Cuarta parte

El Gettysburg

49

3 de noviembre de 1989

Isla de San Salvador


Pitt se estaba volviendo loco. Los dos días de inactividad eran los más angustiosos que jamás había conocido. Tenía poco que hacer, salvo comer, hacer ejercicio y dormir. Todavía tenían que llamarle para participar en las prácticas de adiestramiento. Maldecía continuamente al coronel Kleist, que soportaba las violentas críticas de Pitt con estoica indiferencia, explicando con paciencia que su equipo de Fuerzas Especiales Cubanas no podía atacar Cayo Santa María hasta que él declarase que estaban en condiciones de hacerlo. Y no estaba dispuesto a adelantarse al tiempo previsto.

Pitt desfogaba su enojo nadando largamente hasta los arrecifes lejanos y trepando a una roca escarpada desde cuya cima se dominaba todo el mar a su alrededor.

San Salvador, la más pequeña de las Bahamas, era conocida por los viejos marineros como la isla de Watling, por el nombre de un bucanero fanático que azotaba a los miembros de su tripulación que no observaban el sábado. También se creía que era la primera isla que había pisado Colón en el Nuevo Mundo. Con su puerto pintoresco y su exuberante interior salpicado de lagos de agua dulce, pocos turistas que observasen su belleza habrían sospechado que contenía un gran complejo de instrucción militar y una instalación de observación de misiles.

La CÍA tenía sus dominios en una playa remota llamada French Bay, en la punta sur de la isla. No había ninguna carretera que enlazase el centro secreto de instrucción con Cockburn Tbwn y el aeropuerto principal. Sólo se podía salir de allí en pequeñas embarcaciones, a través de los arrecifes circundantes, o en helicóptero.

Pitt se levantó poco antes de salir el sol en la mañana de su tercer día en la isla, nadó vigorosamente media milla y regresó después a tierra, sumergiéndose entre las formaciones de coral.

Dos horas más tarde, salió del agua tibia y se tendió en la playa, abrumado por un sentimiento de impotencia mientras contemplaba el mar en dirección a Cuba.

Una sombra se proyectó sobre su cuerpo, y Pitt se incorporó. Un hombre de piel morena estaba plantado junto a él, cómodamente vestido con una holgada camisa de algodón y unos shorts. Sus cabellos lisos y negros como la noche hacían juego con el enorme bigote. Tenía los ojos tristes y la cara arrugada por la larga exposición al viento y al sol y, cuando sonreía, apenas movía los labios.

– ¿Señor Pitt?

– Sí.

– No hemos sido presentados, pero soy el comandante Angelo Quintana.

Pitt se puso en pie y se estrecharon la mano.

– Usted es el que dirige la misión.

Quintana asintió con la cabeza.

– El coronel me ha dicho que lo ha estado agobiando mucho.

– Dejé amigos allí que deben de estar luchando por conservar la vida.

– Yo también dejé amigos en Cuba, señor Pitt. Sólo que ellos perdieron su batalla por la vida. Mi hermano y mi padre murieron en la cárcel, simplemente porque un miembro del comité de su barrio, que debía dinero a mi familia, les acusó de actividades contrarrevolucionarias. Comprendo su problema, pero no tiene usted el monopolio del dolor.

Pitt no le dio el pésame. Le pareció que a Quintana no le gustaban las condolencias.

– Mientras crea que todavía hay esperanzas -dijo firmemente-, no voy a dejar de insistir.

Quintana le dirigió una tranquila sonrisa. Le gustaba lo que veía en los ojos de Pitt. Era un hombre en quien podría confiar cuando las cosas se pusiesen difíciles. Un hombre entero, que no conocía la palabra fracaso.

– Conque es usted el que se las arregló para escapar del cuartel general de Velikov.

– Tuve mucha suerte.

– ¿Cómo describiría la moral de las tropas que guardan el recinto?

– Si se refiere a su estado mental, diría que estaban aburridos a más no poder. Los rusos no están acostumbrados a la humedad agotadora de los trópicos. Sobre todo, parecían muy lentos.

– ¿Cuántos patrullaban en la isla?

– Yo no vi ninguno.

– ¿Y en la caseta del guarda de la puerta principal?

– Solamente dos.

– Un hombre astuto, Velikov.

– Deduzco que a usted le parece una buena treta hacer que la isla parezca desierta.

– Es verdad. Yo habría esperado un pequeño ejército de guardias y las acostumbradas medidas de seguridad soviéticas. Pero Velikov no piensa como un ruso. Proyecta como un americano, perfecciona como un japonés y actúa como un alemán. Desde luego, es muy astuto.

– Así lo tengo entendido.

– Creo que le conoció.

– Sostuvimos un par de conversaciones.

– ¿Qué impresión le causó?

– Lee el Wall Street Journal.

– ¿Eso es todo?

– Habla inglés mejor que yo. Lleva las uñas bien cuidadas. Y si ha leído la mitad de los libros y revistas que hay en su biblioteca, sabe más sobre los Estados Unidos y sus contribuyentes que la mitad de los políticos de Washington.

– Usted es probablemente el único occidental en libertad que le ha visto cara a cara.

– No fue muy agradable, puede creerme.

Quintana rascó pensativamente la arena con la punta del pie.

– Dejar una instalación vital tan poco guardada es una invitación a la infiltración.

– No si Velikov sabe que usted se dirige allí -dijo Pitt.

– Está bien; la red de radar cubana y los satélites espías rusos pueden localizar cualquier avión o embarcación dentro de un radio de cincuenta millas. Un lanzamiento en paracaídas o un desembarco serían imposibles. Pero un acercamiento por debajo del agua podría pasar fácilmente inadvertido a sus aparatos de detección. -Quintana hizo una pausa y sonrió-. En su caso, la embarcación era demasiado pequeña para que se manifestase en una pantalla de radar.

– Yo no disponía de yates para navegar en alta mar -dijo irónicamente Pitt. Después se puso serio-. Ha olvidado usted algo.

– ¿Qué?

– La inteligencia de Velikov. Usted mismo ha dicho que es muy astuto. No construyó una fortaleza cercada de campos de minas y de búnkers de hormigón por una razón muy simple: no tenía necesidad de ello. Usted y el coronel Kleist son unos terribles optimistas si creen que un submarino o su TSE, o como quiera llamarlo, puede penetrar en su red de seguridad.

Quintana frunció las cejas.

– Prosiga.

– Sensores subacuáticos -explicó Pitt-. Velikov debe de haber rodeado la isla de sensores colocados en el fondo del mar y que pueden detectar el movimiento del casco de un submarino en la masa de agua y la vibración producida por las hélices.

– Nuestro TSE ha sido diseñado para pasar a través de sistemas de este tipo.

– No si los ingenieros navales de Velikov han colocado las unidades sensoras a menos de cien metros las unas de las otras. Nada, salvo una bandada de peces, podría pasar inadvertido por allí. Yo vi los camiones que había en el garaje. En diez minutos Velikov podría poner en!a playa una fuerza de seguridad que destruiría a sus hombres antes de que llegasen a tierra firme. Sugiero que usted y Kleist reprogramen sus juegos de guerra electrónicos.

Quintana guardó silencio. Su plan de desembarco minuciosamente concebido empezó a resquebrajarse y hacerse trizas ante sus ojos.

– Nuestros ordenadores hubieran debido pensar en esto -dijo amargamente.

– Ellos no pueden crear lo que no se les enseña -replicó filosóficamente Pitt.

– Desde luego, se dará cuenta de que esto significa que tenemos que cancelar la misión. Sin el elemento sorpresa no existe la menor posibilidad de destruir la instalación y rescatar a la señora LeBaron y a los otros.

– No estoy de acuerdo.

– Se cree usted más listo que los ordenadores de nuestra misión.

– Yo escapé de Cayo Santa María sin que me descubriesen. Puedo introducir a su gente de la misma manera.

– ¿Con una flota de bañeras? -dijo sarcásticamente Quintana.

– Se me ocurre una variación más moderna.

Quintana miró reflexivamente a Pitt.

– ¿Tiene usted una idea que podría dar resultado?

– Ciertamente, la tengo.

– ¿Dentro del tiempo fijado?

– Sí.

– ¿Y tendría éxito?

– ¿Se sentiría más confiado si suscribiese una póliza de seguro?

Quintana percibió una firme convicción en el tono de Pitt. Se volvió y echó a andar hacia el campamento principal.

– Vamos, señor Pitt. Es hora de que pongamos manos a la obra.

50

Fidel Castro estaba repantigado en una silla y miraba pensativamente por encima de la popa de un yate de quince metros de eslora. Estaba bien sujeto por los hombros y sus manos enguantadas sostenían flojamente la pesada caña de fibra de vidrio, cuyo hilo se extendía desde un gran carrete hasta la chispeante estela. El cebo destinado a los delfines fue atrapado por una barracuda que pasaba, pero a Castro no pareció importarle. Estaba pensando en otras cosas.

El cuerpo musculoso que antaño le había valido el título de «mejor atleta universitario de Cuba» se había ablandado y engordado con la edad. Los rizados cabellos y la hirsuta barba eran ahora grises, pero el fuego revolucionario seguía ardiendo en sus ojos negros con el mismo brillo que cuando había bajado de las montañas de Sierra Maestra treinta años atrás.

Llevaba solamente una gorra de béisbol, un pantalón de baño, unas zapatillas viejas y unas gafas de sol. La colilla de un habano apagado pendía de la comisura de sus labios. Se volvió y se protegió los ojos de la brillante luz del sol tropical.

– ¿Quieres que no siga con el internacionalismo? -preguntó sobre el apagado zumbido de los dos motores Diesel-. ¿Que renuncie a nuestra política de extender la influencia de Cuba en el extranjero? ¿Es esto lo que quieres?

Raúl Castro estaba sentado en una tumbona, sosteniendo una botella de cerveza.

– No que renuncies, sino que bajes sin ruido el telón sobre nuestros compromisos en el extranjero.

– Mi hermano, el duro revolucionario. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión?

– Los tiempos cambian -dijo simplemente Raúl.

Frío y reservado en público, el hermano menor de Fidel era ingenioso y campechano en privado. Tenía los cabellos negros, lisos y cortos sobre las orejas. Raúl observaba el mundo con sus ojos negros y redondos de duendecillo. Lucía un fino bigote cuyas afiladas puntas terminaban precisamente encima de las comisuras de los labios.

Fidel se enjugó con el dorso de una mano unas pocas gotas de sudor que se habían pegado a sus cejas.

– No puedo ignorar el enorme coste en dinero y en vidas de nuestros soldados. ¿Y qué me dices de nuestros amigos de África y de las Américas? ¿Debo volverles la espalda como a nuestros muertos en Afganistán?

– El precio que pagó Cuba por su intervención en movimientos revolucionarios supera con mucho a las ganancias. Favorecimos a nuestros amigos en Angola y en Etiopía. ¿Qué harán ellos por nosotros en pago de aquello? Ambos sabemos que la respuesta es: nada. Tenemos que reconocer, Fidel, que hemos cometido errores. Yo seré el primero en reconocer los míos. Pero, por el amor de Dios, reduzcamos nuestras pérdidas y convirtamos Cuba en una gran nación socialista que sea envidia del Tercer Mundo. Conseguiremos mucho más haciendo que sigan nuestro ejemplo que dándoles la sangre de nuestro pueblo.

– Me estás pidiendo que vuelva la espalda a nuestro honor y a nuestros principios.

Raúl hizo rodar la fresca botella sobre su sudorosa frente.

– Seamos francos, Fidel. De los principios ya nos hemos olvidado más de una vez, cuando ha sido en interés de la revolución. Si no cambiamos pronto de rumbo y vigorizamos nuestra economía estancada, el descontento del pueblo puede convertirse en inquietud, a pesar de lo mucho que te quieren.

Fidel escupió la colilla del cigarro por encima de la popa e hizo ademán a un marinero para que le trajese otro.

– Al Congreso de los Estados Unidos le encantaría ver al pueblo volviéndose contra mí.

– El Congreso se preocupa de esto mucho menos que el Kremlin -dijo Raúl-. Dondequiera que mire encuentro un traidor en el bolsillo de Antonov. Ni siquiera puedo ya confiar en mis propios agentes de seguridad.

– Cuando el presidente y yo acordemos y firmemos el pacto entre Cuba y los Estados Unidos, nuestros amigos soviéticos se verán obligados a aflojar sus tentáculos de nuestro cuello.

– ¿Cómo puedes llegar a un acuerdo con él, si te niegas a sentarte a negociar?

Fidel hizo una pausa para encender el nuevo cigarro que le había traído el marinero.

– Probablemente, el presidente se ha convencido ya de que mi ofrecimiento de romper nuestros lazos con la Unión Soviética, a cambio de la ayuda económica de los Estados Unidos y de unas relaciones comerciales abiertas, es auténtico. Si parezco demasiado ansioso de celebrar una reunión, pondrán condiciones imposibles. Dejemos que esté en ascuas durante un tiempo. Cuando se dé cuenta de que no me arrastro sobre la estera de la puerta de la Casa Blanca, arriará velas.

– El presidente estará todavía más ansioso de llegar a un acuerdo cuando se entere de la desaforada intromisión de los compinches de Antonov en nuestro régimen.

Fidel levantó el cigarro para recalcar sus palabras.

– Precisamente por eso he dejado que ocurriese aquello. Jugar con el miedo de los americanos al establecimiento de un gobierno títere de los soviéticos nos beneficiará indudablemente.

Raúl vació la botella de cerveza y la arrojó por encima de la borda.

– Pero no esperes demasiado tiempo, hermano, o nos encontraremos sin trabajo.

– Esto no ocurrirá nunca. -La cara de Fidel se torció en una jactanciosa sonrisa-. Yo soy el pegamento que mantiene de una pieza la revolución. Lo único que tengo que hacer es dirigirme al pueblo y denunciar a los traidores y al complot soviético para socavar nuestra sagrada soberanía. Y entonces tú, como presidente del Consejo de Ministros, anunciarás la ruptura de todos los lazos con el Kremlin. El descontento que pueda haber será sustituido por un regocijo nacional. Con un golpe de hacha habré cortado la importante deuda que tenemos con Moscú y eliminado el embargo comercial de los Estados Unidos.

– Mejor que sea pronto.

– En mi discurso durante las celebraciones del Día de la Educación -replicó Fidel.

Raúl comprobó el calendario de su reloj.

– Dentro de cinco días.

– Una oportunidad perfecta.

– Pero me sentiría más tranquilo si pudiese sondear lo que piensa de tu proposición el presidente.

– Tú te encargarás de ponerte en contacto con la Casa Blanca y convenir una reunión con sus representantes durante las fiestas del Día de la Educación.

– Antes de tu discurso, supongo.

– Desde luego.

– ¿No te parece que estás tentando al destino al esperar hasta el último momento?

– Él me sacará las castañas del fuego -dijo Fidel, entre una nube de humo-. Mira las cosas como son. Mi regalo de aquellos tres cosmonautas soviéticos debería haberle demostrado mis buenas intenciones.

Raúl frunció el entrecejo.

– Podría ser que ya nos hubiese enviado su respuesta. Fidel se volvió y le miró airadamente.

– Esto es nuevo para mí.

– No te lo había dicho porque era solamente una suposición -dijo nerviosamente Raúl-. Pero sospecho que el presidente empleó el dirigible de Raymond LeBaron para enviarnos un mensajero a espaldas del servicio secreto soviético.

– ¡Dios mío! ¿No fue destruido por uno de nuestros helicópteros de vigilancia?

– Una pifia estúpida -confesó Raúl Castro-. No hubo supervivientes.

La cara de Fidel reflejó confusión.

– Entonces, ¿cómo es que el Departamento de Estado nos acusa de haber capturado a la señora LeBaron y a sus acompañantes?

– No tengo la menor idea.

– ¿Por qué no se me informa de estos asuntos?

– El informe te fue enviado, pero, como tantos otros, no lo leíste. Es difícil hablar contigo, hermano, y tu interés por los detalles no es lo que solía ser.

Fidel enroscó furiosamente el hilo y soltó las correas que le sujetaban a la silla.

– Dile al capitán que volvemos a puerto.

– ¿Qué pretendes hacer?

Fidel sonrió sin soltar el cigarro.

– Ir a cazar patos.

– ¿Ahora? ¿Hoy?

– En cuanto lleguemos a tierra, iré a enterrarme en mi refugio, fuera de La Habana, y tú vendrás conmigo. Permaneceremos recluidos, sin recibir llamadas telefónicas ni celebrar reuniones hasta el Día de la Educación.

– ¿Crees que es prudente dejar colgado al presidente y desentendernos de la amenaza interna de los soviéticos?

– ¿Qué mal puede haber en ello? Las ruedas de las relaciones extranjeras americanas giran como las de una carreta tirada por bueyes. Con su enviado muerto, sólo puede quedarse de cara a la pared y esperar mi nueva iniciativa. En cuanto a los rusos, todavía no es el momento oportuno para su maniobra. -Golpeó ligeramente el hombro de Raúl-. Anímate, hermanito. ¿Qué puede ocurrir en los próximos cinco días que tú y yo no podamos controlar?

Raúl se lo preguntó vagamente. También se preguntó cómo podía sentirse helado como una tumba bajo el sol abrasador del Caribe.

Poco después de medianoche, el general Velikov se puso rígidamente en pie junto a su mesa cuando se abrieron las puertas del ascensor y Lyev Maisky entró en el despacho.

Velikov le saludó fríamente.

– Camarada Maisky. Es un placer inesperado.

– Camarada general.

– ¿Puedo ofrecerle algún refresco?

– Esta humedad es una maldición -respondió Maisky, enjugándose la frente con una mano y observando el sudor en sus dedos-. No me vendría mal un vaso de vodka helado.

Velikov levantó un teléfono y dio una breve orden. Después señaló un sillón.

– Por favor, póngase cómodo.

Maisky se dejó caer pesadamente en un blando sillón de cuero y bostezó debido al largo trayecto en avión.

– Lamento que no haya sido informado de mi llegada, general, pero el camarada Polevoi pensó que era mejor no exponernos a que fuesen interceptadas y descifradas sus nuevas instrucciones por los servicios de escucha de la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana.

Velikov arqueó las cejas como tenía por costumbre y dirigió a Maisky una mirada cautelosa.

– ¿Nuevas instrucciones?

– Sí, una operación muy complicada.

– Espero que el jefe de la KGB no me ordene aplazar el proyecto de asesinato de Castro.

– En absoluto. En realidad, me han pedido que le diga que los barcos con el cargamento necesario para la misión llegarán al puerto de La Habana medio día antes de lo previsto.

Velikov asintió satisfecho con la cabeza.

– Así tendremos más tiempo.

– ¿Han tenido algún problema? -preguntó Maisky.

– Todo se desarrolla normalmente.

– ¿Todo? -repitió Maisky-. Al camarada Polevoi no le gustó la huida de uno de sus prisioneros.

– No tiene que preocuparse. Un pescador encontró el cuerpo del fugitivo en sus redes. El secreto de esta instalación es todavía seguro.

– ¿Y qué me dice de los otros? Debe saber que el Departamento de Estado exige a las autoridades cubanas su liberación.

– Un burdo farol -replicó Velikov-. La CÍA no tiene el menor indicio de que los intrusos están todavía vivos. El hecho de que Washington pida su liberación a los cubanos, en vez de a nosotros, demuestra que están disparando a ciegas.

– La cuestión es saber contra qué están disparando. -Maisky hizo una pausa y sacó una pitillera de platino del bolsillo. Encendió un cigarrillo largo y sin filtro y exhaló el humo hacia el techo-. Nada debe retrasar Ron y Cola.

– Castro hablará según lo prometido.

– ¿Puede estar seguro de que no cambiará de idea?

– Si la historia se repite, pisamos terreno firme. El jefe máximo todavía no ha perdido ninguna oportunidad de pronunciar un discurso.

– Pero puede producirse un accidente, una enfermedad o un huracán.

– Algunas cosas escapan al control humano, pero no pienso fracasar.

Un guardia uniformado apareció con una botella de vodka fría y un vaso sobre una capa de hielo.

– ¿Sólo un vaso, general? ¿No beberá conmigo?

– Tal vez un coñac, más tarde.

Velikov esperó pacientemente hasta que Maisky hubo consumido un tercio de la botella. Después se lanzó.

– ¿Puedo pedir al delegado del Primer Directorio que me ilustre sobre esta nueva operación?

– Desde luego -dijo amablemente Maisky-. Tiene que emplear todos los medios electrónicos de que dispone para obligar a la nave espacial de los Estados Unidos a aterrizar en territorio cubano.

– ¿He oído bien? -preguntó pasmado Velikov.

– El camarada presidente Antonov le ordena que irrumpa en los sensores computarizados de control de la lanzadera espacial Gettysburg, entre su regreso a la atmósfera y su acercamiento a Cabo Cañaveral, y la dirija de manera que aterrice en nuestro aeródromo militar de Santa Clara.

Frunciendo desconcertado el entrecejo, Velikov miró a Maisky como si el delegado de la KGB estuviese loco.

– Si me permite decirlo, es el plan más disparatado que haya concebido nunca el Directorio.

– Sin embargo, todo ha sido estudiado por nuestros científicos espaciales -dijo a la ligera Maisky. Apoyó el pie en una gran cartera que traía-. Todos los datos están aquí para la programación de sus ordenadores y el adiestramiento de su personal.

– Mis hombres son ingenieros de comunicaciones. -Velikov parecía perplejo-. No saben nada sobre dinámica del espacio.

– No hace falta que lo sepan. Los ordenadores se encargarán de ello. Lo más importante es que su equipo de la isla tenga capacidad para anular al Centro de Control Espacial de Houston y tomar el mando de la nave.

– ¿Cuándo se presume que ha de ocurrir esto?

– Según la NASA, el Gettysburg iniciará su reentrada en la atmósfera aproximadamente dentro de veintinueve horas.

Velikov asintió sencillamente con la cabeza. La impresión había pasado rápidamente, y había recobrado el control total, la tranquilidad y la viveza mental del profesional cabal.

– Desde luego, prestaré toda mi colaboración; pero me atrevo a decir que se necesitará algo más que un milagro corriente para realizar lo increíble.

Maisky bebió otro vaso de vodka y rechazó el pesimismo de Velikov con un ademán.

– Hay que tener fe, general, no en los milagros, sino en la inteligencia de los científicos y los ingenieros soviéticos. Esto es lo que pondrá a la nave espacial más adelantada de América en una pista de aterrizaje en Cuba.


Giordino contempló recelosamente el plato que tenía sobre las rodillas.

– Primero nos dan bazofia, y ahora, solomillo y huevos. No me fío de esos bastardos. Probablemente lo han sazonado con arsénico.

– Un truco para levantarnos antes de volver a derribarnos -dijo Gunn, hincando vorazmente los dientes en la carne-. Pero voy a olvidarme de esto.

– Hoy es el tercer día que el verdugo de la habitación número seis nos ha dejado en paz. Hay algo que huele mal.

– ¿Preferirías que te rompiese otra costilla? -murmuró Gunn, entre dos bocados.

Giordino pinchó los huevos con el tenedor y los probó.

– Probablemente nos engordan para la matanza.

– Quiera Dios que hayan dejado también en paz a Jessie.

– A los sádicos como Gly les encanta pegar a las mujeres.

– ¿Te has preguntado alguna vez por qué no está nunca Velikov presente durante las actuaciones de Gly?

– Es típico de los rusos dejar que un extranjero haga el trabajo sucio, o tal vez no puede soportar la vista de la sangre. ¿Cómo puedo saberlo?

La puerta se abrió de pronto y Foss Gly entró en la celda. Sus labios gruesos y salientes se abrieron en una sonrisa, y las pupilas de sus ojos eran hondas, negras y vacías.

– ¿Les gusta su comida, caballeros?

– Se ha olvidado del vino -dijo desdeñosamente Giordino-. Y el solomillo me gusta más crudo.

Gly se acercó más y, antes de que Giordino pudiese adivinar sus intenciones, descargó el puño en un furioso revés contra su caja torácica.

Giordino jadeó y todo su cuerpo se contrajo en un espasmo convulsivo. Su cara palideció, y sin embargo, increíblemente, esbozó una sonrisa torcida, mientras fluía entre el vello de su barba sin afeitar la sangre que brotaba de donde sus dientes habían mordido el labio inferior.

Gunn se incorporó en su litera sobre un brazo y arrojó el plato de comida contra la cabeza de Gly. Los huevos se estrellaron en la mejilla del verdugo y la carne a medio consumir le dio en la boca.

– Una reacción estúpida -dijo Gly, en un furioso murmullo-. Y lo lamentarás.

Se agachó, agarró el tobillo roto de Gunn y lo torció cruelmente.

Gunn apretó los puños, sus ojos se nublaron de dolor, pero no dijo nada. Gly se echó atrás y se quedó estudiándolo. Parecía fascinado.

– Eres duro, muy duro, por ser tan pequeño.

– Vuelve a tu agujero, babosa -farfulló Giordino, todavía recobrando su aliento.

– Tercos, muy tercos -suspiró cansadamente Gly. Por un breve segundo, sus ojos adquirieron una expresión pensativa; después volvió el negro vacío, frío y maligno como esculpido en una estatua-. Ah, sí, habéis hecho que me distrajese. He venido a daros noticias de vuestro amigo Dirk Pitt.

– ¿Qué ha sido de él?

– Trató de escapar y se ahogó.

– Mientes -dijo Gunn.

– Un pescador de las Bahamas lo encontró. El Consulado americano ha identificado ya el cadáver, o lo que quedaba de él después de haber sido pasto de los tiburones. -Se enjugó el huevo de la cara, agarró el solomillo del plato de Giordino, lo arrojó al suelo y lo aplastó con la bota-. Bon appétit, caballeros.

Salió de la celda y cerró la puerta a su espalda.

Giordino y Gunn se miraron en silencio durante largo rato, hasta que se hizo súbitamente la luz en sus cerebros. Entonces sus caras se iluminaron con amplias sonrisas que pronto se convirtieron en carcajadas.

– ¡Lo ha conseguido! -gritó Giordino, con un entusiasmo que mitigaba su dolor-. ¡Dirk ha podido volver a casa!

51

Los experimentos espectaculares de la estación espacial Columbus se encontraban en la manufactura de medicamentos exóticos, la obtención de cristales puros para chips semiconductores de ordenador y la observación de los rayos gamma. Pero la actividad corriente de la estación era la reparación de satélites.

Jack Sherman, su comandante, estaba en el módulo cilindrico de mantenimiento, ayudando a un equipo de ingenieros a sujetar un satélite en su lugar de reparación, cuando una voz sonó en el altavoz central.

– ¿Estás disponible, Jack?

– Estoy aquí.

– ¿Puedes venir al módulo de mando?

– ¿Qué sucede?

– Tenemos algún bromista que se ha introducido en nuestro canal de comunicaciones.

– Pásalo aquí.

– Será mejor que subas.

– Dame un par de minutos.

Asegurado el satélite y cerrada la esclusa de aire, Sherman se quitó el traje presurizado y deslizó las botas en un par de raíles estriados.

Entonces avanzó con lentos movimientos a través del medio ingrávido hasta el centro de la estación.

El primer ingeniero de comunicaciones y electrónica asintió con la cabeza al verle acercarse.

– Escucha esto. -Habló por un micrófono montado en un panel de control-. Por favor, identifiqúese otra vez.

Hubo una breve pausa, y después:

Columbus, aquí Jersey Colony. Pedimos permiso para atracar en su estación.

El ingeniero se volvió y miró a Sherman.

– ¿Qué piensas de esto? Debe ser algún chiflado de la Tierra.

Sherman se inclinó sobre el panel.

– Jersey Colony, o como se llamen, éste es un canal privado de la NASA. Están interfiriendo el canal de comunicaciones espaciales. Déjenlo libre, por favor.

– Imposible -dijo aquella voz extraña-. Nuestro vehículo de transferencia lunar se reunirá con ustedes dentro de dos horas. Sírvase instruirnos sobre los procedimientos de amarre.

– Lunar, ¿qué? -La cara de Sherman se contrajo de enojo-. Control de Houston, ¿lo copias?

– Copiamos -dijo una voz del Centro de Control Espacial de Houston.

– ¿Qué deduces de esto?

– Estamos tratando de localizarlo, Columbus. Por favor, no se retiren.

– No sé quiénes son ustedes, amigos -gruñó Sherman-, pero se han metido en un buen fregado.

– Me llamo Eli Steinmetz. Por favor, tenga preparada asistencia médica. Llevo dos heridos a bordo.

Sherman descargó un puñetazo sobre el respaldo de la silla del ingeniero.

– Esto es una locura.

– ¿Con quién estoy hablando? -preguntó Steinmetz.

– Con Jack Sherman, comandante del Columbus.

– Lamento esta brusca intrusión, Sherman, pero pensé que debía informarles de nuestra llegada.

Antes de que Sherman pudiese replicar, habló el Control de Houston:

Columbus, las señales no proceden de la Tierra, repito, no proceden de la Tierra. Vienen del espacio, más allá de ustedes.

– Está bien, muchachos, ¿a qué viene esta broma?

Ahora habló el director de Operaciones de Vuelo de la NASA.

– No es una broma. Soy Irwin Mitchell. Prepare a su tripulación para recibir a Steinmetz y sus colonos.

– ¿Qué colonos?

– Ya era hora de que apareciese alguien del «círculo privado» -dijo Steinmetz-. Durante un minuto, pensé que tendría que echar la puerta abajo.

– Disculpe, Eli. El presidente creyó que era mejor mantener el secreto hasta que llegasen al Columbus.

– ¿Tiene alguien la bondad de decirme qué sucede? -preguntó desesperado Sherman.

– Eli se lo explicará cuando se encuentren -respondió Mitchell. Después se dirigió a Steinmetz-. ¿Cómo están los heridos?

– Descansando cómodamente, pero uno de ellos requerirá una operación quirúrgica importante. Tiene una bala alojada cerca de la base del cráneo.

– Ya lo ha oído, Jack -dijo Mitchell-. Ponga sobre aviso a la tripulación de la lanzadera. Tendrán que adelantar su partida.

– Cuidaré de esto -dijo Sherman. Su voz se serenó y el tono era tranquilo, pero era demasiado inteligente para no estar desconcertado-. Pero, ¿de dónde diablos viene esta… esta Jersey Colony?

– ¿Me creería si le dijese que de la Luna? -replicó Mitchell.

– No -dijo llanamente Sherman-. No lo creería.


El Salón Theodore Roosevelt, en el ala oeste de la Casa Blanca, fue llamado antaño Salón de los Peces porque contenía acuarios y trofeos de pesca de Franklin Delano Roosevelt. Durante el mandato de Richard Nixon fue amueblado al estilo reina Ana y Chippendale y empleado para reuniones del alto personal.

Las paredes y la alfombra eran de color ladrillo, en tonos claro y oscuro. Un cuadro de la Declaración de Independencia pendía en la pared este, sobre la repisa de madera tallada de la chimenea. Observando severamente la estancia desde la pared sur, veíase a Teddy Roosevelt montado a caballo, en un retrato pintado en París por Tade Styka. El presidente prefería esta habitación íntima a la más formal Sala del Gabinete para discusiones importantes, en parte porque no había ventanas. Ahora estaba sentado a la cabecera de la mesa de conferencias, garrapateando en un bloc. A su izquierda, se hallaba el secretario de Defensa, Jess Simmons. Después venían el director de la CÍA, Martin Brogan, Dan Fawcett y Leonard Hudson. Douglas Oates, secretario de Estado, se sentaba inmediatamente a su derecha, seguido del consejero de Seguridad Nacional, Alan Mercier, y del general de la Fuerza Aérea, Alian Post, que dirigía el programa espacial militar.

Hudson había pasado más de una hora explicando a los hombres del presidente la historia de la Jersey Colony. Al principio, éstos se quedaron pasmados y guardaron silencio. Después se excitaron mucho y lanzaron una andanada de preguntas a las que respondió Hudson, hasta que el presidente ordenó que les sirviesen el almuerzo en aquella misma habitación.

El indecible asombro fue seguido de entusiastas loanzas a Hudson y su «círculo privado», pero poco a poco se impuso la triste realidad al conocerse el conflicto con los cosmonautas soviéticos.

– Cuando los colonos de Jersey hayan regresado sanos y salvos a Cabo Cañaveral -dijo el presidente-, tal vez podré apaciguar a Antonov ofreciéndole compartir algunos de los numerosos datos obtenidos por Steinmetz y su equipo.

– ¿Por qué hemos de regalarles algo? -preguntó Simons-. Ya nos han robado bastante tecnología.

– No niego su latrocinio -replicó el presidente-, pero si nuestras posiciones estuviesen invertidas, no permitiría que se saliesen de rositas después de matar a catorce de nuestros astronautas.

– Yo estoy con usted, señor presidente -dijo el secretario de Estado, Oates-. Pero si ustedes estuviesen realmente en su lugar, ¿qué clase de represalia tomarían?

– Muy sencillo -dijo el general Post-. Si yo fuese Antonov, ordenaría que Columbas fuese borrado del cielo.

– Una idea abominable, pero que hemos de tomar en serio -dijo Brogan-. Los líderes soviéticos deben pensar que tienen derecho a destruir la estación y a todos los que están a bordo.

– O la lanzadera y su tripulación -añadió Post.

El presidente miró fijamente al general.

– ¿Pueden ser defendidos el Columbus y el Gettysburg?

Post sacudió ligeramente la cabeza.

– Nuestro sistema de defensa láser rayos X no será eficaz hasta dentro de catorce meses. Mientras estén en el espacio, tanto la estación como la lanzadera serán vulnerables a los satélites asesinos Cosmos 1400 de la Unión Soviética. Sólo podremos proteger con eficacia al Gettysburg después de que entre en la atmósfera terrestre.

El presidente se volvió a Brogan.

– ¿Qué dice usted, Martin?

– No creo que ataquen el Columbus. Se expondrían demasiado a que nosotros tomásemos represalias contra la estación Salyut 10. Yo digo que tratarán de destruir la lanzadera.

Se hizo un silencio helado en el Salón Roosevelt, mientras cada uno de los presentes debatía sus propios pensamientos. Entonces, la cara de Hudson adquirió una expresión inspirada, y golpeó la mesa con su pluma.

– Creo que hemos pasado algo por alto -dijo, en tono flemático.

– ¿Qué? -preguntó Fawcett.

– El verdadero objetivo de su ataque contra la Jersey Colony.

Brogan tomó la palabra.

– Salvar su prestigio destruyendo todo rastro de nuestra hazaña en el espacio -dijo.

– No destruir, sino robar -dijo enérgicamente Hudson-. Asesinar a los colonos no era un castigo de ojo por ojo, diente por diente. Jess Simmons dio en el clavo. Según la manera de pensar del Kremlin, lo vital era apoderarse de la base intacta con el fin de aprovecharse de la tecnología, los datos y los resultados de una inversión de miles de millones de dólares y de veinticinco años de trabajo. Éste era su objetivo. La venganza era algo secundario.

– Es una buena teoría -dijo Oates-. Salvo que, con los colonos volviendo a la Tierra, Jersey Colony está a su alcance.

– Empleando nuestro vehículo de transporte lunar, podemos tener otro equipo en el lugar dentro de dos semanas -dijo Hudson.

– Pero tengamos en cuenta a los dos cosmonautas que están todavía en Selenos 8 -dijo Simmons-. ¿Qué va a impedirles bajar y apoderarse de la colonia abandonada?

– Disculpe -respondió Hudson-. Olvidé decirles que Steinmetz transportó a los cinco rusos muertos a la cápsula lunar y los introdujo en ella. Después obligó a los tripulantes supervivientes a elevarse y volver a la Tierra, amenazándoles con hacerles pedazos en la superficie de la Luna con el último cohete de su lanzador.

– El sheriff limpiando la población -dijo Brogan con admiración-. Ardo en deseos de conocer a ese hombre.

– Pero fue a costa de algo -dijo Hudson, a media voz-. Steinmetz trae dos heridos graves y un cadáver.

– ¿Cuál es el nombre del muerto? -preguntó el presidente.

– Doctor Kurt Perry. Un brillante bioquímico.

El presidente se dirigió a Fawcett.

– Tenemos que hacer que reciba los honores debidos.

Hubo una breve pausa y, después, Post llevó de nuevo la discusión a su cauce.

– Está bien; si los soviéticos no pueden apoderarse de la Jersey Colony, ¿qué les queda?

– El Gettysburg -respondió Hudson-. Los rusos tienen todavía una posibilidad de apoderarse de un verdadero tesoro en datos científicos.

– ¿Secuestrar la lanzadera en el aire? -preguntó sarcásticamente Simmons-. No sabía que tuviesen a Buck Rogers de su parte.

– No le necesitan -replicó Hudson-. Técnicamente, es posible programar una desviación en los sistemas de dirección de vuelo. Se puede engañar a los ordenadores y hacer que envíen una señal equivocada a los aparatos de dirección, a los impulsores y a otros elementos, para controlar el Gettysburg. Hay mil maneras diferentes de desviar la lanzadera unos pocos grados de su rumbo. Dependiendo de la distancia a que se encuentre del lugar de aterrizaje, podría ser desviado hasta mil millas del aeródromo espacial Kennedy, de Cabo Cañaveral.

– Pero los pilotos pueden prescindir del sistema automático y aterrizar con control manual -protestó Post.

– No si les engañan y les hacen creer que el Control de Houston está dirigiendo su vuelo de regreso.

– ¿Es esto posible? -preguntó el presidente, con incredulidad.

Alan Mercier asintió con la cabeza.

– Es posible, si los soviéticos tienen transmisores locales con capacidad para dominar los aparatos electrónicos internos de la lanzadera e interferir todas las señales del Control de Houston.

El presidente intercambió una mirada lúgubre con Brogan.

– Cayo Santa María -murmuró tristemente Brogan.

– Una isla situada al norte de Cuba y en la que hay una poderosa instalación de transmisiones y de escucha, con los hombres necesarios para hacer el trabajo -explicó el presidente a los demás.

– Tal vez no se habrán enterado de que nuestros colonos han abandonado la colonia -dijo, esperanzado, Fawcett.

– Lo saben -respondió Hudson-. Desde que sus satélites de escucha fueron dirigidos hacia la Jersey Colony, han registrado todas nuestras transmisiones.

– Tendremos que concebir un plan para neutralizar el equipo de la isla -sugirió Post.

Brogan sonrió.

– Sólo que ocurre que hay una operación en marcha.

Post sonrió a su vez.

– Si está proyectando lo que me imagino, me gustaría saber cuándo.

– Se dice…, es solamente un rumor, compréndalo, que las fuerzas militares cubanas van a lanzar una misión de ataque y destrucción después de la medianoche de hoy, aunque no se sabe exactamente cuándo.

– ¿Y cuál es la hora de la partida de la lanzadera para casa? -preguntó Slan Mercier.

– Las cinco de la madrugada de mañana -respondió Post.

– Esto resuelve la cuestión -dijo el presidente-. Informa al comandante del Columbus que retenga al Gettysburg en la plataforma de amarre hasta que podamos estar seguros de su regreso a salvo.

Todos los que se hallaban sentados alrededor de la mesa parecieron satisfechos de momento, salvo Hudson. Éste tenía la expresión del muchacho a quien el perrero del distrito acaba de quitar su perrito mimado.

– Sólo desearía -dijo, a nadie en particular- que todo fuese tan sencillo.

52

Velikov y Maisky se hallaban en una galería, tres plantas por encima del centro de escucha electrónica, contemplando un pequeño ejército de hombres y mujeres que manejaban el complicado equipo receptor electrónico. Veinticuatro horas al día, antenas gigantescas emplazadas en Cuba interceptaban las llamadas telefónicas civiles y las señales de radio militares de los Estados Unidos, transmitiéndolas a Cayo Santa María, donde eran descifradas y analizadas por los ordenadores.

– Una obra realmente soberbia, general -dijo Maisky-. Los informes sobre su instalación han sido demasiado modestos.

– No pasa un día sin que continuemos la expansión -dijo orgullosamente Velikov-. Además tenemos una despensa bien abastecida y un centro de cultura física, con equipo de ejercicios y una sauna. Tenemos incluso un salón de entretenimientos y una barbería.

Maisky contempló dos pantallas, de diez por quince pies, instaladas en paredes diferentes. La de la izquierda contenía representaciones visuales generadas por los ordenadores, mientras que la de la derecha mostraba diversos datos e intrincados gráficos.

– ¿Ha descubierto su gente la situación de los colonos de la Luna?

El general asintió con la cabeza y levantó un teléfono. Habló unas cuantas palabras por el micrófono mientras contemplaba al atareado equipo de la planta baja. Un hombre que estaba ante una consola miró hacia arriba y agitó una mano. Entonces las dos pantallas se oscurecieron por un breve instante y volvieron a la vida con una nueva exhibición de datos.

– Un informe detallado -dijo Velikov, señalando la pantalla de la derecha-. Podemos captar casi todo lo que es transmitido entre el Control de Houston y sus astronautas. Como puede ver, el transbordador de los colonos de la Luna atracó hace tres horas en la estación espacial.

Maisky estaba fascinado mientras sus ojos recorrían aquella información. Se resistía a aceptar el hecho de que el servicio secreto americano supiese indudablemente tanto, si no más, sobre los esfuerzos espaciales soviéticos.

– ¿Transmiten en clave? -preguntó.

– En ocasiones, cuando se trata de una misión militar; pero generalmente la NASA habla claramente con sus astronautas. Como puede ver en la pantalla de datos, el Centro de Control de Houston ha ordenado al Gettysburg que retrase su partida hasta mañana por la mañana.

– Esto no me gusta.

– No veo en ello nada sospechoso. Probablemente, el presidente quiere tener tiempo para organizar una gran campaña de propaganda para anunciar otro triunfo americano en el espacio.

– O pueden estar enterados de nuestras intenciones.

Maisky guardó entonces silencio, sumido en sus pensamientos. Sus ojos tenían una expresión preocupada, y cruzaba y descruzaba nerviosamente las manos.

Velikov le miró, divertido.

– Si esto trastorna de algún modo sus planes, puedo emplear la frecuencia del Control de Houston y transmitir una orden falsa.

– ¿Puede hacer esto?

– Sí.

– ¿Simular una orden a la lanzadera, para que abandone la estación espacial y regrese a la Tierra?

– Sí.

– ¿Y engañar a los jefes de la estación y de la nave, haciéndoles creer que oyen una voz conocida?

– No advertirán la diferencia. Nuestros sintetizadores computarizados tienen grabaciones de transmisiones más que suficientes para imitar perfectamente la voz, el acento y las peculiaridades verbales de al menos veinte oficiales de la NASA.

– ¿Y qué puede impedir que el Control de Houston anule la orden?

– Puedo interferir sus transmisiones hasta que sea demasiado tarde para que detengan la nave. Después, si las instrucciones que nos dieron ustedes de nuestros científicos espaciales son correctas, dominaremos sus sistemas de vuelo y la haremos aterrizar en Santa Clara.

Maisky miró larga y fijamente a Velikov. Después dijo:

– Hágalo.

El presidente estaba profundamente dormido cuando sonó suavemente el teléfono en su mesita de noche. Se volvió y miró la esfera fluorescente de su reloj de pulsera. Era la una y diez minutos de la madrugada. Entonces dijo:

– Hable.

Le respondió la voz de Dan Fawcett.

– Siento despertarle, señor presidente, pero ha ocurrido algo que creo que debe usted saber.

– Le escucho. ¿De qué se trata?

– Acabo de recibir una llamada de Irwin Mitchell, de la NASA. Me ha dicho que el Gettysburg ha salido del Columbus y está en órbita, preparándose para el regreso.

El presidente se incorporó de golpe, despertando a su esposa que dormía a su lado.

– ¿Quién dio la orden? -preguntó.

– Mitchell no lo sabe. Todas las comunicaciones entre Houston y la estación espacial se han interrumpido a causa de una extraña interferencia.

– Entonces, ¿cómo se ha enterado de la partida de la nave?

– El general Fisher ha estado observando el Columbus, en el Centro de Operaciones Espaciales de Colorado Springs, desde que Steinmetz salió de Jersey Colony. Las sensibles cámaras del Centro captaron el movimiento cuando el Gettysburg abandonó el dique de la estación. Me telefoneó en cuanto le informaron de ello.

El presidente golpeó desesperadamente el colchón.

– ¡Maldita sea!

– Me he tomado la libertad de poner sobre aviso a Jess Simmons. Éste ha desplegado ya dos escuadrillas tácticas de la Fuerza Aérea en el aire, para que escolten y protejan la lanzadera en cuanto penetre en la atmósfera.

– ¿Cuánto tiempo tenemos antes de que el Gettysburg aterrice?

– Desde la preparación inicial de descenso hasta el aterrizaje, unas dos horas.

– Los rusos están detrás de esto.

– Ésta es la opinión general -reconoció Fawcett-. Todavía no podemos estar seguros, pero todos los indicios señalan a Cuba como la causante del problema de interferencia de la radio de Houston.

– ¿Cuándo debe el equipo especial de Brogan atacar Cayo Santa María?

– A las dos.

– ¿Quién lleva el mando?

– Discúlpeme un momento; voy a buscar el nombre en el informe de ayer de la CÍA. -Fawcett no tardó más de treinta segundos en volver-. La misión está dirigida por el coronel de Infantería de Marina Ramón Kleist.

– Conozco el nombre. Kleist recibió una Medalla de Honor del Congreso.

– Hay algo más.

– ¿Qué?

– Los hombres de Kleist son dirigidos por Dirk Pitt.

El presidente suspiró casi con tristeza.

– Este hombre ha hecho ya demasiado. ¿Es absolutamente necesaria su presencia?

– Sólo Pitt podría hacerlo -dijo Fawcett.

– ¿Podrán destruir a tiempo el centro de interferencias?

– Sinceramente, debo confesar que es una cuestión de cara o cruz.

– Dígale a Jess Simmons que esté en el Salón de Guerra -dijo solemnemente el presidente-. Si algo anda mal, temo que, para que el Gettysburg y su valioso cargamento no caigan en manos de los soviéticos, no tendremos más remedio que derribarlo. ¿Me ha entendido, Dan?

– Sí, señor -dijo Fawcett palideciendo repentinamente-. Le transmitiré su mensaje.

53

– Alto -ordenó Kleist. Comprobó de nuevo los datos del instrumento satélite Navstar y aplicó un par de compases sobre una carta extendida-. Estamos a siete millas al este de Cayo Santa María. Es lo más cerca que podemos llevar el TSE.

El comandante Quintana, que llevaba uniforme de campaña moteado de gris y negro, miró fijamente la marca amarilla en la carta.

– Tardaríamos unos cuarenta minutos en girar hacia el sur y desembarcar desde el lado cubano.

– El viento está en calma y las olas no son de más de medio metro. Otra ventaja es que no hay luna. La noche no puede ser más negra.

– Una noticia tan mala como buena -dijo gravemente Quintana-. Hace que seamos difíciles de ver, pero tampoco podremos ver nosotros las patrullas de guardias, si es que las hay. A mi entender, nuestro principal problema es que no tenemos la situación exacta del recinto. Podemos desembarcar a kilómetros de distancia.

Kleist se volvió y miró a un hombre alto e imponente que se apoyaba en un mamparo. Como Quintana, vestía un traje de campaña especial para la noche. Sus ojos grises y penetrantes se fijaron en los de Kleist.

– ¿Todavía no puede señalar exactamente el lugar?

Pitt se irguió, sonrió con su acostumbrada indiferencia y dijo simplemente:

– No.

– No es muy alentador -dijo rudamente Quintana.

– Es posible, pero al menos soy sincero.

Kleist habló con indulgencia.

– Lamentamos, señor Pitt, que las condiciones visuales no fuesen las adecuadas durante su fuga. Pero le agradeceríamos que fuese un poco más concreto.

La sonrisa de Pitt se extinguió.

– Miren, yo llegué a tierra en medio de un huracán y huí en plena noche. Ambas cosas tuvieron lugar en el lado de la isla opuesto a aquel en que se presume que hemos de desembarcar. No medí las distancias, ni arrojé migas de pan al suelo durante mi camino. La tierra era llana, sin colinas ni arroyos que pudiesen servir de puntos de referencia. Sólo palmeras, malezas y arena. La antena estaba a media milla del pueblo. El recinto, al menos una milla más allá. Cuando lleguemos al camino, el recinto estará a la izquierda. Esto es cuanto puedo decirles.

Quintana asintió resignadamente con la cabeza.

– Dadas las circunstancias, no podemos pedir más.

Un tripulante desaliñado, que vestía jeans y camiseta de manga corta, entró por la escotilla en el cuarto de control. Tendió en silencio un mensaje descifrado a Kleist y se marchó.

– Ojalá no sea una cancelación en el último momento -dijo vivamente Pitt.

– Al contrario -murmuró Kleist-. Todavía nos apremian más.

Releyó el mensaje, con un fruncimiento de cejas en el rostro normalmente impasible. Lo tendió a Quintana, el cual lo leyó y después apretó los labios contrariado antes de pasar el papel a Pitt. Decía así:

NAVE ESPACIAL GETTYSBURG DEJÓ ESTACIÓN Y ESTÁ EN ÓRBITA PREPARANDO REENTRADA. PERDIDO TODO CONTACTO. APARATOS ELECTRÓNICOS DE SU OBJETIVO HAN PENETRADO ORDENADORES DE DIRECCIÓN Y TOMADO EL MANDO. CALCULAMOS QUE DESVIACIÓN RUMBO HARÁ ATERRIZAR NAVE EN CUBA A LAS 0340. RAPIDEZ ES ESENCIAL. CONSECUENCIAS IMPREVISIBLES SI INSTALACIÓN NO ES DESTRUIDA A TIEMPO. SUERTE.

– Son muy amables al avisarnos en el último minuto -dijo hoscamente Pitt-. Faltan menos de dos horas para las tres y cuarenta.

Quintana miró severamente a Kleist.

– ¿Pueden realmente los soviéticos hacer una cosa así y salirse con la suya? -dijo.

Kleist no les escuchaba. Volvió a contemplar la carta y trazó una fina línea en lápiz que marcaba el rumbo hacia la costa sur de Cayo Santa María.

– ¿Dónde sitúa usted aproximadamente la antena?

Pitt tomó el lápiz y marcó un pequeño punto en la base de la cola de la isla.

– Una suposición, en el mejor de los casos.

– Está bien. Le proveeremos de un pequeño aparato de radio impermeable. Cambiaré la posición en la carta y la programaré en el ordenador Navstar; después les mantendré localizados con su señal y les guiaré.

– Usted no será el único que podrá localizarnos.

– Un pequeño riesgo, pero que nos ahorrará un tiempo valioso. Podrían volar la antena, interrumpiendo así las órdenes dirigidas por radio al Gettysburg con mucha más rapidez que si tuviesen que entrar por la fuerza en el recinto y destruir la instalación principal.

– Muy sensato.

– Ya que está de acuerdo -dijo pausadamente Kleist-, sugiero, caballeros, que vayan allá.

El transporte subacuático para fines especiales no se parecía a ningún submarino que Pitt hubiese visto. Tenía un poco más de cien metros de eslora y la forma de un cincel vuelto de lado. La proa horizontal parecida a una cuña estaba unida a un casco casi cuadrado que terminaba bruscamente en una popa en forma de caja. La cubierta era absolutamente lisa, sin salientes.

No había nadie al timón. Era totalmente automático, impulsado por una fuerza nuclear que hacía girar las hélices gemelas o, en caso necesario, accionaba unas bombas que tomaban agua en el impulso hacia delante y la arrojaban sin ruido por aberturas en los costados.

El TSE había sido especialmente diseñado para la CÍA, para operaciones secretas de contrabando de armas, infiltración de agentes camuflados e incursiones de ataque y retirada. Podía navegar hasta seiscientos metros de profundidad a una velocidad de cincuenta nudos, pero también podía remontar una playa, abrir sus puertas y desembarcar una fuerza de doscientos hombres con varios vehículos.

El submarino emergió, con su cubierta plana a sólo medio metro por encima del agua negra. El equipo de exiliados cubanos de Quintana salió por las escotillas y todos empezaron a levantar los Dashers acuáticos que les entregaban desde abajo.

Pitt había conducido un Dasher en un lugar de veraneo de México. Era un vehículo acuático a propulsión, fabricado en Francia para recreo en el mar. Llamada coche deportivo marino, la pequeña y brillante máquina tenía el aspecto de dos torpedos sujetos por los lados. El conductor yacía boca arriba, con una pierna introducida en cada uno de los dos cascos gemelos, y controlaba el movimiento por medio de un volante parecido al de los automóviles. La fuerza procedía de una batería muy potente que podía impulsar la embarcación por medio de chorros de agua a una velocidad de veinte nudos en aguas tranquilas, durante tres horas antes de tener que recargarla.

Cuando Pitt propuso emplearlos para cruzar la red cubana de radar, Kleist se apresuró a negociar un pedido especial con la fábrica y dispuso que fuesen enviados por un transporte de la Fuerza Aérea a San Salvador en quince horas.

El aire de la mañana temprana era cálido y descargó un ligero chaparrón. Cada hombre montó en su Dasher y fue empujado sobre la mojada cubierta hasta el mar. Se habían montado unas luces azules veladas en las popas, de manera que cada hombre pudiese seguir al que iba delante.

Pitt esperó unos momentos y miró en la oscuridad hacia Cayo Santa María, esperando ansiosamente no llegar demasiado tarde para salvar a sus amigos. Una gaviota madrugadora pasó chillando sobre su cabeza, invisible en el turbio cielo.

Quintana le agarró de un brazo.

– Ahora le toca a usted. -Hizo una pausa y miró a través de la penumbra-. ¿Qué diablos es eso?

Pitt levantó un palo en una mano.

– Un bate de béisbol.

– ¿Para qué lo necesita? Le dieron un AK-74.

– Es un regalo para un amigo.

Quintana sacudió asombrado la cabeza.

– Partamos. Usted irá delante. Yo iré en retaguardia por si alguien se despista.

Pitt asintió con la cabeza, subió a su Dasher y ajustó un pequeño receptor a uno de sus oídos. Un momento antes de que la tripulación le empujase sobre el lado del TSE, el coronel Kleist se inclinó y le estrechó la mano.

– Condúzcales hasta el objetivo -dijo gravemente.

Pitt le dirigió una ligera sonrisa.

– Es lo que pretendo hacer.

Entonces su Dasher entró en el agua. Él ajustó la palanca a media velocidad y se apartó del submarino. Era inútil que se volviese a comprobar si los otros le seguían. No habría podido verles. La única luz era la de las estrellas, y éstas eran demasiado opacas para resplandecer en el agua.

Aumentó la velocidad y estudió el disco fluorescente de la brújula sujeta a una de sus muñecas. Mantuvo el rumbo hacia el este hasta que oyó la voz de Kleist en su auricular:

– Tuerza a 270 grados.

Pitt hizo la corrección y mantuvo el rumbo durante diez millas, a una velocidad de unos pocos nudos por debajo de la máxima, para permitir que los hombres que iban detrás se acercasen si se desviaban. Estaba seguro de que los delicados sensores subacuáticos captarían el acercamiento de! comando, pero confiaba en que los rusos harían caso omiso de las señales en sus instrumentos, atribuyéndolas a una bandada de peces.

Muy lejos, hacia el sur en dirección a Cuba, tal vez a más de cuatro millas de distancia, el faro de una lancha patrullera brilló y barrió el agua como una guadaña, cortando la noche, buscando embarcaciones ilegales. El lejano resplandor les iluminó, pero eran demasiado pequeños y estaban tan cerca del agua que no podían ser vistos a aquella distancia.

Pitt recibió una nueva orden de Kleist y alteró el curso hacia el norte. La noche era oscura como boca de lobo, y sólo podía esperar que los otros treinta hombres se mantuviesen cerca de su popa. Las proas gemelas del Dasher tropezaron con una serie de olas más altas, que le arrojaron espuma a la cara, y sintió el fuerte sabor salino del mar.

La ligera turbulencia producida por el paso del Dasher por el agua hizo que centelleasen brevemente unas motas fosforescentes, como un ejército de luciérnagas, antes de extinguirse en la estela. Pitt empezó al fin a tranquilizarse un poco cuando volvió a oír la voz de Kleist:

– Está a unos doscientos metros de la costa.

Pitt redujo la marcha de su pequeña embarcación y siguió avanzando cautelosamente. Después se detuvo y se dejó llevar por la corriente. Esperó, aguzando la mirada en la oscuridad y escuchando con los nervios en tensión. Transcurrieron cinco minutos y vio vagamente el perfil de Cayo Santa María ante él, negro y ominoso. Casi no había rompientes en aquel lado de la isla y el suave susurro del agua sobre la playa era el único sonido que podía oír.

Apretó suavemente el pedal y avanzó muy despacio, dispuesto a dar media vuelta y tornar a toda velocidad a alta mar si eran descubiertos. Segundos más tarde, el Dasher chocó sin ruido contra la arena. Inmediatamente, Pitt saltó y arrastró la ligera embarcación sobre la playa hasta unos matorrales, debajo de una hilera de palmeras. Entonces esperó hasta que Quintana y sus hombres surgieron como fantasmas y se agruparon silenciosamente a su alrededor en un apretado nudo, indistintos en la oscuridad y satisfechos todos de pisar de nuevo tierra firme.

Por precaución, Quintana invirtió un tiempo precioso en contar a sus hombres y examinar brevemente su equipo. Cuando quedó satisfecho, se volvió a Pitt y dijo:

– Usted primero, amigo.

Pitt examinó la brújula y echó a andar hacia el interior de la isla, torciendo ligeramente hacia la izquierda. Sostenía el bate de béisbol delante de él, como el bastón de un ciego. A menos de ochenta metros del lugar donde se habían reunido, el extremo del bate tropezó con la cerca electrificada. Se detuvo bruscamente y el hombre que le seguía chocó contra él.

– ¡Tranquilo! -susurró Pitt-. Haga correr la voz. Estamos en la alambrada.

Dos hombres provistos de palas se adelantaron y atacaron la blanda arena. En un santiamén habían excavado un hoyo lo bastante grande para que pudiese pasar por él un borrico.

Pitt fue el primero en arrastrarse por allí. Durante un momento, no supo la dirección que debía tomar. Vaciló, husmeando el aire. Después, de pronto, supo exactamente dónde estaba.

– No hemos tenido suerte -murmuró a Quintana-. El edificio está solamente a pocos cientos de metros a nuestra izquierda. La antena está por lo menos a un kilómetro en dirección contraria.

– ¿Cómo lo sabe?

– Emplee el olfato. Podrá oler los vapores de escape de los motores Diesel que activan los generadores.

Quintana inhaló profundamente.

– Tienen razón. La brisa trae el olor desde el noroeste.

– ¡Y quieren una solución rápida! Sus hombres tardarán más de media hora en llegar a la antena y colocar las cargas.

– Entonces atacaremos el recinto.

– Será mejor hacer ambas cosas. Envíe a sus mejores corredores a volar la antena y el resto de nosotros trataremos de alcanzar el centro de electrónica.

Quintana tardó menos de un segundo en decidirse. Pasó entre las filas y eligió rápidamente cinco hombres. Volvió con un personaje menudo, cuya cabeza llegaba apenas a los hombros de Pitt.

– Éste es el sargento López. Necesitará instrucciones para llegar a la antena.

Pitt se quitó la brújula de la muñeca y la tendió al sargento. López no hablaba inglés y Quintana tuvo que actuar de intérprete. El pequeño sargento era un buen entendedor. Repitió las instrucciones de Pitt perfectamente, en español. Después López sonrió ampliamente, dio una breve orden a sus hombres y desapareció en la noche.

Pitt y el resto de las fuerzas de Quintana avanzaron a paso ligero. El tiempo empezó a deteriorarse. Las nubes cubrieron las estrellas, y las gotas de lluvia que caían sobre las hojas de las palmeras producían un extraño tamborileo. Los hombres serpenteaban entre los árboles graciosamente encorvados por la furia de los huracanados vientos. Cada pocos metros, alguien tropezaba y caía, pero era ayudado a levantarse por los otros. Pronto se hizo más pesada su respiración y el sudor resbaló por sus cuerpos y empapó sus trajes de campaña. Pitt marcaba un paso rápido, impulsado por la desesperada ilusión de encontrar todavía con vida a Jessie, Giordino y Gunn. Su mente se mantenía al margen de las incomodidades y del creciente agotamiento, al imaginar los tormentos que Foss Gly les habría sin duda infligido. Sus tristes pensamientos se interrumpieron cuando salió de la maleza a la carretera.

Torció a la izquierda en dirección al recinto, sin pretender avanzar a hurtadillas u ocultarse, empleando la lisa superficie para ganar tiempo. La sensación de la tierra bajo sus pies le parecía ahora más familiar. Aflojó el paso y llamó en voz baja a Quintana. Cuando sintió una mano sobre uno de sus hombros, señaló hacia una débil luz apenas visible entre los árboles.

– La casa del guarda junto a la verja.

Quintana dio una palmada en la espalda de Pitt, para decirle que había comprendido, y dio instrucciones en español al hombre que le seguía en la fila. Éste se alejó en dirección a la luz.

Pitt no tuvo que preguntar nada. Sabía que a los guardias de seguridad que vigilaban la verja sólo les quedaban dos minutos de vida.

Se deslizó junto al muro y se metió en el canal de desagüe, sintiéndose enormemente aliviado al descubrir que los barrotes estaban todavía doblados, tal como él los había dejado. Los otros gatearon también por allí y continuaron hasta el respiradero de encima del garaje. Se presumía que Pitt no debía ir más lejos. Las severas órdenes de Kleist habían sido que guiase a las fuerzas del comandante Quintana hasta el respiradero y no siguiese adelante. Tenía que apartarse de los otros, volver solo a la playa donde habían desembarcado y esperar a que los demás se batiesen en retirada.

Kleist hubiese debido sospechar que, al no discutir Pitt la orden, significaba que no estaba dispuesto a cumplirla; pero el coronel tenía demasiados problemas en su mente para mostrarse receloso. Y el bueno de Pitt, con absoluta naturalidad, había sido modelo de cooperación cuando había trazado un diagrama de la entrada en el edificio.

Antes de que Quintana pudiese alargar una mano para detenerle, Pitt se dejó caer por el respiradero a la vigueta que estaba encima de los vehículos aparcados y desapareció como una sombra por la salida que conducía a las celdas inferiores.

54

Dave Jurgens, comandante de vuelo del Gettysburg, estaba ligeramente perplejo. Compartía el entusiasmo de todos los de la estación espacial ante la inesperada llegada de Steinmetz y sus hombres de la Luna. Y no encontraba nada extraño en la súbita orden de llevar a los colonos a la Tierra en cuanto pudiese ser cargado el material científico en el compartimiento correspondiente de la lanzadera.

Lo que le preocupaba era la brusca orden de Control de Houston de que aterrizase de noche en Cabo Cañaveral. Su petición de esperar unas pocas horas hasta que saliese el sol fue respondida con una fría negativa. No le dieron ninguna explicación de los motivos que habían tenido las autoridades de la NASA para cambiar súbitamente, y por primera vez en casi treinta años, su estricta norma de hacer los aterrizajes de día.

Miró a su copiloto, Cari Burkhart, con veinte años de experiencia en el programa espacial.

– No podremos ver gran cosa de los pantanos de Florida en este aterrizaje.

– Cuando has visto un caimán, los has visto todos -fue la lacónica respuesta de Burkhart.

– ¿Están cómodos todos nuestros viajeros?

– Como sardinas en una lata.

– ¿Programados los ordenadores para el regreso?

– Están a punto.

Jurgens observó brevemente las tres pantallas de TV en el centro del panel principal. Una daba la condición de todos los sistemas mecánicos, mientras que las otras dos daban datos sobre el control de trayectoria y de dirección. Él y Burkhart empezaron a repasar la lista de procedimientos para salir de órbita y entrar en la atmósfera.

– Cuando ustedes quieran, Houston.

– Muy bien, Don -respondió el control de tierra-. Prepárese para salir de órbita.

– Ojos que no ven, mente que no recuerda -dijo Jurgens-. ¿Ha oído esto?

– No le comprendo, repita.

– Cuando salí de la Tierra, me llamaba Dave.

– Lo siento, Dave.

– ¿Con quién estoy hablando? -preguntó Jurgens, despertada su curiosidad.

– Con Merv Foley. ¿No reconoce mis resonantes sonidos vocales?

– Después de todas nuestras brillantes conversaciones, ha olvidado mi nombre. ¡Qué vergüenza!

– Un lapsus linguae -dijo la voz familiar de Foley-. ¿Interrumpimos la charla y volvemos a lo que importa?

– Lo que ustedes digan, Houston. -Jurgens apretó brevemente el botón del intercomunicador-. ¿Listos para volver a casa, señor Steinmetz?

– Todos esperamos con ilusión este viaje -respondió Steinmetz con alegría.

En los compartimientos espartanos de debajo de la cubierta y de la cabina de los pilotos, los especialistas de la lanzadera y los colonos de Jersey ocupaban por entero el espacio disponible. Detrás de ellos, el compartimiento de veinte metros de longitud destinado a la carga estaba lleno en sus dos terceras partes de archivos de datos, muestras geológicas y cajas conteniendo los resultados de más de mil experimentos médicos y químicos: el tesoro acumulado por los colonos y que los científicos tardarían dos decenios en analizar del todo. También estaba allí el cadáver del doctor Kurt Perry.

El Gettysburg viajaba por el espacio de espaldas y boca abajo a más de 15.000 nudos por hora. Los pequeños motores a reacción fueron encendidos y sacaron de su órbita a la nave, mientras unos propulsores elevaron el morro del aparato para que el casco aislado pudiese absorber el rozamiento de reentrada en la atmósfera. Sobre Australia, dos motores secundarios se encendieron brevemente para reducir la velocidad en órbita, que era de veinticinco veces la del sonido. Veinte minutos más tarde, entraron en la atmósfera poco antes de llegar sobre Hawai.

Al hacerse más densa la atmósfera, el calor hizo que el casco del Gettysburg adquiriese un vivo color anaranjado. Los propulsores perdieron su efectividad y los alerones y el timón empezaron a atrapar el aire más pesado. Los ordenadores controlaban todo el vuelo. Jurgens y Burkhart tenían poco que hacer, salvo observar los datos de TV y los indicadores de sistemas.

De pronto, sonó una nota de advertencia en sus auriculares y se encendió una luz de alarma. Jurgens reaccionó rápidamente, pulsando el teclado de un ordenador para pedir detalles del problema, mientras Burkhart informaba al control de tierra.

– Houston, tenemos una luz de alarma.

– Aquí no vemos nada de eso, Gettysburg. Todos los sistemas parecen funcionar perfectamente.

– Pero algo pasa, Houston -insistió Burkhart.

– Sólo puede ser un error de ordenador.

– No. Los tres ordenadores de navegación y de dirección coinciden todos.

– Ya lo tengo -dijo Jurgens-. Estamos sufriendo un error de rumbo.

La voz tranquila del Centro Espacial Johnson replicó:

– No se preocupe, Dave. Siguen el rumbo correcto. ¿Me oye?

– Le oigo, Foley, pero espere un momento a que consulte al ordenador de comprobación.

– Si esto le hace feliz, hágalo. Pero todos los sistemas funcionan perfectamente.

Jurgens hizo una pregunta sobre datos de navegación al ordenador. Menos de treinta segundos más tarde, llamó a Houston.

– Algo anda mal, Merv. Incluso el ordenador de comprobación muestra que nos dirigimos a cuatrocientas millas al sur y cincuenta al este de Cañaveral.

– Confíe en mí, Dave -dijo Foley cansado-. Todas las estaciones de seguimiento muestran que sigue el rumbo debido.

Jurgens miró por la ventanilla de su lado y solamente vio oscuridad debajo. Apagó su radio y se volvió a Burkhart.

– Me importa un bledo lo que dice Houston. Estamos fuera del rumbo previsto. Sólo hay agua debajo de nosotros, cuando deberíamos ver luces en la península de Baja California.

– No lo entiendo -dijo Burkhart, revolviéndose inquieto en su sillón-. ¿Qué pretenderán?

– Estaremos preparados para tomar el control manual. Si no supiese que es imposible, juraría que Houston nos está enviando a Cuba.


– Está viniendo como una cometa a la que se tira de la cuerda -dijo Maisky, con expresión lobuna. Velikov asintió con la cabeza.

– Tres minutos más y el Gettysburg ya no podrá volver atrás.

– ¿Volver atrás? -repitió Maisky.

– Dar media vuelta y aterrizar en la pista del Centro Especial Kennedy.

Maisky se frotó las palmas con nerviosa anticipación.

– Una nave espacial americana en manos soviéticas. Será la operación secreta más grande del siglo.

– Washington pondrá el grito en el cielo como un pueblo de vírgenes violadas, exigiendo su devolución.

– Le devolveremos su supermáquina de mil millones de dólares. Pero no antes de que nuestros ingenieros del espacio la hayan estudiado minuciosamente.

– Y está además el tesoro de información de sus colonos en la Luna -le recordó Velikov.

– Una hazaña increíble, general. Se habrá ganado usted la Orden de Lenin.

– Todavía no sabemos cómo acabará la cosa, camarada Maisky. No podemos predecir la reacción del presidente.

Maisky se encogió de hombros.

– Tendrá atadas las manos si le ofrecemos negociar. A mi entender, los cubanos son nuestro único problema.

– No se preocupe. El coronel general Kolchak ha colocado una barrera de mil quinientos soldados soviéticos alrededor de la pista de Santa Clara. Y, como nuestros consejeros están al mando de las defensas aéreas de Cuba, la nave espacial tendrá libre el camino para aterrizar.

– Entonces podemos decir que ya está en nuestras manos.

Velikov asintió con la cabeza.

– Creo que podemos decirlo con toda seguridad.


El presidente estaba sentado tras su mesa del Salón Oval envuelto en un albornoz, con la cabeza baja y los codos apoyados en los brazos del sillón. Su semblante macilento denotaba cansancio.

Levantó bruscamente la cabeza y dijo:

– ¿Está seguro de que Houston no puede establecer contacto con el Gettysburg?

Martin Brogan asintió.

– Así lo afirma Irwin Mitchell, de la NASA. Sus señales son anuladas por una interferencia exterior.

– ¿Está Jess Simmons en el Pentágono?

– Tenemos una línea directa con él -respondió Dan Fawcett.

El presidente vaciló y, cuando habló, lo hizo en un murmullo.

– Entonces será mejor que le diga que ordene a los pilotos de los aviones de combate que estén alerta.

Fawcett asintió gravemente con la cabeza y descolgó el teléfono.

– ¿Alguna noticia de su gente, Martin?

– Lo último que sabemos es que desembarcaron en la playa -dijo Brogan, desalentado-. Aparte de esto, nada.

El presidente sintió el peso de la desesperación.

– ¡Dios mío, estamos atrapados en el limbo!

Sonó uno de los cuatro teléfonos y Fawcett respondió a la llamada.

– Sí, sí, está aquí. Sí, se lo diré. -Volvió a colgar, con expresión sombría-. Era Irwin Mitchell. El Gettysburg se ha desviado demasiado hacia el sur para poder aterrizar en Cabo Cañaveral.

– Todavía podría caer en el agua -dijo Brogan, sin entusiasmo.

– Siempre que pueda ser avisado a tiempo -añadió Fawcett.

El presidente sacudió la cabeza.

– Sería inútil. Su velocidad de aterrizaje es de más de trescientos kilómetros por hora. Se haría pedazos.

Los otros guardaron silencio, buscando las palabras adecuadas. El presidente se volvió en su sillón de cara a la ventana, con corazón angustiado.

Al cabo de unos momentos, se volvió de nuevo a los hombres que estaban de pie alrededor de su mesa.

– Que Dios me perdone por firmar la sentencia de muerte de todos esos valientes.

55

Pitt bajó al sótano y echó a correr por el pasillo a toda velocidad. Hizo girar el tirador y abrió la puerta de la celda de Giordino y Gunn con tanta fuerza que a punto estuvo de arrancarla de sus goznes.

La pequeña habitación estaba vacía.

El ruido le delató. Un guardia dobló la esquina de un pasillo lateral y miró pasmado a Pitt. Esta vacilación de una fracción de segundo le costó cara. Mientras levantaba el cañón de su arma, el bate de béisbol le alcanzó en un lado de la cabeza. Pitt le agarró de la cintura antes de que cayese al suelo y le arrastró al interior de una celda próxima. Le arrojó sobre una cama y, al mirarle a la cara, vio que era el joven ruso que le había acompañado al despacho de Velikov. El muchacho respiraba normalmente, y Pitt pensó que sólo estaba conmocionado.

– Estás de suerte, jovencito. Nunca he disparado contra alguien de menos de veintiún años.

Quintana apareció en el pasillo en el momento en que Pitt cerraba la puerta de la celda y echaba a correr de nuevo. Éste ya no trataba de ocultar su presencia. Habría recibido de buen grado la oportunidad de romperle la cabeza a otro guardia. Llegó a la puerta de la celda de Jessie y le abrió de una patada.

Tampoco ella estaba allí.

Sintió que le embargaba un miedo atroz. Siguió corriendo por los pasillos hasta llegar a la habitación número seis. Nada había en ella, salvo el hedor de las torturas.

El miedo fue sustituido por un frío e incontenible furor. Pitt se convirtió en otra persona, un hombre sin conciencia ni normas morales, incapaz de controlar sus emociones; un hombre para quien el peligro era simplemente una fuerza que había que ignorar. El miedo a la muerte había dejado totalmente de existir.

Quintana alcanzó a Pitt y le agarró de un brazo.

– ¡Maldito seas, vuelve a la playa! Conoces las órdenes…

No dijo más. Pitt apoyó el grueso cañón de la AK-74 en la panza de Quintana y le empujó despacio contra la pared. Quintana se había enfrentado muchas veces con la muerte antes de este momento, pero al contemplar la helada expresión de aquel rudo semblante, al ver pintada una indiferencia asesina en aquellos ojos verdes, comprendió que tenía un pie en el ataúd.

Pitt no dijo nada. Retiró el arma, se cargó el bate de béisbol al hombro y se abrió paso entre los hombres de Quintana. De pronto se detuvo y se volvió.

– El ascensor está por ahí -dijo en voz baja.

Quintana hizo ademán a sus hombres de que le siguiesen. Pitt hizo un rápido cálculo mental. Eran veinticinco, incluido él mismo. Corrió hacia el ascensor que subía a las plantas superiores. No aparecieron más guardias en su camino. Los pasillos estaban desiertos. Si los prisioneros habían muerto, pensó, probablemente Velikov consideraba que era inútil tener más de un guardia en el último sótano.

Llegaron al ascensor, Pitt estaba a punto de apretar el botón cuando los motores empezaron a zumbar. Con un ademán, hizo que todos se pegaran a la pared. Esperaron, escuchando cómo se detenía el ascensor en una de las plantas de arriba, y oyeron un murmullo de voces y una risa apagada. Permanecieron inmóviles y observaron el brillo de la luz interior a través de la rendija de la puerta, mientras el ascensor descendía.

Todo acabó en diez segundos. Se abrió la puerta, salieron dos técnicos en batas blancas y murieron sin el más ligero gemido con un cuchillo clavado en el corazón. A Pitt le sorprendió tanta eficacia. Ninguno de los cubanos mostraba la menor expresión de remordimiento en los ojos.

– Hay que tomar una decisión -dijo Pitt-. Sólo caben diez hombres en el ascensor.

– Solamente faltan catorce minutos para el aterrizaje de la nave espacial -dijo, apremiante, Quintana-. Tenemos que encontrar y destruir la fuente de energía.

– Hay cuatro plantas encima de nosotros. El despacho de Velikov está en la más alta. También están allí las habitaciones particulares. Elija entre las otras tres.

– Como echándolo a cara o cruz.

– No podemos hacer otra cosa -dijo rápidamente Pitt-. Además, estamos demasiado apretados. Mi consejo es que nos dividamos en tres grupos y que cada grupo se encargue de una planta. Así cubriremos más territorio con más rapidez.

– Me parece bien -asintió apresuradamente Quintana-. Hemos llegado aquí sin que nadie haya venido a recibirnos. No esperarán que aparezcan visitantes al mismo tiempo en diferentes zonas.

– Yo iré con los ocho primeros hombres a la planta segunda y bajaré el ascensor para el equipo siguiente, que subirá a la planta tercera, y así sucesivamente.

– No está mal. -Quintana no perdió tiempo en discutir. Eligió rápidamente ocho hombres e hizo que se metieran en el ascensor con Pitt. Cuando iba a cerrarse la puerta, dijo-: ¡Que no te maten, maldito!

La subida pareció eterna. Ninguno de los hombres miraba a los otros a los ojos. Algunos se enjugaban el sudor que goteaba por sus caras. Otros se rascaban, sintiendo picores imaginarios. Todos tenían un dedo en el gatillo.

Al fin se detuvo el ascensor y se abrió la puerta. Los cubanos entraron en una sala de operaciones en la que había casi veinte oficiales soviéticos del GRU y cuatro mujeres vestidas también de uniforme. La mayoría murieron detrás de sus mesas bajo una granizada de balas, con una expresión de pasmada incredulidad. A los pocos segundos, la sala pareció un matadero, con sangre y tejidos desparramados por todas partes.

Pitt no perdió tiempo en ver más. Apretó el botón de la planta 1 y subió solo en el ascensor al despacho de Velikov. Apretando la espalda contra la pared de delante y con el arma en posición de disparar, lanzó una rápida mirada alrededor de la puerta que se abría. Lo que vio en el interior del despacho le produjo una mezcla de recogijo y furia salvaje.

Siete oficiales del GRU estaban sentados en semicírculo, observando fascinados la sádica actuación de Foss Glv. Parecían no oír el sordo ruido de los disparos en la planta inferior, pues, según dedujo Pitt, tenían los sentidos adormecidos por el contenido de varias botellas de vino.

Rudi Gunn yacía en un lado, con la cara casi hecha papilla, tratando desesperadamente, por orgullo, de mantener despectivamente erguida la cabeza. Un oficial apuntaba con una pequeña pistola al sangrante Al Giordino, que estaba atado a una silla metálica. El musculoso y pequeño italiano estaba doblado hacia delante, con la cabeza casi tocando las rodillas y sacudiéndola lentamente de un lado a otro, como para aclarar la visión y librarse del dolor. Uno de los hombres dio una patada a Giordino en el costado, haciéndole caer al suelo con la silla. Raymond LeBaron estaba sentado al lado y un poco detrás de Gly. El que había sido dinámico financiero tenía el aspecto de un hombre convertido en una sombra, con el espíritu arrancado del cuerpo. Los ojos estaban ciegos, la cara era inexpresiva. Gly le había exprimido y retorcido hasta convertirlo en un vegetal.

Jessie LeBaron estaba arrodillada en el centro de la habitación, mirando a Gly con expresión de reto. Le habían cortado muy cortos los cabellos. Sujetaba una manta alrededor de sus hombros. Las piernas y los brazos descubiertos estaban llenos de cardenales y manchas rojas. Parecía estar más allá del sufrimiento, insensible la mente a todo dolor ulterior. A pesar de su lastimoso aspecto, era increíblemente hermosa, con una serenidad y un aplomo extraordinarios.

Foss y los otros hombres se volvieron al oír el ascensor, pero al ver que estaba aparentemente vacío, volvieron a su diversión.

Precisamente cuando la puerta empezaba a cerrarse, Pitt entró en la habitación con una calma helada casi inhumana, con su AK-74 levantado al nivel de los ojos y vomitando fuego.

Su primera ráfaga de tiros alcanzó al hombre que había tirado al suelo a Giordino de una patada. La segunda ráfaga dio en el pecho del condecorado oficial sentado junto a Gunn, haciéndole caer hacia atrás contra una librería. Las tercera y cuarta barrieron a tres hombres sentados en apretado grupo. Después hizo girar el arma, describiendo un arco y apuntando a Foss Gly; pero el corpulento desertor reaccionó más de prisa que los otros.

Gly puso a Jessie en pie y la sostuvo delante de él como un escudo. Pitt se retrasó lo suficiente para que el séptimo ruso que estaba sentado casi a su lado desenfundase una pistola y disparase al azar.

La bala dio en la recámara del arma de Pitt, la rompió y después rebotó en el techo. Pitt levantó el arma inútil y saltó en el mismo momento en que veía el fogonazo del segundo disparo. Ahora todo pareció desarrollarse en movimiento retardado. Incluso la expresión asustada del ruso al apretar el gatillo por tercera vez. Pero no llegó a disparar. La culata de la AK-74 cortó el aire y se estrelló contra un lado de la cabeza.

Al principio, Pitt pensó que la segunda bala había errado el blanco, pero entonces sintió gotear sangre sobre el cuello desde la oreja izquierda. Permaneció inmóvil allí, presa todavía de furia, mientras Gly arrojaba brutalmente a Jessie sobre la alfombra. Una satánica mueca se pintó en la cara maligna de Glyt junto con una expresión de diabólica expectación.

– Has vuelto.

– Muy perspicaz…, por ser un cretino.

– Te prometí una muerte lenta cuando volviésemos a encontrarnos -dijo amenazadoramente Gly-. ¿Lo has olvidado?

– No, no lo he olvidado -dijo Pitt-. Incluso me he acordado de traer un buen garrote.

Pitt estaba seguro de que Gly quería quitarle la vida con sus manazas. Y sabía que su única ventaja verdadera, además del bate, era un total desconocimiento del miedo. Gly estaba acostumbrado a ver víctimas importantes y desnudas, intimidadas por su fuerza bruta. Los labios de Pitt imitaron la satánica mueca, y empezó a acechar a Gly, observando con fría satisfacción la confusión que se pintaba en los ojos de su adversario.

Pitt se colocó en posición agachada, como en el béisbol, golpeó bajo con el bate y alcanzó a Gly en la rodilla. El golpe rompió la rótula de Gly, que gruñó de dolor, pero no cayó al suelo. Se recobró en un abrir y cerrar los ojos y se lanzó sobre Pitt, recibiendo un golpe en las costillas que le dejó sin aliento y jadeando de angustia. Por un momento permaneció inmóvil, observando cautelosamente a Pitt, tocándose las costillas rotas e inspirando dolorosamente.

Pitt se echó atrás y bajó el bate.

– ¿Te dice algo el nombre de Brian Shaw? -preguntó pausadamente.

La torcida mirada de odio se transformó lentamente en expresión de asombro.

– ¿El agente británico? ¿Le conocías?

– Hace seis meses le salvé la vida en un remolcador en el río Saint Laurence. ¿Te acuerdas? Tú le estabas matando a golpes cuando llegué por detrás y te di en el cráneo con una llave inglesa.

Pitt se regocijó al ver la mirada salvaje de los ojos de Gly.

– ¿Fuiste tú?

– Será la última idea que te lleves al otro mundo -dijo Pitt, sonriendo diabólicamente.

– Es la confesión de un hombre muerto.

No había desprecio ni insolencia en la voz de Gly; sólo un simple convencimiento.

Sin añadir palabra, los dos hombres empezaron a dar vueltas uno alrededor del otro, como un par de lobos; Pitt, con el bate levantado; Gly, arrastrando la pierna lesionada. Un silencio irreal reinó en la estancia. Gunn se esforzó, a pesar de su dolor, en alcanzar la pistola caída, pero Gly advirtió el movimiento por el rabillo del ojo y apartó el arma de una patada. Todavía atado a la silla, Giordino luchaba débilmente contra sus ataduras, en desesperada frustración, mientras Jessie yacía rígida, mirando con fascinación mórbida.

Pitt dio un paso adelante y a punto estaba de descargar el golpe cuando uno de sus pies resbaló en la sangre del ruso muerto. El bate habría alcanzado a Gly en un lado de la cabeza, pero el arco se desvió un palmo. En un movimiento reflejo, Gly levantó el brazo y encajó el golpe con su enorme bíceps.

El palo tembló en las manos de Pitt como si hubiese golpeado el parachoques de un coche. Gly levantó la mano libre, agarró la punta del bate y jadeó como un levantador de pesas. Pitt sujetó el mango con todas sus fuerzas, y fue levantado en el aire como un niño y lanzado a través de la habitación contra una estantería, cayendo al suelo entre un alud de volúmenes encuadernados en piel.

Triste, desesperadamente, Jessie y los otros sabían que Pitt no podía resistir la tremenda colisión. Incluso Gly respiró y se tomó tiempo para acercarse al cuerpo caído en el suelo, con el triunfo resplandeciendo en su cara, con los labios abiertos a la manera de un tiburón, previendo el exterminio inmediato.

Entonces Gly se detuvo y vio con incredulidad que Pitt se levantaba de debajo de una montaña de libros como un jugador de rugby que hubiese sido placado, aturdido y un poco desorientado pero listo para la próxima jugada. Pitt era el único que sabía que los libros habían amortiguado el impacto. El cuerpo le dolía de un modo infernal, pero no había sufrido ninguna lesión grave en los músculos y los huesos. Levantando el bate, se dispuso a recibir al hombre de hierro que avanzaba y descargó la punta roma con toda su fuerza contra aquella cara burlona.

Pero juzgó mal la fuerza diabólica del gigante. Gly dio un paso a un lado y recibió el bate con el puño, apartándolo y aprovechando el impulso de Pitt para cerrar los brazos de hierro alrededor de su espalda. Pitt se retorció violentamente y dio un rodillazo en el bajo vientre de Gly, un golpe salvaje que habría dejado fuera de combate a cualquier otro hombre. Pero no a Gly. Éste lanzó un ligero gemido, pestañeó y aumentó la presión, en un cruel abrazo de oso que acabaría con su vida.

Gly miró sin pestañear los ojos de Pitt desde una distancia de diez centímetros. No había la menor señal de esfuerzo físico su cara. Su única expresión era de desprecio. Levantó a Pitt en el aire y siguió apretando, previendo el terror convulso que se pintaría en la cara de su víctima momentos antes del fin.

Todo el aire había sido expulsado de los pulmones de Pitt y éste jadeó, tratando de recobrar el aliento. La habitación empezó a hacerse confusa, mientras el dolor del pecho se convertía en angustia terrible. Oyó chillar a Jessie. Giordino gritó algo, pero no pudo distinguir las palabras. A pesar del dolor, su mente permanecía curiosamente despierta y clara. Se negaba a aceptar la muerte y concibió fríamente un plan sencillo para burlarla.

Tenía un brazo libre, mientras que el otro, que todavía agarraba el bate de béisbol, permanecía sujeto por la presa implacable de Gly. El negro telón empezaba a caer sobre sus ojos por última vez, y dándose cuenta de que sólo unos segundos le separaban de la muerte, realizó su última acción desesperada.

Levantó la mano izquierda hasta tenerla al nivel de la cara de Gly e introdujo todo el pulgar en el ojo de éste, apretando hacia dentro a través del cráneo y retrociéndolo para llegar hasta el cerebro.

El pasmo producido por el dolor atroz y por la incredulidad borró la expresión burlona del semblante de Gly. Las crueles facciones se torcieron en una máscara de angustia o, instintivamente, soltó a Pitt y se llevó las manos al ojo, atronando ei aire con un terrible grito.

A pesar de la gravísima herida, Gly se mantuvo en pie, dando vueltas por la habitación como un animal enloquecido. Pitt no podía creer que aquel monstruo estuviese todavía vivo; casi llegó a creer que Gly era indestructible…, hasta que un ruido ensordecedor ahogó los gritos de agonía.

Una, dos, tres veces, con un aplomo y una frialdad absolutos, Jessie apretó el gatillo de la pistola que había caído al suelo, apuntando al bajo vientre de Foss Gly. Las balas dieron en el blanco y el hombre se tambaleó y dio unos pasos atrás; después permaneció grotescamente en pie durante unos momentos, como una marioneta sostenida por los hilos. Por último, se derrumbó y se estrelló contra el suelo como un árbol talado de raíz. El único ojo seguía abierto, negro y maligno en la muerte, como lo había sido en vida.

56

El comandante Gus Hollyman volaba asustado. Piloto de carrera de la Fuerza Aérea, con casi treinta mil horas de vuelo, sentía agudas punzadas de duda, y la duda era uno de los peores enemigos del piloto. La falta de confianza en uno mismo, en su avión o en los hombres de tierra podía resultar mortal.

No podía creer que su misión de derribar la nave espacial Gettysburg fuese algo más que un estrafalario ejercicio proyectado por algún concienzudo general aficionado a los juegos de guerra rebuscados. Una simulación, se dijo por décima vez; tenía que ser una simulación a la que se pondría fin en el último minuto.

Hollyman contempló las estrellas a través de la cubierta de cristal del avión de combate nocturno F-15E y se preguntó si podría obedecer la orden de destruir la nave espacial y a todos los que iban en ella.

Miró los instrumentos que resplandecían en el panel que tenía delante. Su altitud era de poco más de quince mil metros. Faltaban menos de tres minutos para que se encontrase con la nave espacial en rápido descenso y tuviese que disparar un misil Modoc dirigido por radar. Repasó automáticamente la acción en su mente, esperando que no pasaría de un suceso imaginario.

– ¿Todavía nada? -preguntó a su observador de radar, un teniente llamado Regis Murphy, que no paraba de mascar chicle.

– Todavía está fuera de nuestro alcance -respondió Murphy-. Los últimos datos del centro espacial de Colorado sitúan su altitud de órbita en cuarenta kilómetros, velocidad aproximada de nueve mil kilómetros por hora y reduciéndose. Debería llegar a nuestro sector dentro de cinco minutos y cuarenta segundos, a una velocidad de mil ochocientos kilómetros por hora.

Hollyman se volvió y observó el negro cielo a su espalda, percibiendo el débil resplandor de los tubos de escape de los dos aviones que le seguían.

– ¿Me oyes, Fox Dos?

– Sí, Fox Uno.

– ¿Fox Tres?

– Le oímos.

Una nube de opresión pareció llenar la cabina de Hollyman. Nada de esto tenía sentido, Él no había consagrado su vida a defender a su país, no había pasado años de adiestramiento intensivo, simplemente para tener ahora que derribar una nave espacial desarmada que transportaba inocentes científicos. Tenía que haber algún terrible error.

– Control de Colorado, aquí Fox Uno.

– Diga, Fox Uno.

– Pido permiso para terminar la maniobra. Cambio.

Hubo una larga pausa. Después:

– Comandante Hollyman, soy el general Alian Post. ¿Me oye?

Conque éste era el inteligente general, pensó Hollyman.

– Sí, mi general, le oigo.

– Esto no es una maniobra. Repito: no es una maniobra.

Hollyman no se mordió la lengua.

– ¿Se da cuenta de lo que me pide que haga, señor?

– No le pido nada, comandante. Le ordeno que derribe el Gettysburg antes de que aterrice en Cuba.

No había habido tiempo para informar de todo a Hollyman cuando se le había ordenado que emprendiese el vuelo. Se quedó pasmado y aturdido ante la súbita revelación de Post.

– Disculpe que le pregunte esto, mi general, pero, ¿actúa usted siguiendo órdenes superiores? Cambio.

– La orden viene directamente del comandante en jefe de la Casa Blanca. ¿Le basta con esto?

– Sí, señor -dijo lentamente Hollyman-. Supongo que sí.

¡Dios mío!, pensó desesperadamente. No había manera de eludir la orden.


– Altura treinta y cinco kilómetros; nueve minutos para el aterrizaje -dijo Burkhart a Jurgens, leyendo los instrumentos-. Tenemos luces a nuestra derecha.

– ¿Qué pasa, Houston? -preguntó Jurgens, frunciendo el entrecejo-. ¿Adonde diablos nos llevan?

– Tranquilo -respondió la voz impasible del director de vuelo Foley-. Siguen el rumbo exacto. Les haremos aterrizar.

– El radar y los indicadores de navegación dicen que vamos a aterrizar en el centro de Cuba. Por favor, comprueben.

– No hace falta, Gettysburg, están en la fase final.

– No comprendo, Houston. Repito: ¿dónde nos están obligando a aterrizar?

No hubo respuesta.

– Escúchenme -dijo Jurgens, al borde de la desesperación-. Voy a emplear los mandos manuales.

– No, Dave. Deje actuar el mando automático. Todos los sistemas están dispuestos para el aterrizaje.

Jurgens apretó los puños, ahora desesperado.

– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Por qué están haciendo esto?

No hubo respuesta.

Jurgens miró a Burkhart.

– Pon el freno de velocidad al cero por ciento. Pasamos a TAEM [1]. Quiero mantener esta nave en el aire hasta que pueda conseguir alguna respuesta clara.

– No harás más que prolongar lo inevitable durante un par de minutos -dijo Burkhart.

– No podemos quedarnos sentados aquí y permitir que esto suceda.

– No depende de nosotros -dijo tristemente Burkhart-. No tenemos otro lugar adonde ir.

El verdadero Merv Foley estaba sentado delante de una consola en el Centro de Control de Houston, furioso e impotente. Su rostro, pálido como la cera, tenía una expresión de incredulidad. Golpeó con el puño el borde de la consola.

– Les estamos perdiendo -dijo, desesperado.

Irwin Mitchell, del «círculo privado», estaba inmediatamente detrás de él.

– Nuestros encargados de las comunicaciones están haciendo todo lo que pueden para establecer contacto.

– ¡Demasiado tarde, maldita sea! -gritó Foley-. Están en la última fase de acercamiento. -Se volvió y agarró a Mitchell del brazo-. Por el amor de Dios, Irv, pida al presidente que les deje aterrizar. Entreguen la lanzadera a los rusos; que saquen de ella todo lo que puedan. Pero, por el amor de Dios, no permitan que mueran estos hombres.

Mitchell miró torvamente las pantallas de datos.

– Ésta es la mejor manera -dijo, en tono vago.

– Esos colonos de la Luna… son sus paisanos. Después de todo lo que han logrado, después de años de luchar por conservar la vida en un medio hostil, no pueden simplemente eliminarlos cuando están a punto de volver a casa.

__Usted no conoce a esos hombres. Nunca permitirían que los resultados de sus esfuerzos fuesen a parar a manos de un gobierno hostil. Si yo estuviese allá arriba y Eli Steinmetz aquí abajo, él no vacilaría en hacer añicos el Gettysburg.

Foley miró a Mitchell durante un largo instante. Después se volvió y hundió la cabeza entre las manos, abrumado por el dolor.

57

Jessie levantó la cabeza y miró a Pitt, nublados los ojos castaños y con lágrimas rodando sobre las moraduras de sus mejillas. Ahora estaba temblando, tanto de espanto por los muertos que le rodeaban como de inmenso alivio. Pitt la abrazó, obedeciendo un súbito impulso, sin decir nada, y le quitó delicadamente la pistola de la mano. Después la soltó, cortó rápidamente las ataduras de Giordino, dio un apretón tranquilizador al hombro de Gunn y se acercó al enorme mapa de la pared.

Lo golpeó con los nudillos, calculando su grosor. Entonces se echó atrás y dio una patada al centro del océano índico. El panel oculto cedió, giró sobre sus goznes y chocó contra la pared.

– Volveré en seguida -dijo Pitt, y desapareció en un pasillo.

El interior estaba bien iluminado y alfombrado. Pitt corrió descuidadamente, sosteniendo la pistola delante de él. El corredor tenía aire acondicionado y estaba fresco, pero el sudor brotaba de sus poros con más intensidad que nunca. Se enjugó la frente con una manga, dejando de ver por un breve instante, y a punto estuvo esto de costarle la vida.

En el momento exacto en que llegaba a un pasillo lateral, y como en una escena de una vieja película muda de Mack Sennett, chocó con dos guardias que doblaban la esquina.

Pitt pasó entre ellos, empujándoles hacia los lados; después giró en redondo y se dejó caer al suelo. El factor sorpresa le favoreció. Los guardias no habían esperado encontrar a un enemigo tan cerca del despacho del general Velikov. Pitt lo aprovechó y disparó cuatro veces antes de que los sorprendidos guardias tuviesen oportunidad de hacerlo con sus rifles. Se puso de pie de un salto, mientras estaban todavía cayendo.

Durante dos segundos, tal vez tres (le pareció una hora), contempló las figuras inertes, extrañado de no verse afectado por sus muertes, pero pasmado de que todo hubiese ocurrido tan deprisa. Mental y emocionalmente, estaba agotado; pero físicamente, se sentía razonablemente en forma. Pitt respiró profundamente hasta despejar el cerebro, y después trató de imaginar cuál era el pasillo que conducía al centro electrónico del edificio.

Los pasillos laterales tenían el suelo de hormigón; por consiguiente, siguió avanzando por el que estaba alfombrado. Había recorrido solamente quince metros cuando sus células cerebrales volvieron a funcionar como era debido, y entonces se maldijo por su torpeza al no haber pensado en apoderarse de un rifle de los guardias. Sacó el cargador de la pistola. Estaba vacío; sólo quedaba una bala en la recámara. Borró este error de la mente y siguió adelante.

Fue entonces cuando vio un resplandor delante de él y oyó voces. Aminoró el paso, se asomó a un portal y observó con la cautela de un ratón al salir de su madriguera.

A dos metros delante de él, vio la baranda de una galería que dominaba una vasta habitación llena de ordenadores y consolas, en limpias hileras y debajo de dos grandes pantallas de datos. Al menos diez técnicos e ingenieros estaban sentados allí manejando aquella serie de aparatos electrónicos, mientras otros cinco o seis conversaban animadamente entre ellos.

Los pocos guardias uniformados presentes estaban agachados en el fondo de la estancia, apuntando sus rifles contra una pesada puerta de acero. Se oyó una ráfaga de tiros en el otro lado, y Pitt supo que Quintana y sus hombres estaban a punto de irrumpir en la habitación. Ahora lamentó amargamente no haberse apoderado de las armas de los muertos. Estaba a punto de correr atrás en su busca, cuando un enorme estruendo llenó la sala, seguido de una lluvia de polvo y de cascotes, mientras la destrozada puerta saltaba de sus goznes en mellados fragmentos.

Antes de que se despejase la nube, los cubanos entraron por la abertura, disparando. Los tres primeros en irrumpir en la estancia cayeron bajo el fuego de los guardias. Entonces los rusos parecieron disolverse ante aquel ataque asesino. El estrépito dentro de la habitación de paredes de hormigón era ensordecedor, pero, aun así, Pitt podía oír los gritos de los heridos. La mayoría de los técnicos se ocultaron debajo de sus consolas. Los que se resistieron fueron despiadadamente derribados.

Pitt se deslizó por la galería, manteniendo la espalda pegada a la pared. Vio a dos hombres a unos diez metros de distancia, contemplando horrorizados la carnicería. Reconoció en uno de ellos al general Velikov y siguió acercándose, acechando a su presa. Solamente había avanzado una corta distancia cuando Velikov se separó de la barandilla de la galería y se volvió. Miró durante un instante a Pitt; después abrió mucho los ojos al reconocerle, y luego, aunque parezca increíble, sonrió. Aquel hombre parecía carecer en absoluto de nervios.

Pitt levantó la pistola y apuntó cuidadosamente.

Velikov se movió con la rapidez de un gato, tirando del otro hombre y colocándolo delante de él una fracción de segundo antes de que el percutor cayese sobre el cartucho.

La bala alcanzó a Lyev Maisky en el pecho. El jefe delegado de la KGB se quedó rígido y permaneció en pie como petrificado de asombro, antes de tambalearse hacia atrás y caer sobre la barandilla al piso inferior.

Pitt, inconscientemente, apretó de nuevo el gatillo; pero la pistola estaba vacía. En un fútil arrebato, la lanzó contra Velikov, el cual la desvió fácilmente con un brazo.

Velikov asintió con la cabeza, con más curiosidad que miedo.

– Es usted un hombre sorprendente, señor Pitt.

Antes de que éste pudiese replicar o dar un paso, el general saltó de lado, cruzó una puerta abierta y la cerró de golpe. Pitt se arrojó contra la puerta. Pero demasiado tarde. Se cerraba por dentro y Velikov había corrido ya el pestillo. No podría abrirla de una patada. El grueso pestillo estaba firmemente introducido en el marco metálico. Pitt levantó el puño para golpear la puerta, pero lo pensó mejor, giró en redondo y bajó corriendo la escalera que conducía a la planta inferior.

Cruzó la habitación en medio de toda aquella confusión, saltando sobre los cuerpos hasta que llegó junto a Quintana, que estaba vaciando el cargador de su AK-74 contra un banco de ordenadores.

– ¡Olvide esto! -le gritó Pitt al oído. Señaló la consola de la radio-. Si sus hombres no han destruido la antena, trataré de establecer contacto con la lanzadera.

Quintana bajó su rifle y le miró.

– Los controles están en ruso. ¿Sabrá manejarlos?

– Se lo diré cuando lo haya probado -dijo Pitt.

Se sentó a la consola de la radio y estudió rápidamente el confuso mar de luces y botones marcados con caracteres cirílicos.

Quintana se inclinó sobre el hombro de Pitt.

– No encontrará a tiempo la frecuencia adecuada.

– ¿Es usted católico?

– Sí, ¿por qué?

– Entonces invoque al santo patrón de las almas perdidas y rece para que esta cosa esté todavía en la frecuencia de la lanzadera.

Pitt colocó el pequeño auricular sobre un oído y empezó a apretar botones hasta recibir un tono. Entonces ajustó el micrófono y apretó lo que presumió y esperó fervientemente que fuese el botón de transmisión.

– Gettusburg, ¿me oye? Cambio.

Entonces apretó lo que estaba seguro de que era el botón de recepción. Nada.

Probó un segundo y un tercer botón.

– Gettysburg, ¿me oye? Cambio.

Pulsó un cuarto botón.

– Gettysburg. Gettysburg, conteste por favor -suplicó-. ¿Me oye? Cambio.

Silencio, y entonces:

– Aquí Gettysburg. ¿Quién diablos es usted? Cambio.

La súbita respuesta, tan clara y distinta, sorprendió a Pitt, que tardó casi tres segundos en responder.

– Esto no importa, pero soy Dirk Pitt. Por el amor de Dios, Gettisburg, desvíe el rumbo. Repito: desvíe el rumbo. Se está dirigiendo a Cuba.

– ¡Vaya una novedad! -dijo Jurgens-. Sólo puedo mantener este pájaro en el aire unos minutos más y hacer un aterrizaje forzoso en la pista más próxima. No tenemos alternativa.

Pitt no respondió inmediatamente. Cerró los ojos y trató de pensar. De pronto se hizo una luz en su mente.

– Gettysburg, ¿pueden llegar a Miami?

– No. Cambio.

– Pruebe la Estación Aeronaval de Key West. Está en la punta de los Keys.

– Tomamos nota. Nuestros ordenadores muestran que está a ciento diez millas al norte y ligeramente al este de nosotros. Muy dudoso. Cambio.

– Mejor que caiga al agua que en manos de los rusos.

– Esto es fácil de decir. Llevamos más de doce personas a bordo. Cambio.

Pitt discutió un momento con su conciencia, preguntándose si debía o no representar el papel de Dios. Después dijo en tono apremiante:

– Gesttysburg, ¡adelante! Diríjase a los Keys.

Él no podía saberlo. Pero Jurgens estaba a punto de tomar la misma decisión.

– ¿Por qué no? Sólo podemos perder una nave de mil millones de dólares y nuestras vidas. Mantenga los dedos cruzados.

– Cuando yo cierre, podrá restablecer la comunicación con Houston -dijo Pitt-. Suerte, Gettysburg. Que lleguen sanos y salvos a casa. Cierro.

Pitt permaneció sentado allí, agotado. Reinaba un extraño silencio en la arruinada habitación, un silencio solamente intensificado por los graves gemidos de los heridos. Miró a Quintana y sonrió débilmente. Su papel en la función había terminado, pensó vagamente: lo único que le quedaba por hacer era reunir a sus amigos y volver a casa.

Pero entonces se acordó de La Dorada.

58

El Gettysburg ofrecía un buen blanco mientras se deslizaba en silencio a través de la noche. No había ningún resplandor de los tubos de escape de los motores parados, pero estaba iluminado desde la proa hasta la cola por las brillantes luces de navegación. Estaba solamente a quinientos metros por delante y ligeramente por debajo del avión de caza de Hollyman. Éste sabía ahora que nada podía salvar a la lanzadera y a los hombres que iban dentro. Su terrible final se produciría dentro de sólo unos segundos.

Hollyman realizó los movimientos mecánicos previos al ataque. Las señales visuales en el panel de delante y en el parabrisas mostraban la velocidad necesaria y los datos de navegación, junto con las indicaciones referentes a los sistemas de lanzamiento de misiles. Un ordenador digital apuntaba automáticamente a la lanzadera espacial, y él poco tenía que hacer, salvo apretar un botón.

– Control de Colorado, tengo la posición del blanco.

– Bien, Fox Uno. Cuatro minutos para el aterrizaje. Empiece su ataque.

Hollyman estaba atormentado por la indecisión. Sintió una oleada de náuseas que le privó temporalmente de todo movimiento. Su mente estaba atribulada por la plena conciencia del acto terrible que estaba a punto de cometer. Había alimentado la inútil esperanza de que todo aquello fuera un espantoso error y de que el Gettysburg, como un reo a punto de ser ejecutado en una vieja película, sería salvado en el último minuto por el indulto del presidente.

La brillante carrera de Hollyman en las Fuerzas Aéreas estaba acabada. A pesar del hecho de que cumplía órdenes, sería siempre señalado como el hombre que había destruido el Gettysburg y sus pasajeros en el aire. Y experimentaba un miedo y una cólera como jamás había sentido.

No podía aceptar su mala suerte, ni que el destino le hubiese elegido para el papel de verdugo. Maldijo en voz baja a los políticos que tomaban decisiones militares y que le habían puesto en esta situación.

– Repita, Fox Uno. Su transmisión fue confusa.

– Nada, control. No he dicho nada.

– ¿A qué se debe su demora? -preguntó el general Post-. Empiece inmediatamente el ataque.

Hollyman alargó los dedos sobre el botón de fuego.

– Que Dios me perdone -murmuró.

De pronto, los dígitos en su instrumento de seguimiento empezaron a cambiar. Los estudió brevemente, atraído por la curiosidad. Después miró hacia la nave espacial. Parecía oscilar.

– ¡Control de Colorado! -gritó por el micrófono-. Aquí Fox Uno. El Gettysburg ha cambiando de rumbo. ¿Me oyen? El Gettysburg ha torcido a la izquierda y se dirige hacia el norte.

– Le oímos, Fox Uno -respondió Post, con ostensible alivio en su voz-. También nosotros hemos registrado el cambio de rumbo. Tome posiciones y manténgase cerca de la lanzadera. Esos hombres van a necesitar todo el apoyo moral que se les pueda prestar.

– Con mucho gusto -dijo entusiasmado Hollyman-. Con mucho gusto.

Un manto de silencio envolvía la sala de control del Centro Espacial Johnson. Ignorantes del drama casi fatal representado por la Fuerza Aérea, el equipo de tierra de cuatro controladores y un grupo creciente de científicos y administradores de la NASA estaban sumidos en un purgatorio de pesimismo. Su red de seguimiento reveló el súbito giro de la lanzadera hacia el norte, pero podía indicar simplemente una vuelta o un giro en S como preparación para el aterrizaje.

Entonces, con sorprendente brusquedad, la voz de Jurgens rompió el silencio.

– Houston, aquí Gettysburg. ¿Me oyen? Cambio.

La sala de control estalló en un estruendo de aclamaciones y aplausos. Merv Foley reaccionó rápidamente y respondió:

– Sí, Gettysburg. Bienvenido al redil.

– ¿Estoy hablando con el verdadero Merv Foley?

– Si somos dos, espero que pillen al otro antes de que firme con mi nombre un montón de cheques.

– Eres Foley, desde luego.

– ¿Cuál es su situación, Dave? Cambio.

– ¿Me están siguiendo?

– Todos los sistemas han funcionado, salvo las comunicaciones y el control de dirección, desde que salieron de la estación espacial.

– Entonces ya saben que nuestra altitud es de quince mil metros, y la velocidad, de mil seiscientos kilómetros por hora. Vamos a tratar de aterrizar en la Estación Aeronaval de Key West. Cambio.

Foley miró a Irwin Mitchell, tenso el semblante.

Mitchell asintió con la cabeza y dio un golpecito en el hombro de Foley.

– Detengamos cualquier otra maniobra y traigamos a esos muchachos a casa.

– Está a más de seiscientos kilómetros -dijo desesperadamente Foley-. Nos las habemos con una nave de cien toneladas que desciende tres mil metros por minuto con una inclinación siete veces mayor que la de un avión comercial. Nunca lo conseguiremos.

– Nunca digas nunca -replicó Mitchell-. Ahora diles que ponemos manos a la obra. Y procura parecer animado.

– ¿Animado? -Foley tardó unos segundos en sobreponerse y después apretó el botón de transmisión-. Está bien, Dave, vamos a resolver el problema y traerles a Key West. ¿Están en TAEM? Cambio.

– Sí. Estamos haciendo todo lo posible por conservar la altura. Tendremos que cambiar el sistema normal de acercamiento para extender nuestro alcance. Cambio.

– Comprendido. Todas las unidades aéreas y marítimas de la zona están siendo puestas en estado de alerta.

– No sería mala idea hacer que la Marina supiese que estamos llegando para tomar el desayuno.

– Lo haremos -dijo Foley-. No corte.

Apretó un botón y aparecieron los datos de seguimiento en la pantalla de su consola. El Gettysburg descendía a menos de doce mil metros y todavía tenía que volar ciento cincuenta kilómetros.

Mitchell contempló la imagen de la trayectoria en la pantalla gigante de la pared. Se puso el auricular y llamó a Jurgens.

– Dave, soy Irwin Mitchell. Vuelva a la dirección automática. ¿Me ha oído? Cambio.

– Lo he oído. Irv, pero no me gusta.

– Será mejor que los ordenadores dirijan esta fase del acercamiento. Podrá volver al mando manual quince kilómetros antes de aterrizar.

– Bien. Cierro.

Foley miró, expectante, a Mitchell.

– ¿Están muy cerca? -fue todo lo que preguntó.

– A un tiro de piedra -dijo Mitchell, respirando hondo.

– ¿Podrán conseguirlo?

– Si el viento sigue como ahora, tienen una pequeña posibilidad. Pero si aumenta a veinte nudos, están listos.

No se sentía miedo en la cabina del Gettysburg. No había tiempo para esto. Jurgens seguía atentamente la trayectoria de descenso en las pantallas del ordenador. Abría y cerraba los dedos como un pianista antes del concierto, esperando ansiosamente el momento en que tomaría el mando manual para las últimas maniobras del aterrizaje.

– Tenemos un acompañante -dijo Burkhart.

Por primera vez, Jurgens desvió la mirada de los instrumentos y miró por la ventanilla. Pudo distinguir a duras penas un caza F-15 que volaba a su lado a una distancia de unos doscientos metros. Mientras lo observaba, el piloto encendió las luces de navegación e hizo oscilar las alas del aparato. Otros dos aviones en formación siguieron su ejemplo. Jurgens volvió a ajustar la radio a una frecuencia militar.

– ¿De dónde vienen, muchachos?

– Estábamos dando una vuelta por el barrio en busca de alguna chica y vimos su máquina volante. ¿Podemos ayudarles? Cambio.

– ¿Tienen un cable para remolcarnos? Cambio.

– Se nos han acabado.

– De todos modos, gracias por la compañía.

Jurgens sintió un ligero alivio. Si no llegaban a Key West y tenían que caer al agua, al menos los cazas podrían permanecer en el lugar y guiar a los que viniesen a auxiliarles. Volvió de nuevo a fijar su atención en los indicadores de vuelo y se preguntó distraídamente por qué no le había puesto Houston en comunicación con la Estación Aeronaval de Key West.

– ¿Qué diablos es eso de que Key West está cerrado? -gritó Mitchell a un pálido ingeniero que estaba a su lado y sostenía un teléfono. Y sin esperar respuesta, agarró el auricular-. ¿Con quién hablo? -preguntó.

– Soy el capitán de corbeta Redfern.

– ¿Se da cuenta de la gravedad de la situación?

– Nos la han explicado, señor, pero nada podemos hacer Esta tarde una camión cisterna ha chocado contra nuestras líneas de energía eléctrica y todo el campo ha quedado inmediatamente a oscuras.

– ¿Y sus generadores de emergencia?

– El motor Diesel que los activa funcionó bien durante seis horas y después falló por un problema mecánico. Ahora están trabajando en esto y volverá a funcionar dentro de una hora.

– Demasiado tarde -gritó Mitchell-. El Gettysburg llegará dentro de dos minutos. ¿Cómo pueden guiarle en la maniobra de aterrizaje?

– No podemos hacerlo -respondió el capitán-. Todo nuestro equipo está inutilizado.

– Entonces iluminen la pista con los faros de los coches y los camiones, con cualquier cosa de que dispongan.

– Haremos todo lo que podamos, señor; pero no será mucho, con sólo cuatro hombres de servicio a esta hora de la madrugada. Lo siento.

– No es usted el único que lo siente -gruñó Mitchell, y colgó el teléfono de golpe.

– Ahora, ya tendríamos que ver la pista -dijo Burkhart, con inquietud-. Veo las luces de la ciudad de Key West, pero ni señales de la estación aeronaval.

Por primera vez, aparecieron unas gotitas de sudor en la frente de Jurgens.

– Es muy extraño que no nos hayan dicho nada las torres de control.

En aquel momento, oyeron la voz tensa de Mitchell.

Gettysburg, la estación de Key West ha sufrido una avería en la instalación eléctrica. Procurarán iluminar la pista con vehículos. Aconsejamos que se acerque desde el este y aterrice en dirección oeste. La pista tiene una longitud de dos mil metros. Si la sobrepasan, irán a parar a un parque de recreo. ¿Entendido? Cambio.

– Sí, Control. Entendido.

– Vemos que está a cuatro mil metros, Dave. Velocidad, seiscientos kilómetros por hora. Un minuto y diez segundos, y nueve kilómetros, para el aterrizaje. Tome el mando manual. Cambio.

– Bien, paso al mando manual.

– ¿Puede ver la pista?

– Todavía no veo nada.

– Disculpe la interrupción, Gettysburg. -Era Hollyman, empleando la frecuencia de la NASA-. Pero creo que mis muchachos y yo podemos hacer de guías a su trineo. Pasaremos delante y alumbraremos el camino.

– Muchas gracias, amiguito -dijo, agradecido, Jurgens.

Observó como los F-15 le adelantaban, bajaban el morro y apuntaban en dirección a Key West. Se pusieron en línea, como jugando a seguir al jefe, y encendieron las luces de aterrizaje. AI principio, los brillantes rayos solamente se reflejaron en el agua; pero después iluminaron unas salinas y luego la pista de la estación aeronaval.

Gettysburg, sólo está a cien metros por debajo del mínimo -dijo Foley.

– Si subo un centímetro más, se calará.

La pista pareció tardar una eternidad en hacerse más ancha. La lanzadera estaba sólo a seis kilómetros, pero parecían cien. Jurgens creyó que podría conseguirlo. Era preciso. Puso en acción a todas las células de su cerebro, para que el Gettysburg se mantuviera en el aire.

– Velocidad quinientos kilómetros, altitud seiscientos metros, cinco kilómetros hasta la pista -informó Burkhart, con voz ligeramente ronca.

Jurgens pudo ver ahora las luces de los vehículos de los servicios de socorro y contra incendios. Los cazas volaban sobre él, iluminando la pista de hormigón de dos mil metros de longitud por sesenta de anchura.

La lanzadera descendía rápidamente. Jurgens la retenía lo más que podía. Las luces de aterrizaje brillaron sobre la línea de la costa, a no más de treinta metros debajo de él. Esperó hasta el último segundo y desplegó el tren de aterrizaje. Una maniobra normal de aterrizaje exigía que las ruedas tocasen el suelo a novecientos metros del principio de la pista, pero Jurgens contuvo el aliento, confiando, contra toda esperanza, en alcanzar el hormigón.

La salina fue iluminada por los brillantes rayos y se perdió en la oscuridad. Burkhart se agarró a los brazos del sillón y recitó los números decrecientes:

– Velocidad trescientos cincuenta. Tren de aterrizaje a tres metros… dos… uno, contacto.

Los cuatro gruesos neumáticos del tren de aterrizaje principal chocaron con la dura superficie y protestaron por la súbita fricción lanzando una nube de humo. Una medición ulterior demostraría que Jurgens había tocado el suelo a sólo veinte metros del principio de la pista. Jurgens bajó suavemente el morro de la nave espacial hasta que la rueda delantera estableció contacto con el suelo, y entonces apretó los dos pedales del freno. Cuando detuvo el aparato, todavía le sobraban trescientos metros de pista.

– ¡Lo han conseguido! -gritó Hollyman, por radio.

– Gettysburg a Control de Houston -dijo Jurgens, con un audible suspiro-. Las ruedas se han detenido.

– ¡Magnífico! ¡Magnífico! -gritó Foley.

– Felicitaciones, Dave -añadió Mitcheli-. Nadie habría podido hacerlo mejor.

Burkhart miró a Jurgens y no dijo nada; se limitó a levantar los dos pulgares.

Jurgens permaneció sentado, descargando todavía adrenalina, gozando de un triunfo contra todas las probabilidades. Su fatigada mente empezó a divagar y, sin darse cuenta, empezó a preguntarse quién era Dirk Pitt. Después apretó el botón del intercomunicador.

– Señor Steinmetz.

– ¿Sí, comandante?

– Sea bienvenido en su regreso a la Tierra. Estamos en casa.

59

Pitt echó una rápida mirada a su alrededor y volvió al despacho de Velikov. Todos estaban de rodillas, agrupados alrededor de Raymond LeBaron, que yacía en el suelo. Jessie le asía una mano y le murmuraba algo. Gunn miró hacia arriba al oír acercarse a Pitt y sacudió la cabeza.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó rápidamente Pitt.

– Se puso en pie para ayudarte y recibió la bala que te hirió en la oreja -respondió Giordino.

Antes de arrodillarse, Pitt miró un momento al millonario mortalmente herido. En la ropa que cubría la parte superior del abdomen se extendía una mancha carmesí. Los ojos tenían todavía vida y estaban fijos en el rostro de Jessie. La respiración era rápida y jadeante. Trató de levantar la cabeza para decir algo a Jessie, pero el esfuerzo fue demasiado grande y volvió a reclinarla en el suelo.

Pitt hincó despacio una rodilla al lado de Jessie. Ella se volvió a mirarle y las lágrimas resbalaron por sus pálidas mejillas. Él correspondió brevemente a su mirada, en silencio. No se le ocurría nada que decirle; su mente estaba agotada.

– Raymond trató de salvarte -dijo ella con voz ronca-. Yo sabía que no podrían cambiarle del todo. Al final volvió a ser como antes.

LeBaron tosió; una tos extraña y áspera. Miró a Jessie, turbios los ojos, blanca y exangüe la cara.

– Cuida de Hilda -murmuró-. Lo dejo todo en tus manos.

Antes de que pudiese decir nada más, la habitación retembló con el estruendo de explosiones allá a lo lejos; el equipo de Quintana había empezado a destruir las instalaciones electrónicas en el interior del edificio. Tendrían que marcharse pronto, y no llevarían a Raymond LeBaron con ellos.

Pitt pensó en todos los reportajes de los periódicos y los artículos de las revistas que glorificaban al moribundo que ahora yacía sobre la alfombra como un comerciante de temple de acero que podía levantar o derribar a directivos de corporaciones gigantescas o a políticos de alto nivel en el Gobierno: como un brujo en la manipulación de los mercados financieros del mundo; como un hombre frío y vengativo que había dejado tras de sí los huesos de sus competidores y no había dudado en echar a la calle a miles de sus empleados. Pitt había leído todo esto, pero lo único que veía ahora era un viejo moribundo, una paradoja de la fragilidad humana, que le había robado la esposa a su mejor amigo y después le había matado por un tesoro. Pitt no podía sentir compasión, ni una pizca de emoción, por un hombre semejante.

Ahora el hilo delgado del que pendía la vida de LeBaron estaba a punto de romperse. Pitt se inclinó y acercó los labios a la oreja del viejo potentado.

– La Dorada -murmuró-. ¿Qué hizo con ella?

LeBaron le miró y sus ojos brillaron un instante al pasar por su nublada mente un último recuerdo del pasado. Hizo acopio de fuerzas para responder y su voz fue muy débil. Las palabras brotaron casi en el mismo instante de morir.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Giordino.

– No estoy seguro -respondió Pitt, con expresión perpleja-. Fue algo así como «Look on the main sight». [2]


A los oídos de los cubanos de la isla grande, las detonaciones sonaron como un trueno lejano, y no les prestaron atención. Ninguna erupción volcánica tiñó el horizonte de rojo y naranja; ninguna terrible columna de llamas elevándose en el negro cielo atrajo su curiosidad. El ruido llegó extrañamente sofocado, debido a que el edificio había sido destruido desde el interior. Incluso la tardía destrucción de la gran antena pasó inadvertida.

Pitt ayudó a Jessie a cruzar la playa, seguido de Giordino y de Gunn, que era transportado en una camilla por los cubanos. Quintana se reunió con ellos y prescindió de toda precaución al enfocar a Pitt con los finos rayos de una linterna.

– Debería vendarle la oreja.

– Sobreviviré hasta que lleguemos al TSE.

– Tuve que dejar dos hombres atrás, enterrados donde nadie podrá encontrarlos nunca. Pero volvemos más de los que vinimos. Alguien tendrá que llevar a otro en su Dasher. Túllevarás a la señora LeBaron, Dirk, El señor Gunn puede navegar conmigo. El sargento López puede…

– El sargento puede ir solo -le interrumpió Pitt.

– ¿Solo?

– También nosotros dejamos un hombre atrás -dijo Pitt.

Quintana pasó rápidamente el rayo de su linterna sobre los otros.

– ¿Raymond LeBaron?

– No vendrá.

Quintana encogió ligeramente los hombros, inclinó la cabeza delante de Jessie y dijo simplemente:

– Lo siento.

Entonces se volvió y empezó a reunir a sus hombres para el viaje de regreso a la embarcación nodriza.

Pitt sostuvo a Jessie junto a él y dijo amablemente:

– Te pidió que cuidases de su primera esposa, Hilda, que todavía vive.

No pudo ver la sorpresa que se pintó en la cara de ella, pero sí sentir que su cuerpo se ponía rígido.

– ¿Cómo lo has sabido? -preguntó ella, con incredulidad.

– La conocí y hablé con ella hace unos días.

Jessie pareció aceptarlo y no le preguntó cómo habría ido a parar a la residencia de ancianos.

– Raymond y yo celebramos la ceremonia y representamos nuestros papeles de marido y mujer. Pero él nunca pudo renunciar completamente a Hilda o divorciarse de ella.

– Un hombre que amaba a dos mujeres.

– De una manera diferente, especial. Era un tigre en los negocios, pero un cordero en la vida del hogar. Raymond se sintió perdido cuando la mente y el cuerpo de Hilda empezaron a deteriorarse. Necesitaba desesperadamente una mujer en la que apoyarse. Empleó su influencia para simular la muerte de Hilda e ingresarla en una residencia bajo el apellido de su primer matrimonio.

– Y entonces entraste tú en escena.

No quería mostrarse frío, pero no estaba afligido.

– Yo ya era parte de su vida -dijo ella, impertérrita-. Yo era uno de los redactores-jefe de Prosperteer. Raymond y yo nos entendíamos desde hacía años. Nos sentíamos bien juntos. Su proposición fue casi como un negocio, un matrimonio simulado de conveniencia; pero pronto se convirtió en algo más, en mucho más. ¿Lo crees?

– Yo no soy quién para dictar sentencias -respondió Pitt a media voz.

Quintana salió de las sombras y tocó el brazo de Pitt.

– Nos ponemos en marcha. Yo llevaré el receptor de radio e iré delante. -Se acercó a Jessie y su voz se suavizó-. Dentro de una hora estará a salvo. ¿Cree que podrá aguantar un poco más?

– Estaré bien. Gracias por su interés.

Arrastraron los Dashers a través de la playa y los metieron en el agua. Quintana dio la orden y todos montaron y partieron sobre el negro mar. Esta vez Pitt iba en retaguardia, mientras Quintana, con los auriculares calados, se dirigía hacia el TSE guiándose por las instrucciones transmitidas por el coronel Kleist.

Dejaron atrás aquella isla de la muerte. El enorme edificio había quedado reducido a un montón de planchas de hormigón derrumbadas. Los aparatos electrónicos y el adornado mobiliario ardían como el fondo de un volcán en extinción debajo de la arena coralina blanqueada por el sol. La antena gigantesca yacía en mil pedazos retorcidos. Sin ninguna posibilidad de reparación. Al cabo de pocas horas, cientos de soldados rusos, conducidos por agentes del GRU, se arrastrarían sobre las ruinas, buscando entre la arena alguna señal que permitiera identificar a las fuerzas responsables de la destrucción. Pero los únicos indicios que encontrarían en su investigación apuntarían directamente a la mente astuta de Fidel Castro y no a la CÍA.

Pitt mantenía los ojos fijos en la luz azul del Dasher que le precedía. Navegaba ahora contra la marea y la pequeña embarcación cabeceaba y remontaba las crestas como en una montaña rusa. El peso añadido de Jessie reducía su velocidad, y Pitt apretaba a fondo el acelerador para no quedar rezagado.

Sólo habían viajado cosa de una milla cuando sintió que una de las manos de Jessie se desprendía de su cintura.

– ¿Estás bien? -preguntó.

Por toda respuesta sintió el frío cañón de una pistola apoyado en su pecho, justo por debajo de la axila. Bajó muy despacio la cabeza y miró debajo del brazo. Ciertamente, era el negro perfil de una pistola apoyada en su caja torácica; una Makarov de 9 milímetros, y la mano que la sostenía no temblaba.

– Si no es una impertinencia -dijo Pitt, con auténtica sorpresa-, ¿puedo preguntarte en qué estás pensando?

– En un cambio de plan -respondió ella, con voz grave y tensa-. Nuestro trabajo sólo está realizado a medias.

Kleist paseaba por la cubierta del TSE mientras los componentes del equipo de Quintana subían a bordo y los Dashers eran introducidos rápidamente por una gran escotilla y bajados por una rampa hasta el cavernoso compartimiento de carga. Quintana estuvo dando vueltas alrededor del submarino hasta que no quedó nadie en el agua; sólo entonces fue a la cubierta inferior.

– ¿Cómo ha ido la cosa? -preguntó ansiosamente Kleist.

– Como dicen en Broadway, un gran éxito. La destrucción ha sido total. Puede decir a Langley que el GRU ha volado por los aires.

– Buen trabajo -dijo Kleist-. Recibirán una buena recompensa y unas largas vacaciones. Cortesía de Martin Brogan.

– Pitt es quien merece las mayores alabanzas. Nos condujo directamente al salón antes de que los rusos se despertasen. También se dirigió a la radio y avisó a la lanzadera espacial.

– Desgraciadamente, no hay galones para los ayudantes espontáneos -dijo vagamente Kleist. Después preguntó-: ¿Y qué ha sido del general Velikov?

– Se le presume muerto y enterrado bajo los cascotes.

– ¿Alguna baja?

– Yo he perdido dos hombres. -Hizo una pausa-. También perdimos a Raymond LeBaron.

– El presidente tendrá un gran disgusto cuando se entere de esta noticia.

– En realidad, fue sobre todo un accidente. Hizo un valeroso pero loco intento de salvar la vida de Pitt, y fue él quien pagó con la suya.

– Así pues, el viejo bastardo ha muerto como un héroe. -Kleist caminó hasta el borde de la cubierta y observó la oscuridad-. ¿Y qué ha sido de Pitt?

– Sufrió una pequeña herida, nada grave.

– ¿Y la señora LeBaron?

– Unos pocos días de descanso y algún cosmético para disimular sus moraduras y parecerá como nueva.

Kleist se volvió rápidamente.

– ¿Cuándo les vio por última vez?

– Cuando abandonamos la playa. Pitt llevaba a la señora LeBaron con él en su Dasher. Yo navegaba a poca velocidad para que pudiesen seguirnos.

Quintana no pudo verlo, pero los ojos de Kleist se volvieron temerosos, temerosos al darse súbitamente cuenta de que algo andaba terriblemente mal.

– Pitt y la señora LeBaron no han subido a bordo.

– Tienen que haberlo hecho -dijo con inquietud Quintana-. Yo he sido el último en subir.

– Esto no es una explicación -dijo Kleist-. Ellos están todavía ahí fuera, en alguna parte. Y como Pitt no llevaba el receptor de radio en el trayecto de regreso, no podemos guiarle hasta aquí.

Quintana se llevó una mano a la frente.

– Ha sido culpa mía. Yo era el responsable.

– Tal vez sí, tal vez no. Si algo hubiese marchado mal, si su Dasher se hubiese averiado, Pitt habría gritado y usted le habría oído con toda seguridad.

– Tal vez podríamos localizarlos con el radar -sugirió Quintana, esperanzado.

Kleist apretó los puños y se los golpeó.

– Será mejor que nos demos prisa. Quedarnos aquí mucho más tiempo sería un suicidio.

Él y Quintana bajaron rápidamente por la rampa hasta el cuarto de control. El operador del radar estaba sentado delante de una pantalla en blanco. Levantó la cabeza al ver a los dos oficiales que se situaban a su lado, con los semblantes tensos.

– Levante la antena -ordenó Kleist.

– Seremos captados por todas las unidades de radar de la costa cubana -protestó el operador.

– ¡Levántela! -repitió vivamente Kleist.

Arriba, una parte de la cubierta se abrió y una antena orientable se desplegó y subió en la punta de un mástil que se elevó casi veinte metros en el aire. Abajo, tres pares de ojos observaron cómo cobraba vida la pantalla.

– ¿Qué estamos buscando? -preguntó el operador.

– Faltan dos de nuestras personas -respondió Quintana.

– Son demasiado pequeños para ser vistos.

– ¿Y si aumentamos el alcance por ordenador?

– Podemos probar.

– Adelante.

Al cabo de medio minuto, el operador sacudió la cabeza.

– Nada en dos millas.

– Aumente el alcance a cinco.

– Nada.

– Pase a diez.

El operador prescindió de la pantalla de radar y observó atentamente la imagen ampliada del ordenador.

– Bien, distingo un objeto diminuto que es una posibilidad. Nueve millas al sudoeste, torciendo dos-dos-dos grados.

– Tienen que haberse perdido -murmuró Kleist.

El operador de radar sacudió la cabeza.

– No, a menos que estén ciegos o sean completamente estúpidos. El cielo está claro como el cristal. Hasta un boy scout podría encontrar la Estrella Polar.

Quintana y Kleist se irguieron y se miraron con mudo asombro, incapaces de comprender del todo lo que sabían que era verdad. Kleist fue el primero en hacer la ineludible pregunta.

– ¿Por qué? -preguntó, perplejo-. ¿Por qué tienen que ir deliberadamente a Cuba?

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