del pliego con más atención, frase por frase, y tomando notas en un bloc amarillo.
Casi dos horas más tarde, Thornburg levantó su teléfono y marcó un número interior. Le respondió una mujer, y él le preguntó por el director delegado.
– Eileen, soy Bob Thornburg. ¿Puedo hablar con Henry?
– Está comunicando por otra línea.
– Dígale que me llame lo antes posible; es urgente.
– Se lo diré.
Tornburg recogió sus notas y estaba leyendo por quinta vez el pliego cuando el timbre del teléfono le interrumpió. Suspiró y levantó el auricular.
– Bob, soy Henry. ¿Qué pasa?
– ¿Podemos vernos en seguida? Acabo de repasar parte de los datos secretos capturados en la operación de Cayo Santa María.
– ¿Algo de valor?
– Digamos una bomba.
– ¿Puedes indicarme algo?
– Se refiere a Fidel Castro.
– ¿Qué diablura se propone ahora?
– Va a morir pasado mañana.
En cuanto Pitt se despertó, miró su reloj. Eran las doce y dieciocho. Se sentía descansado, animado, incluso optimista.
Al pensar en ello, encontró que su estado de ánimo era tristemente divertido. Su futuro no era exactamente brillante. No tenía dinero cubano ni documentos de identidad. Estaba en un país comunista, sin un amigo al que contactar y sin ninguna excusa para estar en él. Y llevaba el uniforme menos adecuado. Tendría suerte si podía pasar el día sin que le matasen como espía.
Alargó una mano y sacudió delicadamente el hombro de Jessie. Después salió del túnel de desagüe, observó cautelosamente la zona y empezó a hacer gimnasia para desentumecer los músculos.
Jessie abrió los ojos y despertó despacio, lánguidamente, de un profundo y voluptuoso sueño, poniendo gradualmente su mundo en perspectiva. Desencogiéndose y estirando los brazos y las piernas como una gata, gimió débilmente al sentir el dolor, pero lo agradeció al ver que espoleaba su mente.
Primero pensó en cosas tontas (en a quién invitaría a su próxima fiesta, en que tenía que proyectar el menú con su cocinero, en que había de recordar al jardinero que podase los setos que flanqueaban los paseos), y entonces empezaron a pasar por su pantalla interior los recuerdos de su marido. Se preguntó cómo podía una mujer trabajar y vivir veinte años con un hombre y no rebelarse contra sus malos humores. Sin embargo, veía mejor que nadie a Raymond LeBaron simplemente como un ser humano, ni mejor ni peor que los demás hombres, y con una mente que podía irradiar compasión, mezquindad, brillantez o crueldad según las necesidades del momento.
Cerró los ojos con fuerza para no pensar en su muerte. Piensa en otra persona o en otra cosa, se dijo. Piensa en cómo sobrevivir durante los próximos días. Piensa en… Dirk Pitt.
Se preguntó quién era éste. ¿Qué clase de hombre? Le miró a través del túnel, mientras él doblaba y desdoblaba su cuerpo, y, por primera vez desde que le había conocido, se sintió sexualmente atraída por él. Era ridículo, se dijo, ya que tenía al menos quince años más que él. Y además, no había mostrado ningún interés por ella como mujer deseable; no se había insinuado en absoluto, ni tratado de flirtear. Decidió que Pitt era un enigma, el tipo de hombre que intrigaba a las mujeres, que las incitaba a un comportamiento licencioso, pero que nunca podría ser poseído o seducido por los ardides femeninos.
Jessie volvió a la realidad cuando Pitt se asomó al túnel y sonrió.
– ¿Cómo te sientes?
Ella desvió nerviosamente la mirada.
– Molida, pero dispuesta a afrontar el día.
– Lamento no tener preparado el desayuno -dijo él, y su voz resonó en el tubo-. El servicio deja mucho que desear en estos andurriales.
– Vendería el alma por una taza de café.
– Según un rótulo que he visto a pocos cientos de metros carretera arriba, estamos a diez kilómetros de la próxima población.
– ¿Qué hora es?
– La una menos veinte.
– Más de mediodía -dijo Jessie, deslizándose a gatas hacia la luz-. Tenemos que ponernos en marcha.
– Quédate donde estás.
– ¿Por qué?
Él no respondió, pero se volvió y se sentó a su lado. Tomó delicadamente su cara entre las manos y la besó en la boca.
Jessie abrió mucho los ojos y después devolvió afanosamente el beso. Después de un largo momento, él se echó atrás. Ella esperó con expectación, pero Pitt sólo se quedó sentado, mirándola a los ojos.
– Te deseo -dijo Jessie.
– Sí.
– Ahora.
Él la atrajo hacia sí, apretándose contra su cuerpo, y la besó de nuevo. Después se apartó.
– Lo primero es lo primero.
Ella le dirigió una mirada ofendida y curiosa.
– ¿Como qué?
– Como el motivo de que me secuestrases para traerme a Cuba.
– Tienes un extraño sentido de la oportunidad.
– Generalmente, tampoco suelo hacer el amor dentro de un tubo de desagüe.
– ¿Qué quieres saber?
– Todo.
– ¿Y si no te lo digo?
Él se echó a reír.
– Nos estrecharemos la mano y nos separaremos.
Durante unos segundos, ella permaneció apoyada en la pared del túnel, considerando lo lejos que podría ir sin él. Probablemente, no más allá de la próxima población, del primer policía receloso o guardia de seguridad con quien se encontrase. Pitt parecía ser un hombre de recursos increíbles. Lo había demostrado en varias ocasiones. No podía dejar de ver el duro hecho de que le necesitaba más que él a ella.
Trató de encontrar las palabras adecuadas, una introducción que tuviese un poco de sentido. Por último, renunció y dijo bruscamente:
– El presidente me envió para encontrarme con Fidel Castro.
Los profundos ojos verdes de Pitt la observaron con franca curiosidad.
– Un buen comienzo. Me gustaría oír el resto.
Jessie respiró hondo y prosiguió.
Reveló el sincero ofrecimiento de un pacto que había hecho Fidel Castro y su extraña manera de enviarlo de manera que pasara inadvertido a los ojos vigilantes del servicio secreto soviético.
Explicó su reunión secreta con el presidente, después del inesperado retorno del Prosperteer, y la petición que él le había hecho de que llevase la respuesta repitiendo el vuelo de su marido en el dirigible, una acción encubierta que Fidel Castro habría reconocido.
Confesó el engaño de que se había valido para reclutar a Pitt, a Giordino y a Gunn, y pidió a Pitt que la perdonase por un plan que había fracasado a causa del ataque por sorpresa del helicóptero cubano.
Y por último, describió las crecientes sospechas del general Velikov del verdadero objetivo que se ocultaba detrás del intento de alcanzar a Castro, y su exigencia de respuestas a través de los métodos de tortura de Foss Gly.
Pitt escuchó toda la historia sin hacer comentarios.
Su reacción era lo que ella temía. Temía lo que él diría o haría al saber cómo había abusado de él, mintiéndole y desorientándole, haciendo que sufriese y casi le matasen en varias ocasiones, por una misión de la que él nada sabía. Pensó que tenía derecho a estrangularla.
Sólo se le ocurrió decir:
– Lo siento.
Pitt no la estranguló. Le tendió una mano. Ella la asió, y él la atrajo hacia sí.
– Conque me estuviste engañando durante todo el tiempo -dijo.
Esos ojos verdes, pensó ella. Habría querido sumergirse en ellos.
– No puedo reprocharte que estés furioso.
Él la abrazó unos momentos en silencio.
– ¿Y bien?
– Y bien, ¿qué?
– ¿No vas a decir algo? -preguntó tímidamente Jessie-. ¿No estás siquiera enfadado?
Él le desabrochó la camisa del uniforme y le acarició ligeramente el pecho.
– Afortunadamente para ti, soy incapaz de guardar rencor.
Entonces hicieron el amor, mientras retumbaba el tráfico en la carretera, encima de ellos.
Jessie se sentía increíblemente tranquila. Esta agradable impresión no la había abandonado durante la última hora, mientras caminaban sin ocultarse por la orilla de la carretera. Se difundía como un anestésico, amortiguando su miedo y reforzando su confianza. Pitt había aceptado su explicación y convenido en ayudarla en su busca de Castro. Y ahora ella caminaba a su lado, mientras él la guiaba por los campos de Cuba como si fuesen suyos, sintiéndose segura y animada por el resplandor de su intimidad.
Pitt birló unos mangos, una piña y un par de tomates medio maduros. Comieron mientras andaban. Varios vehículos, en su mayoría camiones cargados de caña de azúcar y de cítricos, les adelantaron. De vez en cuando, pasaba un transporte militar llevando milicianos. Jessie se ponía rígida y miraba nerviosamente sus botas de apretados cordones, mientras Pitt levantaba su fusil en el aire y gritaba «¡Saludos, amigos!» en español.
– Menos mal que no pueden oírte claramente -dijo ella.
– ¿Por qué? -preguntó éí, con fingida indignación.
– Tu español es horrible.
– Siempre me sirvió en las carreras de galgos de Tijuana.
– Pero no aquí. Será mejor que dejes que hable yo.
– ¿Crees que tu español es mejor que el mío?
– Puedo hablarlo como un nativo. Y también puedo conversar con fluidez en ruso, en francés y en alemán.
– Continuamente me sorprende tu talento -dijo sinceramente Pitt-. ¿Sabía Velikov que hablabas ruso?
– Si lo hubiese sabido, estaríamos muertos.
Pitt iba a decir algo y, de pronto, señaló hacia adelante. Estaban en una curva y había un coche aparcado en la carretera. Tenía levantado el capó y alguien estaba inclinado sobre el guardabarros, con la cabeza y los hombros invisibles encima del motor.
Jessie vaciló, pero Pitt la asió de una mano y tiró de ella.
– Ocúpate tú de esto -dijo en voz baja-. No tengas miedo. Ambos llevamos uniforme militar y el mío corresponde a una fuerza de asalto distinguida.
– ¿Qué diré?
– Lo que te parezca mejor. Puede ser una oportunidad para viajar de balde.
Antes de que ella pudiese protestar, el conductor oyó sus pisadas sobre la grava y se volvió. Era un hombre bajito, cincuentón, de cabellos negros y piel morena. No llevaba camisa y sí, solamente, unos shorts y unas sandalias. Los uniformes militares eran tan corrientes en Cuba que apenas les prestó atención. Les dirigió una amplia sonrisa.
– Hola.
– ¿Alguna avería en el motor? -preguntó Jessie en español.
– La tercera en lo que va del mes. -Encogió los hombros en señal de impotencia-. Acaba de pararse.
– ¿Sabe cuál es el problema?
El hombre levantó un cable corto que se había deteriorado en tres lugares diferentes y apenas se mantenía junto por la funda aislante-. Va de la bobina al delco.
– Tendría que haberlo cambiado por uno nuevo.
Él la miró receloso.
– Los accesorios para coches viejos como éste son imposibles de encontrar. Debería usted saberlo.
Jessie se dio cuenta de su resbalón y, sonriendo dulcemente, decidió aprovecharse del machismo latino.
– No soy más que una mujer. ¿Qué puede saber de mecánica una mujer?
– Ah -dijo sonriendo él-. Pero una mujer muy bonita.
Pitt prestaba poca atención a la conversación. Estaba dando una vuelta alrededor del coche, examinando su línea. Se inclinó sobre la parte delantera y estudió durante un momento el motor. Después se irguió y se echó atrás.
– Un Chevy del cincuenta y siete -dijo en inglés, con admiración-. Un automóvil magnífico. Pregúntale si tiene un cuchillo y un poco de cinta aislante.
Jessie se quedó boquiabierta.
El conductor miró a Pitt con incertidumbre, sin saber lo que tenía que hacer. Después preguntó en mal inglés:
– ¿No habla español?
– No, ¿y qué? -tronó Pitt-. ¿No había visto nunca a un irlandés?
– ¿Cómo puede un irlandés llevar uniforme cubano?
– Soy el comandante Paddy O'Hara, del Ejército Republicano Irlandés, en funciones de consejero de sus milicias.
La cara del cubano se iluminó como bajo el resplandor de un flash y Pitt se alegró al ver que el hombre había quedado impresionado.
– Herberto Figueroa -dijo éste, tendiéndole la mano-. Yo aprendí inglés hace muchos años; cuando estaban aquí los americanos.
Pitt la estrechó y señaló con la cabeza a Jessie.
– La cabo María López, mi ayudante y guía. También intérprete de mi deficiente español.
Figueroa bajó la cabeza y observó el anillo de casada de Jessie.
– Señora López. -Se volvió a Pitt-. ¿Comprende ella el inglés?
– Un poco -respondió Pitt-. Y ahora, si puede darme un cuchillo y cinta aislante, creo que podré reparar la avería.
– Claro, claro -dijo Figueroa.
Sacó un cortaplumas de la guantera y encontró un pequeño rollo de cinta aislante en un estuche de herramientas que llevaba en el portaequipajes.
Pitt se inclinó sobre el motor, cortó unos trozos de cable sobrante de las bujías y juntó los extremos, hasta que tuvo un alambre que llegaba desde la bobina hasta el delco.
– Bueno, pruebe ahora.
Figueroa hizo girar la llave del encendido y el gran V-8 de cuatro litros tosió una vez, dos veces y, después, zumbó con regularidad.
– ¡Magnífico! -gritó Figueroa, entusiasmado-. ¿Quieren que les lleve?
– ¿Adonde va?
– A La Habana. Vivo allí. El marido de mi hermana murió en Nuevitas. Fui allí para ayudarla a disponer el entierro. Ahora vuelvo a mi casa.
Pitt asintió con la cabeza, mirando a Jessie. Era su día de suerte. Trató de imaginarse la forma de Cuba y calculó, acertadamente, que La Habana debía estar a casi trescientos kilómetros al nordeste a vuelo de pájaro, seguramente unos cuatrocientos por carretera.
Inclinó el asiento delantero para que Jessie subiese al de atrás.
– Le estamos muy agradecidos, Herberto. Mi coche oficial sufrió una pérdida de aceite y el motor se paró unos cuatro kilómetros atrás. Nos dirigíamos a un campo de instrucción del este de La Habana. Si puede dejarnos en el Ministerio de Defensa, cuidaré de que le paguen por la molestia.
Jessie abrió la boca y se quedó mirando a Pitt con una clásica expresión de disgusto. Él comprendió que, mentalmente, le estaba llamando engreído bastardo.
– Su mala suerte ha sido buena para mí -dijo Figueroa, contento ante la perspectiva de ganar unos cuantos pesos extra.
Figueroa levantó gravilla del arcén al salir rápidamente al asfalto, y cambió las marchas hasta que el Chevrolet rodó a unos buenos cien kilómetros por hora. El motor roncaba suavemente, pero la carrocería chirriaba en doce lugares distintos y el humo del tubo de escape se filtraba a través del enmohecido suelo.
Pitt miró la cara de Jessie por el espejo retrovisor. Parecía incómoda y fuera de su elemento. Un coche moderno habría sido más de su gusto. Pitt se estaba divirtiendo de veras. De momento, su afición a los coches antiguos borraba de su mente toda idea de peligro.
– ¿Cuántos kilómetros ha hecho en él? -preguntó.
– Más de seiscientos ochenta mil -respondió Figueroa.
– Todavía tiene mucha potencia.
– Si los yanquis levantasen su embargo, podría comprar accesorios nuevos y hacer que siguiese marchando. Pero no puede durar eternamente.
– ¿Tiene dificultades en los puestos de control?
– Siempre me dejan pasar sin detenerme.
– Debe tener influencia. ¿Qué hace en La Habana?
Figueroa se echó a reír.
– Soy taxista.
Pitt no trató de disimular una sonrisa. Esto era aún mejor de lo que había esperado. Se retrepó en su asiento y se relajó, disfrutando del paisaje como un turista. Trató de pensar en la vaga indicación de LeBaron sobre el paradero del tesoro de La Dorada, pero su mente estaba nublada por el remordimiento.
Sabía que en algún momento, en algún lugar de la carretera, tendría que quitarle a Figueroa el poco dinero que llevaba y robarle el coche. Esperó que no tuviera que matar al amable hombrecillo en aquella operación.
El presidente volvió a la Casa Blanca desde el Centro Espacial Kennedy y fue directamente al Salón Oval. Después de reunirse en secreto con Steinmetz y los colonos de la Luna y oír los entusiastas informes sobre sus exploraciones, se sentía extraordinariamente animado. Olvidando el sueño, entró solo en su despacho, dispuesto a planificar una nueva serie de operaciones especiales.
Se sentó detrás de la gran mesa y abrió un cajón inferior. Sacó un humefactor, y extrajo de él un gran cigarro. Le quitó el celofán, contempló un momento las apretadas hojas castañas de la cubierta e inhaló el fuerte aroma. Era un Montecristo, el cigarro más fino que fabricaba Cuba y que no podía ser importado en América a causa del embargo de los artículos cubanos.
El presidente confiaba en un antiguo condiscípulo de confianza para que le trajese una caja de contrabando cada dos meses, desde Canadá. Ni siquiera su esposa y sus más íntimos colaboradores conocían este escondrijo. Cortó una punta y encendió cuidadosamente la otra, preguntándose, como siempre, qué alboroto armaría el público si descubría su clandestino y ligeramente ilegal exceso.
Esta noche le importaba un comino. Estaba en plena euforia. La economía se mantenía estable y el Congreso no había aprobado unos fuertes recortes del presupuesto ni una ley de reducción de impuestos. El escenario internacional había entrado en un período de distensión, aunque fuese temporal, y las encuestas sobre la popularidad del presidente mostraban un aumento del cinco por ciento. Y ahora estaba a punto de sacar provecho político de la previsión de sus predecesores, como le había ocurrido a Nixon después del éxito del programa Apolo. La asombrosa hazaña de la colonia lunar significaría el apogeo de su administración.
Su próximo objetivo era fortalecer su imagen en los asuntos de América Latina. Castro había abierto la puerta con su ofrecimiento de un tratado. Ahora, si el presidente podía poner un pie en el umbral antes de que se cerrase de nuevo, tendría una gran oportunidad de neutralizar la influencia marxista en las Américas.
De momento, la perspectiva parecía tenebrosa. Lo más probable era que Pitt y Jessie LeBaron hubiesen sido muertos a tiros o detenidos. Si no lo habían sido, sólo tardaría horas en ocurrir lo inevitable. El único curso de acción era introducir a otra persona en Cuba para establecer contacto con Castro.
Zumbó el intercomunicador.
– ¿Sí?
– Lamento molestarle, señor presidente -dijo una telefonista de la Casa Blanca-, pero el señor Brogan acaba de llamar y dice que es urgente que hable con usted.
– Muy bien. Póngame con él.
Se oyó un ligero chasquido y Martin Brogan dijo:
– ¿Le he pillado en la cama?
– No, todavía estoy levantado. ¿Qué es eso tan importante que no puede esperar hasta mañana?
– Todavía estoy en Andrews. Mi delegado me estaba esperando con un documento traducido que fue encontrado en Cayo Santa María. Contiene un material muy delicado.
– ¿Puede decirme de qué se trata?
– Los rusos van a eliminar a Castro pasado mañana. La operación lleva el nombre en clave de «Ron y Cola». Se explica en detalle cómo los agentes soviéticos se apoderarán del Gobierno cubano.
El presidente observó el humo azul del cigarro habano que se elevaba en volutas hacia el techo.
– Van a hacer su operación antes de lo que nos imaginábamos -dijo reflexivamente-. ¿Cómo pretenden eliminar a Castro?
– Ésta es la parte más espantosa del plan -dijo Brogan-. La rama GRU de la KGB pretende volar la ciudad con él.
– ¿La Habana?
– Un buen pedazo de ella.
– Jesús! ¿Está hablando de una bomba nuclear?
– Si he de ser sincero, debo decir que el documento no expresa el medio exacto, pero está claro que alguna clase de ingenio explosivo capaz de arrasar diez kilómetros cuadrados está siendo introducido en el puerto.
La noticia desalentó al hasta ahora animado presidente.
– ¿Da el documento el nombre del barco?
– Menciona tres barcos, pero ninguno por su nombre.
– ¿Y cuando se pretende provocar la explosión?
– Durante una ceremonia del Día de la Educación. Los rusos cuentan con que Castro se presentará de improviso y pronunciará su acostumbrada arenga de dos horas.
– No puedo creer que Antonov participe en este horror. ¿Por qué no enviar un equipo local de pistoleros que acabe con Fidel Castro? ¿Qué van a ganar quitando la vida a cien mil víctimas inocentes?
– Castro es una figura sagrada para los cubanos -explicó Brogan-. Para nosotros puede ser un comunista de chiste, pero para ellos es un dios venerado. Un sencillo asesinato provocaría una tremenda oleada de odio contra las personas respaldadas por los soviéticos que le sustituirían. Pero una gran catástrofe daría a los nuevos líderes un motivo para pedir la unidad y una causa para incitar al pueblo a cerrar filas detrás del nuevo Gobierno,: sobre todo si se demostrase que los Estados Unidos, y en particular la CÍA, eran los culpables.
– Todavía no puedo concebir un plan tan monstruoso.
– Le aseguro, señor presidente, que todo consta por escrito. -Brogan hizo una pausa para recorrer con la mirada una página del documento-. Lo más extraño es que el escrito es vago en lo tocante a los detalles de la explosión, pero muy concreto al exponer cómo debe realizarse, paso a paso, la campaña de propaganda para culparnos a nosotros. Incluso consigna los nombres de los cómplices de los soviéticos y las posiciones que van a ocupar después de que hayan tomado el poder. Tal vez le interesará saber que Alicia Cordero va a ser la nueva presidenta.
– ¡Que Dios nos ampare! Es dos veces más fanática que Fidel.
– En todo caso, los soviéticos saldrán ganando, y nosotros, perdiendo.
El presidente dejó el cigarro en un cenicero y cerró los ojos. Nunca terminan los problemas, murmuró para sí. Cada uno engendra otro. Los triunfos de mi cargo no son muy duraderos. La presión y las frustraciones nunca cesan.
– ¿Nuestra Armada puede detener los barcos? -preguntó.
– Según el calendario previsto, dos de ellos habrán atracado ya en La Habana -respondió Brogan-. El tercero debería entrar en el puerto en cualquier momento. Yo tuve la misma idea, pero ya es demasiado tarde.
– Debemos conseguir los nombres de esos barcos.
– He encargado ya a mi gente que compruebe todas las llegadas de barcos al puerto de La Habana. Espero que los hayan identificado dentro de una hora.
– Y precisamente ha elegido Castro estos días para ocultarse -dijo desesperado el presidente.
– Le hemos encontrado.
– ¿Dónde?
– En su retiro del campo. Ha roto todo contacto con el mundo exterior. Ni siquiera sus consejeros más íntimos ni los peces gordos soviéticos pueden comunicar con él.
– ¿A quién tenemos en nuestro equipo que pueda encontrarse cara a cara con él?
Brogan lanzó un gruñido.
– A nadie.
– Tiene que haber alguien a quien podamos enviar.
– Si Castro estuviese de un humor comunicativo, podría pensar al menos en diez personas que están a nuestro sueldo y que podrían entrar a verle por la puerta principal. Pero no como están ahora las cosas.
El presidente jugueteó con su cigarro, buscando a tientas una inspiración.
– ¿En cuántos cubanos puede confiar, en La Habana, que trabajen en los muelles y tengan experiencia marítima?
– Tendría que comprobarlo.
– Una suposición.
– Calculándolo por encima, tal vez quince o veinte.
– Está bien -dijo el presidente-. Reúnales a todos. Haga que de alguna manera suban a bordo de aquellos barcos, y que descubran cuál es el que lleva la bomba.
– Para desactivarla, necesitaremos alguien que sepa lo que se trae entre manos.
– Cruzaremos ese puente cuando sepamos dónde está oculta la bomba.
– Un día y medio no es mucho tiempo -dijo lúgubremente Brogan-. Será mejor que concentremos nuestra atención en deshacer el lío que se armará después.
– Lo que tiene usted que hacer es empezar a mover los hilos. Manténgame informado cada dos horas. Haga que todos los agentes que tenemos en Cuba se dediquen a este asunto.
– ¿Y si advirtiésemos a Castro?
– Esto me corresponde a mí. Yo cuidaré de ello.
– Que tenga suerte, señor presidente.
– Lo mismo le deseo, Martin.
El presidente colgó el teléfono. Su cigarro se había apagado. Volvió a encenderlo y después descolgó el teléfono de nuevo y llamó a Ira Hagen.
El guardia era joven, no tendría más de dieciséis años, era abnegado y fiel servidor de Fidel Castro y entregado a la vigilancia revolucionaria. Dándose importancia y con arrogancia oficial se acercó a la ventanilla del coche, con el rifle colgado de un hombro, y pidió que le mostrasen los documentos de identidad.
– Tenía que ocurrir -murmuró Pitt en voz baja.
Los guardias de los tres primeros puestos de control habían hecho perezosamente seña a Figueroa de que siguiese su camino, en cuanto les hubo mostrado su permiso de taxista. Eran campesinos que habían elegido la rutina de una carrera militar en vez de un trabajo sin porvenir en los campos o en las fábricas. Y como todos los soldados de todos los países del mundo, encontraban tedioso el servicio de vigilancia y con frecuencia prescindían de toda precaución, salvo cuando se presentaban sus superiores en visita de inspección.
Figueroa tendió su permiso al joven.
– Esto sólo es válido dentro de la ciudad de La Habana. ¿Qué está haciendo en el campo?
– Mi cuñado murió -dijo pacientemente Figueroa-. He ido a su entierro.
El guardia se agachó y miró a través de la ventanilla abierta del conductor.
– ¿Quienes son estos otros?
– ¿Está usted ciego? -replicó Figueroa-. Son militares como usted.
– Tengo que buscar a un hombre que lleva un uniforme robado de la milicia. Se sospecha que es un espía imperialista que desembarcó en una playa, a ciento cincuenta kilómetros al este de aquí.
– Porque ella lleva uniforme militar -dijo Figueroa, señalando ajessie en el asiento de atrás-, ¿crees que los imperialistas yanquis están enviando mujeres para invadirnos?
– Quiero ver sus documentos de identidad -insistió el guardia.
Jessie bajó el cristal de la ventanilla de atrás y se asomó.
– Ése es el comandante O'Hara, del Ejército Republicano Irlandés, que ha sido enviado como consejero. Yo soy la cabo López, su ordenanza. Déjanos pasar.
El guardia mantuvo la mirada fija en Pitt.
– Si es comandante, ¿por qué no lleva las insignias de su graduación?
Por primera vez, observó Figueroa que no había insignias en el uniforme de Pitt. Miró fijamente a éste, frunciendo recelosamente el entrecejo.
Pitt había permanecido sentado, sin tomar parte en la conversación. Entonces se volvió poco a poco, miró al guardia a los ojos y le dirigió una amistosa sonrisa. Cuando habló, su voz era suave, pero revelaba una gran autoridad.
– Tome el nombre y la dirección de ese guardia. Deseo que sea recompensado por su exacto cumplimiento del deber. El general Raúl Castro ha dicho muchas veces que Cuba necesita hombres como éste.
Jessie tradujo estas palabras y esperó, con alivio, mientras el guardia se cuadraba y sonreía.
Entonces, el tono de Pitt se volvió glacial, lo mismo que sus ojos.
– Ahora dígale que nos deje pasar o haré que le envíen como voluntario a Afganistán.
El joven guardia pareció encogerse visiblemente cuando Jessie repitió las palabras de Pitt en español. Estaba perplejo, sin saber lo que tenía que hacer, cuando un automóvil íargo y negro llegó y se detuvo detrás del viejo taxi. Pitt lo reconoció como un Zil, automóvil de lujo de siete asientos construido en Rusia para los funcionarios del Gobierno y los militares de alto rango.
El conductor del Zil tocó el Claxon, con impaciencia, y pareció aumentar la indecisión del guardia. Éste volvió y miró suplicante a un compañero, pero éste estaba ocupado con el tráfico que venía en dirección contraria. El chófer de la limusina tocó de nuevo el claxon y gritó por la ventanilla:
– ¡Aparta ese coche a un lado y déjanos pasar!
Entonces intervino Figueroa y empezó a gritar a los rusos:
– ¡Estúpidos rusos, deteneos y tomad un baño! ¡Puedo oleros desde aquí!
El conductor soviético abrió su portezuela, saltó de detrás del volante y empujó al guardia a un lado. Tenía la complexión de un bolo, grueso y fornido el cuerpo y pequeña la cabeza. Sus galones indicaban que era sargento. Miró a Figueroa con ojos que brillaban de malicia.
– ¡Idiota! -gruñó-. ¡Aparta ese cacharro!
Figueroa sacudió un puño delante de la cara del ruso.
– Me iré cuando ese paisano mío me lo diga.
– Por favor, por favor -suplicó Jessie, sacudiendo de un hombro a Figueroa-. No queremos complicaciones.
– La discreción no es una virtud cubana -murmuró Pitt.
Tenía el fusil entre los brazos, apuntando el ruso, y abrió la portezuela.
Jessie se volvió y miró cautelosamente por la ventanilla de atrás hacia la limusina, justo a tiempo de ver cómo un militar soviético, seguido de dos guardaespaldas armados, se apeaba del asiento de atrás y miraba, sonriendo divertido, la lucha verbal entablada junto al taxi. Jessie abrió la boca y lanzó un grito ahogado.
El general Velikov, con aire cansado y macilento, vistiendo un uniforme de prestado que le sentaba muy mal, se acercó desde detrás del Chevrolet en el momento en que Pitt bajaba del taxi y pasaba por delante de éste, sin que Jessie tuviese tiempo de avisarle.
Velikov tenía puesta toda su atención en su conductor y en Figueroa, y no se fijó en el que parecía ser otro soldado cubano que salió del otro lado del coche. La discusión se estaba acalorando cuando el general se acercó a los contendientes.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó, en fluido español.
La respuesta no vino de su chófer, sino de una fuente totalmente inesperada.
– Nada que no podamos arreglar como caballeros -dijo secamente Pitt, en inglés.
Velikov miró fijamente a Pitt durante un largo momento, extinguiéndose la sonrisa divertida en sus labios, inexpresivo el semblante como siempre. La única señal de asombro fue una súbita dureza en sus ojos fríos.
– Somos supervivientes, ¿no es verdad, señor Pitt? -replicó.
– Afortunadamente. Yo diría que tuvimos mucha suerte -respondió Pitt, con voz tranquila.
– Le felicito por su fuga de la isla. ¿Cómo lo consiguió?
– Con una embarcación improvisada. ¿Y usted?
– Un helicóptero oculto cerca de la instalación. Por fortuna, sus amigos no lo descubrieron.
– Un descuido.
Velikov miró por el rabillo del ojo, observando con irritación el aire relajado de sus guardaespaldas.
– ¿Por qué ha venido a Cuba?
Pitt apretó el asa del fusil y apoyó el dedo en el gatillo, apuntando al cielo por encima de la cabeza de Velikov.
– ¿Por qué me lo pregunta, si tiene por sabido que soy un embustero habitual?
– También sé que sólo miente cuando esto le sirve para algo. No ha venido a Cuba para beber ron y tomar el sol.
– ¿Y ahora qué, general?
– Mire a su alrededor, señor Pitt. No puede decirse que esté en una posición de fuerza. Los cubanos no tratan bien a los espías. Haría bien en bajar el arma y colocarse bajo mi protección.
– No, gracias. Ya he estado bajo su protección. Se llamaba Foss Gly. Supongo que le recuerda. Era magnífico golpeando carne con los puños. Me satisface informarle de que ya no ejerce su oficio de verdugo. Una de sus víctimas le disparó donde más duele.
– Mis hombres pueden matarle aquí mismo.
– Es evidente que no comprenden el inglés y no tienen la menor idea de lo que hemos dicho. No trate de alertarles. Esto es lo que los mexicanos llaman un empate. Si tuerce la nariz a un lado, le meteré una bala en la ventana opuesta.
Pitt miró a su alrededor. Tanto el guardia cubano como el conductor soviético estaban escuchando la conversación en inglés sin entender palabra. Jessie estaba acurrucada en el asiento de atrás del Chevrolet, y sólo el gorro de campaña podía verse por encima del borde inferior de la ventanilla. Los guardias de Velikov permanecían tranquilos, contemplando el paisaje, con las pistolas enfundadas.
– Suba al coche, general. Vendrá con nosotros.
Velikov miró fríamente a Pitt.
– ¿Y si me niego?
Pitt le miró a su vez, con inflexible determinación.
– Usted morirá el primero. Después, sus guardaespaldas. Y después, los vigilantes cubanos. Estoy resuelto a matar. Y ellos no. Ahora, por favor…
Los guardaespaldas soviéticos siguieron en su sitio, contemplando con asombro cómo seguía Velikov en silencio la invitación de Pitt y subía a la parte de delante del coche. Velikov se volvió un momento y miró con curiosidad a Jessie.
– ¿Señora LeBaron?
– Sí, general.
– ¿Va usted con ese loco?
– Así es.
– Pero, ¿por qué?
Figueroa abrió la boca para decir algo, pero Pitt empujó bruscamente a un lado al chófer soviético, agarró fuertemente de un brazo al simpático taxista y lo sacó del coche.
– Usted se quedará aquí, amigo. Diga a las autoridades que lo secuestramos y nos llevamos su taxi. -Después pasó el fusil a Jessie a través de la ventanilla y se introdujo detrás del volante-. Si el general mueve un dedo, métele una bala en la cabeza.
Jessie asintió con la cabeza y apoyó el cañón sobre la base del cráneo de Velikov.
Pitt arrancó en primera y aceleró suavemente, como en un paseo de domingo, observando por el espejo retrovisor a los que se habían quedado en el puesto de control. Se alegró al ver que iban confusos de un lado a otro, sin saber q.ué hacer. Entonces, el chófer y los guardaespaldas de Velikov parecieron darse cuenta al fin de lo que sucedía, corrieron al automóvil negro y emprendieron la caza.
Pitt se detuvo y tomó el fusil de las manos de Jessie. Disparó unos cuantos tiros contra un par de cables de teléfonos que pasaban por unos aisladores en la cima de un poste. Él coche quemaba caucho sobre el asfalto antes de que los extremos de los cables rotos tocasen el suelo.
– Esto debería darnos media hora -dijo.
– La limusina está solamente a cien metros detrás de nosotros y va ganando terreno -dijo Jessie, con voz estridente y temerosa.
– No podría quitárselos de encima -dijo tranquilamente Velikov-. Mi chófer es experto en altas velocidades y el motor tiene una potencia de 425 caballos.
A pesar de la desenvoltura de Pitt y de sus palabras casuales, tenía la fría competencia y el aire inconfundible de las personas que saben lo que se hacen.
Dirigió a Velikov una sonrisa descarada y dijo:
– Los rusos no han inventado ningún coche que pueda alcanzar a un Chevy del cincuenta y siete.
Como para recalcar sus palabras, apretó el acelerador a fondo y el viejo automóvil pareció buscar en lo más hondo de sus gastados órganos una fuerza que no había conocido en treinta años. El grande y estruendoso cacharro todavía funcionaba. Adquirió velocidad, devorando kilómetros en la carretera, y el zumbido regular de sus ocho cilindros indicó que no se andaba con chiquitas.
Pitt concentraba toda su atención en el volante y en estudiar la carretera, incluso desde dos o incluso tres revueltas de distancia. El Zil se aferraba tenazmente a la cortina de humo que salía del tubo de escape del Chevy. Pitt tomó a toda velocidad una serie de curvas cerradas, mientra subían a través de montes boscosos. Estaba rodando al borde del desastre. Los frenos eran terribles y hacían poco más que oler mal y echar humo cuando Pitt apretaba el pedal. Estaban gastados y el metal rozaba contra metal dentro de los tambores.
A ciento cuarenta kilómetros por hora la tracción delantera producía balanceos espantosos. El volante temblaba en manos de Pitt. Los amortiguadores habían desaparecido hacía tiempo y el Chevy se inclinaba peligrosamente en las curvas, con los neumáticos chirriando como pavos salvajes.
Velikov estaba rígido como un palo, mirando fijamente hacia delante, sujetando el tirador de la portezuela con una mano de nudillos blancos, como dispuesto a saltar antes del inevitable accidente.
Jessie estaba francamente aterrorizada y cerraba los ojos mientras el coche patinaba y oscilaba furiosamente a lo largo de la carretera. Apretaba con fuerza las rodillas contra el respaldo del asiento delantero, para no ser lanzada de un lado a otro y mantener firme el fusil con que apuntaba a la cabeza de Velikov.
Si Pitt se daba cuenta de la considerable angustia que causaba a sus pasajeros, no daba señales de ello. Media hora era lo más que podía esperar antes de que los vigilantes cubanos estableciesen contacto con sus superiores e informasen del secuestro del general soviético. Un helicóptero sería la primera señal de que los militares cubanos se le echaban encima y preparaban una trampa. Cuándo y a qué distancia levantarían una barricada en la carretera eran cuestiones de pura conjetura. Un tanque o una pequeña flota de coches blindados aparecerían de pronto detrás de una curva cerrada, y el viaje habría terminado. Solamente la presencia de Velikov impediría una matanza.
El conductor del Zil no era inexperto. Ganaba terreno a Pitt en las curvas, pero lo perdía en las rectas cuando aceleraban el viejo Chevy. Por el rabillo del ojo vio Pitt un pequeño rótulo que indicaba que se estaban acercando a la ciudad portuaria de Cárdenas. Empezaron a aparecer casas y pequeñas tiendas a los lados de la carretera y aumentó el tráfico.
Miró el velocímetro. La oscilante aguja marcaba más o menos ciento cincuenta kilómetros. Aflojó la marcha hasta la mitad, manteniendo el Zil a distancia al serpentear entre el tráfico tocando con fuerza el claxon. Un guardia hizo un fútil intento de pararle junto a la acera cuando, inclinándose, dio la vuelta a la plaza de Colón y a una alta estatua de bronce del mismo personaje. Afortunadamente, las calles eran anchas y podía esquivar fácilmente a los peatones y a otros vehículos.
La ciudad estaba en las orillas de una bahía circular y poco profunda, y Pitt pensó que, mientras tuviese el mar a su derecha, iría en dirección a La Habana. De alguna manera consiguió mantenerse en la calle principal y, antes de diez minutos, el coche salía volando de la ciudad y entraba de nuevo en el campo.
Durante la veloz carrera por las calles, el Zil había acortado la distancia hasta cincuenta metros. Uno de los guardaespaldas se asomó a la ventanilla y disparó su pistola.
– Nos están disparando -anunció Jessie, en un tono indicador de que estaba emocionalmente agotada.
– No nos apunta a nosotros -replicó Pitt-, sino a los neumáticos.
– Está perdido -dijo Velikov. Eran las primeras palabras que pronunciaba en ochenta kilómetros-. Ríndase. No podrá escapar.
– Me rendiré cuando esté muerto -dijo Pitt con desconcertante aplomo.
No era la respuesta que esperaba Velikov. Si todos los americanos eran como Pitt, pensó, la Unión Soviética las pasaría moradas. Velikov se jactaba de su habilidad en manipular a los hombres, pero era evidente que no haría mella en éste.
Saltaron sobre un hoyo de la carretera y cayeron pesadamente al otro lado. Se rompió el silenciador y el súbito estruendo del tubo de escape fue sorprendente, casi ensordecedor, por su inesperada furia. Los ojos de los pasajeros empezaron a lagrimear a causa del humo, y el interior del coche se convirtió en una sauna al combinarse el calor del vapor con la humedad exterior. El suelo estaba tan caliente que parecía que iba a fundir las suelas de las botas de Pitt. Entre el ruido y el calor, tenía la impresión de que estaba trabajando horas extraordinarias en una sala de calderas.
El Chevy se estaba convirtiendo en una casa de locos mecánica. Los dientes de la transmisión se habían gastado y chirriaban en protesta contra las extremadas revoluciones. Extraños ruidos como de golpes empezaron a sonar en las entrañas del motor. Pero todavía le quedaba fuerza y, con su característico zumbido grave, el Chevy siguió adelante casi como si supiese que sería éste su último viaje.
Pitt había reducido cuidadosa y ligeramente la marcha y permitido que el conductor ruso se acercase a una distancia de tres coches. Hizo que el Chevy fuese de un lado a otro de la carretera para que el guardaespaldas no pudiese apuntar bien. Después levantó un milímetro el pie del acelerador, hasta que el Zil estuvo a cinco metros del parachoques de atrás del Chevrolet.
Entonces pisó el pedal del freno.
El sargento que conducía el Zil era hábil, pero no lo suficiente. Hizo girar el volante a la izquierda y casi logró su propósito. Pero no había tiempo ni distancia suficientes. El Zil se estrelló contra la parte de atrás del Chevy con un chirrido metálico y un estallido de cristales, aplastando el radiador contra el motor, mientras la cola giraba en redondo en un movimiento de sacacorchos.
El Zil, totalmente fuera de control y convertido en tres toneladas de metal condenado a su propia destrucción, chocó de refilón contra un árbol, salió despedido a través de la carretera y se estrelló contra un autobús averiado y vacío a una velocidad de ciento veinte kilómetros por hora. Una llamarada de color naranja brotó del coche mientras daba locas vueltas de campana durante más de cien metros, antes de detenerse volcado sobre el techo, con las cuatro ruedas girando todavía. Los rusos estaban atrapados en su interior, sin posibilidad de escapar, y las llamas anaranjadas se transformaron en una espesa nube de humo negro.
El fiel y maltrecho Chevy corría aún a trompicones. Vapor y aceite brotaban de debajo del capó, la segunda marcha se había roto con los frenos y el retorcido parachoques de atrás se arrastraba por la carretera dejando una estela de chispas.
El humo atraería a los que les estaban buscando. Se cerraba la red. En el próximo kilómetro, en la próxima curva de la carretera, ésta podría estar bloqueada. Pitt estaba seguro de que, en cualquier momento, aparecería un helicóptero sobre las copas de los árboles que flanqueaban la carretera. Había llegado la hora de desprenderse del coche. Era insensato seguir jugando con la suerte. Como un bandido huyendo de sus perseguidores, tenía que cambiar de caballo.
Redujo la velocidad a sesenta al acercarse a las afueras de la ciudad de Matanzas. Descubrió una fábrica de abonos e introdujo el coche en la zona de aparcamiento. Deteniendo el moribundo Chevy al pie de un gran árbol, miró a su alrededor y, al no ver a nadie, paró el motor. Los chasquidos del metal recalentado y el silbido del vapor sustituyeron al ensordecedor estruendo del tubo de escape.
– ¿Cuál es ahora tu plan? -preguntó Jessie, que estaba recobrando su aplomo-. Porque espero que tendrás otra carta en la manga.
– No hay picaro que me gane -dijo Pitt, con una sonrisa tranquilizadora-. Quédate aquí. Si nuestro amigo el general hace el menor movimiento, mátale.
Caminó por el aparcamiento. Era un día laborable y estaba lleno de coches de los trabajadores. El hedor de la fábrica era nauseabundo y llenaba el aire a kilómetros alrededor. Pitt se plantó cerca de la puerta principal mientras una serie de camiones cargados de sulfato amónico, cloruro potásico y estiércol entraban en la planta, y salían otros tranquilamente por el camino de tierra que llevaba a la carretera. Esperó unos quince minutos hasta que apareció un camión de marca rusa lleno de estiércol y se dirigió a la fábrica. Pitt se plantó en medio de la carretera e hizo señal de que se detuviese.
El conductor iba solo. Miró interrogadoramente desde la cabina. Pitt le hizo ademán de que bajase y señaló enérgicamente debajo del camión. El chófer, curioso, se apeó y se agachó junto a Pitt que estaba mirando atentamente el eje de transmisión. Al no ver nada anormal, se volvió en el mismo instante en que Pitt le descargaba un golpe en la nuca.
Se derrumbó y Pitt se lo cargó al hombro. Subió al inconsciente cubano a la cabina del camión y después subió él rápidamente. El motor estaba en marcha y metió la primera y se dirigió hacia el árbol que ocultaba al Chevrolet de quienes viniesen por el aire.
– ¡Todos a bordo! -dijo, saltando de la cabina.
Jessie se echó atrás, asqueada.
– Dios mío, ¿qué hay ahí?
– Por decirlo delicadamente, estiércol.
– ¿Espera que me revuelque en esa inmundicia? -preguntó Velikov.
– No solamente que se revuelque -respondió Pitt-, sino que van a enterrarse en ella. -Tomó el fusil de manos de Jessie y pinchó al general, no con mucha suavidad, en los ríñones-. Arriba, general, probablemente ha frotado con cieno a muchas víctimas de la KGB. Ahora es su turno.
Velikov lanzó una mirada asesina a Pitt y después subió a la caja del camión. Jessie le siguió de mala gana, mientras Pitt empezaba a despojar de su ropa al conductor. Era de número muy inferior a su talla y tuvo que dejar desabrochada la camisa y abierta la bragueta del pantalón para caber en ellos. Puso rápidamente su uniforme de campaña al cubano y subió a éste a la caja del camión con los otros. Devolvió el fusil a Jessie. Ésta no necesitó instrucciones para apoyar el cañón en la cabeza de Velikov. Pitt encontró una pala en un lado de la cabina y empezó a cubrirles.
Jessie sintió náuseas y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no vomitar.
– Creo que no podré aguantarlo.
– Da gracias a Dios de que sea de caballo y de ganado y no de las alcantarillas de la ciudad.
– Esto es fácil de decir, para ti que vas a conducir.
Cuando todos fueron invisibles y apenas si podían respirar, Pitt volvió a la cabina y condujo el camión hacia la carretera. Se detuvo antes de entrar en ella, al ver a tres helicópteros militares volar encima de su cabeza y pasar a toda velocidad un convoy de soldados armados en la dirección del destrozado Zil.
Esperó y después giró a la izquierda y entró en la carretera. Estaba a punto de llegar a los límites de la ciudad de Matanzas cuando se encontró con un puesto de control donde había un coche blindado y casi cincuenta soldados, todos ellos con aire hosco y resuelto.
Se detuvo y tendió los papeles que había quitado al conductor. Su plan funcionó aún mejor de lo que había imaginado. Los guardias ni siquiera se acercaron al apestoso camión. Hicieron seña de que siguiese adelante, contentos de verle alejarse y felices de respirar de nuevo aire fresco.
Una hora y media más tarde, el sol se había ocultado en occidente y se habían encendido las luces de La Habana. Pitt llegó a la ciudad y subió por la Via Blanca. Salvo por el aroma del camión, se sintió seguro al pensar que pasaría inadvertido entre el ruidoso y bullicioso tráfico de la hora punta. También le pareció más seguro entrar en la ciudad cuando se había hecho de noche.
Sin pasaporte ni dinero, su único recurso era establecer contacto con la misión americana en la Embajada suiza. Allí podrían quitarle a Jessie de encima y mantenerle oculto hasta que su pasaporte y sus documentos de entrada fuesen enviados por vía diplomática desde Washington. En cuanto se convirtiese en turista oficial, podría tratar de resolver el enigma del tesoro de La Dorada.
Velikov no era ningún problema. Vivo, el general era un enemigo peligroso. Seguiría matando y torturando. Muerto, sólo sería un recuerdo. Pitt decidió matarle de un tiro en un callejón desierto. Cualquiera que fuese lo bastante curioso para investigar atribuiría simplemente el estampido a un petardeo del tubo de escape del camión.
Se metió en una calle estrecha entre dos hileras de almacenes desiertos, cerca de la zona portuaria, y detuvo el vehículo. Dejó el motor en marcha y se dirigió a la parte de atrás del camión. Al subir a él, vio la cabeza y los brazos de Jessie que sobresalían de la carga de estiércol. Manaba sangre de un pequeño corte en la sien y el ojo derecho se estaba hinchando y amoratando. Las únicas señales de Velikov y del conductor cubano eran unos huecos en los lugares donde Pitt les había encerrado.
Habían desaparecido.
Él la ayudó a salir de entre el estiércol y lo limpió de sus mejillas. Ella abrió los ojos y le miró y, al cabo de un momento, sacudió la cabeza de un lado a otro.
– Lo siento, lo he echado todo a perder.
– ¿Qué ocurrió? -preguntó él.
– El conductor volvió en sí y me atacó. No grité para pedirte auxilio porque tuve miedo de provocar una alarma y de que nos detuviese la policía. Luchamos por el fusil y éste saltó por encima de un lado del camión. Entonces el general me agarró de los brazos y el conductor me golpeó hasta que perdí el conocimiento. -De pronto se le ocurrió algo y miró furiosamente a su alrededor-: ¿Dónde están ellos?
– Debieron saltar del camión -respondió Pitt-. ¿Puedes recordar dónde o cuándo ocurrió?
El esfuerzo de concentración de Jessie se reflejó en su semblante.
– Creo que fue aproximadamente cuando entrábamos en la ciudad. Recuerdo haber oído el ruido de un tráfico intenso.
– De esto hace menos de veinte minutos.
La ayudó a pasar a un lado de la caja del camión y la bajó delicadamente al suelo.
– Será mejor que dejemos el camión y tomemos un taxi.
– Yo no puedo ir a ninguna parte oliendo de este manera -dijo sorprendida ella-. Y fíjate en ti. Estás ridículo. Llevas todo abierto por delante.
Pitt se encogió de hombros.
– Bueno, no me detendrán por escándalo público. Todavía llevo puestos los shorts.
– No podemos tomar un taxi -dijo desesperadamente ella-. No tenemos ni un peso cubano.
– La misión americana en la Embajada suiza cuidará de ello. ¿Sabes dónde está?
– La llaman Sección de Intereses Especiales. Cuba tiene algo parecido en Washington. El edificio tiene vistas al mar y está en una avenida llamada el Malecón.
– Nos ocultaremos hasta que sea de noche. Tal vez podamos encontrar una fuente donde puedas limpiarte. Velikov ordenará un registro a gran escala de la ciudad para encontrarnos. Probablemente tendrán vigilada la Embajada; por consiguiente, tendremos que encontrar la manera de deslizamos a hurtadillas en ella. ¿Te sientes lo bastante fuerte para echar a andar?
– ¿Sabes una cosa? -dijo ella, con una sonrisa de dolor-. Si me lo preguntas, te diré que estoy terriblemente fatigada.
Ira Hagen se apeó del avión y entró en la terminal del Aeropuerto José Martí. Se había preparado para una discusión acalorada con los oficiales de inmigración, pero éstos echaron simplemente un vistazo a su pasaporte diplomático y le dejaron pasar con un mínimo de formalidades. Al dirigirse al lugar de recogida de equipajes, un hombre con un traje de algodón a rayas le detuvo.
– ¿Señor Hagen?
– Sí, soy Hagen.
– Tom Clark, jefe de la Sección de Intereses Especiales. El propio Douglas Oates me informó de su llegada.
Hagen observó a Clark. El diplomático era un hombre atlético de unos treinta y cinco años, cara tostada por el sol, bigote a lo Errol Flynn, ralos cabellos rojos peinados hacia delante para ocultar las entradas, ojos azules y una nariz que había sido rota más de una vez. Sacudió calurosamente la mano de Hagen al menos siete veces.
– Supongo que no recibirá a muchos americanos aquí -dijo Hagen.
– Muy pocos desde que el presidente Reagan dejó la isla fuera del alcance de los turistas y de los hombres de negocios.
– Presumo que le habrán enterado de la razón de mi visita.
– Será mejor que esperemos a hablar de esto en el coche -dijo Clark, señalando con la cabeza a una mujer gorda y vulgar que estaba sentada cerca de ellos, con una pequeña maleta sobre la falda.
Hagen no necesitó que se lo dijesen para reconocer a una vigilante con un micro disimulado que registraba todas sus palabras.
Al cabo de casi una hora, pudo hacerse Hagen al fin con su maleta y se dirigieron al coche de Clark, un sedán Lincoln con chófer. Llovía ligeramente, pero Clark traía un paraguas. El conductor colocó la maleta en el portaequipajes, y se dirigieron a la Embajada suiza, donde se albergaba la Sección de Intereses Especiales de los Estados Unidos.
Hagen había pasado la luna de miel en Cuba, varios años antes de la revolución, y se encontró con que La Habana era casi la misma que él recordaba. Los colores pastel de los edificios estucados de las avenidas flanqueadas de palmeras parecían algo desvaídos pero poco cambiados. Era un viaje nostálgico. En las calles circulaban numerosos automóviles de los años cincuenta que le despertaban viejos recuerdos: Kaiser, Studebaker, Packard, Hudson e incluso un par de Edsel. Se mezclaban con los nuevos Fiat de Italia y Lada de Rusia.
La ciudad prosperaba, pero no con la pasión de los años de Batista. Los mendigos, las prostitutas y los tugurios habían desaparecido, sustituidos por la austera pobreza que era marca de fábrica de todos los países comunistas. El marxismo era una verruga en el recto de la humanidad, decidió Hage.
Se volvió a Clark.
– ¿Cuánto tiempo lleva usted en el servicio diplomático?
– Ninguno -respondió Clark-. Estoy en la compañía.
– La CÍA.
Clark asintió con la cabeza.
– Llámelo así si lo prefiere.
– ¿Por qué ha dicho aquello sobre Douglas Oates?
– Para que lo oyese la persona que estaba escuchando en el aeropuerto. Quien me informó de su misión fue Martin Brogan.
– ¿Qué se ha hecho para encontrar y desactivar el ingenio?
Clark sonrió tristemente.
– Puede llamarlo la bomba. Sin duda una bomba pequeña, pero lo bastante potente para arrasar la mitad de La Habana y provocar un incendio capaz de destruir todas las débiles casas y barracas de los suburbios. Y no, no la hemos encontrado. Tenemos un equipo secreto de veinte hombres registrando las zonas portuarias y los tres barcos en cuestión. Y no han encontrado nada. Igual podrían estar buscando una aguja en un pajar. Faltan menos de dieciocho horas para las ceremonias y el desfile. Se necesitaría un ejército de dos mil investigadores para encontrar la bomba a tiempo. Y para empeorar las cosas, nuestra pequeña tropa tiene que trabajar eludiendo las medidas de seguridad de los cubanos y los rusos. Tal como están las cosas, tengo que decir que la explosión es inevitable.
– Si puedo llegar hasta Castro y darle el aviso del presidente…
– Castro no quiere hablar con nadie -dijo Clark-. Nuestros agentes de más confianza en el Gobierno cubano, y tenemos cinco en encumbradas posiciones, no pueden establecer contacto con él. Lamento decirlo, pero la misión de usted es más desesperada que la mía.
– ¿Va a evacuar a su gente?
Se pintó una expresión de profunda tristeza en los ojos de Clark.
– No. Todos continuaremos aquí hasta el final.
Hagen guardó silencio mientras el coche salía del Malecón y cruzaba la entrada de lo que había sido la Embajada de los Estados Unidos y estaba ahora ocupada oficialmente por los suizos. Dos guardias con uniforme suizo abrieron la alta verja de hierro.
De pronto, sin previo aviso, un taxi siguió a la limusina y cruzó la verja antes de que los sorprendidos guardias pudiesen reaccionar y cerrarla. El taxi no se había parado aún cuando una mujer con uniforme de miliciano y un hombre vestido de harapos se apearon de él de un salto. Los guardias se recobraron rápidamente y se abalanzaron contra el desconocido, que adoptó una posición medio de boxeo y medio de judo. Se detuvieron, tratando de desenfundar sus pistolas. Aquel momento de indecisión fue suficiente para que la mujer abriese la puerta de atrás del Lincoln y subiese a él.
– ¿Son americanos o suizos? -preguntó.
– Americanos -respondió Clark, tan pasmado por el repugnante olor que emanaba de ella como por su brusca aparición-. ¿Qué es lo que quiere?
Su respuesta ftie totalmente inesperada. Empezó a reír histéricamente.
– Americanos o suizos. Dios mío, debió parecer que iba a pedirles un queso.
Por fin despertó el chófer, saltó del automóvil y la agarró de la cintura.
– ¡Espere! -ordenó Hagen, reparando en las contusiones de la cara de la mujer-. ¿Qué sucede?
– Soy americana -farfulló ella, recobrando un poco de su aplomo-. Me llamo Jessie LeBaron. Por favor, ayúdenme.
– ¡Santo Dios! -murmuró Hagen-. No será la esposa de Raymond LeBaron.
– Sí. Sí, lo soy -Señaló frenéticamente hacia la pelea que se había entablado en el paseo de la Embajada-. Deténganles. El es Dirk Pitt, director de proyectos especiales de la AMSN.
– Yo cuidaré de esto -dijo Clark.
Pero cuando pudo intervenir Clark, Pitt ya había tumbado a uno de los guardias y estaba luchando con el otro. El taxista cubano saltaba desaforadamente, agitando los brazos y reclamando el importe de la carrera. Varios policías de paisano aumentaron la confusión, apareciendo de improviso en la calle delante de la verja cerrada y pidiendo que Pitt y Jessie les fuesen entregados. Clark hizo caso omiso de la policía, detuvo la pelea y pagó al chofer. Después condujo a Pitt al Lincoln.
– ¿De dónde diablos viene? -preguntó Hagen-. El presidente creía que estaba muerto o en la cárcel…
– ¡Dejemos ahora esto! -le interrumpió Clark-. Será mejor que nos perdamos de vista antes de que los policías se olviden de la inmunidad de la Embajada y se pongan violentos.
Empujó rápidamente a todos dentro de la casa y por un pasillo que conducía a la sección americana del edificio. Pitt fue llevado a una habitación desocupada, donde podría tomar una ducha y afeitarse. Un miembro del personal que era aproximadamente de su talla le prestó alguna ropa. El uniforme de Jessie fue quemado con la basura, y ella tomó agradecida un baño para quitarse el mal olor del estiércol. Un médico de la embajada suiza la reconoció minuciosamente y curó sus cortes y contusiones. Prescribió una comida saludable y le ordenó que descansara unas horas antes de ser interrogada por los oficiales de la Sección de Intereses Especiales.
Pitt fue acompañado a una pequeña sala de conferencias. Cuando entró, Hagen y Clark se levantaron y se presentaron formalmente. Le ofrecieron un sillón y todos se acomodaron alrededor de una pesada mesa de madera de pino tallada a mano.
– No tenemos tiempo para demasiadas explicaciones -dijo Clark, sin preámbulos-. Hace dos días, mis superiores de Langley me informaron sobre su incursión secreta en Cayo Santa María. Lo hicieron para que estuviese preparado en caso de que fracasara y hubiese repercusiones en La Habana. No me enteré de su éxito, hasta que el señor Hagen…
– Ira -le interrumpió Hagen.
– Hasta que Ira me ha mostrado hace un momento un documento altamente secreto capturado en la instalación de la isla. También me ha dicho que el presidente y Martin Brogan le habían pedido que averiguase su paradero y el de la señora LeBaron. Tenía que notificárselo inmediatamente, en el caso de que hubiesen sido sorprendidos y detenidos.
– O ejecutados -añadió Pitt.
– También esto -asintió Clark.
– Entonces también sabe por qué Jessie y yo nos separamos de los demás y vinimos a Cuba.
– Sí. Ella trae un mensaje urgente del presidente para Castro.
Pitt se relajó y se arrellanó en su sillón.
– Muy bien. Mi papel en el asunto ha terminado. Les agradecería que hiciesen lo necesario para poder enviarme de vuelta a Washington, después de unos pocos días que necesito para resolver un asunto personal.
Clark y Hagen intercambiaron una mirada, pero ninguno de los dos pudo mirar a Pitt a los ojos.
– Lamento estropear sus planes -dijo Clark-. Pero estamos ante un problema grave, y su experiencia en cuestión de barcos podría sernos de gran ayuda.
– No les serviría de nada. Soy demasiado conocido.
– ¿Puede dedicarnos unos minutos y le contaremos de qué se trata?
– Les escucharé con mucho gusto.
Clark asintió satisfecho con la cabeza.
– Muy bien. Ira ha venido directamente de hablar con el presidente. Está en mejores condiciones que yo para explicarle la situación. -Se volvió a Hagen-. Usted tiene la palabra.
Hagen se quitó la chaqueta, sacó un pañuelo del bolsillo de atrás del pantalón y se enjugó la sudorosa frente.
– La situación es ésta, Dirk. ¿Puedo llamarle Dirk?
– Ése es mi nombre.
Hagen era experto en juzgar a los hombres y le gustó lo que veía. Aquel tipo no parecía de los que se dejan engañar. También tenía un aire que inspiraba confianza. Hagen puso las cartas sobre la mesa y explicó el plan ruso para asesinar a los Castro y asumir el control de Cuba. Expuso en términos concisos los detalles, explicando que la bomba nuclear había sido introducida secretamente en el puerto, así como el tiempo proyectado para su explosión.
Cuando Hagen hubo terminado, Clark esbozó la acción emprendida para encontrar la bomba. No había tiempo para traer un equipo de rastreo sumamente experto en ingenios nucleares, ni permitirían los cubanos que pusiesen los pies en la ciudad. Él tenía solamente veinte hombres, provistos de un equipo primitivo para detectar las radiaciones. Tenía la enorme responsabilidad de dirigir la búsqueda y no se necesitaba mucha imaginación para darse cuenta de la futilidad de sus esfuerzos. Por fin, hizo una pausa.
– ¿Me sigue, Dirk?
– Sí… -dijo lentamente Pitt-. Le sigo. Gracias.
– ¿Algunas preguntas?
– Varias, pero una es la que más me importa. ¿Qué nos ocurrirá a todos si esa bomba no es encontrada y desactivada?
– Creo que ya conoce la respuesta -dijo Clark,
– Sí, pero quiero oírla de sus labios.
La cara de Clark asumió la expresión de un enlutado en un entierro.
– Moriremos todos -dijo simplemente.
– ¿Nos ayudará? -preguntó Hagen.
Pitt miró a Clark.
– ¿Cuánto tiempo tenemos?
– Aproximadamente dieciséis horas.
Pitt se levantó de su sillón y empezó a pasear arriba y abajo, dejando que su instinto comenzara a abrirse paso en aquel laberinto de información. Después de un minuto de silencio, en que Hagen y Clark le observaron con expectación, se apoyó de pronto en la mesa y dijo:
– Necesito un plano de la zona portuaria.
Un miembro del personal de Clark lo trajo rápidamente.
Pitt lo alisó sobre la mesa y lo miró.
– ¿Dicen ustedes que no pueden avisar a los cubanos? -preguntó, mientras estudiaba los lugares de amarre de la bahía.
– No -respondió Hagen-. Su Gobierno está infestado de agentes soviéticos. Si les pusiesen sobre aviso, no sólo harían oídos sordos, sino que entorpecerían nuestra operación de búsqueda.
– ¿Y qué me dicen de Castro?
– Penetrar en su refugio y avisarle es mi misión -dijo Hagen.
– Y los Estados Unidos tendrán la culpa.
– La falsa información de los soviéticos cuidará de esto.
– Por favor, ¿pueden darme un lápiz?
Clark se lo dio y volvió a sentarse en silencio mientras Pitt trazaba un círculo en el plano.
– Yo diría que el barco que lleva la bomba está atracado en la ensenada de Antares.
Clark arqueó las cejas.
– ¿Cómo puede saberlo?
– Evidentemente, es el lugar donde una explosión causaría más estragos. La ensenada se adentra casi hasta el corazón de la ciudad.
– Un buen razonamiento -dijo Clark-. Dos de los barcos sospechosos están amarrados allí. El otro está en el otro lado de la bahía.
– Denme un informe detallado sobre estos barcos.
Clark examinó la página correspondiente del documento en que se consignaban las llegadas de barcos.
– Dos pertenecen a la flota mercante de la Unión Soviética. El tercero navega con pabellón panameño y es propiedad de una corporación dirigida por exiliados cubanos anticastristas.
– Esto último es una pista falsa montada por la KGB -dijo Hagen-. Sostendrán que los exiliados cubanos son un arma de la CÍA, convirtiéndonos así en los villanos de la catástrofe. No habrá una nación en el mundo que crea que no estamos comprometidos.
– Un plan muy astuto -dijo Clark-. Difícilmente emplearían uno de sus propios barcos para transportar la bomba.
– Sí, pero ¿por qué destruir dos barcos y sus cargamentos sin ningún objetivo? -preguntó Pitt.
– Confieso que esto no tiene sentido.
– ¿Nombre y cargamento de los barcos?
Clark extrajo otra página del documento y leyó en ella:
– El Ozero Zaysan, carguero soviético que transporta equipo y suministros de tipo militar. El Ozero Baykai, petrolero de doscientas mil toneladas. El barco de simulada propiedad cubana es el Amy Bigalow, y lleva un cargamento de veinticinco mil toneladas de nitrato de amonio.
Pitt contempló el techo como hipnotizado.
– ¿Es el petrolero el que está atracado en el otro lado de la bahía?
– Sí, ante la refinería de petróleo.
– ¿Ha sido descargado alguno de los mercantes?
Clark sacudió la cabeza.
– No se ha observado ninguna actividad alrededor de los dos cargueros, y el petrolero continúa estando a un nivel muy bajo en el agua.
Pitt se sentó de nuevo y dirigió a los otros dos que estaban en la habitación una mirada fría y dura.
– Caballeros, les han tomado el pelo.
Clark miró a Pitt con expresión sombría.
– ¿Qué está diciendo?
– Han sobrestimado ustedes la táctica espectacular de los rusos y menospreciado su astucia -dijo Pitt-. No hay ninguna bomba nuclear en ninguno de estos barcos. Para lo que proyectan hacer, no la necesitan.
El coronel general Viktor Kolchak, jefe de los quince mil soldados y consejeros en suelo cubano, salió de detrás de su mesa y abrazó calurosamente a Velikov.
– General, no sabe usted cuánto me alegro de verle vivo.
– El sentimiento es mutuo, coronel general -dijo Velikov, correspondiendo al fuerte abrazo de Kolchak.
– Siéntese, siéntese; tenemos mucho de que hablar. Quienquiera que está detrás de la destrucción de nuestras instalaciones de vigilancia en la isla lo pagará caro. Un mensaje del presidente Antonov me asegura que no se tomará este ataque a la ligera.
– Estoy completamente de acuerdo -dijo Velikov-. Pero tenemos otro asunto urgente que discutir.
– ¿Quiere un vaso de vodka?
– No -replicó bruscamente Velikov-. Ron y Cola tendrá lugar mañana a las diez de la mañana. ¿Han terminado sus preparativos?
Kolchak se sirvió un vasito de vodka.
– Los funcionarios soviéticos y nuestros amigos cubanos están saliendo discretamente de la ciudad en pequeños grupos. La mayoría de nuestras fuerzas militares la han abandonado ya para empezar unas maniobras simuladas a sesenta kilómetros de distancia. Al amanecer, todo el personal, el equipo y los documentos importantes habrán sido evacuados disimuladamente.
– Deje a algunos aquí -dijo tranquilamente Velikov.
Kolchak miró por encima de sus gafas sin montura como una abuela al oír una palabrota de boca de un chiquillo.
– ¿Que deje qué, general?
Velikov borró de su cara una sonrisa burlona.
– Cincuenta miembros del personal civil soviético, y sus familias, y doscientos componentes de sus fuerzas militares.
– ¿Sabe lo que me está pidiendo?
– Perfectamente. No podemos culpar a la CÍA de cien mil muertos sin sufrir nosotros baja alguna. Han de morir rusos junto a los cubanos. Será una propaganda que allanará el camino a nuestro nuevo Gobierno.
– No puedo enviar a la muerte a doscientos cincuenta de mis paisanos.
– La conciencia nunca inquietó a su padre cuando despejó unos campos de minas alemanes haciendo marchar a sus hombres por ellos.
– Aquello era la guerra.
– Sólo el enemigo ha cambiado -dijo fríamente Velikov-. Hemos estado en guerra con los Estados Unidos desde 1945. El costo en vidas es pequeño en comparación con el aumento de nuestro dominio en el hemisferio occidental. No hay tiempo para discusiones, general. Se espera que cumpla usted con su deber.
– No necesito que la KGB me dé lecciones sobre mi deber para con la madre patria -dijo Kolchak, sin rencor.
Velikov se encogió de hombros con indiferencia.
– Todos hemos de representar nuestro papel. Volviendo a Ron y Cola; después de la explosión, sus tropas regresarán a la ciudad y ayudarán en las operaciones médicas y de auxilio. Mi gente cuidará de que se produzca con orden el cambio de Gobierno. También haré que la prensa internacional muestre a los abnegados soldados soviéticos cuidando a los supervivientes heridos.
– Como soldado debo decir que encuentro abominable toda esta operación. No puedo creer que el camarada Antonov sea cómplice de ella.
– Sus motivos son válidos y yo no los pongo en tela de juicio.
Kolchak se apoyó en el borde de su mesa con los hombros encogidos.
– Haré una lista de los que se tienen que quedar.
– Gracias, coronel general.
– Presumo que los preparativos están terminados, ¿no?
Velikov asintió con la cabeza.
– Usted y yo acompañaremos a los hermanos Castro a la tribuna para presenciar el desfile. Yo llevaré un transmisor de bolsillo que hará estallar la carga en el barco principal. Cuando Castro inicie su acostumbrado discurso maratoniano, saldremos disimuladamente y tomaremos un coche que nos estará esperando. Cuando nos hayamos alejado lo bastante para estar a salvo, unos treinta quilómetros que podremos recorrer en media hora, activaré la señal y se producirá la explosión.
– ¿Cómo explicaremos nuestra milagrosa salvación? -preguntó sarcásticamente Kolchak.
– Las primeras noticias nos darán por muertos y desaparecidos. Más tarde, seremos descubiertos entre los heridos.
– ¿Muy mal herido?
– Sólo lo bastante para que sea convincente. Uniformes desgarrados, un poco de sangre y algunas heridas artificiales cubiertas con vendas.
– Como dos gamberros que han destrozado los camerinos de un teatro.
– Una metáfora muy poco adecuada.
Kolchak se volvió y miró tristemente por la ventana de su despacho la bulliciosa ciudad de La Habana.
– Es imposible -dijo en tono deprimido- creer que mañana a esta hora será todo eso un campo arrasado y humeante de miseria y de muerte.
El presidente trabajó hasta muy tarde en su mesa. Nada podía preverse en todos sus detalles, nada era absolutamente claro. El trabajo del jefe ejecutivo exigía una transacción tras otra. Sus victorias sobre el Congreso eran diluidas con enmiendas forzosas; su política exterior, alterada por otros líderes mundiales hasta que quedaba poco de la intención original. Ahora estaba tratando de salvar la vida a un hombre que, durante treinta años, había considerado a los Estados Unidos como su enemigo número uno. Se preguntó si esto tendría consecuencias dentro de doscientos años.
Dan Fawcett entró con una cafetera y unos bocadillos.
– El Salón Oval nunca duerme -dijo con forzada animación-. Aquí tiene lo que más le gusta: atún con tocino. -Ofreció un plato al presidente y después sirvió el café-. ¿Puedo ayudarle en algo?
– No, gracias, Dan. Sólo estoy redactando mi discurso para la conferencia de prensa de mañana.
– Estoy en ascuas por ver las caras que pondrán los representantes de la prensa cuando les revele la existencia de la colonia lunar y les presente a Steinmetz y los suyos. He visto algunas de las cintas de vídeo con sus experimentos en la Luna. Son increíbles.
El presidente puso el bocadillo a un lado y sorbió reflexivamente el café.
– El mundo está patas arriba.
Fawcett dejó de comer.
– ¿Perdón?
– Piense en esta terrible incongruencia. Estaré informando al mundo de la más grande hazaña moderna del hombre en el mismo momento en que La Habana será borrada del mapa.
– ¿Alguna noticia de última hora de Brogan, desde que Pitt y Jessie LeBaron aparecieron en nuestra Sección de Intereses Especiales?
– Ninguna desde hace una hora. Él también está en vela en su despacho.
– ¿Cómo diablos consiguieron Pitt y Jessie llegar hasta allí?
– Recorriendo trescientos kilómetros a través de una nación hostil. No lo comprendo.
Sonó el teléfono de la línea directa con Langley.
– Diga.
– Soy Martin Brogan, señor presidente. Me informan de La Habana que los investigadores no han detectado todavía ninguna señal radiactiva en ninguno de los barcos.
– ¿Han subido a bordo?
– No. Las medidas de seguridad son extremas. Sólo pueden pasar en coche frente a los dos barcos amarrados en el muelle. El otro, un petrolero, está anclado en la bahía. Han dado vueltas a su alrededor en una pequeña barca. ^
– ¿Qué quiere usted decir, Martin? ¿Qlie la bomba ha sido descargada y escondida en la ciudad?
– Los barcos han estado bajo estrecha vigilancia desde que llegaron al puerto. No se ha descargado nada.
– Tal vez la radiación no puede filtrarse a través de los cascos de acero de los barcos.
– Los expertos de Los Álamos me aseguran que puede filtrarse. El problema está en que nuestros hombres en La Habana no son expertos profesionales en radiación. También es un inconveniente que tengan que emplear contadores Geiger comerciales que no son lo bastante sensibles para registrar una señal ligera.
– ¿Por qué no tienen allí expertos cualificados y provistos del equipo necesario? -preguntó el presidente.
– Una cosa es enviar un hombre en una misión diplomática y llevando solo un maletín, como su amigo Hagen, y otra muy distinta introducir disimuladamente todo un equipo con doscientos cincuenta kilos de aparatos electrónicos. Si tuviésemos más tiempo, habríamos podido inventar algo. Los desembarcos clandestinos y el lanzamiento de paracaidistas tienen pocas probabilidades de éxito, habida cuenta de la muralla defensiva de Cuba. Entrar disimuladamente en barco es el método mejor, pero para esto se necesitaría al menos un mes de preparativos.
– Hace usted que esto parezca una enfermedad de la que no se conoce ningún remedio.
– Esto es una buena comparación, señor presidente -dijo Brogan-. Casi lo único que podemos hacer es permanecer sentados y esperar… y ver lo que sucede.
– No, no puedo permitirlo. Tenemos que hacer algo en nombre de la humanidad. No podemos dejar que muera toda esa gente. -Hizo una pausa, sintiendo un nudo cada vez más apretado en el estómago-. Dios mío, no puedo creer que los rusos hagan estallar realmente una bomba nuclear en una ciudad. ¿No se da cuenta Antonov de que nos está hundiendo cada vez más en un pantano del que no habrá manera de salir?
– Todavía existe la esperanza de que Ira Hagen pueda llegar a tiempo hasta Castro.
– ¿Cree realmente que Fidel se tomará en serio a Hagen? No es muy probable. Pensará que no es más que una intriga para desacreditarle. Lo siento, señor presidente, pero tenemos que acorazarnos contra el desastre, porque no podemos hacer nada para remediarlo.
El presidente ya no le escuchaba. Su cara revelaba una terrible desesperación. Hemos instalado una colonia en la Luna, pensó, y sin embargo, los habitantes de la Tierra insisten todavía en matarse los unos a los otros por razones estúpidas.
– Convocaré una reunión del Gabinete para mañana a primera hora, antes del anuncio de la colonia lunar -dijo, desalentadamente-. Tendremos que concebir un plan para rebatir las acusaciones de los soviéticos y los cubanos y recoger las piezas lo mejor que podamos.
Salir de la Embajada suiza fue ridiculamente fácil. Veinte años antes se había excavado un túnel que pasa a treinta metros por debajo de las calles y de las alcantarillas, muy fuera del alcance de cualquier sondeo que hubiesen podido intentar los agentes de seguridad cubanos alrededor de la manzana. Las paredes habían sido impermeabilizadas, pero unas bombas silenciosas funcionaban continuamente para eliminar las filtraciones.
Clark condujo a Pitt hasta el fondo por una larga escalera y, después, por un pasadizo que discurría por debajo de casi dos manzanas de la ciudad y terminaba en un pozo de escalera. Subieron por ella y salieron a un probador de una tienda de modas.
La tienda había cerrado hacía seis horas y las prendas exhibidas en el escaparate impedían que pudiese verse desde fuera el interior. Sentados en el almacén había tres hombres agotados y de aspecto macilento que apenas dieron muestras de reconocer a Clark al entrar éste con Pitt.
– No hace falta que sepa los verdaderos nombres -dijo Clark-. Le presento a Manny, a Moe y a Jack.
Manny, un negro corpulento de rostro fuertemente marcado con arrugas, vistiendo una vieja y descolorida camisa verde y unos pantalones caqui, encendió un cigarrillo y se limitó a mirar a Pitt con la indiferencia del hombre que está cansado del mundo. Parecía haber experimentado lo peor de la vida y perdido todas sus ilusiones.
Moe estaba estudiando a través de sus gafas un libro de frases rusas. Tenía el aire de un académico: expresión perdida, cabellos revueltos y barba perfectamente cuidada. Saludó con la cabeza y sonrió despreocupadamente.
Jack era el prototipo del latino de las películas de los años treinta: ojos chispeantes, complexión vigorosa, dientes blanquísimos, bigote triangular. Lo único que le faltaba era un bongó. Fue el único que pronunció unas palabras de saludo.
– Hola, Thomas. ¿Ha venido a arengar a la tropa?
– Caballeros, les presento… a Sam. Ha presentado una teoría que arroja nueva luz sobre la búsqueda.
– Será mejor que valga la pena de habernos sacado de los muelles -gruñó Manny-. No podemos perder tiempo con teorías estúpidas.
– Ahora están más cerca de encontrar la bomba de lo que estaban hace veinticuatro horas -dijo pacientemente Clark-, Sugiero que escuchen lo que tiene que decir.
– ¡Vayase al diablo! -dijo Manny-. Precisamente cuando habíamos encontrado la manera de subir a bordo de uno de los cargueros, nos ha hecho volver.
– Podrían haber buscado hasta el último rincón de esos barcos sin encontrar un ingenio nuclear de una tonelada y media -dijo Pitt.
Manny volvió su atención a Pitt, mirándole de los pies a la cabeza como un jugador de rugby midiendo a un adversario.
– Muy bien, sabelotodo, ¿dónde está nuestra bomba?
– Tres bombas -le corrigió Pitt- y ninguna de ellas nuclear.
Se hizo un silencio en la estancia. Todo, menos Clark, parecían escépticos.
Pitt sacó el mapa de debajo de su camisa y lo desplegó. Tomó unos alfileres de un maniquí y fijó el mapa en la pared. No iba a dejarse impresionar por la actitud indiferente del grupo de agentes de la CÍA. Sus ojos le mostraban que aquellos hombres eran despiertos, exactos y competentes. Sabía que poseían una notable variedad de recursos y la absoluta determinación de hombres que no se tomaban el fracaso a la ligera.
– El Amy Bigalow es el primer eslabón de la cadena destructora. Su cargamento de veinticinco mil toneladas de nitrato de amonio…
– Esto no es más que un fertilizante -dijo Manny.
– Es también un producto químico sumamente volátil -siguió diciendo Pitt-. Si esta cantidad de nitrato de amonio estallase, su fuerza sería mucho mayor que la de las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Éstas fueron arrojadas desde el aire y buena parte de su fuerza destructora se perdió en la atmósfera. Cuando el Amy Bigalow estalle a nivel del suelo, la mayor parte de su fuerza barrerá La Habana como un alud de lava fundida. El Ozero Zaysan, cuyo manifiesto dice que transporta artículos militares, está probablemente lleno de municiones hasta los topes. Desencadenará su fuerza destructora en una explosión en cadena con la del Amy Bigalow. Después arderá el Ozero Baykai con su petróleo, aumentando la devastación. Los depósitos de carburante, las refinerías, las plantas de productos químicos y todas las fábricas donde haya materiales volátiles saltarán por los aires. El incendio puede durar probablemente varios días.
Exteriormente, Manny, Moe y Jack parecieron no comprender, pues las expresiones de sus caras permanecieron inescrutables. Por dentro, estaban aturdidos por el increíble horror de aquella visión infernal de Pitt.
Moe miró a Clark.
– Creo que ha dado en el blanco, ¿sabe?
– Yo estoy de acuerdo. Langley interpretó mal el proyecto de los soviéticos. Pueden conseguirse los mismos resultados sin necesidad de recurrir a la fuerza nuclear.
Many se levantó y agarró los hombros de Pitt con sus manos como tenazas.
– Tengo que reconocerlo, hombre. Usted sabe realmente donde está la mierda.
Jack habló por primera vez.
– Es imposible descargar aquellos barcos antes de la fiesta de mañana.
– Pero pueden ser trasladados -dijo Pitt.
Manny reflexionó durante un momento.
– Los cargueros podrían sacarse del puerto, pero no apostaría yo a sacar a tiempo el petrolero. Necesitaríamos un remolcador sólo para dirigir su proa hacia el canal.
– Cada milla que pongamos entre aquellos barcos y el puerto significará un ahorro de cien vidas -dijo Pitt.
– Deberíamos tener tiempo bastante para buscar los detonadores -dijo Moe.
– Si pueden ser encontrados antes de que lleguemos a mar abierto, tanto mejor.
– Y si no -murmuró hoscamente Manny-, será como si todos nos suicidásemos.
– Ahorrarás a tu esposa los gastos del entierro -dijo Jack, con sonrisa de calavera-. No quedará nada que enterrar.
Moe pareció dudar.
– Andamos escasos de personal.
– ¿Cuántos maquinistas navales podrían encontrar? -preguntó Pitt.
Moe señaló con la cabeza.
– Manny ha sido jefe de máquinas. ¿Quién más se te ocurre, Manny?
– Enrico sabe lo que tiene que hacer en una sala de máquinas. Y también Héctor, cuando no está borracho.
– Son tres -dijo Pitt-. ¿Ycomo marineros de cubierta?
– Quince, diecisiete incluyendo a Moe y a Jack -respondió Clark.
– En total veinte, y yo soy el veintiuno -dijo Pitt-. ¿Y prácticos del puerto?
– Todos esos bastardos están en el bolsillo de Castro -gruñó Manny-. Tendremos que gobernar nosotros los barcos.
– Un momento -terció Moe-. Aunque dominemos las fuerzas de seguridad del muelle, tendremos que habérnoslas con las tripulaciones.
Pitt se volvió a Clark.
– Si los suyos se encargan de los guardias, yo neutralizaré las tripulaciones.
– Yo dirigiré personalmente un grupo de combate -dijo Clark-. Pero quisiera saber cómo piensa cumplir su parte del trato.
– Es cosa hecha -dijo sonriendo Pitt-. Los barcos están abandonados. Les garantizo que las tripulaciones los han evacuado silenciosamente y se han trasladado a lugar seguro.
– Los soviéticos pueden salvar la vida los suyos -dijo Moe-. Pero les importa un bledo la tripulación extranjera del Amy Bigalow.
– Seguro, pero no se arriesgarán a que un tripulante curioso ande por allí mientras preparan los detonadores.
Jack pensó un momento y dijo:
– Dos y dos son cuatro. Ese hombre es muy listo.
Manny miró a Pitt, ahora respetuosamente.
– ¿Pertenece usted a la compañía?
– No; a la AMSN.
– He metido la pata como un aficionado -suspiró Manny-. Tal vez ha llegado la hora de que me retire.
– ¿Cuántos hombres calcula que vigilan los barcos? -le preguntó Clark.
Manny sacó un pañuelo sucio y se sonó ruidosamente antes de responder:
– Una docena vigilan el Bigalow. Otros tantos el Zaysan. Una pequeña lancha patrullera está anclada junto al petrolero. Probablemente no van más que seis o siete en ella.
Clark empezó a andar arriba y abajo mientras hablaba.
– Bien. Reúnan sus tripulaciones. Mi equipo se encargará de los guardias y de proteger la operación. Manny, usted y sus hombres zarparán con el Amy Bigalow. Moe tomará el Ozero Zaysan. El remolcador le corresponde a usted, Jack, Asegúrese de que no suene la alarma cuando se apodere de él. Disponemos de seis horas con luz de día. Tenemos que aprovechar cada minuto. -Se interrumpió y miró a su alrededor-. ¿Alguna pregunta?
Moe levantó una mano.
– Cuando estemos en mar abierto, ¿qué nos pasará?
– Tomarán la lancha a motor de su barco y se alejarán lo más posible antes de que se produzcan las explosiones.
Nadie hizo comentarios. Todos sabían que sus probabilidades de salvación rayaban en cero.
– Me gustaría ir con Manny -dijo Pitt-. Soy bastante hábil con el timón.
Manny se puso en pie y dio una palmada en la espalda de Pitt que le dejó sin aliento.
– Por Dios, Sam, que creo que empezaré a tomarle simpatía.
Pitt le miró fijamente.
– Esperemos que vivamos lo bastante para saberlo.
El Amy Bigalow estaba amarrado de lado a un largo muelle moderno que había sido construido por ingenieros soviéticos. Más allá, a unos cientos de metros en el canal, veíase el casco de color crema del Ozero Zaysan, oscuro y abandonado. Las luces de la ciudad resplandecían en las negras aguas del puerto. Unas cuantas nubes procedentes de las montañas cruzaban la ciudad y se dirigían a alta mar.
Un coche oficial de fabricación rusa salió del bulevar de los Desamparados, seguido de dos pesados camiones militares. El convoy cruzó lentamente el muelle y se detuvo ante la rampa del Amy Bigalow. Un centinela salió de una garita y se acercó cautelosamente al automóvil.
– ¿Tienen permiso para estar en esta zona? -preguntó.
Clark, que llevaba uniforme de oficial cubano, dirigió una mirada arrogante al centinela.
– Llame al oficial de guardia -ordenó secamente-. Y diga señor cuando se dirija a un oficial.
Reconociendo las insignias de Clark a la luz amarillenta de las lámparas de vapor de sodio que iluminaban el muelle, el centinela se cuadró y saludó.
– En seguida, señor. Voy a llamarle.
El centinela corrió a la garita y tomó un transmisor portátil. Clark rebulló inquieto en su asiento. La astucia era vital; la mano dura, fatal. Si hubiesen tomado los barcos por asalto, a tiros, se habría dado la voz de alarma a todas las guarniciones de la ciudad. Una vez alertados, y encontrándose entre la espada y la pared, se verían obligados a provocar las explosiones antes de la hora prevista.
Un capitán salió por la puerta de un almacén cercano, se detuvo un momento para observar el convoy aparcado y, después, se acercó a la ventanilla del coche oficial y se dirigió a Clark:
– Capitán Roberto Herras -dijo, saludando-. ¿En qué puedo servirle, señor?
– Coronel Ernesto Pérez -respondió Clark-. Me han ordenado que le reemplace, así como a sus hombres.
Herras pareció confuso.
– Tengo orden de guardar el barco hasta mañana al mediodía.
– Las órdenes han sido cambiadas -dijo brevemente Clark-. Reúna a sus hombres y vuelvan al cuartel.
– Si no le importa, coronel, quisiera pedir confirmación a mi superior.
– Y él tendrá que llamar al general Melena y el general estará durmiendo en su cama. -Clark entrecerró los ojos y le dirigió una mirada helada-. Una carta dando fe de su insubordinación le seria muy perjudicial cuando le llegue el día de ascender a comandante.
– Por favor, señor, yo no me niego a obedecerle.
– Entonces le sugiero que reconozca mi autoridad.
– Sí, coronel… Yo…, yo no dudo de usted. -Se sometió-. Reuniré a mis hombres.
– Hágalo.
Diez minutos más tarde, el capitán Herras y su fuerza de seguridad de veinticuatro hombres formaron y se dispusieron a marcharse. Los cubanos aceptaron de buen grado al cambio de la guardia. Estaban contentos de volver a su cuartel y poder dormir por la noche. Herras no pareció advertir que los hombres del coronel permanecían ocultos en la oscuridad del primer camión.
– ¿Es toda su unidad? -preguntó Clark.
– Sí, señor. Están todos aquí.
– ¿Incluso los encargados de la vigilancia del otro barco?
– Disculpe, coronel. Dejé centinelas junto a la rampa, para asegurarme de que nadie subiría a bordo mientras repartiese usted sus hombres. Podemos pasar por allí y recogerlos al marcharnos.
– Muy bien, capitán. El camión de atrás está vacío. Ordene a sus hombres que suban a él. Usted puede llevarse mi coche. Mi ayudante irá a recogerlo más tarde a su cuartel.
– Es usted muy amable, señor. Gracias.
Clark tenía la mano en una pequeña pistola del 25 con silenciador que llevaba en el bolsillo del pantalón, pero no la sacó. Los cubanos estaban ya subiendo al camión, dirigidos por un sargento. Clark ofreció su asiento a Herras y se encaminó casualmente al camión silencioso donde estaban Pitt y los marineros cubanos.
Los vehículos habían girado en redondo y estaban saliendo del muelle cuando apareció y se detuvo un coche militar en el que viajaba un oficial ruso. Éste se asomó a la ventanilla de atrás y miró, frunciendo recelosamente el entrecejo.
– ¿Qué pasa aquí?
Clark se acercó despacio al automóvil, pasando por delante de él para asegurarse de que sus únicos ocupantes eran el ruso y su chófer.
– Un relevo de la guardia.
– No sé que se haya ordenado.
– La orden procede del general Velikov -dijo Clark, deteniéndose a sólo dos pies de la portezuela de atrás.
Ahora pudo ver que el ruso era también coronel.
– Precisamente vengo del despacho del general para inspeccionar las medidas de seguridad. No me dijo nada sobre el relevo de la guardia. -El coronel abrió la portezuela, disponiéndose a apearse-. Debe ser un error.
– No es ningún error -dijo Clark.
Cerró la puerta con la rodilla y disparó al coronel entre los ojos. Después, fríamente, metió dos balas en la nuca del conductor.
Un momento más tarde, el coche fue puesto en marcha y dirigido hacia las negras aguas entre los muelles.
Manny abrió la marcha, seguido de Pitt y cuatro marineros cubanos. Subieron a toda prisa la rampa hasta la cubierta principal del Atny Bigalow y se separaron. Pitt trepó por la escalerilla de la obra muerta, mientras los otros bajaban a la sala de máquinas. La caseta del timón estaba a oscuras, y Pitt la dejó tal cual. Pasó la media hora siguiente comprobando los controles electrónicos y el sistema de altavoces del barco a la luz de una linterna, hasta que todas las palancas y los interruptores quedaron firmemente grabados en su mente.
Levantó el teléfono del barco y llamó a la sala de máquinas. Pasó un minuto antes de que Manny respondiese.
– ¿Qué diablos quiere?
– Sólo una comprobación -dijo Pitt-. Listo para cuando usted lo esté.
– Pues tendrá que esperar mucho, míster.
Antes de que Pitt pudiese replicar, Clark entró en la caseta del timón.
– ¿Está hablando con Manny? -preguntó.
– Sí.
– Dígale que suba en seguida.
Pitt transmitió la brusca orden de Clark y recibió un alud de blasfemias antes de colgar.
Menos de un minuto más tarde, Manny entró en tromba, apestando a sudor y a aceite.
– Dése prisa -dijo a Clark-. Tengo un problema.
– Moe lo tiene aún peor.
– Ya lo sé. Las máquinas han sido inutilizadas.
– ¿Están las suyas en condiciones de funcionar?
– ¿Por qué no habían de estarlo?
– La tripulación soviética rompió a martillazos todas las válvulas del Ozero Zaysan -dijo gravemente Clark-. Moe dice que tardaría dos semanas en repararlas.
– Jack tendrá que arrastrarlo hacia el mar abierto con el remolcador -dijo llanamente Pitt.
Manny escupió a través de la puerta de la caseta del timón.
– No conseguirá volver a tiempo para remolcar el petrolero. Los rusos no están ciegos. Se darán cuenta de lo que pasa en cuanto salga el sol.
Clark asintió lentamente con la cabeza.
– Temo que tiene razón.
– ¿Cuál es la situación? -preguntó Pitt a Manny.
– Si esta bañera tuviera motores Diesel, podría hacerla arrancar dentro de dos horas. Pero tiene turbinas a vapor.
– ¿Cuánto tiempo necesita?
Manny miró hacia la cubierta, considerando los largos y complicados procedimientos.
– Hemos tenido que empezar con una maquinaria muerta. Lo primero que hicimos fue poner en funcionamiento el generador Diesel de emergencia y encender los quemadores del horno para calentar el fuel. Hay que enjugar la condensación de las tuberías, calentar las calderas y poner en condiciones los elementos auxiliares. Después esperar a que la presión del vapor aumente lo bastante para accionar las turbinas. Tenemos para cuatro horas… si todo marcha bien.
– ¿Cuatro horas? -dijo, perplejo, Clark.
– Si es así, el Amy Bigalow no podrá salir del puerto antes de que sea de día -dijo Pitt.
– Entonces no hay nada que hacer.
Había una cansada certidumbre en la voz de Clark.
– Sí, todavía hay algo que hacer -dijo firmemente Pitt-. Aunque sólo lográsemos sacar un barco más allá de la entrada del puerto, reduciríamos en una tercera parte la cantidad de muertos.
– Y todos nosotros moriríamos -añadió Clark-. No habrá manera de escapar. Hace dos horas había calculado que teníamos un cincuenta por ciento de probabilidades de sobrevivir. Pero no ahora, no cuando su viejo amigo Velikov descubra que su monstruoso plan empieza a desvanecerse en el horizonte. Y no debemos olvidar al coronel soviético que yace en el fondo de la bahía; dentro de poco se advertirá su ausencia y todo un regimiento saldrá en su busca.
– Y también está aquel capitán de los guardias de seguridad -dijo Manny-. Muy pronto se dará cuenta de lo ocurrido cuando le pongan las peras a cuarto por haber abandonado su zona de vigilancia sin la debida orden.
El zumbido de potentes motores Diesel aumentó lentamente de volumen en el exterior y una sirena de barco lanzó tres breves toques apagados.
Pitt miró a través de la ventana del puente.
– Jack se está acercando con el remolcador.
Se volvió y contempló las luces de la ciudad. Éstas le recordaron una gran vitrina de joyas. Empezó a pensar en la multitud de niños que estarían metiéndose en la cama esperando con ilusión la fiesta de mañana. Se preguntó cuántos de ellos no despertarían nunca.
– Todavía hay esperanzas -dijo al fin.
Esbozó rápidamente lo que creía que sería la mejor solución para reducir la devastación y salvar la mayor parte de La Habana. Cuando hubo terminado, miró de Manny a Clark.
– Bueno, ¿es factible?
– ¿Factible? -Clark estaba pasmado-. ¿Otros tres y yo reteniendo a la mitad del Ejército cubano durante tres horas? Es un plan francamente suicida.
– ¿Manny?
Manny miró fijamente a Pitt, tratando de escrutar aquella cara adusta apenas visible a la luz de las lámparas del muelle. ¿Por qué tenía un americano que sacrificar su vida por una gente que no vacilaría en matarle? Comprendió que nunca hallaría la respuesta en la oscura caseta del timón del Amy Bigalow, y se encogió de hombros con resignado fatalismo.
– Estamos perdiendo tiempo -dijo, mientras se volvía para regresar a la sala de máquinas.
El largo automóvil negro se detuvo sin ruido ante la puerta principal del pabellón de caza de Castro en los montes del sudeste de la ciudad. Uno de los dos gallardetes instalados sobre los guardabarros delanteros simbolizaba la Unión Soviética y el otro indicaba que el pasajero era un oficial de alta graduación.
La casa de invitados, en el exterior de la finca vallada, era la residencia de la escogida fuerza de vigilancia personal de Castro. Un hombre de uniforme hecho a la medida, pero sin insignias, se acercó lentamente al coche. Miró la vaga silueta de un corpulento oficial envuelto en la oscuridad del asiento de atrás y el documento de identidad que le fue mostrado en la ventanilla.
– Coronel general Kolchak. No hace falta que se identifique. -Saludó con un exagerado ademán-. Juan Fernández, jefe de seguridad de Fidel.
– ¿No duerme usted nunca?
– Soy un pájaro nocturno -dijo Fernández-. ¿Qué le trae aquí a estas horas?
– Una súbita emergencia.
Fernández esperó una explicación más detallada, pero no la recibió. Empezó a sentirse inquieto. Sabía que sólo una situación crítica podía traer a las tres de la mañana al representante militar soviético de más alto rango. No sabía qué hacer.
– Lo siento mucho, señor, pero Fidel ha dado órdenes estrictas de que nadie le moleste.
– Respeto los deseos del presidente Castro. Sin embargo, es con Raúl con quien debo hablar. Por favor, dígale que he venido por un asunto de suma urgencia y del que hemos de tratar personalmente.
Fernández consideró durante un momento la petición y asintió con la cabeza.
– Telefonearé al pabellón y diré a su ayudante que va usted para allá.
– Gracias.
Fernández hizo una seña a un hombre invisible que se hallaba en la casa de invitados, y la puerta provista de un dispositivo electrónico se abrió de par en par. La limusina subió por una serpenteante carretera de montaña a lo largo de unos tres kilómetros. Por último, se detuvo delante de una villa grande de estilo español que daba a un panorama de montes oscuros salpicados de luces lejanas.
Las botas del conductor crujieron sobre la gravilla al pasar hacia la portezuela del pasajero. No la abrió, sino que estuvo plantado allí durante casi cinco minutos, observando casualmente a los guardias que patrullaban por el lugar. Al fin, el ayudante de Raúl Castro salió bostezando de la puerta principal.
– Un placer inesperado, coronel general -dijo, sin gran entusiasmo-. Entre, por favor. Raúl bajará en seguida.
El militar soviético, sin responder, se apeó del coche y siguió al ayudante a través de un amplio patio hasta el vestíbulo del pabellón. Se llevó un pañuelo delante de la cara y se sonó. Su conductor le siguió a pocos pasos de distancia. El ayudante de Castro se hizo a un lado y señaló la sala de trofeos.
– Tengan la bondad de ponerse cómodos. Haré que les traigan un poco de café.
Al quedar solos, los dos se mantuvieron silenciosamente en pie de espaldas a la puerta abierta, contemplando una multitud de cabezas de oso adosadas a las paredes y docenas de aves disecadas y posadas alrededor del salón.
Pronto entró Raúl Castro, en pijama y con una bata de seda a cuadros. Se detuvo en seco al volverse de cara a él sus visitantes. Frunció el entrecejo, con sorpresa y curiosidad.
– ¿Quiénes diablos son ustedes?
– Me llamo Ira Hagen y traigo un mensaje importantísimo del presidente de los Estados Unidos. -Hagen hizo una pausa y señaló con la cabeza a su conductor, el cual se quitó la gorra, dejando que una mata de cabellos cayera sobre sus hombros-. Permita que le presente a la señora Jessie LeBaron. Ha sufrido grandes penalidades para entregar una respuesta personal del presidente a su hermano con referencia al proyectado pacto de amistad entre Cuba y los Estados Unidos.
Por un momento, el silencio fue tan absoluto en la estancia que Hagen sintió el tictac de un primoroso reloj de caja arrimado a la pared del fondo. Los ojos negros de Raúl pasaron de Hagen a Jessie y se fijaron en ésta.
– Jessie LeBaron murió -dijo con asombro.
– Sobreviví al accidente del dirigible y a las torturas del general Peter Velikov. -Su voz era tranquila y autoritaria-. Traemos pruebas documentales de que éste intenta asesinar a Fidel y a usted durante la fiesta del Día de la Educación, mañana por la mañana.
La rotundidad de la declaración, y el tono autoritario en que había sido formulada, impresionaron a Raúl.
Vaciló, reflexivamente. Después asintió con la cabeza.
– Despertaré a Fidel y le pediré que escuche lo que tienen que decirle.
Velikov observó cómo un archivador de su despacho era cargado en una carretilla de mano y bajado en el ascensor al sótano a prueba de incendios de la Embajada soviética. Su segundo oficial de la KGB entró en la revuelta habitación, quitó unos papeles de encima de un sillón y se sentó.
– Es una lástima quemar todo esto -dijo cansadamente.
– Un nuevo y más bello edificio se alzará sobre las cenizas -dijo Velikov, con una astuta sonrisa-. Regalo de un Gobierno cubano agradecido.
Sonó el teléfono y Velikov respondió rápidamente.
– ¿Qué pasa?
Le contestó la voz de su secretaria.
– El comandante Borchev desea hablar con usted.
– Póngame con él.
– ¿General?
– Sí, Borchev, ¿cuál es su problema?
– El capitán al mando de las fuerzas de seguridad del puerto ha dejado su puesto junto con sus hombres y regresado a su base fuera de la ciudad.
– ¿Han dejado los barcos sin vigilancia?
– Bueno…, no exactamente.
– ¿Abandonaron o no abandonaron su puesto?
– Él dice que fue relevado por una fuerza de guardias bajo el mando de un tal coronel Ernesto Pérez.
– Yo no di esa orden.
– Lo supongo, general. Porque, si la hubiese dado, seguro que yo me habría enterado.
– ¿Quién es ese Pérez y a qué unidad militar está destinado? -preguntó Velikov.
– Mi personal ha comprobado los archivos militares cubanos. No han encontrado nada acerca de él.
– Yo envié personalmente al coronel Mikoyan a inspeccionar las medidas de seguridad de los barcos. Póngase al habla con él y pregúntele qué diablos ocurre allá abajo.
– He estado tratando de comunicar con él durante la última media hora -dijo Borchev-. No contesta.
Sonó otro teléfono y Velikov dijo a Borchev que esperase.
– ¿Qué ocurre? -gritó.
– Soy Juan Fernández, general. Creí que debería usted saber que el coronel general Kolchak acaba de llegar para entrevistarse con Raúl Castro.
– No es posible.
– Yo mismo le identifiqué en la puerta.
Este nuevo acontecimiento aumentó la confusión de Velikov. Su rostro adquirió una expresión pasmada y su respiración se hizo sibilante. Sólo había dormido cuatro horas durante las últimas treinta y seis y su mente empezaba a enturbiarse.
– ¿Está ahí, general? -preguntó Fernández, inquieto por aquel silencio.
– Sí, sí. Escúcheme, Fernández. Vaya al pabellón y descubra que están haciendo Castro y Kolchak. Escuche su conversación e infórmeme dentro de dos horas.
No esperó respuesta, sino que conectó con la línea de Borchev.
– Comandante Borchev, forme un destacamento y vaya a la zona portuaria. Póngase usted mismo al frente de él. Compruebe quiénes son ese Pérez y sus fuerzas de relevo y telefonéeme en cuanto haya averiguado algo.
Entonces llamó Velikov a su secretaria.
– Póngame con la residencia del coronel general Kolchak.
Su segundo oficial se irguió en el sillón y le miró curioso. Nunca había visto a Velikov tan nervioso.
– ¿Anda algo mal?
– Todavía no lo sé -murmuró Velikov.
De pronto sonó la voz familiar del coronel general Kolchak en el teléfono.
– Velikov, ¿cómo les van las cosas al GRU y a la KGB?
Velikov se quedó unos momentos aturdido antes de recobrarse de la impresión.
– ¿Dónde está usted?
– ¿Que dónde estoy? -repitió Kolchak-. En mi oficina, tratando de sacar documentos secretos y otras cosas, lo mismo que usted. ¿Dónde creía que estaba?
– Acabo de recibir la noticia de que usted celebraba una entrevista con Raúl Castro en el pabellón de caza.
– Lo siento, pero todavía no puedo estar en dos sitios al mismo tiempo -dijo Kolchak, imperturbable-. Me da la impresión de que sus agentes secretos empiezan a ver visiones.
– Es muy raro. El informe procede de una fuente que siempre ha sido digna de confianza.
– ¿Está Ron y Cola en peligro?
– No, todo sigue según lo proyectado.
– Bien. Entonces deduzco que la operación va por muy buen camino.
– Sí -mintió Velikov, con un miedo matizado de incertidumbre-, todo está bajo control.
El remolcador se llamaba Pisto, por el nombre de una fritura española de pimientos rojos, calabacines y tomates. El nombre era adecuado, pues los lados de la embarcación estaban rojos de orín y las piezas de cobre revestidas de cardenillo. Sin embargo, a pesar del descuido de su estructura exterior, el gran motor Diesel de 3.000 caballos de fuerza que latía en sus entrañas resplandecía como una escultura pulimentada de bronce.
Sujetando la gran rueda de teca del timón, Jack contempló a través del humedecido cristal de la ventana la mole gigantesca que se alzaba en la oscuridad. El petrolero era negro y frío como los otros dos portadores de la muerte amarrados en los muelles. Ninguna luz de navegación indicaba su presencia en la bahía; solamente la lancha patrullera que daba vueltas alrededor de sus trescientos cincuenta metros de eslora y sus cincuenta de manga cuidaba de que no se acercasen otras embarcaciones.
Jack acercó el Pisto al Ozero Baykai y lo dirigió cautelosamente hacia la cadena del ancla de popa. La lancha patrullera les descubrió rápidamente y se aproximó. Tres hombres salieron corriendo del puente y se colocaron detrás del cañón de fuego rápido de la proa. Jack ordenó a la sala de máquinas que parasen el motor, una acción concebida sólo como pretexto, cuando se perdían ya a lo lejos las olas levantadas por la proa del remolcador.
Un joven teniente barbudo se asomó en la caseta del timón de la lancha patrullera empuñando un megáfono.
– Ésta es una zona prohibida. No tienen nada que hacer aquí. Márchense.
Jack hizo bocina con las manos y gritó:
– Mis generadores han perdido toda su fuerza y el motor Diesel acaba de pararse. ¿Podrían remolcarme?
El teniente sacudió la cabeza con irritación.
– Éste es un buque militar. No remolcamos a nadie.
– ¿Podría subir a su lancha y emplear su radio para llamar a mi jefe? Él enviará otro remolcador para sacarnos de aquí.
– ¿Qué le ha pasado a su batería de emergencia?
– Está agotada. -Jack hizo un ademán de impotencia-. No tengo nada para repararla. Estoy en la lista de espera. Ya sabe usted cómo está la cosa.
Las dos embarcaciones estaban ahora tan cerca la una de la otra que casi se tocaban. El teniente dejó a un lado el megáfono y respondió con voz áspera:
– No puedo permitírselo.
– Entonces tendré que anclar aquí hasta mañana -replicó malhumorado Jack.
El teniente levantó furiosamente las manos, dándose por vencido.
– Suba a bordo y haga su llamada.
Jack bajó por una escalerilla a la cubierta y saltó el espacio de metro y medio entre las dos embarcaciones. Miró a su alrededor, con lentitud e indiferencia, observando cuidadosamente la actitud relajada de los servidores del cañón, al timonel, que encendía tranquilamente un cigarro, y la expresión cansada del semblante del teniente. Sabía que el único hombre que faltaba era el maquinista que se encontraba abajo.
El teniente se acercó a él.
– Dése prisa. Está entorpeciendo una operación militar.
– Discúlpeme -dijo Jack, servilmente-, pero yo no tengo la culpa.
Se adelantó como queriendo estrecharle la mano y, con su pistola con silenciador, metió dos balas en el corazón del teniente. Después mató tranquilamente al timonel.
El trío que se hallaba alrededor del cañón de proa se derrumbó y murió, alcanzado por tres flechas disparadas por los tripulantes de Jack con excelente puntería. El maquinista no sintió la bala que le perforó la sien. Cayó sobre el motor Diesel, sin soltar un trapo y una llave inglesa que tenía en las manos ahora sin vida.
Jack y sus hombres llevaron los cadáveres abajo y después destaparon rápidamente todos los orificios de desagüe. Entonces volvieron al remolcador y no prestaron más atención a la lancha patrullera que se hundía y derivaba a impulso de la marea en la oscuridad.
No había ninguna escalera bajada, por lo que arrojaron un par de cuerdas con garfios sobre la barandilla del petrolero. Jack y otros dos hombres treparon por ellas y después izaron unos bidones de acetileno y un soplete.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, habían sido cortadas las cadenas de las anclas, y el pequeño Pisto, como una hormiga tratando de mover un elefante, aplicó su defensa de proa contra la enorme popa del Ozero Baykai. Centímetro a centímetro, casi imperceptiblemente al principio, y después metro a metro, el remolcador empezó a apartar el petrolero de la refinería y a empujarle hacia el centro de la bahía.
Pitt observaba el perezoso movimiento del Ozero Baykai a través de unos gemelos nocturnos. Afortunadamente, la marea menguante estaba a su favor, alejando cada vez más a aquel monstruo del corazón de la ciudad.
Había encontrado una máscara y registrado las bodegas en busca de señales de algún ingenio detonador, pero no había hallado nada. Llegó a la conclusión de que debía estar enterrado debajo del nitrato de amonio de uno de los depósitos de mercancías. Después de casi dos horas, subió a cubierta y respiró agradecido la suave brisa del mar.
El reloj de Pitt marcaba las cuatro y media cuando el Pisto volvió a los muelles. Se dirigió en línea recta al barco de las municiones. Jack lo estuvo observando hasta que los hombres de Moe recogieron el cable del torno de popa del remolcador y lo sujetaron a los norays de popa del Ozero Zaysan. Se habían desprendido las amarras, pero, en el momento en que el Pisto se disponía a tirar, un convoy militar de cuatro camiones llegó rugiendo al muelle.
Pitt bajó por la pasarela y corrió por el muelle a toda velocidad. Pasó alrededor de una grúa y se detuvo ante la amarra de popa. Desprendió el grueso y viscoso cable del noray y lo dejó caer en el agua. No había tiempo de soltar el cable de proa. Hombres fuertemente armados estaban saltando de los camiones y formando en equipos de combate. Subió por la pasarela e hizo funcionar el torno eléctrico que la elevaba al nivel de la cubierta, para impedir un asalto desde el muelle.
Descolgó el teléfono del puente y se comunicó con la sala de máquinas.
– Ya están ahí, Manny -fue todo lo que dijo.
– He hecho el vacío y tengo bastante vapor en una caldera para mover al barco.
– Buen trabajo, amigo. Ha ganado una hora y media.
– Entonces, larguémonos de aquí.
Pitt se dirigió al telégrafo del barco y puso los indicadores a preparados. Puso el timón de manera que la popa fuese la primera en apartarse del muelle. Después pidió despacio a popa.
Manny llamó desde la sala de máquinas y Pitt pudo sentir que los motores empezaban a vibrar debajo de sus pies.
Clark se dio cuenta, con súbito desaliento, de que su grupito de hombres era muy inferior en número, y de que estaba cortado todo camino para escapar. Vio también que no tenían que habérselas con soldados cubanos corrientes, sino con una fuerza de élite de infantes de marina soviéticos. En el mejor de los casos, podía ganar unos pocos minutos, el tiempo suficiente para que los barcos se apartasen del muelle.
Introdujo la mano en una bolsa de lona colgada de su cinturón y sacó de ella una granada. Salió de la sombra y lanzó la granada contra el camión de atrás. La explosión produjo un estampido sordo, seguido de una llamarada producida por el estallido del depósito de la gasolina. El camión pareció abrirse y los hombres que se hallaban en él fueron lanzados sobre el muelle como bolos encendidos.
Corrió entre los pasmados y desorganizados rusos, saltando sobre los heridos que chillaban y rodaban por el suelo tratando desesperadamente de apagar su ropa en llamas. Otras detonaciones se produjeron en rápida sucesión, resonando en la bahía, cuando él arrojó tres granadas más debajo de los otros camiones.
Nuevas llamaradas y nubes de humo se elevaron sobre los tejados de los almacenes. Los infantes de Marina abandonaron frenéticamente sus vehículos y corrieron para ponerse a salvo. Unos pocos recobraron su energía y empezaron a disparar en la oscuridad contra todo aquello que parecía vagamente una forma humana. El ruido del tiroteo se mezcló con el de los cristales de las ventanas de los almacenes que saltaban hechos añicos.
Los seis componentes del pequeño equipo de Clark aguantaron el fuego. Las pocas balas que llegaron en su dirección pasaron sobre sus cabezas. Esperaron a que Clark se mezclara en aquella desorganizada algarabía, sin que nadie sospechase de él debido a su uniforme de oficial cubano, maldiciendo en ruso y ordenando a los soldados que se reagrupasen y atacasen muelle arriba.
– ¡A formar! ¡A formar! -gritó furiosamente-. Se están escapando. ¡Moveos, maldita sea, antes de que huyan esos traidores!
Se interrumpió de pronto al encontrarse frente a frente con Borchev. El comandante soviético se quedó con la boca abierta, en una incredulidad total, y antes de que pudiese cerrarla, Clark le agarró de un brazo y le arrojó al agua. Afortunadamente, nadie lo advirtió en medio de aquella confusión.
– ¡Seguidme! -chilló Clark, y empezó a correr por el muelle entre dos almacenes. Individualmente y en grupos de cuatro o cinco, los infantes de Marina soviéticos corrieron detrás de él a través del muelle agachándose y zigzagueando en movimientos bien aprendidos, y disparando una cortina de balas mientras avanzaban.
Parecían haber dominado la impresión paralizadora de la sorpresa y estaban resueltos a tomar represalias contra su invisible enemigo, sin saber que estaban escapando de una pesadilla para caer en otra. Nadie discutió las órdenes de Clark. Sin un jefe que les ordenase lo contrario, los suboficiales exhortaron a sus hombres para que obedeciesen al oficial de uniforme cubano que dirigía el ataque.
Cuando los infantes de Marina hubieron pasado entre los almacenes, Clark se arrojó al suelo como si estuviese herido. Era la señal para que sus hombres abriesen fuego. Los soviéticos se vieron atacados desde todos lados. Muchos fueron derribados. Hacían unos blancos perfectos, resaltados por la resplandeciente hoguera de los camiones. Los que sobrevivieron a la guadaña de la muerte contestaron el fuego. El repiqueteo de las armas era ensordecedor, mientras las balas se incrustaban en las paredes de madera o en carne humana o fallaban el blanco y rebotaban silbando en la noche. Clark corrió velozmente para resguardarse detrás de una grúa, pero fue alcanzado en un muslo y por otra bala que le atravesó ambas muñecas.
Malparados, pero sin dejar de luchar, los soviéticos empezaron a retirarse. Hicieron un fútil intento de salir de los muelles y resguardarse detrás de un muro de hormigón a lo largo del bulevar principal, pero dos de los hombres de Clark lanzaron una ráfaga de tiros que los dejó secos.
Clark yacía detrás de la grúa, sangrando a chorros de sus rotas venas, pero incapaz de detener la hemorragia. Sus manos pendían como las ramas rotas de un árbol, y no sentía nada en los dedos. Estaba perdiendo ya el conocimiento cuando se arrastró hasta la orilla del muelle y miró hacia el puerto.
Lo último que jamás verían sus ojos fue la silueta de los dos cargueros contra las luces de la orilla opuesta. Se estaban apartando de los muelles y dirigiéndose a la entrada del puerto.
Mientras se combatía furiosamente en el muelle, el pequeño Pisto empezó a remolcar por la popa al Ozero Zaysan hacia el centro del puerto. Luchando con toda su fuerza, enterró su grande y única hélice en el agua grasienta, haciéndola hervir en un caldero de espuma.
El navio de veinte mil toneladas empezó a moverse. Su mole amorfa era iluminada por llamas de color naranja mientras se deslizaba hacia el mar abierto. En cuanto se hubo apartado de los muelles, Jack viró 180 grados, hasta que el barco cargado de municiones puso proa a la entrada del puerto. Entonces lo soltó y recogió el cable de arrastre.
En la caseta del timón del Amy Bigalow, Pitt sujetó con fuerza la rueda del timón y esperó que algo cediese. Estaba tenso, apenas se atrevía a respirar. El cable todavía amarrado de la proa se puso tirante y crujió por la tremenda tensión ejercida por el barco en marcha atrás, pero se negó tercamente a romperse. Como un perro tratando de soltarse de la correa, el Amy Bigalow movió ligeramente la proa, aumentando la tensión. El cable resistió, pero el noray se desprendió del muelle con un fuerte chasquido de madera astillada.
Un temblor agitó todo el barco, que empezó a adentrarse gradualmente en el puerto. Pitt hizo girar la rueda y la proa se volvió hasta que el barco se colocó de costado en relación con el muelle que se alejaba. La vibración del motor se amortiguó y pronto se deslizaron suavemente, con una ligera humareda brotando de la chimenea.
Todo el muelle parecía estar ardiendo; las llamas de los camiones incendiados proyectaban una luz misteriosa y vacilante al interior de la caseta del timón. Todos los marineros, salvo Manny, subieron de la sala de máquinas y se plantaron en la proa. Ahora que tenía sitio para maniobrar, Pitt hizo girar el timón hacia estribor y señaló adelante despacio en el telégrafo. Manny respondió y el Amy Bigalow dejó de navegar en marcha atrás y empezó a deslizarse suavemente de proa.
Las estrellas del este empezaban a perder su brillo cuando el oscuro casco del Ozero Zaysan se puso de través. Pitt ordenó parada cuando el remolcador se situó debajo de la proa. La tripulación del Pisto lanzó una cuerda ligera atada a una serie de cuerdas más gruesas. Pitt observó desde el puente cómo eran izadas a bordo. Entonces el fuerte cable de remolque fue sujetado a un torno de proa y tensado.
La misma operación se repitió en la popa, sólo que, esta vez, con la cadena del ancla de babor del inerte Ozero Zaysan. Cuando la cadena hubo sido recogida, sus eslabones fueron sujetados en el torno de popa. Quedó establecida la conexión en dos direcciones. Los tres barcos estaban ahora atados juntos, con el Amy Bigalow en medio.
Jack hizo sonar la sirena del Pisto, y el remolcador avanzó, tensando el cable. Pitt estaba en el puente, mirando hacia la popa. Cuando uno de los hombres de Manny hizo señales de que el cable de popa estaba tirante, Pitt dio un ligero toque de sirena y puso el telégrafo en avante a toda máquina.
La última parte del plan de Pitt había terminado. El petrolero fue dejado atrás, flotando más cerca de los depósitos de petróleo de la orilla opuesta del puerto, pero a dos kilómetros del populoso centro de la ciudad. Los otros dos barcos, con sus mortíferas cargas, se dirigían hacia el mar abierto. El remolcador añadía su fuerza a la del Amy Bigalow para aumentar la velocidad de la caravana marítima.
Detrás de ellos, la gran columna de llamas y humo ascendía en espiral hacia el cielo azul de la mañana temprana. Clark había ganado tiempo para darles una oportunidad de victoria, pero lo había pagado con la vida.
Pitt no miró hacia atrás. Sus ojos eran atraídos como un imán por el rayo de luz del faro que se alzaba sobre las grises murallas del Castillo del Morro, la siniestra fortaleza que guardaba la entrada del puerto de La Habana. Estaba a tres millas de distancia, pero parecían treinta.
La suerte estaba echada. Manny elevó la fuerza de la otra máquina y las dos hélices gemelas batieron el agua. El Amy Bigalow empezó a adquirir velocidad. De dos nudos pasó a tres. De tres pasó a cuatro. Avanzó hacia el canal, debajo del faro, como un caballo percherón en una competición de tiro.
Estaba a cuarenta minutos de alcanzar la libertad. Pero se había dado la alarma y todavía tenía que llegar lo inconcebible.
El comandante Borchev esquivó las ascuas que caían y silbaban en el agua. Flotando allí, debajo de los pilotes, podía oír el estruendo de las armas de fuego y ver las llamas que se elevaban hacia el cielo. El agua de los muelles estaba tibia y olía a peces muertos y a petróleo. Arqueó y vomitó el agua sucia que había tragado cuando el extraño coronel cubano le había empujado sobre el borde del muelle.
Nadó lo que le pareció una milla antes de encontrar una escalera y subir a un embarcadero abandonado. Escupió asqueado y corrió hacia el convoy ardiente.
Cuerpos ennegrecidos y quemados llenaban el muelle. El tiroteo había cesado cuando los pocos supervivientes de Clark escaparon en una pequeña barca con motor fuera borda. Borchev anduvo cautelosamente entre aquella carnicería. A excepción de dos heridos que se habían refugiado detrás de una carretilla elevadora, los demás habían muerto. Todo su destacamento había sido aniquilado.
Medio loco de rabia, Borchev pasó tambaleándose entre las víctimas, buscando, hasta que encontró el cuerpo de Clark. Puso boca arriba al agente de la CÍA y miró sus ojos ciegos.
– ¿Quién eres? -preguntó estúpidamente-. ¿Para quién trabajas?
Pero la facultad de responder había muerto con Clark.
Borchev agarró del cinturón el cuerpo exánime y lo arrastró hasta el borde del muelle. Entonces, de una patada, lo arrojó al agua.
– ¡Veamos si te gusta esto! -gritó, insensato.
Borchev anduvo sin objeto entre los muertos durante otros diez minutos, antes de recobrar su aplomo. Por último comprendió que tenía que informar a Velikov. El único transmisor había quedado destrozado dentro del primer camión, y Borchev empezó a correr por la zona portuaria buscando febrilmente un teléfono.
Vio en un edificio un rótulo que lo identificaba como salón de recreo de los trabajadores del muelle. Se lanzó contra la puerta y la abrió de golpe con el hombro. Buscó a tientas en la pared, encontró el interruptor de la luz y la encendió. La habitación estaba amueblada con viejos sofás manchados. Había tableros de ajedrez, fichas de dominó y un pequeño frigorífico. Posters de Castro, del Che Guevara, fumando un cigarro con altanería, y de un sombrío Lenin, miraban hacia abajo desde una pared.
Borchev entró en el despacho de un supervisor y levantó el teléfono que había sobre una mesa. Marcó varias veces sin poder comunicar. Por fin despertó a la telefonista, maldiciendo la retrasada eficacia del sistema telefónico cubano.
Las nubes empezaban a adquirir un brillo anaranjado sobre los montes del este y las sirenas de los vehículos de bomberos de la ciudad convergían sobre el puerto cuando le pusieron por fin en comunicación con la Embajada soviética.
El capitán Manuel Pinon estaba en el puente de la fragata patrullera de clase Riga, construida en Rusia, y enfocó sus gemelos. Su primer oficial le había despertado poco después de que estallasen la lucha y la conflagración en la zona comercial del puerto. Podía ver poco a través de los gemelos, porque su barco estaba amarrado en el muelle naval detrás de una punta y precisamente más abajo del canal, y su visión quedaba entorpecida por unos edificios.
– ¿Deberíamos ir a investigar? -preguntó el primer oficial.
– La policía y los bomberos ya se ocuparán de ello -respondió Pinon.
– Parecen disparos de fusil.
– Probablemente un incendio en un almacén de municiones. Es mejor que no entorpezcamos a las embarcaciones contra incendios. -Tendió los gemelos al primer oficial-. Siga observando. Yo me vuelvo a la cama.
Pinon estaba a punto de entrar en su camarote cuando el primer oficial llegó corriendo por el pasillo.
– Señor, será mejor que vuelva al puente. Dos barcos están tratando de salir del puerto.
– ¿Sin autorización?
– Sí, señor.
– Tal vez se trasladan a otro lugar de amarre.
El primer oficial sacudió la cabeza.
– Han puesto rumbo al canal principal.
Pinon gruñó.
– Los dioses no quieren dejarme dormir.
El primer oficial sonrió irónicamente.
– Un buen comunista no cree en los dioses.
– Cuénteselo a mi anciana madre.
De nuevo en el puente, Pinon bostezó y miró a través de la neblina de la mañana temprana. Dos barcos remolcados estaban a punto de entrar en el canal en dirección al mar abierto.
– ¿Qué diablos…? -Pinon volvió a enfocar los gemelos-. Ni una bandera, ni una luz de navegación encendida, ni vigilancia en los puentes…
– Ni responden a nuestras señales por radio exigiéndoles que declaren sus intenciones. Casi parece que tratan de escapar.
– Chusma contrarrevolucionaria tratando de llegar a los Estados Unidos -gruñó Pinon-. Sí, debe ser esto. No puede ser otra cosa.
– ¿Debo dar la orden de zarpar y salirles al paso?
– Sí, inmediatamente. Nos cruzaremos delante de sus proas y les cerraremos el camino.
Todavía hablaba cuando el primer oficial empezó a tocar la sirena para que los tripulantes ocupasen sus puestos.
Diez minutos más tarde, aquel barco de treinta años, retirado por la Marina rusa después de ser sustituido por una clase de fragata más nueva y modificada, navegaba de costado a través del canal. Sus cañones de cuatro pulgadas apuntaban casi a boca de jarro a los buques fantasmas que se acercaban rápidamente.
Pitt observó la centelleante luz de señales de la fragata y estuvo tentado de encender la radio, pero se había convenido desde el principio que el convoy guardaría silencio para el caso de que cualquier receptor de las autoridades del puerto o de algún puesto de seguridad estuviese sintonizado en la misma frecuencia. El conocimiento del código de Morse internacional de Pitt estaba muy oxidado, pero descifró el mensaje como «Deténganse inmediatamente e identifiqúese.»
Mantuvo la mirada fija en el Pisto. Sabía que cualquier movimiento súbito de fuga tenía que iniciarlo Jack. Llamó a la sala de máquinas y dijo a Manny que una fragata estaba bloqueando su rumbo, pero las agujas del telégrafo metálico siguieron fijas en
AVANTE A TODA MÁQUINA.
Ahora estaban tan cerca que podía ver la bandera naval cubana ondeando rígidamente bajo la brisa marina. Las tablillas de la lámpara de señales se abrieron y cerraron de nuevo. «Deténganse inmediatamente o abriremos fuego.»
Dos hombres aparecieron en la popa del Pisto y empezaron frenéticamente a largar más cable. Al mismo tiempo, el remolcador cambió de rumbo e hizo una brusca virada a estribor. Entonces Jack salió de la caseta del timón y gritó a la fragata a través de un megáfono:
– Apártate, pedazo de imbécil. ¿No ves que estoy remolcando?
Pinon hizo caso omiso del insulto. No esperaba menos de un patrón de remolcador.
– Su maniobra no está autorizada. Voy a enviar una patrulla de inspección.
– Que me aspen si consiento que ningún mequetrefe de la Marina ponga los pies en mi barco.
– Dése por muerto si no lo hace -replicó Pinon, de buen humor.
Ahora ya no estaba seguro de que fuese un intento de fuga en masa de disidentes, pero la extraña acción del remolcador y los barcos sin luces exigían una investigación.
Se inclinó sobre la barandilla del puente y ordenó que fuese arriada la lancha a motor con una patrulla. Cuando volvió a mirar el convoy no identificado, se quedó paralizado de espanto.
Demasiado tarde. A la pálida luz de la mañana, no había visto que el barco de detrás del remolcador no era un peso muerto. Navegaba y se estaba acercando a la fragata a una velocidad de al menos ocho nudos. Se quedó mirando perplejo durante unos segundos, antes de recobrar el uso de su razón.
– ¡Avante! -gritó-. Artilleros, ¡fuego!
Su orden fue seguida por el estruendo ensordecedor de los proyectiles que volaban sobre el hueco cada vez más estrecho e iban a estrellarse en la proa y la superestructura del Amy Bigalow, hasta estallar en una explosión de llamas y pedazos de acero. El lado de babor de la caseta del timón pareció desaparecer como bajo la acción de una máquina trituradora de chatarra. Cristales y otros restos saltaron como perdigones. Pitt se agachó pero siguió aferrado a la rueda con una determinación que rayaba en ciega terquedad. Tuvo suerte de salir de aquello con sólo unos pocos cortes y un muslo lastimado.
La segunda ráfaga destrozó el cuarto de mapas y partió el primer mástil en dos. La mitad superior cayó sobre el costado del buque y fue arrastrada unos treinta metros hasta que se rompieron los cables y flotó en libertad. La chimenea fue alcanzada y quedó hecha pedazos, y una granada estalló dentro del pañol del áncora de estribor, haciendo saltar por el aire los oxidados eslabones como trozos de metralla.
No habría una tercera ráfaga.
Pinon permaneció absolutamente inmóvil, apretadas las manos sobre la barandilla del puente. Miraba la proa negra y amenazadora del Amy Bigalow alzándose imponente sobre la fragata, pálido y convencido de que su barco estaba a punto de morir.
Las hélices de la fragata giraron frenéticas pero no pudieron apartarla con bastante rapidez. El Amy Bigalow no podría fallar y las intenciones de Pitt eran evidentes. Compensaba y cortaba el ángulo en dirección a la mitad de la fragata. Los tripulantes que estaban en cubierta y pudieron ver el desastre inminente se quedaron paralizados de horror antes de reaccionar al fin y arrojarse por la borda.
El tajamar de veinte metros de altura del Amy Bigalow embistió a la fragata justo por delante de la torre de popa, destrozando las planchas y haciendo penetrar el casco casi siete metros. El barco de Pinon hubiese podido sobrevivir a la colisión y llegar a tierra antes de hundirse, pero, con un terrible chirrido metálico, la proa del Amy Bigalow se elevó hasta dejar al descubierto la quilla. Permaneció así un instante y después cayó de nuevo, partiendo la fragata por la mitad y empujando hacia el fondo la sección de popa.
Enseguida el mar penetró en la amputada proa, pasando entre los retorcidos mamparos e inundando los compartimientos abiertos. Al entrar el agua a raudales en el casco de la fragata condenada, ésta empezó a hundirse hacia atrás. Su agonía no duró mucho. Cuando el Ozero Zaysan fue remolcado hacia el lugar de la colisión, la fragata había desaparecido, dejando a unos pocos de sus tripulantes debatiéndose en el agua.
– ¿Ha caído en una trampa?
La voz de Velikov sonó llana y dura en el teléfono.
Borchev se sintió incómodo. Le costaba confesar que era él uno de los tres únicos supervivientes de una tropa de cuarenta y que ni siquiera había sufrido un rasguño.
– Una fuerza desconocida de al menos doscientos cubanos abrió fuego con armas potentes antes de que pudiésemos evacuar los camiones.
– ¿Está seguro de que eran cubanos?
– ¿Quién, si no ellos, podía proyectar y llevar a cabo el golpe? El oficial que les mandaba llevaba un uniforme del Ejército cubano.
– ¿Pérez?
– No sabría decirlo. Necesitaremos tiempo para identificarle.
– Podría haber sido una equivocación de soldados novatos que abrieron fuego por estupidez o llevados del pánico.
– Estaban muy lejos de ser estúpidos. Yo puedo reconocer a primera vista a los soldados bien instruidos para el combate. Sabían que nosotros íbamos a llegar y nos tendieron una emboscada muy bien preparada.
Velikov palideció intensamente y, con la misma rapidez, se puso colorado. El ataque en Cayo Santa María revivió en su memoria. Apenas pudo contener su furor.
– ¿Cuál era su objetivo?
– Ganar tiempo para apoderarse de los barcos.
La respuesta de Borchev sobresaltó a Velikov. Tuvo la impresión de que su cuerpo se había congelado. Las preguntas brotaron atropelladamente de su boca.
– ¿Tomaron los barcos de la operación Ron y Cola? ¿Están todavía amarrados en sus muelles?
– No, un remolcador arrastró al Ozero Zaysan. El Amy Bigalow parecía navegar por sus propios medios. Les perdí de vista cuando doblaron la punta. Un poco más tarde oí lo que parecían disparos de cañones navales cerca de la entrada del canal.
Velikov había oído también el ruido de cañonazos. Se quedó mirando con ojos incrédulos la desnuda pared, tratando de imaginar qué círculo de hombres concebían unas operaciones tan complicadas. No quería creer que las unidades secretas fieles a Castro tuviesen los conocimientos y la experiencia necesarios. Solamente el largo brazo de los americanos y su CÍA podían haber destruido Cayo Santa María y arruinado su plan para terminar con el régimen de Castro. Y sólo un individuo podía haber sido responsable de la filtración de información.
Dirk Pitt.
Una expresión de profunda reflexión se pintó en el semblante de Velikov. El agua se estaba aclarando. Sabía lo que tenía que hacer en el poco tiempo que le quedaba.
– ¿Están todavía los barcos en el puerto? -preguntó a Borchev.
– Si trataban de escapar hacia alta mar, diría que están en alguna parte del canal de Entrada.
– Encuentre al almirante Chekoldin y dígale que quiero que los barcos sean detenidos y traídos de nuevo al puerto interior.
– Creía que todos los buques soviéticos se habían hecho a la mar.
– El almirante y su buque insignia no deben partir hasta las ocho. No emplee el teléfono. Llévele personalmente mi petición y recalque la urgencia del caso.
Antes de que Borchev pudiese replicar, Velikov colgó el teléfono y corrió a la entrada principal de la Embajada, sin prestar atención al atareado personal que preparaba la evacuación. Corrió hacia la limusina y apartó a un lado al chófer, que esperaba para conducir al embajador soviético a lugar seguro.
Hizo girar la llave de contacto y metió la marcha en el instante en que zumbó el motor. Las ruedas de atrás giraron y chirriaron furiosamente al salir el coche del patio de la embajada a la calle.
Dos manzanas más allá, Velikov se detuvo en seco. Una barricada militar le cerraba el paso. Dos coches blindados y una compañía de soldados cubanos estaban apostados en el ancho bulevar. Un oficial se acercó al coche e iluminó la ventanilla con una linterna.
– Por favor, ¿quiere mostrarme sus documentos de identidad?
– Soy el general Peter Velikov, agregado a la Misión Militar Soviética. Me urge llegar a la residencia del coronel general Kolchak. Apártense a un lado y déjenme pasar.
El oficial observó un momento la cara de Velikov, como para asegurarse de que era él. Apagó la linterna e hizo señas a dos de sus hombres para que subiesen al asiento de atrás. Entonces dio una vuelta alrededor del coche y subió por la puerta de delante.
– Le estábamos esperando, general -dijo, en tono frío pero cortés-. Tenga la bondad de seguir mis indicaciones y torcer a la izquierda en el próximo cruce.
Pitt estaba plantado con los pies ligeramente separados y agarrando la rueda del timón con ambas manos, mientras observaba cómo pasaba por su lado, con terrible lentitud, el faro de la entrada del puerto. Toda su mente, todo su cuerpo, todos sus nervios se concentraban en alejar lo más posible el barco de la populosa ciudad antes de que estallase el nitrato de amonio.
El agua se convirtió de verde gris en esmeralda y el barco empezó a balancearse suavemente al surcar las olas que venían de alta mar. El Amy Bigalow hacía agua a causa de las planchas arrancadas de la proa, pero todavía obedecía al timón y flotaba en la estela del remolcador.
Le dolía todo el cuerpo de cansancio. Se aguantaba por pura fuerza de voluntad. La sangre de los cortes producidos por las explosiones de las granadas de la fragata se había coagulado y había pintado rayas de un rojo oscuro en su cara. No sentía el sudor ni la ropa que se pegaba a su cuerpo.
Cerró un momento los ojos y deseó estar de regreso en su apartamento, con un martini con ginebra Bombay en la mano y sentado debajo de una ducha caliente. Dios mío, qué fatigado estaba.
Una súbita ráfaga de viento entró por las ventanas destrozadas del puente, y Pitt abrió de nuevo los ojos. Observó las orillas de la costa a babor y a estribor. Las piezas de artillería emplazadas disimuladamente alrededor del puerto permanecían silenciosas y todavía no había señales de aviones o de lanchas patrulleras. A pesar de la batalla sostenida con la fragata armada, no se había dado la alarma. La confusión y la falta de información entre fuerzas militares de seguridad de La Habana estaban trabajando a su favor.
La ciudad todavía dormida continuaba estando detrás de ellos, como sujeta a la popa de la embarcación. Ahora había salido ya el sol y el convoy podía ser visto desde cualquier lugar de la costa.
Unos minutos más, unos pocos minutos más, no paraba de repetirse mentalmente.
Velikov recibió la orden de detenerse en una esquina desierta cerca de la plaza de la Catedral, en la vieja Habana. Fue conducido al interior de un mísero edificio de ventanas polvorientas y rajadas, pasando por delante de unas vitrinas donde se exhibían descoloridos pósters de estrellas de cine de los años cuarenta, que miraban a la cámara sentados en el bar.
Taberna frecuentada antaño por ricas celebridades americanas, Sloppy Joe's no era ahora más que un sórdido tugurio largo tiempo olvidado, salvo por unos pocos viejos. Cuatro personas estaban sentadas a un lado del deslustrado y descuidado bar.
El interior estaba oscuro y olía a desinfectante y a deterioro. Velikov no reconoció a sus anfitriones hasta que llegó a la mitad de la habitación sin barrer. Entonces se detuvo en seco y miró fijamente, con incredulidad, mientras se sentía invadido por súbitas náuseas.
Jessie LeBaron estaba sentada entre un hombre gordo y extraño y Raúl Castro. El cuarto hombre del grupo le dirigió una mirada amenazadora.
– Buenos días, general -dijo Fidel Castro-. Me alegro de que haya podido venir a reunirse con nosotros.
Pitt aguzó los oídos al percibir el zumbido de un avión. Soltó la rueda del timón y se asomó a la puerta del puente.
Un par de helicópteros armados volaban a lo largo de la costa, viniendo del norte. Pitt volvió a mirar hacia la entrada del puerto. Un barco de guerra gris avanzaba por el canal a toda velocidad, levantando una ola enorme con la proa. Esta vez era un destructor soviético, fino como un lápiz, apuntando con los cañones de proa a los maltrechos e indefensos barcos de la muerte. Había empezado una caza de la que nadie podía escapar.
Jack salió a la cubierta del remolcador y miró el destrozado puente del Amy Bigalow. Se maravilló de que alguien siguiese vivo y manejando el timón. Se llevó una mano a un oído y esperó hasta que otra mano hizo el mismo ademán, en señal de comprensión. Aguardó a que un tripulante corriese a la popa del carguero e hiciese la misma señal a Moe, a borde del Ozero Zaysan. Después volvió dentro y llamó por radio.
– Aquí el Pisto. ¿Me oyen? Cambio.
– Perfectamente -respondió Pitt.
– Le oigo -dijo Moe.
– Ha llegado la hora de que aten la rueda del timón y abandonen el barco -dijo Jack.
– ¡Qué bien! -gruñó Moe-. Dejemos que esos cascarones infernales se hundan solos.
– Dejaremos los motores funcionando a toda velocidad -dijo Pitt-. ¿Qué hará el Pisto?
– Seguiré dirigiéndolo durante unos minutos más, para asegurarme de que los barcos no vuelvan hacia la costa -respondió Jack.
– Será mejor que no se retrase. Los chicos de Castro vienen por el canal.
– Les veo -dijo Jack-. Suerte. Cierro.
Pitt fijó el timón en la posición de avante y llamó a Manny. El duro jefe de máquinas no necesitaba que le diesen prisa. Tres minutos más tarde, él y sus hombres estaban desprendiendo la lancha de su pescante. Subieron a ella y empezaban a arriarla cuando Pitt saltó sobre la borda y se dejó caer.
– Casi le hemos dejado atrás -gritó Manny.
– Comuniqué por radio con el destructor y les dije que se apartasen o volaríamos el barco cargado de municiones.
Antes de que Manny pudiese replicar, se oyó un estampido parecido a un trueno. Pocos segundos después, una granada cayó en el mar a cincuenta metros delante del Pisto.
– No se lo han tragado -gruñó Manny.
Puso en marcha el motor y dispuso la caja de cambios de manera que, cuando tocasen el agua, su velocidad fuese igual a la del barco. Soltaron los cables y cayeron de costado sobre las olas, casi a punto de volcar. El Amy Bigalow prosiguió su último viaje, abandonado y condenado a la destrucción.
Manny se volvió y vio que Moe y sus hombres estaban bajando la lancha del Ozero Zaysan. Chocó contra una ola y fue lanzada contra el costado de acero del buque con tanta fuerza que saltaron las juntas de estribor y se inundó a medias el casco, sumergiéndose el motor.
– Tenemos que ayudarles -dijo Pitt.
– De acuerdo -convino Manny.
Antes de que pudiesen dar media vuelta, Jack había captado la situación y gritó por su megáfono:
– Déjenlos. Yo les recogeré cuando me suelte. Preocúpense de ustedes y diríjanse a tierra.
Pitt tomó el puesto de piloto de un tripulante que se había aplastado los dedos con las cuerdas del pescante. Dirigió la lancha hacia los altos edificios del Malecón y puso la velocidad al máximo.
Manny miraba hacia atrás, al remolcador y al bote donde se hallaba la tripulación de Moe. Palideció cuando el destructor disparó de nuevo y dos columnas gemelas de agua se elevaron a los lados del Pisto. La rociada cayó sobre la obra muerta, pero el barco se sacudió el agua y siguió adelante.
Moe se volvió, disimulando un sentimiento de pánico. Sabía que no volvería a ver vivos a sus amigos.
Pitt estaba calculando la distancia entre los buques que se retiraban y la costa. Todavía estaban lo bastante cerca, demasiado cerca, para que los explosivos destruyesen la mayor parte de La Habana, pensó lúgubremente.
– ¿Aprobó el presidente Antonov su plan para asesinarme? -preguntó Fidel Castro.
Velikov estaba en pie, con los brazos cruzados. No le habían invitado a sentarse. Miró a Castro con frío desdén.
– Soy un militar de alta graduación de la Unión Soviética. Exijo que se me trate como a tal.
Los negros y furiosos ojos de Raúl Castro echaron chispas.
– Esto es Cuba. Aquí no puede usted exigir nada. No es más que una escoria de la KGB.
– Basta, Raúl, basta -le amonestó Fidel. Miró a Velikov-. No juegue con nosotros, general. He estudiado sus documentos. Ron y Cola ya no es un secreto.
Velikov jugó sus cartas.
– Estoy perfectamente enterado de la operación. Otro ruin intento de la CÍA para socavar la amistad entre Cuba y la Unión Soviética.
– Si es así, ¿por qué no me avisó?
– No tuve tiempo.
– Pero lo encontró para hacer salir de la capital a los rusos -saltó Raúl-. ¿Y por qué escapaba usted a estas horas de la mañana?
Una expresión de arrogancia se pintó en el rostro de Velikov.
– No me tomaré la molestia de contestar a sus preguntas. ¿Necesito recordarle que gozo de inmunidad diplomática? No tiene usted derecho a interrogarme.
– ¿Cómo pretende hacer estallar los explosivos? -preguntó tranquilamente Castro.
Velikov guardó silencio. Las comisuras de sus labios se torcieron ligeramente hacia arriba en una sonrisa, al oír los lejanos estampidos de disparos de cañón. Fidel y Raúl intercambiaron una mirada, pero nada se dijeron.
Jessie se estremeció al sentir que aumentaba la tensión en el pequeño bar. Por un momento, lamentó no ser hombre para poder sacar a golpes la verdad al general. De pronto sintió náuseas y deseos de gritar, al ver que se estaba perdiendo un tiempo precioso.
– Por favor, dígales lo que quieren saber -suplicó-. No puede permitir que miles de niños mueran por una insensata causa política.
Veíikov no discutió. Permaneció impávido.
– Me encantaría llevármelo -dijo Hagen.
– No hace falta que se ensucie las manos, señor Hagen -dijo Fidel-. Tengo expertos en interrogatorios cruentos, que están esperando fuera.
– No se atreverán -gritó Velikov.
– Tengo el deber de advertirle que, si noimpide que se produzca la explosión, será torturado. No con simples inyecciones como las que administran a los presos políticos en sus hospitales mentales de Rusia, sino con torturas indecibles que se sucederán de día y de noche. Nuestros mejores especialistas médicos le mantendrán con vida. Ninguna pesadilla podrá compararse con sus sufrimientos, general. Gritará hasta que no pueda más. Entonces, cuando sea poco más que un vegetal, ciego, sordo y mudo, será trasladado y arrojado en un barrio bajo de algún lugar de África del Norte, donde sobrevivirá o morirá y donde nadie ayudará ni compadecerá a un pordiosero tullido que vivirá en la miseria. Se convertirá en lo que ustedes, los rusos, llaman una no-persona.
La coraza de Velikov se agrietó, pero muy ligeramente.
– No malgaste su aliento. Morirá usted. Yo también moriré. Todos moriremos.
– Se equivoca. Los barcos que transportan las municiones y el nitrato de amonio han sido sacados del puerto por las mismas personas a quienes usted quiere culpar. En este momento, agentes de la CÍA los están conduciendo a alta mar, donde la fuerza explosiva sólo matará a los peces.
Velikov aprovechó rápidamente su ligera ventaja.
– No, señor presidente, es usted quien se equivoca. Los cañonazos que ha oído hace unos minutos eran de una embarcación soviética que ha detenido a los barcos y los conduce de nuevo a puerto. Puede que estallen demasiado pronto para su discurso de celebración, pero cumplirán el fin propuesto.
– Miente -dijo Fidel, con inquietud.
– Su reinado como gran padre de la revolución ha terminado -dijo Velikov en tono malicioso y mordiente-. Yo moriré de buen grado por la patria rusa. ¿Sacrificará usted su vida por Cuba? Tal vez lo habría hecho cuando era joven y no tenía nada que perder, pero ahora se ha ablandado y acostumbrado demasiado a que sean otros los que hagan el trabajo sucio por usted. Se da buena vida y no está dispuesto a perderla. Pero esto se ha acabado. Mañana sólo será una fotografía más en las paredes, y un nuevo presidente ocupará su sitio. Un presidente que será fiel al Kremlin.
Velikov dio unos pasos atrás y sacó una cajita del bolsillo.
Hagen la reconoció inmediatamente.
– Es un transmisor electrónico. Puede enviar desde aquí una señal que detonará los explosivos.
– ¡Oh, Dios mío! -gritó desesperadamente Jessie-. ¡Oh, Dios mío, va a hacerlo, va a hacerlo ahora!
– No se moleste en llamar a sus guardaespaldas -dijo Velikov-. No llegarían a tiempo.
Fidel le miró con ojos fríos.
– Recuerde lo que le he dicho.
Velikov respondió desdeñosamente a su mirada.
– ¿Puede realmente imaginarse que gritaré angustiado en una de sus sucias cárceles?
– Entregúeme el transmisor y podrá salir de Cuba sin sufrir el menor daño.
– ¿Y volver a Moscú como un cobarde? Nunca.
– Está usted loco -dijo Fidel, con una expresión que era una curiosa mezcla de rabia y de miedo-. Ya sabe la suerte que le espera si hace estallar los explosivos, si sigue con vida.
– Esto es muy poco probable -se burló Velikov-. Este edificio está a menos de quinientos metros del canal del puerto. No quedará nada de nosotros, -Hizo una pausa, duro el semblante como el de una gárgola. Después dijo-: Adiós, señor presidente.
– ¡Bastardo…!
Hagen saltó sobre la mesa con increíble agilidad en un hombre de su corpulencia y sólo estaba a unos centímetros de Velikov cuando el ruso apretó el botón de activación del transmisor.
El Amy Bigalow se vaporizó.
El Ozero Zaysan tardó solamente una fracción de segundo más en dejar de existir. La fuerza combinada de los cargamentos volátiles de los dos barcos levantó una enorme columna de restos encendidos y de humo que se elevó a más de mil metros en el cielo tropical. Un vasto torbellino se abrió en el mar como un geiser gigantesco de agua y vapor embravecidos, se confundió con el humo y estalló hacia fuera.
El brillante resplandor blanco rojizo centelleó en el agua con la cegadora intensidad de diez soles, y fue seguido de una ruidosa caída que alisó las crestas de las olas.
La imagen del valiente y pequeño Pisto, lanzado a cincuenta metros de altura, como un cohete espacial que se desintegrase, quedó grabada para siempre en la mente de Pitt. Éste observó pasmado cómo caían sus destrozados restos y Jack y su tripulación en aquel torbellino, como granizo ardiendo.
Moe, sus hombres y su bote se borraron simplemente de la superficie del mar.
La furia explosiva derribó a los dos helicópteros armados. Las gaviotas fueron aplastadas en un radio de dos millas por la onda expansiva. La hélice del Ozero Zaysan giró sobre el mar y se estrelló contra el castillo de mando del destructor soviético, matando a todos los que se hallaban en el puente. Planchas de acero retorcidas, roblones, eslabones de cadenas y aparejos de cubierta llovieron sobre la ciudad, perforando paredes y tejados como proyectiles de cañón. Muchos postes de teléfono y farolas fueron cortados por su base.
Cientos de personas perecieron en sus camas mientras dormían. Muchas resultaron terriblemente heridas por los trozos de cristal o aplastadas por los techos desplomados. Trabajadores y peatones madrugadores fueron levantados del suelo y estrellados contra los edificios.
La onda expansiva azotó la ciudad con fuerza doble a la de cualquier huracán, aplastando las estructuras de madera próximas al puerto como si fuesen juguetes de papel, derribando almacenes, rompiendo cien mil ventanas y arrojando contra las casas automóviles aparcados.
Dentro del puerto, estalló el monstruoso Ozero Baykai.
Al principio, surgieron del casco llamas que parecían de soplete. Después, todo el petrolero se abrió en una gigantesca bola de fuego. Una oleada de petróleo en llamas inundó las estructuras próximas al muelle, provocando una reacción de explosiones en cadena en el combustible de los cargueros amarrados. Trozos de metal al rojo penetraron en los depósitos de petróleo y de gasolina del lado este del puerto. Estallaron uno tras otro, como en un castillo de fuegos artificiales, cubriendo la ciudad con gigantescas nubes de humo negro.
Una refinería de petróleo explotó; después estalló una fábrica de productos químicos, seguida de explosiones en una empresa de pinturas y en una fábrica de abonos. Dos buques de carga que se hallaban cerca y se dirigían al mar abierto, chocaron, se incendiaron y empezaron a arder. Un pedazo de acero al rojo del petrolero destruido cayó sobre uno de los diez vagones de ferrocarril cargados de depósitos de propano, y todos volaron por el aire como una sarta de cohetes.
Otra explosión…, después otra… y otra.
Seis kilómetros de ciudad próxima al mar se convirtieron en un holocausto. Cenizas y hollín cayeron sobre la capital como una negra nevada. Pocos de los estibadores que trabajaban en los muelles sobrevivieron. Afortunadamente, casi no había nadie en las refinerías y en la fábrica de productos químicos. Se habrían perdido muchas más vidas de no haber sido un día de fiesta nacional.
Lo peor del desastre dentro del puerto había pasado, pero la pesadilla que afligiría al resto de la ciudad estaba todavía por llegar.
Una enorme ola de veinte metros surgió del torbellino y avanzó en dirección a la costa. Pitt y sus compañeros contemplaron horrorizados cómo rugía detrás de ellos aquella montaña verde y blanca. Esperaron inmóviles, sin dejarse llevar por el pánico, sólo mirando y esperando que la pequeña y frágil lancha se convirtiese en un pecio más, y el agua, en su tumba.
El rompeolas a lo largo del Malecón estaba solamente a treinta metros cuando aquel alud horizontal engulló la lancha, La cresta se encorvó y estalló encima de ellos. Arrancó a Manny y a otros tres hombres de sus asientos, y Pitt les vio flotar entre la espuma como tablillas en un tornado. La enorme ola se acercó más, pero su impulso levantó la lancha sobre la cresta y la lanzó al ancho bulevar.
Pitt se agarró con tanta fuerza al timón que éste fue arrancado de su montura y él salió despedido. Pensó que había llegado el fin, pero, con un consciente esfuerzo de voluntad, respiró hondo y retuvo el aire al ser sumergido en el agua. Como en sueños, pudo mirar hacia abajo a través de aquel agua extrañamente clara y diabólica, viendo cómo daban tumbos los coches que diríanse empujados por una mano de gigante.
Sumergido en aquel hirviente torbellino, se sintió extrañamente sereno. Le pareció una ridiculez estar a punto de ahogarse en una calle de una ciudad. Se aferraba todavía tenazmente a su deseo de vivir, pero no luchaba tontamente, tratando de conservar el precioso oxígeno. Se relajó y trató en vano de mirar a través de la espuma; de algún modo, su mente funcionaba con extraordinaria claridad. Sabía que si la ola le arrojaba contra un edificio de hormigón, las toneladas de agua que venían detrás le aplastarían como a una sandía lanzada desde un avión.
Su miedo habría aumentado si hubiese visto estrellarse la lancha contra la segunda planta de un edificio de apartamentos que albergaba a técnicos soviéticos. El impacto rompió el casco como si las tablas fuesen tan frágiles como una cascara de huevo. El motor Diesel de cuatro cilindros salió disparado a través de una ventana rota y fue a parar a una escalera.
Afortunadamente, Pitt fue lanzado a una calle lateral estrecha, como un leño a impulso de una cascada. La ola se lo llevaba todo por delante como un montón de desperdicios. Pero, al doblar la esquina de un edificio lo bastante recio para resistir su ataque, la ola empezó a perder fuerza. Dentro de unos segundos alcanzaría su límite, y el reflujo arrastraría cuerpos humanos y cascotes hacia el mar.
La falta de oxígeno hizo que Pitt empezara a ver estrellas. Sus sentidos comenzaron a apagarse uno a uno. Sintió un fuerte golpe en el hombro al chocar contra un objeto fijo. Lo rodeó con un brazo, tratando de sujetarse, pero fue lanzado hacia delante por la fuerza de la ola. Tropezó con otra superficie lisa y esta vez alargó las manos y se aferró a ella en un abrazo mortal, sin reconocerla como el rótulo de una joyería.
Sus facultades mentales y sensoriales fueron menguando y se extinguieron como si se hubiese cortado una corriente eléctrica. Había un martilleo en su cabeza y la oscuridad cubría las estrellas que centelleaban detrás de sus ojos. Solamente su instinto le sostenía y, muy pronto, incluso éste iba a abandonarle.
La ola había alcanzado su límite y empezó a replegarse sobre sí misma para volver al mar. Demasiado tarde para Pitt, que estaba perdiendo el conocimiento. Su cerebro consiguió de algún modo enviar un último mensaje. Introdujo torpemente un brazo entre el rótulo y la barra de soporte que sobresalía del edificio, y lo mantuvo allí. Entonces sus pulmones no pudieron aguantar más y empezó a ahogarse.
El gran estruendo de las explosiones se extinguió en los montes y en el mar. No había luz de sol en la ciudad, no verdadera luz de sol. La ocultaba una capa de humo negro de increíble densidad. Todo el puerto parecía estar ardiendo. Los muelles, los barcos, los almacenes y ocho kilómetros cuadrados de agua recubierta de petróleo brillaban con llamas azules y anaranjadas que se elevaban hacia la oscura bóveda.
La terriblemente malparada ciudad empezó a recobrarse y se puso en pie, tambaleándose. Las sirenas emularon la ruidosa intensidad de las crepitantes hogueras. La tremenda oleada había refluido al golfo de México, arrastrando una enorme masa de cascotes y cadáveres.
Los supervivientes salieron a trompicones a la calle, heridos y pasmados, como ovejas desconcertadas, impresionados por la enorme devastación que les rodeaba, preguntándose qué había sucedido. Algunos caminaban inconscientes, sin sentir sus lesiones. Otros contemplaban atontados un gran pedazo del timón del Amy Bigalow que había caído en la estación de autobuses y aplastado cuatro vehículos y a varias personas que estaban esperando.
Un trozo del mástil de proa del Ozero Zaysan fue encontrado clavado en el centro del campo de fútbol del Estadio de La Habana. Una grúa de una tonelada cayó sobre un pabellón del Hospital de la Universidad, aplastando las únicas tres camas desocupadas en una sala de cuarenta. Esto fue pregonado como uno de los cien milagros que se produjeron aquel día. Un gran triunfo para la Iglesia católica y un ligero contratiempo para el marxismo.
Empezaron a formarse grupos de bomberos de ocasión y la policía acudió en tropel a la zona portuaria. Unidades del Ejército fueron convocadas, así como las milicias. Al principio hubo pánico en medio de aquel caos. Las fuerzas militares desistieron del trabajo de socorro y se prepararon para la defensa de la isla bajo la errónea creencia de que los Estados Unidos iban a invadirla. Parecía haber heridos en todas partes, algunos chillando de dolor y la mayoría alejándose cojeando del puerto incendiado.
El terremoto se extinguió con las ondas expansivas. El techo del Sloppy Joe's se había derrumbado, pero las paredes seguían en pie. El bar era una ruina. Vigas de madera, pedazos de yeso, muebles volcados y botellas rotas yacían desparramados bajo una espesa nube de polvo. La puerta de batiente había sido arrancada de sus goznes y pendía en un ángulo extraño sobre los guardaespaldas de Castro, que gemían bajo un pequeño montón de ladrillos.
Ira Hagen se puso dolorosamente en pie y sacudió la cabeza para librarla de los efectos de la conmoción. Se frotó los ojos para ver entre la nube de polvo y se apoyó en una pared para sostenerse. Miró a través del techo ahora derrumbado y vio cuadros que pendían todavía de las paredes del piso de arriba.
Su primer pensamiento fue para Jessie. Ésta yacía debajo de la mesa que todavía se mantenía en el centro de la estancia. Estaba encogida, hecha un ovillo. Hagen se arrodilló y le dio suavemente la vuelta.
Ella permaneció inmóvil, aparentemente exánime bajo la capa de polvo blanco de yeso, pero no había sangre ni heridas graves. Entreabrió los ojos y gimió. Hagen sonrió aliviado y se quitó la chaqueta. La dobló y se la puso debajo de la cabeza.
Jessie se incorporó y le agarró las muñecas con más fuerza de la que él creía posible, y le miró fijamente.
– Dirk ha muerto -murmuró.
– Tal vez se ha salvado -dijo suavemente Ira Hagen, pero sin convicción.
– Dirk ha muerto -repitió ella.
– No se mueva -dijo él-. Esté tranquila mientras voy a ver qué ha sido de los Castro.
Se levantó trabajosamente y empezó a buscar entre las ruinas. Oyó una tos a su izquierda y caminó sobre los cascotes hasta llegar al bar.
Raúl Castro estaba agarrado con ambas manos a la barra del bar, aturdido, tratando de limpiar de polvo su garganta. Manaba sangre de su nariz y tenía un feo corte en el mentón.
Hagen se maravilló de lo cerca que habían estado los unos de los otros antes de las explosiones y lo desperdigados que estaban ahora. Levantó una silla volcada y ayudó a Raúl a sentarse.
– ¿Está bien, señor? -preguntó, sinceramente preocupado.
Raúl asintió débilmente con la cabeza.
– Estoy bien. ¿Y Fidel? ¿Dónde está Fidel?
– No se mueva. Iré a buscarle.
Hagen se movió entre los escombros hasta que encontró a Fidel Castro. El líder cubano estaba caído de bruces y vuelto a un lado, incorporado sobre un brazo. Hagen contempló fascinado la escena que se desarrollaba en el suelo.
La mirada de Castro estaba fija en una cara vuelta hacia arriba a sólo medio metro de distancia. El general Velikov yacía sobre la espalda, con los miembros extendidos y una viga grande aplastándole las piernas. La expresión de su semblante era una mezcla de desafío y aprensión. Miró fijamente a Castro con ojos amargados por el sabor de la derrota.
En la expresión de Castro no había el menor atisbo de emoción. El polvo de yeso le daba el aspecto de una estatua esculpida en mármol. La rigidez de su rostro, parecido a una máscara, y su total concentración, eran casi inhumanos.
– Estamos vivos, general -murmuró con acento triunfal-. Estamos vivos los dos.
– Esto no es justo -farfulló Velikov entre los dientes apretados-. Ambos deberíamos estar muertos.
– Dirk Pitt y los otros consiguieron de algún modo hacer pasar los barcos entre sus unidades navales y sacarlos a mar abierto -explicó Hagen-. La fuerza destructora de las explosiones fue solamente una décima parte de lo que habría sido si los barcos hubiesen permanecido en el puerto.
– Ha fracasado, general -dijo Castro-. Cuba sigue siendo Cuba.
– Tan cerca de conseguirlo, y sin embargo… -Velikov sacudió resignadamente la cabeza-. Y ahora hablemos de la venganza que juró usted tomarse contra mí.
– Morirá por cada uno de mis paisanos que ha asesinado -le prometió Castro, con una voz tan fría como una tumba abierta-. Lo mismo da que sean mil muertes o cien mil. Usted va a sufrirlas todas.
Velikov le dirigió una sonrisa torcida. Parecía carecer en absoluto de nervios.
– Vendrán otros hombres y otros tiempos, y seguro que le matarán, Fidel. Lo sé. Ayudé a trazar cinco planes alternativos para el caso de que fallase éste.