Primera parte

El Prosperteer

1

10 de octubre de 1989

Key West, Florida

El dirigible pendía inmóvil en el aire tropical, equilibrado y tranquilo, como un pez suspendido en un acuario. Su proa golpeaba ligeramente el mástil amarillo de amarre al balancearse delicadamente sobre una sola rueda de aterrizaje. Era una vieja aeronave de aspecto cansado; su piel antaño de plata se había arrugado, había perdido el color y estaba salpicada de numerosos parches. La barquilla de mando que pendía debajo de su panza tenía aspecto de embarcación antigua, y sus ventanillas de cristal estaban amarillas por los años. Sólo sus motores Wright Whirlwind de 200 caballos parecían nuevos, al haber sido cuidadosamente restaurados y devueltos a sus primitivas condiciones.

A diferencia de sus hermanos más jóvenes que sobrevolaban los estadios de fútbol, su cubierta impermeable al gas era de aluminio con junturas remachadas, en vez de poliéster revestido de caucho, y era sostenida por doce armazones circulares como el dorso de un pez. En forma de cigarro, tenía cincuenta metros de longitud y contenía siete mil quinientos metros cúbicos de helio y, si no soplaban vientos contrarios sobre su redondeada proa, podía navegar entre las nubes a sesenta y dos millas por hora. Su denominación original había sido ZMC-2, Zeppelin Metal Ciad Number Two, y había sido construido en Detroit y entregado a la Marina de los Estados Unidos en 1929- A diferencia de la mayoría de los dirigibles, que tenían cuatro grandes aletas estabili-zadoras, éste llevaba ocho aletas pequeñas en la afilada cola. Muy avanzado en su época, había prestado grandes y seguros servicios hasta 1942, en que había sido desmantelado y olvidado.

Durante cuarenta y siete años, el ZMC-2 languideció en un hangar de una base aérea naval abandonada cerca de Key West, Florida. En 1988, la propiedad fue vendida por el Gobierno a un grupo financiero presidido por un acaudalado editor, Raymond LeBaron, que pretendía convertirla en un lugar de vacaciones.

Recién llegado de la sede de su corporación en Chicago, para inspeccionar la nueva adquisición, LeBaron tropezó, en la base naval, con los polvorientos y deteriorados restos del ZMC-2 y aquello le intrigó. Cargándolo a los gastos de promoción, hizo montar de nuevo la vieja nave más ligera que el aire y reconstruir los motores, y la llamó Prosperteer, por el nombre de la revista comercial que era la base de su imperio financiero, pintando aquel nombre con grandes letras rojas en el lado de la cubierta.

LeBaron aprendió a gobernar el Prosperteer, dominando el humor inconstante de la aeronave y los constantes reajustes requeridos para sostener un vuelo regular bajo la caprichosa naturaleza del viento. No había un piloto automático que le ahorrase el trabajo de bajar la proa contra una súbita ráfaga y levantarla cuando amainaba el viento. La fuerza de sustentación casi neutral variaba en gran manera con la atmósfera. Los residuos de una ligera lluvia podían añadir un peso de cientos de kilos a la vasta superficie del dirigible, reduciendo su capacidad de elevación, mientras que un viento seco que soplase desde el noroeste obligaba al piloto a luchar contra la insistencia de la aeronave por elevarse a una altura contraproducente.

LeBaron disfrutaba con este desafío. El regocijo de adivinar el comportamiento de la antigua bolsa de gas y combatir sus antojos aerodinámicos superaba en mucho las satisfacciones que experimentaba al pilotar uno de los cinco aviones a reacción propiedad de su corporación. Aprovechaba todas las oportunidades que tenía de abandonar la sala de juntas para viajar a Key West y dar una vuelta sobre las islas del Caribe. El Prosperteer se convirtió muy pronto en un espectáculo familiar encima de las Bahamas. Un indígena que trabajaba en un campo de caña de azúcar contempló el dirigible y lo describió espontáneamente como «un cerdito que corría hacia atrás».

Sin embargo, LeBaron, como la mayoría de los empresarios de la élite del poder, tenía una mente inquieta y sentía el impulso incoercible de buscar nuevos proyectos. Después de casi un año, su interés en el viejo dirigible empezó a desvanecerse.

Entonces, una noche, conoció en un bar de la zona portuaria a una vieja rata de muelle llamado Buck Caesar, que dirigía una empresa de recuperación de objetos en el mar, con la grandilocuente denominación de «Exotic Artifact Ventures, Inc.».

Durante una conversación, mientras tomaban varias rondas de ron con hielo, Buck Caesar pronunció la palabra mágica que ha enloquecido a la mente humana desde hace más de cinco mil años y que ha causado probablemente más daños que la mitad de las guerras: tesoro.

Después de escuchar a Caesar contando historias sobre galeones españoles hundidos en las aguas del Caribe, con sus cargamentos de oro y plata mezclados con el coral, incluso un astuto financiero con el agudo sentido de los negocios como era LeBaron se dejó convencer. Con un apretón de manos, constituyeron una sociedad.

Entonces renació el interés de LeBaron en el Prosperteer. El dirigible podía ser una plataforma perfecta para descubrir lugares de posibles naufragios desde el aire. Los aeroplanos volaban demasiado rápido para una observación aérea, mientras que los helicópteros tenían un tiempo limitado de vuelo y agitaban la superficie del agua con el viento de sus hélices. El dirigible podía permanecer dos días en el aire y volar a marcha lenta. Desde una altura de cien metros, el perfil de un objeto confeccionado por el hombre podía ser detectado por unos ojos agudos a treinta metros de profundidad en un mar claro y en calma.

Estaba despuntando la aurora sobre los estrechos de Florida cuando el personal de tierra, compuesto de diez hombres, se reunió alrededor del Prosperteer y empezó una inspección previa al vuelo. El sol naciente iluminó la enorme cubierta revestida de rocío, dándole el iridiscente aspecto de una burbuja de jabón. El dirigible estaba en el centro de una pista de hormigón en cuyas grietas crecía la hierba. Una ligera brisa soplaba desde los estrechos y la aeronave giró alrededor del mástil de amarre hasta tocarlo con la redonda proa.

Casi todos los miembros del personal de tierra eran jóvenes de piel tostada, e iban vestidos de cualquier manera, con shorts o trajes de baño o pantalones de algodón. Apenas si prestaron atención al largo Cadillac que rodó por la pista y se detuvo junto al gran camión que servía de taller de reparación del dirigible, de oficina del jefe de personal y de cuarto de comunicaciones.

El chófer abrió la portezuela y LeBaron se apeó del asiento de atrás, seguido de Buck Caesar, que se dirigió inmediatamente a la barquilla del dirigible con un rollo de cartas marinas debajo del brazo. LeBaron, muy elegante y al parecer lleno de salud a sus sesenta y cinco años, dejaba a todos pequeños con su estatura cercana a los dos metros. Sus ojos tenían un color de roble claro; llevaba bien peinados los cabellos grises, y tenía la mirada lejana y preocupada del hombre cuyos pensamientos estaban a varias horas en el futuro.

Se inclinó y dijo unas pocas palabras a una atractiva mujer que iba dentro del coche. La besó ligeramente en la mejilla, cerró la portezuela y echó a andar en dirección al Prosperteer,

El jefe del personal de tierra, un hombre de aire competente y que llevaba una inmaculada chaqueta blanca, se acercó y estrechó la mano que le tendía LeBaron.

– Los depósitos de carburante están llenos, señor LeBaron. Se han hecho todas las comprobaciones necesarias para emprender el vuelo.

– ¿Cómo está la fuerza de sustentación?

– Tendrá que calcular una carga adicional de doscientos cincuenta kilos debido a la humedad.

LeBaron asintió reflexivamente con la cabeza.

– Se aligerará con el calor del día.

– Los controles deberían responder mejor. Los cables elevadores presentaban señales de herrumbre; por consiguiente, los hice cambiar.

– ¿Cuál es la previsión del tiempo?

– Nubes bajas dispersas durante la mayor parte del día. Pocas probabilidades de lluvia. Se encontrarán con un viento del sudeste que soplará de frente a cinco millas por hora en el trayecto de ida.

– Y un viento de cola en el trayecto de vuelta. Prefiero esto.

– ¿La misma frecuencia de radio que en el último viaje?

– Sí, informaremos cada media hora de nuestra posición y condiciones, empleando los términos normales de comunicación. Si descubrimos algo prometedor, lo transmitiremos en clave.

El jefe del personal de tierra asintió con la cabeza.

– Comprendido.

Sin añadir palabra, LeBaron subió la escalerilla de la góndola y ocupó el asiento del piloto. Su copiloto, Joe Cavilla, un individuo de sesenta años, agrio y de ojos tristes, que raras veces abría la boca salvo para bostezar o estornudar, se reunió con él. Su familia había inmigrado a los Estados Unidos desde el Brasil, cuando él tenía dieciséis años, y Joe se había incorporado a la Marina, pilotando dirigibles hasta que la última unidad de esta clase fue formalmente licenciada en 1964. Cavilla se había presentado un día e impresionado a LeBaron por su experiencia en aeronaves más ligeras que el aire, y éste le había contratado.

El tercer miembro de la tripulación era Buck Caesar. Su cara de hombre maduro, de tez curtida, sonreía constantemente, pero su mirada era astuta y su cuerpo eran tan firme como el de un boxeador. Estaba sentado a una mesita, con el torso inclinado, contemplando sus cartas y trazando una serie de cuadrados cerca de un sector del canal de las Bahamas.

Un humo azul brotó de los tubos de escape al poner LeBaron en marcha los motores. El personal de tierra desató cierto número de sacos de lona conteniendo lastre y que habían sido arrojados desde la barquilla. Uno de aquellos hombres, el «cazador de mariposas», levantó un largo palo con una manga de aire en su extremo, para que LeBaron pudiese observar la dirección exacta del viento.

LeBaron hizo una señal con la mano al jefe del personal de tierra. Un calzo de madera fue retirado de la rueda de aterrizaje, se soltó la ligadura de la proa al mástil, y los hombres que sostenían las cuerdas de proa se echaron a un lado y las soltaron. Cuando la aeronave quedó libre y se hubo apartado del mástil, LeBaron aceleró e hizo girar la gran rueda del timón contigua a su asiento. El Prosperteer levantó su morro de ópera bufa en un ángulo de cincuenta grados y, lentamente, se elevó en el cielo.

El personal de tierra observó hasta que la gran aeronave se perdió gradualmente de vista sobre las aguas verdeazules de los estrechos. Después volvieron brevemente su interés a la limusina y a la vaga forma femenina de detrás del cristal sombreado de la ventanilla.

Jessie LeBaron compartía la pasión de su marido por las aventuras al aire libre, pero era una mujer metódica, que prefería organizar fiestas de caridad y sesiones para recaudar fondos en campañas políticas, en vez de perder el tiempo a la caza de un tesoro dudoso. Vibrante y llena de vitalidad, con una boca que tenía un repertorio de una docena de sonrisas diferentes, tenía cincuenta años y medio, pero parecía estar más cerca de los treinta y siete. Jessie era ligeramente entrada en carnes, pero firme; su tez tenía una

suavidad cremosa, y había permitido que sus cabellos se volviesen naturalmente grisáceos. Los ojos eran grandes y oscuros, y no tenían la mirada vacía que suele dejar la cirugía plástica.

Cuando ya no pudo ver el dirigible, Jessie habló por el intercomunicador del automóvil.

– Angelo, tenga la bondad de volver al hotel.

El chófer, un cubano moreno con la cara de facciones tan duras como las grabadas en los sellos de correos, se llevó dos dedos a la visera de la gorra y asintió con la cabeza.

El personal de tierra del dirigible observó cómo daba la vuelta el largo Cadillac y pasaba por la desierta puerta de entrada de la antigua base naval. Entonces, alguien sacó una pelota de balonvolea. Rápidamente trazaron las líneas del campo y montaron una red. Después de formar los bandos, empezaron a golpear la pelota de un lado a otro para combatir el tedio de la espera.

Dentro del camión con aire acondicionado, el jefe del personal y un radiotelegrafista recibían y anotaban los mensajes del dirigible. LeBaron transmitía religiosamente cada treinta minutos, sin variar nunca más de unos pocos segundos, describiendo su posición aproximada, todos los cambios del tiempo y los barcos que navegaban debajo de ellos.

Entonces, a las dos y media de la tarde, cesaron los mensajes. El radiotelegrafista trató de comunicarse con el Prosperteer, pero no hubo respuesta. Llegaron y pasaron las cinco y continuó el silencio. Fuera, el personal de tierra dejó cansadamente de jugar y se agrupó alrededor de la puerta del compartimiento de radio, mientras crecía la inquietud en el interior. A las seis, sin ninguna señal del dirigible sobre el mar, el jefe del personal llamó a la Guardia de Costas.

Lo que nadie sabía, ni posiblemente sospechaba, era que Raymond LeBaron y sus amigos a bordo del Prosperteer se habían desvanecido en un misterio que iba mucho más allá de la mera caza de un tesoro.

2

Diez días más tarde, el presidente de los Estados Unidos contemplaba pensativamente el paisaje a través de la ventanilla de su limusina y tamborileaba con los dedos sobre una rodilla. Sus ojos no veían las fincas pintorescas de las tierras de Potomac, Maryland. Apenas se daba cuenta de cómo brillaba el sol sobre la piel de los caballos de pura raza que vagaban por los ondulados pastizales. Las imágenes que se reflejaban en su mente giraban alrededor de los extraños acontecimientos que lo habían llevado literalmente a la Casa Blanca.

Como vicepresidente, fue elevado al cargo más alto de la nación cuando su predecesor se vio obligado a dimitir después de confesar que padecía una enfermedad mental. Afortunadamente, los medios de comunicación no emprendieron una investigación a gran escala. Desde luego, hubo las entrevistas de rutina con ayudantes de la Casa Blanca, líderes del Congreso y famosos psiquiatras, pero no apareció nada que oliese a intriga o a conspiración. El ex presidente abandonó Washington y se retiró a su casa de campo en Nuevo México, todavía respetado y compadecido por el público, y la verdad quedó guardada en la mente de muy pocos.

El nuevo jefe del ejecutivo era un hombre enérgico que medía un poco más de un metro ochenta y pesaba sus buenos cien kilos. Tenía cuadrada la mandíbula inferior, duras las facciones y una frente casi siempre arrugada en un fruncimiento reflexivo; pero sus ojos intensamente grises podían ser engañosamente límpidos. Los cabellos de plata estaban siempre perfectamente cortados, con raya en el lado derecho, al estilo tradicional de los banqueros de Kansas.

No era guapo o llamativo a los ojos del público, pero tenía un estilo y un encanto que lo hacían atractivo. Aunque era político profesional, consideraba al Gobierno, tal vez ingenuamente, como un equipo, con él como entrenador que dirigía el juego. Muy apreciado como instigador y agitador, se rodeaba de un gabinete y un personal de hombres y mujeres que se esforzaban en trabajar en armonía con el Congreso, en vez de reclutar una pandilla de compinches más preocupados de fortalecer su base de poder personal.

Sus pensamientos se centraron poco a poco en el paisaje cuando el conductor del Servicio Secreto redujo la marcha, salió de la River Road North y cruzó la gran puerta de piedra flanqueada de una verja pintada de blanco. Un guardia uniformado y un agente del Servicio Secreto que llevaba las gafas negras de ritual y traje de hombre de negocios salieron de la caseta del guarda. Miraron hacia el interior del coche y asintieron con la cabeza al reconocer a su ocupante. El agente habló por un pequeño transmisor de radio sujeto a su muñeca como un reloj.

– El jefe está en camino.

El automóvil rodó por el paseo circular bordeado de árboles del Congressional Country Club, dejando atrás las pistas de tenis a la izquierda, llenas de curiosas esposas de los socios, y se detuvo al pie del pórtico del club.

Elmer Hoskins, el encargado de recibirle, se adelantó y abrió la portezuela de atrás.

– Parece que hará un buen día para el golf, señor presidente.

– Mi juego no podría ser peor si el campo estuviese cubierto de nieve -dijo sonriendo el presidente.

– Ya quisiera yo poder llegar a poco más de ochenta golpes.

– También yo -dijo el presidente, siguiendo a Hoskins por el lado de la casa del club y bajando a las dependencias del profesor-. He añadido cinco golpes a mi puntuación desde que me hice cargo del Salón Oval.

– Sin embargo, no está mal para alguien que sólo juega una vez a la semana.

– Esto y el hecho de que cada vez me resulta más difícil prestar atención al juego.

El profesor del club apareció y le estrechó la mano.

– Reggie tiene sus palos y le está esperando en el tee del primer hoyo.

El presidente asintió con la cabeza y subieron a un pequeño vehículo que les llevó por un sendero que rodeaba un gran estanque y conducía a uno de los más largos campos de golf de la nación. Reggie Salazar, un hispano bajito y nervudo, estaba apoyado en una gran bolsa de cuero llena de palos de golf que le llegaban al pecho.

El aspecto de Salazar era engañoso. Como un borriquito de las montañas andinas, podía cargar con una bolsa de veinticinco kilos de palos de golf a lo largo de dieciocho agujeros sin jadear ni verter una gota de sudor. Cuando tenía solamente trece años, había llevado en brazos a su madre enferma y a su hermanita de tres años colgada sobre la espalda, a través de la frontera de Baja California hasta San Diego, a treinta millas. Después de la amnistía otorgada a los inmigrantes ilegales en 1985, trabajó en los campos de golf, convirtiéndose en un buen caddy en las competiciones de profesionales. Era un genio en aprender el ritmo de un campo; afirmaba que era como si le hablase y escogía infaliblemente el palo adecuado para un golpe difícil. Reggie Salazar era también un hombre de gran agudeza y un filósofo, y prodigaba los proverbios de una manera que habría dado envidia a Casey Stengel. El presidente lo había llevado consigo en un torneo entre miembros del Congreso, hacía cinco años, y se habían hecho buenos amigos.

Salazar vestía siempre como un trabajador del campo: pantalón vaquero, camisa a cuadros, botas de militar y sombrero de paja y ala ancha de ranchero. Era su marca de fábrica.

Saludos, señor presidente -lo saludó en inglés de la frontera, brillándole los ojos de color café-. ¿Prefiere caminar o ir en el cochecito?

El presidente estrechó la mano que le tendía Salazar.

– Me conviene hacer un poco de ejercicio; por lo tanto, caminaremos un rato y tal vez iremos en coche en los nueve últimos hoyos.

Dio el primer golpe y lanzó una pelota alta y con ligero efecto que se detuvo a ciento ochenta metros cuesta arriba y cerca del borde de la calle. Mientras caminaba desde el tee, los problemas de gobernar el país se fueron apartando de su mente y empezó a pensar en el próximo golpe.

Jugó en silencio hasta que, con un golpe corto, metió la pelota en el hoyo y consiguió un par. Después descansó y tendió el palo a Salazar.

– Bueno, Reggie, ¿alguna sugerencia sobre mis tratos con el Capitolio?

– Demasiadas hormigas negras -respondió Salazar, con una sonrisa elástica.

– ¿Hormigas negras?

– Todos visten trajes oscuros y corren como locos. Lo único que hacen es llevar papeles y darle a la lengua. Yo dictaría una ley disponiendo que los miembros del Congreso sólo pudiesen reunirse en años alternos. De esta manera, causarían menos problemas.

El presidente se echó a reír.

– Sé de al menos doscientos millones de votantes que aplaudirían tu idea.

Siguieron caminando por el campo, seguidos a discreta distancia por dos agentes del Servicio Secreto en un cochecito de golf, mientras al menos otra docena rondaba por el campo. La conversación continuó animada, mientras el juego del presidente se desarrollaba bien. Después de recoger la pelota del hoyo del noveno green, su cuenta registraba treinta y nueve golpes. Lo consideró un pequeño triunfo.

– Vamos a tomarnos un descanso antes de atacar los nueve últimos -dijo el presidente-. Voy a celebrarlo con una cerveza. ¿Quieres acompañarme?

– No, gracias, señor. Emplearé el tiempo para limpiar de hierbas y de polvo sus palos.

El presidente le tendió el butter.

– Como quieras. Pero insisto en que bebas algo conmigo cuando terminemos con el hoyo decimoctavo.

El rostro de Salazar resplandeció como un faro.

– Será un honor, señor presidente -dijo, y trotó hacia la bolsa de caddy.

Veinte minutos más tarde, después de responder a una llamada de su jefe de personal y beber una botella de Coors, el presidente salió de la casa del club y se reunió con Salazar, que estaba acurrucado en un cochecito de golf en el décimo tee, con el ala ancha de su sombrero de paja bajada sobre la frente. Sus manos, relajadas, agarraban el volante y llevaban ahora un par de guantes de cuero.

– Bueno, veamos si puedo bajar de los ochenta -dijo el presidente, con los ojos brillantes por la esperanza de conseguir un buen resultado.

Salazar no dijo nada y le dio simplemente un driver.

El presidente tomó el palo y lo miró, perplejo.

– Es un agujero corto. ¿No crees que sería suficiente un número tres?

Mirando al suelo, con el sombrero ocultando su expresión, Salazar sacudió en silencio la cabeza.

– Tú eres el maestro -dijo amablemente el presidente.

Se acercó a la pelota, cerró los dedos sobre el palo, lo levantó hacia atrás y lo descargó hábilmente, pero la pelota siguió un trayecto bastante raro. Pasó por encima de la calle y aterrizó a considerable distancia, más allá del green.

Una expresión de perplejidad se pintó en la cara del presidente al regresar al tee y subir al cochecito eléctrico.

– Es la primera vez que me has dado un palo equivocado.

El caddy no respondió. Apretó el pedal de la batería y dirigió el vehículo hacia el décimo green. Al llegar a la mitad de la calle, se inclinó hacia adelante y colocó un pequeño paquete en el tablero, precisamente delante del presidente.

– ¿Has traído un bocadillo por si tienes hambre? -preguntó, campechano, el presidente.

– No, señor; es una bomba.

El presidente frunció un poco el entrecejo, con irritación.

– La broma no tiene gracia, Reggie…

Se interrumpió de pronto al ver que se levantaba el sombrero de paja y descubrir los ojos azules de un completo desconocido.

3

– Tenga la bondad de mantener los brazos en su posición actual -dijo el desconocido con naturalidad-. Conozco la señal con la mano que le dijeron que hiciese a los del Servicio Secreto si creía que su vida estaba en peligro.

El presidente permaneció sentado como un tronco, incrédulo, más curioso que asustado. No confiaba en encontrar las palabras adecuadas si era el primero en hablar. Sus ojos no se apartaban del paquete.

– Es una estupidez -dijo al fin-. No vivirá para disfrutarlo.

– Esto no es un asesinato. No sufrirá ningún daño si sigue mis instrucciones. ¿De acuerdo?

– Tiene usted muchas agallas, míster.

El desconocido hizo caso omiso de la observación y siguió hablando en el tono de un maestro de escuela que recitara las normas de conducta a sus alumnos.

– La bomba es capaz de destrozar cualquier cuerpo que se encuentre dentro de un radio de veinte metros. Si intenta usted avisar a sus guardaespaldas, la haré estallar con un control electrónico que llevo sujeto a la muñeca. Por favor, continúe jugando al golf como si no ocurriese nada extraordinario.

Detuvo el vehículo a varios metros de la pelota, se apeó sobre la hierba y miró con cautela a los agentes del Servicio Secreto, comprobando que parecían más interesados en escrutar los bosques de los alrededores. Entonces buscó en la bolsa y sacó un palo del seis.

– Es evidente que no sabe nada de golf-dijo el presidente, ligeramente complacido por poder adquirir cierto control-. Esto requiere un chip. Déme un palo del nueve.

El intruso obedeció y se quedó plantado a un lado mientras el presidente lanzaba la pelota al green y la empujaba después hasta el hoyo. Cuando arrancaron hacia el tee siguiente, estudió al hombre que se sentaba a su lado.

Los pocos cabellos grises que podían verse debajo del sombrero de paja, y las patas de gallo, revelaban una edad próxima a los sesenta años. El cuerpo era delgado, casi frágil; las caderas, estrechas, y su aspecto parecido al de Reggie Salazar, salvo que era un poco más alto. Las facciones eran estrechas y vagamente escandinavas. La voz era educada; los modales fríos y los hombros cuadrados sugerían una persona acostumbrada a hacer uso de la autoridad; sin embargo, no había indicios de crueldad o de maldad.

– Tengo la loca impresión -dijo tranquilamente el presidente- de que ha preparado esta intrusión para apuntarse un tanto.

– No tan loca. Es usted muy astuto, pero no podía esperar menos de un hombre tan poderoso.

– ¿Quién diablos es usted?

– Mientras conversamos puede llamarme Joe. Y le ahorraré muchas preguntas sobre el objeto de todo esto cuando lleguemos al tee. Allí hay un cuarto de aseo. -Hizo una pausa y sacó una carpeta de debajo de la camisa, empujándola sobre el asiento hacia el presidente-. Entre en él y lea rápidamente el contenido. No tarde más de ocho minutos. Si pasara de este tiempo, podría despertar sospechas en sus guardaespaldas. No hace falta que le diga las consecuencias.

El cochecito eléctrico redujo la marcha y se detuvo. Sin decir palabra, el presidente entró en el lavabo, se sentó en el water y empezó a leer. Exactamente ocho minutos más tarde, salió y su cara era una máscara de perplejidad.

– ¿Qué broma insensata es ésta?

– No es ninguna broma.

– No comprendo por qué ha llevado las cosas a este extremo para obligarme a leer una historieta de ciencia-ficción.

– No es ficción.

– Entonces tiene que ser alguna clase de engaño.

– La Jersey Colony existe -dijo pacientemente Joe.

– Sí, y también la Atlántida.

Joe sonrió irónicamente.

– Acaba usted de ingresar en un club muy exclusivo. Es el segundo presidente que ha sido informado del proyecto. Ahora le sugiero que dé el primer golpe y le describiré el panorama mientras sigue usted jugando. No será una descripción completa porque tenemos poco tiempo. Además, no es necesario que conozca algunos detalles.

– Ante todo, tengo que hacerle una pregunta. Lo menos que puede hacer es contestarla.

– Está bien.

– ¿Qué ha sido de Reggie Salazar?

– Está durmiendo profundamente en la caseta de los caddies.

– Que Dios lo ampare si miente.

– ¿Qué palo? -preguntó tranquilamente Joe.

– Para un golpe corto. Déme un cuatro.

El presidente golpeó mecánicamente la pelota, pero ésta voló recta, dio en el suelo y rodó hasta tres metros del hoyo. Arrojó el palo a Joe y se sentó pesadamente en el vehículo, esperando.

– Bien, veamos… -empezó a decir Joe, mientras aceleraba hacia el green-. En 1963, sólo dos meses antes de su muerte, el presidente Kennedy se reunió en su casa de Hyannis Port con un grupo de nueve hombres que le propusieron un proyecto secretísimo para ser desarrollado a la sombra del programa para colocar un hombre en el espacio. Formaban un «círculo privado» de brillantes y jóvenes científicos, grandes hombres de negocios, ingenieros y políticos, que habían logrado éxitos extraordinarios en sus respectivos campos. A Kennedy le gustó la idea y llegó al extremo de crear una agencia del Gobierno que actuaba como fachada para invertir dinero federal en la que había de llamarse en clave Jersey Colony. El capital fue completado por los hombres de negocios, que establecieron un fondo que igualó al del Gobierno hasta el último dólar. Para las investigaciones, se utilizaron edificios ya existentes, generalmente viejos almacenes, desparramados en todo el país. Así se ahorraron millones en el costo inicial y se evitaron preguntas de los curiosos sobre la nueva construcción de un gran centro de estudios.

– ¿Cómo se mantuvo secreta la operación? -preguntó el presidente-. Tenía que haber filtraciones.

Joe se encogió de hombros.

– Una técnica sencilla. Los equipos de investigación tenían sus propios proyectos predilectos. Cada cual trabajaba en un lugar diferente. El antiguo sistema de hacer que una mano no sepa lo que hace la otra. La quincalla se encargaba a pequeños fabricantes. Algo elemental. Lo difícil era coordinar los esfuerzos ante las narices de la NASA sin que su gente no supiese lo que estaba pasando. Así, se enviaron falsos oficiales a los centros espaciales de Cabo Cañaveral y Houston, y también uno al Pentágono para impedir investigaciones enojosas.

– ¿Me está usted diciendo que el Departamento de Defensa no sabe nada de esto?

Joe sonrió.

– Esto fue lo más fácil. Un miembro del «círculo privado» era un alto oficial de Estado Mayor, cuyo nombre no le interesa. No fue problema para él enterrar otra misión en el laberinto del Pentágono.

Joe se interrumpió cuando echaron a andar detrás de la pelota. El presidente dio otro golpe como un sonámbulo. Volvió al cochecito y miró fijamente a Joe.

– Parece imposible que pudiesen vendarse completamente los ojos a la NASA.

– También uno de los directores clave de la Administración del Espacio pertenecía al «círculo privado». Preveía también que una base permanente con infinitas oportunidades era preferible a unos pocos viajes temporales de naves tripuladas a la superficie lunar. Pero se daba cuenta de que la NASA no podía realizar al mismo tiempo dos programas tan complicados y caros, por lo que se hizo miembro de la Jersey Colony. El proyecto se mantuvo en secreto para que no hubiese interferencias del Poder Ejecutivo, del Congreso o de los militares. Tal como se desarrollaron las cosas, fue una sabia decisión.

– Y la conclusión es que los Estados Unidos tienen una sólida base en la Luna.

Joe asintió solemnemente.

– Sí, señor presidente, es exactamente esto.

El presidente no acababa de comprender del todo la enormidad de la idea.

– Es increíble que un proyecto tan vasto pudiese realizarse detrás de una cortina impenetrable de secreto, desconocido y no descubierto durante veintiséis años:

Joe miró fijamente la calle.

– Tardaría un mes en describir los problemas, los obstáculos y las tragedias que hubo que superar; los adelantos científicos y de ingeniería requeridos por un proceso de reducción de hidrógeno para hacer agua, para fabricar un aparato de extracción de oxígeno, y construir una planta de generación de energía cuya turbina es accionada por nitrógeno líquido; para la acumulación de materiales y equipos lanzados a una órbita determinada por una agencia espacial particular patrocinada por el «círculo privado»; para la construcción de un vehículo de transporte lunar que enlazara la órbita terrestre con la Jersey Colony.

– ¿Y todo se hizo ante las narices de todos los encargados de nuestro programa espacial?

– Los que se anunciaban como complicados satélites de comunicación eran piezas disfrazadas del vehículo de transferencia lunar y, en cada una de ellas, viajaba un hombre en una cápsula interna. No entraré en los diez años de planificación ni en la enorme complejidad de la cooperación para reunir aquellas piezas en uno de nuestros abandonados laboratorios espaciales, que fue empleado como base para el montaje del vehículo. Ni en la hazaña que supuso la invención de un motor eléctrico solar ligero y eficaz, que empleaba oxígeno como medio de propulsión. Pero la tarea fue realizada con éxito.

Joe se interrumpió para que el presidente pudiese dar otro golpe.

– Entonces todo fue cuestión de recoger los sistemas y suministros vitales ya puestos en órbita, y transportarlos, en realidad remolcarlos, hasta el lugar predeterminado en la Luna. Incluso un viejo laboratorio soviético en órbita y toda pieza útil de chatarra espacial fueron llevados a la Jersey Colony. Desde el principio fue una operación sin alharacas, el viaje de unos pioneros desde su casa en la Tierra, el paso más importante de la evolución desde que el primer pez pasó a la tierra hace más de trescientos millones de años. Pero por Dios que lo hicimos. Mientras nosotros estamos hablando aquí, diez hombres viven y trabajan en un medio hostil a quinientos mil kilómetros de distancia.

Mientras Joe hablaba, sus ojos adquirieron una expresión mesiánica. Después, su visión volvió a ser normal y contempló su reloj.

– Será mejor que nos demos prisa, antes de que el Servicio Secreto se pregunte por qué nos retrasamos. En todo caso, esto es lo esencial. Trataré de responder a sus preguntas mientras juega.

El presidente le miró, pasmado.

– ¡Jesús! -gruñó-. No creo que pueda asimilar todo esto.

– Mis disculpas por decirle tantas cosas en tan poco tiempo -dijo rápidamente Joe-. Pero era necesario.

– ¿En qué lugar exacto de la Luna está Jersey Colony?

– Después de estudiar las fotografías de las sondas Lunar Orbiter y de las misiones Apolo, detectamos un geiser de vapor en una región volcánica del hemisferio sur del lado oculto de la Luna. Un examen más a fondo mostró que había allí una gran caverna, refugio perfecto para emplazar la instalación inicial.

– ¿Ha dicho que hay diez hombres allá arriba?

– Sí.

– ¿Y cómo hacen los turnos, las sustituciones?

– No hay turnos.

– Dios mío, esto significa que el primitivo equipo que montó el transporte lunar lleva seis años en el espacio.

– Cierto -reconoció Joe-. Uno murió y se incorporaron otros siete cuando se amplió la base.

– ¿Y sus familias?

– Todos son solteros, todos conocían y aceptaron las penalidades y los riesgos.

– Ha dicho que yo soy solamente el segundo presidente que se entera del proyecto, ¿no?

– Correcto.

– No permitir que el jefe ejecutivo de la nación conozca el proyecto es un insulto a su cargo.

Los ojos azules de Joe se oscurecieron todavía más; miró al presidente con severa malicia.

– Los presidentes son animales políticos. Los votos son más preciosos para ellos que los tesoros. Nixon hubiese podido emplear la Jersey Colony como una cortina de humo para eludir el escándalo de Watergate. Lo propio cabría decir de Cárter y el fiasco de los rehenes en Irán. Reagan lo habría aprovechado para glorificar su imagen y echárselo en cara a los rusos. Todavía es más deplorable la idea de lo que haría el Congreso con el proyecto; las políticas partidistas entrarían en juego, y se iniciarían interminables debates sobre si el dinero sería mejor empleado en defensa o en alimentar a los pobres. Yo amo a mi país, señor presidente, y me considero más patriota que la mayoría, pero ya no tengo fe en el Gobierno.

– Se apoderaron de dinero de los contribuyentes.

– Que será devuelto con intereses en beneficios científicos. Pero no olvide que personas particulares y sus corporaciones aportaron la mitad del dinero y, debo añadir, que lo hicieron sin el menor propósito de beneficio o ganancia personal. Los contratistas de defensa y del espacio no pueden alardear de esto.

El presidente no lo discutió. Depositó en silencio la pelota en un tee y lanzó la bola hacia el decimoctavo green.

– Si desconfía usted tanto de los presidentes -dijo agriamente-, ¿por qué ha caído del cielo para contarme todo esto a mí?

– Podemos tener un problema. -Joe tomó una fotografía del fondo de la carpeta y se la mostró-. A través de nuestras relaciones, hemos obtenido esta foto tomada desde uno de los aviones de la Air Force que hacen vuelos de reconocimiento sobre Cuba.

El presidente comprendió que no debía preguntar cómo había llegado a las manos de Joe.

– ¿Por qué me la muestra?

– Por favor, estudie la zona entre la costa norte de la isla y los Florida Keys.

El presidente sacó unas gafas del bolsillo de la camisa y observó la imagen de la foto.

– Parece el dirigible Goodyear,

– No; es el Prosperteer, una vieja aeronave perteneciente a Raymond LeBaron.

– Creía que se había perdido en el Caribe hace dos semanas.

– Diez días para ser exactos, junto con el dirigible y dos tripulantes.

– Entonces, esta foto fue tomada antes de que desapareciese.

– No; la película fue traída del avión hace solamente ocho horas.

– Entonces LeBaron debe estar vivo.

– Quisiera creerlo así, pero todos los intentos de comunicar por radio con el Prosperteer han quedado sin respuesta.

– ¿Qué relación tiene LeBaron con la Jersey Colony?

– Era miembro del «círculo privado».

El presidente se acercó a Joe.

– Y usted, ¿es uno de los nueve hombres que concibieron el proyecto?

Joe no respondió. No hacía falta. El presidente, al contemplarle fijamente, estuvo seguro de ello.

Satisfecho, se echó atrás en su asiento.

– Está bien, ¿cuál es su problema?

– Dentro de diez días, los soviets lanzarán al espacio su más reciente vehículo pesado, con un módulo lunar tripulado, seis veces mayor y más pesado que el empleado por nuestros astronautas durante el programa Apolo. Usted conoce los detalles, por los informes secretos de la CÍA.

– Sí, me han informado de su misión lunar -convino el presidente.

– Y sabe también que, en los dos últimos años, han puesto tres sondas no tripuladas en órbita de la Luna, para descubrir y fotografiar lugares adecuados para el alunizaje. La tercera y última se estrelló contra la superficie de la Luna. La segunda sufrió una avería en el motor y estalló el depósito de carburante. En cambio, la primera sonda funcionó bien, al menos al principio. Dio doce vueltas alrededor de la Luna. Entonces, algo funcionó mal. Después de volver a la órbita alrededor de la Tierra y antes de volver a entrar en la atmósfera, desobedeció de pronto todas las órdenes que le eran enviadas desde tierra. Durante los siguientes dieciocho meses, los controladores soviéticos del espacio intentaron recobrar intacta la nave. Si fueron o no capaces de recoger sus datos visuales, no tenemos manera de saberlo. Por último consiguieron disparar los retropropulsores. Pero en vez de en Siberia, su sonda lunar, el Selenos 4, cayó al mar Caribe.

– ¿Qué tiene esto que ver con LeBaron?

– Fue a buscar la sonda lunar soviética.

Una expresión de duda se pintó en el semblante del presidente.

– Según los informes de la CÍA, los rusos recobraron la nave espacial en aguas profundas frente a la costa de Cuba.

– Una cortina de humo. Incluso montaron un gran espectáculo sobre la recuperación de la nave, pero en realidad no pudieron encontrarla.

– ¿Y creen ustedes saber dónde se encuentra?

– Tenemos un lugar señalado, sí.

– ¿Por qué quieren quitarles a los rusos unas pocas fotografías de la Luna? Hay miles de fotos a disposición de cualquiera que desee estudiarlas.

– Todas aquellas fotos fueron tomadas antes de que se estableciese Jersey Colony. Las nuevas inspecciones de los rusos revelarán sin duda su situación.

– ¿Qué mal puede hacernos esto?

– Creo que, si el Kremlin descubre la verdad, la primera misión de la URSS en la Luna será atacar, capturar nuestra colonia y emplearla para sus propios fines.

– No lo creo. El Kremlin expondría todo su programa espacial a represalias por nuestra parte.

– Olvida usted, señor presidente, que nuestro proyecto lunar está envuelto en el mayor secreto. Nadie puede acusar a los rusos de apoderarse de algo que no se sabe que existe.

– Está usted dando palos a ciegas -dijo el presidente.

La mirada de Joe se endureció.

– No importa. Nuestros astronautas fueron los primeros en pisar la superficie lunar. Nosotros fuimos los primeros en colonizarla. La Luna pertenece a los Estados Unidos y debemos luchar contra cualquier intrusión.

– No estamos en el siglo catorce -dijo, impresionado, el presidente-. No podemos empuñar las armas e impedir que los soviets o quien sea lleguen a la Luna. Además, las Naciones Unidas declararon que ningún país tenía jurisdicción sobre la Luna y los planetas.

– ¿Haría caso el Kremlin de la política de las Naciones Unidas si estuviesen en nuestro lugar? Creo que no. -Joe se torció en su asiento y sacó un palo de la bolsa-. El decimoctavo green. Su último hoyo, señor presidente.

El presidente, confuso, estudió el terreno del green y dio un golpe corto de siete metros.

– Podría detenerles -dijo fríamente.

– ¿Cómo? La NASA no tiene material para enviar una compañía de marines a la superficie lunar. Gracias a la improvisación de usted y de sus predecesores, sus esfuerzos se concentran en la estación espacial orbital.

– No puedo permitir que inicien ustedes una guerra en el espacio que podría repercutir en la Tierra.

– Tiene las manos atadas.

– Podrían equivocarse en lo que respecta a los rusos.

– Esperemos que sea así -dijo Joe-. Pero sospecho que pueden haber matado ya a Raymond LeBaron.

– ¿Y es por esto por lo que me ha hecho estas confidencias?

– Si ocurre lo peor, al menos le habremos puesto al corriente de la situación y podrá preparar su estrategia para el follón que se va a armar.

– ¿Y si hiciese que mis guardaespaldas le detuviesen como un loco asesino y descubriese lo de Jersey Colony?

– Deténgame, y Reggie Salazar morirá. Descubra el proyecto, y todas las intrigas entre bastidores, las puñaladas por la espalda, los fraudes y las mentiras y, sí, las muertes que se causaron para lograr lo que se ha conseguido, todo será expuesto delante de su puerta, empezando por el día en que prestó juramento como senador. Lo echarán de la Casa Blanca con más desprestigio que Nixon, suponiendo, desde luego, que viva hasta entonces.

– ¿Me está amenazando con un chantaje? -Hasta ahora, el presidente había dominado su indignación, pero ahora estaba bufando de cólera-. La vida de Salazar sería un precio pequeño para preservar la integridad de la presidencia.

– Dos semanas, y después podrá anunciar al mundo la existencia de Jersey Colony, Entre toques de trompetas y redoble de tambores, podrá representar el papel de gran héroe político. Dos semanas, y podrá dar pruebas de la más grande hazaña política de este siglo.

– ¿Por qué entonces, después de tanto tiempo?

– Porque es cuando tenemos programado que el equipo original abandone Jersey Colony y regrese a la Tierra con todo lo conseguido en dos decenios de investigación espacial: informes sobre sondeos meteorológicos y lunares; resultados científicos de mil experimentos biológicos, químicos y atmosféricos; innumerables fotografías y kilómetros de cintas de vídeo sobre el primer establecimiento humano de una civilización planetaria. La primera fase del proyecto ha quedado terminada. El sueño del «círculo privado» se ha hecho realidad. Jersey Colony pertenece ahora al pueblo americano.

El presidente jugó reflexivamente con su palo. Después preguntó:

– ¿Quién es usted?

– Escudriñe en su memoria. Nos conocimos hace muchos años.

– ¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?

__Concertaré otra reunión cuando lo crea necesario.

Joe levantó la bolsa de los palos y echó a andar por el estrecho sendero hacia la casa del club. Entonces se detuvo y volvió atrás.

– A propósito, le he dicho una mentira. Eso no es una bomba, sino un regalo del «círculo privado»: una caja nueva de pelotas de golf.

El presidente le miró, contrariado.

– Váyase al diablo, Joe.

– Ah, otra cosa… Lo felicito.

– ¿Me felicita?

Joe le tendió el tanteador.

– He tomado nota de su juego. Han sido setenta y nueve golpes.

4

La reluciente tabla de vela surcaba las picadas aguas con la graciosa elegancia de una flecha a través de la niebla. Su forma delicadamente curvilínea era agradable a la vista y eficaz para alcanzar grandes velocidades sobre las olas. Tal vez siguiendo el sistema más sencillo de la navegación a vela, el casco había sido construido con polietileno sobre una base de espuma de plástico rígida para darle ligereza y elasticidad. Una pequeña aleta sobresalía por debajo de la popa para un control lateral, mientras que una orza situada cerca de la mitad de la tabla evitaba que fuese arrastrada de lado por el viento.

Una vela triangular, teñida de púrpura y con una ancha raya de color turquesa, se ceñía a un mástil de aluminio montado sobre una rótula. Una botavara hacía girar la vela en el mástil y era manejada por unas manos largas y delgadas, de piel áspera y callosa.

Dirk Pitt estaba cansado, más cansado de lo que su aturdida mente podía aceptar. Los músculos de los brazos y de las piernas le pesaban como si estuviesen revestidos de plomo, y el dolor de la espalda y de los hombros aumentaba a cada maniobra que hacía con la tabla. Al menos por tercera vez en la última hora, venció el imperioso deseo de poner rumbo a la playa más próxima y tumbarse sobre la arena.

A través de la mirilla de la vela, observó la boya de color naranja que señalaba la última bordada a barlovento de la maratoniana regata de treinta millas alrededor de Biscayne Bay hasta el faro del cabo Florida, en Key Biscayne. Cuidadosamente, eligió la posición para virar alrededor de la boya. Decidiendo ponerse a la capa, la maniobra más elegante en windsurf, navegó entre el intenso oleaje, cargó el peso sobre la popa y dirigió la proa hacia el nuevo rumbo. Después, agarrando el mástil con una mano, hizo girar el aparejo a barlovento, cambió la posición de los pies y soltó la botavara con la otra mano. A continuación puso la ondeante vela contra el viento y agarró la botavara en el instante preciso. Impulsada por una fresca brisa del norte, de veinte nudos, la tabla surcó el mar agitado y pronto alcanzó una velocidad de casi treinta nudos.

Pitt se sorprendió un poco al ver que, entre cuarenta y un competidores, la mayoría de ellos al menos quince años más jóvenes que él, ocupaba el tercer lugar, a solo veinte metros de los que iban en cabeza.

Las velas multicolores de la flota de windsurfers centelleaban sobre el agua verdeazul como un prisma enloquecido. La meta del faro estaba ahora a la vista. Pitt observó atentamente la tabla que le precedía, esperando el momento adecuado para atacar. Pero antes de que intentase adelantarle, su adversario calculó mal una ola y cayó. Ahora Pitt era el segundo, cuando sólo faltaba media milla.

Entonces, una oscura sombra amenazadora en un cielo sin nubes pasó por encima de él, y oyó el ruido de los tubos de escape de los motores de la aeronave impulsada por hélices encima de su cabeza y ligeramente a su izquierda. Miró hacia arriba y abrió mucho los ojos, incrédulo.

A no más de cien metros, ocultando el sol como en un eclipse, un dirigible descendía del cielo, apuntando con su enorme proa a la flota de tablas de vela. Parecía moverse fuera de control. Sus dos motores hacían girar las hélices a poca velocidad, pero era empujado en el aire por la fuerte brisa. Los que navegaban en las tablas observaron impotentes cómo el gigantesco intruso se cruzaba en su camino.

La barquilla chocó con la cresta de una ola y el dirigible rebotó en el aire, levantándose un par de metros por encima del agua delante de la tabla que iba en cabeza. Incapaz de volverse a tiempo, el joven que la tripulaba, que no tendría más de diecisiete años, se arrojó al agua un instante antes de que el mástil y la vela fuesen hechos trizas por la hélice de estribor del dirigible.

Pitt viró bruscamente e imprimió a su tabla un rumbo paralelo a la temible aeronave. Por el rabillo del ojo vio el nombre, Prosperteer, en grandes letras rojas sobre el costado. La puerta de la barquilla estaba abierta, pero no pudo percibir movimiento alguno en el interior. Gritó, pero su voz se perdió en el ruido de los motores y el zumbido del viento. La torpe aeronave se deslizó sobre el mar como si tuviese vida propia.

De pronto, Pitt sintió el escalofrío de la catástrofe en la región lumbar. El Prosperteer se dirigía hacia la playa, a sólo un cuarto de milla de distancia, apuntando directamente a la amplia terraza del Sonesta Beach Hotel. Aunque el impacto de una aeronave más ligera que el aire contra una estructura sólida causaría pocos daños, era espantosamente seguro que, al romperse los depósitos de carburante, éste se inflamaría y se vertería en las habitaciones de los adormilados huéspedes, o caería sobre los que estaban comiendo en el patio.

Haciendo caso omiso a los mareantes gases de escape, Pitt dirigió su tabla de manera que cruzase por debajo del redondo morro del dirigible. La barquilla chocó contra una ola y una de las hélices le lanzó una rociada de agua salada a los ojos. Su visión se enturbió momentáneamente y poco le faltó para perder el equilibrio. Se agachó y enderezó su pequeña embarcación mientras se reducía la distancia que le separaba del dirigible.

Las multitudes que tomaban baños de sol gesticularon ante la extraña visión del monstruo que se acercaba rápidamente en la playa del hotel.

Pitt tenía que calcular exactamente el tiempo; no habría una segunda oportunidad. Si fallaba, lo más probable era que su cuerpo fuese hecho pedazos por las hélices. Empezaba a sentirse mareado. Estaba agotando sus fuerzas. Sintió que sus músculos tardaban más en responder a las órdenes de su cerebro. Cobró ánimo al comprobar que había logrado que su tabla pasara por debajo del morro del dirigible.

Entonces saltó.

Se agarró a una de las cuerdas de proa del Prosperteer; pero sus manos resbalaron sobre la mojada superficie, arañándose la piel de los dedos y las palmas. Desesperadamente, pasó una pierna alrededor de la cuerda y aguantó con la poca energía que le quedaba. Su peso tiró hacia abajo de la proa del dirigible y Pitt quedó sumergido debajo de la superficie del mar. Trepó por la cuerda hasta sacar la cabeza del agua. Aspiró afanosamente el aire y escupió agua de mar. Su perseguidor se había convertido en su cautivo. El peso del cuerpo de Pitt no era suficiente para detener aquel monstruo del aire, ni mucho menos para contrarrestar el impulso del viento. Estaba a punto de soltar su insegura presa, cuando tocó fondo con los pies. El dirigible lo arrastró sobre la rompiente, y Pitt tuvo la impresión de hallarse en una montaña rusa. Entonces fue lanzado sobre la cálida arena de la playa. Miró hacia arriba y vio que el dique del hotel estaba a menos de treinta metros de distancia.

¡Dios mío!, pensó, ya está: dentro de pocos segundos, el Prosperteer se estrellará contra el hotel y posiblemente estallará. Y había algo más. Las hélices se romperían con el impacto y sus fragmentos de metal caerían sobre la pasmada multitud con la fuerza de una mortífera bomba de metralla.

– ¡Por el amor de Dios, ayúdenme! -gritó Pitt.

Las numerosas personas que se hallaban en la playa estaban como petrificadas, boquiabiertas, estupefactas e infantilmente fascinadas por el extraño espectáculo. De pronto, dos muchachas y un chico corrieron y agarraron una de las dos cuerdas. Después acudió un bañista, seguido de una mujer entrada en años y robusta. Por último, se rompió el hechizo y veinte mirones se adelantaron y sujetaron las cuerdas que se arrastraban. Fue como si una tribu de indígenas medio desnudos entablase un combate contra un enloquecido brontosaurio.

Pies descalzos se hincaron en la arena, trazando surcos en ella cuando los arrastró la terca mole que se cernía sobre sus cabezas. El tirón sobre las cuerdas de proa hizo que la nave girase sobre sí misma y que la cola con aletas describiese un arco de 180 grados y apuntase al hotel, y la rueda de debajo de la barquilla rozó los arbustos de encima del rompeolas, y las hélices se libraron por pulgadas de dar contra el hormigón, tronchando hojas y ramas.

Una fuerte ráfaga de viento sopló desde el mar, empujando al Prosperteer sobre la terraza, aplastando sombrillas y mesas y dirigiendo la popa hacia el quinto piso del hotel… Varias cuerdas fueron arrancadas de las manos que las sostenían y una ola de impotencia barrió la playa. La batalla parecía perdida.

Pitt se puso en píe y corrió a tropezones hasta una palmera próxima. En un último y desesperado esfuerzo, enrolló su cuerda al esbelto tronco, rezando fervientemente para que no se rompiese con la tensión.

La cuerda resistió y se tensó. La palmera de veinte metros de altura tembló, osciló y se dobló durante varios segundos. La muchedumbre contuvo el aliento. Después, con angustiosa lentitud, el árbol se enderezó gradualmente hasta volver a su anterior posición. Las superficiales raíces se mantuvieron firmes y el dirigible se detuvo, con sus aletas a menos de dos metros de la pared oriental del hotel.

Doscientas personas aclamaron y empezaron a aplaudir. Las mujeres saltaron y rieron, mientras los hombres gritaban y levantaban las manos con los pulgares hacia arriba. Ningún equipo triunfador había recibido jamás una ovación más espontánea. Aparecieron los guardias de seguridad del hotel y mantuvieron a los mirones imprudentes lejos de las hélices, que seguían girando.

Pitt se quedó plantado allí, con el mojado cuerpo cubierto de arena recobrando el aliento, empezando a sentir el dolor en las manos quemadas por la cuerda. Mirando fijamente al Prosperteer, tuvo su primera visión clara de la aeronave y le fascinó su diseño anticuado. Evidentemente, era más viejo que los modernos dirigibles Goodyear.

Se abrió paso entre las desparramadas mesas y sillas de la terraza y subió a la barquilla. Los tripulantes estaban todavía sujetos por los cinturones a sus asientos, inmóviles, mudos. Pitt se inclinó sobre el piloto, encontró los interruptores del encendido y los cerró. Los motores sonaron suavemente un par de veces y quedaron en silencio al dar las hélices una última vuelta y detenerse.

Ahora el silencio fue sepulcral.

Pitt hizo una mueca y observó el interior de la barquilla. No había señales de daños, los instrumentos y los controles parecían estar en orden. Pero fueron los aparatos electrónicos los que le sorprendieron. Gradiómetros para detectar el hierro, un sonar y un instrumento para registrar el fondo del mar; todo lo necesario para una búsqueda subacuática.

Pitt no se daba cuenta de las muchas caras que atisbaban desde la puerta abierta de la barquilla, ni oía los aullidos intermitentes de las sirenas que se acercaban. Se sentía aislado y momentáneamente desorientado. La cálida y húmeda atmósfera tenía una irrealidad morbosa y flotaba en el aire el mareante olor a putrefacción humana.

Uno de los tripulantes estaba reclinado sobre una mesita, con la cabeza apoyada sobre los brazos como si durmiese. Su ropa estaba húmeda y manchada. Pitt lo sacudió ligeramente por un hombro. No había firmeza en la carne. Estaba blanda y pulposa. Sintió un frío que le puso la piel de gallina y, sin embargo, el sudor chorreaba por todo su cuerpo.

Volvió la atención a las horribles apariciones sentadas ante los controles. Sus caras estaban cubiertas de moscas, y la descomposición borraba todo rastro de vida. La piel se desprendía de la carne como ampollas o quemaduras reventadas. Los mentones pendían fláccidos de las bocas abiertas, y los labios y las lenguas estaban hinchados y resecos. Los ojos estaban abiertos, mirando a ninguna parte, con los globos opacos y nublados. Las manos se apoyaban todavía en los controles y las uñas se habían vuelto azules. Sin enzimas que las controlasen, las bacterias habían formado gases que hinchaban grotescamente los vientres. El aire húmedo y la elevada temperatura de los trópicos aceleraban en gran manera el proceso de putrefacción.

Los cadáveres descompuestos en el interior del Prosperteer parecían venir de una tumba ignorada, una tripulación macabra de un dirigible-osario en una fantástica misión.

5

El cadáver desnudo de una negra adulta yacía sobre una mesa de reconocimiento bajo las fuertes luces de la sala de autopsias. La conservación era excelente; no había señales visibles de violencia. Para el experto, el grado de rigor mortis indicaba que había muerto hacía menos de siete horas. Su edad parecía estar entre los veinticinco y los treinta años. Aquel cuerpo podía haber atraído un día las miradas masculinas, pero ahora estaba desnutrido, consumido y estragado por diez años de consumo de drogas.

Al forense de Dade County, doctor Calvin Rooney, no le gustaba demasiado tener que hacer esta autopsia. Había bastantes muertes en Miami para tener ocupado a su personal durante las veinticuatro horas del día, y él prefería emplear su tiempo en las autopsias más dramáticas y desconcertantes. Una sobredosis de droga tenía poco interés para él. Pero esta mujer había sido encontrada tirada en el jardín de un comisario del condado y, por eso, habría resultado inadecuado encargarla a un médico de tercera categoría.

Llevando una bata azul, porque detestaba las acostumbradas batas blancas, Rooney, nacido en Florida, veterano del Ejército de los Estados Unidos y graduado en la Facultad de Medicina de Harvard, introdujo una cassete nueva en un magnetófono portátil y empezó a comentar secamente las condiciones generales del cadáver.

Tomó un bisturí y se inclinó para hacer la disección, empezando a unas pulgadas por debajo del mentón y rajando en dirección al pubis. De pronto, interrumpió la incisión sobre la cavidad torácica y se inclinó más, para observar a través de los gruesos cristales de unas gafas con montura de concha. Durante los quince minutos siguientes, extrajo y estudió el corazón, mientras recitaba un monólogo ininterrumpido al magnetófono.

Rooney estaba haciendo una última observación cuando el sheriff Tyler Sweat entró en la sala de autopsias. Era un hombre de aire pensativo, de mediana estatura y hombros ligeramente redondeados, con una mezcla de melancolía y resolución brutal en el semblante. Serio, metódico y astuto, era muy respetado por los hombres y mujeres que trabajaban para él.

Dirigió una mirada inexpresiva al cadáver rajado y saludó con la cabeza a Rooney,

– ¿Otro trozo de carne?

– La mujer del jardín del comisario -respondió Rooney.

– ¿Otra víctima de la droga?

– No hemos tenido tanta suerte. Más trabajo para homicidios. Fue asesinada. Encontré tres pinchazos en el corazón.

– ¿Con un punzón para romper hielo?

– Según todos los indicios.

Sweat miró al patólogo bajito y medio calvo, cuyo aspecto bonachón parecía más propio de un párroco.

– No hay quien pueda engañarle, doctor.

– ¿Qué es lo que trae al terror de los malvados al palacio del forense? -preguntó amablemente Rooney-. ¿Está visitando los barrios bajos?

– No; una identificación de personas importantes. Quisiera que estuviese usted presente.

– Los cuerpos encontrados en el dirigible -dedujo Rooney. Sweat asintió con la cabeza.

– La señora de LeBaron está aquí para ver los restos.

– Yo no lo recomendaría. El cadáver de su marido tiene un aspecto demasiado desagradable para quien no se enfrenta diariamente con la muerte.

– Traté de convencerla de que la identificación de sus efectos sería legalmente suficiente; pero ella insistió. Incluso ha traído a un auxiliar del gobernador para allanarle el camino.

– ¿Dónde están?

– En la oficina del depósito, esperando.

– Y la prensa, ¿qué?

– Todo un regimiento de reporteros de la televisión y los periódicos, corriendo de un lado a otro como locos. He ordenado a mis agentes que les mantengan en el vestíbulo.

– El mundo tiene cosas muy extrañas -dijo Rooney, en uno de sus momentos filosóficos-. El famoso Raymond LeBaron merece grandes titulares en primera página, mientras que a esa pobre infeliz no le dedican más que un par de líneas junto a los anuncios por palabras. -Entonces suspiró, se quitó la bata y la arrojó sobre una silla-. Acabemos con esto, tengo otras dos autopsias esta tarde.

Mientras hablaba, se desencadenó una tormenta tropical y el ruido de los truenos retumbó en las paredes. Rooney se puso una chaqueta deportiva y se arregló la corbata. Echaron a andar; Sweat contemplaba pensativamente el dibujo de la alfombra del pasillo.

– ¿Alguna idea sobre la causa de la muerte de LeBaron? -preguntó el sheriff.

– Es demasiado pronto para saberlo. Los resultados del laboratorio no han sido concluyentes. Quiero hacer algunas pruebas más. Hay demasiadas cosas que no coinciden. No me importa confesar que este caso es un enigma.

– ¿Alguna presunción?

– Nada que me atreviese a poner por escrito. El problema es la increíble rapidez de la descomposición. Raras veces he visto desintegrarse tan de prisa los tejidos, salvo tal vez en una ocasión, en 1974.

Antes de que Sweat pudiese sondear la memoria de Rooney, llegaron a la oficina del depósito y entraron. El ayudante del gobernador, un tipo de aspecto desagradable que vestía un traje con chaleco, se levantó de un salto. Incluso antes de que abriese la boca, Rooney lo clasificó como un pelmazo.

– ¿Podríamos despachar esto a toda prisa, sheriff? La señora LeBaron está muy afligida y quisiera volver a su hotel lo antes posible.

– Le doy mi más sentido pésame -dijo el sheriff-. Pero no hace falta que recuerde a un funcionario público que hay ciertas leyes que hemos de cumplir.

– Y no hace falta que yo le recuerde que el gobernador espera que su departamento la trate con la máxima cortesía para aliviar su dolor.

Rooney se maravilló de la paciencia de Sweat. El sheriff se limitó a pasar junto al ayudante como lo habría hecho para evitar un cubo de basura en una acera.

– Éste es nuestro forense jefe, el doctor Rooney. Asistirá a la identificación.

Jessie LeBaron no parecía en modo alguno afligida. Estaba sentada en un sillón de plástico de color naranja, serena, fría, erguida la cabeza. Y sin embargo, Rooney advirtió una fragilidad que era compensada por la disciplina y el valor. Estaba acostumbrado a asistir a la identificación de cadáveres por los parientes. Había pasado por este mal trago cientos de veces en su carrera y habló instintivamente en tono suave y con amables modales.

– Señora LeBaron, comprendo lo que está usted pasando y haré que esto sea lo menos doloroso posible. Pero antes quiero dejar bien claro que la simple identificación de los efectos encontrados en los cadáveres bastará para cumplir las leyes federales y del condado. Segundo: cualquier característica física que pueda recordar, como cicatrices, prótesis dentales, fracturas de huesos o incisiones quirúrgicas, serán de gran ayuda para mi propia identificación. Y tercero: le suplico respetuosamente que no vea los restos. Aunque las facciones son todavía reconocibles, la descomposición está muy avanzada. Creo que preferiría recordar al señor LeBaron como era en vida a como aparece ahora en un depósito de cadáveres.

– Gracias, doctor Rooney -dijo Jessie-. Le agradezco su preocupación. Pero debo asegurarme de que mi marido está realmente muerto.

Rooney asintió con la cabeza, contrariado, y luego señaló una mesa donde había varias prendas de vestir, carteras, relojes de pulsera y otros artículos personales.

– ¿Ha identificado los efectos del señor LeBaron?

– Sí, los he examinado.

– ¿Y está convencida de que le pertenecían?

– No puede haber duda sobre la cartera y su contenido. El reloj es un regalo que le hice en nuestro primer aniversario.

Rooney se acercó a la mesa y tomó el reloj.

– Un Cartier de oro con cadena haciendo juego y números en cifras romanas que… ¿acierto al decir que son diamantes?

– Sí, una forma rara de diamante negro. Era la piedra que correspondía a su mes de nacimiento.

– Abril, según creo.

Ella asintió con la cabeza.

– Aparte de los efectos personales de su marido, señora LeBaron, ¿reconoce algo que perteneciese a Buck Caesar o a Joseph Cavilla?

– Los relojes no, pero estoy segura de que las prendas de vestir son las que llevaban Buck y Joe la última vez que les vi.

– Nuestros investigadores no pueden encontrar parientes próximos de Caesar y Cavilla -dijo Sweat-. Nos sería de gran ayuda si pudiese indicarnos qué prendas de vestir eran de cada uno de ellos.

Jessie LeBaron vaciló por primera vez.

– No estoy segura… Creo que los shorts y la camisa floreada son de Buck. Las otras cosas pertenecieron probablemente a Joe Cavilla. -Hizo una pausa-. ¿Puedo ver ahora el cuerpo de mi marido?

– ¿No puedo hacerla cambiar de idea? -preguntó Rooney en tono compasivo.

– No; debo insistir.

– Será mejor que haga lo que dice la señora LeBaron -dijo el ayudante del gobernador, que ni siquiera había tenido la delicadeza de decir su nombre.

Rooney miró a Sweat y se encogió resignadamente de hombros.

– Si tiene la bondad de seguirme… Los restos se conservan en la cámara frigorífica.

Todos le siguieron, obedientes, hasta una puerta maciza con una ventanilla al nivel de los ojos, y permanecieron en silencio mientras él corría un pesado cerrojo. Brotó aire frío al abrirse la puerta, y Jessie se estremeció involuntariamente cuando Rooney les invitó a entrar. Apareció un empleado del depósito que les condujo a una de las puertas cuadradas a lo largo de la pared. La abrió, tiró de una camilla de acero inoxidable con ruedas y se apartó a un lado.

Rooney asió una punta de la sábana que cubría el cadáver y vaciló. Ésta era la única parte de su trabajo que aborrecía. Las reacciones al ver al muerto solían pertenecer a una de cuatro categorías de personas: los que vomitaban, los que se desmayaban, los que sufrían un ataque de histerismo. Pero era la cuarta categoría la que intrigaba a Rooney. Los que permanecían como petrificados y no mostraban emoción alguna. Habría dado un mes de su salario por saber los pensamientos que pasaban por sus mentes.

Levantó la sábana.

El ayudante del gobernador echó una mirada, emitió un patético gruñido y se desmayó en brazos del sheriff. Los terribles efectos de la descomposición se manifestaron en todo su horror.

A Rooney le pasmó la reacción de Jessie. Miró larga y fijamente aquella cosa grotesca que se pudría sobre la camilla. Contuvo el aliento y todo su cuerpo se puso rígido. Después levantó los ojos, sin pestañear y habló con voz tranquila y controlada.

– ¡.Eso no es mi marido!

– ¿Está segura? -preguntó suavemente Rooney.

– Véalo usted mismo -dijo ella llanamente-. La línea de los cabellos no es la de él. Tampoco la estructura ósea. Raymond tenía la cara angulosa. Ésa es más redonda.

– La descomposición de la carne deforma las facciones -explicó Rooney

– Por favor, observe los dientes.

Rooney bajó la mirada.

– ¿Qué hay de particular en ellos?

– Tienen fundas de plata.

– No comprendo.

– Mi marido llevaba fundas de oro.

No podía discutir con ella a este respecto, pensó Rooney. Un hombre acaudalado como Raymond LeBaron no habría aceptado una prótesis dental barata.

– Pero la ropa, el reloj…, usted los ha identificado como suyos.

– ¡Me importa un bledo lo que haya dicho! -gritó ella-. Esa cosa asquerosa no es el cadáver de Raymond LeBaron.

Rooney se quedó pasmado por su furia. Atolondrado y sin saber qué decir, la vio salir, frenética, de la habitación. El sheriff confió el blandengue ayudante al empleado del depósito y se volvió al forense.

– ¿Qué diablos piensa usted de esto?

Rooney sacudió la cabeza.

– No lo sé.

– Yo supongo que ha sufrido una terrible impresión. Ésta ha sido demasiado fuerte, y ha empezado a delirar. Usted sabe mejor que yo que la mayoría de la gente se niega a aceptar la muerte de un ser amado. Ella ha cerrado su mente y se ha negado a aceptar la verdad.

– No estaba delirando.

Sweat le miró.

– ¿Cómo lo llamaría usted?

– Yo diría que ha representado una magnífica comedia.

– ¿Cómo ha llegado a esta conclusión?

– El reloj de pulsera -respondió Rooney-. Un miembro de mi equipo trabajó un tiempo de noche en una joyería para pagarse los estudios en la Facultad de Medicina. Lo descubrió en seguida. El costoso reloj Cartier que la señora LeBaron regaló a su marido en su aniversario de boda es falso, es una de esas imitaciones baratas que se fabrican ilegalmente en Taiwán o en México.

– ¿Por qué una mujer que puede firmar cheques de un millón de dólares tendría que regalar una imitación barata a su marido?

– Raymond LeBaron no era tonto en lo tocante a estilo y a buen gusto. Debió darse cuenta de lo que era en realidad. Será mejor que nos hagamos esta pregunta: ¿por qué aceptó llevarlo?

– Entonces, ¿cree usted que ha representado una comedia y ha mentido sobre la identidad del cadáver?

– Mi instinto me dice que se había preparado para lo que esperaba encontrar -respondió Rooney-. Y llegaría al extremo de apostar mi Mercedes nuevo a que la investigación genética, el dictamen sobre la dentadura y los resultados del análisis por los laboratorios del FBI de los restos de huellas digitales que pude tomar y les envié, demostrarán que ella tiene razón. -Se volvió y contempló el cadáver-. No es Raymond LeBaron el que yace sobre esta camilla.

6

El teniente detective Harry Victor, distinguido investigador del Departamento de Policía de Dade County, se retrepó en un sillón giratorio y estudió varias fotografías tomadas en el interior de la cabina de mandos del Prosperteer. Al cabo de unos minutos, levantó las gafas sin montura sobre la frente, rematada por un postizo de cabellos rubios, y se frotó los ojos.

Victor era un hombre ordenado; todo estaba en su sitio, cuidadosamente clasificado por orden alfabético y numerado, y era el único policía en la historia del Departamento que disfrutaba realmente redactando informes. Mientras la mayoría de los hombres miraban retrasmisiones deportivas en la televisión los fines de semana o descansaban junto a la piscina de un lugar de vacaciones, leyendo las novelas policíacas de Rex Burns, Victor revisaba los expedientes sobre casos no resueltos. Obstinado, prefería atar cabos sueltos a obtener una condena.

El caso del Prosperteer era diferente de todos los que había visto en dieciocho años de servicio en la Policía. Tres hombres muertos cayendo del cielo en un dirigible antiguo no requerían exactamente una investigación policíaca de rutina. No existían pistas. Los tres cuerpos que se hallaban en el depósito de cadáveres no presentaban ninguna indicación de dónde habían estado escondidos durante una semana y media.

Bajó las gafas y empezaba a observar de nuevo las fotografías cuando sonó el teléfono que tenía sobre la mesa. Levantó el aparato y dijo pensativamente:

– ¿Sí?

– Aquí hay un testigo que quiere hablarle sobre una declaración -respondió la recepcionista.

– Hágale pasar -dijo Victor.

Cerró la carpeta que contenía las fotografías y la dejó sobre la mesa de metal, cuya superficie estaba completamente limpia, salvo por un pequeño rótulo con su nombre y el teléfono. Sostuvo el auricular junto al oído, como si recibiese una llamada, y se volvió a un lado, mirando a través de la espaciosa oficina de Homicidios y manteniendo los ojos enfocados de soslayo hacia la puerta que daba al pasillo.

Una recepcionista uniformada apareció en el umbral y señaló en la dirección de Victor. Un hombre alto saludó con la cabeza, pasó junto a la mujer y se acercó. Victor le indicó un sillón al otro lado de la mesa y empezó a hablar por el teléfono desconectado. Era un viejo truco en sus interrogatorios, porque le permitía observar al testigo o al sospechoso durante un minuto entero, y retratarle mentalmente. Más importante aún, era una oportunidad para observar hábitos y peculiaridades que podían ser empleados más tarde para lograr una posición de ventaja.

El hombre sentado delante de Victor tenía unos treinta y siete o treinta y ocho años, aproximadamente un metro noventa de estatura y noventa kilos de peso, cabellos negros ligeramente ondulados y sin el menor indicio de gris. La piel estaba tostada por su exposición al sol durante todo el año. Las cejas eran negras y bastante pobladas. La nariz, recta y estrecha; los labios, firmes, con las comisuras inclinadas hacia arriba en una ligera pero fija sonrisa. Llevaba una chaqueta deportiva de color azul claro, pantalón blanco y camisa polo de un amarillo pálido y con el cuello desabrochado. Todo de buen gusto, sencillo y no demasiado caro, comprado probablemente en Saks y no en una tienda de lujo. No fumaba, pues no se veía el bulto de la cajetilla en la chaqueta o en la camisa. Tenía los brazos cruzados, indicando tranquilidad e indiferencia, y las manos eran estrechas, largas y curtidas. No llevaba anillos ni otras joyas, sino solamente un viejo reloj sumergible de esfera naranja y con muñequera de acero inoxidable.

No era un tipo común. Los otros que se habían sentado en aquel sillón se ponían nerviosos al cabo de un rato. Algunos disimulaban su nerviosismo con una actitud arrogante, y la mayoría miraba a su alrededor, a través de las ventanas, los cuadros que pendían de las paredes y a los otros oficiales que trabajaban en sus despachos, y cambiaban de posición, cruzando y descruzando las piernas. Por primera vez en mucho tiempo, Victor se sintió incomodo y en desventaja. Su rutina le había fallado, su comedia perdió rápidamente eficacia.

El visitante no estaba turbado en absoluto. Miraba a Victor con distraído interés a través de unos ojos verdes opalinos que poseían una cualidad magnética. Parecían pasar a través del detective y, al no encontrar nada de interés, examinar la pintura de la pared de detrás de éste. Después miró el teléfono.

– La mayoría de los departamentos de policía emplean el Sistema de Comunicaciones Horizon -dijo en tono llano-. Si quiere usted hablar con alguien, le sugiero que apriete el botón correspondiente.

Victor miró hacia abajo. Uno de los cuatro botones estaba encendido, pero no apretado.

– Es usted muy astuto, señor…

– Pitt, Dirk Pitt. Si es usted el teniente Victor, teníamos una cita.

– Soy Victor. -Se interrumpió para colgar el teléfono-. Usted fue la primera persona que entró en la cabina de mandos del dirigible Prosperteer, ¿no?

– Cierto.

– Gracias por venir, especialmente tan temprano y en domingo. Agradeceré su colaboración para aclarar unas cuantas cuestiones.

– No hay de qué. ¿Tardaremos mucho?

– Veinte minutos, tal vez media hora. ¿Tiene que ir a alguna parte?

– Tengo que tomar un avión para Washington dentro de dos horas.

Victor asintió con la cabeza.

– Tendrá tiempo de sobra. -Abrió un cajón y sacó un magnetófono portátil-. Vayamos a un sitio más reservado.

Condujo a Pitt por un largo pasillo hacia un pequeño cuarto de interrogatorios. El interior era espartano; solamente una mesa, dos sillas y un cenicero. Victor se sentó e introdujo una cassete nueva en el magnetófono.

– ¿Le importa que registre nuestra conversación? Tomando notas, soy terrible. Ninguna de las secretarias es capaz de descifrar mi escritura.

Pitt se encogió cortésmente de hombros.

Victor puso la máquina en el centro de la mesa y apretó el botón rojo.

– ¿Su nombre?

– Dirk Pitt.

– ¿Inicial intermedia?

– E, de Eric.

– ¿Dirección?

– 266 Airport Place, Washington, D.C. 2001.

– ¿Un teléfono al que pueda llamarle?

Pitt dio a Victor el número de teléfono de su oficina.

– ¿Profesión?

– Director de proyectos especiales de la Agencia Marítima y Submarina Nacional (AMSN).

– ¿Quiere describir lo que ocurrió la tarde del sábado 20 de octubre?

Pitt contó a Victor cómo había visto el dirigible fuera de control durante la regata maratón de windsurfing; la loca carrera aferrado a la cuerda de amarre, y la captura a pocos metros de un posible desastre. Terminó con su entrada en la barquilla.

– ¿Tocó algo?

– Solamente los interruptores de encendido y de las baterías. Y apoyé la mano en el hombro del cadáver sentado a la mesa ante el navegante.

– ¿Nada más?

– El único otro sitio donde pude dejar una huella digital fue la escalerilla de embarque.

– Y en el respaldo del asiento del copiloto -dijo Victor, con una irónica sonrisa-. E, indudablemente, en los interruptores.

– Veo que se han dado prisa. La próxima vez me pondré guantes de cirujano.

– El FBI se mostró muy diligente.

– Admiro su eficacia.

– ¿Se llevó usted algo?

Pitt miró fijamente a Victor.

– No.

– ¿Pudo entrar alguien más y llevarse algún objeto?

Pitt sacudió la cabeza.

– Cuando yo me marché, los guardias de seguridad del hotel cerraron la barquilla. La primera persona que entró después fue un oficial de policía uniformado.

– Y entonces, ¿qué hizo usted?

– Pagué a uno de los empleados del hotel para que fuese a buscar mi tabla a vela. Tenía una pequeña furgoneta y tuvo la amabilidad de llevármela a la casa donde me hospedaba con unos amigos.

– ¿En Miami?

– Coral Gables.

– ¿Puedo preguntarle qué estaban haciendo en la ciudad?

– Terminé un proyecto de exploración en el mar para la AMSN y decidí tomarme una semana de vacaciones.

– ¿Reconoció a alguno de los cadáveres?

– Ni por asomo. No habría podido identificar a mi propio padre en aquellas condiciones.

– ¿Alguna idea de quiénes podían ser?

– Presumo que uno de ellos era Raymond LeBaron.

– ¿Se enteró de la desaparición del Prosperteer?

– Los medios de comunicación se ocuparon de ello en detalle. Solamente un recluso en un lugar remoto pudo no haberse enterado.

– ¿Tiene alguna teoría sobre dónde permanecieron el dirigible y su tripulación ocultos durante diez días?

– No tengo la menor pista.

– ¿Ni siquiera una idea extravagante? -insistió Victor.

– Podría ser un truco colosal de publicidad, una campaña de prensa para promover el imperio editorial de LeBaron.

Victor le miró con interés.

– Prosiga.

– O tal vez un plan ingenioso para jugar con las acciones del conglomerado Raymond LeBaron. Vende grandes paquetes de acciones antes de desaparecer y compra cuando los precios caen en picado. Y vende de nuevo cuando suben al conocerse su resurrección.

– ¿Cómo explica sus muertes?

– La intriga fracasó.

– ¿Por qué?

– Pregúntelo al instructor.

– Se lo pregunto a usted.

– Probablemente comieron pescado en malas condiciones en la isla desierta donde se escondieron -dijo Pitt, cansándose del juego-. ¿Cómo puedo saberlo? Si quiere un argumento, contrate a un guionista.

El interés se extinguió en la mirada de Victor. Se retrepó en su silla y suspiró, desalentado.

– Por un momento pensé que podría decirme algo, alguna sorpresa que pudiese sacarnos, a mí y al departamento, del atolladero. Pero su teoría ha quedado en nada, como todas las demás.

– No me sorprende en absoluto -dijo Pitt, con una sonrisa de indiferencia.

– ¿Cómo pudo parar los motores a los pocos segundos de entrar en la cabina de mandos? -preguntó Victor, recobrando el hilo del interrogatorio.

– Después de pilotar veinte aviones diferentes durante mi servicio en las Fuerzas Aéreas y en la vida civil, sabía dónde tenía que mirar.

Victor pareció satisfecho.

– Otra pregunta, señor Pitt. Cuando vio por primera vez el dirigible, ¿de qué dirección venía?

– Del nordeste, empujado por el viento.

Victor alargó una mano y cerró el magnetófono.

– Creo que esto es suficiente. ¿Podré hablar con usted si le llamo a su oficina durante el día?

– Si no estoy allí, mi secretaria sabrá dónde encontrarme.

– Gracias por su ayuda.

– Temo que le servirá de poco -dijo Pitt.

– Tenemos que tirar de todos los hilos. Las presiones son grandes, ya que LeBaron era un personaje. Y éste es el caso más misterioso con que jamás se haya tropezado el departamento.

– No le envidio su trabajo. -Pitt miró su reloj y se levantó-. Será mejor que vaya en seguida al aeropuerto.

Victor se puso en pie y le tendió la mano sobre la mesa.

– Si sueña en alguna otra intriga, señor Pitt, tenga la bondad de llamarme. Siempre me interesan las buenas fantasías.

Pitt se detuvo en el umbral y se volvió, con una expresión de zorruno en su semblante.

– ¿Quiere una pista, teniente? Fíjese en ésta. Los dirigibles necesitan helio para elevarse. Una antigualla como el Prosperteer debió necesitar siete mil metros cúbicos de gas para despegar. Al cabo de una semana, habría perdido el gas suficiente como para no poder mantenerse en el aire. ¿Me sigue?

– Depende de adonde quiera ir a parar.

– El dirigible no podía aparecer en Miami, a menos que una tripulación experta y con los materiales necesarios lo hubiese inflado cuarenta y ocho horas antes.

Victor tenía el aire de un hombre antes del bautismo.

– ¿Qué está sugiriendo?

– Que busque una estación de servicio complaciente en el vecindario, capaz de bombear siete mil metros cúbicos de helio.

Y Pitt salió del pasillo y desapareció.

7

– Odio las embarcaciones -gruñó Rooney-. No sé nadar, no puedo flotar y me mareo mirando por la ventanilla de una lavadora.

El sheriff Sweat le tendió un Martini doble.

– Tome, esto le curará de su obsesión.

Rooney miró tristemente las aguas de la bahía y bebió la mitad de su vaso.

– Espero que no saldrá a altamar.

– No, será solamente un viaje de placer alrededor de la bahía.

Sweat se agachó para entrar en la cabina de proa de su resplandeciente barca blanca de pesca y puso en marcha el motor. El turbo Diesel de 260 caballos se animó. Los tubos de escape rugieron en la popa y la cubierta tembló bajo sus pies. Entonces recogió los cables anclados y apartó la barca del muelle, navegando en un laberinto de yates anclados en Biscayne Bay.

Cuando la proa rebasó las boyas del canal, Rooney necesitaba una segunda copa.

– ¿Dónde guarda el tónico?

– Abajo, en el camarote de delante. Sírvase usted mismo. Hay hielo en el casco metálico de buzo.

Cuando volvió Rooney, preguntó:

– ¿A qué viene todo esto, Tyier? Hoy es domingo. No me habrá sacado de mi palco en medio de un buen partido de fútbol para mostrarme Miami Beach desde el agua.

– La verdad es que oí decir que había terminado su dictamen sobre los cadáveres del dirigible, la noche pasada.

– A las tres de esta mañana, para ser exacto.

– Pensé que tal vez querría decirme algo.

– Por el amor de Dios, Tyler, ¿tan urgente es que no pudo esperar hasta mañana por la mañana?

– Hace aproximadamente una hora, recibí una llamada telefónica de un federal, desde Washington. -Sweat se interrumpió para reducir un poco la velocidad-. Dijo que era una agencia de información de la que yo no había oído hablar jamás. No le aburriré contándole sus agresivas palabras. Nunca he podido entender por qué piensan todos los del Norte que pueden deslumbrar a los muchachos del Sur. La cuestión es que pidió que entreguemos los cadáveres del dirigible a las autoridades federales.

– ¿A qué autoridades federales?

– No quiso nombrarlas. Su respuesta no pudo ser más vaga cuando se lo pregunté.

Rooney se sintió de pronto sumamente interesado.

– ¿Dio alguna indicación de por qué quería los cadáveres?

– Afirmó que era un asunto secreto.

– Usted se negó, naturalmente.

– Le dije que lo pensaría.

El giro que tomaban las cosas, combinado con la ginebra, hizo que Rooney se olvidase de su miedo al agua. Empezó a fijarse en la esbelta línea de la embarcación de fibra de vidrio. Era la segunda oficina del sheriff Sweat, ocasionalmente puesta en servicio como embarcación auxiliar de la policía, pero empleada con más frecuencia para distraer a funcionarios del condado o del Estado en excursiones de pesca de fin de semana.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Rooney.

– ¿Quién?

– La barca.

– Oh, la Southern Comfort. Tiene treinta y cinco pies de eslora y navega a quince nudos. Fue construida en Australia por una empresa denominada Stebercraft.

– Volviendo al caso de LeBaron -dijo Rooney, sorbiendo su Martini-, ¿va a darse por vencido?

– Tentado estoy de hacerlo -dijo sonriendo Sweat-. Homicidios no ha encontrado todavía una sola pista. Los medios de comunicación lo están convirtiendo en un espectáculo circense. Todo el mundo, desde el gobernador para abajo, me está apretando las clavijas. Y para colmo, existe todavía la probabilidad de que el crimen no se hubiese cometido en territorio de mi jurisdicción. Pues sí, estoy tentado de cargarle el muerto a Washington. Sólo que soy lo bastante terco como para pensar que podemos encontrar nosotros la solución de este lío.

– Está bien, ¿qué quiere de mí?

El sheriff se volvió del timón y le miró fijamente.

– Quiero que me diga lo que ha escrito en su dictamen.

– Lo que he descubierto ha aumentado el enigma.

Una barquita de vela con cuatro adolescentes pasó por delante de su proa; Sweat redujo la marcha y la dejó pasar.

– Dígame lo que es.

– Empecemos al revés; por el final y sigamos hacia atrás. ¿Le parece bien?

– Adelante.

– Esto me sacó de quicio al principio. Sobre todo porque no lo esperaba. Tuve un caso parecido hace quince años. El cadáver de una mujer fue descubierto sentado en el jardín de su casa. Su marido declaró que habían estado bebiendo la noche anterior y que él se había ido a la cama solo, pensando que ella le seguiría. Cuando se despertó por la mañana y la buscó, la encontró sentada donde la había dejado; sólo que ahora estaba muerta. Tenía todo el aspecto de una muerte natural, no había señales de violencia ni rastros de veneno, solamente una cantidad importante de alcohol. Los órganos parecían estar bastante sanos. No había indicios de enfermedades o dolencias anteriores. Para una mujer de cuarenta años, tenía el cuerpo de una joven de veinte. Me puso en un aprieto. Después empezaron a juntarse las piezas del rompecabezas. La lividez cadavérica, decoloración de la piel causada por el efecto de la gravedad sobre la sangre, es generalmente purpúrea. Su lividez era la de un rosa de cereza, cosa que indicaba una muerte por intoxicación de cianuro o de monóxido de carbono o por hipotermia. También descubrí una hemorragia en el páncreas. A través de un proceso de eliminación, descarté las dos primeras hipótesis. El último clavo del ataúd fue el trabajo del marido. La prueba no era exactamente irrebatible, pero fue suficiente para que el juez condenase al marido a cincuenta años de prisión.

– ¿En qué trabajaba el marido? -preguntó Sweat.

– Conducía un camión de una empresa de productos congelados. El plan era perfecto. La atiborró de alcohol hasta que perdió el conocimiento. La metió en el camión, que siempre traía a casa por la noche y los fines de semana; puso en marcha la refrigeración y esperó a que ella se endureciese. Cuando la pobre mujer hubo expirado, volvió a ponerla en la silla del jardín y se fue a la cama.

Sweat le miró sin comprender.

– No me estará diciendo que los cadáveres encontrados en el dirigible eran de hombres que murieron congelados.

– Exactamente eso.

– ¿No estará equivocado?

– En una escala de certidumbre de uno a diez, puedo prometerle un ocho.

– ¿Se da cuenta de cómo suena esto?

– Supongo que a locura.

– ¿Desaparecen tres hombres en el Caribe, a una temperatura de treinta grados, y mueren por congelación? -preguntó Sweat, a nadie en particular-. Nunca conseguiremos probarlo, doctor. No, si no encontramos un camión de productos congelados.

– En todo caso, no tenemos nada en que apoyarnos.

– ¿Qué quiere decir?

– Ha llegado el informe del FBI. La identificación de Jessie LeBaron ha pesado mucho. No es su marido el que está en el depósito de cadáveres. Los otros dos tampoco son Buck Caesar ni Joseph Cavilla.

– Dios mío, ¿y qué más? – gimió Sweat-. ¿Quiénes son?

– Sus huellas dactilares no figuran en los archivos del FBI. Lo más probable es que fuesen extranjeros.

– ¿Encontró algo que pueda dar una pista sobre su identidad?

– Puedo decirle su estatura y su peso. Puedo mostrarle radiografías de sus dientes y de antiguas fracturas de huesos. El estado del hígado sugirió que los tres eran fuertes bebedores. Los pulmones revelaron que eran fumadores, y los dientes y las puntas de los dedos, que fumaban cigarrillos sin filtro. También eran comilones. Su última comida fue de pan moreno y zanahorias. Dos de ellos tenían poco más de treinta años. El otro, cuarenta o algo más. Sus condiciones físicas eran superiores a lo normal. Aparte de esto, puedo decirle muy poco que pueda contribuir a su identificación.

– Ya es algo, para empezar.

– Pero todavía nos enfrentamos con la desaparición de LeBaron y Caesar y Cavilla.

Antes de que Sweat pudiese replicar, una voz femenina sonó ronca en la radio de la barca. Sweat respondió y, siguiendo instrucciones, puso otro canal.

– Disculpe la interrupción -dijo a Rooney-. Acabo de recibir una llamada de urgencia desde tierra.

Rooney asintió con la cabeza, se dirigió al camarote de proa y se sirvió otra copa. Un calor delicioso circuló por su cuerpo. Esperó unos momentos. Cuando volvió a subir a la cubierta y a la caseta del timón, Sweat estaba colgando el teléfono y tenía el rostro enrojecido por la cólera.

– ¡Malditos bastardos! -silbó.

– ¿Cuál es el problema?

– Se los han llevado -dijo Sweat, golpeando el timón con el puño-. Los malditos federales entraron en el depósito y se llevaron los cadáveres del dirigible.

– Pero hay que seguir el procedimiento legal -protestó Rooney.

– Seis hombres de paisano y dos agentes federales se presentaron con los papeles necesarios, metieron los cadáveres en tres cajas de aluminio llenas de hielo y se los llevaron en un helicóptero de la Marina de los Estados Unidos.

– ¿Cuándo ha sido esto?

– Hace menos de diez minutos. Harry Victor, el principal investigador del caso, dice que también desvalijaron la mesa de su oficina en Homicidios, cuando estaba en el retrete, y se llevaron lo que quisieron de su archivo.

– ¿Y mi dictamen de autopsia?

– Se lo llevaron también.

La ginebra había puesto a Rooney en un estado eufórico.

– Bueno, tómeselo bien. Les han sacado del atolladero, a usted y al departamento.

La cólera de Sweat se fue aplacando lentamente.

– No puedo negar que me han hecho un favor, pero son sus métodos los que me joden.

– Hay un pequeño consuelo -murmuró Rooney. Empezaba a costarle mantenerse en pie-. El Tío Sam no se lo ha llevado todo.

– ¿Como qué?

– Omití algo en mi dictamen. Un resultado de laboratorio que se prestaba demasiado a controversias para consignarlo por escrito, que era demasiado estrafalario para mencionarlo como no fuese en una casa solitaria.

– ¿De qué está hablando? -preguntó Sweat.

– De la causa de la muerte.

– Dijo usted hipotermia.

– Cierto, pero me dejé la parte mejor. Mire, olvidé consignar la fecha de la muerte.

El lenguaje de Rooney empezaba a ser estropajoso.

– Sólo pudo producirse dentro de los últimos días.

– ¡Oh, no! A esos pobres hombres se les congelaron las tripas hace mucho tiempo.

– ¿Cuánto?

– Hace uno o dos años.

El sheriff Sweat se quedó mirando fijamente a Rooney, con incredulidad. Pero el forense siguió sonriendo, como una hiena. Y todavía sonreía cuando se dobló sobre la borda y vomitó.

8

La casa de Dirk Pitt no estaba en una calle de un barrio elegante ni en un alto edificio con vistas a las enmarañadas copas de los árboles de Washington. No tenía jardín ni vecinos con niños llorones y perros ladradores. Su casa no era una casa, sino un viejo hangar situado junto al Aeropuerto Internacional de la capital.

Desde fuera, parecía desierto. El edificio estaba rodeado de hierbajos y sus paredes eran de hierro ondulado, deterioradas por la acción del tiempo y sin pintar. El único indicio que sugería remotamente la posibilidad de algún ocupante era una hilera de ventanas debajo del borde del techo abovedado. Aunque estaban sucias y cubiertas de polvo, ninguna estaba rota, como suelen estarlo las de un almacén abandonado.

Pitt dio las gracias al empleado del aeropuerto que le había traído en coche desde la zona terminal. Mirando a su alrededor, para asegurarse de no ser observado, sacó un pequeño transmisor del bolsillo de su chaqueta y dio una serie de órdenes que desconectaron los sistemas de alarma y abrieron una puerta lateral que parecía no haber girado sobre sus goznes en treinta años.

Entró y pisó un suelo liso de hormigón en el que había casi tres docenas de resplandecientes automóviles clásicos, un aeroplano antiguo y un vagón de ferrocarril de principios de siglo. Se detuvo y contempló amorosamente el chasis de un Talbot-Lago francés deportivo que estaba en una fase temprana de reconstrucción. El coche había sido casi totalmente destruido en una explosión, y él estaba resuelto a restaurar los retorcidos restos y darles su anterior belleza y su antigua elegancia.

Subió la maleta y la bolsa de mano por la escalera de caracol de su apartamento, instalado contra la pared del fondo del hangar. Su reloj marcaba las dos y cuarto de la tarde, pero, corporal y mentalmente, tenía la impresión de que era cerca de la medianoche. Después de deshacer su equipaje, decidió pasar un par de horas trabajando en el Talbot-Lago y tomar una ducha después. Se había puesto ya el mono cuando un fuerte timbrazo resonó en el hangar. Sacó un teléfono inalámbrico de un bolsillo.

– Diga.

– El señor Pitt, por favor -dijo una voz femenina.

– Yo mismo.

– Un momento.

Después de esperar casi dos minutos, Pitt cortó la comunicación y empezó a reconstruir el delco del Talbot. Pasaron otros cinco minutos antes de que volviese a sonar el timbre. Abrió la comunicación y no dijo nada.

– ¿Está todavía ahí, señor? -preguntó la misma voz.

– Sí -respondió Pitt con indiferencia, sujetando el teléfono entre el hombro y la oreja mientras seguía trabajando con las manos.

– Soy Sandra Cabot, la secretaria personal de la señora Jessie LeBaron. ¿Estoy hablando con Dirk Pitt?

A Pitt le disgustaban las personas que no podían hacer personalmente sus llamadas telefónicas.

– Así es.

– La señora LeBaron desea entrevistarse con usted. ¿Puede venir a verla a las cuatro?

– Se está pasando, ¿no?

– ¿Cómo dice?

– Lo siento, señorita Cabot, pero tengo que cuidar a un coche enfermo. Tal vez si la señora LeBaron pasara por mi casa, podríamos hablar.

– Temo que esto no es posible. Celebra un cóctel formal a una hora más avanzada de la tarde, y asistirá el Secretario de Estado. No puede salir de aquí.

– Entonces, será otro día.

Hubo un helado silencio; después, se oyó la voz de la señorita Cabot:

– No lo entiende.

– Tiene razón, no lo entiendo.

– ¿No le dice nada el nombre LeBaron?

– No más que Shagnasty, Quagmire o Smith -mintió maliciosamente Pitt.

Ella pareció desconcertada durante un momento.

– El señor LeBaron…

– Dejémonos de juegos -le interrumpió Pitt-. Conozco perfectamente la fama de Raymond LeBaron. Y ahorraremos tiempo si le digo que nada tengo que añadir al misterio que rodea su desaparición y su muerte. Dígale a la señora LeBaron que le doy mi más sentido pésame. Es cuanto puedo ofrecerle.

La Cabot respiró hondo.

– Por favor, señor Pitt, sé que ella agradecería mucho que viniese a verla.

Pitt casi pudo ver que pronunciaba las palabras «por favor» con los dientes apretados.

– Está bien -dijo-. Supongo que podré arreglarme. ¿Cuál es la dirección?

El tono de ella recobró inmediatamente su arrogancia.

– Enviaré el chófer a recogerle.

– Si le da lo mismo, preferiría ir en mi propio coche. Las limusinas me dan claustrofobia.

– Si insiste… -dijo secamente ella-. Encontrará la casa al final de Beacon Drive, en Great Falls States.

– Consultaré el plano de la ciudad.

– A propósito, ¿qué clase de coche tiene?

– ¿Por qué quiere saberlo?

– Para informar al guardián de la puerta.

Pitt vaciló y miró a través del hangar hacia un coche aparcado junto a la puerta principal.

– Un viejo descapotable.

– ¿Viejo?

– Sí, de 1951.

– Entonces tenga la bondad de aparcar en la zona destinada a la servidumbre. Está a la derecha subiendo por el paseo.

– ¿No le da vergüenza su manera de dar órdenes a la gente?

– No tengo nada de que avergonzarme, señor Pitt. Le esperamos a las cuatro.

– ¿Habrán acabado conmigo antes de que lleguen los invitados? -preguntó Pitt, en tono sarcástico-. No quisiera molestar a nadie con la vista de mi viejo cacharro.

– No se preocupe -replicó obstinadamente ella-. La fiesta no empieza hasta las ocho. Adiós.

Cuando Sandra Cabot hubo colgado, Pitt se acercó al convertible y lo miró durante unos momentos. Levantó las tablas de debajo del asiento de atrás y conectó los cables de un cargador de batería. Después volvió al Talbot-Lago y reemprendió su trabajo donde lo había dejado.


Exactamente a las ocho y media, el guardián de la puerta principal de la finca de LeBaron saludó a una joven pareja que llegaba en un Ferrari amarillo, comprobó sus nombres en la lista de invitados y les hizo ademán de que pasaran. Después llegó un Chrysler en el que iban el primer consejero del presidente, Daniel Fawcett, y su esposa.

El guardián estaba inmunizado contra los coches exóticos y sus célebres ocupantes. Levantó las manos sobre la cabeza y se estiró y bostezó. Entonces, sus manos se inmovilizaron en el aire y su boca se cerró de golpe al contemplar el coche más grande que jamás había visto.

Era un verdadero monstruo, que medía más de siete metros desde el parachoques delantero hasta el de atrás, y debía pesar más de tres toneladas. El capó y las puertas eran de un gris de plata, y los guardabarros, de un marrón metálico. Era un descapotable, pero la capota se perdía completamente de vista cuando estaba plegada. Las líneas de la carrocería eran delicadas y elegantes en extremo, un ejemplo de la inmaculada artesanía raras veces igualada.

– ¡Menudo coche! -dijo al fin el guardián-. ¿Qué es?

– Un Daimler -respondió Pitt.

– Parece inglés.

– Lo es.

El guardián sacudió la cabeza, admirado, y miró la lista de invitados.

– Su nombre, por favor.

– Pitt.

– No lo encuentro en la lista. ¿Tiene usted invitación?

– La señora LeBaron y yo teníamos una cita a hora más temprana.

El guardián entró en la caseta y consultó un bloc.

– Sí, señor, su cita era para las cuatro.

– Cuando telefoneé para decir que se me había hecho tarde, la señora dijo que me uniese a la fiesta.

– Bueno, ya que ella le esperaba -dijo el guardián, todavía absorto en el Daimler-, creo que todo está en orden. Que se divierta.

Pitt asintió con la cabeza para darle las gracias y el enorme automóvil subió sin ruido por el serpenteante paseo hasta la residencia de LeBaron. El edificio principal estaba emplazado en un montículo que dominaba una pista de tenis y una piscina. La arquitectura era la corriente en aquel sector: una casa de estilo colonial, de tres pisos, de ladrillo, con una serie de columnas blancas sosteniendo el techo de un largo porche frontal, y con las alas extendiéndose a ambos lados. A la derecha, un bosquecillo de pinos ocultaba una cochera y un garaje debajo de ella, y Pitt presumió que eran las dependencias de la servidumbre. En el lado opuesto y a la izquierda de la mansión, había un gran edificio acristalado, iluminado por arañas que pendían del techo. Plantas y arbustos exóticos florecían alrededor de veinte o más mesas, mientras una orquestina tocaba en un tablado detrás de una cascada. Pitt se quedó impresionado. Era el perfecto escenario de fiesta para una animada velada en octubre. Raymond LeBaron era famoso por su originalidad. Pitt detuvo el Daimler delante de la entrada del invernadero, donde un criado con librea, encargado del aparcamiento, se quedó mirando con la pasmada expresión de un carpintero ante una secoya.

Mientras salía de detrás del volante y se arreglaba la chaqueta del smoking, Pitt advirtió que empezaba a formarse detrás de la pared transparente un grupo de personas que señalaba el coche y gesticulaban. Dio instrucciones al criado sobre el cambio de marchas y entró por la puerta cristalera. La orquesta estaba tocando temas de John Barry. Una mujer elegantemente vestida, a la última moda, recibía detrás de la entrada a los invitados.

No le cupo duda de que era Jessie LeBaron, Porte frío, encarnación de la gracia y del estilo, prueba viviente de que las mujeres pueden ser hermosas después de los cincuenta años. Llevaba una brillante túnica verde y plata, adornada con abalorios, sobre una falda larga y ceñida de terciopelo.

Pitt se acercó y le hizo una breve reverencia.

– Buenas noches -dijo, con su sonrisa más seductora.

– ¿Qué es ese coche tan sensacional? -preguntó Jessie, mirando a través de la puerta de cristales.

– Un Daimler con motor de ocho cilindros y carrocería Hooper.

Ella sonrió amablemente y le tendió la mano.

– Gracias por venir, señor… -Vaciló, mirándole con curiosidad-. Discúlpeme, pero no lo recuerdo.

– Es que nunca nos habíamos visto -dijo él, admirando la voz gutural y casi ronca de aquella mujer, que tenía además un matiz sensual-. Me llamo Pitt. Dirk Pitt.

Los ojos oscuros de Jessie miraron a Pitt de un modo peculiar.

– Llega con cuatro horas y media de retraso, señor Pitt. ¿Se ha demorado por algún accidente?

– No he sufrido ningún accidente, señora LeBaron. Calculé minuciosamente el momento de mi llegada.

– No fue invitado a la fiesta -dijo suavemente ella-. Por consiguiente, tendrá que marcharse.

– Es una lástima -dijo tristemente Pitt-. Raras veces tengo ocasión de lucir mi smoking.

La cólera se pintó en el semblante de Jessie. Se volvió a una mujer muy estirada y de gruesas gafas que estaba en pie, un poco detrás de ella, y que Pitt presumió que era su secretaria, Sandra Cabot.

– Busque a Angelo y dígale que acompañe a este caballero.

Los ojos verdes de Pitt brillaron maliciosamente.

– Parece que tengo el don de despertar mala voluntad. ¿Quiere que me vaya de forma pacífica o que provoque una escena desagradable?

– Creo que pacíficamente es lo mejor.

– Entonces, ¿por qué me pidió que viniese a verla?

– Para un asunto referente a mi marido.

– Yo no lo conocía en absoluto. Nada puedo decirle sobre su muerte que usted no sepa ya.

– Raymond no ha muerto -dijo rotundamente ella.

– Entonces lo fingió muy bien cuando le vi en el dirigible.

– No era él.

Pitt la miró escépticamente y no dijo nada.

– No me cree, ¿verdad?

– En realidad, me da lo mismo.

– Esperaba que me ayudaría.

– Tiene usted una manera muy extraña de pedir favores.

– Ésta es una cena formal de una asociación benéfica, señor Pitt. Estaría usted fuera de lugar. Ya fijaremos una hora para vernos mañana.

Pitt decidió que no valía la pena encolerizarse.

– ¿Qué estaba haciendo su marido cuando desapareció? -preguntó de pronto.

– Buscaba el tesoro de El Dorado -respondió ella, mirando nerviosamente a su alrededor y a los invitados-. Creía que se había hundido con un barco llamado Cyclops.

Antes de que Pitt pudiese hacer ningún comentario, volvió Cabot con Angelo, el chófer cubano.

– Adiós, señor Pitt -dijo Jessie, despidiéndole y volviéndose para saludar a una pareja de recién llegados.

Pitt se encogió de hombros y ofreció el brazo a Angelo.

– Demos a esto un aire oficial. Écheme. -Se volvió hacia Jessie-. Una última cosa, señora LeBaron. No me gusta que me traten desconsideradamente. No se moleste en llamarme de nuevo; jamás.

Entonces dejó que Angelo le acompañase fuera del invernadero y hasta el paseo donde estaba esperando el Daimler. Jessie se quedó mirando hasta que el gran automóvil desapareció en la noche. Después se reunió con sus invitados.

Douglas Oates, el secretario de Estado, interrumpió la conversación que sostenía con el consejero presidencial Daniel Fawcett, al verla acercarse.

– Una fiesta espléndida, Jessie.

– Ciertamente -corroboró Fawcett-. Nadie en Washington podría preparar mejor un banquete.

Los ojos de Jessie resplandecieron y sus labios gordezuelos se curvaron en una cálida sonrisa.

– Gracias, caballeros.

Oates señaló con la cabeza hacia la puerta.

– ¿He estado viendo visiones, o han echado a la calle a Dirk Pitt?

Jessie miró a Oates, sin comprender.

– ¿Le conoce? -preguntó, sorprendida.

– Desde luego. Pitt es el número dos de la AMSN. Es el hombre que puso a flote el Titanic para el Departamento de Defensa.

– Y salvó la vida al presidente en Louisiana -añadió Fawcett.

Jessie palideció visiblemente.

– No tenía la menor idea.

– Espero que no le habrá encolerizado -dijo Oates.

– Tal vez he sido un poco grosera -reconoció ella.

– ¿No está interesada en hacer sondeos en busca de petróleo en el mar, al sur de San Diego?

– Sí. Los estudios geológicos indican que hay allí un vasto campo sin explotar. Una de nuestras compañías tiene una opción para adquirir los derechos de sondeo. ¿Por qué lo pregunta?

– ¿No sabe quién preside el comité del Senado sobre explotación del petróleo en tierras de dominio público?

– Claro, es…

La voz de Jessie se extinguió, y desapareció su aplomo.

– El padre de Dirk -terminó Oates-. El senador George Pitt, de California. Sin su respaldo y el beneplácito de la AMSN sobre cuestiones de medio ambiente, me parece difícil que consiga los derechos de sondeo.

– Parece -dijo irónicamente Fawcett- que la opción de su compañía ha dejado de existir.

9

Treinta minutos más tarde, Pitt metió el Daimler en su plaza de aparcamiento delante del alto edificio encristalado donde se hallaba la sede de la AMSN. Firmó en el registro de seguridad y tomó el ascensor hasta la décima planta. Cuando se abrieron las puertas, salió a un vasto laberinto electrónico, que comprendía la red de comunicaciones y de información de la agencia de la Marina.

Hiram Yaeger miró desde detrás de una mesa en forma de herradura, cuya superficie quedaba oculta debajo de un revoltijo de «hardware» de ordenador, y sonrió.

– Hola, Dirk. ¿Vestido de etiqueta, y no tienes adonde ir?

– La anfitriona decidió que era una persona non grata y me echó a la calle.

– ¿La conozco?

Ahora rué Pitt quien sonrió. Miró a Yaeger. El mago de los ordenadores era un vivo recuerdo de los días hippies de principios de los setenta. Llevaba los cabellos rubios largos y atados en cola de caballo, y la barba de enmarañados rizos sin recortar. Su uniforme de trabajo y de juego era una chaqueta Levi's y unos pantalones remetidos en toscas botas de cowboy.

– No puedo imaginarme a Jessie LeBaron y tú moviéndoos en los mismos círculos sociales -dijo Pitt.

Yaeger lanzó un grave silbido.

– ¿Te echó a patadas un matón de Jessie LeBaron? Hombre, eres una especie de héroe de los oprimidos.

– ¿Estás de humor para una excavación?

– ¿Sobre ella?

– Sobre él.

– ¿Su marido? ¿El que desapareció?

– Raymond LeBaron.

– ¿Otra operación al margen de lo habitual?

– Llámalo como quieras.

– Dirk -dijo Yaeger, mirando por encima de sus anticuadas gafas-, eres un bastardo entremetido, pero te aprecio. Me contrataron para construir una red de informática de primera clase y llenar un archivo sobre ciencia e historia marítimas, pero cada vez que me descuido compareces tú, queriendo que emplee mis creaciones para propósitos oscuros. ¿Por qué lo aguanto? Te diré la razón. La ratería fluye más de prisa por mis venas que por las tuyas. Y ahora dime, ¿tengo que cavar muy hondo?

– Hasta su pasado más remoto. De dónde vino. Cuál fue la base económica de su imperio.

– Raymond LeBaron era muy reservado en lo tocante a su vida privada. Debió borrar las pistas.

– Lo comprendo, pero no será la primera vez que sacas un esqueleto del armario.

Yaeger asintió reflexivamente con la cabeza.

– Sí, la familia Bougainville de navieros, hace unos meses. Una linda travesura, si quieres llamarlo así.

– Otra cosa.

– Dime cuál.

– Un barco llamado Cyclops. ¿Podrías averiguar su historia?

– Desde luego. ¿Algo más?

– Creo que esto será suficiente -respondió Pitt.

Yaeger le miró fijamente.

– ¿De qué se trata esta vez, viejo amigo? No puedo creer que vayas detrás de los LeBaron porque te echaron de una fiesta de sociedad. Fíjate en mí; me han echado de los lugares más sórdidos de la ciudad. Y lo acepto.

Pitt se echó a reír.

– No se trata de ninguna venganza. Simple curiosidad. Jessie LeBaron dijo algo que me chocó sobre la desaparición de su marido.

– Lo leí en el Washington Post. Había un párrafo que te mencionaba como el héroe del día, por haber salvado el dirigible de LeBaron con tu truco de la cuerda y la palmera. Entonces, ¿cuál es el problema?

– Ella afirmó que su marido no estaba entre los muertos que encontré en la cabina de mandos.

Yaeger guardó un momento de silencio, con expresión perpleja.

– No tiene sentido -dijo-. Si el viejo LeBaron se elevó en aquella bolsa de gas, lo lógico es que estuviese todavía en ella cuando reapareció.

– No, según su desconsolada esposa.

– ¿Crees que persigue algún objetivo, financiero o por cuestión de algún seguro?

– Tal vez sí, tal vez no. Pero existe la posibilidad de que se pida a la AMSN que contribuya a la investigación, ya que el misterio se produjo sobre el mar.

– Y nosotros estaremos ya en la primera base.

– Algo así.

– ¿Y qué tiene que ver el Cyclops con esto?

– Ella me dijo que LeBaron lo estaba buscando cuando desapareció.

Yaeger se levantó de su silla.

– Está bien, pongamos manos a la obra. Mientras yo trazo un programa de investigación, estudia tú lo que tenemos sobre el barco en nuestros archivos.

Condujo a Pitt a un pequeño salón de proyecciones, con un gran monitor montado en la pared del fondo, y le hizo señas para que se sentase detrás de una consola donde había un teclado de ordenador. Después se inclinó sobre Pitt y pulsó una serie de teclas.

– Instalamos un nuevo sistema la semana pasada. La terminal está conectada con un sintetizador de voces.

– ¿Un ordenador parlante? -dijo Pitt.

– Sí, puede asimilar más de diez mil órdenes verbales, dar la respuesta adecuada y, en realidad, seguir una conversación. La voz suena un poco extraña, parecida a la de Hal, el ordenador gigante de la película 2001. Pero uno se acostumbra a ello. Le llamamos «Esperanza».

– ¿«Esperanza»?

– Sí, porque esperamos que nos dé las respuestas adecuadas.

– Es curioso.

– Si necesitas ayuda, estaré en la terminal principal. No tienes más que descolgar el teléfono y marcar cuatro-siete.

Pitt miró la pantalla. Era de un gris azulado. Tomó cautelosamente un micrófono y habló por él.

– Esperanza, me llamo Dirk. ¿Estás dispuesta a realizar una búsqueda para mí?

Se sintió como un idiota. Aquello era como hablar a un árbol y esperar que respondiese.

– Hola, Dirk -respondió una voz vagamente femenina que sonó como si saliese de una armónica-. Estoy a su disposición.

Pitt respiró hondo y se lanzó de cabeza.

– Esperanza, quisiera que me hablases de un barco llamado Cyclops.

Hubo una pausa de cinco segundos; después, dijo el ordenador:

– Tendrá que concretar más. Mis discos de memoria contienen datos referentes a cinco barcos diferentes llamados Cyclops.

– Es el único que llevaba un tesoro a bordo.

– Lo siento, pero no consta ningún tesoro en sus manifiestos.

¿Lo siento? Pitt todavía no podía creer que estaba conversando con una máquina.

– Si puedo hacer una breve digresión, Esperanza, te diré que eres un ordenador muy inteligente y muy simpático.

– Gracias por el cumplido, Dirk. Por si le interesa, también puedo producir efectos de sonido, imitar anímales, cantar, aunque no demasiado bien, y pronunciar «supercalifragilísticoexpialidoso», aunque no he sido programada para dar su definición exacta. ¿Quiere que la pronuncie al revés?

Pitt se echó a reír.

– Otro día. Volviendo al Cyclops, el que me interesa se hundió probablemente en el Caribe.

– Esto reduce el número a dos. Un pequeño vapor que encalló en Montego Bay, Jamaica, el 5 de mayo de 1968, y un carbonero de la Marina de los Estados Unidos, que se perdió sin dejar rastro, entre el 5 y el 10 de marzo de 1918.

Raymond LeBaron no hubiese volado en busca de un barco encallado, sólo veinte años atrás, en un puerto de mucho tráfico, razonó Pitt. Entonces recordó el carbonero de la Marina. Su pérdida fue considerada como uno de los grandes misterios del mítico Triángulo de las Bermudas.

– Hablemos del barco carbonero -dijo Pitt.

– Si quiere que imprima los datos para usted, Dirk, pulse el botón de control de su teclado y las letras PT. También, si observa la pantalla, puedo proyectar todas las fotos disponibles.

Pitt siguió las instrucciones y la máquina empezó a funcionar. Fiel a su palabra, Esperanza proyectó una imagen del Cyclops anclado en un puerto anónimo.

Aunque el casco era estrecho, con su anticuada proa recta y su popa en graciosa curva de copa de champaña, su superestructura tenía el aspecto de un juego de construcción de un niño que se hubiese vuelto loco. Un laberinto de grúas, unidas por una telaraña de cables y sujetas con altos soportes, se alzaba en mitad de la cubierta como un bosque muerto. Una larga camareta se alzaba en la parte de popa del barco, sobre la sala de máquinas, rematado el techo por dos chimeneas gemelas y varios altos ventiladores. En la parte de proa, la caseta del timón se levantaba sobre la cubierta como un tocador de cuatro patas, perforada por una hilera de ojos de buey y abierta por debajo. Dos altos mástiles con un travesaño surgían de un puente que habría podido pasar por una meta de rugby. En conjunto, parecía un barco tosco, un patito feo que no había llegado a convertirse en cisne.

También había en él algo misterioso. Al principio, Pitt no pudo dar con ello, pero después lo comprendió de pronto: extrañamente, no se veía ningún tripulante sobre cubierta. Era como si el barco hubiese sido abandonado.

Pitt se volvió y observó la impresión de los datos de la nave:

Botadura: 7 mayo 1910 por William Cramp amp; Sons Shipbuilders, Filadelfia.

Tonelaje: 19.360 de desplazamiento. Eslora: 180 metros (en realidad más largo que los buques de guerra de su tiempo). Manga: 20 metros. Calado: 9 metros 30 centímetros.

Velocidad: 15 nudos (3 nudos más veloz que los barcos Liberty de la Segunda Guerra Mundial). Armamento: Cuatro cañones de 4 pulgadas. Tripulación: 246. Capitán: G. W. Worley, Servicio Auxiliar Naval.

Pitt observó que Worley había sido capitán del Cyclops desde que entró en servicio hasta que desapareció. Se retrepó en su silla, reflexionando mientras estudiaba la imagen del barco.

– ¿Tienes otras fotografías de él? -preguntó a Esperanza.

– Tres desde el mismo ángulo, una de la popa y cuatro de la tripulación.

– Echemos un vistazo a la tripulación.

La pantalla se oscureció un momento y pronto apareció la imagen de un hombre, de pie junto a la barandilla de un barco y asiendo de la mano a una niña pequeña.

– El capitán Worley con su hija -explicó Esperanza.

Era un hombrón de cabellos ralos, bigote recortado y manos grandes, que llevaba traje oscuro, corbata casualmente torcida y zapatos relucientes, y miraba fijamente a la cámara que congeló su imagen setenta y cinco años atrás. La niña que estaba a su lado era rubia, llevaba un vestido hasta las rodillas y un sombrerito, y sujetaba lo que parecía ser una muñeca muy rígida y en forma de botella.

– Su verdadero nombre era Johann Wichman -dijo Esperanza sin que nadie se lo preguntase-. Nació en Alemania y entró ilegalmente en los Estados Unidos saltando de un barco mercante en San Francisco durante el año 1878. Se ignora cómo falsificó sus documentos. Mientras estuvo al mando del Cyclops, vivió en Norfolk, Virginia, con su esposa y su hija.

– ¿Alguna posibilidad de que trabajase para los alemanes en 1918?

– No se demostró nada. ¿Quiere ver los informes de la investigación naval sobre la tragedia?

– Imprímelos. Los estudiaré más tarde.

– La foto siguiente es la del teniente David Forbes, segundo comandante -dijo Esperanza.

La cámara había captado a Forbes en uniforme de gala, de pie junto a lo que Pitt presumió que era un turismo Cadillac de 1916. Tenía cara de galgo, nariz larga y estrecha, y los ojos pálidos, aunque no podía determinarse su color en la fotografía en blanco y negro. Iba pulcramente afeitado y tenía las cejas arqueadas y los dientes ligeramente salientes.

– ¿Qué clase de hombre era? -preguntó Pitt.

– Su historial en la Marina era intachable hasta que Worley le arrestó por insubordinación.

– ¿Motivo?

– El capitán Worley alteró la ruta que había fijado el teniente Forbes y casi naufragó al entrar en Río. Cuando Forbes le pidió explicaciones, Worley se enfureció y le arrestó.

– ¿Estaba Forbes todavía arrestado durante el último viaje?

– Sí.

– ¿Quién es el siguiente?

– El teniente John Church, segundo oficial.

La foto mostraba a un hombre bajito y de aspecto casi endeble, vestido de paisano y sentado a la mesa de un restaurante. Su cara tenía el aire cansado del agricultor después de una larga jornada en el campo; sin embargo, sus ojos oscuros parecían indicar un carácter humorístico. Los cabellos grises, sobre una alta frente, estaban peinados hacia atrás sobre unas orejas pequeñas.

– Parece mayor que los otros -observó Pitt.

– En realidad, sólo tenía veintinueve años -dijo Esperanza-. Ingresó en la Marina a los dieciséis y ascendió gracias a su trabajo.

– ¿Tuvo problemas con Worley?

– No consta en su historial.

La última fotografía era de dos hombres en actitud de firmes ante un tribunal. No había señal de temor en sus semblantes; más bien parecían hoscos y desafiadores. El de la izquierda era alto y esbelto, de brazos musculosos. El otro tenía la corpulencia de un oso pardo.

– Esta fotografía fue tomada durante el consejo de guerra contra el maquinista de primera James Coker y el maquinista de segunda Barney DeVoe por el asesinato del maquinista de tercera Osear Stewart. Los tres estaban destinados a bordo del crucero de los Estados Unidos Pittsburgh. Coker, que es el de la izquierda, fue condenado a muerte en la horca, sentencia que se ejecutó en Brasil. DeVoe, el de la derecha, fue condenado a una pena de cincuenta a noventa y nueve años de prisión, en la cárcel naval de Portsmouth, New Hampshire.

– ¿Cuál es su relación con el Cyclops? -preguntó Pitt.

– El Pittsburgh estaba en Río de Janeiro cuando se cometió el asesinato. Cuando el capitán Worley llegó a puerto, recibió instrucciones de transportar a DeVoe y otros cuatro presos que había en el calabozo del Cyclops a los Estados Unidos.

– Y estuvieron a bordo hasta el final.

– Sí.

– ¿No hay otras fotos de la tripulación?

– Probablemente las habrá en álbumes de familia y en otros sitios privados, pero éstas son las únicas que tengo en mi biblioteca.

– Cuéntame los sucesos que precedieron a la desaparición.

– ¿De palabra o por escrito?

– ¿Puedes escribirlo y hablar al mismo tiempo?

– Lo siento, pero sólo puedo hacer una cosa tras otra. ¿Con qué prefiere que empiece?

– De palabra.

– Está bien. Déme un momento para recopilar datos.

– Pitt empezaba a sentirse soñoliento. Había sido un día muy largo. Aprovechó la pausa para telefonear a Yaeger y pedirle una taza de café.

– ¿Cómo te va con Esperanza?

– Casi empiezo a creer que es real -respondió Pitt.

– Con tal que no empieces a fantasear sobre su cuerpo inexistente…

– Todavía no he llegado a este estado.

– Sé que conocerla es amarla.

– ¿Qué tal te va a ti con LeBaron?

– Lo que me temía -dijo Yaeger-. Borró el rastro de una gran parte de su pasado. No hay nada sobre su personalidad, sino solamente estadísticas, hasta el momento en que se convirtió en el número uno de Wall Street.

– ¿Algo interesante?

– En realidad, no. Procedía de una familia bastante rica. Su padre poseía una cadena de ferreterías. Me parece que Raymond y su padre no se llevaron bien. En ninguna de las biografías que publicaron los periódicos después de convertirse en magnate financiero se hace la menor mención de su familia.

– ¿Has averiguado cómo empezó a ganar dinero en cantidad?

– No hay muchos datos al respecto. Él y un socio que se llamaba Kronberg tuvieron una compañía de rescates marítimos a mediados de los años cincuenta. Parece que fueron tirando durante unos pocos años, hasta que quebraron. Dos años más tarde, Raymond lanzó su periódico.

– El Prosperteer.

– Exacto.

– ¿Hay alguna mención de quién le prestó apoyo?

– Ninguna -respondió Yaeger-. A propósito, Jessie es su segunda esposa. La primera se llamaba Hillary. Murió hace pocos años. No hay datos sobre ella.

– Sigue buscando.

Pitt colgó cuando Esperanza le dijo:

– Tengo los datos del último viaje del Cyclops.

– Oigámoslos.

– Zarpó de Río de Janeiro el 16 de febrero de 1918, con rumbo a Baltimore, Maryland. Iban a bordo su tripulación regular de 15 oficiales y 231 marineros, 57 hombres del crucero Pittsburgh, que eran enviados a la base naval de Norfolk para un nuevo destino, 5 presos, incluido DeVoe, y el cónsul general de los Estados Unidos en Río, Alfred L. Morean Gottschalk, que regresaba a Washington. El cargamento era de 11.000 toneladas de manganeso. «Después de una breve escala en el puerto de Bahía para recoger correspondencia, el barco hizo una nueva escala, ésta no prevista, al entrar en Carlisle Bay, en la isla de Barbados, y anclar en ella. Aquí cargó Worley más, carbón y provisiones, que dijo que eran necesarios para continuar el viaje a Baltimore; pero más tarde se consideró que el cargamento había sido excesivo. Cuando el barco se hubo perdido en el mar, el cónsul norteamericano en Barbados informó sobre ciertos rumores sospechosos acerca de la poco habitual acción de Worley, de extraños sucesos a bordo y de un posible motín. La última vez que fueron vistos el Cyclops y los hombres que iban a bordo fue el 4 de marzo de 1918, cuando zarpó de Barbados.

– ¿No hubo ningún otro contacto? -preguntó Pitt.

– Veinticuatro horas más tarde, un carguero que transportaba madera, llamado Crogan Castle, informó de que su proa fue rota por una enorme ola. Sus peticiones de auxilio por radio fueron contestadas por el Cyclops. Las últimas palabras radiadas por éste fueron su número y este mensaje: «Estamos a cincuenta millas al sur y acudimos a todo vapor.»

– ¿Nada más?

– Esto es todo.

– ¿Dio el Crogan Castle su posición?

– Sí, veintitrés grados treinta minutos de latitud norte por setenta y nueve grados veintiún minutos de longitud oeste, lo cual le situaba a unas veinte millas al sudeste de un banco de arrecifes llamado Anguilla Keys.

– ¿Se perdió también el Crogan Castle?

– No; según los datos, pudo llegar a La Habana.

– ¿Se encontró algún resto del naufragio del Cyclops?

– La Marina efectuó una búsqueda en un amplio sector y no encontró nada.

Pitt vaciló cuando Yaeger entró en la sala de proyecciones y dejó una taza de café junto a la consola, retirándose en silencio. Tomó unos sorbos y pidió a Esperanza que volviese a mostrarle la foto del Cyclops. El barco se materializó en la pantalla del monitor y él lo contempló reflexivamente.

Descolgó el teléfono, marcó un número y esperó. El reloj digital de la consola marcaba las once cincuenta y cinco, pero la voz que le respondió pareció animada y alegre.

– ¡Dirk! -exclamó el doctor Raphael O'Meara-. ¿Qué diablos sucede? Me has pillado en un buen momento; esta mañana acabo de regresar de una excavación en Costa Rica.

– ¿Has encontrado otro camión de tiestos?

– El más rico escondrijo de arte precolombino descubierto hasta la fecha. Unas piezas sorprendentes, algunas de las cuales se remontan a trescientos años antes de Cristo.

– Lástima que no puedas quedártelas.

– Todos mis hallazgos van a parar al Museo Nacional de Costa Rica.

– Eres muy generoso, Raphael.

– Yo no las regalo, Dirk. Los gobiernos de los países donde hago mis hallazgos se los quedan como parte del patrimonio nacional. Pero no quiero aburrir a un vejestorio como tú. ¿A qué debo el placer de tu llamada?

– Necesito que me cuentes lo que sepas sobre un tesoro.

– Desde luego -dijo O'Meara, en tono ahora más serio-, sabes que tesoro es una palabra prohibida para un arqueólogo serio.

– Todos tenemos nuestros fallos -dijo Pitt-. ¿Podemos tomar una copa juntos?

– ¿Ahora? ¿Sabes la hora que es?

– Sé que eres un pájaro nocturno. Tranquilízate. Podría ser en algún lugar cerca de tu casa.

– ¿Qué te parece el Old Angler's Inn de MacArthur Boulevard? Digamos dentro de media hora.

– Me parece bien.

– ¿Puedes decirme cuál es el tesoro que te interesa?

– Aquel en que sueña todo el mundo.

– ¡Oh! ¿Y cuál es?

– Te lo diré cuando nos veamos.

Pitt colgó y contempló el Cyclops. Tenía un aire misterioso y solitario. No pudo dejar de preguntarse qué secretos se habría llevado a su tumba submarina.

– ¿Puedo proporcionarle más datos? – preguntó Esperanza, interrumpiendo su morboso ensueño-. ¿O desea que termine?

– Creo que podemos dejarlo -respondió Pitt-. Gracias, Esperanza. Quisiera poder darte un beso.

– Gracias por el cumplido, Dirk. Pero no soy fisiológicamente capaz de recibir besos.

– Pero seguiré queriéndote.

– Estoy a su servicio siempre que quiera.

Pitt se echó a reír.

– Buenas noches, Esperanza.

– Buenas noches, Dirk.

Ojalá fuese real, pensó éste, con un suspiro soñador.

10

– Jack Daniel's a palo seco -dijo alegremente Raphael O'Meara-. Y que sea doble. Es el mejor medicamento que conozco para despejar la mente.

– ¿Cuánto tiempo has estado en Costa Rica? -preguntó Pitt.

– Tres meses. Y no ha parado de llover un solo día.

– Ginebra Bombay con hielo -dijo Pitt a la camarera.

– Conque has ingresado en las codiciosas filas de los barrenderos del mar -dijo O'Meara, a través de la espesa barba que cubría su cara de la nariz para abajo-. Dirk Pitt, buscador de tesoros. Nunca me lo habría imaginado.

– Mi interés es puramente académico.

– Claro, esto es lo que dicen todos. Sigue mi consejo y olvídalo. La caza de tesoros sumergidos ha costado más dinero de lo que valen los que han sido encontrados. Puedo contar con los dedos de una mano el número de descubrimientos que han dado beneficios en los últimos ocho años. La aventura, la excitación y la riqueza no son más que un mito, un sueño de drogado.

– Estoy de acuerdo,

O'Meara frunció las hirsutas cejas.

– Entonces, ¿qué quieres saber?

– ¿Sabes quién es Raymond LeBaron?

– ¿El rico y emprendedor Raymond, el genio financiero que edita Prosperteer?

– El mismo. Desapareció hace un par de semanas cuando volaba en un dirigible cerca de las Bahamas.

– ¿Cómo podría desaparecer una persona en un dirigible?

– De alguna manera, él lo consiguió. Tienes que haber oído o leído algo acerca de esto.

O'Meara sacudió la cabeza.

– No he mirado la televisión ni leído un periódico desde hace noventa días.

Les sirvieron las bebidas y Pitt expuso brevemente las extrañas circunstancias que rodeaban el misterio. La gente se iba marchando y se quedaron casi solos en bar.

– Y tú crees que LeBaron volaba en una vieja bolsa de gas buscando un barco naufragado y cargado hasta los topes del rico mineral.

– Según su esposa Jessie, sí.

– ¿Cuál era el barco?

– El Cyclops.

– Sé lo del Cyclops. Era un barco carbonero de la Armada que se perdió hace setenta y un años. No recuerdo que se dijese que llevaba riquezas a bordo.

– Por lo visto, LeBaron creía que sí.

– ¿Qué clase de tesoro?

– El Dorado.

– Lo dirás en broma.

– Sólo repito lo que me han dicho.

O'Meara guardó silencio durante un largo rato y sus ojos adquirieron una expresión remota.

El hombre dorado -dijo al fin-. El nombre que daban los españoles a un hombre de oro. La leyenda (algunos dicen que es una maldición) ha inflamado las imaginaciones durante cuatrocientos cincuenta años.

– ¿Hay algo de verdad en ello? -preguntó Pitt.

– Todas las leyendas se fundan en hechos, pero ésta, a semejanza de todas las demás, ha sido desvirtuada y embellecida hasta convertirla en un cuento de hadas. El Dorado ha inspirado la más larga y tenaz búsqueda del tesoro que se recuerde. Miles de hombres han muerto tratando de encontrarlo.

– Dime cómo nació la historia.

Les sirvieron otro Jack Daniel's y otra ginebra Bombay. Pitt se rió cuando O'Meara bebió primero el vaso de agua. Después el arqueólogo se puso cómodo y recordó tiempos pasados.

– Los conquistadores españoles fueron los primeros que oyeron hablar de un hombre dorado que gobernaba un reino increíblemente rico, en alguna parte de las selvas montañosas al este de los Andes. Según rumores, vivía en una ciudad secreta construida con oro, de calles pavimentadas de esmeraldas, y guardada por un aguerrido ejército de bellas amazonas. Hacía que Oz pareciese un barrio bajo. Una enorme exageración, desde luego. Pero en realidad había varios El Dorado: una larga estirpe de reyes que adoraban a un dios demonio que vivía en el lago Guatavita, en Colombia. Cuando un nuevo monarca asumía el mando del imperio tribal, su cuerpo era untado con goma resinosa y cubierto después de polvo de oro, convirtiéndose así en el hombre dorado. Entonces era colocado en una balsa ceremonial, cargada de oro y piedras preciosas, y conducido a remo hasta el centro del lago, donde arrojaba aquellas riquezas al agua, como ofrenda al dios, cuyo nombre no recuerdo.

– ¿Se recuperó el tesoro?

– Se hicieron numerosos intentos de rastrear el lago, pero todos fracasaron. En 1965, el Gobierno de Colombia declaró Guatavita zona de interés cultural y prohibió toda operación de rastreo. Una lástima, teniendo en cuenta que la riqueza del fondo del lago se calcula entre cien y trescientos millones de dólares.

– ¿Y la ciudad de oro?

– Nunca fue encontrada -dijo O'Meara, haciendo una seña a la camarera para que trajese otra ronda-. Muchos la buscaron y muchos murieron. Nikolaus Federmann, Ambrosius Dalfinger, Sebastián de Belalcázar, Gonzalo y Hernán Jiménez de Quesada, todos buscaron El Dorado, pero sólo encontraron la maldición. Lo propio le ocurrió a sir Walter Raleigh. Después de su segunda expedición inútil, el rey Jaime puso literalmente la cabeza sobre el tajo. La fabulosa ciudad de El Dorado y el tesoro más grande de todos continuaron perdidos.

– Volvamos un momento atrás -dijo Pitt-. El tesoro del fondo del lago no está perdido.

– Se encontraron piezas sueltas -explicó O'Meara-. El segundo tesoro, el premio gordo, el más grande de todos, permanece oculto hasta nuestros días. Tal vez con dos excepciones, ningún forastero puso jamás los ojos en él. La única descripción que tenemos procede de un monje que vino de la selva a una colonia española del río Orinoco, en 1675. Una semana más tarde, antes de morir, dijo que había formado parte de una expedición portuguesa que buscaba minas de diamantes. Afirmó que habían encontrado una ciudad abandonada, rodeada de altos peñascos y guardada por una tribu llamada zanona. Los zanones no eran tan amistosos como fingían, sino que eran caníbales que envenenaban a los portugueses y se los comían. Sólo el monje consiguió escapar. Describió grandes templos y edificios, extrañas inscripciones y el legendario tesoro que envió a la tumba a tantos buscadores.

– Un verdadero hombre de oro -insinuó Pitt-. Una estatua.

– Caliente -dijo O'Meara-. Caliente, pero te has equivocado de sexo.

– ¿De sexo?

La mujer dorada, la mujer de oro -respondió 0'Meara-. Más comúnmente conocida por La Dorada. Ya lo ves, el nombre se aplicó primero a un hombre y a una ceremonia; más tarde a una ciudad, y por último a un imperio. Con los años, se convirtió en un término para designar un lugar donde podían encontrarse riquezas en el suelo. Como en tantas descripciones aborrecidas por las feministas, el mito masculino se hizo genérico, mientras que el femenino fue olvidado. ¿Quieres otra copa?

– No, gracias; iré alargando ésta.

O'Meara pidió otro Jack Daniel's.

– En todo caso, ya conoces la historia del Taj Mahal. Un caudillo mogol levantó la lujosa tumba como un monumento a su esposa. Lo propio cabe decir de un rey sudamericano precolombino. Su nombre no consta, pero, según la leyenda, su esposa fue la más amada de los cientos de mujeres de su corte. Entonces ocurrió un fenómeno extraño en el cielo, Probablemente un eclipse o el cometa Halley. Y los sacerdotes le exigieron que la sacrificase para apaciguar a los irritados dioses. La vida era dura en aquellos tiempos. Por consiguiente, la mataron y le arrancaron el corazón en una complicada ceremonia.

– Yo creía que eran sólo los aztecas los que arrancaban el corazón de sus víctimas.

– Los aztecas no tenían el monopolio de los sacrificios humanos. Lo notable fue que el rey llamó a sus artesanos y les ordenó que construyesen una estatua de ella, a fin de poder convertirla en una diosa.

– ¿Todo esto lo contó el monje?

– Con todo detalle, si hay que creer su historia. Es un desnudo de casi un metro ochenta de altura, sobre un pedestal de cuarzo rosa. Su cuerpo es de oro macizo. Debe pesar al menos una tonelada. Encajado en el pecho, donde debería estar el corazón, hay un gran rubí, que se considera de peso próximo a los mil doscientos quilates.

– Yo no soy experto -dijo Pitt-, pero sé que el rubí es la piedra preciosa más valiosa, y que los treinta quilates son muy raros. Mil doscientos quilates es algo increíble.

– Pues todavía no has oído la mitad -prosiguió O'Meara-. La cabeza de la estatua es una gigantesca esmeralda tallada, de un verde azulado y sin mácula. No puedo imaginarme el peso en quilates, pero tendría que ser de unos quince kilos.

– Probablemente veinte, si incluyes los cabellos.

– ¿Cuál es la esmeralda más grande que se conoce?

Pitt pensó un momento.

– Seguro que no pesa más de cinco kilos.

– ¿Te la imaginas bajo la luz de los focos en el salón principal del Museo de Historia Natural de Washington? -dijo O'Meara, con aire soñador.

– Sólo puedo preguntarme su valor actual en el mercado.

– Podrías decir que es incalculable.

– ¿Hubo otro hombre que vio la estatua? -preguntó Pitt.

– El coronel Ralph Morehouse Sigler, un auténtico ejemplar de la vieja escuela de exploradores. Ingeniero del Ejército inglés, viajó por todo el Imperio, trazando fronteras y construyendo fuertes en toda el África y en la India. También era un buen geólogo y pasaba el tiempo libre haciendo prospecciones. O tuvo mucha suerte o estaba realmente muy capacitado, pues descubrió un extenso depósito de cromo en África del Sur y varias vetas de piedras preciosas en Indochina. Se hizo rico, pero no tuvo tiempo de disfrutarlo. El Kaiser entró en Francia y a él le enviaron al frente occidental a construir fortificaciones.

– Entonces no debió venir a América del Sur hasta después de la guerra.

– No; en el verano de 1916, desembarcó en Georgetown, en la que era entonces Guayana Inglesa. Parece que algún personaje del Tesoro británico concibió la brillante idea de enviar expediciones alrededor del mundo para encontrar y explotar minas de oro con las que financiar la guerra. Sigler fue llamado del frente y enviado al interior de América del Sur.

– ¿Crees que conocía la historia del monje? -preguntó Pitt.

– Nada en sus diarios u otros documentos indica que creyese en una ciudad perdida. Aquel hombre no era un ilusionado buscador de tesoros. Buscaba minerales en crudo. Los artefactos históricos nunca le habían interesado. ¿Tienes hambre, Dirk?

– Ahora que lo pienso, sí. Me has estafado la cena.

– Hace rato que ha pasado la hora de cenar; pero, si lo pedimos con cortesía, estoy seguro de que en la cocina podrán prepararnos algún tentempié.

O'Meara llamó a la camarera y, después de exponer su caso, la persuadió de que les sirviera una fuente de gambas con salsa cóctel.

– Me vendrán muy bien -dijo Pitt.

– Yo estaría comiendo de esos diablillos durante todo el día -convino O'Meara-. Y ahora, ¿dónde estábamos?

– Sigler estaba a punto de encontrar La Dorada.

– Ah, sí. Después de formar un grupo de veinte hombres, en su mayoría soldados británicos, Sigler se introdujo en la selva inexplorada. Durante meses, nada se supo de ellos. Los ingleses empezaron a presentir un desastre y enviaron varias patrullas en su busca, pero no encontraron rastro de los desaparecidos. Por fin, casi dos años más tarde, una expedición americana, que estudiaba el terreno para instalar una vía férrea, tropezó con Sigler a quinientas millas al nordeste de Río de Janeiro. Estaba solo; era el único superviviente.

– Parece una distancia increíble desde la Guayana Inglesa.

– Casi dos mil millas de su punto de partida, a vuelo de pájaro.

– ¿En qué condiciones estaba?

– Más muerto que vivo, según los ingenieros que le encontraron. Llevaron a Sigler a un pueblo donde había un pequeño hospital y enviaron un mensaje al Consulado de los Estados Unidos más próximo. Unas semanas más tarde llegó un equipo de socorro de Río.

– ¿Americanos o ingleses?

– Aquí hay una cosa rara -respondió O'Meara-. El Consulado británico declaró que nunca se le había notificado la reaparición de Sigler. Según rumores, el propio cónsul general americano se presentó para interrogarle. Pasara lo que pasase, Sigler se perdió de vista. Se cuenta que escapó del hospital y volvió a meterse en la selva.

– No parece lógico que volviese la espalda a la civilización después de estar dos años en el infierno -dijo Pitt.

O'Meara se encogió de hombros.

– ¿Quién puede saberlo?

– ¿Hizo Sigler algún relato de su expedición antes de desaparecer? -preguntó Pitt.

– Estuvo delirando casi todo el tiempo. Algunos testigos dijeron después que farfullaba diciendo que había encontrado una gran ciudad rodeada de escarpados peñascos e invadida por la selva. Su descripción coincidía en muchas cosas con la del monje portugués. También dibujó un tosco esbozo de la mujer de oro, el cual fue conservado por una enfermera y está ahora en la Biblioteca Nacional de Brasil. Yo le eché un vistazo mientras hacía estudios para otro proyecto. El objeto real debe ser algo pasmoso.

– Así pues, permanece enterrada en la selva.

– Aquí está el quid de la cuestión -suspiró O'Meara-. Sigler declaró que él y sus hombres habían robado la estatua y la habían arrastrado durante veinte millas hasta un río, luchando con los indios zanonas durante todo el trayecto. Cuando construyeron una almadía, subieron La Dorada a bordo y se apartaron de la orilla, sólo quedaban tres de los expedicionarios. Más tarde, uno murió de sus lesiones y el otro se perdió en unos rápidos del río.

Pitt estaba fascinado por lo que le contaba O'Meara, pero le costaba mantener los ojos abiertos.

– La cuestión que se plantea es: ¿dónde guardó Sigler la mujer de oro?

– Ojalá lo supiese -respondió O'Meara.

– ¿No dio ninguna pista?

– La enfermera creyó que había dicho que la almadía se había partido y la estatua se había hundido en el río a pocos centenares de metros de donde había sido él encontrado. Pero no te hagas ilusiones. Estaba diciendo tonterías. Los buscadores de tesoros han estado arrastrando detectores de metal en aquel río durante años, sin encontrar nada.

Pitt hizo girar los cubitos de hielo en su vaso. Sabía, sabía lo que les había ocurrido a Ralph Morehouse Sigler y a La Dorada.

– El cónsul general americano -dijo lentamente-, ¿fue la última persona que vio vivo a Sigler?

– Aquí el rompecabezas se vuelve un poco confuso, pero, por lo que se sabe, la respuesta es: sí.

– Deja que vea si puedo juntar las piezas. Esto ocurrió entre enero y febrero de 1918, ¿no es cierto?

O'Meara asintió con la cabeza y después dirigió a Pitt una mirada extraña.

– Y el cónsul general que murió en el Cyclops unas semanas más tarde se llamaba Alfred Gottschalk, ¿no?

– ¿Sabes esto? -dijo O'Meara, dibujando en su rostro una expresión de incomprensión.

– Gottschalk se enteró probablemente de la misión de Sigler por medio de su colega en el Consulado británico. Cuando recibió de los que proyectaban la vía férrea el mensaje de que Sigler estaba vivo, se guardó la noticia y se dirigió al interior, esperando entrevistarse con el explorador, anticiparse a los ingleses y dar cualquier información valiosa a su propio Gobierno. Lo que descubrió debió dar al traste con la poca moral que le quedaba. Gottschalk decidió apoderarse del tesoro en su provecho.

«Encontró la estatua de oro, la sacó del río y la transportó, junto con Sigler, a Río de Janeiro. Borró su pista comprando a todos los que podían hablar de Sigler y, si mi presunción es correcta, matando a los hombres que le ayudaron a recobrar la estatua. Después, valiéndose de su influencia en la Marina, introdujo la estatua y a Sigler clandestinamente en el Cyclops. El barco naufragó y el secreto se hundió con él.

Los ojos de O'Meara reflejaron curiosidad e interés.

– Pero esto -dijo- no puedes saberlo.

– ¿Por qué otra razón podía LeBaron estar buscando lo que creía que era La Dorada?

– Has planteado muy bien la cuestión -confesó O'Meara-. Pero has dejado la puerta abierta a una pregunta difícil de contestar. ¿Por qué no mató Gottschalk a Sigler después de encontrar la estatua? ¿Por qué respetó la vida del inglés?

– Elemental. La fiebre del oro consumía al cónsul general. Quería La Dorada, pero también la ciudad de esmeralda. Sigler era la única persona viva que conocía su emplazamiento y podía llevarle hasta ella.

– Me gusta tu manera de razonar, Dirk. Tu fantástica teoría se merece otro trago.

– Demasiado tarde; han cerrado el bar. Creo que todos están deseando que nos marchemos para poder irse a la cama.

O'Meara fingió una expresión alicaída.

– El estilo de vida primitivo tiene una gran ventaja. No hay reloj, ni hay toque de queda. -Apuró su copa-. Bueno, ¿cuáles son tus planes?

– Nada especialmente complicado -dijo sonriendo Pitt-. Voy a encontrar el Cyclops.

11

El presidente se levantaba temprano; se despertaba a eso de las seis de la mañana y hacía gimnasia durante media hora, antes de ducharse y tomar un desayuno frugal. En una vuelta ritual a los días que siguieron a su luna de miel, bajaba con cuidado de la cama y se vestía sin hacer ruido, mientras su esposa seguía durmiendo. Ésta se acostaba tarde y por nada del mundo se habría levantado antes de las siete y media.

Se puso un traje deportivo y después tomó una pequeña cartera de cuero de un armario del cuarto de estar contiguo. Después de dar a su esposa un beso cariñoso en la mejilla, bajó por la escalera de atrás al gimnasio de la Casa Blanca, debajo de la terraza oeste.

La espaciosa estancia, que contenía muy diversos aparatos de gimnasia, estaba desierta, salvo por un hombre gordo que yacía de espaldas levantando pesas. Cada vez que las levantaba gemía como una mujer dando a luz. Brotaba sudor de su cabeza redonda, cubierta de espesos cabellos de color marfil, cortados al cepillo. La panza era enorme y vellosa, y los brazos y las piernas parecían nudosas ramas de un árbol. Tenía el aspecto de un luchador de feria muy lejos de la flor de su juventud.

– Buenos días, Ira -dijo el presidente-. Me alegro de que hayas podido venir.

El gordo dejó la barra de las pesas en un par de ganchos, se levantó del banco y estrechó la mano del presidente.

– Me alegro de verte, Vince.

El presidente sonrió. Nada de reverencias ni de dar el tratamiento de «señor presidente». El duro y estoico Ira Hagen, musitó. El valiente y viejo agente secreto no se inclinaba ante nadie.

– Espero que no te importe que nos encontremos aquí.

Hagen lanzó una ronca risotada que resonó en las paredes del gimnasio.

– He recibido órdenes en lugares peores.

– ¿Cómo marcha el negocio del restaurante?

– Rinde buenos beneficios desde que dejamos la cocina refinada y nos dedicamos a la sencilla comida americana. El costo de la materia prima nos estaba comiendo vivos. Veinte entradas con salsas caras y hierbas eran demasiado. Ahora nos especializamos en sólo cinco platos: jamón, pollo, cazuela de pescado, estofado y empanada de carne.

– No está mal -dijo el presidente-. Yo no he comido una buena empanada de carne desde que era pequeño.

– A nuestros clientes les encanta, especialmente desde que tenemos un buen servicio y un buen ambiente íntimo. Todos mis camareros visten de smoking, hay velas en las mesas, la decoración es excelente y los platos se presentan a la manera europea. Y lo mejor es que los clientes comen más deprisa y las mesas se llenan varias veces.

– Y con la comida no ganas nada, pero sacas un buen provecho del vino y los licores,¿eh?

– Vince, eres estupendo. No me importa lo que diga de ti la prensa. Cuando seas un viejo ex político, llámame y montaremos juntos una cadena de bares -dijo Hagen riendo.

– ¿Echas de menos la investigación criminal, Ira?

– Algunas veces.

– Eras el mejor agente secreto que tuvo jamás el Departamento de Justicia -dijo el presidente-, hasta que murió Martha.

– Investigar para el Gobierno ya no parece tener importancia. Además, yo tenía tres hijas a las que educar y las exigencias del trabajo me tenían alejado de casa durante semanas seguidas.

– ¿Están bien las chicas?

– Muy bien. Como sabes, tus tres sobrinas son felices en sus matrimonios y me han dado cinco nietos.

– Lástima que Martha no pudiese verlos. De mis cuatro hermanas y dos hermanos, era mi predilecta.

– No me has hecho venir aquí desde Denver en un reactor de la Fuerza Aérea sólo para hablarme de los viejos tiempos -dijo Hagen-. ¿Qué sucede?

– ¿Has perdido tu olfato?

– ¿Te has olvidado tú de montar en bicicleta?

Ahora fue el presidente quien se echó a reír.

– A preguntas necias…

– Los reflejos son un poco más lentos, pero la materia gris sigue rindiendo al ciento por ciento.

El presidente le arrojó la cartera.

– Empápate de esto, mientras yo hago un par de kilómetros en la cinta sinfín.

Hagen se enjugó la sudorosa frente con una toalla y se sentó en la bicicleta fija, amenazando con romperla por su corpulencia. Abrió la cartera de cuero y no interrumpió la lectura de su contenido hasta que el presidente caminó un par de kilómetros.

– ¿Qué piensas de esto? -preguntó al fin el presidente. Hagen se encogió de hombros y siguió leyendo. -Sería un magnífico argumento para un serial televisado. Fondos que no se saben de dónde vienen, un velo de secreto impenetrable, actividades encubiertas en gran escala, una base lunar desconocida. El material que habría entusiasmado a H. G. Wells.

– ¿Te imaginas que es una broma pesada?

– Digamos que quiero creer que lo es. ¿Qué contribuyente entusiasta no lo creería? Hace que nuestro servicio de información parezca compuesto de mutantes sordos y ciegos. Pero si es una broma, ¿cuál es el motivo?

– Salvo que sea un gran plan para estafar al Gobierno, no se me ocurre ninguno.

– Deja que acabe de leer. Esta última parte está escrita a mano.

– Es lo que recuerdo de lo que se dijo en el campo de golf. Disculpa las patas de mosca, pero es que nunca aprendí a escribir a máquina.

Hagen le dirigió una mirada interrogadora.

– ¿No has hablado de esto a nadie, ni siquiera a tu consejo de seguridad?

– Tal vez soy paranoico, pero ese tal Joe pasó a través del cordón de mi Servicio Secreto como entra una zorra en un gallinero. Y afirmó que miembros del «círculo privado» están muy bien situados en la NASA y en el Pentágono. Es lógico pensar que se han infiltrado también en las agencias de información y en el personal de la Casa Blanca.

Hagen estudió el informe del presidente sobre la reunión en el campo de golf, retrocediendo en ocasiones para comprobar lo referente a la Jersey Colony. Por último, levantó su cuerpo de la bicicleta, se sentó en un banco y miró al presidente.

– Esta ampliación de un hombre sentado a tu lado en un carrito de golf, ¿es de una fotografía de Joe?

– Sí. Cuando volvíamos a la casa del club, vi a un reportero del Washington Post que había estado fotografiando mi juego con una lente telescópica. Le pedí que me hiciese el favor de enviarme una ampliación a la Casa Blanca, para poder regalarla con mi autógrafo al caddy

– Buena idea. -Hagen estudió atentamente la fotografía y después la dejó a un lado-. ¿Qué quieres que haga, Vince?

– Averigua los nombres del «círculo privado».

– ¿Nada más? ¿Ninguna información o prueba sobre el proyecto de Jersey Colony?

– Cuando sepa quiénes son -dijo el presidente, con voz fría-, serán detenidos e interrogados. Entonces sabré hasta dónde llegan sus tentáculos.

– Si quieres saber mi opinión, te diré que daría una medalla a cada uno de esos tipos.

– Tal vez lo haga -respondió el presidente, con una fría sonrisa-. Pero no sin antes impedir que emprendan una sangrienta batalla por la posesión de la Luna.

– Por consiguiente, esto representa una situación esencialmente peliaguda. No puedes confiar en nadie y me contratas para que sea tu agente secreto privado en el campo.

– Sí.

– ¿Qué plazo me das?

– La nave espacial rusa tiene que aterrizar en la Luna dentro de nueve días. Tengo que aprovechar todas las horas de que disponga para evitar una lucha entre sus cosmonautas y nuestros colonos lunares que podría derivar en un conflicto espacial que nadie podría detener. Hay que convencer al «círculo privado» de que se retire. Tengo que tenerlos bajo control, Ira, al menos veinticuatro horas antes de que los rusos alunicen.

– Ocho días no son muchos para encontrar a nueve hombres.

El presidente encogió los hombros en ademán de resignación.

– Sé que no será fácil.

– Un certificado diciendo que soy tu cuñado no será suficiente para que pueda sortear las barreras legales y burocráticas. Necesitaré una buena cobertura.

– Lo dejo en tus manos. Una habilitación Alfa Dos debería abrirte la mayoría de las puertas.

– No está mal -dijo Hagen-. El vicepresidente sólo tiene una Tres.

– Te daré el número de una línea de teléfono secreta. Infórmame de día o de noche. ¿Comprendido?

– Comprendido.

– ¿Alguna pregunta?

– Raymond LeBaron, ¿está vivo o muerto?

– No se sabe. Su esposa se negó a identificar como suyo el cadáver encontrado en el dirigible. Hizo bien. Entonces pedí al director del FBI, Sam Emmett, que se hiciese cargo de los restos que se hallaban en Dade County, Florida. Ahora están siendo examinados en el Walter Reed Army Hospital.

– ¿Puedo ver el dictamen del forense del condado?

El presidente sacudió la cabeza con admiración.

– Nunca se te escapa nada, ¿verdad, Ira?

– Evidentemente, tiene que existir.

– Cuidaré de que recibas una copia.

– Y los resultados del laboratorio del Walter Reed.

– También eso.

Hagen guardó los documentos en la cartera, pero no la foto del campo de golf. Estudió las imágenes quizá por cuarta vez.

– Desde luego, te das cuenta de que es posible que Raymond LeBaron no sea encontrado jamás.

– He considerado esta posibilidad.

– Nueve pequeños indios. Y después ocho… y después siete.

– ¿Siete?

Hagen puso la foto delante de los ojos del presidente.

– ¿No lo reconoces?

– Francamente, no. Pero él dijo que nos habíamos conocido hace muchos años.

– De nuestro equipo de béisbol del Instituto. Tú jugabas de primera base. Yo jugaba en la izquierda, y Leonard Hudson, de catcher.

– ¡Hudson! -exclamó el presidente con incredulidad-. ¿Joe es Leo Hudson? Pero Leo era un muchacho gordo. Pesaba al menos cien kilos.

– Se volvió loco por las cuestiones de salud. Perdió treinta kilos y se hizo corredor de maratón. Tú nunca apreciaste mucho a tus compañeros de clase. Yo todavía les sigo la pista. ¿No te acuerdas? Leo era el cerebro del Instituto. Ganó toda clase de premios por sus proyectos científicos. Más tarde se graduó con honores en Stanford y llegó a ser director del Laboratorio Nacional de Física Harvey Pattenden, en Oregón. Inventó cohetes y sistemas espaciales antes de que nadie más trabajase en este campo.

– Tráele, Ira. Hudson es la clave para llegar a los otros.

– Necesitaré una pala.

– ¿Quieres decir que está enterrado?

– Muerto y enterrado.

– ¿Cuándo?

– En 1965. Un avión ligero se estrelló en el río Columbia.

– Entonces, ¿quién es Joe?

– Leonard Hudson.

– Pero tú dijiste…

– Su cuerpo no fue encontrado nunca. Muy conveniente, ¿en?

– Simuló su muerte -dijo el presidente, sorprendido por la revelación-. El hijo de perra simuló su muerte para poder desaparecer y dedicarse al proyecto de Jersey Colony

– Una brillante idea, si lo pensamos bien. Nadie ante quien responder. Ninguna posibilidad de ser relacionado con un programa clandestino. Representar el personaje que más le conviniera. Una persona no existente puede conseguir mucho más que el contribuyente común, cuyo nombre, señas y malos hábitos están registrados en mil ordenadores.

Se hizo un silencio; después, el presidente dijo gravemente:

– Encuéntralo, Ira. Encuentra a Leonard Hudson y tráemelo antes de que se desencadenen todas las fuerzas del infierno.


El secretario de Estado Douglas Oates examinó a través de sus gafas de lectura la última hoja de una carta de treinta páginas. Estudió atentamente la estructura de cada párrafo, tratando de leer entre líneas. Por fin levantó la cabeza y miró al subsecretario, Victor Wykoff.

– Me parece auténtica.

– Nuestros expertos sobre la materia creen lo mismo -dijo Wykoff-. La semántica, la prolijidad incoherente, las frases sin conexión, todo sigue la pauta acostumbrada.

– No se puede negar que parece de Fidel -dijo pausadamente Oates-. Sin embargo, el tono de la carta me preocupa. Casi da la impresión de una súplica.

– No lo creo. Parece más bien que está tratando de hacer hincapié en el máximo secreto, en un tono saludablemente apremiante.

– Las consecuencias de su proposición son asombrosas.

– Mi personal le ha estudiado desde todos los puntos de vista -dijo Wykoff-. Castro no tiene nada que ganar con gastarnos una broma pesada.

– Ha dicho que empleó un procedimiento muy tortuoso para hacer llegar el documento a nuestras manos.

Wykoff asintió con la cabeza.

– Aunque parezca una locura, los dos correos que lo entregaron en nuestra oficina de Miami afirman que pasaron de Cuba a los Estados Unidos a bordo de un dirigible.

12

Las montañas desnudas y las sombrías crestas de los cráteres de la Luna se aparecieron a Anastas Rykov cuando miró a través de las lentes gemelas de un estereoscopio. Ante los ojos del geofísico soviético, el desolado paisaje lunar se desarrolló en tres dimensiones y vivido color. Tomados desde una altura de cincuenta kilómetros, los detalles eran sorprendentemente claros. Piedrecitas solitarias de menos de una pulgada se distinguían perfectamente.

Rykov yacía boca abajo sobre una colchoneta, estudiando el montaje fotográfico que se desarrollaba lentamente en el estereoscopio en dos anchas cintas. El proceso era parecido al de un director de cine realizando una película, aunque más cómodo. Tenía la mano apoyada en una pequeña unidad de control que podía detener las cintas y ampliar la zona que quisiera estudiar.

Las imágenes habían sido recibidas de aparatos perfeccionados de una nave espacial rusa que había circunnavegado la Luna. Dispositivos parecidos a espejos reflejaban la superficie lunar en un prisma que la descomponía en longitudes de onda espectrales en 263 diferentes tonos de gris: a partir del negro en 263 hasta el blanco en cero. Después, el ordenador de la nave espacial los convertía en una serie de elementos fotográficos en una cinta de alta densidad. Después de recibir los datos de la nave espacial en órbita, se imprimía la imagen en blanco y negro sobre un negativo, por medio de un láser, y se filtraba con longitudes de onda azul, roja y verde. Entonces se acentuaba el color por ordenador en dos hojas continuas de papel fotográfico que se superponía para la interpretación estereoscópica.

Rykov se levantó las gafas y se frotó los ojos enrojecidos. Consultó su reloj de pulsera. Faltaban tres minutos para medianoche. Había estado analizando los picachos y los valles de la Luna durante nueve días y nueve noches, sólo dormitando un poco de vez en cuando. Volvió a calarse las gafas y se pasó ambas manos por la espesa mata de grasientos cabellos negros, dándose tristemente cuenta de que no se había bañado ni cambiado de ropa desde el comienzo del proyecto.

Venció su agotamiento y volvió a su trabajo, examinando una pequeña zona de origen volcánico en el lado oculto de la Luna. Solamente quedaban cinco centímetros de rollo fotográfico cuando cesó misteriosamente la imagen. Sus superiores no le habían informado de la causa de aquella súbita interrupción, pero presumió que había sido por mal funcionamiento del aparato explorador.

La superficie aparecía arrugada y llena de hoyos, como una piel picada de viruelas bajo una fuerte lente de aumento, y su color parecía más castaño que gris. El continuo bombardeo de meteoritos a lo largo de las eras había producido cráteres dentro de los cráteres y cicatrices cruzando cicatrices anteriores.

A Rykov casi le pasó por alto. Sus ojos advirtieron algo extraño pero su fatigada mente no llegó a captar del todo la señal. Fatigosamente, hizo retroceder la imagen y amplió el borde de una empinada cresta que se elevaba desde el fondo de un pequeño cráter. Tres objetos diminutos aparecieron en la imagen.

Lo que vio era increíble. Rykov se apartó del estereoscopio y respiró hondo, para despejar la niebla que invadía su cerebro. Después miró de nuevo.

Todavía estaban allí, pero uno de los objetos era una roca. Los otros dos eran figuras humanas.

Rykov se quedó pasmado por lo que veía. Después empezaron a temblarle las manos y sintió como un nudo en el estómago. Estremecido, se levantó de la colchoneta, se dirigió a una mesa y abrió una libreta que contenía los números privados de teléfono del Mando Espacial Militar Soviético. Se equivocó dos veces antes de conectar con el número correcto.

Una voz enturbiada por el vodka le respondió:

– ¿Qué pasa?

– ¿El general Maxim Yasenin?

– Sí, ¿quién es?

– Usted no me conoce. Me llamo Anastas Rykov. Soy geofísico del Proyecto Lunar Cosmos.

El jefe de las misiones espaciales militares soviéticas no trató de disimular su irritación por la intrusión de Rykov.

– ¿Por qué diablos me llama a esta hora de la noche?

Rykov se dio perfecta cuenta de que se estaba pasando de la raya, pero no vaciló.

– Mientras analizaba imágenes tomadas por el Selenos 4, he encontrado algo que es increíble. Pensé que debía informarle a usted directamente.

– ¿Está usted borracho, Rykov?

– No, general. Cansado, pero absolutamente sobrio.

– A menos que esté completamente loco, debe saber que ha cometido una falta grave al saltarse a sus superiores.

– Esto es demasiado importante para comunicarlo a alguien de menos autoridad que usted.

– Duerma y no será tan impertinente por la mañana -dijo Yasenin-. Le haré un favor y olvidaré este asunto. Buenas noches.

– ¡Espere! -gritó Rykov, prescindiendo de toda cautela-. Si no atiende mi llamada, no tendré más remedio que comunicar lo que he descubierto a Vladimir Polevoi.

La declaración de Rykov fue recibida con un helado silencio. Por último, dijo Yasenin:

– ¿Qué le hace creer que el jefe de seguridad del Estado va a escuchar a un loco?

– Cuando él compruebe mi historial, verá que soy un miembro respetable del Partido y un científico que está muy lejos de estar loco.

– ¿Eh? -dijo Yasenin, ahora más curioso que irritado. Decidió hacer que Rykov concretase más-. Está bien. Le escucho. ¿Qué es eso tan vital para los intereses de la Madre Rusia que no puede seguir los canales establecidos?

Rykov habló pausadamente.

– Tengo pruebas de que hay alguien en la Luna.


Cuarenta y cinco minutos más tarde, el general Yasenin entró en el laboratorio de análisis fotográfico del Centro Geofísico Espacial. Alto, corpulento y de cara colorada, llevaba un arrugado uniforme lleno de condecoraciones. Sus cabellos eran grises; sus ojos, firmes y duros. Avanzó sin ruido, como acechando a una presa.

– ¿Es usted Rykov? -preguntó, sin preámbulos.

– Sí -dijo simplemente Rykov, pero con firmeza.

Se miraron un momento, sin que ninguno de los dos tendiese la mano al otro. Por último, Rykov carraspeó y señaló el estereoscopio.

– Por aquí, general -dijo-. Tenga la bondad de tumbarse en la colchoneta de cuero y mirar por el ocular.

Al colocarse Yasenin sobre el fotomontaje, preguntó:

– ¿Qué debo buscar?

– Enfoque la pequeña zona que he marcado con un círculo -respondió Rykov.

El general ajustó la lente a su visión y miró hacia abajo, impasible el semblante. Al cabo de un minuto levantó extrañado la cabeza y volvió a inclinarse sobre el estereoscopio. Por fin se levantó despacio y miró a Rykov, con los ojos muy abiertos por el asombro.

– ¿No es un truco fotográfico? -preguntó tontamente.

– No, general. Lo que ha visto es real. Dos figuras humanas, vistiendo trajes espaciales, están apuntando a Selenos 4 con alguna clase de aparato.

La mente de Yasenin no podía aceptar como cierto lo que sus ojos le decían que era verdad.

– No es imposible. ¿De dónde vienen?

Rykov encogió los hombros.

– No lo sé. Si no son astronautas de los Estados Unidos, sólo pueden ser extraterrestres.

– Yo no creo en cuentos de hadas.

– Pero, ¿cómo podían los americanos lanzar hombres a la Luna sin que se enterasen los medios de comunicación o nuestro servicio secreto?

– Suponga que dejaron hombres y material allí durante el programa Apolo. Esto sería posible.

– Su último alunizaje conocido fue en 1972, con el Apolo 17 -le recordó Rykov-. Ningún ser humano podría sobrevivir en las duras condiciones lunares durante diecisiete años, sin recibir suministros.

– No puedo pensar en nadie más -insistió Yasenin.

Volvió al estereoscopio y estudió atentamente las figuras humanas que estaban en el cráter. La luz del sol venía de la derecha, proyectando sus sombras hacia la izquierda. Los trajes eran blancos, y pudo distinguir las viseras de un verde oscuro de los cascos. Éstos tenían una forma que le era desconocida. Yasenin pudo observar claramente unas pisadas que se perdían en la sombra negra como el carbón proyectado por el borde del cráter.

– Sé lo que está buscando, general -dijo Rykov-, pero ya he examinado el suelo del cráter y no he encontrado rastro de su nave espacial.

– Tal vez descendieron desde la cima.

– La pared tiene más de mil pies y está cortada a pico.

– No puedo explicármelo -reconoció Yasenin, a media voz.

– Por favor, observe atentamente el aparato que sostienen ambos, apuntando al Selenos 4. Parece una gran cámara fotográfica con un teleobjetivo sumamente largo.

– No -dijo Yasenin-. Ahora ha pisado usted mi terreno. No es una cámara, sino un arma.

– ¿Un láser?

– Nada tan avanzado. Me parece que es un sistema de misil manual tierra-aire, de manufactura americana. Un Lariat tipo 40, diría yo. Es guiado electrónicamente y tiene un alcance de diez millas en la Tierra, probablemente mucho más en la rarificada atmósfera de la Luna. Las fuerzas de la OTAN lo pusieron en condiciones de funcionamiento hace unos seis años. Vea en qué para su teoría de los extraterrestres.

Rykov se quedó estupefacto.

– Cada kilogramo de peso es precioso en un vuelo espacial. ¿Por qué llevar algo tan pesado e inútil como un lanzador de cohetes?

– Los hombres del cráter tenían un objetivo. Lo emplearon contra el Selenos 4.

Rykov reflexionó un momento.

– Esto explicaría por qué el dispositivo explorador dejó de funcionar un minuto más tarde. Estaba averiado…

– Alcanzado por un cohete -terminó Yasenin.

– Tuvimos suerte de que emitiese los datos antes de estrellarse -explicó Rykov.

– Lástima que la tripulación fuese menos afortunada.

Rykov miró al general, inseguro de haberle oído bien.

– El Selenos 4 no iba tripulado.

Yasenin sacó una fina pitillera de oro de su guerrera, cogió un cigarrillo y lo encendió con un encendedor fijado en aquélla. Después la guardó de nuevo en un bolsillo del pecho.

– Sí, desde luego, el Selenos 4 no llevaba tripulación -afirmó el general.

– Pero usted ha dicho…

– No he dicho nada -dijo Yasenin, sonriendo fríamente.

El mensaje era claro. Rykov apreciaba demasiado su posición para insistir en el tema. Asintió con la cabeza.

– ¿Quiere usted un informe sobre lo que hemos visto aquí esta noche? -preguntó Rykov.

– El original, sin sacar ninguna copia, debe estar sobre mi mesa antes de las diez de la mañana. Y, Rykov, es necesario que le recuerde que debe considerar esto como un secreto de Estado de máxima prioridad.

– No hablaré de ello a nadie, salvo a usted, general.

– Muy bien. Podrá llevarse parte del honor de esto.

Rykov no iba a dejar de respirar esperando la recompensa, pero no pudo reprimir una impresión de orgullo por su trabajo.

Yasenin volvió al estereoscopio, atraído por la imagen de los intrusos en la Luna.

– Conque han empezado las fabulosas guerras estelares -murmuró para sí-. Y los americanos han dado el primer golpe.

13

Pitt rechazó toda idea de almorzar y desenvolvió uno de los paquetes de cereales y fruta que guardaba en su mesa. Colocó el envoltorio sobre una papelera para que cayesen en ella las migajas, y mantuvo fija la atención en una gran carta náutica extendida sobre la mesa. La tendencia de la carta a enroscarse era contrarrestada con un bloc y dos libros sobre naufragios históricos que estaban abiertos en los capítulos correspondientes al Cyclops. La carta abarcaba una gran zona del Old Bahama Channel, flanqueada al sur por el archipiélago de Camagüey, un grupo de islas desparramadas frente a la costa de Cuba, y las aguas poco profundas del Great Bahama Bank al norte. En el ángulo superior izquierdo de la carta estaba el Cay Sal Bank, cuya punta sudeste incluía los Anguilla Cays.

Se echó atrás en su silla y tomó un puñado de cereales. Después se inclinó de nuevo sobre la carta, afiló un lápiz y tomó un par de compases de punta seca. Colocando las puntas fijas de los compases sobre la escala impresa al pie de la carta, midió veinte millas náuticas y marcó cuidadosamente con una punta de lápiz la distancia desde la punta de los Anguilla Cays. Después, trazó un corto arco a cincuenta millas al sudeste. Rotuló el punto de arriba con las palabras Crogan Castle y el arco inferior con la de Cyclops y un signo de interrogación.

En alguna parte por encima del arco es donde se hundió el Cyclops, razonó. Presunción lógica dadas la posición del barco maderero al pedir auxilio y la distancia del Cyclops expresada en la respuesta.

El único problema era que la pieza del rompecabezas correspondiente a Raymond LeBaron no se acoplaba.

Dada su experiencia en la búsqueda de barcos naufragados, Pitt estaba convencido de que LeBaron había realizado cien veces el mismo ejercicio, aunque fijándose más en las corrientes, y conocido las condiciones atmosféricas en el día del naufragio y la velocidad proyectada del carbonero de la Marina. Pero la conclusión era siempre la misma. El Cyclops debió de hundirse en medio del canal bajo 260 brazas de agua o sea a más de 1.460 metros. Una profundidad demasiado grande para que el barco fuera visible, salvo para los peces.

Pitt se retrepó en su silla y contempló fijamente las marcas en la carta. A menos que LeBaron hubiese conseguido una información que nadie más conocía, ¿qué estaba buscando? Ciertamente, no el Cyclops, y ciertamente, no desde un dirigible. Una exploración desde la superficie o desde un submarino habría sido más adecuada.

Además, la primera zona de exploración estaba solamente a veinte millas de Cuba. Un lugar muy incómodo para volar en una lenta bolsa de gas. Las lanchas cañoneras de Castro habrían levantado la veda ante una presa tan fácil.

Estaba sentado, sumido en sus reflexiones, mordisqueando cereales y buscando en el plan de Raymond LeBaron algún detalle que se le hubiese escapado, cuando sonó el intercomunicador sobre su mesa. Apretó un botón:

– ¿Sí?

– Sandecker. ¿Puede venir a mi despacho?

– Dentro de cinco minutos, almirante.

– Procure que sean dos.

El almirante James Sandecker era el director de la Agencia Marítima y Submarina Nacional. De poco menos de sesenta años, era un hombre de baja estatura, cuerpo delgado y enjuto, pero duro como el acero. Los cabellos lisos y la barba eran de un rojo fuerte. Fanático de la buena forma física, seguía un régimen estricto de ejercicio. Su carrera naval se distinguía más por la tenacidad y la eficacia que por la táctica de combate. Y aunque no era popular en los círculos sociales de Washington, los políticos le respetaban por su integridad y sus facultades de organizador.

El almirante saludó a Pitt cuando éste entró en su despacho con un breve asentimiento con la cabeza, y después señaló a una mujer que estaba sentada en un sillón de cuero al otro lado de la habitación.

– Dirk, creo que ya conoce a la señora Jessie LeBaron.

Ella levantó la mirada y sonrió, pero era una sonrisa zalamera. Pitt se inclinó ligeramente y le estrechó la mano.

– Lo siento -dijo con indiferencia-, pero preferiría olvidar cómo conocí a la señora LeBaron.

Sandecker frunció el entrecejo.

– ¿Hay algo que yo ignore?

– Fue culpa mía -dijo Jessie, mirando a Pitt a los ojos verdes y gélidos-. Fui muy descortés con el señor Pitt la noche pasada., Espero que acepte mis disculpas y olvide mis malos modales.

– No tiene que ser tan ceremoniosa, señora LeBaron. Como somos viejos conocidos no me dará un berrinche si me llama Dirk. En cuanto a perdonarla, ¿cuánto va a costarme?

– Mi intención era contratar sus servicios -respondió ella, haciendo caso omiso de la pulla.

Pitt dirigió a Sandecker una mirada de perplejidad.

– Es extraño, pues tenía la rara impresión de que yo trabajaba para la AMSN.

– El almirante Sandecker ha tenido la amabilidad de acceder a darle unos días libres; siempre, desde luego, que usted acepte -dijo ella.

– ¿Para hacer qué?

– Buscar a mi marido.

– No hay trato.

– ¿Puedo preguntarle por qué?

– Tengo otros planes.

– No quiere trabajar para mí porque soy una mujer. ¿Es eso?

– El sexo no influye para nada en mi decisión. Digamos que no quiero trabajar para alguien a quien no puedo respetar.

Se hizo un silencio embarazoso. Pitt miró al almirante. Éste tenía los labios torcidos en una mueca, pero sus ojos centelleaban ostensiblemente. El viejo bastardo la está gozando, pensó Pitt.

– Me ha juzgado mal, Dirk.

Jessie se había puesto colorada y parecía confusa, pero sus ojos eran duros como el cristal.

– Por favor -dijo Sandecker, levantando ambas manos-. Firmemos una tregua. Sugiero que los dos se reúnan una tarde y discutan el asunto durante la cena.

Pitt y Jessie se miraron largamente. Después, la boca de Pitt se distendió en una amplia y contagiosa sonrisa.

– Por mi parte, de acuerdo, siempre que pague yo la cena.

Jessie tuvo que sonreír también, a su pesar.

– Permítame que tenga un poco de amor propio. ¿Pagamos a medias?

– Está bien.

– Ahora podemos ir al grano -dijo Sandecker, en su tono práctico-. Antes de que entrase usted, Dirk, estábamos discutiendo teorías sobre la desaparición del señor LeBaron.

Pitt miró a Jessie.

– ¿No tiene usted la menor duda de que los cadáveres que se encontraron en el dirigible no eran los del señor LeBaron y sus acompañantes?

Jessie sacudió la cabeza.

– No.

– Yo les vi. Era difícil identificarlos.

– El cadáver que estaba en el depósito era más musculoso que Raymond -explicó Jessie-. También llevaba un reloj de pulsera Cartier de imitación. Una de esas copias baratas que fabrican en Taiwán. Yo había regalado a mi marido un costoso reloj auténtico en nuestro primer aniversario de boda.

– Yo he hecho unas cuantas llamadas por mi cuenta -añadió Sandecker-. El forense de Miami confirmó el juicio de Jessie. Las características físicas de los cadáveres no coincidían con las de los tres hombres que tripulaban el Prosperteer.

Pitt miró de Sandecker a Jessie LeBaron, dándose cuenta de que se estaba metiendo en algo que habría querido evitar: los embrollos sentimentales que complicaban cualquier proyecto que dependiese de una sólida investigación, un montaje práctico y una organización perfecta.

– Los cuerpos y la ropa cambiados -dijo Pitt-. Joyas auténticas sustituidas por otras falsas. ¿Se ha formado alguna idea sobre los motivos, señora LeBaron?

– No sé qué pensar.

– ¿Sabía que, entre el tiempo en que desapareció el dirigible y el de su reaparición en Key Biscayne, hubo que volver a hinchar con helio las bolsas de gas?

Ella abrió el bolso, sacó un Kleenex y se enjugó deliciosamente la nariz, para hacer algo con las manos.

– Cuando la policía devolvió el Prosperteer, el jefe del personal de tierra de mi marido lo inspeccionó minuciosamente. Tengo su informe, si quiere verlo. Es usted muy perspicaz. Descubrió que las bolsas de gas habían sido rellenadas. Pero no con helio, sino con hidrógeno.

Pitt la miró, sorprendido.

– ¿Con hidrógeno? Éste no ha sido empleado en los dirigibles desde que se incendió el Hindenburg.

– No se preocupe -dijo Sandecker-. Las bolsas de gas del Prosperteer han sido nuevamente llenadas de helio.

– ¿Adonde quiere ir a parar? -preguntó cautelosamente Pitt.

Sandecker le dirigió una dura mirada.

– Tengo entendido que quiere ir en busca del Cyclops.

– No es ningún secreto -respondió Pitt.

– Tendría que hacerlo cuando dispusiera de tiempo y sin personal ni equipo de la AMSN. El Congreso me despellejaría si se enterasen de que he autorizado la busca de un tesoro con fondos del Gobierno.

– Lo sé.

– ¿Quiere prestar oídos a otra proposición?

– Le escucho.

– No quiero andarme con rodeos para decirle que me prestará un gran servicio si considera confidencial esta conversación. Si sale a la luz, soy hombre al agua, pero esto es mi problema, ¿no es cierto?

– Si usted lo dice, sí.

– Usted había sido designado para dirigir una exploración del fondo del mar de Bering, cerca de las Aleutianas, el mes próximo. Haré que le substituya Jack Harris, que está trabajando en minas en aguas profundas. Para evitar preguntas o investigaciones ulteriores o jaleos burocráticos, cortaremos sus relaciones con la AMSN. A partir de ahora, estará de permiso hasta que encuentre a Raymond LeBaron.

– Hasta que encuentre a Raymond LeBaron -repitió sarcásticamente Pitt-. Un bonito regalo. La pista se ha enfriado en dos semanas y se enfría más a cada hora que pasa. No tenemos motivos, ni indicios, ni clave alguna para saber por qué desapareció, quién le hizo desaparecer, y cómo. Imposible es decir poco.

– ¿Quiere al menos intentarlo? -preguntó Sandecker.

Pitt contempló el entablado de teca del suelo del despacho del almirante, viendo un mar tropical a dos mil millas de distancia. Le disgustaba intervenir en un enigma sin poder intuir al menos una solución aproximada. Sabía que Sandecker estaba convencido de que aceptaría el desafío. Perseguir una cosa desconocida más allá del horizonte era un señuelo que Pitt nunca podía resistir.

– Si me encargo de esto, necesitaré el mejor equipo científico de la AMSN y una embarcación exploradora de primera clase. Recursos y una influencia política que me respalde. Y apoyo militar en caso de conflicto.

– Tengo las manos atadas, Dirk. No puedo ofrecerle nada.

– ¿Qué?

– Ya se lo he dicho. La situación exige que la búsqueda se realice con todo el secreto que sea posible. Tendrá que hacerla sin apoyo de la AMSN.

– ¿Pero sabe usted lo que está diciendo? -preguntó Pitt-.¿Espera que yo, un hombre trabajando solo, logre lo que la mitad de la Marina, la Fuerza Aérea y la Guardia Costera no han podido conseguir? ¡Caray! Fueron incapaces de encontrar una aeronave de cincuenta metros de longitud, hasta que se presentó por sí sola. ¿Qué se presume que voy a emplear yo? ¿Una canoa y una varita de zahorí?

– La idea -explicó pacientemente Sandecker- es que siga la última ruta conocida de LeBaron en el Prosperteer.

Pitt se dejó caer despacio en el sofá del despacho.

– Es el plan más descabellado que he oído en mi vida -dijo, con incredulidad. Se volvió a Jessie-. ¿Está usted de acuerdo con esto?

– Yo haré todo lo que sea necesario para encontrar a mi marido -dijo serenamente ella.

– Es una majadería -dijo gravemente Pitt. Se levantó y empezó a pasear de un lado a otro, cruzando y descruzando las manos-. ¿Y por qué tanto secreto? Su marido era un hombre importante, una celebridad, confidente de los ricos y famosos, íntimamente relacionado con altos funcionarios del Gobierno, un gurú financiero para los ejecutivos de las grandes corporaciones. En nombre de Dios, ¿por qué soy yo el único hombre del país que puede ir en su busca?

– Dirk -dijo suavemente Sandecker-, el imperio financiero de Raymond LeBaron afecta a cientos de miles de personas. Precisamente ahora, está en una situación ambigua, porque él figura todavía en la lista de desaparecidos. No puede demostrarse que esté vivo ni que esté muerto. El Gobierno ha suspendido la búsqueda, porque se han gastado más de cinco millones de dólares en equipos militares de rescate, sin que se haya averiguado nada, sin que se haya encontrado un indicio de dónde pudo desaparecer. Los congresistas atentos al presupuesto rugirán pidiendo cabelleras si se gasta más dinero del Gobierno en otro esfuerzo inútil.

– ¿Y qué me dice del sector privado y de los asociados comerciales del propio LeBaron?

– Muchos magnates de los negocios respetaban a LeBaron, pero la mayoría de ellos fueron zaheridos por éste en alguna ocasión en sus editoriales. No se gastarán un centavo ni se apartarán ni un paso de su camino para buscarle. En cuanto a los hombres que le rodean, tienen más que ganar con su muerte.

– Lo mismo que Jessie, aquí presente -dijo Pitt, mirándola.

Ella sonrió débilmente.

– No puedo negarlo. Pero la mayor parte de su fortuna irá a parar a obras de caridad y a otros miembros de la familia. Sin embargo, me corresponde una importante herencia.

– Usted debe tener un yate, señora LeBaron. ¿Por qué no reúne un equipo de investigadores por su cuenta y buscan a su marido?

– Hay razones, Dirk, que me impiden realizar una acción así, que tendría gran publicidad. Unas razones que a usted no le incumben. El almirante y yo creemos que hay una posibilidad, aunque sea remota, de que tres personas puedan repetir sin ruido el vuelo del Prosperteer en las mismas condiciones y descubrir lo que le ocurrió a Raymond.

– ¿Por qué tomarnos este trabajo? -preguntó Pitt-. Todas las islas y arrecifes en el radio que podía alcanzar el dirigible fueron examinados en la investigación inicial. Yo sólo podría hacer la misma ruta.

– Pudo pasarles algo por alto.

– ¿Tal vez Cuba?

Sandecker sacudió la cabeza.

– Castro habría denunciado que LeBaron había volado sobre territorio cubano siguiendo instrucciones de la CÍA y habría pregonado la captura del dirigible. No; tiene que haber otra respuesta.

Pitt se dirigió a la ventana del rincón y contempló con nostalgia una flota de pequeños veleros que celebraban una regata en el río Anacostia. Las velas blancas resplandecían sobre el agua verde oscura mientras se dirigían a las boyas.

– ¿Cómo sabremos dónde concentrar nuestra atención? -preguntó, sin volverse-. Tenemos ante nosotros una zona a investigar de mil kilómetros cuadrados. Tardaríamos semanas en cubrirla eficazmente.

– Yo tengo todas las cartas y notas de mi marido -dijo Jessie.

– ¿Las dejó él antes de partir?

– No; fueron encontradas en el dirigible.

Pitt observó en silencio los veleros, con los brazos cruzados sobre el pecho. Trataba de sondear los motivos, de penetrar en la intriga, de buscar garantías. Trataba de distinguir todo esto y ordenarlo en su mente.

– ¿Cuándo partimos? -preguntó al fin.

– Mañana al amanecer -respondió Sandecker.

– ¿Insisten todavía los dos en que yo dirija la expedición?

– Así es -dijo llanamente Jessie.

– Quiero dos hombres experimentados para formar mi tripulación. Ambos pertenecientes a la AMSN. Es condición indispensable

La cara de Sandecker se nubló.

– Ya le he explicado…

– Ha conseguido la Luna, almirante, y ahora pide Marte. Hace demasiado tiempo que somos amigos para que no sepa que nunca trabajo sobre bases equívocas. Dé también permiso para ausentarse a los dos hombres que necesito. Hágalo como mejor le parezca.

Sandecker no estaba irritado. Ni siquiera contrariado. Si había un hombre en el país capaz de realizar lo inconcebible, éste era Pitt. El almirante no tenía más cartas que jugar; por consiguiente se rindió.

– Está bien -dijo a media voz-. Los tendrá.

– Hay otra cosa.

– ¿Y es? -preguntó Sandecker.

Pitt se volvió, con una fría sonrisa. Miró de Jessie al almirante. Después se encogió de hombros y dijo:

– No he pilotado nunca un dirigible.

14

– Me parece que está usted tramando algo a mis espaldas -dijo Sam Emmett, jefe del Federal Bureau of Investigation, que no tenía pelos en la lengua.

El presidente le miró por encima de su mesa en el Salón Oval y sonrió con benevolencia.

– Tiene usted toda la razón, Sam; estoy haciendo exactamente eso.

– Su franqueza le honra.

– No se incomode, Sam. Esto no quiere decir en modo alguno que esté descontento de usted o del FBI.

– Entonces, ¿por qué no puede decirme de qué se trata? -preguntó Emmett, dominado por su indignación.

– En primer lugar, es sobre un asunto de política extranjera.

– ¿Ha sido consultado Martin Brogan, de la CÍA?

– No se le ha dicho nada a Martin. Le doy mi palabra.

– ¿Y en segundo lugar?

El presidente no estaba dispuesto a dejarse presionar.

– Eso es asunto mío.

Emmett se puso tenso.

– Si el presidente desea mi dimisión…

– No deseo nada de eso -le interrumpió el presidente-. Usted es el hombre más capacitado para dirigir el FBI. Ha realizado un magnífico trabajo, y yo he sido siempre uno de sus más firmes apoyos. Sin embargo, si quiere hacer los bártulos y marcharse a casa, porque cree que su vanidad ha sido ofendida, es muy libre de hacerlo. Me demostrará que le había juzgado mal.

– Pero si usted no confía…

– Espere un momento, Sam. No digamos nada de lo que podamos arrepentimos mañana. No estoy poniendo en tela de juicio su lealtad ni su integridad. Nadie va a herirle por la espalda. No estamos hablando de crímenes ni de espionaje. Este asunto no concierne directamente al FBI ni a ninguna de las agencias de información. Lo cierto es que es usted quien debe confiar en mí, al menos durante la próxima semana. ¿Lo hará?

El amor propio de Emmett se apaciguó temporalmente. Se encogió de hombros y dijo:

– Usted gana, señor presidente. Dejemos las cosas como están. Haré lo que usted diga.

El presidente suspiró profundamente.

– Le prometo que no le defraudaré, Sam.

– Se lo agradezco.

– Bien. Ahora empecemos por el principio. ¿Qué han descubierto sobre los cadáveres de Florida?

La expresión de incomodidad se borró del semblante de Emmett, que se relajó visiblemente. Abrió su cartera y entregó al presidente una carpeta de cuero.

– Aquí hay un informe detallado del laboratorio de patología del Walter Reed. Su examen fue muy valioso y nos sirvió para la identificación de los cuerpos.

El presidente le miró, sorprendido.

– ¿Los han identificado?

– Fue el análisis de la pasta borscht lo que nos dio la pista.

– ¿Borscht?

– ¿Recuerda que el forense de Dade County determinó como causa de la muerte la hipotermia, o congelación?

– Sí.

– Bueno, la pasta borscht es un excelente complemento de la dieta de los cosmonautas rusos. Los tres cadáveres tenían lleno el estómago de esta sustancia.

– ¿Me está diciendo que Raymond LeBaron y sus acompañantes fueron cambiados por tres cosmonautas soviéticos muertos?

Emmett asintió con la cabeza.

– Incluso pudimos saber su nombre, gracias a un desertor, un antiguo médico que trabajó en el programa espacial ruso. Los había examinado en varias ocasiones.

– ¿Cuándo desertó?

– Se pasó a nuestro bando en agosto del 87.

– Hace un poco más de dos años.

– Exacto -reconoció Emmett-. Los nombres de los cosmonautas encontrados en el dirigible de LeBaron son: Sergei Zochenko, Alexander Yudenich e Ivan Ronsky. Yudenich era un novato, pero Zochenko y Ronsky eran ambos veteranos, con dos viajes espaciales cada uno.

– Daría mi salario de un año por saber cómo fueron a parar a aquel maldito dirigible.

– Por desgracia, no averiguamos nada concerniente a esta parte del misterio. En este momento, los únicos rusos que circunnavegan la Tierra son cuatro cosmonautas a bordo de la estación espacial Salyut 9. Pero los de la NASA, que siguen su vuelo, dicen que gozan todos ellos de buena salud.

El presidente asintió con la cabeza.

– Esto elimina a cualquier cosmonauta soviético en vuelo espacial y nos deja solamente a los que estaban en tierra.

– Esto es lo más extraño -siguió diciendo Emmett-. Según los patólogos forenses del hospital Walter Reed, los tres hombres a quienes examinaron murieron congelados probablemente cuando estaban en el espacio.

El presidente arqueó las cejas.

– ¿Pueden demostrarlo?

– No, pero dicen que varios factores apuntan en esta dirección, empezando por la pasta borscht y el análisis de otros alimentos condensamos que se sabe que consumen los soviéticos durante los viajes espaciales. También encontraron señales fisiológicas evidentes de que aquellos hombres habían respirado aire con una elevada proporción de oxígeno y pasado un tiempo considerable en estado de ingravidez.

– No sería la primera vez que los soviéticos han lanzado hombres al espacio y no han podido recuperarlos. Podrían haber estado allá arriba durante años y caído a la Tierra hace unas pocas semanas al reducirse su órbita.

– Yo sólo conozco dos casos en que los soviéticos sufrieron accidentes fatales -dijo Emmett-. El cosmonauta cuya nave se enredó con los hilos del paracaídas y se estrelló en Siberia a ochocientos kilómetros por hora. Y tres tripulantes de un Soyuz que murieron al escaparse el oxígeno por una ventanilla defectuosa.

– Ésas son las catástrofes que no pudieron encubrir -dijo el presidente-. La CÍA ha registrado al menos treinta muertes de cosmonautas desde que empezaron sus misiones espaciales, Nueve de ellos están todavía allá arriba rodando en el espacio. Nosotros no podemos anunciarlo, porque restaría eficacia a nuestras fuentes de información.

– Lo sabemos, pero ellos no saben que lo sabemos.

– Exactamente.

– Lo cual nos lleva de nuevo a los tres cosmonautas que yacen aquí, en Washington -dijo Emmett, sujetando la cartera sobre sus rodillas.

– Y a un montón de preguntas, empezando por ésta: ¿de dónde vinieron?

– Yo hice algunas averiguaciones en el Centro de Defensa Aeroespacial. Sus técnicos dicen que las únicas naves espaciales que han lanzado los rusos, lo bastante grandes para ser tripuladas, además de sus estaciones en órbita, son las sondas lunares Selenos.

Al oír la palabra «lunares», algo centelleó en la mente del presidente.

– ¿Qué me dice de las sondas Selenos?

– Se lanzaron tres y ninguna regresó. Los de Defensa pensaron que era muy raro que los soviéticos fallasen tres veces seguidas en vuelos en órbita de la Luna.

– ¿Cree que eran tripuladas?

– Ciertamente -dijo Emmett-. Los soviéticos son maestros en el engaño. Como ha sugerido usted, casi nunca confiesan un fracaso en el espacio. Y mantener secretas las operaciones para un próximo alunizaje era estrictamente normal en ellos.

– Bien. Si aceptamos la teoría de que los tres cuerpos procedían de una de las naves espaciales Selenos, ¿dónde aterrizó ésta? Ciertamente no por su rumbo acostumbrado, de regreso a la Tierra, sobre las estepas de Kazakhstán.

– Yo presumo que sería en algún lugar de o alrededor de Cuba.

– Cuba -el presidente pronunció despacio las dos sílabas. Después sacudió la cabeza-. Los rusos no permitirían jamás que sus héroes nacionales, vivos o muertos, fuesen empleados para algún fantástico plan secreto.

– Tal vez no lo saben.

El presidente miró a Emmett.

– ¿Que no lo saben?

– Digamos, como hipótesis, que su nave espacial funcionó mal y cayó en o cerca de Cuba. Aproximadamente al mismo tiempo, aparecen Raymond LeBaron y su dirigible buscando un barco que llevaba un tesoro, y son capturados. Entonces, por alguna razón desconocida, los cubanos cambian a LeBaron y sus compañeros por los cadáveres de los cosmonautas y envían el dirigible hacia Florida.

– ¿Se da cuenta de lo ridículo que parece todo esto?

Emmett se echó a reír.

– Desde luego, pero considerando lo que sabemos, es lo mejor que podemos imaginar.

El presidente se echó atrás en su sillón y contempló el adornado techo.

– Mire, puede que haya dado con un filón.

Una expresión perpleja se pintó en el semblante de Emmett.

– ¿Cómo es eso?

– Consideremos el asunto. Supongamos, sólo supongamos, que Fidel Castro está tratando de decirnos algo.

– Eligió una manera muy rara de enviarnos una señal.

El presidente tomó una pluma y empezó a garabatear en un bloc.

– A Fidel nunca le han gustado las sutilezas diplomáticas.

– ¿Quiere que continúe la investigación? -preguntó Emmett.

– No -respondió rotundamente el presidente.

– ¿Insiste en mantener a oscuras al FBI?

– No es un asunto interior de competencia del Departamento de Justicia, Sam. Le agradezco su ayuda, pero ya la ha llevado lo más lejos que podía.

Emmett cerró su carpeta y se puso en pie.

– ¿Puedo hacerle una pregunta delicada?

– Hágala.

– Ahora que hemos establecido la posibilidad, por remota que sea, de un secuestro de Raymond LeBaron por cubanos, ¿por qué se guarda la información el presidente de los Estados Unidos y prohibe que sus agencias investigadoras sigan la pista?

– Una buena pregunta, Sam. Tal vez dentro de pocos días sabremos ambos la respuesta.

Momentos después de haber salido Emmett del Salón Oval, el presidente se volvió en su sillón giratorio y miró por la ventana. Tenía la boca seca y el sudor empapaba sus axilas. Le había asaltado el presentimiento de que había una relación entre la Jersey Colony y el desastre de la sonda lunar soviética.

15

Ira Hagen detuvo su coche alquilado ante la puerta de seguridad y mostró un documento de identidad oficial. El guardia hizo una llamada telefónica al centro de visitantes del Laboratorio Nacional de Física Harvey Pattenden y después indicó a Hagen que podía pasar.

Éste subió por el paseo y encontró un espacio vacío en una amplia zona de aparcamiento llena de coches. En el jardín que rodeaba el laboratorio había bosquecillos de pinos y rocas musgosas plantadas en medio de ondulados montículos herbosos. El edificio era típico de los centros tecnológicos que habían crecido como hongos en todo el país. Arquitectura contemporánea, con mucho cristal y paredes de ladrillo de esquinas redondeadas.

Una atractiva recepcionista, sentada detrás de una mesa en forma de herradura, levantó la cabeza y sonrió al verle entrar en el vestíbulo.

– ¿En qué puedo servirle?

– Soy Thomas Judge y deseo ver al doctor Mooney.

Ella cumplió una vez más la rutina del teléfono y asintió con la cabeza.

– Sí, señor Judge. Tenga la bondad de entrar en el centro de seguridad, a mi espalda. Ellos le acompañarán desde allí.

– Antes de entrar, ¿me puede indicar dónde está el lavabo, por favor?

– Desde luego -dijo ella, señalando-. La puerta de la derecha, debajo del mural.

Hagen le dio las gracias y pasó por debajo de una enorme pintura de una nave espacial futurista volando entre dos planetas de un verdeazul espectral. Entró en un excusado, cerró la puerta y se sentó en el water. Abriendo una cartera, sacó un bloc de papel amarillo oficial y lo abrió por la mitad. Después, escribiendo en la parte de arriba del dorso de una hoja, tomó una serie de enigmáticas notas y dibujó unos esquemas sobre los sistemas de seguridad que había observado desde que había entrado en el edificio. Un buen agente secreto no pondría nunca nada por escrito, pero Hagen podía permitírselo, sabiendo que el presidente saldría fiador de él si era descubierto.

Pocos minutos más tarde, salió del lavabo y entró en una habitación encristalada donde había cuatro guardias uniformados, que observaban una serie de veinte pantallas de televisión instaladas en una misma pared. Uno de los guardias se levantó de una consola y se acercó a la ventanilla.

– ¿Señor?

– Tengo una cita con el doctor Mooney.

El guardia repasó una lista de visitantes.

– Sí, señor; usted debe ser Thomas Judge. Por favor, ¿puede mostrarme algún documento de identidad?

Hagen le mostró su permiso de conducir y su tarjeta de identidad. Entonces, el guardia le pidió cortésmente que abriese la cartera. Después de un rápido examen, le indicó en silencio que cerrase la cartera, le pidió que firmase en una hoja de «entrada y salida» y le dio una tarjeta de plástico para que la prendiese en el bolsillo superior de su chaqueta.

– El despacho del doctor Mooney está al fondo de aquel pasillo.

Ya en el corredor, Hagen se detuvo para ponerse las gafas y mirar dos placas de bronce que había en la pared. Cada una de ellas tenía el perfil en relieve de un hombre. Una estaba dedicada al Dr. Harvey Pattenden, fundador del laboratorio, y daba una breve descripción de sus logros en el campo de la física. Pero fue la otra placa la que intrigó a Hagen. Decía así:

A la memoria del Dr. Leonard Hudson

1926-1965

Su genio creador inspiró

a todos los que le siguieron.

No muy original, pensó Hagen. Pero tenía que reconocer el mérito de Hudson al representar el papel de muerto hasta en el último detalle.

Entró en la antesala y sonrió afectuosamente a la secretaria, una afectada mujer entrada en años que vestía un traje azul marino de corte varonil.

– Señor Judge -dijo-, tenga la bondad de entrar. El doctor Mooney le está esperando.

– Gracias.

Eral J. Mooney tenía treinta y seis años, más joven de lo que había presumido Hagen al estudiar una ficha con el historial del doctor. Sus antecedentes se parecían extraordinariamente a los de Hudson; la misma inteligencia brillante, las mismas brillantes calificaciones académicas, incluso la misma universidad. Un muchacho gordo que había adelgazado y se había convertido en director del Laboratorio Pattenden. Tenía los ojos verdes bajo las tupidas cejas y sobre un bigote a lo Pancho Villa. Descuidadamente vestido con un suéter blanco y unos pantalones vaqueros azules, parecía estar muy lejos del rigor intelectual.

Salió de detrás de la mesa, llena de papeles, libretas y botellas vacías de Pepsi y estrechó la mano de Hagen.

– Siéntese, señor Judge, y dígame en qué puedo servirle.

Hagen se sentó en una silla y dijo:

– Como ya le indiqué por teléfono, pertenezco a la Oficina General de Cuentas, y una comisión del Congreso nos ha pedido que revisemos sus sistemas de contabilidad y sus gastos de investigación.

– ¿Quién ha sido el congresista que ha hecho la petición?

– El senador Henry Kaltenbach.

– Espero que no crea que el Laboratorio Pattenden está comprometido en algún fraude -dijo Mooney, a la defensiva.

– En absoluto. Pero ya conoce la fama que tiene el senador de perseguidor del mal empleo de fondos del Gobierno. Su caza de brujas fue una buena propaganda en su campaña electoral. Confidencialmente, le diré que muchos de nosotros quisiéramos que se cayese en un pozo y dejase de enviarnos a perseguir fantasmas. Sin embargo, debo reconocer, para ser justo con el senador, que hemos encontrado discrepancias en otros depósitos de cerebros.

Mooney se apresuró a corregirle.

– Preferimos considerarnos un centro de investigación.

– Desde luego. De todos modos, sólo inspeccionamos algunas partidas al azar.

– Debe comprender que nuestro trabajo es sumamente secreto.

– El diseño de cohetes nucleares y de armas nucleares perfeccionadas cuyo poder se centra en estrechas radiaciones que viajan a la velocidad de la luz y pueden destruir objetivos en el espacio exterior.

Mooney miró curiosamente a Hagen.

– Está usted muy bien informado. Hagen se encogió de hombros.

– Es una descripción muy general que me hizo mi superior.

Yo soy contable, doctor, no físico. Mi mente no puede funcionar en el campo de las cosas abstractas. En el Instituto, me catearon en cálculo. Sus secretos no corren peligro. Mi trabajo es ayudar a que el contribuyente vea recompensado su dinero con los programas sufragados por el Gobierno.

– ¿Cómo puedo ayudarle?

– Me gustaría hablar con su interventor y con empleados de administración. También con el personal que cuida de los registros financieros. Mi equipo de inspección llegará de Washington dentro de dos semanas. Me agradaría que pudiéramos hablar en algún lugar reservado, preferiblemente cerca de donde se guardan los registros.

– Tendrá toda nuestra colaboración. Naturalmente, deberé tener garantías de seguridad en lo que respecta a usted y a su equipo.

– Naturalmente.

– Le acompañaré y le presentaré a nuestro personal de intervención y contabilidad.

– Otra cosa -dijo Hagen-. ¿Permiten horas extraordinarias?

Mooney sonrió.

– A diferencia de los oficinistas que trabajan de nueve a cinco, los físicos y los ingenieros no tenemos un horario fijo. Muchos de nosotros trabajamos todo el día. Con frecuencia, yo lo he hecho treinta horas seguidas. También ayuda a escalonar el tiempo en nuestros ordenadores.

– ¿Sería posible que hiciese una pequeña comprobación preliminar desde ahora hasta, digamos, las diez de esta noche?

– No creo que haya nada que lo impida -dijo amablemente Mooney-. Tenemos una cafetería abierta toda la noche en la planta baja, por si quiere tomar un bocado. Y siempre encontrará un guardia que le indique las direcciones.

– Y que me mantenga lejos de las zonas secretas -dijo Hagen, echándose a reír.

– Estoy seguro de que conoce las normas de seguridad.

– Cierto -reconoció Hagen-. Sería rico si tuviese diez centavos por cada hora que he pasado haciendo auditorías en diferentes departamentos del Pentágono.

– Si quiere acompañarme… -dijo Mooney, dirigiéndose a la puerta.

– Sólo por curiosidad -dijo Hagen, sin levantarse de la silla-. He oído hablar de Harvey Pattenden. Creo que trabajó con Robert Goodard.

– Sí, el doctor Pattenden inventó varios de nuestros primeros cohetes.

– Pero no conozco a Leonard Hudson.

– Un hombre muy brillante -dijo Mooney-. Fue el precursor: diseñó la mayoría de nuestras naves espaciales años antes de que fuesen construidas y enviadas. Si no hubiese muerto en la flor de su juventud, es imposible saber lo que habría logrado.

– ¿Cómo murió?

– En un accidente de una avioneta. Volaba para asistir a un seminario en Seattle con el doctor Gunnar Eriksen cuando su avión estalló en el aire y cayó al río Columbia.

– ¿Quién era Eriksen?

– Un gran pensador. Tal vez el más brillante astrofísico que haya producido nunca el país.

Un ligero timbre de alarma sonó en la mente de Hagen.

– ¿Tenía alguna especializaron concreta?

– Sí, la morfología sinóptica geolunar para una población industrializada.

– ¿Podría traducírmelo?

– Desde luego -Mooney se echó a reír-. Eriksen estaba obsesionado por la idea de establecer una colonia en la Luna.

16

Al mismo tiempo, las dos de la mañana hora de Moscú, cuatro hombres estaban agrupados alrededor de una chimenea que calentaba un saloncito en el interior del Kremlin. La habitación estaba débilmente iluminada, y el ambiente, cargado. El humo de los cigarrillos se mezclaba con el de un solo cigarro.

El presidente soviético, Georgi Antonov, contemplaba pensativamente las ondulantes llamas. Después de una cena ligera, se había quitado la chaqueta y la había sustituido por un viejo suéter de pescador. Se había descalzado, conservando los calcetines, y apoyaba los pies en una otomana bordada.

Vladimir Polevoi, jefe del Comité de Seguridad del Estado, y Sergei Kornilov, jefe del programa espacial soviético, vestían trajes oscuros de lana, hechos a medida en Londres, mientras el general Yasenin lucía su uniforme lleno de medallas.

Polevoi dejó el informe y las fotografías sobre una mesa baja y sacudió, perplejo, la cabeza.

– No sé cómo pudieron hacer esto en el más absoluto secreto.

– Un adelanto tan extraordinario parece inconcebible -convino Kornilov-. Yo no lo creeré hasta que vea más pruebas.

– La prueba evidente está en las fotografías -dijo Yasenin-. El informe de Rykov no deja lugar a dudas. Estudien los detalles. Las dos figuras plantadas en la Luna son reales. No es una ilusión proyectada por las sombras o creada por un defecto del sistema de exploración. Existen.

– Los trajes espaciales son distintos de los empleados por los astronautas americanos -replicó Kornilov-. Los cascos son también diferentes.

– No discutiré sobre minucias -dijo Yasenin-. Pero el arma que llevan en las manos es inconfundible. Puedo identificarla sin la menor duda como un lanzador de misiles tierra-aire, de fabricación americana.

– Entonces, ¿dónde está su nave espacial? -insistió Kornilov-. ¿Dónde está su vehículo lunar? No pudieron materializarse sin venir de ninguna parte.

– Comparto sus dudas -dijo Polevoi-. Es absolutamente imposible que los americanos pusiesen hombres y suministros en la Luna sin que se enterase nuestra red de información. Nuestras estaciones de seguimiento habrían detectado cualquier movimiento extraño en el espacio.

– Todavía más extraño -dijo Antonov- es por qué no han anunciado nunca los americanos una hazaña tan extraordinaria. ¿Qué ganan con mantenerla en secreto?

Kornilov asintió ligeramente con la cabeza.

– Mayor razón para poner en tela de juicio el informe de Rykov.

– Olvidan ustedes un hecho importante -dijo Yasenin en tono pausado-. El Selenos 4 desapareció inmediatamente después de grabar las figuras en las fotografías. Yo digo que nuestra sonda espacial fue dañada por el fuego del cohete que penetró en el casco, anuló la presión de la cápsula y mató a nuestros cosmonautas.

Polevoi le miró, sorprendido.

– ¿Qué cosmonautas?

Yasenin y Kornilov intercambiaron miradas perplejas.

– Hay algunas cosas que ni siquiera son conocidas por la KGB -dijo el general.

Polevoi miró fijamente a Kornilov.

– ¿Selenos 4 era una sonda tripulada?

– Lo mismo que Selenos 5 y 6. Cada nave llevaba tres hombres a bordo.

Se volvió a Antonov, que fumaba tranquilamente un cigarro habano.

– ¿Lo sabía usted?

Antonov asintió con la cabeza.

– Sí, me informaron. Pero debe recordar, Vladimir, que no todos los asuntos referentes al espacio son de incumbencia de la seguridad del Estado.

– Ninguno de ustedes dudó ni un instante en acudir a mí cuando su preciosa sonda lunar cayó y desapareció en las Indias Occidentales -dijo, irritado, Polevoi.

– Una circunstancia imprevista -explicó pacientemente Yasenin-. Después de su viaje a la Luna, no pudo establecerse control para el regreso de Selenos 4 a la atmósfera. Los ingenieros de nuestro mando espacial la dieron por perdida como sonda lunar. Después de estar en órbita casi un año y medio, se hizo otro intento para establecer el control. Esta vez los sistemas de guía respondieron, pero la maniobra de regreso tuvo solamente un éxito parcial. Selenos 4 cayó a diez mil millas de su zona de aterrizaje. Era imperativo mantener secretas las muertes de nuestros héroes cosmonautas. Naturalmente, se requirieron los servicios de la KGB.

– ¿Cuántos son en total los cosmonautas perdidos? -preguntó Polevoi.

– Hay que hacer sacrificios para asegurar el destino soviético -murmuró filosóficamente Antonov.

– Y encubrir los fallos de nuestro programa espacial -dijo Polevoi.

– No discutamos -dijo Antonov-. Selenos 4 prestó un gran servicio antes de caer en el mar Caribe.

– Donde todavía no ha sido encontrado -añadió Polevoi.

– Cierto -dijo Yasenin-. Pero obtuvimos los datos de la superficie lunar. Ése era el objetivo principal de la misión.

– ¿Cree usted que los sistemas americanos de vigilancia espacial siguieron su descenso y señalaron el lugar de su caída? Si se propusieron rescatar Selenos 4, deben tenerlo ya oculto en sitio seguro.

– Desde luego que siguieron la trayectoria de descenso -dijo Yasenin-. Pero sus analistas del servicio de información no tenían motivos para creer que Selenos 4 fuese algo más que una sonda espacial científica, programada para caer en aguas cubanas.

– Hay un fallo en su cuidadosa argumentación -dijo Polevoi-. Las fuerzas de rescate de los Estados Unidos realizaron una búsqueda exhaustiva por aire y por mar del desaparecido capitalista Raymond LeBaron en la misma zona general donde sólo pocos días antes había caído Selenos 4. Tengo la fuerte sospecha de que esta búsqueda es un pretexto para encontrar y recoger nuestra nave espacial.

– He leído su informe y su análisis sobre la desaparición de LeBaron -dijo Kornilov-. No estoy de acuerdo con su conclusión. No he visto en parte alguna que realizasen una búsqueda submarina. La misión de rescate fue pronto abandonada. LeBaron y sus compañeros todavía figuran como desaparecidos en la prensa americana y se presume que están muertos. Aquel suceso fue pura coincidencia.

– Entonces, todos estamos de acuerdo en que Selenos 4 y sus cosmonautas yacen en alguna parte del fondo del mar -Antonov hizo una pausa para expeler un anillo de humo-. La cuestión con que nos enfrentamos ahora es: ¿reconocemos la probabilidad de que los americanos hayan establecido una base en la Luna? Y si es así, ¿qué tenemos que hacer?

– Yo creo que la probabilidad existe -aseguró Yasenin, con convicción.

– No podemos ignorar la posibilidad -concedió Polevoi.

Antonov miró fijamente a Kornilov.

– ¿Qué dice usted, Sergei?

– Selenos 8, nuestra primera nave lunar tripulada que debe alunizar, tiene fijado su lanzamiento para dentro de siete días -respondió lentamente Kornilov-. No podemos anular la misión, como hicimos cuando se nos adelantaron los americanos con su programa Apolo. Como nuestros líderes no consideraron glorioso que fuésemos la segunda nación que pusiera hombres en la Luna, metimos el rabo entre las patas y abandonamos. Fue un gran error colocar la ideología política por encima de los logros científicos. Ahora tenemos un vehículo pesado capaz de colocar toda una estación espacial, con una tripulación de ocho hombres, sobre suelo lunar. Los beneficios, en términos de propaganda y de ventajas militares, son inconmensurables. Si nuestra meta última es conseguir una ventaja permanente en el espacio y llegar antes que los americanos a Marte, debemos seguir adelante. Propongo programar los sistemas de guía de Selenos 8 de manera que alunice a poca distancia del lugar donde se hallaban los astronautas en el cráter, y que nuestros hombres los eliminen.

– Estoy totalmente de acuerdo con Kornilov -dijo Yasenin-. Los hechos hablan por sí solos. Los americanos han emprendido activamente una agresión imperialista en el espacio. Las fotografías que hemos estudiado demuestran que han destruido ya una de nuestras naves espaciales y asesinado a su tripulación. Y estoy convencido de que los cosmonautas de Selenos 5 y 6 tuvieron el mismo fin. Los americanos han extendido sus planes imperialistas hasta la Luna, para reclamarla como propia. La prueba es inequívoca. Nuestros cosmonautas serán atacados y asesinados cuando intenten plantar la estrella roja en suelo lunar.

Hubo una prolongada pausa. Nadie decía lo que pensaba.

Polevoi fue el primero en romper el pensativo silencio.

– Así, usted y Kornilov proponen que ataquemos primero.

– Sí -dijo acaloradamente Yasenin-. Sería algo caído del cielo. Capturando la base lunar americana y su tecnología científica intacta, adelantaríamos en diez años nuestro propio programa espacial.

– La Casa Blanca montaría seguramente una campaña de propaganda y nos condenaría ante los ojos del mundo como hizo con el incidente del vuelo KAL 007 -protestó Polevoi.

– No dirán nada -le aseguró Yasenin-. ¿Cómo podrían anunciar la captura de algo que no se sabe que exista?

– El general tiene razón -dijo Antonov.

– Dése cuenta de que podríamos ser culpables de desencadenar una guerra en el espacio -advirtió Polevoi.

– Los Estados Unidos han atacado primero. Nuestro sagrado deber es tomar represalias -Yasenin se volvió a Antonov-. Pero es usted quien ha de decidir.

El presidente de la Unión Soviética volvió a contemplar el fuego. Después dejó el cigarro habano en un cenicero y observó con asombro sus manos temblorosas. Su cara, ordinariamente colorada, tenía ahora un color gris. El presagio no podía ser más claro. Los demonios eran superiores en número a las fuerzas del bien. Una vez se emprendiese la acción, ésta se desarrollaría sin que él pudiese controlarla. Sin embargo, no podía permitir que el país fuese abofeteado por los imperialistas. Por fin se volvió a los reunidos en el salón y asintió cansadamente con la cabeza.

– Sea todo por la Madre Rusia y por el Partido -dijo solemnemente-. Armen a los cosmonautas y ordénenles que ataquen a los americanos.

17

Después de presentarse al doctor Mooney y de otras ocho presentaciones y tres aburridas conversaciones, Hagen estaba sentado en una pequeña oficina tecleando febrilmente en una calculadora. Los científicos prefieren los ordenadores, y los ingenieros, las calculadoras digitales; pero los contables siguen el estilo Victoriano. Todavía prefieren las máquinas calculadoras tradicionales con botones del tamaño del pulgar y cintas de papel donde se imprimen los totales.

El interventor era un censor jurado de cuentas, graduado en Ciencias Empresariales en la Universidad de Texas, y ex hombre de la Marina. Y tenía sus títulos y las fotografías de los barcos en que había servido colgados de los paneles de roble de la pared, para demostrarlo. Hagen había detectado cierta inquietud en los ojos de aquel hombre, pero no más de lo que había esperado de un director financiero que tenía a un auditor del Gobierno husmeando en su territorio privado.

Pero no había recelado ni vacilado cuando Hagen le había pedido comprobar el registro de llamadas telefónicas de los últimos tres años. Aunque su experiencia contable en el Departamento de Justicia se había limitado a fotografiar libros de contabilidad en plena noche, conocía bastante la jerga para expresarse en ella. Cualquiera que se hubiese asomado a la oficina en que se hallaba y visto cómo garrapateaba notas y examinaba atentamente la cinta de la máquina calculadora habría pensado que era un viejo profesional.

Los números en la cinta eran exactamente esto: números. Pero las notas que tomaba consistían en un metódico diagrama del emplazamiento y los ángulos visuales de las cámaras de TV de seguridad instaladas entre aquella oficina y la de Mooney. También escribió dos nombres y añadió varias anotaciones al lado de cada uno. El primero era Raymond LeBaron y el segundo Leonard Hudson. Pero ahora tenía un tercero: Gunnar Eriksen.

Estaba seguro de que Eriksen había simulado su muerte lo mismo que Hudson y se había alejado del mundo de los vivos para trabajar en el proyecto de la Jersey Colony. También sabía que Hudson y Eriksen no habrían cortado por entero sus lazos con el Laboratorio Pattenden. Sus instalaciones y su personal eficiente de jóvenes científicos eran demasiado importantes para prescindir de ellos. Tenía que haber un canal subterráneo con el «círculo privado».

Los registros telefónicos de una institución donde había tres mil empleados llenaban varias cajas de cartón. El control era muy severo. Todos los que empleaban el teléfono para llamadas oficiales o personales tenían que llevar un diario de sus llamadas. Hagen no estaba dispuesto a examinarlos todos. Esta labor habría requerido semanas. Solamente le interesaban los asientos en las agendas mensuales de Mooney, en especial las que se referían a comunicaciones a larga distancia.

Hagen no era físico, ni tan preciso como algunos conocidos suyos que tenían un don especial para detectar cualquier irregularidad, pero sí que tenía un instinto especial para encontrar cosas ocultas, que raras veces le fallaba.

Copió seis números a los que había llamado Mooney más de una vez en los últimos noventa días. Dos de estos números correspondían a llamadas personales, y cuatro eran oficiales. Las probabilidades eran remotas. Sin embargo, era la única manera de encontrar una pista que condujese a otro miembro del «círculo privado».

Siguiendo las normas, descolgó el teléfono y llamó a la centralita del Laboratorio Pattenden, pidiendo línea abierta y prometiendo anotar todas sus llamadas. Era tarde y la mayoría de los números de la lista resultaron corresponder a teléfonos del Medio Oeste o de la Costa Este. Su horario llevaba dos o tres horas de adelanto y probablemente las oficinas estarían cerradas; pero de todos modos empezó tercamente a llamar.

– Centennial Supply -anunció una voz masculina en tono cansado.

– Hola, ¿hay alguien ahí esta noche?

– La oficina está cerrada. Éste es el servicio donde recibimos encargos durante las veinticuatro horas del día.

– Me llamo Judge y estoy a las órdenes del Gobierno Federal -dijo Hagen, empleando su falsa identidad para el caso de que el teléfono estuviese intervenido-. Estamos realizando una auditoria del Laboratorio de Física Pattenden, en Bend, Oregón.

– Tendrá que llamar mañana, cuando abran las oficinas.

– Sí, lo haré. Pero, ¿puede decirme exactamente qué clase de negocios realiza Centennial Supply?

– Suministramos elementos especializados de electrónica para sistemas de registro.

– ¿Con qué fines?

– Principalmente de negocios. Vídeos para grabar reuniones importantes, experimentos de laboratorio, sistemas de seguridad. Y material audio para las secretarias. Cosas así, ya sabe.

– ¿Cuántos empleados tiene?

– Una docena.

– Muchísimas gracias -dijo Hagen-. Me ha sido de gran ayuda. Ah, otra pregunta. ¿Reciben muchos pedidos de Pattenden?

– En realidad, no. Cada par de meses nos piden una pieza para poner al día o modificar sus sistemas de vídeo.

– Gracias de nuevo. Adiós.

Hagen borró aquel número y probó de nuevo. Sus dos llamadas siguientes fueron respondidas por un ordenador automático. Uno correspondía a un laboratorio químico de la Universidad Brandéis, de Waltham, y el otro a una oficina no identificada de la Fundación Nacional para la Ciencia, de Washington. Anotó este último para llamar de nuevo por la mañana, y probó un número personal.

– Diga.

Hagen miró el nombre en el diario de Mooney.

– ¿Doctor Donald Fremont?

– Sí.

Hagen siguió la rutina de siempre.

– ¿Qué desea usted saber, señor Judge?

La voz de Fremont parecía la de un anciano.

– Estoy haciendo una comprobación sobre llamadas telefónicas a larga distancia. ¿Le ha llamado alguien de Pattenden durante los tres últimos meses? -preguntó Hagen, mirando las fechas de las llamadas y haciéndose el tonto.

– Pues sí, el doctor Earl Mooney. Fue alumno mío en Stanford. Yo me jubilé hace cinco años, pero todavía estamos en contacto.

– ¿Tuvo también, por casualidad, un alumno llamado Leonard Hudson?

– Leonard Hudson -repitió el hombre, como tratando de recordar-. Le vi en un par de ocasiones. Pero no estuvo en mi clase. Era de una época anterior a la mía, de antes de que yo ejerciese en Stanford. Cuando él estudiaba allí, yo estaba enseñando en la USC.

– Gracias, doctor. No le molestaré más.

– De nada. Siempre a su disposición.

Tachó el cuarto número. El nombre siguiente del diario era el de un tal Anson Jones. Probó de nuevo, sabiendo que la cosa no sería fácil y que, para acertar, necesitaría una buena dosis de suerte.

– Diga.

– Señor Jones, soy Judge.

– ¿Quién?

– Thomas Judge. Trabajo para el Gobierno Federal y estamos haciendo una auditoria en el Laboratorio de Física Pattenden.

– El nombre de Pattenden me es desconocido. Debe de haberse equivocado de número.

– ¿Le dice algo el nombre del doctor Earl Mooney?

– Nunca le había oído nombrar.

– Ha llamado tres veces a su número durante los últimos dos meses.

– Debe ser un error de la compañía telefónica.

– Pero usted es Anson Jones, prefijo tres cero tres, número cinco cuatro siete…

– Se equivoca de nombre y de número.

– Antes de que cuelgue, tengo un mensaje para usted.

– ¿Qué mensaje?

Hagen hizo una pausa y después dijo:

– Dígale a Leo que Gunner quiere que pague el avión. ¿Lo ha entendido?

Se hizo un silencio en el otro extremo de la línea, y después:

– Es una broma estúpida, ¿no?

– Adiós, señor Jones.

Aquello olía mal.

Llamó a un sexto número, para salvar las apariencias. Le respondió un contestador automático de una agencia de cambio y bolsa. Nada.

Entusiasmo; esto era lo que sentía. Y se entusiasmó todavía más al resumir sus notas. Mooney no era uno de los del «círculo privado», pero estaba relacionado con él; era un subordinado a las órdenes del alto mando.

Marcó un número de Chicago y esperó. Después de cuatro llamadas, contestó una voz suave de mujer:

– Drake Hotel.

– Me llamo Thomas Judge y quiero reservar una habitación para mañana por la noche.

– Un momento; le pongo con reservas.

Hagen repitió su petición de reserva al encargado. Cuando éste le pidió el número de su tarjeta de crédito para reservarle la habitación, dio el número de teléfono de Anson Jones a la inversa.

– Queda hecha la reserva, señor.

– Gracias.

¿Qué hora era? Una mirada a su reloj le dijo que faltaban ocho minutos para la medianoche. Cerró la cartera y la introdujo debajo de su abrigo. Sacó un encendedor de un bolsillo y extrajo sus piezas interiores. A continuación, sacó de una raja en el faldón del abrigo una fina varilla de metal con un espejo en un extremo.

Se acercó a la puerta. Sujetando la cartera entre las rodillas, se detuvo a poca distancia del umbral, enfocó el espejito arriba y abajo del pasillo. No había nadie. Volvió el espejo hasta que reflejó el monitor de televisión en el extremo del corredor. Entonces colocó el encendedor de manera que saliese ligeramente del marco de la puerta y apretó la palanca.

En el cuarto de seguridad de detrás del vestíbulo principal, la pantalla de uno de los televisores quedó de pronto en blanco. El guardia que estaba en la consola empezó a comprobar rápidamente los circuitos.

– Tengo un problema con el número doce -anunció.

Su supervisor se levantó de una mesa, se acercó y observó el monitor.

– Una interferencia. Los científicos del laboratorio de electro-física deben de haber vuelto a las andadas.

De pronto cesó la interferencia y seguidamente se produjo en otro monitor.

– Esto es curioso -dijo el supervisor-. Nunca había visto que se produjesen en serie.

Al cabo de unos segundos, la pantalla volvió a funcionar, mostrando solamente un corredor vacío. Los guardias se seguridad se miraron y se encogieron de hombros.

En cuanto hubo entrado y cerrado la puerta del despacho de Mooney, Hagen apagó el aparatito eléctrico que había causado las interferencias. Se acercó sin ruido a la ventana y corrió las cortinas. Se puso un par de finos guantes de plástico y encendió la luz del techo.

Hagen era maestro en la técnica de registrar una habitación. Prescindió de lo evidente: cajones, archivos, libretas de direcciones y números de teléfono. Fue directamente a una librería y encontró lo que buscaba en menos de siete minutos.

Mooney podía ser uno de los físicos más eminentes de la nación, pero había sido como un libro abierto para Hagen. La pequeña libreta estaba oculta dentro de un libro titulado Celestial Mechantes in True Perspective, de Horace DeLiso. El contenido estaba en una clave que empleaba ecuaciones. Era griego para Hagen, pero no se dejó engañar sobre su significación. Normalmente habría fotografiado las páginas y dejado la libreta en su sitio; pero esta vez se la metió simplemente en el bolsillo, comprendiendo que no hubiese podido hacer descifrar a tiempo el texto.

Los guardias estaban todavía atareados con los monitores cuando Judge se acercó al mostrador.

– ¿Quieren que firme el comprobante de salida? -dijo, con una sonrisa.

El jefe de seguridad se acercó a él, con una expresión interrogadora en el semblante.

– ¿Viene usted de administración?

– Sí.

– No le hemos visto en la pantalla de seguridad.

– No sé -dijo inconscientemente Hagen-. Salí por la puerta y recorrí los pasillos hasta llegar aquí. Es cuanto puedo decirle.

– ¿Ha visto a alguien? ¿Algo desacostumbrado?

– No he visto a nadie. Pero las luces vacilaron y se apagaron un par de veces.

El guardia asintió con la cabeza.

– Interferencias eléctricas del laboratorio de electrofísica. Es lo que me había imaginado.

Hagen firmó y salió a la noche sin nubes, tarareando una tonadilla.

Загрузка...