30 de octubre de 1989
Kazakhstán, URSS
Con una bola de fuego más brillante que el sol siberiano, el Selenos 8 se elevó en el frío cielo azul, llevando la estación lunar tripulada, de ciento diez toneladas. El supercohete y los cuatro motores auxiliares de propulsión, que generaban un impulso de siete mil toneladas, proyectaban una cola flamígera de color amarillo anaranjado, de trescientos metros de longitud y cien de anchura. Un humo blanco envolvió la plataforma de lanzamiento y el ruido de los motores hizo temblar los cristales en veinte kilómetros a la redonda. Al principio, se elevó tan majestuosamente que casi parecía no moverse. Después adquirió velocidad y perforó ruidosamente el cielo.
El presidente soviético, Antonov, observó el lanzamiento desde un bunker de cristal blindado, a través de unos grandes gemelos montados sobre un trípode. Sergei Kornilov y el general Yasenin estaban a su lado, escuchando atentamente las comunicaciones entre los cosmonautas y el centro de control espacial.
– Una visión alentadora -murmuró Antonov, pasmado.
– Un lanzamiento de libro de texto -dijo Kornilov-. Alcanzarán la velocidad de escape dentro de cuatro minutos.
– ¿Va todo bien?
– Sí, camarada presidente. Todos los sistemas funcionan normalmente. Y siguen exactamente el rumbo previsto.
Antonov miró la larga lengua de fuego hasta que al fin se desvaneció. Sólo entonces suspiró y se apartó de los gemelos.
– Bueno, señores, este espectacular viaje espacial debería hacer que los ojos del mundo dejasen de fijarse en el vuelo de la lanzadera americana hacia su nueva estación orbital.
Yasenin asintió con la cabeza y apoyó una mano en el hombro de Kornilov.
– Le felicito, Sergei. Ha arrebatado el triunfo a los yanquis a favor de la Unión Soviética.
– No hay mérito alguno por mi parte -dijo Kornilov-. Debido a la mecánica orbital, nuestra ventana de lanzamiento lunar estuvo abierta, ventajosamente para nosotros, varias horas antes del lanzamiento que ellos tenían proyectado.
Antonov contempló el cielo, como hipnotizado.
– Supongo que el servicio de información americano no se habrá enterado de que nuestros cosmonautas no son lo que parecen.
– Un engaño perfecto -dijo francamente Yasenin-. El cambio de cinco científicos por soldados especialmente instruidos se realizó sin tropiezos poco antes del lanzamiento.
– Espero que podamos decir lo mismo del programa de emergencia para substituir el equipo científico por armas -dijo Kornilov-. Los sabios cuyos experimentos fueron cancelados estuvieron a punto de causar un motín. Y los ingenieros, a quienes se ordenó que modificasen el interior de la estación para acomodarlo a los nuevos factores de peso y a las necesidades de almacenamiento de armas, se irritaron porque no se les dijo la razón de estos cambios en el último momento. Seguro que se filtrará la noticia de su enojo.
– Esto no debe quitarle el sueño -dijo, riendo, Yasenin-. Las autoridades americanas del espacio no sospecharán nada hasta que se interrumpan las comunicaciones con su preciosa base lunar.
– ¿Quién está al mando de nuestro equipo de asalto? -preguntó Antonov.
– El comandante Grigory Leuchenko. Un experto en guerra de guerrillas. El comandante logró muchas victorias contra los rebeldes de Afganistán. Respondo personalmente de él, como soldado fiel y excepcional.
Antonov asintió reflexivamente con la cabeza.
– Una buena elección, general. Aunque sin duda encontrará la superficie de la Luna un poco diferente de la de Afganistán.
– Es indudable que el comandante Leuchenko realizará con éxito la operación.
– Olvida a los astronautas americanos, general -dijo Kornilov.
– ¿Y bien?
– Las fotografías demuestran que también ellos tienen armas. Rezo para que no sean fanáticos capaces de luchar a sangre y fuego por defender sus instalaciones.
Yasenin sonrió con indulgencia.
– ¿Reza, Sergei? ¿A quién? Ciertamente, no a ningún dios. Éste no ayudará a los americanos en cuanto Leuchenko y sus hombres inicien su ataque. El resultado está decidido de antemano. Los científicos nada pueden contra soldados profesionales, adiestrados para matar.
– No les menosprecie. Es cuanto tenía que decir.
– ¡Basta! -Gritó Antonov-. No quiero oír más frases derrotistas. El comandante Leuchenko tiene la doble ventaja de la sorpresa y de la superioridad en armamento. Dentro de menos de sesenta horas empezará la verdadera batalla por el espacio. Y no creo que la Unión Soviética la pierda.
En Moscú, Vladimir Polevoi estaba sentado a su mesa de la sede de la KGB en la plaza Dzerzhinski, leyendo un informe del general Velikov. No levantó la mirada cuando Lyev Maisky entró en la habitación y se sentó aunque nadie le hubiera invitado a hacerlo. La cara de Maisky era vulgar, inexpresiva y unidimensional, lo mismo que su personalidad. Era el jefe delegado de Polevoi al frente del Primer Directorio, la rama de operaciones en el extranjero de la KGB. Las relaciones de Maisky con Polevoi eran limitadas, pero los dos se completaban perfectamente.
Por último, Polevoi miró fijamente a Maisky.
– Quisiera que me diese una explicación.
– La presencia de los LeBaron fue un accidente imprevisto -dijo concisamente Maisky.
– La de la señora LeBaron y sus compañeros buscadores de tesoros, tal vez sí; pero ciertamente, no la de su marido. ¿Por qué lo tomó Velikov de los cubanos?
– El general pensó que Raymond LeBaron podía ser un instrumento útil en las negociaciones con el Departamento de Estado de los Estados Unidos cuando los Castro sean eliminados.
– Sus buenas intenciones nos han metido en un juego peligroso -dijo Polevoi.
– Velikov me ha asegurado que LeBaron está sometido a una estricta seguridad y que le da información falsa.
– Sin embargo, todavía existe una pequeña posibilidad de que LeBaron descubra la verdadera función de Cayo Santa María.
– En tal caso, sería simplemente eliminado.
– ¿Y Jessie LeBaron?
– Pienso, personalmente, que ella y sus amigos nos serán muy útiles para atribuir a la CÍA nuestro proyectado desastre.
– ¿Han descubierto Velikov o nuestros agentes residentes en Washington algún plan del servicio secreto americano para infiltrarse en la isla?
– No -respondió Maisky-. Una investigación sobre los tripulantes del dirigible demostró que ninguno de ellos tiene actualmente lazos con la CÍA o con los militares.
– No quiero fallos -dijo firmemente Polevoi-. Estamos demasiado cerca del triunfo. Transmita mis palabras a Velikov.
– Será informado.
Llamaron a la puerta y entró la secretaria de Polevoi. Sin decir palabra, le tendió un papel y salió de la estancia.
De pronto, la ira enrojeció la cara de Polevoi.
– ¡Maldición! Habla de amenazas, y éstas se convierten en realidad.
– ¿Señor?
– Un mensaje urgente de Velikov. Uno de los prisioneros ha escapado.
Maisky hizo un nervioso movimiento con las manos.
– Es imposible. No hay embarcaciones en Cayo Santa María, y si es lo bastante estúpido para huir a nado, se ahogará o será comido por los tiburones. Sea quien fuere, no irá lejos.
– Se llama Dirk Pitt, y, según Velikov, es el más peligroso del grupo.
– Peligroso o no…
Polevoi le impuso silencio con un ademán y empezó a pasear sobre la alfombra, mostrando una profunda agitación en el semblante.
– No podemos permitir que ocurra lo inesperado. El tiempo límite para nuestra empresa en Cuba debe ser adelantado una semana.
Maisky sacudió la cabeza para mostrar su desacuerdo.
– Los barcos no llegarían a tiempo a La Habana. Además, no podemos cambiar las fechas de la celebración. Fidel y todos los miembros de alto rango de su Gobierno estarán preparados para los discursos. El mecanismo de la explosión está ya en movimiento. Es imposible cambiar el tiempo. Ron y Cola debe ser cancelada o hay que continuar como estaba previsto.
Polevoi cruzó y descruzó las manos, con el nerviosismo de la indecisión.
– Ron y Cola, un nombre estúpido para una operación de esta magnitud.
– Otro motivo para seguir adelante. Nuestro programa de desinformación ha empezado ya a difundir rumores sobre un complot de la CÍA para desestabilizar Cuba. La frase «Ron y Cola» es evidentemente americana. Ningún Gobierno extranjero sospechará que ha sido inventada en Moscú.
Polevoi asintió con un encogimiento de hombros.
– Muy bien, pero no quiero pensar en las consecuencias, si ese tal Pitt sobrevive milagrosamente y consigue volver a los Estados Unidos.
– Ya está muerto -declaró rotundamente Maisky-. Estoy seguro de ello.
El presidente se asomó a la oficina de Daniel Fawcett y agitó una mano.
– No se levante. Sólo quería que supiese que voy a subir para almorzar con mi esposa.
– No olvide que tenemos una reunión con los jefes de información y con Doug Oates dentro de cuarenta y cinco minutos -le recordó Fawcett.
– Prometo ser puntual.
El presidente se volvió y tomó el ascensor para subir a sus habitaciones de la segunda planta de la Casa Blanca. Ira Hagen lo estaba esperando en la suite Lincoln.
– Pareces cansado, Ira.
Hagen sonrió.
– Voy atrasado de sueño.
– ¿Cuál es la situación?
– He descubierto la identidad de los nueve miembros del «círculo privado». Siete de ellos están localizados con toda precisión. Solamente Leonard Hudson y Gunnar Eriksen permanecen fuera de la red.
– ¿No les habéis seguido la pista desde el centro comercial?
– Las cosas no salieron bien.
– La estación lunar soviética fue lanzada hace ocho horas -dijo el presidente-. No puedo esperar más. Esta tarde daré la orden de detener a todos los miembros del «círculo privado» que podamos.
– ¿Al Ejército o al FBI?
– A ninguno de los dos. Un viejo amigo de la Marina cuidará de ello. Le he dado ya tu lista de nombres y direcciones. -El presidente hizo una pausa y miró fijamente a Hagen-. Dijiste que habías descubierto la identidad de los nueve hombres, Ira, pero en tu informe sólo constan ocho.
Hagen pareció reacio, pero metió una mano debajo de su chaqueta y sacó una hoja de papel doblada.
– Me había reservado el nombre del último hombre hasta estar completamente seguro. Un analizador de voces confirmó mis sospechas.
El presidente tomó el papel de manos de Hagen, lo desdobló y leyó el nombre escrito a mano. Se quitó las gafas y limpió cansadamente los cristales como si no pudiese dar crédito a sus ojos. Después se metió al papel en un bolsillo.
– Supongo que siempre lo he sabido, pero no podía creer en su complicidad.
– No los juzgues con dureza, Vince. Estos hombres son patriotas, no traidores. Su único delito es el silencio. Toma el caso de Hudson y Eriksen. Simulando estar muertos todos estos años. Piensa en la angustia que esto habrá causado a sus amigos y a sus familiares. La nación nunca podrá compensarles de sus sacrificios ni comprender del todo el alcance de su hazaña.
– ¿Me estás echando un sermón, Ira?
– Sí, señor.
El presidente se dio cuenta de pronto de la lucha interior de Hagen. Comprendió que el corazón de su amigo no estaba en la confrontación final. La lealtad de Hagen se balanceaba sobre el filo de una navaja.
– Me ocultas algo, Ira.
– No te mentiré, Vince.
– Tú sabes donde se esconden Hudson y Eriksen.
– Digamos que tengo una sólida presunción.
– ¿Puedo confiar en que los traerás?
– Sí.
– Eres un buen explorador, Ira.
– ¿Dónde y cuándo quieres que te los entregue?
– En Camp David -respondió el presidente-. Mañana, a las ocho de la mañana.
– Allí estaremos.
– No puedo incluirte a ti, Ira.
– Es lo que deberías hacer, Vince. Puedes llamarlo una forma de pago. Me debes que pueda presenciar el final.
El presidente consideró la petición.
– Tienes razón. Es lo menos que puedo hacer.
Martin Brogan, director de la CÍA, Sam Emmett, del FBI, y el secretario de Estado Douglas Oates se pusieron en pie cuando el presidente entró en la sala de conferencias, con Dan Fawcett pisándole los talones.
– Tengan la bondad de sentarse, caballeros -dijo sonriendo el presidente.
Hubo unos pocos minutos de charla insustancial hasta que entró Alan Mercier, el consejero de seguridad nacional.
– Lamento llegar con retraso -dijo, sentándose rápidamente-. Ni siquiera he tenido tiempo de pensar una buena excusa.
– Un hombre sincero -dijo riendo Brogan-. Lamentable.
El presidente puso una pluma sobre un bloc de notas.
– ¿Cómo está la cuestión del pacto con Cuba? -preguntó mirando a Oates.
– Hasta que no podamos iniciar un diálogo secreto con Castro, la situación seguirá siendo la misma.
– ¿Hay alguna posibilidad, por remota que sea, de que Jessie LeBaron haya podido transmitir nuestra última respuesta?
Brogan sacudió la cabeza.
– Creo que es muy dudoso que haya establecido contacto. Nuestras fuentes de información no han sabido nada desde que el dirigible fue derribado. Todo el mundo cree que está muerta.
– ¿Alguna palabra de Castro?
– Ninguna. ¿
– ¿Qué se sabe del Kremlin?
– La lucha interna entre Castro y Antonov está a punto de estallar en campo abierto -dijo Mercier-. Nuestros infiltrados en el Ministerio de Guerra cubano dicen que Castro va a sacar sus tropas de Afganistán.
– No hay más que hablar -dijo Fawcett-. Antonov no permanecerá con los brazos cruzados, dejando que esto ocurra.
Emmett se inclinó hacia adelante y cruzó las manos sobre la mesa.
– Todo se remonta a cuatro años atrás, cuando Castro suplicó no tener que hacer ni siquiera un pago a cuenta de los diez mil millones de dólares que debe a la Unión Soviética, por préstamos constantemente «renovados» desde los años sesenta. Dijo hallarse en un aprieto económico y tuvo que doblegarse cuando Antonov le pidió que enviase tropas a luchar en Afganistán. Y no fueron unas pocas compañías, sino casi veinte mil hombres.
– ¿Cuántas bajas calcula la CÍA que han tenido? -preguntó el presidente, volviéndose a Brogan.
– Aproximadamente mil seiscientos muertos, dos mil heridos y más de quinientos desaparecidos.
– Dios mío, eso es más de un veinte por ciento.
– Otra razón para que el pueblo cubano deteste a los rusos -siguió diciendo Brogan-. Castro es como un hombre que se está ahogando entre un bote de remos que hace agua y cuyos ocupantes le apuntan con armas de fuego y un yate de lujo cuyos pasajeros están agitando botellas de champaña. Si le arrojamos una cuerda, la tripulación del Kremlin la acribillará a balazos.
– En realidad, están pensando en acribillarle de todos modos -añadió Emmett.
– ¿Tenemos alguna idea de cómo o cuándo se realizará el asesinato? -preguntó el presidente.
Brogan rebulló inquieto en su sillón.
– Nuestros informadores no han podido averiguarlo.
– Su secreto sobre el tema es más hermético de lo que había visto jamás -dijo Mercier-. Nuestros ordenadores no han podido descifrar ningún dato sobre la operación detectada por nuestros sistemas de escucha espacial. Solamente unos pocos detalles que no pueden darnos una idea concreta de sus planes.
– ¿Sabe quién se encarga de ello? -insistió el presidente.
– El general Peter Velikov, del GRU, considerado como un brujo en la infiltración y manipulación de los gobiernos del Tercer Mundo. Él fue el artífice del golpe de Estado en Nigeria hace dos años. Afortunadamente, el Gobierno marxista que instauró duró muy poco.
– ¿Opera fuera de La Habana?
– Se mueve en un secreto total -respondió Brogan-. La imagen perfecta del hombre que no está en ninguna parte. Velikov no ha sido visto en público desde hace cuatro años. Estamos absolutamente seguros de que está dirigiendo el espectáculo desde algún lugar escondido.
Los ojos del presidente parecieron nublarse.
– Lo único que tenemos aquí es una vaga teoría de que el Kremlin proyecta asesinar a Fidel y a Raúl Castro, echarnos la culpa a nosotros y, después, apoderarse del Gobierno empleando comparsas cubanos que reciben órdenes directas de Moscú. Bueno, caballeros, yo no puedo actuar a base de suposiciones. Necesito hechos.
– Es una presunción fundada en hechos conocidos -explicó enérgicamente Brogan-. Tenemos los nombres de los cubanos que están a sueldo de los soviéticos, esperando desde la barrera el momento de asumir el poder. Nuestra información confirma plenamente la intención del Kremlin de eliminar a los Castro. La CÍA es la perfecta cabeza de turco, porque el pueblo cubano no ha olvidado la bahía de Cochinos ni las torpes intrigas de la Agencia para el asesinato de Fidel Castro por la mafia durante la Administración Kennedy. Le aseguro, señor presidente, que he dado máxima prioridad a este asunto. Sesenta agentes de todos los niveles, dentro y fuera de Cuba, están concentrando sus esfuerzos en penetrar la muralla de secreto de Velikov.
– Y sin embargo, no podemos conseguir un diálogo abierto con Castro para ayudarnos mutuamente.
– No, señor -dijo Oates-. Él se niega a establecer cualquier contacto por canales oficiales.
– ¿No se da cuenta de que se le puede estar acabando el tiempo? -preguntó el presidente.
– Está deambulando en un vacío -respondió Oates-. Por una parte, se siente seguro al saber que la inmensa mayoría de los cubanos le idolatran. Pocos líderes nacionales pueden contar con el respeto y el afecto que por él siente su pueblo. Y por otra parte, no puede comprender plenamente la gravedad de la amenaza soviética contra su vida y su régimen.
– Así pues -dijo gravemente el presidente-, lo que quieren decirme es que, a menos de que podamos conseguir una importante hazaña en el campo de la información o meter en el escondrijo de Castro a alguien que pueda hacerle atenerse a razones, sólo podemos permanecer sentados y observar cómo se hunde Cuba bajo un total dominio soviético.
– Sí, señor presidente -dijo Brogan-. Eso es exactamente lo que le estamos diciendo.
Hagen estaba dando un paseo por la avenida del centro comercial, mirando de vez en cuando las mercancías expuestas en las tiendas. El olor a cacahuetes tostados le recordó que tenía hambre, se detuvo ante un carrito pintado de alegres colores y compró una bolsa de pistachos.
Para descansar los pies unos minutos, se sentó en un sofá de una tienda de electrodomésticos y observó una pared en la que había veinte televisores, sintonizados todos ellos en el mismo canal. Las imágenes mostraban una reposición de la transmisión efectuada una hora antes del momento en que la nave espacial Gettysburg se había elevado desde California. Más de trescientas personas habían sido lanzadas al espacio desde el primer vuelo realizado en 1981 y, exceptuando los medios de comunicación, nadie prestaba ya mucha atención a estos sucesos.
Hagen paseó después arriba y abajo, deteniéndose para mirar a través de un gran escaparate a un disc-jockey que ponía discos para una emisora de radio situada en el paseo. Se cruzaba con una multitud de compradores, pero centraba su atención en los pocos hombres que allí había. La mayoría parecía estar en el descanso para el almuerzo. Miraban los escaparates y, generalmente, compraban lo primero que veían, a diferencia de las mujeres, que preferían seguir buscando con la vana esperanza de encontrar algo mejor a un precio más barato.
Se fijó en dos hombres que comían bocadillos de pescado en un restaurante de platos preparados. No llevaban bolsas de la compra, ni vestían como dependientes. Su estilo informal recordaba más bien al del doctor Mooney, del laboratorio Pattenden.
Hagen les siguió a unos grandes almacenes. Bajaron por la escalera mecánica hasta el sótano, cruzaron la sección de ventas y entraron en un pasillo de detrás marcado con un rótulo que decía: «Sólo empleados».
Un timbre de alarma sonó dentro de la cabeza de Hagen. Volvió junto a un mostrador donde había montones de sábanas, se quitó la chaqueta y se puso un lápiz en la oreja. Entonces esperó a que el dependiente estuviese ocupado con una clienta, tomó un montón de sábanas y se dirigió de nuevo al pasillo.
Tres puertas conducían a locales de depósito; dos, a salitas de descanso, y otra estaba marcada con un rótulo de «Peligro-Alto Voltaje». Empujó esta última puerta y entró. Un sorprendido guardia de seguridad, sentado a una mesa, levantó la mirada.
– ¡Eh, usted no puede…
Fue todo lo que pudo decir antes de que Hagen le arrojase las sábanas a la cara y le descargase un golpe de karate a un lado del cuello. Había otros dos guardias de seguridad detrás de una segunda puerta, y Hagen les derribó a los dos en menos de cuatro segundos. Se agachó y miró a su alrededor, previendo otro peligro.
Cien pares de ojos le miraron con asombro.
Hagen se hallaba en una habitación que parecía extenderse hasta el infinito. Estaba llena de gente, de oficinas, de equipos de informática y de comunicaciones. Durante un largo segundo, se quedó pasmado por las dimensiones de todo aquello. Después dio un paso al frente, agarró de los brazos a una aterrorizada secretaria y la levantó de su silla.
– ¡Leonard Hudson! -gritó-. ¿Dónde puedo encontrarle?
El miedo se pintó en los ojos de ella. Inclinó la cabeza hacia la derecha.
– El… el despacho de la p… puerta azul -balbució.
– Muchas gracias -dijo él, con una amplia sonrisa.
Soltó a la chica y cruzó rápidamente el local en silencio. Tenía un rictus malévolo en el semblante, como desafiando a quien pretendiese cerrarle el paso.
Nadie lo intentó. La muchedumbre se partió como las aguas del mar Rojo en el pasillo principal.
Cuando llegó a la puerta azul, Hagen se detuvo y se volvió, observando el centro de cerebros y comunicaciones del programa Jersey Colony. Tenía que admirar a Hudson. Era un camuflaje muy hábil. Excavado durante la construcción del centro comercial, aquel lugar habría llamado poco o nada la atención. Los científicos, los ingenieros y las secretarias podían entrar y salir entre la multitud, y sus coches se confundían con otros cientos en la zona de aparcamiento. La estación de radio era también genial. ¿Quién habría sospechado que transmitían y recibían mensajes de la Luna, mientras emitían los discos del «hit parade» para la comunidad universitaria circundante?
Hagen empujó la puerta y entró en lo que parecía ser una cabina de control de unos estudios.
Hudson y Eriksen estaban sentados de espaldas a él, mirando una gran pantalla de vídeo donde se veía la cara y la cabeza afeitada de un hombre que se interrumpió en mitad de una frase y dijo:
– ¿Quién está detrás de ustedes?
Hudson miró por encima del hombro.
– Hola, Ira. -La voz era tan helada como la mirada-. Me estaba preguntando cuándo comparecerías.
– Entra -dijo Eriksen, en tono igualmente helado-. Llegas justo a tiempo para hablar con nuestro hombre de la Luna.
Pitt había salido de aguas cubanas y estaba en la ruta que seguían los barcos en el canal de las Bahamas. Pero su suerte se estaba agotando. Ninguno de los buques que pasaron por allí le descubrió. Un gran petrolero con pabellón panameño pasó a no más de una milla de distancia. Él se irguió lo más que pudo sin volcar la bañera y agitó la camisa, pero su pequeña embarcación pasó inadvertida a los tripulantes.
Que un oficial de guardia en el puente enfocase sus gemelos al lugar exacto y en el momento preciso en que la bañera se elevase sobre la cresta de una ola, antes de caer de nuevo en un seno y perderse de vista, era una posibilidad por la que no hubiese apostado ningún jugador profesional. Pitt comprendió la amarga verdad: era un objetivo demasiado pequeño.
Los movimientos de Pitt se estaban volviendo mecánicos. Tenía entumecidas las piernas después de balancearse en la exigua bañera durante casi veinte horas, y el constante roce de las nalgas contra la dura superficie le había levantado ampollas dolorosas. El sol tropical caía sobre él, pero tenía la piel curtida y las quemaduras por los rayos solares eran el menor de sus problemas.
El mar permanecía en calma, pero todavía tenía que esforzarse continuamente en mantener la bañera en la dirección del oleaje y achicar el agua al mismo tiempo. Había vertido las últimas gotas de gasolina en el motor fuera borda, y llenado después las latas con agua de mar para que le sirviesen de lastre.
Otros quince o veinte minutos era lo más que podía esperar que siguiese funcionando el motor antes de pararse por falta de gasolina. Después, todo habría terminado. Sin control, la bañera no tardaría en llenarse de agua y hundirse.
Empezó a fallarle la mente; no había dormido en treinta y seis horas. Se esforzó en permanecer despierto, manejando el timón y achicando agua con los brazos cansados y las manos arrugadas. Durante horas interminables sus ojos escrutaron el horizonte, sin ver nada que viajase en dirección a su pequeño sector de mar. Algunos tiburones habían chocado contra el fondo de la lenta bañera, y uno de ellos cometió el error de acercarse demasiado a la hélice y ésta le cortó la aleta. Pitt les observaba con aire indiferente. Pensó tontamente en ofrecerles un banquete abriendo la boca y ahogándose, pero se dio cuenta de que era una idea estúpida y la borró de su mente.
El viento empezó a soplar con más fuerza. Cayó un chaparrón y depositó un par de centímetros de agua en la bañera. El agua no era muy limpia, pero sí mejor que nada, La recogió con las manos y engulló unos cuantos sorbos, y se sintió aliviado.
Miró el reluciente horizonte, hacia el oeste. Dentro de una hora sería de noche. Su último rayo de esperanza se desvanecía con el sol poniente. Aunque de alguna manera se mantuviese a flote, nadie lo vería en la oscuridad.
Había pecado de imprevisión, pensó. Hubiese tenido que robar una linterna.
De pronto, el motor fuera borda tosió y arrancó de nuevo. Pitt redujo el gas lo más que se atrevió, sabiendo que solamente retrasaba un minuto o dos lo inevitable.
Luchó contra la depresión moral e hizo acopio de valor para seguir achicando agua hasta que sus brazos no le obedeciesen o hasta que una ola cayese de costado sobre la bañera a la deriva y la inundase. Vació una de las latas de gasolina que había llenado con agua de mar. Cuando se hundiese la bañera, pensó, la emplearía como flotador. Mientras pudiese mover un músculo, no iba a darse por vencido.
El fiel y pequeño motor fuera borda volvió a toser una vez, dos veces, y al fin se paró. Después de haber estado oyendo el ruido del tubo de escape durante toda la noche anterior, Pitt se sintió como sofocado por el súbito silencio. Permaneció sentado allí, en la pequeña y fatídica embarcación, sobre un mar vasto e indiferente y bajo un cielo claro y sin nubes.
Consiguió mantenerla a flote durante otra hora, a la luz del crepúsculo. Estaba tan fatigado, tan agotado físicamente, que no advirtió un pequeño movimiento en el agua a quinientos metros de distancia.
El capitán de fragata Kermit Fulton se apartó del periscopio, con una expresión interrogadora en el semblante. Miró a través del cuarto de control del submarino Denver a su segundo oficial.
– ¿Algún contacto en nuestros sensores?
El segundo oficial habló por uno de los teléfonos del cuarto de control.
– Nada en el radar, capitán. El sonar ha registrado un pequeño contacto, pero lo ha perdido hace cosa de un minuto.
– ¿Qué deducen de ello?
La respuesta tardaba en llegar, por lo que el capitán repitió la pregunta.
– El encargado del sonar dice que parecía un pequeño motor fuera borda, de no más de veinte caballos de potencia.
– Aquí pasa algo muy raro -dijo Fulton-. Quiero comprobar lo que es. Reduzcan la velocidad a un tercio y viren cinco grados a babor.
Apretó de nuevo la frente contra el ocular del periscopio y puso el aumento al máximo. Poco a poco, con aire de perplejidad, se echó atrás.
– Dé la orden de salir a la superficie.
– ¿Ha visto algo? -preguntó el segundo oficial.
El capitán asintió con la cajpeza, en silencio.
Todos los que estaban en el cuarto de control miraron con curiosidad a Fulton. El segundo oficial tomó la iniciativa.
– ¿Quiere decirnos de qué se trata, capitán?
– Llevo veintitrés años en el mar -dijo Fulton- y creía que lo había visto casi todo. Pero que me aspen si no hay un hombre allí, a casi cien millas de la tierra más próxima, flotando en una bañera.
Desde la desaparición del dirigible, el almirante Sandecker había salido raras veces de su despacho. Se enterró en un trabajo que pronto perdió todo significado. Sus padres, aunque muy ancianos, vivían todavía, lo mismo que su hermano y su hermana. Sandecker no había experimentado nunca realmente una tragedia personal.
Durante sus años en la Marina, estuvo absorto en su trabajo. Tenía poco tiempo para establecer relaciones profundas con una mujer, y contaba con pocos buenos amigos, la mayoría de ellos marinos como él. Construyó una muralla a su alrededor, entre superiores y subordinados, y se mantuvo en el terreno intermedio. Alcanzó el grado de almirante antes de los cincuenta años, pero se sentía anquilosado.
Cuando el Congreso aprobó su nombramiento de jefe de la Agencia Marítima y Submarina Nacional, volvió a la vida. Entabló buena amistad con tres personas inverosímiles, que le miraban con respeto pero le trataban como si estuviesen tomando unas copas en un bar.
Los desafíos a los que había tenido que hacer frente la AMSN les habían unido. Uno de ellos era Al Giordino, un extrovertido que se ofrecía de buen grado para los proyectos más sucios y hurtaba los caros cigarros de Sandecker. Otro era Rudi Gunn, resuelto siempre a hacer las cosas a la perfección, experto en programas de organización y que no habría podido hacerse un enemigo aunque lo hubiese intentado. Y el otro era Pitt, que había contribuido más que nadie a reanimar el espíritu creador de Sandecker. Pronto fueron como padre e hijo.
La actitud liberal de Pitt ante la vida y su ingenio sarcástico le seguían como la cola a un cometa. No podía entrar en una habitación sin animar el ambiente. Sandecker trató ahora, sin conseguirlo, de borrar los recuerdos, de desprenderse del pasado. Se retrepó en el sillón, detrás de la mesa, y cerró los ojos y se dejó dominar por el dolor. Perder a los tres de golpe era algo que escapaba a su comprensión.
Mientras estaba pensando en Pitt, se encendió la luz y sonó débilmente el timbre de su teléfono privado. Se frotó brevemente las sienes y levantó el auricular.
– ¿Sí?
– Jim, ¿eres tú? Un amigo común del Pentágono me ha dicho tu número privado.
– Discúlpeme. Estaba distraído. No reconozco la voz.
– Soy Clyde. Clyde Monfort.
Sandecker se puso tenso.
– ¿Qué sucede, Clyde?
– Acabo de recibir un mensaje de nuestros submarinos que regresan de maniobras de desembarco en Jamaica.
– ¿Y qué tengo yo que ver con esto?
– El capitán de un submarino informa de que ha recogido a un náufrago hace no más de veinte minutos. No es exactamente normal que nuestras fuerzas submarinas nucleares acepten desconocidos a bordo, pero este hombre afirmó que trabajaba para ti y se puso bastante violento cuando el capitán se negó a permitirle que enviase un mensaje.
– ¡Pitt!
– Has acertado -respondió Monfort-. Éste es el nombre que dio. Dirk Pitt. ¿Cómo lo has sabido?
– ¡Gracias a Dios!
– ¿Es auténtico?
– Sí, sí, lo es -dijo Sandecker con impaciencia-. ¿Y qué hay de los otros?
– No hay otros. Pitt estaba solo en una bañera.
– Repite esto.
– El capitán jura que era una bañera con un motor fuera borda.
Como conocía a Pitt, Sandecker no dudó un momento de la veracidad de la historia.
– ¿Cuánto tiempo necesitarás para hacer que le recoja un helicóptero y le deje en el aeródromo más próximo para que se traslade a Washington?
– Sabes que esto es imposible, Jim. No puedo hacer que le suelten hasta que el submarino haya atracado en su base de Charleston.
– No cuelgues, Clyde. Llamaré a la Casa Blanca por otra línea y conseguiré la autorización.
– ¿Tanta influencia tienes? -preguntó Monfort con incredulidad.
– Para esto y para más.
– ¿Puedes decirme de qué se trata, Jim?
– Acepta mi palabra. Es mejor que no te metas en esto.
Se habían reunido en la Casa Blanca para una fiesta en honor del primer ministro de la India, Rajiv Gandhi, que realizaba un viaje de buena voluntad por los Estados Unidos. Actores y líderes sindicales, atletas y multimillonarios, todos intercambiaban sus opiniones y sus diferencias, y se mezclaban como vecinos en un acto social dominical.
Los ex presidentes Ronald Reagan y Jimmy Cárter conversaban y actuaban como si nunca hubiesen salido del Ala Oeste. De pie en un rincón lleno de flores, el secretario de Estado Douglas Oates cambiaba historias de guerra con Henry Kissinger, mientras el quarterback de los Houston Oilers, ganadores de la Superbowl, estaba plantado delante de la chimenea y miraba descaradamente los senos de la locutora de la ABC, Sandra Malone.
El presidente brindó con el primer ministro Gandhi y después le presentó a Charles Murphy, que había sobrevolado recientemente la Antártida en globo. La esposa del presidente se acercó, tomó a su marido del brazo y le condujo hacia la pista de baile del regio salón.
Un auxiliar de la Casa Blanca captó la mirada de Dan Fawcett y señaló con la cabeza hacia la puerta. Fawcett se acercó a él, le escuchó y después se dirigió al presidente. La cadena de mando funcionaba perfectamente.
– Discúlpeme, señor presidente, pero acaba de llegar un mensajero con una ley aprobada por el Congreso y que tiene usted que firmar antes de la medianoche.
El presidente asintió con la cabeza, en señal de comprensión. No había ninguna ley a firmar. Era una frase en clave que indicaba un mensaje urgente. Se excusó con su esposa, cruzó el pasillo y entró en un pequeño despacho privado. Esperó a que Fawcett cerrase la puerta antes de descolgar el teléfono.
– Aquí el presidente.
– Soy el almirante Sandecker, señor.
– Sí, almirante, ¿qué sucede?
– Tengo al jefe de las Fuerzas Navales del Caribe en otra línea. Acaba de informarme de que uno de mis hombres, que había desaparecido con Jessie LeBaron, ha sido salvado por uno de nuestros submarinos.
– ¿Ha sido identificado?
– Es Dirk Pitt.
– Ese hombre debe ser indestructible o muy afortunado -dijo el presidente con un deje de alivio en su voz-. ¿Cuándo podemos tenerle aquí?
– El almirante Clyde Monfort está en la otra línea esperando autorización para un transporte urgente.
– ¿Puede ponerme con él?
– Un momento, señor.
Hubo una breve pausa seguida de un chasquido. El presidente dijo:
– Almirante Monfort, ¿me oye?
– Le oigo.
– Soy el presidente. ¿Reconoce mi voz?
– Sí, señor, la reconozco.
– Quiero que Pitt esté en Washington lo antes posible. ¿Entendido?
– Sí, señor presidente. Haré que un reactor de la Marina le deposite en el aeropuerto de la base Andrews de la Fuerza Aérea antes del amanecer.
– Tienda una red de secreto alrededor de este asunto, almirante. Mantenga el submarino en el mar y ponga a los pilotos o a cualquiera que se acerque a menos de cien metros de Pitt bajo confinamiento durante tres días.
Hubo una breve vacilación.
– Sus órdenes serán cumplidas.
– Gracias. Ahora déjeme hablar con el almirante Sandecker.
– Estoy aquí, señor presidente.
– ¿Lo ha oído? El almirante Monfort hará que Pitt esté en Andrews antes del amanecer.
– Iré personalmente a recibirle.
– Bien. Llévele en helicóptero a la sede de la CÍA en Langley. Martin Brogan y representantes míos y del Departamento de Estado estarán esperando para interrogarle.
– Es posible que no pueda arrojar luz sobre nada.
– Probablemente tenga razón -dijo cansadamente el presidente-. Espero demasiado. Creo que siempre he esperado demasiado.
Colgó y suspiró profundamente. Ordenó sus ideas durante un instante y las archivó en un rincón de la mente, para recuperarlas más tarde, técnica que más o menos deprisa llegan a dominar todos los presidentes. Pasar de los problemas a la rutina trivial y volver a los problemas como cuando se enciende y se apaga una luz eran unas exigencias del cargo.
Fawcett sabía interpretar los estados de ánimo del presidente y esperó con paciencia. Por fin dijo:
– Tal vez no sería mala idea que asistiese yo al interrogatorio.
El presidente le miró tristemente.
– Vendrá conmigo a Camp David al salir el sol.
Fawcett le miró perplejo.
– En su agenda no está previsto un viaje a Camp David. Casi toda la mañana está reservada a reuniones con líderes del Congreso para tratar del presupuesto.
– Tendrán que esperar. Mañana tengo que celebrar una conferencia más importante.
– Como jefe de su personal, ¿puedo preguntarle con quién va a conferenciar?
– Con unos hombres que se hacen llamar el «círculo privado».
Fawcett miró al presidente, apretando poco a poco los labios.
– No comprendo.
– Debería comprenderlo, Dan. Usted es uno de ellos.
Antes de que el perplejo Fawcett pudiese replicar, el presidente salió del despacho y se reunió con sus invitados.
La sacudida del aterrizaje despertó a Pitt. Fuera del jet bimotor de la Marina, el cielo estaba todavía oscuro. A través de una pequeña ventana, pudo ver los primeros resplandores anaranjados que precedían al nuevo día.
Las ampollas causadas por el roce con la bañera casi le hacían imposible estar sentado, y había dormido de costado, en una posición violenta. Se sentía pésimamente y tenía sed de algo que no fuese los zumos de fruta que le había obligado a tragar en enormes cantidades el demasiado solícito médico del submarino.
Se preguntó qué haría si volvía un día a encontrarse con Foss Gly. Por muy infernales que fuesen los castigos que creaba en su mente, no le parecían suficientes. La idea del tormento que infligía Gly a Jessie, a Giordino y a Gunn le obsesionaba. Sentía remordimientos por haber escapado.
Se extinguió el zumbido de los motores del reactor y se abrió la puerta. Bajó rígidamente la escalerilla y se rundió en un abrazo con Sandecker. El almirante daba raras veces un apretón de manos, por lo que la inesperada muestra de afecto sorprendió a Pitt.
– Suspongo que lo que dices de que mala hierba nunca muere es verdad -dijo Sandecker con voz ronca.
– Es mejor salvar el pellejo que perderlo -respondió sonriendo Pitt.
Sandecker le asió de un brazo y le condujo a un coche que esperaba.
– Le esperan en la sede de la CÍA en Langley para interrogarle.
Pitt se detuvo de pronto.
– Ellos están vivos -anunció brevemente.
– ¿Vivos? -dijo, pasmado, Sandecker-. ¿Todos?
– Prisioneros de los rusos y torturados por un desertor.
La incomprensión se pintó en el rostro de Sandecker.
– ¿Estuvieron en Cuba?
– En una de las islas próximas -explicó Pitt-. Tenemos que informar a los rusos de mi rescate lo antes posible, para impedir que…
– Más despacio -le interrumpió Sandecker-. Estoy perdiendo el hilo, Mejor aún, espere a referir toda la historia cuando lleguemos a Langley. Supongo que tendrá mucho que contar.
Mientras volaban sobre la ciudad, empezó a llover. Pitt contempló a través del parabrisas de plexiglás las ochenta hectáreas de bosque que rodeaban la vasta estructura de mármol gris y hormigón que era sede del ejército de espías de los Estados Unidos. Desde el aire, parecía desierta; no se veía a nadie en el lugar. Incluso la zona de aparcamiento estaba sólo ocupada en una cuarta parte. La única forma humana que Pitt pudo distinguir era una estatua del espía más famoso de la nación, Nathan Hale, que había cometido el error de dejarse atrapar y había sido ahorcado
Dos altos oficiales estaban esperando en la pista para helicópteros, provistos de paraguas. Todos entraron corriendo en el edificio y Pitt y Sandecker fueron introducidos en un gran salón de conferencias. Había allí seis hombres y una mujer. Martin Brogan se acercó, estrechó la mano a Pitt y le presentó a los otros. Pitt les saludó con la cabeza y pronto olvidó sus nombres.
Brogan dijo:
– Creo que ha tenido un viaje muy accidentado.
– No lo recomendaría a los turistas-respondió Pitt.
– ¿Puedo ofrecerle algo de comer ó de beber? -dijo amablemente Brogan-. ¿Una taza de café o tal vez un desayuno?
– Me apetecería una cerveza bien fría…
– Desde luego -Brogan levantó el teléfono y dijo algo-. Estará aquí dentro de un minuto.
La sala de conferencias era sencilla en comparación con las de oficinas de empresas comerciales. Las paredes eran de un color beige neutro, lo mismo que la alfombra, y los muebles parecían proceder de una tienda de saldos. No había cuadros ni adornos de clase alguna que la animasen. Una habitación cuya única función era servir de lugar de trabajo.
Ofrecieron una silla a Pitt en un extremo de la mesa, pero rehusó. Sus posaderas no estaban todavía en condiciones de sentarse. Todos los que estaban en la sala le miraban fijamente, y empezó a sentirse como un animal del zoo una tarde de domingo.
Brogan le dirigió una sonrisa franca.
– Tenga la bondad de contarnos desde el principio todo lo que ha oído y observado. Su relato será registrado y transcrito. Después pasaremos a las preguntas y respuestas. ¿Le parece bien?
Llegó la cerveza. Pitt tomó un largo trago, se sintió mejor y empezó a relatar los sucesos, desde que se había elevado en Key West hasta que había visto surgir el submarino del agua a pocos metros de la bañera que se estaba hundiendo. No omitió nada y se tomó todo el tiempo necesario, explicando todos los detalles por triviales que fuesen, que podía recordar. Tardó en ello casi una hora y media, pero los otros le escucharon atentamente sin interrogarle ni interrumpirle. Cuando por fin hubo terminado, descansó cuidadosamente su dolorido cuerpo en una silla y esperó con calma a que todos consultasen sus notas.
Brogan ordenó un breve descanso, mientras traían fotografías aéreas de Cayo Santa María, fichas sobre Velikov y Gly y las copias de la narración. Después de cuarenta minutos de estudio, Brogan inició el interrogatorio.
– Llevaban armas en el dirigible. ¿Por qué?
– Las noticias sobre el naufragio del Cyclops indicaban que yacía en aguas cubanas. Pareció adecuado llevar un escudo a prueba de balas y un lanzador de misiles como medidas de protección.
– Desde luego, se da usted cuenta de que su ataque no autorizado contra un helicóptero patrullero cubano estuvo en contra de la política del Gobierno.
Esto lo dijo un hombre que Pitt recordó que trabajaba para el Departamento de Estado.
– Me guié por una ley de rango superior -dijo Pitt, con una irónica sonrisa.
– ¿Puedo preguntarle qué ley es ésta?
– Procede del Viejo Oeste; algo que ellos llamaban legítima defensa. Los cubanos dispararon calculo que un millar de proyectiles antes de que Al Giordino volase el helicóptero. Brogan sonrió. Le gustaban los hombres como Pitt.
– Lo que más nos interesa ahora es su descripción de la instalación de los rusos en la isla. Dice que no está vigilada.
– Los únicos guardias que vi a nivel del suelo fueron los que se hallaban en la entrada del recinto. Nadie patrullaba en los caminos o en las playas. La única medida de seguridad era una valla electrificada.
– Esto explica por qué la cámara de infrarrojos no detectó ninguna señal de actividad humana -dijo un analista, examinando las fotos.
– Esto es impropio de los rusos -murmuró otro oficial de la CÍA-. Casi siempre revelan sus bases secretas por la exageración de sus medidas de seguridad.
– Esta vez no -dijo Pitt-. Se han pasado al extremo opuesto y les ha dado resultado. El general Velikov declaró que era la instalación militar más importante fuera de la Unión Soviética. Y creo que nadie de su agencia se dio cuenta de ello hasta ahora.
– Confieso que tal vez nos engañaron -dijo Brogan-. Siempre que lo que nos ha dicho usted sea verdad.
Pitt dirigió una fría mirada a Brogan. Después se levantó, dolorido, de su silla, y se dirigió a la puerta.
– Muy bien, tómelo como usted quiera. Mentí. Gracias por la cerveza.
– ¿Puedo preguntarle adonde va?
– A convocar una conferencia de prensa -dijo Pitt, hablando directamente a Brogan-. Estoy perdiendo un tiempo precioso por su causa. Cuanto antes haga pública mi huida y pida la liberación de los LeBaron, Giordino y Gunn, antes se verá obligado Velikov a suspender sus torturas y su ejecución.
Se hizo un impresionante silencio. Ninguno de los que se sentaban a la mesa de conferencias podía creer que Pitt se dispusiese a salir; nadie, salvo Sandecker. Permaneció sentado, sonriendo con aire triunfal.
– Será mejor que se tranquilice, Martin. Se les acaba de ofrecer una información más importante de la que podían imaginar y, si ninguno de los que están en esta habitación es capaz de reconocerlo, les sugiero que se busquen otro trabajo.
Brogan podía ser brusco y ególatra, pero no era tonto. Se levantó rápidamente y detuvo a Pitt en la puerta.
– Perdone a un viejo irlandés que ha salido escaldado más veces de las que puede contar. Treinta años en este oficio y uno se convierte naturalmente en un incrédulo Tomás. Por favor, ayúdenos a juntar las piezas del rompecabezas. Después hablaremos de lo que hay que hacer por sus amigos y los LeBaron.
– Le costará otra cerveza -dijo Pitt.
Brogan y los otros se echaron a reír. Se había roto el hielo, y continuaron las preguntas desde todos los lados de la mesa.
– ¿Es éste Velikov? -preguntó un analista, mostrando una fotografía.
– Sí, es el general Peter Velikov. Su inglés con acento americano es literalmente perfecto. Olvidaba decir que tenía mi expediente, incluido una reseña biográfica.
Sandecker miró a Brogan.
– Parece que Sam Emmett tiene un topo en la sección de archivos del FBI.
Brogan sonrió sarcásticamente.
– A Sam no le gustará enterarse de esto.
– Podríamos escribir un libro sobre las hazañas de Velikov -dijo un hombre corpulento, dirigiéndose a Pitt-. Me gustaría que, en otra ocasión, me describiese sus peculiaridades.
– Con mucho gusto -dijo Pitt.
– ¿Y es éste Foss Gly, el inquisidor de mano dura?
Pitt miró la segunda fotografía y asintió con la cabeza.
– Su cara es diez años más vieja que cuando se tomó esta foto, pero es él.
– Un mercenario americano, nacido en Arizona -dijo el analista-. ¿Le conocía de antes?
– Sí, le conocí durante el proyecto Empress of Ireland para el Tratado Norteamericano. Supongo que lo recuerdan.
Brogan asintió con la cabeza.
– Yo sí -dijo.
– Volviendo a la disposición del edificio -dijo la mujer-, ¿cuántas plantas tiene?
– Según el indicador del ascensor, cinco. Todas bajo tierra.
– ¿Tiene idea de las dimensiones?
– Lo único que pude ver fue mi celda, el pasillo, el despacho de Velikov y un garaje. Ah, sí, y la entrada de la residencia, decorada al estilo de un castillo español.
– ¿Grosor de las paredes?
– Alrededor de medio metro.
– ¿Calidad de la construcción?
– Buena. Ni humedad ni grietas visibles en el hormigón.
– ¿Qué clase de vehículos había en el garaje?
– Dos camiones militares. Los demás, dedicados a la construcción: un bulldozer, una excavadora, un recogedor de cerezas.
La mujer levantó la mirada de sus notas.
– Perdón. ¿El último?
– Un recogedor de cerezas -explicó Pitt-. Un camión especial, con una plataforma telescópica para trabajar en las alturas. Los usan los que podan árboles y los operarios de las líneas telefónicas.
– ¿Dimensiones aproximadas de la antena parabólica?
– Fue difícil medirla en la oscuridad. Aproximadamente trescientos metros de longitud por doscientos de anchura. Es izada hasta su posición de funcionamiento por brazos hidráulicos camuflados como palmeras.
– ¿Maciza o de reja?
– De reja.
– ¿Circuitos, cajas de empalmes, repetidores?
– No vi ninguno, lo cual no quiere decir que no estuviesen.
Brogan había seguido estas preguntas sin intervenir. Ahora levantó una mano y miró a un hombre de aspecto estudioso sentado a uno de los lados de la mesa.
– ¿Qué deduce de esto, Charlie?
– No hay bastantes detalles técnicos para saber exactamente su objetivo. Pero hay tres posibilidades. Una de ellas es que sea una estación de escucha capaz de interceptar señales telefónicas, de radio y de radar en todos los Estados Unidos. Otra, que sea una poderosa instalación para crear interferencias y que esté allí a la espera de un momento crucial, como un primer golpe nuclear, para ser activada y dar al traste con todas nuestras comunicaciones militares y comerciales. La tercera posibilidad es que tenga capacidad para transmitir informaciones falsas a través de nuestros sistemas de comunicación. Y lo más preocupante es que el tamaño y la complicada disposición de la antena sugiere la capacidad de realizar las tres funciones.
Los músculos de la cara de Brogan se tensaron. El hecho de que semejante operación supersecreta de espionaje se hubiese realizado a menos de doscientas millas de la costa de los Estados Unídos no era exactamente para entusiasmar al director de la Agencia Central de Inteligencia.
– Si ocurre lo peor, ¿qué podemos esperar?
– Temo -respondió Charlie- que podemos esperar un poderoso y electrónicamente avanzado instrumento, capaz de interceptar las comunicaciones por radio y por teléfono y emplear la tecnología de retraso para que un modernísimo sintetizador computarizado imite las voces de los que llaman y altere las conversaciones. Les sorprendería ver cómo pueden ser manipuladas sus palabras por teléfono sin que su interlocutor advierta el cambio. En realidad, la Agencia de Seguridad Nacional emplea el mismo tipo de equipo a bordo de un barco.
– Así pues, los rusos nos han alcanzado -dijo Brogan.
– Su tecnología es probablemente más tosca que la nuestra, pero parece que han dado un paso adelante y la han mejorado en gran manera.
La mujer miró a Pitt.
– Ha dicho usted que la isla era abastecida mediante submarinos.
– Así me lo dijo Raymond LeBaron -dijo Pitt-. Y en lo poco que vi de la costa no había ningún lugar de amarre.
Sandecker jugueteó con uno de sus cigarros pero no lo encendió. Apuntó con él a Brogan.
– Parece que los soviéticos han recurrido a técnicas desacostumbradas para despistar a sus vigilantes de Cuba, Martin.
– El miedo a ser descubiertos se manifestó durante el interrogatorio -dijo Pitt-. Velikov insistió en que éramos agentes a sueldo de usted.
– En realidad, no puedo censurar por ello a ese bastardo -dijo Brogan-. Su llegada debió sacarle de sus casillas.
– Señor Pitt, ¿podría describir a las personas que estaban cenando cuando llegaron ustedes? -preguntó un hombre con aire de erudito y que llevaba un suéter a cuadros.
– Aproximadamente, diría que eran dieciséis mujeres y dos docenas de hombres.
– ¿Ha dicho mujeres?
– Sí.
– ¿De qué tipo? -preguntó la única mujer presente en el salón.
Pitt tuvo que preguntar:
– Defina lo de tipo.
– Ya sabe -respondió seriamente ella-. Esposas, bellas damas solteras, o prostitutas.
– Desde luego, no eran prostitutas. La mayoría de ellas vestía uniforme y, probablemente, formaba parte del personal de Velikov. Las que llevaban alianzas parecían ser esposas de los militares o los paisanos cubanos que se hallaban presentes.
– ¿En qué diablos estará pensando Velikov? -preguntó Brogan a nadie en particular-. ¿Cubanos con sus esposas en una instalación supersecreta? Esto no tiene sentido. Sandecker miró reflexivamente la mesa.
– Para mí tiene sentido -dijo-, si Velikov está usando Cayo Santa María para algo más que espionaje electrónico.
– ¿Qué insinúa, Jim? -preguntó Brogan. -La isla sería una excelente base de operaciones para derribar el gobierno Castro.
Brogan le miró asombrado.
– ¿Cómo se ha enterado usted de esto?
– El presidente me informó -respondió Sandecker, con altanería.
– Ya veo.
Pero estaba claro que Brogan no veía nada.
– Escuchen -dijo Pitt-, me doy cuenta de que todo esto es sumamente importante, pero cada minuto que gastamos con nuestras especulaciones pone a Jessie, a Al y a Rudi mucho más cerca de la muerte. Espero que hagan ustedes todo lo posible para salvarles. Pueden empezar notificando a los rusos que, gracias a mi fuga, están enterados de que los mantienen prisioneros.
La petición de Pitt fue acogida con un extraño silencio. Nadie, salvo Sandecker, le miró. Especialmente la gente de la CÍA evitó su mirada.
– Discúlpeme -dijo fríamente Brogan-, pero creo que no sería una maniobra acertada.
Los ojos de Sandecker brillaron súbitamente de cólera.
– Cuidado con lo que dice, Martin. Sé que está dando vueltas a un plan maquiavélico en su mente. Pero advierta, amigo mío, que tendrá que habérselas conmigo y que no estoy dispuesto a dejar que mis amigos sean arrojados literalmente a los tiburones.
– Nos estamos jugando mucho -dijo Brogan-. Tener a Velikov a oscuras puede ser muy ventajoso.
– ¿Y sacrificar varias vidas por un juego de espionaje? -dijo amargamente Pitt-. Ni hablar.
– Espere un momento, por favor -suplicó Brogan-. Estoy de acuerdo en hacer que se filtre el rumor de que sabemos que los LeBaron y su gente de la AMSN están vivos. Después acusaremos a los cubanos de haberlos encarcelado en La Habana.
– ¿Cómo podemos esperar que Velikov se trague algo que sabe que es falso?
– No espero que se deje engañar con esto. No es un cretino. Sospechará algo y se preguntará cuánto sabemos acerca de su isla. Es todo lo que puede hacer: plantearse una interrogación. También enturbiaremos las aguas diciendo que nuestra información se basa en pruebas fotográficas que demuestran que su bote hinchable fue arrojado a la isla de Cuba. Esto debería hacer que Velikov aflojase la presión sobre los cautivos y siguiese debatiéndose en la incertidumbre. La piéce de résistance será el descubrimiento del cadáver de Pitt por un pescador de las Bahamas.
– ¿Qué diablos se propone? -preguntó Sandecker.
– Todavía no lo tengo bien meditado -confesó Brogan-. Pero la idea fundamental es llevar de nuevo y en secreto a Pitt a la isla.
En cuanto hubo terminado el interrogatorio de Pitt, Brogan volvió a su despacho y descolgó el teléfono. Su llamada tuvo que pasar por los intermediarios de costumbre antes de que el presidente se pusiese al aparato.
– Por favor, hable deprisa, Martin. Estoy a punto de salir para Camp David.
– Hemos terminado de interrogar a Dirk Pitt.
– ¿Pudo dar algún dato interesante?
– Nos dio la información que nosotros discutimos.
– ¿El cuartel general de Velikov?
– Nos condujo directamente a su madriguera.
– Buen trabajo. Ahora podrán ustedes iniciar una operación de infiltración.
– Creo que sería adecuada una solución más permanente.
– ¿Quiere usted decir contrarrestar su amenaza revelando la existencia de la base a la prensa mundial?
– No. Quiero decir ir allá y destruirla.
El presidente tomó un ligero desayuno después de llegar a Camp David. El tiempo era anormalmente cálido; era como un veranillo de propina, y el presidente vestía pantalones de algodón y suéter de manga corta.
Estaba sentado en un gran sillón de orejas, con varias carpetas sobre sus rodillas, y estudiaba las historias personales de los componentes del «círculo privado». Después de leer la última ficha, cerró los ojos, sopesando las alternativas, preguntándose qué diría a los hombres que estaban esperando en el comedor principal del edificio.
Hagen entró en el despacho y guardó silencio hasta que el presidente abrió los ojos.
– Cuando tú quieras, Vince.
El presidente se levantó despacio del sillón.
– Cuanto antes mejor.
Los otros estaban esperando alrededor de la larga mesa del comedor, tal como había dispuesto el presidente. No había ningún guardia presente; no hacían falta. Todos eran hombres honorables que no tenían la menor intención de cometer un crimen. Se pusieron respetuosamente en pie al entrar él en la habitación, pero el presidente les hizo ademán de que se sentaran.
Estaban presentes los ocho: el general Fischer, Booth, Mitchell, Busche, que estaba sentado a un lado de la mesa frente a Eriksen, el senador Porter y Dan Fawcett. Hudson estaba sentado solo en el extremo de la mesa. Solamente faltaba Raymond LeBaron.
Todos vestían con sencillez y estaban cómodamente sentados, como jugadores de golf en un club; relajados, sumamente confiados y sin dar señales de tensión.
– Buenos días, señor presidente -saludó animadamente el senador Porter-. ¿A qué debemos el honor de esta misteriosa convocatoria?
El presidente carraspeó.
– Todos ustedes saben por qué les hecho venir. Por consiguiente, no nos andemos con rodeos.
– ¿No quiere felicitarnos? -preguntó sarcásticamente Clyde Booth.
– Puedo felicitarles o no felicitarles -dijo fríamente el presidente-. Esto dependerá.
– Dependerá, ¿de qué? -preguntó rudamente Gunnar Eriksen.
– Creo que lo que busca el presidente -dijo Hudson- es que permitamos a los rusos reclamar una participación en la Luna.
– Esto y una confesión de asesinato en masa.
Se habían cambiado los papeles. Se quedaron allí sentados, con ojos de besugo en un congelador, mirando al presidente.
El senador Porter, que pensaba con rapidez, fue el primero en atacar.
– ¿Una ejecución a lo gánster o al estilo de Arsénico por compasión, vertiendo veneno en el té? Si me permite preguntarlo, señor presidente, ¿de qué demonios está hablando?
– De la pequeña anécdota de nueve cosmonautas soviéticos muertos.
– ¿Los que se perdieron durante las primeras misiones Soyuz? -preguntó Dan Fawcett.
– No -respondió el presidente-. Los nueve rusos que fueron muertos en las sondas lunares Selenos.
Hudson agarró el borde de la mesa y miró como si hubiese sido electrocutado.
– Las naves espaciales Selenos no iban tripuladas.
– Esto es lo que querían los rusos que pensara el mundo; pero, en realidad, había tres hombres en cada una de ellas. Tenemos a una de las tripulaciones congeladas en el depósito de cadáveres del hospital Walter Reed, si quieren examinar los restos.
Nadie habría pensado en mirarlo. Se consideraban ciudadanos con sentimientos morales y que trabajaban para su país. Lo último que cualquiera de ellos esperaba ver en un espejo era la imagen de un asesino a sangre fría. Decir que el presidente tenía a sus oyentes en un puño habría sido un eufemismo.
Hagen estaba como fascinado. Todo esto era nuevo para él.
– Si me lo permiten -siguió diciendo el presidente-, mezclaré los hechos con las especulaciones. Para empezar, ustedes y sus colonos en la Luna han realizado una hazaña increíble. Les felicito por su perseverancia y su genio, como lo hará el mundo en las semanas venideras. Sin embargo, han cometido involuntariamente un terrible error que fácilmente podría empañar su logro.
»En su celo por hacer ondear la bandera estrellada han prescindido del tratado internacional que rige las actividades en la Luna y que fue ratificado por los Estados Unidos, la Unión Soviética y otros tres países en 1984. Ustedes reclamaron por su cuenta la Luna como posesión soberana y, hablando en metáfora, plantaron un rótulo de «Prohibido el Paso». Y lo confirmaron destruyendo tres sondas lunares soviéticas. Una de ellas, Selenos 4, consiguió volver hacia la Tierra; y estuvo sobrevolando en órbita durante dieciocho meses antes de que se restableciese el control. Los ingenieros espaciales soviéticos trataron de hacerla aterrizar en las estepas de Kazakhstán, pero la nave estaba averiada y cayó cerca de Cuba.
»Con el pretexto de la busca del tesoro, ustedes enviaron a Raymond LeBaron para que la encontrase antes que los rusos. Había que borrar las huellas delatoras del daño causado por sus colonos. Pero los cubanos se anticiparon a los dos y recobraron la nave espacial hundida. Ustedes no lo han sabido hasta ahora, y los rusos todavía no lo saben. A menos que… -El presidente hizo una pausa después de esta palabra-. A menos que Raymond LeBaron haya revelado bajo tortura lo que sabe de la Jersey Colony. Sé de fuente fidedigna que los cubanos le capturaron y entregaron al servicio secreto militar soviético, el GRU.
– Raymond no hablará -dijo airadamente Hudson.
– Tal vez no tenga que hacerlo -replicó el presidente-. Hace unas pocas horas que los analistas de información, a quienes pedí que volviesen a examinar las señales espaciales soviéticas recibidas durante las órbitas de regreso de, Selenos 4, han descubierto que sus datos sobre la superficie lunar fueron transmitidos a una estación de seguimiento situado en la isla de Socotra, cerca del Yemen. ¿Comprenden las consecuencias, caballeros?
– Comprendemos lo que quiere decir. -Era el general Fisher quien hablaba en tono reflexivo-. Los soviéticos pueden tener pruebas visuales de la Jersey Colony.
– Sí, y probablemente ataron cabos y pensaron que los que estaban allá arriba tenían algo que ver con los desastres de las Selenos. Pueden estar seguros de que tomarán represalias. Sin llamadas por el teléfono rojo, sin mensajes cursados a través de vías diplomáticas, sin anuncios de la TASS o en Pravda. La batalla por la Luna se mantendrá secreta por ambos bandos. En resumen, caballeros, el resultado es que han iniciado ustedes una guerra que pueble ser imposible de atajar.
Los hombres sentados alrededor de la mesa estaban impresionados y confusos, perplejos e irritados. Pero solamente estaban irritados a causa de un error de cálculo en un hecho del que no podían tener conocimiento. La horrible verdad tardó varios momentos en registrarse en sus mentes.
– Habla usted de represalias soviéticas, señor presidente -dijo Fawcett-. ¿Tiene alguna idea que confirma esa posibilidad?
– Pónganse ustedes en el lugar de los soviéticos. Estaban informados de los actos de ustedes al menos una semana antes de que fuese lanzada su estación lunar Selenos 8. Si yo fuese el presidente Antonov, habría ordenado que la misión se convirtiese de una exploración científica en una operación militar. Tengo pocas dudas en mi mente de que, cuando Selenos 8 alunice dentro de veinticuatro horas, un equipo especial de comandos soviéticos rodeará y atacará la Jersey Colony. Y ahora díganme. ¿Puede la base defenderse por sí sola?
El general Fisher miró a Hudson; después se volvió al presidente y encogió los hombros.
– No sabría decirlo. Nunca trazamos planes de contingencia para el caso de un ataque armado contra la colonia. Si no recuerdo mal, su único armamento es un par de armas cortas y un lanzador de misiles.
– A propósito, ¿para cuándo estaba proyectado que sus colonos volviesen de la Luna?
– Deberían despegar de allí aproximadamente dentro de treinta y seis horas -respondió Hudson.
– Tengo curiosidad por saber una cosa -dijo el presidente-. ¿Cómo pretenden volver a través de la atmósfera terrestre? Ciertamente, su vehículo de transporte lunar no tiene capacidad para hacer tal cosa.
Hudson sonrió.
– Volverán al puerto espacial Kennedy, de Cabo Cañaveral, en la lanzadera.
El presidente suspiró.
– La Gettysburg. Estúpido de mí por no haberlo pensado. Está ya amarrada en nuestra estación espacial.
– Su tripulación no ha sido todavía advertida -dijo Steve Busche, de la NASA-, pero en cuanto se hayan recobrado.de la impresión de ver aparecer súbitamente a los colonos en el vehículo de transporte, estarán más que dispuestos a admitir a unos pasajeros suplementarios.
El presidente hizo una pausa y miró fijamente a los miembros del «círculo privado», con expresión súbitamente triste.
– La cuestión candente con la que todos tenemos que enfrentarnos, caballeros, es si los colonos de Jersey sobrevivirán para emprender el viaje.
– ¿De veras espera salirse con la suya? -preguntó Pitt.
El coronel retirado Ramón Kleist, de la Marina de los Estados Unidos, se balanceó sobre los pies y se rascó la espalda con un bastón de petimetre.
– Con tal de que podamos retirarnos como una unidad con nuestras bajas, sí, creo que la misión puede realizarse con éxito.
– Nada tan complicado puede ser perfecto -dijo Pitt-. Destruir la instalación y la antena, además de matar a Velikov y a todo su personal, me parece que es querer abarcar demasiado.
– Su observación ocular y las fotos de nuestros aviones de reconocimiento corroboran las pocas medidas defensivas del lugar.
– ¿Cuántos hombres constituirán su equipo? -preguntó Pitt.
– Treinta y uno, incluido usted.
– Los rusos descubrirán sin duda alguna quiénes atacaron su base secreta. Será como dar una patada a un nido de avispas.
– Todo forma parte del plan -dijo ligeramente Kleist.
Kleist estaba tieso como un palo, amenazando romper con el pecho su camisa floreada. Pitt calculó que tendría poco menos de sesenta años. Era un mestizo nacido en la Argentina, único hijo de un ex oficial SS que había huido de Alemania después de la guerra y de la hija de un diplomático liberiano. Enviado a un colegio particular de Nueva York, decidió marcharse de allí y hacer carrera en la Infantería de Marina.
– Yo creía que había un acuerdo tácito entre la CÍA y la KGB: no liquidaremos a sus agentes, mientras ustedes no liquiden a los nuestros.
El coronel dirigió a Pitt una candida mirada.
– ¿Quién le ha dado la idea de que seremos nosotros los que haremos el trabajo sucio?
Pitt no respondió; sólo miró a Kleist y esperó.
– La misión será realizada por las Fuerzas Especiales de Seguridad cubanas -explicó el coronel-. Su equivalente a nuestros SEALS. O, si he de ser sincero, exiliados perfectamente adiestrados y vistiendo auténticos uniformes cubanos de campaña. Incluso su ropa interior y sus calcetines serán de los que usan los soldados cubanos. Las armas, los relojes de pulsera y otros artículos serán de fabricación soviética. Y para salvar las apariencias, el desembarco se efectuará desde el lado correspondiente a Cuba.
– Muy ingenioso.
– Tratamos de ser eficientes.
– ¿Dirigirá usted la operación?
– No -sonrió Kleist-; soy demasiado viejo para saltar de la rompiente a la playa. El equipo de asalto estará bajo el mando del comandante Angelo Quintana. Usted se encontrará con él en nuestro campamento de San Salvador. Yo estaré en el TSE.
– Repítalo, por favor.
– Transporte submarino especial -respondió Kleist-. Una embarcación construida expresamente para misiones de esta clase. La mayoría de la gente ignora su existencia. Lo encontrará muy interesante.
– Yo no tengo lo que usted llamaría instrucción de combate,
– Su trabajo será simplemente guiar al equipo hasta el recinto y mostrarle la entrada al garaje por el respiradero. Después volverá a la playa y permanecerá a cubierto hasta que haya terminado la operación.
– ¿Hay un horario previsto para la incursión?
Kleist adoptó una expresión afligida.
– Nosotros preferimos llamarlo operación encubierta.
– Lo siento; nunca he leído su manual burocrático sobre semántica.
– Contestando a su pregunta, el desembarco está fijado para las dos de la madrugada, dentro de cuatro días.
– Cuatro días pueden ser demasiados para salvar a mis amigos.
Kleist pareció sinceramente preocupado.
– Estamos trabajando a toda prisa y abreviando lo más posible nuestros ejercicios prácticos. Necesitamos tiempo para cubrir todo posible imprevisto. El plan tiene que ser tan perfecto como puedan hacerlo nuestros programas tácticos por ordenador.
– ¿Y si hay un fallo humano en su plan?
Toda expresión amistosa se borró de la cara de Kleist y fue sustituida por una mirada fría y dura.
– Si hay un fallo humano, señor Pitt, será suyo. Salvo una intervención divina, el éxito o el fracaso de esta misión dependerá sobre todo de usted.
La gente de la CÍA se mostró muy minuciosa. Pitt fue enviado de un despacho a otro, de una entrevista a otra, con precisión matemática. Los planes para neutralizar Cayo Santa María progresaron con la rapidez de un incendio en la pradera. Su interrogatorio por el coronel Kleist se realizó menos de tres horas después del efectuado por Martin Brogan. Entonces fue cuando se enteró Pitt de que había miles de planes de contingencia para invadir todas las islas del Caribe y todas las naciones de América Central y del Sur. Juegos de guerra computarizados creaban una serie de alternativas. Lo único que tenían que hacer los expertos en operaciones secretas era elegir el programa que fuese más adecuado para el objetivo previsto, y después perfeccionarlo.
Pitt sufrió un reconocimiento físico completo antes de que le permitiesen almorzar. El médico lo declaró apto, lo llenó de vitaminas de gran eficacia y ordenó que se acostase temprano, antes de que la confusión de su adormilada mente fuese total.
Una mujer alta, de pómulos salientes y cabellos trenzados, que fue designada su cuidadora, lo acompañó a la habitación debida en el momento debido. Se presentó como Alice, sin decir su apellido ni su título. Llevaba un fino traje de color marrón sobre una blusa de blonda. Pitt pensó que era bastante bonita y se preguntó qué aspecto tendría envuelta en sábanas de seda.
– El señor Brogan ha dispuesto que coma usted en el comedor de los dirigentes -dijo, a la manera de un guía-. Tomaremos el ascensor.
De pronto, Pitt recordó algo.
– Quisiera telefonear.
– Lo siento, pero no es posible.
– ¿Puedo preguntarle por qué?
– ¿Ha olvidado usted que se le presume muerto? -replicó Alice-. Una llamada telefónica a un amigo o a una amante podría dar al traste con toda la operación.
– Sí, «por la boca muere el pez» -dijo cínicamente Pitt-. Mire, necesito cierta información de un perfecto desconocido. Le daré un nombre falso.
– Lo siento, pero no es posible.
Pitt pensó que aquello parecía un disco de fonógrafo rayado.
– Déme un teléfono o haré algo que no les gustará.
Ella lo miró, curiosa.
– ¿Qué?
– Marcharme a casa -dijo simplemente él.
– Por orden del señor Brogan no puede salir de este edificio hasta que emprenda el vuelo a nuestro campamento de San Salvador. Haría que le pusiesen una camisa de fuerza antes de que llegase a la puerta.
Pitt se quedó atrás mientras caminaban por un pasillo. Entonces se volvió de pronto y entró en una antesala cuya puerta no tenía ningún rótulo. Pasó tranquilamente por delante de una sorprendida secretaria y entró en el despacho interior. Un hombre menudo, de cabellos blancos cortados en cepillo y que, con un cigarrillo pendiendo entre sus labios, ponía extrañas marcas en un gráfico, levantó la cabeza con divertida sorpresa.
Pitt le dirigió una cortés sonrisa y dijo:
– Discúlpeme, ¿puedo usar su teléfono?
– Si trabaja usted aquí, sabrá que utilizar un teléfono sin autorización es contrario al reglamento de la Agencia.
– Entonces puedo hacerlo -dijo Pitt-. Yo no trabajo aquí.
– Nunca podrá comunicar con el exterior -dijo el viejo.
– Fíjese bien.
Pitt levantó el teléfono y pidió que le pusieran con el despacho de Martin Brogan. A los pocos segundos, la secretaria particular de Brogan se puso al aparato.
– Me llamo Dirk Pitt. Tenga la bondad de informar al señor Brogan de que, si no puedo emplear un teléfono antes de un minuto, voy a causar un terrible escándalo.
– ¿Quién es?
– Ya se lo he dicho.
Pitt era terco. Negándose firmemente a aceptar un no como respuesta, necesitó otros veinte minutos que empleó gritando, maldiciendo y, en general, mostrándose desagradable para que Brogan consintiese en que hiciera una llamada fuera del edificio, pero solamente si Alice estaba presente y registraba la conversación.
Ella le introdujo en un pequeño despacho particular y le mostró el teléfono.
– Tenemos una telefonista a su disposición: déle el número y ella hará la llamada.
– Telefonista, ¿cómo se llama?
– Jennie Murphy -respondió una voz sensual.
– Empezemos con una información de Baltimore, Jennie. Quisiera que preguntase el número de Weehawken Marine Products.
– Un momento. Lo preguntaré.
Jennie obtuvo el número de la operaría de información de Baltimore e hizo la llamada.
Después de explicar su problema a cuatro personas diferentes, Pitt fue puesto al fin en comunicación con el presidente del consejo de administración, título que generalmente se otorgaba a viejos dirigentes de las compañías que eran así apartados de las actividades principales.
– Soy Bob Conde. ¿Qué desea? Pitt miró a Alice y le hizo un guiño.
– Aquí Jack Farmer, señor Conde. Estoy haciendo una investigación arqueológica oficial y he descubierto un viejo casco de buzo en un barco naufragado y pienso que tal vez ustedes podrían identificarlo.
– Procuraré complacerle. Mi abuelo fundó esta empresa hace casi ochenta años. Tenemos un archivo muy completo. ¿Puede darme el número de serie?
– Sí, estaba en una chapa fijada en la parte de adelante del peto. -Pitt cerró los ojos y recordó el casco que llevaba el cadáver encontrado dentro del Cyclops-. Decía: «Weehawken Products, Inc., Marca V, Número de Serie 58-67-C.»
– Es el tipo corriente de casco de la Marina -dijo Conde, sin vacilar-. Los hemos estado fabricando desde 1916. Son de cobre con accesorios de bronce. Llevan cuatro cristales herméticamente cerrados.
– ¿Lo vendieron a la Marina?
– La mayoría de los pedidos procedían de la Marina. En realidad, todavía siguen haciéndolo. La Marca V, Modelo 1, es todavía popular para ciertos tipos de operaciones submarinas con aire suministrado desde la superficie. Pero este casco fue vendido a un cliente comercial.
– ¿Puedo preguntarle cómo lo sabe?
– Por el número de serie. Cincuenta y ocho es el año en que fue manufacturado. Sesenta y siete es el número producido, y C indica una venta comercial. Dicho en otras palabras, fue el sesenta y sieteavo casco que salió de nuestra fábrica en 1958, y fue vendido a una empresa comercial de salvamento.
– ¿Le sería posible encontrar el nombre del comprador?
– Tal vez tardaría media hora. No nos hemos preocupado de registrar las operaciones antiguas en el ordenador. Será mejor que yo le llame cuando lo haya encontrado.
Alice sacudió la cabeza.
– El Gobierno puede pagar el servicio telefónico, señor Conde. Mantendré la comunicación.
– Como usted guste.
Conde cumplió su palabra. Volvió al aparato al cabo de treinta y un minutos.
– Señor Farmer, uno de los contables ha encontrado lo que le interesa.
– Le escucho.
– El casco, junto con un traje de buzo y el tubo de alimentación de aire, fueron vendidos a un particular. Da la casualidad de que yo le conocía. Se llamaba Hans Kronberg. Buzo de la vieja escuela, contrajo la enfermedad de los buzos más veces que ninguno de los que conocí Hans estaba lisiado, pero esto no le impidió nunca sumergirse.
– ¿Sabe lo que fue de él?
– Si no recuerdo mal, compró el equipo para un trabajo de salvamento en algún lugar próximo a Cuba. Se dijo que la enfermedad de los buzos acabó finalmente con él.
– ¿No recuerda quién lo contrató?
– No; hace demasiado tiempo -dijo Conde-. Creo que encontró un socio que tenía unos cuantos dólares. El equipo habitual de Hans estaba viejo y gastado. Su traje de buzo debía tener cincuenta remiendos. Vivía al día y apenas ganaba lo bastante para llevar una existencia cómoda. Entonces, vino un día aquí, compró todo el equipo nuevo y pagó en efectivo.
– Le agradezco su ayuda -dijo Pitt.
– No hay de qué. Me alegro de que haya telefoneado. Es muy interesante. ¿Puedo preguntarle dónde encontró su casco?
– Dentro de un viejo barco hundido cerca de las Bahamas.
Conde se imaginó la escena. Guardó silencio durante un momento. Después dijo:
– Así, el viejo Hans no volvió nunca a la superficie. Bueno, supongo que él habría preferido morir de esta manera que en la cama.
– ¿Sabe de alguien más que pudiese recordar a Hans?
– En realidad, no. Todos los atrevidos buzos de los viejos tiempos han pasado ahora a mejor vida. La única pista que se me ocurre es la de la viuda de Hans. Todavía me envía tarjetas en Navidad. Vive en una residencia de ancianos.
– ¿Sabe el nombre de la residencia o la población donde se encuentra?
– Creo que está en Leesburg, Virginia. Pero no conozco el nombre. Y hablando de nombres, ella se llama Hilda.
– Muchas gracias, señor Conde. Me ha sido de gran ayuda.
– Si viene usted alguna vez a Baltimore, señor Farmer, dése una vuelta por aquí. Tengo tiempo de sobra para hablar de épocas pasadas, desde que mis hijos me apartaron del timón de la empresa.
– Lo haré con mucho gusto -dijo Pitt-. Adiós.
Pitt cortó la comunicación y llamó a Jennie Murphy. Le pidió que telefonease a todas las residencias de ancianos del sector de Leesburg hasta que encontrase una en la que se albergase Hilda Kronberg.
– ¿Qué está buscando? -preguntó Alice. Pitt sonrió.
– Estoy buscando El Dorado.
– Muy gracioso.
– Esto es lo malo de la gente de la CÍA -dijo Pitt-. No saben aceptar una broma.
El camión Ford de reparto subió por el paseo de la Winthrop Manor Nursing Home y se detuvo ante la entrada de servicio. El vehículo estaba pintado de un brillante color azul con dibujos florales en los lados. Unas letras doradas anunciaban la Floristería Mother's.
– Por favor, no se entretenga -dijo Alice, con impaciencia-, Tiene que estar en San Salvador dentro de cuatro horas.
– Haré lo que pueda -dijo Pitt, saltando del camión.
Llevaba uniforme de conductor y un ramo de rosas en la mano.
– Para mí es un misterio cómo ha podido convencer al señor Brogan de que le permitiese esta excursión privada.
Pitt sonrió mientras cerraba la portezuela.
– Un sencillo caso de coacción.
La Winthrop Manor Nursing Home era un lugar idílico para la tercera edad. Tenía un campo de golf de nueve hoyos, una piscina interior climatizada, un elegante comedor y bien cuidados jardines. El edificio principal era más propio de un hotel de cinco estrellas que de una triste casa de reposo.
No era un hogar destartalado para viejos pobres, pensó Pitt. Winthrop Manor revelaba un gusto exquisito para ciudadanos maduros y ricos. Y empezó a preguntarse cómo la viuda de un buzo que se ganaba la vida a duras penas podía permitirse vivir con tanto lujo.
Entró por una puerta lateral, se acercó a la mesa de recepción y mostró las flores.
– Traigo esto para la señora Hilda Kronberg.
La recepcionista le miró a la cara y sonrió. Pitt pensó que era bastante atractiva, con sus cabellos de un rojo oscuro, largos y resplandecientes, y sus ojos de un azul grisáceo en una cara estrecha.
– Déjelas sobre el mostrador -dijo suavemente-. Haré que un criado se las lleve.
– Tengo que entregárselas personalmente -dijo Pitt-. Traigo además un mensaje verbal.
Ella asintió y señaló una puerta lateral.
– Probablemente encontrará a la señora Kronberg en la piscina. No espere hallarla en perfecta lucidez, pues tiene altibajos en su percepción de la realidad.
Pitt le dio las gracias y lamentó no poder invitarla a cenar. Cruzó la puerta y descendió por una rampa. La piscina cubierta y rodeada de cristales había sido diseñada como un jardín hawaiano con piedras negras de lava y una cascada.
Después de preguntar a dos ancianas por Hilda Kronberg, la encontró sentada en una silla de ruedas, mirando fijamente el agua y con la mente en otra parte.
– ¿Señora Kronberg?
Ella hizo visera con una mano y miró hacia arriba.
– ¿Sí?
– Me llamo Dirk Pitt y desearía hacerle unas pocas preguntas.
– ¿Has dicho señor Pitt? -preguntó ella con voz suave. Observó su uniforme y las flores-. ¿Por qué quiere hacerme preguntas un muchacho repartidor de flores?
Pitt sonrió al oír la palabra «muchacho» y le tendió las flores.
– Tienen que ver con su difunto marido, Hans.
– ¿Está usted con él? -preguntó ella, con recelo.
– No; estoy completamente solo.
Hilda tenía un aspecto enfermizo, estaba delgada y su piel era tan transparente como un papel de seda. Iba muy maquillada y llevaba el pelo hábilmente teñido. Con sus anillos de brillantes habría podido comprar una pequeña flota de Rolls-Royces. Pitt sospechó que tendría quince años menos de los setenta y cinco que aparentaba. Hilda Kronberg era una mujer que esperaba la muerte. Sin embargo, cuando sonrió al oír mencionar el nombre de su marido, sus ojos parecieron sonreír también.
– Parece usted demasiado joven para haber conocido a Hans -dijo.
– El señor Conde, de Weehawken Marine, me habló de él.
– Bob Conde, desde luego. Él y Hans eran viejos compañeros de póquer.
– ¿No volvió usted a casarse después de morir él?
– Sí, volví a casarme.
– Sin embargo, todavía usa su apellido.
– Eso es una larga historia que no creo que le interese.
– ¿Cuándo vio a Hans por última vez?
– Fue un jueves. Le vi partir en el vapor Monterrey, con rumbo a La Habana, el 10 de diciembre de 1958. Hans se hacía siempre castillos en el aire. Él y su socio iban a la busca de un nuevo tesoro. Me prometió que encontrarían oro suficiente para comprarme la casa de mis sueños. Por desgracia, no volvió.
– ¿Recuerda quién era su socio?
Sus suaves facciones se endurecieron de pronto.
– ¿Qué pretende usted, señor Pitt? ¿A quién representa?
– Soy director de proyectos especiales de la National Underwater Marine Agency -respondió él-. Durante el examen de un barco hundido llamado Cyclops, descubrí lo que creo que son los restos de su marido.
– ¿Encontró a Hans? -preguntó ella, sorprendida.
– No pude identificarle positivamente, pero la escafandra que llevaba me han dicho que era de él.
– Hans era un buen hombre -dijo tristemente ella-. Tal vez no un buen proveedor, pero vivimos bien los dos…, bueno, hasta que murió.
– Usted me preguntó si yo estaba con él -dijo amablemente Pitt.
– Un secreto de familia, señor Pitt. Pero me tratan bien. Él cuida de mí. No tengo queja. Si me he retirado del mundo real, ha sido por mi propia voluntad…
Su voz se extinguió y su mirada se hizo remota.
Pitt tenía que agarrarla antes de que se encerrase en su concha.
– ¿Le dijo él que Hans fue asesinado?
Hilda pestañeó durante unos instantes y después sacudió en silencio la cabeza.
Pitt se arrodilló a su lado y le asió la mano.
– La cuerda de seguridad y el tubo del aire fueron cortados mientras él trabajaba bajo el agua.
Ella se echó a temblar visiblemente.
– ¿Por qué me cuenta esto?
– Porque es la verdad, señora Kronberg. Le doy mi palabra. Probablemente, la persona que trabajaba con Hans, fuese quien fuere, lo mató para poder quedarse con su parte del tesoro.
Hilda permaneció sentada, confusa y como en trance, durante casi un minuto.
– Conoce usted lo del tesoro de La Dorada -dijo al fin.
– Sí -respondió Pitt-. Sé cómo fue a parar al Cyclops. También sé que Hans y su socio la encontraron.
Hilda empezó a juguetear con uno de sus anillos de brillantes.
– En el fondo de mi corazón, siempre sospeché que Ray había matado a Hans.
La impresión retardada se pintó lentamente en la cara de Pitt mientras se hacía la luz en su cerebro. Cautelosamente, jugó su carta al azar.
– ¿Cree que Hans fue asesinado por Raymond LeBaron?
Ella asintió con la cabeza.
La inesperada revelación pilló desprevenido a Pitt, que tardó unos momentos en volver al grano.
– ¿Fue el tesoro el móvil del crimen? -preguntó suavemente.
– No. El móvil fui yo -dijo ella, sacudiendo la cabeza.
Pitt no replicó; esperó en silencio.
– Cosas que ocurren -empezó a decir ella en un murmullo-. Entonces yo era joven y bonita. ¿Puede usted creer que antaño fui bonita, señor Pitt?
– Todavía lo es, y mucho.
– Creo que necesita gafas, pero gracias por el cumplido.
– También tiene una mente muy despierta.
Ella señaló hacia el edificio principal.
– ¿Le han dicho que estaba un poco majareta?
– La recepcionista insinuó que no estaba del todo en sus cabales.
– Una pequeña comedia que me gusta representar. Así todo el mundo hace conjeturas. -Sus ojos centellearon brevemente y después adquirieron una expresión remota-. Hans era un hombre bueno que tenía diecisiete años más que yo. Mi amor por él estaba mezclado de compasión, debido a su cuerpo lisiado. Llevábamos unos tres años de casados cuando una noche trajo a Raymond a cenar a casa. Los tres nos hicimos pronto buenos amigos, y los hombres formaron una sociedad para recuperar objetos de barcos naufragados y venderlos a anticuarios o coleccionistas. Ray era guapo y apuesto en aquellos días, y no pasó mucho tiempo antes de que tuviésemos una aventura. -Vaciló y miró fijamente a Pitt-. ¿Ha estado alguna vez profundamente enamorado de dos mujeres al mismo tiempo, señor Pitt?
– No he tenido esa experiencia.
– Lo más raro es que no me sentía culpable. Engañar a Hans se convirtió en un juego excitante. No es que yo fuese una persona falsa. Es que nunca había mentido a ningún ser querido y el remordimiento no cabía en mi cabeza. Ahora doy gracias a Dios de que Hans no se enterase antes de morir.
– ¿Puede decirme algo sobre el tesoro de La Dorada?
– Después de graduarse en Stanford, Ray pasó un par de años explorando las selvas del Brasil, en busca de oro. Un topógrafo norteamericano fue el primero que le habló de La Dorada. No recuerdo los detalles, pero él había estado seguro de que estaba a bordo del Cyclops cuando desapareció. Él y Hans pasaron dos años rastreando las aguas del Caribe con cierto instrumento que detectaba el hierro. Por último, encontraron el barco naufragado. Ray pidió prestado algún dinero a su madre para comprar equipos de buzo y una pequeña embarcación de salvamento. Navegó hacia Cuba para instalar una base de operaciones, mientras Hans terminaba un trabajo en Nueva Jersey.
– ¿Recibió usted alguna carta o llamada telefónica de Hans, después de que embarcara en el Monterrey?
– Me llamó una vez desde Cuba. Lo único que me dijo fue que Ray y él se dirigirían al lugar del naufragio el día siguiente. Dos semanas más tarde, volvió Ray y me dijo que Hans había muerto de la enfermedad de los buzos y estaba sepultado en el mar.
– ¿Y el tesoro?
– Ray lo describió como una enorme estatua de oro -respondió ella-. De alguna manera, la subió a la embarcación de salvamento y la llevó a Cuba.
Pitt se estiró y se arrodilló de nuevo al lado de Hilda.
– Es raro que no trajese la estatua a los Estados Unidos.
– Temía que Brasil, Florida, el Gobierno Federal, otros buscadores de tesoros o arqueólogos marinos confiscaran o reclamasen judicialmente La Dorada y, en definitiva, no dejasen nada para él. Naturalmente, estaba además el fisco. Ray no estaba dispuesto a pagar millones de dólares en impuestos, si podía evitarlo. Por consiguiente, no habló a nadie, salvo a mí, de su descubrimiento.
– ¿Y qué fue del tesoro?
– Ray extrajo el gigantesco rubí que era el corazón de la estatua, lo cortó en pequeños pedazos y lo vendió poco a poco.
– Y ése fue el principio del imperio financiero de LeBaron -dijo Pitt.
– Sí, pero antes de que Ray pudiese cortar la cabeza de esmeralda o fundir el oro, Castro subió al poder y él se vio obligado a esconder la estatua. Nunca me dijo dónde la había escondido.
– Así, La Dorada está todavía oculta en algún lugar de Cuba.
– Estoy segura de que Ray no pudo volver para recobrarla.
– ¿Vio al señor LeBaron después de aquello?
– ¡Oh, sí! -dijo vivamente ella-. Nos casamos.
– ¿Fue usted la primera señora LeBaron? -preguntó asombrado Pitt.
– Durante treinta y tres años.
– Pero, según el Registro, el nombre de su primera esposa era Hillary, y ésta murió hace unos años.
– Ray prefirió Hillary a Hilda cuando se hizo rico. Creía que era más distinguido. Mi muerte fue muy conveniente para él cuando enfermé: divorciarse de una inválida le parecía horrible. Por consiguiente, enterró a Hillary LeBaron, y Hilda Kronberg se consume aquí.
– Esto me parece inhumano y cruel.
– Mi marido era generoso, pero no compasivo. Vivimos dos vidas diferentes. Pero no me importa. Jessie viene a verme de vez en cuando.
– ¿Le segunda señora LeBaron?
– Una persona encantadora e inteligente.
– ¿Cómo puede estar casada con él, si usted sigue con vida?
Ella sonrió animadamente.
– Fue la única vez que Ray hizo un mal negocio. Los médicos le dijeron que sólo me quedaban unos meses de vida. Pero les engañé a todos y he vivido siete años desde entonces.
– Esto hace que sea bigamo, además de asesino y ladrón.
Hilda no lo discutió.
– Ray es un hombre complicado. Toma más de lo que da.
– Si yo estuviese en su lugar, lo clavaría en la cruz más próxima.
– Demasiado tarde para mí, señor Pitt. -Le miró, con un súbito brillo en los ojos-. Pero usted podría hacer algo en mi lugar.
– Dígame qué.
– Encuentre La Dorada -dijo fervientemente ella-. Encuentre la estatua y désela al mundo. Haga que sea mostrada al público. Esto dolería más a Ray que perder su revista. Pero, sobre todo, es lo que habría querido Hans.
Pitt le tomó una mano y la estrechó.
– Hilda -dijo suavemente-. Haré todo lo que pueda para que sea así.
Hudson ajustó la luminosidad de la imagen y saludó con la cabeza a la cara que le estaba mirando en la pantalla.
– Eli, aquí hay alguien que quiere hablar contigo.
– Siempre encantado de ver una cara nueva -respondió alegremente Steinmetz.
Otro hombre ocupó el lugar de Hudson debajo de la cámara y monitor de vídeo. Miró fascinado unos momentos antes de hablar.
– ¿Está usted realmente en la Luna? -preguntó al fin.
– Ahora se lo mostraré -dijo Steinmetz con una agradable sonrisa. Salió de la pantalla, levantó la cámara portátil de su trípode y enfocó el paisaje lunar a través de una ventanilla de cuarzo… Lamento no poder mostrarle la Tierra, pero estamos en el lado oculto de la bola.
– Le creo.
Steinmetz volvió a colocar la cámara y se colocó de nuevo delante de ella. Se inclinó hacia delante y miró fijamente. Su sonrisa se extinguió poco a poco y sus ojos adoptaron una expresión interrogadora.
– ¿Es usted realmente quien creo que es?
– ¿Me reconoce?
– Tiene el aspecto y la voz del presidente.
Ahora fue el presidente quien sonrió.
– No estaba seguro de que lo supiese, ya que yo era senador cuando ustedes abandonaron la Tierra, y no creo que lleguen los periódicos al lugar donde reside.
– Cuando la órbita de la Luna alrededor de la Tierra está en la posición adecuada, podemos conectar con la mayoría de los satélites de comunicaciones. Nuestro personal tuvo ocasión de ver, en su período de descanso, la última película de Paul Newman. También devoramos como perros hambrientos los programas de la Red de Noticias por Cable.
– La Jersey Colony es una hazaña increíble. La nación agradecida estará siempre en deuda con ustedes.
– Gracias, señor presidente, aunque ha sido una sorpresa que Leo se fuese de la lengua y anunciase el éxito del proyecto antes de nuestro regreso a la Tierra. No era lo previsto.
– No se ha anunciado públicamente -dijo el presidente, poniéndose serio-. Aparte de usted y de la gente de su colonia, yo soy el único de fuera del «círculo privado» que está enterado de su existencia. Salvo, tal vez, los rusos.
Steinmetz le miró fijamente a través de trescientos mil kilómetros de espacio.
– ¿Cómo pueden saber ellos algo de la Jersey Colony?
El presidente hizo una pausa para mirar a Hudson, que estaba de pie fuera del alcance de la cámara. Hudson sacudió la cabeza.
– Las sondas lunares Selenos -respondió el presidente, omitiendo toda referencia a que estuviesen tripuladas-. Una consiguió enviar sus fotos a la Unión Soviética. Creemos que en ellas aparecía la Jersey Colony. También tenemos motivos para pensar que los rusos sospechan que ustedes destruyeron las sondas desde la superficie lunar.
Una expresión inquieta se pintó en los ojos de Steinmetz.
– ¿Cree usted que piensan atacarnos?
– Sí, Eli -dijo el presidente-. Selenos 8, la estación lunar soviética, entró en órbita alrededor de la Luna hace tres horas. Los ordenadores de la NASA indican que pasará por alto un lugar seguro de alunizaje en la cara visible del satélite y se posará en el lado oscuro de la Luna cerca de donde están ustedes. Una operación arriesgada, a menos que tengan un objetivo definido.
– La Jersey Colony.
– En su vehículo de alunizaje viajan siete hombres -siguió diciendo el presidente-. Sólo se requieren dos ingenieros pilotos para dirigir su vuelo. Quedan, pues, cinco para el combate.
– Nosotros somos diez -dijo Steinmetz-. Una proporción de dos a uno no está mal.
– Pero ellos tienen armas poderosas y una buena instrucción. Estos hombres constituyen el equipo más mortífero que han podido enviar los rusos.
– Según usted, un panorama muy negro, señor presidente. ¿Qué quiere que hagamos?
– Han hecho ustedes mucho más de lo que cualquiera de nosotros tenía derecho a esperar. Pero la suerte les ha vuelto la espalda. Destruyan la colonia y salgan de ahí antes de que se derrame sangre. Quiero que usted y su gente regresen sanos y salvos a la Tierra para recibir los honores que se merecen.
– Creo que no se da usted cuenta de todo lo que hemos tenido que hacer para construir esto.
– Por mucho que hayan hecho, sus vidas valen más.
– Hemos vivido seis años jugando con la muerte -dijo lentamente Steinmetz-. Unas cuantas horas más importan poco.
– No lo echen todo a perder en una lucha imposible -argüyó el presidente.
– Disculpe, señor presidente, pero está usted hablando con un hombre que perdió a su padre en un pequeño banco de arena llamado Wake Island. Lo someteré a votación, pero ya sé cuál será el resultado. Mis compañeros tampoco se rajarán y echarán a correr. Nos quedaremos y lucharemos.
El presidente se sintió orgulloso y derrotado al mismo tiempo.
– ¿Qué armas tienen ustedes? -preguntó con voz cansada.
– Nuestro arsenal se compone de un lanzador de cohetes usado y al que sólo le queda un proyectil, un fusil M-14 National Match, y una pistola de tiro al blanco del calibre veintidós. Los trajimos para una serie de experimentos sobre la gravedad.
– Están en una enorme inferioridad de condiciones, Eli -dijo apesadumbrado el presidente-. ¿No se da cuenta?
– No, señor. Me niego a abandonar, fundándome en un detalle técnico.
– ¿Qué detalle técnico?
– Los rusos son los visitantes.
– ¿Y bien?
– Esto hace que nosotros seamos el equipo de casa -dijo humorísticamente Steinmetz-. Y jugar en casa tiene siempre sus ventajas.
– ¡Han alunizado! -exclamó Sérgei Kornilov, golpeando con un puño la palma de la otra mano-. ¡Selenos 8 está en la Luna!
Debajo de la sala de observación de los altos personajes, en la planta baja del Centro de Control soviético, los ingenieros y los científicos espaciales estallaron en furiosos aplausos y aclamaciones.
El presidente Antonov levantó una copa de champaña.
– Por la gloria de la Unión Soviética y del Partido.
El brindis fue repetido por las autoridades del Kremlin y por los militares de alta graduación que llenaban la sala.
– Por nuestro primer trampolín en la conquista de Marte -brindó el general Yasenin.
– ¡Bravo, bravo! -respondió un coro de voces-. ¡A Marte!
Antonov dejó su copa vacía en una bandeja y se volvió a Yasenin, serio de pronto eí semblante.
– ¿Cuánto tiempo tardará el comandante Leuchenko en establecer contacto con la base lunar? -preguntó.
– Calculando el tiempo para asegurar los sistemas de la nave espacial, hacer un reconocimiento del terreno y colocar a sus hombres para el ataque, yo diría que cuatro horas.
– ¿A qué distancia está el lugar de alunizaje?
– Se programó que Selenos 8 se posara detrás de una hilera de montes bajos a menos de tres kilómetros del sitio donde Selenos 4 detectó a los astronautas -respondió el general.
– Parece muy cerca -dijo Antonov-. Si los americanos siguieron nuestro descenso, Leuchenko habrá perdido toda oportunidad de un ataque por sorpresa.
– Es casi seguro que se han dado cuenta de lo que nos proponemos.
– ¿Y no le preocupa?
– La experiencia de Leuchenko y la superioridad en armamento juegan a nuestro favor, camarada presidente. -La cara de Yasenin tenía la expresión del mánager de boxeo que acaba de enviar al ring a su pugilista para luchar contra un manco.
– Los americanos se encuentran en una situación en que vencer es imposible.
El comandante Grigory Leuchenko estaba tendido sobre el polvo fino y gris de la superficie de la Luna, contemplando el desierto desolado que se extendía bajo un cielo negro como el carbón. Le pareció que el silencioso y misterioso paisaje era parecido al árido desierto de la cuenca de Seistan, en Afganistán. La llanura pedregosa y las onduladas colinas eran poco definidas. Le recordaban un vasto mar de yeso blanco y, sin embargo, le parecía extrañamente familiar.
Dominó las ganas de vomitar. Él y todos sus hombres sufrían náuseas. No habían tenido tiempo de entrenarse para el medio ambiente ingrávido durante el viaje desde la Tierra, ni semanas o meses para adaptarse, como los habían tenido los cosmonautas de las misiones Soyuz. Sólo habían recibido unas pocas horas de instrucción sobre la manera de hacer funcionar los sistemas vitales de sus trajes lunares, una breve conferencia sobre las condiciones que era de esperar que encontrarían en la Luna, y una explicación sobre la situación de la colonia americana.
Sintió, a través del traje lunar, que una mano apretaba su hombro. Habló por el transmisor interno de su casco, sin volverse.
– ¿Qué ha descubierto?
El teniente Dmitri Petrov señaló un valle plano que discurría entre las inclinadas paredes de dos cráteres a unos mil metros a la izquierda.
– Huellas de vehículos y pisadas, convergiendo hacia aquella sombra debajo del borde del cráter de la izquierda. Distinguí tres o tal vez cuatro pequeños edificios.
– Invernaderos presurizados -dijo Leuchenko. Colocó unos gemelos en forma de caja sobre un pequeño trípode y ajustó el ancho visor a la parte delantera de su casco-. Parece como si saliese vapor de la falda del cráter. -Hizo una pausa para enfocar mejor las lentes-. Sí, ahora puedo verlo claramente. Hay una entrada en la roca, probablemente hermética y con acceso a la instalación interior. No hay señales de vida. El perímetro exterior parece desierto.
– Podrían estar ocultos para tendernos una emboscada -dijo Petrov.
– Ocultos, ¿dónde? -preguntó Leuchenko, resiguiendo el abierto panorama-. Las rocas desparramadas son demasiado pequeñas para que un hombre se esconda detrás de ellas. No hay grietas en el suelo, ni indicios de obras de defensa. Un astronauta en un voluminoso traje lunar blanco se destacaría como un muñeco de nieve en un campo de ceniza. No, deben de haberse hecho fuertes dentro de la cueva.
– Una imprudente posición defensiva. Mejor para nosotros.
– Pero tienen un lanzador de cohetes.
– Esto es poco eficaz contra hombres desplegados en una formación holgada.
– Cierto, pero nosotros no tenemos dónde resguardarnos y no podemos estar seguros de que no tienen otras armas.
– Un fuego concentrado contra la entrada de la cueva podría obligarles a salir -sugirió Petrov.
– Tenemos orden de no causar daños innecesarios a la instalación -dijo Leuchenko-. Tenemos que entrar…
– ¡Algo se está moviendo allí! -gritó Petrov.
Leuchenko miró a través de los gemelos. Un vehículo descubierto y de extraño aspecto había aparecido desde detrás de uno de los invernaderos y avanzaba en su dirección. Una bandera blanca, sujeta a una antena, pendía flaccida en la atmósfera sin aire. Siguió observando hasta que el vehículo se detuvo a cincuenta metros de distancia y una figura se apeó de él.
– Interesante -dijo reflexivamente Leuchenko-. Los americanos quieren parlamentar.
– Puede ser un truco. Un ardid para estudiar nuestra fuerza.
– No lo creo. No establecerían contacto bajo una bandera de tregua si actuasen desde una posición de fuerza. Su servicio secreto y sus sistemas de seguimiento desde la Tierra les habrán avisado de nuestra llegada, y deben darse cuenta de que su armamento es muy inferior al nuestro. Los americanos son capitalistas. Lo consideran todo desde el punto de vista práctico. Si no pueden combatir, intentarán hacer un trato.
– ¿Vas a ir a su encuentro? -preguntó Petrov
– Nada se pierde con hablar. Parece que no va armado. Tal vez pueda convencerles de que me entreguen la colonia intacta a cambio de respetarles la vida.
– Tenemos orden de no hacer prisioneros.
– No lo he olvidado -dijo bruscamente Leuchenko-. Cruzaremos aquel puente cuando hayamos logrado nuestro objetivo. Diga a los hombres que apunten al americano. Si levanto la mano izquierda, déles la orden de disparar.
Entregó su arma automática a Petrov y se puso rápidamente en pie. Su traje lunar y su mochila vital, que contenía un depósito de oxígeno y otro de agua para la refrigeración, añadían noventa kilos al peso de Leuchenko, haciendo un total de casi ciento ochenta kilos terrestres. Pero su peso lunar era solamente de treinta kilos.
Avanzó hacia el vehículo lunar con esa andadura saltarina que se produce cuando uno se mueve bajo la ligera tracción de la fuerza de gravedad de la Luna. Se acercó rápidamente al vehículo y se detuvo a cinco metros de distancia.
El colono lunar americano estaba tranquilamente apoyado en una rueda delantera. Entonces se irguió, hincó una rodilla en el suelo y escribió un número en el polvo de color de plomo.
Leuchenko comprendió y puso su receptor de radio a la frecuencia indicada. Después asintió con la cabeza.
– ¿Me oye? -preguntó el americano en ruso, pero con pésimo acento.
– Hablo inglés -respondió Leuchenko.
– Bien. Esto evitará cualquier error de interpretación. Me llamo Eli Steinmetz.
– ¿Es el jefe de la base lunar de los Estados Unidos?
– Yo dirijo el proyecto, sí.
– Comandante Grigory Leuchenko, de la Unión Soviética.
Steinmetz se acercó más y se estrecharon rígidamente la mano.
– Parece que tenemos un problema, comandante.
– Un problema que ninguno de los dos puede evitar.
– Ustedes podrían dar media vuelta y volver a su nave en órbita -dijo Steinmetz.
– Tengo órdenes -declaró Leuchenko con firmeza.
– Tiene que atacar y capturar mi colonia.
– Sí.
– ¿No hay manera de evitar el derramamiento de sangre?
– Podrían rendirse.
– Muy gracioso -dijo Steinmetz-. Yo iba a proponerle lo mismo.
Leuchenko estaba seguro de que Steinmetz se tiraba un farol, pero la cara que había detrás de la ventanilla de observación teñida de amarillo del casco permanecía invisible. Lo único que Leuchenko podía ver era su propio reflejo.
– Debe darse cuenta de nuestra superioridad numérica.
– En un combate normal, tendrían ustedes las de ganar -convino Steinmetz-. Pero solamente pueden permanecer fuera de su nave nodriza unas pocas horas antes de que tengan que volver a ella y rellenar sus depósitos de oxígeno. Calculo que ya habrán gastado dos.
– Nos queda lo suficiente para realizar nuestro trabajo -dijo confiadamente Leuchenko.
– Debo hacerle una advertencia, comandante. Nosotros tenemos un arma secreta. Usted y sus hombres morirán.
– Un farol bastante burdo, señor Steinmetz. Yo habría esperado algo mejor de un científico americano.
Steinmetz le corrigió:
– Ingeniero; no es lo mismo.
– No me importa lo que sea -dijo Leuchenko, con evidente impaciencia.
Como soldado, no se hallaba en su elemento en negociaciones verbales. Estaba ansioso de entrar en acción.
– Es insensato continuar esta conversación. Lo prudente, por su parte, sería que hiciese salir a sus hombres y nos entregase la instalación. Yo respondo de su seguridad hasta que puedan ser enviados a la Tierra.
– Miente usted, comandante. O sus hombres o los míos tendrán que ser eliminados. No puede quedar nadie que diga al mundo lo que ha sucedido aquí.
– Se equivoca, señor Steinmetz. Si se rinden, serán tratados equitativamente.
– Lo siento, pero no hay trato.
– Entonces no puede haber cuartel.
– No lo esperaba -dijo Steinmetz, en tono inexorable-. Si atacan, la pérdida de vidas humanas recaerá sobre su conciencia.
Leuchenko se enfureció:
– Como responsable de la muerte de nueve cosmonautas soviéticos, señor Steinmetz, no creo que sea usted la persona más indicada para darme lecciones de humanidad.
Leuchenko no podía estar seguro, pero habría jurado que Steinmetz se había puesto tenso. Sin esperar una réplica, giró sobre sus talones y se alejó. Miró por encima del hombro y vio que Steinmetz permanecía varios segundos plantado allí antes de volver a subir lentamente a su vehículo lunar y regresar a la colonia, levantando una nubécula de polvo gris con las ruedas de atrás.
Leuchenko sonrió para sí. Dos horas más, tal vez tres como máximo, y su misión habría terminado triunfalmente. Cuando se halló de nuevo entre sus hombres, estudió con los gemelos la disposición del rocoso terreno de delante de la base lunar. Finalmente, cuando estuvo convencido de que no había colonos americanos acechando entre las rocas, dio la orden de desplegarse en formación holgada y avanzar. La élite del equipo combatiente soviético inició su avance sin sospechar en absoluto que la ingeniosa trampa que había montado Steinmetz les estaba esperando.
Después de volver a la entrada de la sede subterránea de Jersey Colony, Steinmetz aparcó tranquilamente el vehículo lunar y penetró despacio en el interior. Se tomó tiempo, casi sintiendo la mirada de Leuchenko observando todos sus movimientos. En cuanto se hubo perdido de vista de los rusos, se detuvo en seco en la esclusa de aire y pasó rápidamente por un pequeño túnel lateral que se elevaba gradualmente a través de la vertiente interior del cráter. Al pasar, levantaba nubéculas de polvo que llenaban el estrecho pasadizo, y tenía que limpiar continuamente el cristal del casco para poder ver algo.
Cincuenta pasos y un minuto más tarde, se agachó y se arrastró por una abertura que conducía a una pequeña cornisa camuflada con un gran paño gris que imitaba perfectamente la superficie circundante. Otro personaje uniformado yacía allá boca abajo, observando a través de la mira telescópica de un fusil.
Willie Shea, el geofísico de la colonia, no se dio cuenta de otra presencia hasta que Steinmetz se sentó a su lado.
– Creo que no has causado mucha impresión -dijo, con ligero acento bostoniano-. Los eslavos están a punto de atacar nuestra casa.
Desde su elevado punto de observación, Steinmetz pudo ver claramente cómo avanzaban Leuchenko y sus hombres por el valle. Lo hacían como cazadores detrás de su presa, sin intentar valerse del suelo elevado de las vertientes del cráter. Las piedras sueltas habrían hecho demasiado lenta la marcha. En vez de esto, saltaban en el llano, corriendo en zigzag, arrojándose al suelo cada diez o quince metros y aprovechando todas las rocas y anfractuosidades del terreno. A un tirador experto le habría sido casi imposible acertar a aquellas figuras que oscilaban y se escabullían.
– Dispara un tiro a un par de metros por delante del primer hombre -dijo Steinmetz-. Quiero observar su reacción.
– Si conocen nuestra frecuencia, les revelaremos todos nuestros movimientos -protestó Shea.
– No han tenido tiempo de buscar nuestra frecuencia. Cállate y dispara.
Shea se encogió de hombros dentro del traje lunar, miró a través de la retícula de la mira telescópica y apretó el gatillo. El disparo fue extrañamente silencioso, porque no había aire en la Luna para transmitir ondas sonoras.
Una nubécula de polvo se elevó delante de Leuchenko, que echó inmediatamente cuerpo a tierra. Sus hombres le imitaron y miraron por encima de sus armas automáticas, esperando que siguiesen disparando contra ellos. Pero no ocurrió nada.
– ¿Alguien ha visto desde dónde han disparado? -preguntó Leuchenko.
Todas las respuestas fueron negativas.
– Están midiendo la distancia -dijo el sargento Iván Ostrovski. Veterano curtido en la lucha de Afganistán, no podía creer que estuviese ahora combatiendo en la Luna. Señaló con un dedo afilado el suelo a unos doscientos metros delante de ellos-. ¿Qué le dicen esas rocas de colores, comandante?
Por primera vez advirtió Leuchenko varias rocas desparramadas en una línea irregular a través del valle y pintadas de un vivo color naranja.
– Dudo de que esto tenga algo que ver con nosotros -dijo-. Probablemente las han puesto allí para hacer algún experimento.
– Yo creo que el disparo se hizo de arriba abajo-dijo Petrov. Leuchenko tomó sus gemelos, los puso en el trípode y resiguió cuidadosamente la ladera y la cima del cráter. El sol era de un blanco resplandeciente, pero, sin aire para difundir la luz, un astronauta de pie en la sombra de una formación rocosa habría sido casi invisible.
– No se ve nada -dijo al fin.
– Si están esperando a que cerremos la brecha, es que deben conservar algunas municiones.
– Trescientos metros más adelante sabremos qué clase de recepción nos tienen preparada -murmuró Leuchenko-. En cuanto nos pongamos a cubierto en los invernaderos, no podrán vernos desde la entrada de la cueva. -Se incorporó sobre una rodilla y agitó un brazo-. Desplegaos y manteneos alerta.
Los cinco combatientes soviéticos se pusieron en pie de un salto y se desplegaron. Al llegar a las rocas de color naranja, otro disparo se estrelló en la fina arena delante de ellos, por lo que se arrojaron al suelo, en una línea quebrada de figuras blancas, con los cristales del casco resplandeciendo bajo los intensos rayos del sol.
Solamente un centenar de metros les separaban de los invernaderos, pero las náuseas les restaban energía. Eran luchadores tan duros como el que más, pero tenían que enfrentarse con el mareo del espacio al mismo tiempo que con un medio ambiente desconocido. Leuchenko sabía que podía contar con ellos más allá de los límites de resistencia. Pero si no conseguían entrar en la atmósfera segura de la colonia dentro de la próxima hora, tendría pocas probabilidades de volver a su cápsula de alunizaje antes de que se agotasen los sistemas que eran vitales para ellos. Les dio un minuto de descanso, mientras examinaba de nuevo el terreno que tenía delante.
Leuchenko era experto en oler trampas. Había estado a punto de que lo matasen en tres ocasiones diferentes, en emboscadas tendidas por los rebeldes afganos, y había aprendido el arte de percibir el peligro.
No fue lo que sus ojos podían ver, sino lo que no veían lo que hizo sonar un timbre de alarma en su cabeza. Los dos disparos no concordaban con una táctica impremeditada. Consideró que habían sido deliberados. ¿Una tosca advertencia? No; tenían que significar algo más, especuló. ¿Tal vez una señal?
El traje y el casco que entorpecían sus movimientos le irritaban. Añoraba su cómodo y eficaz equipo de combate, pero comprendía que no habría podido proteger su cuerpo del calor abrasador y de los rayos cósmicos. Al menos por cuarta vez, la bilis subió a su garganta, y sintió náuseas al obligarse a tragarla.
La situación era infernal, pensó furiosamente. Nada era de su gusto. Sus hombres estaban expuestos en campo abierto. No había recibido información sobre las armas de los americanos, salvo lo que se decía sobre un lanzador de cohetes. Ahora les habían atacado con armas de poco calibre. El único consuelo de Leuchenko era que los colonos parecían emplear un fusil o tal vez incluso una pistola. Si hubiesen poseído una ametralladora, habrían podido derribar a los soviéticos cien metros antes. Y el lanzador de cohetes. ¿Por qué no habían hecho uso de él? ¿A qué estaban esperando?
Lo que más le preocupaba era la ausencia de todo movimiento por parte de los colonos. Los invernaderos y los pequeños módulos de laboratorio alrededor de la entrada de la cueva parecían desiertos.
– A menos que veáis un objeto -ordenó-, no disparéis hasta que lleguemos a cubierto. Entonces nos reagruparemos y atacaremos las dependencias principales.
Leuchenko esperó a que cada uno de sus cuatro hombres indicasen que le habían comprendido, y entonces les dio la señal de avanzar.
El cabo Mikhail Yushchuk estaba a unos treinta metros detrás y a igual distancia del hombre que tenía a su izquierda. Se levantó y empezó a correr agachado. Sólo había dado unos cuantos pasos cuando sintió como un pinchazo en el riñon. Entonces se repitió la dolorosa sensación. Se llevó una mano a la espalda, justo por debajo de la mochila. Su visión empezó a nublarse y su respiración se hizo jadeante mientras su traje presurizado empezaba a deshincharse. Cayó de rodillas y, aturdido, se miró la mano. El guante estaba empapado en sangre que ya humeaba y se coagulaba bajo el calor abrasador del sol.
Yushchuk trató de avisar a Leuchenko, pero le falló la voz. Se derrumbó sobre el polvo gris, reconociendo vagamente una figura en traje espacial que se erguía sobre él con un cuchillo. Entonces perdió el mundo de vista.
Steinmetz presenció la muerte de Yushchuk desde su observatorio y dio una serie de rápidas órdenes por medio del transmisor de su casco.
– Bien, Dawson, tu hombre está a tres metros a la izquierda y a dos metros delante de ti. Gallagher, está a siete metros a tu derecha y avanzando. Calma, calma; va directamente hacia Dawson. Bien, acabad con él.
Observó cómo dos de los colonos se materializaban como por arte de magia y atacaban a uno de los soviéticos que se había retrasado ligeramente en relación con sus camaradas.
– Dos de menos; quedan tres -murmuró Steinmetz para sí.
– Estoy apuntando al hombre que va delante -dijo Shea-. Pero no puedo estar seguro de acertarle a menos que se detenga un segundo.
– Dispara otra vez, pero ahora más cerca, para que se echen al suelo. Entonces apúntale a él. Si se diese cuenta de lo que pasa, podría derribar a los nuestros antes de que se le acercasen. Liquídale si vuelve la cabeza.
Shea apuntó sigilosamente su M-14 y lanzó otro disparo, que fue a dar a menos de un metro delante de las botas del hombre que iba en cabeza.
– ¡Cooper! ¡Snyder! -gritó Steinmetz-. Vuestro hombre está tendido en el suelo siete metros delante de vosotros y a vuestra izquierda. ¡Cargáoslo! -Hizo una pausa para establecer la posición de otro de los rusos que quedaban-. Lo mismo digo a Russell y Perry; a diez metros directamente delante de vosotros. ¡Adelante!
El tercer miembro del equipo de combate soviético nunca supo qué le había golpeado. Murió tratando de pegarse al suelo para ponerse a cubierto. Ocho de los colonos estaban ahora cerrando la tenaza desde la retaguardia de los rusos, que tenían fija la atención en la colonia.
De pronto, Steinmetz se quedó paralizado. El hombre que iba detrás del jefe giró en redondo en el momento en que Russell y Perry se lanzaron sobre él como jugadores de rugby placando a un adversario.
El teniente Petrov vio las sombras convergentes en el momento de ponerse en pie para la carrera final hacia los invernaderos. Se volvió instintivamente, en rápido movimiento giratorio, mientras Russell y Perry se echaban encima de él. Como frío profesional, hubiese debido disparar y derribarles. Pero vaciló una fracción de segundo a causa del asombro. Era como si los americanos hubiesen salido como demonios espectrales de la superficie de la Luna. Consiguió disparar un tiro que dio en el brazo de uno de sus atacantes. Entonces centelleó un cuchillo.
Leuchenko estaba mirando hacia la colonia. No se dio cuenta de lo que ocurría a su espalda hasta que oyó un grito de advertencia de Petrov. Giró en redondo y se quedó como petrificado por el espanto.
Sus cuatro hombres estaban tendidos, sin vida, sobre el suelo lunar. Ocho colonos americanos habían aparecido, saliendo de ninguna parte, y le estaban cercando rápidamente. Una súbita rabia estalló en su interior, y levantó el arma en posición de disparo.
Una bala le dio en el muslo, y se inclinó hacia un lado. Rígido por el súbito dolor, soltó una ráfaga de veinte proyectiles. La mayoría de ellos se perdieron en el desierto lunar, pero dos dieron en el blanco. Uno de los colonos cayó de espaldas y otro se hincó de rodillas agarrándose un hombro.
Entonces otra bala dio en el cuello de Leuchenko. Este apretó el gatillo, escupiendo balas hasta que se agotó el cargador, pero ya sin poder apuntar.
Se derrumbó flaccidamente sobre el suelo.
– ¡Malditos americanos! -gritó dentro del casco.
Eran como diablos que no observaban las reglas del juego. Yació boca arriba, mirando las figuras sin rostro que se erguían junto a él.
De pronto, éstas se separaron para dejar paso a otro colono, que se arrodilló al lado de Leuchenko.
– ¿Steinmetz? -preguntó débilmente Leuchenko-. ¿Puede oírme?
– Sí, estoy en su frecuencia -respondió Steinmetz-. Puedo oírle.
– Su arma secreta… ¿Cómo ha hecho surgir a sus hombres de la nada?
Steinmetz sabía que dentro de unos segundos estaría hablando con un muerto.
– Una pala corriente -respondió-. Como todos tenemos que llevar trajes lunares presurizados y autosuficien tes, fue sencillo enterrar a los hombres en el blando suelo.
– ¿Estaban marcados por las rocas de color naranja?
– Sí; desde una plataforma oculta en la vertiente del cráter, yo podía decirles cuando y donde tenían que atacarles por la espalda.
– No quisiera estar enterrado aquí -murmuró Leuchenko-. Diga a mi nación…, dígales que algún día nos lleven a casa.
El fin estaba cerca, pero Steinmetz comprendió.
– Todos irán a casa -dijo-. Lo prometo.
En Rusia, Yasenin se volvió con rostro compungido al presidente Antonov.
– Ya lo ha oído -dijo entre los labios apretados-. Se han ido.
– Se han ido -repitió Antonov-. Fue como si las últimas palabras de Leuchenko sonasen en esta habitación.
– Sus comunicaciones fueron transmitidas directamente por los dos tripulantes del módulo lunar a nuestro centro de comunicaciones espaciales -explicó Kornilov.
Antonov se apartó de la ventana que daba a la sala de control de la misión y.se sentó pesadamente en un sillón. A pesar de su corpulencia, parecía encogido y agotado. Se miró las manos y sacudió tristemente la cabeza.
– Defecto de planificación -dijo pausadamente-. Llevamos al comandante Leuchenko y a sus hombres a la muerte y no conseguimos nada.
– No hubo tiempo para proyectar debidamente la misión -dijo Yasenin, convencido.
– Dadas las circunstancias, hicimos todo lo posible -añadió Kornilov-. Todavía nos cabe la gloria de que unos hombres soviéticos han caminado por la Luna.
– El brillo se ha desvanecido ya. -La voz de Antonov era derrotista-. La increíble hazaña de los americanos quitará todo valor propagandístico a nuestro logro.
– Tal vez todavía podamos detenerles -dijo amargamente Yasenin.
Kornilov miró fijamente al general.
– ¿Enviando un comando mejor preparado?
– Exactamente.
– Mejor aún, ¿por qué no esperar a que ellos regresen?
Antonov miró a Kornilov con curiosidad.
– ¿Qué esta sugiriendo?
– He hablado con Vladimir Polevoi. Me ha informado de que el centro de escucha del GRU en Cuba ha interceptado e identificado la voz y las transmisiones en vídeo de la colonia lunar americana a un lugar fuera de Washington. Enviará por correo copias de las comunicaciones. Una de ellas revela que los colonos proyectan regresar a la Tierra.
– ¿Van a volver? -preguntó Antonov.
– Sí -respondió Kornilov-. Según Polevoi, piensan enlazar con la estación espacial americana dentro de cuarenta y seis horas y, después, volver al puerto espacial Kennedy, de Cabo Cañaveral, en la lanzadera Gettysburg.
El rostro de Antonov se iluminó.
– Entonces, ¿tenemos todavía posibilidad de detenerles?
Yasenin asintió con la cabeza.
– Pueden ser destruidos antes de que lleguen a la estación espacial. Los americanos no se atreverán a tomar represalias cuando les acusemos de los crímenes que han cometido contra nosotros.
– Será mejor reservar el justo castigo como palanca -dijo pensativamente Kornilov.
– ¿Qué palanca?
Kornilov sonrió enigmáticamente.
– Los americanos tienen un dicho: «La pelota está en nuestro poder.» Son ellos quienes están a la defensiva. Probablemente, la Casa Blanca y el Departamento de Estado están redactando la respuesta a nuestra esperada protesta. Propongo que prescindamos de la rutina habitual y guardemos silencio. No hagamos el papel de nación víctima. En vez de esto, provoquemos un suceso espectacular.
– ¿Qué suceso? -preguntó Antonov, interesado.
– La captura de la gran cantidad de datos que traerán a su regreso los colonos de la Luna.
– ¿Por qué medio? -preguntó Yasenin.
Kornilov dejó de sonreír y adoptó una grave expresión.
– Obligaremos al Gettysburg a hacer un aterrizaje forzoso en Cuba.