Sexta parte

¡Eureka! La Dorada

75

8 de noviembre de 1989

Washington, D.C.

Martin Brogan entró en el salón donde, temprano por la mañana, se hallaba reunido el gabinete. El presidente y los hombres sentados alrededor de la gran mesa en forma de riñon le miraron expectantes.

– Los barcos fueron volados cuatro horas antes de lo previsto -les informó, todavía en pie.

Su anuncio fue recibido con un silencio solemne. Todos los que estaban sentados a la mesa habían sido informados del increíble plan de los soviéticos para eliminar a Castro, y la noticia les impresionó más como una tragedia inevitable que como una espantosa catástrofe.

– ¿Cuáles son los últimos datos sobre víctimas mortales? -preguntó Douglas Oates.

– Todavía es pronto para saberlo -respondió Brogan-. Toda la zona del puerto está en llamas. Probablemente, el total de muertos se contará por millares. Sin embargo, la devastación es mucho menos grave de lo que se había proyectado en principio. Parece que nuestros agentes en La Habana capturaron dos de los barcos y los llevaron fuera del puerto antes de que estallasen.

Mientras los otros escuchaban en reflexivo silencio, Brogan leyó los primeros informes enviados por la Sección de Intereses Especiales en La Habana. Refirió los detalles del plan para trasladar los barcos y también esbozó detalles sobre la operación llevada a cabo. Antes de que hubiese terminado, uno de sus ayudantes entró y le entregó el último mensaje recibido. Le echó una ojeada en silencio y después leyó la primera línea.

– Fidel y Raúl Castro están vivos. -Hizo una pausa para mirar al presidente-. Su hombre, Ira Hagen, dice que está en contacto directo con los Castro, y que éstos nos piden toda la ayuda que podamos prestarles para mitigar el desastre, incluidos personal y materiales médicos, equipos contra incendios, alimentos y ropa, y también expertos en embalsamamiento de cadáveres.

El presidente miró al general Clayton Metcalf, presidente del Estado Mayor Conjunto.

– ¿General?

– Después de que usted me llamara la noche pasada, puse sobre aviso al mando de Transportes Aéreos. Podemos empezar el transporte por aire en cuanto lleguen las personas y los suministros a los aeródromos y sean cargados a bordo.

– Conviene que cualquier acercamiento de los aviones militares de los Estados Unidos a las costas cubanas esté bien coordinado, o los cubanos nos recibirán con sus misiles tierra-aire -observó el secretario de Defensa, Simmons.

– Cuidaré de que se abra una línea de comunicación con su Ministerio de Asuntos Exteriores -dijo el secretario de Estado, Oates.

– Será mejor expresar claramente a Castro que toda la ayuda que le prestemos está organizada al amparo de la Cruz Roja -añadió Dan Fawcett-. No queremos asustarle hasta el punto de que nos cierre la puerta.

– Es una cuestión que no podemos olvidar -dijo el presidente.

– Es casi un crimen aprovecharse de un terrible desastre -murmuró Oates-. Sin embargo, no podemos negar que es una oportunidad caída del cielo para mejorar las relaciones con Cuba y mitigar la fiebre revolucionaria en todas las Américas.

– Me pregunto si Castro habrá estudiado alguna vez a Simón Bolívar -dijo el presidente, sin dirigirse a nadie en particular.

– El Gran Libertador de América del Sur es uno de los ídolos de Castro -respondió Brogan-. ¿Por qué lo pregunta?

– Entonces tal vez ha prestado por fin atención a una de las frases de Bolívar.

– ¿Qué frase, señor presidente?

El presidente miró uno a uno a los que estaban alrededor de la mesa antes de responder:. -«El que sirve a una revolución, ara en el mar.»

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El caos amainó lentamente y, a medida que se recobraba la población de La Habana, empezaron los trabajos de socorro. Se organizaron a toda prisa operaciones de emergencia. Unidades del Ejército y de la milicia, acompañadas de personal sanitario, revolvieron las ruinas, cargando a los vivos en ambulancias y a los muertos en camiones.

El convento de Santa Clara, fundado en 1643, fue confiscado como hospital provisional y se llenó rápidamente. Las salas y los pasillos del Hospital de la Universidad estuvieron pronto a rebosar. El elegante y viejo Palacio Presidencial, ahora Museo de la Revolución, fue convertido en depósito de cadáveres. Caminaban heridos por las calles, sangrando, mirando a ninguna parte o buscando desesperadamente a los seres queridos. Un reloj en la cima de un edificio de la plaza de la Catedral de la antigua Habana estaba parado a las seis y veintiún minutos. Algunos residentes que habían huido de sus casas durante el desastre empezaron a volver a ellas. Otros que no tenían un hogar al que volver caminaban por las calles, esquivando los cadáveres y cargando con pequeños fardos que contenían lo poco que habían podido salvar.

Todas las unidades de bomberos a cien kilómetros a la redonda afluyeron a la ciudad y trataron en vano de sofocar los incendios que se propagaban sobre la zona portuaria. Un depósito de cloro estalló, añadiendo su veneno a los estragos del fuego. En dos ocasiones, los cientos de bomberos tuvieron que correr para ponerse a cubierto al cambiar el viento y arrojarles el calor sofocante a la cara.

Mientras se empezaban a organizar las operaciones de auxilio, Fidel Castro inició una purga de funcionarios y militares hostiles al Gobierno. Raúl dirigió personalmente la redada. La mayoría había abandonado la ciudad, advertidos de la operación Ron y Cola por Velikov y la KGB. Fueron detenidos uno a uno, pasmados todos ellos por la noticia de que los hermanos Castro estaban todavía vivos. Fueron trasladados a cientos, bajo una severa guardia, a una prisión secreta en el corazón de las montañas, y nunca se les volvió a ver.

A las dos de la tarde, el primer gran avión de carga de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos aterrizó en el aeropuerto internacional de La Habana. Fue seguido de un desfile continuo de aviones. Fidel Castro acudió a saludar a los médicos y enfermeras voluntarios. Cuidó personalmente de que los comités cubanos de socorro estuviesen preparados para recibir los suministros y colaborar con los americanos.

Al anochecer, guardacostas y embarcaciones contra incendios del puerto de Miami aparecieron en el horizonte nublado por el humo. Bulldozers, equipos pesados y expertos téjanos en extinción de incendios de pozos de petróleo penetraron en la zona arruinada próxima al puerto y combatieron inmediatamente las llamas.

A pesar de las diferencias políticas pasadas, los Estados Unidos y Cuba parecieron olvidarlas en esta ocasión y todos trabajaron juntos para resolver los problemas urgentes que se presentaban.

El almirante Sandecker y Al Giordino se apearon de un jet de la AMSN a última hora de la tarde. Montaron en un camión cargado de ropa de cama y camas de campaña, hasta un depósito de distribución, donde Giordino «tomó prestado» un Fiat abandonado.

La falsa puesta de sol producida por las llamas teñía de rojo sus caras a través del parabrisas, mientras contemplaban con incredulidad la gigantesca nube de humo y el vasto mar de fuego.

Después de casi media hora de rodar a través de la ciudad, dirigidos por la policía en complicados desvíos para evitar las calles bloqueadas por los escombros y los vehículos de socorro, llegaron al fin a la Embajada suiza.

– Nuestro trabajo será difícil -dijo Sandecker, contemplando los edificios arruinados y los cascotes que llenaban el ancho bulevar del Malecón.

Giordino asintió tristemente con la cabeza.

– Tal vez no le encontremos nunca.

– Sin embargo, debemos intentarlo.

– Sí -dijo gravemente Giordino-. Se lo debemos a Dirk.

Se volvieron y cruzaron la estropeada entrada de la Embajada, donde les indicaron el salón de comunicaciones de la Sección de Intereses Especiales.

La sala estaba llena de corresponsales de prensa, que esperaban su turno para transmitir reportajes del desastre. Sandecker se abrió paso entre la multitud y encontró a un hombre gordo que dictaba a un radiotelegrafista. Cuando el hombre hubo terminado, Sandecker le dio un golpecito en un brazo.

– ¿Es usted Ira Hagen?

– Sí, soy Hagen.

La ronca voz concordaba con las arrugas de fatiga de la cara.

– Me lo había imaginado -dijo Sandecker-. El presidente me hizo una descripción de usted bastante detallada.

Hagen se dio unas palmadas en la redonda panza y se esforzó en sonreír.

– No soy difícil de descubrir entre una muchedumbre. -Después hizo una pausa y miró de un modo extraño a Sandecker-. Dice usted que el presidente…

– Estuve con él hace cuatro horas en la Casa Blanca. Me llamo James Sandecker y éste es Al Giordino. Somos de la AMSN.

– Sí, almirante, conozco su nombre. ¿En qué puedo servirle?

– Somos amigos de Dirk Pitt y de Jessie LeBaron.

Hagen cerró un momento los ojos y después miró fijamente a Sandecker.

– La señora LeBaron es una mujer estupenda. Salvo por unos pequeños cortes y algunas contusiones, salió indemne de la explosión. Está ayudando en un hospital de urgencia para niños montado en la vieja catedral. Pero si están buscando a Pitt, temo que pierden el tiempo. Estaba al timón del Amy Bigalow cuando éste voló por los aires.

Giordino sintió que se le encogía el corazón.

– ¿No hay ninguna posibilidad de que pudiese salvarse?

– De los hombres que lucharon contra los rusos en los muelles mientras los barcos se hacían a la mar, sólo dos sobrevivieron. Todos los tripulantes de los barcos y del remolcador se han dado por desaparecidos. Hay pocas esperanzas de que alguno de ellos pudiese abandonar su embarcación a tiempo. Y si las explosiones no les mataron, debieron perecer ahogados en la enorme ola que se produjo.

Giordino apretó los puños, desesperado. Se volvió de espaldas para que los otros no pudiesen ver las lágrimas que brotaban de sus ojos.

Sandecker sacudió tristemente la cabeza.

– Quisiéramos buscar en los hospitales.

– No quisiera mostrarme despiadado, almirante, pero harían mejor buscando en los depósitos de cadáveres.

– Haremos ambas cosas.

– Pediré a los suizos que les proporcionen salvoconductos diplomáticos para que puedan moverse libremente por la ciudad.

– Gracias.

Hagen miró con ojos compasivos a los dos hombres.

– Si les sirve de algún consuelo, les diré que gracias a su amigo Pitt se salvaron cien mil vidas.

Sandecker le miró a su vez, con una súbita expresión de orgullo en el semblante.

– Si usted conocía a Dirk Pitt, señor Hagen, no podía esperar menos de él.

77

Con muy poco optimismo, Sandecker y Giordino empezaron a buscar a Pitt en los hospitales. Pasaron por encima de innumerables heridos que yacían en hileras en el suelo, mientras las enfermeras les prestaban toda la ayuda que podían y los agotados médicos trabajaban en las salas de operaciones. Numerosas veces se detuvieron y ayudaron a transportar camillas antes de continuar su búsqueda.

No pudieron encontrar a Pitt entre los vivos.

Después investigaron en los improvisados depósitos de cadáveres, delante de algunos de los cuales esperaban camiones cargados de muertos, amontonados en cuatro o cinco capas. Un pequeño ejército de embalsamadores trabajaba febrilmente para evitar una epidemia. Los cadáveres yacían en todas partes como leños, descubiertas las caras, mirando sin ver al techo. Muchos de ellos estaban demasiado quemados y mutilados como para que pudiesen ser identificados, y fueron más tarde enterrados en una ceremonia colectiva en el cementerio de Colón.

Un atribulado empleado de un depósito les mostró los restos de un hombre del que se decía que había sido lanzado a tierra desde el mar. No era Pitt, y si no identificaron a Manny, fue porque no le conocían.

Amaneció el día sobre la destrozada ciudad. Se encontraron más heridos que fueron llevados a los hospitales y más muertos que fueron transportados a los depósitos. Soldados con la bayoneta calada patrullaban por las calles para impedir los saqueos. Las llamas todavía hacían estragos en la zona del puerto, pero los bomberos lograban rápidos progresos. La enorme nube de humo seguía ennegreciendo el cielo, y los pilotos de las líneas aéreas informaron de que los vientos del este la habían llevado hasta un lugar tan lejano como Ciudad de México.

Abrumados por lo que habían visto aquella noche, Sandecker y Giordino se alegraron de ver una vez más la luz del día. Llegaron en coche hasta tres manzanas de la plaza de la Catedral y allí tuvieron que detenerse por las ruinas que bloqueaban las calles. Siguieron a pie el resto del camino hasta el hospital infantil provisional, para ver a Jessie.

Ésta estaba acariciando a una niña pequeña que gemía mientras un médico escayolaba una de sus piernas delgadas y morenas. Jessie levantó la cabeza al ver acercarse al almirante y a Giordino. Inconscientemente, sus ojos recorrieron sus semblantes, pero su cansada mente no les reconoció.

– Jessie -dijo suavemente Sandecker-. Soy Jim Sandecker, y ése es Al Giordino.

Ella les miró durante unos segundos y entonces empezó a recordarles.

– Almirante, Al. ¡Oh! Gracias a Dios que han venido.

Murmuró algo al oído de la niña, y entonces se levantó y les abrazó a los dos, llorando a lágrima viva.

El médico se volvió a Sandecker.

– Ha estado trabajando como un demonio durante veinticuatro horas seguidas. ¿Por qué no la convencen de que se tome un respiro?

Ellos la asieron cada uno de un brazo y la sacaron de allí. Después, delicadamente, hicieron que se sentara en los escalones de la catedral.

Giordino se sentó delante de Jessie y la miró. Todavía llevaba su uniforme de campaña. Al camuflaje se añadían ahora manchas de sangre. Tenía los cabellos mojados de sudor y enmarañados, y los ojos enrojecidos por el humo.

– Me alegro de que me hayan encontrado -dijo ella al fin-. ¿Acaban de llegar?

– La noche pasada -respondió Giordino-. Hemos estado buscando a Dirk.

Ella miró vagamente la gran nube de humo.

– Ha muerto -dijo como en trance.

– Mala hierba nunca muere -murmuró Giordino con mirada ausente.

– Todos han muerto…, mi marido, Dirk y tantos otros.

Su voz se extinguió.

– ¿Hay café en alguna parte? -dijo Sandecker, cambiando de conversación-. Creo que me vendría bien una taza.

Jessie señaló débilmente con la cabeza hacia la entrada de la catedral.

– Una pobre mujer cuyos hijos están gravemente heridos ha estado preparándolo para los voluntarios.

– Iré a buscarlo -dijo Giordino.

Se levantó y desapareció en el interior.

Jessie y el almirante permanecieron sentados allí unos momentos escuchando las sirenas y observando el fulgor de las llamas a lo lejos.

– Cuando volvamos a Washington -dijo al fin Sandecker-, si puedo ayudarla en algo…

– Es muy amable, almirante, pero podré arreglarme. -Vaciló-. Hay una cosa. ¿Cree que se podría encontrar el cuerpo de Raymond y enviarlo a casa para ser enterrado?

– Estoy seguro de que, después de todo lo que ha hecho usted, Castro prescindirá de todo el papeleo.

– Es extraño que nos hayamos visto metidos en todo esto a causa del tesoro.

– ¿La Dorada?

Jessie contempló a un grupo de personas que venían desde lejos en su dirección, pero no dio señales de verlas.

– Los hombres se han dejado seducir por ella durante casi quinientos años y, en su mayoría, murieron por culpa de su afán de poseerla. Es estúpido… Es estúpido que se pierdan vidas por una estatua.

– Todavía es considerada como el tesoro más grande del mundo.

Jessie cerró cansadamente los ojos.

– Gracias a Dios, está escondido. ¡Quién sabe cuántos hombres se matarían por él!

– Dirk nunca habría sido capaz de poner en peligro la vida de alguien por dinero -dijo Sandecker-. Le conozco demasiado bien. Se metió en esto por la aventura y por el desafío de resolver un misterio, no por conseguir una ganancia.

Jessie no replicó. Abrió los ojos y por fin se dio cuenta del grupo que se acercaba. No podía verles claramente. Calculó, a través de la neblina amarilla del humo, que uno de ellos debía medir más de dos metros. Los otros eran muy pequeños. Cantaban, pero no pudo distinguir la tonada.

Giordino volvió con una pequeña tabla en la que llevaba tres tazas. Se detuvo y miró durante un largo momento el grupo que caminaba entre los escombros de la plaza.

La figura de en medio no medía dos metros, sino que era un hombre con un niño pequeño subido sobre los hombros. El chiquillo parecía asustado y se agarraba con fuerza a la frente del hombre, tapando la mitad superior de su cara. Una niña pequeña estaba acunada en un brazo musculoso, mientras que la otra mano del hombre asía la de una niña de no más de cinco años. Una hilera de otros diez u once niños les seguían de cerca. Parecía que estaban cantando en un chapurreado inglés. Tres perros trotaban junto a ellos aullando para acompañarles.

Sandecker miró a Giordino con curiosidad. El italiano de abultado pecho pestañeó para librarse del humo que le hacía lagrimear y miró, con expresión interrogadora e intensa, el extraño y patético espectáculo.

El hombre tenía el aspecto de una aparición; estaba agotado, desesperadamente agotado. Llevaba la ropa hecha jirones y caminaba cojeando. Tenía hundidos los ojos, y la cara macilenta estaba surcada de sangre seca. Sin embargo, su mandíbula expresaba determinación, y el hombre dirigía la canción de los niños con voz estentórea.

– Debo volver al trabajo -dijo Jessie, poniéndose dificultosamente en pie-. Aquellos niños necesitan mucho cuidado.

Ahora, el grupo se había acercado tanto que Giordino pudo identificar lo que estaban cantando.

I'm a Yankee Doodle Dandy. A Yankee Doodle do or die… [3]

Giordino se quedó boquiabierto y abrió mucho los ojos con incredulidad. Señaló como presa de espanto. Después arrojó las tazas de café por encima del hombro y bajó la escalinata de la catedral saltando como un loco.

– ¡Es él! -gritó.

A real live nephew of my Uncle Sam. Born on the fourth of July [4]

– ¿Qué ha sido eso? -gritó Sandecker a su espalda-. ¿Qué es lo que ha dicho?

Jessie se puso en pie de un salto, olvidando de pronto su terrible fatiga, y corrió detrás de Giordino.

– ¡Ha vuelto! -gritó.

Sandecker echó a correr.

Los niños interrumpieron su canción y se apretujaron alrededor del hombre, asustados al ver la súbita aparición de tres personas que gritaban y corrían hacia ellos. Se aferraron a él como si en ello les fuese la vida. Los perros cerraron filas alrededor de sus piernas y empezaron a ladrar con más fuerza que nunca.

Giordino se detuvo y se quedó plantado allí, a sólo medio metro de distancia, sin saber exactamente qué podía decir que tuviese algún sentido.

Sonrió, y sonrió con inmenso alivio y alegría. Por fin recobró el uso de la palabra.

– Sé bienvenido, Lázaro.

Pitt sonrió con picardía.

– Hola, amigo. ¿No tendrías por casualidad un dry martini en el bolsillo?

78

Seis horas más tarde, Pitt estaba durmiendo como un tronco en un nicho vacío de la catedral. Se había negado a tumbarse hasta que los niños hubiesen sido atendidos, y los perros, alimentados. Después había insistido en que Jessie descansase también un rato.

Jessie yacía a pocos metros de distancia sobre unas mantas dobladas que le servían de colchón sobre las duras baldosas. El fiel Giordino estaba sentado en un sillón de mimbre en la entrada del nicho, para que nadie turbase su sueño, y apartando a los grupos ocasionales de chiquillos que jugaban demasiado cerca y gritaban demasiado.

Se irguió al ver que Sandecker se acercaba seguido de un grupo de cubanos uniformados. Ira Hagen estaba entre ellos. Parecía más viejo y mucho más cansado que cuando Giordino le había visto por última vez, apenas veinte horas antes. Giordino reconoció inmediatamente al hombre que caminaba al lado de Hagen y directamente detrás del almirante. Se puso en pie cuando Sandecker señaló con la cabeza a los durmientes.

– Despiérteles -dijo éste a media voz.

Jessie salió de las profundidades de su sueño y gimió. Giordino tuvo que sacudirla varias veces del hombro para que no se durmiese de nuevo. Todavía fatigada hasta la médula y aturdida por el sueño, se incorporó y sacudió la cabeza para despejarla de su confusión.

Pitt se despertó casi instantáneamente, como si hubiese sonado un despertador. Se volvió y se sentó apoyándose en un codo, ojo avizor y observando a los hombres que formaban un semicírculo delante de él.

– Dirk -dijo Sandecker-. Éste es el presidente Fidel Castro. Estaba haciendo una visita de inspección a los hospitales y le dijeron que usted y Jessie estaban aquí. Le gustaría hablar con ustedes.

Antes de que Pitt pudiese responder, Castro dio un paso adelante, le asió la mano y tiró de ella hasta ponerle en pie con sorprendente fuerza. Los magnéticos ojos castaños se encontraron con los penetrantes ojos verdes y opalinos. Castro vestía un limpio y planchado uniforme verde oliva, con la insignia de general en jefe sobre los hombros, en contraste con Pitt, que todavía llevaba la misma ropa harapienta y sucia con que había llegado a la catedral.

– Conque ése es el hombre que hizo que mis policías de seguridad pareciesen idiotas, y que salvó la ciudad -dijo Castro en español.

Jessie tradujo la frase y Pitt hizo un ademán negativo.

– Solamente fui uno de los afortunados que sobrevivieron. Al menos dos docenas de otros hombres murieron tratando de evitar la tragedia.

– Si los barcos hubiesen estallado cuando estaban todavía amarrados a los muelles, la mayor parte de La Habana habría quedado convertida en un erial. Habría sido una tumba para mí y para medio millón de personas. Cuba le está agradecida y desea nombrarle Héroe de la Revolución.

– Mira qué posición he alcanzado en el barrio -murmuró Pitt.

Jessie le dirigió una mirada de reproche y no tradujo sus palabras.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Castro.

Jessie carraspeó.

– Pues… ha dicho que lo acepta como un gran honor.

Castro pidió entonces a Pitt que describiese la captura de los barcos.

– Dígame lo que vio -dijo amablemente-. Todo lo que sabe que ocurrió. Empezando desde el principio.

– ¿Empezando desde el momento en que salimos de la Embajada suiza? -preguntó Pitt, entrecerrando los ojos en una expresión de furtiva pero astuta reflexión.

– Si lo desea -respondió Castro, comprendiendo su mirada.

Mientras narraba Pitt la desesperada lucha en los muelles y los esfuerzos por sacar el Amy Bigalow y el Ozero Zaysan del puerto, Castro le interrumpió con un alud de preguntas. La curiosidad del líder cubano era insaciable. El relato duró casi tanto como los sucesos reales.

Pitt refirió los hechos tan objetiva e impasiblemente como le fue posible, sabiendo que nunca podría hacer justicia al increíble valor de unos hombres que habían dado la vida por gente de otro país. Contó la magnífica acción dilatoria emprendida por Clark contra unas fuerzas abrumadoramente superiores; cómo Manny, Moe y sus hombres habían trabajado furiosamente en las oscuras entrañas de los barcos para lograr que éstos se pusiesen en marcha, sabiendo que en cualquier momento podían saltar en pedazos. Contó cómo habían permanecido Jack y su tripulación en el remolcador, arrastrando a los barcos muertos hacia mar abierto, hasta que fue demasiado tarde para escapar. Lamentó que no pudiesen estar todos presentes para contar sus propias historias, y se preguntó qué habrían dicho. Sonrió para sí, sabiendo cómo habría atronado el aire Manny con sus punzantes palabras.

Por fin explicó Pitt cómo había sido lanzado por la enorme ola dentro de la ciudad, y cómo había perdido el conocimiento y lo había recobrado cuando estaba colgado boca abajo del rótulo de una joyería. Relató que, mientras caminaba entre los escombros, había oído llorar a una niña pequeña, y la había sacado, junto con un hermanito, de debajo de las ruinas de una casa de apartamentos derrumbada. Después de esto, parecía que había atraído como un imán a los niños perdidos. Las brigadas de socorro habían aumentado su colección durante la noche. Cuando no encontró más niños vivos, un guardia le encaminó hacia el hospital y puesto de socorro para niños, donde se había encontrado con sus amigos.

Castro miró fijamente a Pitt, con rostro emocionado. Dio un paso adelante y le abrazó.

– Gracias -murmuró con voz quebrada. Después besó a Jessie en las dos mejillas y estrechó la mano a Hagen-. Cuba les da las gracias a todos. No les olvidaremos.

Pitt miró taimadamente a Castro.

– ¿Podría pedirle un favor?

– Sólo tiene que nombrarlo -respondió rápidamente Castro.

Pitt vaciló y después dijo:

– Ese taxista llamado Herberto Figueroa. Si encontrase en los Estados Unidos un Chevrolet del cincuenta y siete en buen estado y se lo enviase, ¿podría usted cuidar de que le fuese entregado? Herberto y yo le quedaríamos muy agradecidos.

– Desde luego. Me ocuparé personalmente de que reciba su regalo.

– Quisiera pedirle otro favor -dijo Pitt.

– No abuse de su suerte -le murmuró Sandecker.

– ¿Cuál? -preguntó amablemente Castro.

– ¿Podrían prestarme una embarcación con una grúa?

79

Los cuerpos de Manny y de tres de sus tripulantes fueron identificados. El de Clark fue recogido en el canal por una barca de pesca. Los restos fueron enviados en avión a Washington para su entierro. En cuanto a Jack, Moe y los otros, nada volvió a saberse de ellos.

Por fin pudo controlarse el fuego, cuatro días después de que estallasen los barcos de la muerte. Las últimas y tercas llamas no se extinguirían hasta una semana más tarde. Y transcurrirían otras diez semanas hasta que fuesen encontrados los últimos muertos. Muchos no se encontraron nunca.

Los cubanos fueron muy meticulosos en el recuento. En definitiva, establecieron una lista completa de víctimas. La cifra de muertos seguros ascendió a setecientos treinta y dos. Los heridos sumaron tres mil setecientos sesenta y nueve. Los desaparecidos se calcularon en ciento noventa y siete.

Por iniciativa del presidente, el Congreso aprobó una ley urgente para la entrega a los cubanos de cuarenta y cinco millones de dólares para contribuir a la reconstrucción de La Habana. El presidente, en prueba de buena voluntad, levantó también el embargo comercial que había estado en vigor desde hacía treinta y cinco años. Por fin, los norteamericanos pudieron fumar de nuevo, legalmente, buenos cigarros habanos.

Después de ser expulsados, la única representación de los rusos en Cuba fue una Sección de Intereses Especiales en la Embajada de Polonia. El pueblo cubano no lamentó su partida.

Castro siguió siendo marxista revolucionario de corazón, pero se estaba ablandando. Después de convenir en principio en el pacto de amistad entre los Estados Unidos y Cuba, aceptó sin vacilar una invitación del presidente a visitarle en la Casa Blanca y a pronunciar un discurso en el Congreso, aunque puso mala cara cuando le pidieron que no hablara más de veinte minutos.


Al amanecer del tercer día después de las explosiones, una vieja y desconchada embarcación, deteriorada por la intemperie, echó el ancla casi en el centro exacto del puerto. Los barcos contra incendios y de socorro pasaban por su lado como si hubiese sido un automóvil averiado en una carretera. Era una embarcación chata de trabajo y llevaba en la popa una pequeña grúa cuyo brazo se extendía sobre el agua. Su tripulación parecía indiferente a la frenética actividad que reinaba a su alrededor.

La mayoría de los incendios de la zona portuaria habían sido sofocados, pero los bomberos seguían vertiendo miles de litros de agua sobre los humeantes escombros dentro de las deformadas estructuras de los almacenes. Varios ennegrecidos depósitos de petróleo del puerto seguían tercamente echando llamas y la cortina acre de humo olía a petróleo y a goma quemados.

Pitt estaba en pie sobre la despintada cubierta y contemplaba a través de la amarillenta y fuliginosa neblina los restos de lo que había sido un petrolero. Lo único que quedaba del Ozero Baykai era la quemada superestructura de popa que se alzaba grotesca y retorcida sobre el agua sucia de petróleo. Volvió su atención a una pequeña brújula que tenía en la mano.

– ¿Es éste el lugar? -preguntó el almirante Sandecker.

– Los datos que tenemos así parecen indicarlo -respondió Pitt.

Giordino asomó la cabeza a la ventana de la caseta del timón.

– El magnetómetro se está volviendo loco. Estamos justo encima de una gran masa de hierro.

Jessie estaba sentada sobre una escotilla. Llevaba unos shorts grises y una blusa azul pálido, y había recobrado su exquisita personalidad.

Dirigió una mirada curiosa a Pitt.

– Todavía no me has dicho por qué crees que Raymond escondió La Dorada en el fondo del puerto y cómo sabes exactamente dónde tienes que buscar.

– Fui un estúpido al no comprenderlo inmediatamente -explicó Pitt-. Las palabras suenan igual y yo las interpreté mal. Pensé que sus últimas palabras habían sido: «Look on the m-a-i-n s-i-g-h-t. Lo que trataba realmente de decirme era: «Look on the M-a-i-n-e s-i-t-e.»

Jessie pareció confusa.

– ¿El lugar del Maine?

– Recuerda Pearl Harbor, el Álamo y el Maine. En este lugar o muy cerca de él el buque de guerra Maine fue hundido en 1898 y desencadenó la guerra contra España.

Jessie empezó a sentir una profunda excitación.

– ¿Arrojó Raymond la estatua encima de un viejo barco naufragado?

– En el lugar del naufragio -le corrigió Pitt-. El casco del Maine fue izado y remolcado al mar abierto, donde fue hundido en 1912, con la bandera ondeando.

– ¿Pero por qué habría de arrojar Raymond deliberadamente el tesoro?

– Todo se remonta a cuando él y su socio, Hans Kronberg, descubrieron el Cyclops y rescataron La Dorada. Hubiese debido ser un triunfo para dos amigos que habían luchado juntos contra todas las probabilidades y arrebatado el tesoro más buscado de la historia a un mar codicioso. Hubiese debido tener un final feliz. Pero la situación se agrió. Raymond LeBaron estaba enamorado de la esposa de Kronberg.

El semblante de Jessie se puso tenso al comprender.

– Hilda.

– Sí, Hilda. Él tenía dos motivos para querer librarse de Hans. El tesoro y una mujer. De alguna manera debió convencer a Hans de hacer una nueva inmersión después de haberse apoderado de La Dorada. Entonces cortó el tubo de alimentación de aire, condenando a su amigo a una muerte horrible. ¿Puedes imaginarte lo que debió ser morir ahogado en el interior de una cripta de acero como el Cyclops?

Jessie desvió la mirada.

– No puedo creerlo.

– Viste el cuerpo de Kronberg con tus propios ojos. Hilda era la verdadera clave del enigma. Ella fue el centro de la sórdida historia. Yo sólo tenía que completarla con unos pocos detalles.

– Raymond nunca habría podido cometer un asesinato.

– Podía hacerlo y lo hizo. Habiendo quitado de en medio a Hans, dio otro paso adelante. Se zafó del fisco (¿se le puede culpar de esto si recordamos que el Gobierno Federal se quedaba con el ochenta por ciento de los ingresos superiores a ciento cincuenta mil dólares a finales de los años cincuenta?) y evitó un pleito engorroso con el Brasil, que habría reclamado con justicia la estatua como tesoro nacional robado. No dijo nada y puso rumbo a Cuba. Tu amante era un hombre muy astuto.

»EÍ problema con que se enfrentaba ahora era cómo vender la estatua. ¿Quién estaría dispuesto a pagar entre veinte y cincuenta millones de dólares por un objeto de arte? También temía que, si se difundía la noticia, el entonces dictador cubano Fulgencio Batista, un ladrón de primera magnitud, la habría incautado.

Y si Batista no lo hacía, lo haría el ejército de mañosos que había invitado a Cuba después de la Segunda Guerra Mundial. Por consiguiente, Raymond decidió despedazar La Dorada y venderla a trozos.

«Desgraciadamente para él, eligió un mal momento. Entró con su embarcación en el puerto de La Habana el mismo día en que Castro y sus rebeldes invadieron la ciudad después de derribar el Gobierno corrompido de Batista. Las fuerzas revolucionarias cerraron inmediatamente los puertos de mar y los aeropuertos, para impedir que los compinches de Batista huyesen del país con incontables riquezas.

– ¿No se llevó nada LeBaron? -preguntó Sandecker-. ¿Lo perdió todo?

– No todo. Se dio cuenta de que estaba atrapado y de que sólo era cuestión de tiempo que los revolucionarios registrasen su barco y encontrasen La Dorada. Su única alternativa era llevarse lo que pudiese y tomar el primer avión de vuelta a los Estados Unidos. Al amparo de la noche debió introducir su embarcación en el puerto, levantar la estatua sobre la borda y arrojarla al mar en el lugar donde se había hundido el buque de guerra Maine setenta años atrás. Naturalmente, pensaba volver y recobrar el tesoro cuando terminase el caos, pero Castro no jugó según las reglas de LeBaron. La luna de miel de Cuba con los Estados Unidos acabó muy pronto de mala manera, y LeBaron no pudo nunca regresar y recobrar el precioso tesoro de tres toneladas ante los ojos del servicio de segundad de Castro.

– ¿Qué trozo de la estatua se llevó? -preguntó Jessie.

– Según Hilda, le arrancó el corazón de rubí. Entonces, después de introducirlo a escondidas en el país, hizo que fuese cortado en secreto y tallados los pedazos, y los vendió por medio de agentes comerciales. Ahora tenía medios suficientes para alcanzar la cima de las altas finanzas con Hilda a su lado. Raymond LeBaron había llegado en buen momento a la ciudad.

Durante largo rato, guardaron todos silencio, cada cual sumido en sus propios pensamientos, imaginándose a un LeBaron desesperado arrojando la mujer de oro por encima de la borda de su barco treinta años atrás.

– La Dorada -dijo Sendecker, rompiendo el silencio-. Su peso debió hacer que se hundiese muy hondo en el blando limo del fondo del puerto.

– El almirante tiene razón -dijo Giordino-. LeBaron no pensó que encontrar de nuevo la estatua sería una operación muy difícil.

– Confieso que esto también me preocupó -dijo Pitt-. Él hubiese debido saber que, después de que el Cuerpo de Ingenieros del Ejército desaparejase y extrajese el casco del Maine, tenían que haber quedado cientos de toneladas de restos profundamente hundidos en el barro, haciendo que la estatua fuese casi imposible de encontrar. El detector de metales más perfeccionado del mundo no puede descubrir un objeto particular en un depósito de chatarra.

– Así pues, la estatua yacerá ahí abajo para siempre -dijo Sandecker-. A menos que algún día llegue alguien y drague la mitad del puerto hasta encontrarlo.

– Tal vez no -dijo reflexivamente Pitt dando vueltas en su mente a algo que solamente él podía ver-. Raymond LeBaron era un hombre muy astuto. Era también un profesional en operaciones de salvamento. Creo que sabía perfectamente lo que estaba haciendo.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Sandecker.

– Arrojó la estatua por la borda, en esto estoy de acuerdo. Pero apuesto a que la bajó muy despacio y en posición vertical, de manera que, cuando llegase al fondo, se mantuviese de pie.

Giordino miró hacia la cubierta.

– Podría ser -dijo lentamente-. Podría ser. ¿Qué altura tiene?

– Unos dos metros y medio, incluido el pedestal.

– Treinta años para que tres toneladas de metal se hundan en el barro… -murmuró Sandecker-. Es posible que todavía sobresalgan tres palmos de la estatua del fondo del puerto.

Pitt sonrió distraídamente.

– Lo sabremos en cuanto Al y yo nos hayamos sumergido y hayamos hecho un plan para la búsqueda.

Como obedeciendo a un consigna, todos callaron y miraron por encima de la borda el agua cubierta de una capa de petróleo y cenizas, oscura y sigilosa. Desde alguna parte de las siniestras profundidades verdes, La Dorada les estaba llamando.

80

Pitt estaba de pie en cubierta, con todo su equipo de submarinista, y observaba las burbujas que subían de lo hondo y estallaban en la superficie. Miró su reloj, calculando el tiempo. Giordino estaba desde hacía casi cincuenta minutos a una profundidad de quince metros. Siguió observando las burbujas y vio que viajaban gradualmente en círculo. Sabía que Giordino tenía aire suficiente para una vuelta más de trescientos sesenta grados alrededor de la cuerda de seguridad sujeta a una boya a unos treinta metros de distancia del barco.

La pequeña tripulación de cubanos reclutados por Sandecker estaba silenciosa. Pitt miró a lo largo de la cubierta y vio que estaban alineados junto a la barandilla, detrás del almirante, contemplando como hipnotizados el brillo de las burbujas.

Pitt se volvió a Jessie, que estaba de pie a su lado. No había dicho una palabra ni se había movido desde hacía cinco minutos, tenso el semblante por una concentración profunda y brillándole los ojos de excitación. Estaba entusiasmada, previendo que una leyenda se convertiría en realidad. Entonces gritó de pronto:

– ¡Mira!

Una forma oscura subió del fondo entre una nube de burbujas, y la cabeza de Giordino salió del agua cerca de la boya. Se volvió sobre la espalda y nadó agitando fácilmente las aletas hasta llegar a la escalera. Entregó el cinturón de plomo y los dos botellones de aire antes de subir a cubierta. Se quitó la máscara y escupió sobre la borda.

– ¿Cómo te ha ido? -preguntó Pitt.

– Bien -respondió Giordino-. Ésta es la situación. He dado ocho vueltas alrededor del punto donde está anclada la cuerda de la boya. La visibilidad es de más o menos un metro. Tal vez tengamos suerte. El fondo es una mezcla de arena y barro; por consiguiente, no es muy blando. Es posible que la estatua no se haya hundido al punto que quede cubierta su cabeza.

– ¿La corriente?

– Aproximadamente de un nudo. Se puede soportar.

– ¿Algún obstáculo?

– Unos pocos restos y pedazos enmohecidos de metal sobresalen del fondo, por lo que debes tener cuidado de que no se enganche tu cuerda de distancia.

Sandecker se plantó detrás de Pitt e hizo una última comprobación de su equipo. Pitt pasó por una abertura de la barandilla e introdujo la boquilla del regulador del aire entre sus dientes.

Jessie le dio un suave apretón en el brazo, a través del traje impermeable.

– Suerte -dijo.

Él le hizo un guiño a través de la máscara y dio un largo paso al frente. La brillante luz del sol fue difundida por un súbito estallido de burbujas cuando se sumergió en el verde vacío. Nadó hasta la boya e inició el descenso. La cuerda trenzada de nylon amarillo pareció desvanecerse a los pocos metros en la opaca oscuridad.

Pitt la siguió cuidadosamente, tomándose tiempo. Se detuvo una vez para aclararse los oídos. Menos de un minuto más tarde, el fondo pareció levantarse bruscamente hacia él, al encuentro de su mano extendida. Pitt se detuvo de nuevo para ajustar su chaleco compensador de flotación y comprobar su reloj para el tiempo y la brújula para la dirección, así como la válvula de presión del aire. Entonces tomó la cuerda de distancia que Giordino había sujetado con un clip a la de descenso y se movió a lo largo del radio.

Después de nadar unos ocho metros su mano estableció contacto con un nudo que había hecho Giordino en la cuerda para medir el perímetro de su última vuelta. A poca distancia descubrió Pitt una estaca de color naranja clavada en el fondo y que marcaba el punto de partida de su trayecto circular. Entonces avanzó otros dos metros, tensó la cuerda e inició su vuelta, captando con la mirada lo que podía verse a un metro de distancia en ambos lados.

Aquel trozo de mar estaba desierto, sin vida, y olía a productos químicos. Pitt pasó por encima de colonias de peces muertos, aplastados por la onda expansiva del petrolero al estallar. Sus cuerpos rodaban sobre el fondo a impulso de la corriente, como hojas agitadas por una suave brisa. Había sudado dentro de su traje impermeable bajo el sol en el barco, y ahora estaba sudando dentro de él a quince metros debajo de la superficie. Podía oír el ruido de las barcas de salvamento que cruzaban el puerto de un lado a otro, los estampidos de sus tubos de escape y el cavitación de las hélices, aumentado todo ello por la densidad del agua.

Metro a metro, escrutó el fondo desnudo hasta que hubo completado todo un círculo. Llevó la estaca más afuera y empezó otro trayecto circular en dirección contraria.

Los submarinistas experimentan a menudo una gran impresión de soledad cuando nadan sobre un desierto subacuático donde nada pueden ver más allá del alcance de la mano. El mundo real habitado por personas, a menos de veinte metros de distancia en la superficie, deja de existir. Experimentan un descuidado abandono y una indiferencia por lo desconocido. Su percepción se deforma y empiezan a fantasear.

Pitt no sentía nada de esto, salvo, tal vez, un toque de fantasía. Estaba como embriagado por la búsqueda y tan absorto en contemplar la ambicionada estatua en su mente, lanzando destellos dorados y verdes, que casi le pasó inadvertida una forma vaga que se destacaba en la penumbra a su derecha.

Agitando rápidamente las aletas, nadó en su dirección. Era un objeto redondo, en parte enterrado. Los tres palmos que sobresalían del limo estaban revestidos de cieno y de algas que ondeaban con la corriente.

Cien veces se había preguntado Pitt lo que sentiría, cómo reaccionaría cuando se enfrentase a la mujer de oro. Lo que sintió realmente ahora fue miedo, miedo de que sólo fuese una falsa alarma y la búsqueda no terminase nunca.

Lenta, temerosamente, limpió la cenagosa capa con las manos enguantadas. Diminutas partículas de vegetación y de limo se agitaron en un pardo torbellino, obscureciendo el misterioso objeto. Pitt esperó, envuelto en un silencio misterioso, a que se fundiese aquella nube en la penumbra del agua.

Se acercó más, flotando casi pegado al fondo, hasta que su cara estuvo solamente a pocos centímetros. Miró fijamente a través del cristal de la máscara, sintiendo de pronto que se le secaba la boca y que su corazón palpitaba como un tambor de calipso.

Con una expresión de infinita melancolía, un par de ojos verdes de esmeralda le miraron a su vez.

Pitt había encontrado La Dorada.

81

4 de enero de 1990

Washington, D.C.

La declaración del presidente sobre la Jersey Colony y las hazañas de Eli Steinmetz y su equipo lunar electrificaron a la nación y causaron sensación en todo el mundo.

Cada noche, durante una semana, los televidentes pudieron contemplar vistas espectaculares del paisaje lunar que no habían podido contemplarse cuando los breves alunizajes del programa Apolo. La lucha de los hombres por sobrevivir mientras construían un alojamiento habitable fue también conocida en todos sus dramáticos detalles.

Steinmetz y sus compañeros se convirtieron en los héroes del día. Fueron agasajados en todo el país, entrevistados en innumerables programas de televisión y obsequiados con el tradicional desfile bajo una lluvia de serpentinas en Nueva York.

Las aclamaciones por el triunfo de los colonizadores de la Luna tuvieron el tono del viejo patriotismo, pero el impacto fue más profundo, más amplio, Ahora había algo tangible más allá de los breves y espectaculares vuelos sobre la atmósfera de la Tierra; una permanencia en el espacio, una prueba sólida de que el hombre podía vivir lejos de su planeta natal.

El presidente pareció muy optimista durante un banquete privado celebrado en honor del «círculo privado» y sus colonizadores. Su estado de ánimo era muy diferente del de la primera vez que se había enfrentado con los hombres que habían concebido y creado la base lunar. Levantó una copa de champaña, dirigiéndose a Hudson, que contemplaba con mirada ausente el atestado salón, como si estuviese desierto y en silencio.

– ¿Está su mente perdida en el espacio, Leo?

Hudson miró un instante al presidente y después asintió con la cabeza.

– Le pido disculpas. Tengo la mala costumbre de distraerme en las fiestas.

– Apuesto a que está trazando planes para una nueva colonia en la Luna.

Hudson sonrió forzadamente.

– En realidad estaba pensando en Marte.

– Entonces la Jersey Colony no es el final.

– Nunca habrá un final, sino solamente el principio de otro principio.

– El Congreso compartirá el espíritu del país y votará fondos para ampliar la colonia. Pero un puesto avanzado en Marte… costaría mucho dinero.

– Si no lo hacemos nosotros ahora, lo hará la próxima generación.

– ¿Ha pensado en el nombre?

Hudson sacudió la cabeza.

– No hemos pensado todavía en ello.

– Yo me he preguntado a menudo -dijo el presidente- cómo se les ocurrió el nombre de «Jersey Colony».

– ¿No lo adivina?

– Está el Estado de New Jersey, la isla de Jersey frente a la costa francesa, los suéters Jersey…

– También es una raza vacuna.

– ¿Qué?

– Recuerde la canción infantil: «Eh, jugad, jugad, / El gato y el violín, / La vaca saltó a la Luna.»

El presidente le miró un momento sin comprender y después soltó una carcajada. Cuando dejó de reír, dijo:

– Dios mío, vaya una ironía. La mayor hazaña del hombre recibió el nombre de una vaca de un cuento de Maricastaña.


– Es realmente exquisita -dijo Jessie.

– Sí, es magnífica -convino Pitt-. Nunca te cansas de mirarla.

Contemplaban extasiados La Dorada, que ahora estaba en la sala central del East Building de la National Gallery de Washington. El pulido cuerpo de oro y la bruñida cabeza de esmeralda resplandecían bajo los rayos del sol que se filtraban a través de la gran claraboya. El espectacular efecto era asombroso. El desconocido artista indio la había esculpido con una gracia y una belleza irresistibles. Su posición era relajada, con una pierna delante de la otra, los brazos ligeramente doblados en los codos, y las manos extendidas hacia afuera.

Su pedestal de cuarzo rosa descansaba sobre un sólido bloque de palisandro del Brasil de metro y medio de altura. El corazón arrancado había sido substituido por otro de cristal carmesí que casi igualaba el esplendor del rubí original.

Una enorme muchedumbre contemplaba maravillada la deslumbrante obra. Una cola de visitantes se extendía fuera de la galería casi medio kilómetro. La Dorada superaba incluso, en cuanto a asistencia, el récord de los artefactos del Rey Tut.

Todos los dignatarios de la capital acudieron a rendir su homenaje. El presidente y su esposa acompañaron a Hilda Kronberg-LeBaron en la ceremonia previa a la inauguración. La satisfecha anciana de ojos chispeantes permaneció sentada en su silla de ruedas y sonrió una y otra vez mientras el presidente homenajeaba a los dos hombres de su pasado con un breve discurso. Cuando la ayudó a levantarse de su silla para que pudiese tocar la estatua, no había un ojo seco en toda la sala.

– Es extraño -murmuró Jessie-, cuando piensas en cómo empezó todo con el naufragio del Cyclops y terminó con el naufragio del Maine.

– Sólo para nosotros -dijo distraídamente Pitt-. Para ella empezó hace cuatrocientos años en una selva brasileña.

– Cuesta imaginar que una cosa tan bella haya causado tantas muertes.

Él no la escuchaba y no replicó.

Ella le dirigió una mirada curiosa. Pitt contemplaba fijamente la estatua, perdida su mente en otro tiempo, en otro lugar.

– Rico el tesoro, dulce el placer -citó ella.

Él se volvió despacio y la miró, retornando al presente. Se había roto el hechizo.

– Disculpa -dijo.

Jessie no pudo dejar de sonreír.

– ¿Cuándo vas a intentarlo?

– Intentar, ¿qué?

– Correr en busca de la ciudad perdida de La Dorada.

– No hay que apresurarse -replicó Pitt, soltando una carcajada-. No es como ir a cualquier parte.


***

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