Elfriede Jelinek
Deseo

1

Colgantes velos se tienden entre la mujer en su estuche y los demás, que también tienen casas propias y propiedades. Incluso los pobres tienen sus casas, en las que congregan sus rostros cordiales, sólo lo que no cambia los separa. En esta situación reposan: remitiendo a sus vínculos con el director, que, mientras respire, es su padre eterno. Este hombre, que les dosifica la verdad como si fuera su aliento, con tal naturalidad reina, ya tiene bastante de las mujeres a las que llama con poderosa voz, sólo precisa ésta, la suya. Es tan inconsciente como los árboles que le rodean. Está casado, lo que representa un contrapeso a sus placeres. Los cónyuges no se avergüenzan el uno del otro, ríen y son y eran todo para ellos.

El sol del invierno es ahora pequeño, y deprime a toda una generación de jóvenes europeos que aquí crece o viene a esquiar. Los hijos de los trabajadores del papel: podrían reconocer el mundo a las seis de la mañana, cuando entran al establo y se convierten en crueles extranjeros para los animales. La mujer va a pasear con su hijo. Ella sola vale por más de la mitad de todas las almas del lugar, la otra mitad trabaja en la fábrica de papel, a las órdenes del marido, una vez que ha sonado el aullido de la sirena. Y los hombres se atienen con precisión a lo que se les pone por delante. La mujer tiene una cabeza grande y despejada. Lleva fuera una hora larga con el niño, pero el niño, borracho de luz, prefiere volverse insensible haciendo deporte. Apenas se le pierde de vista, arroja sus pequeños huesos a la nieve, hace bolas y las lanza. El suelo brilla de sangre recién vertida. En el camino nevado, desparramadas plumas de pájaro. Una marta o un gato han representado su drama natural: reptando a cuatro patas, un animal ha sido devorado. El cadáver ha desaparecido. La mujer ha venido de la ciudad aquí, donde su marido dirige la fábrica de papel. El marido no se cuenta entre los habitantes, él cuenta por sí solo. La sangre salpica el camino.

El marido. Es un espacio bastante grande, en el que aún es posible hablar. También el hijo tiene que empezar ya a estudiar violín. El director conoce a sus trabajadores, no uno por uno, pero conoce su valor global, buenos días a todos. Se ha formado un coro de la empresa, que se mantiene con donativos, para que el director pueda dirigirlo. El coro se desplaza en autobuses, para que la gente pueda decir que fue una cosa única. Para ello, a menudo tienen que hacer una gira por las pequeñas ciudades del entorno, llevar a pasear sus mal medidos compases y sus desmedidos deseos ante los escaparates provincianos. En las salas el coro se presenta de frente, dando la espalda a las esquinas de los mesones en que actúa. También al pájaro, cuando vuela, se le ve solamente desde abajo. Con paso grave y trabajoso, los cantores fluyen del autocar alquilado, que emana sus vapores, y prueban sus voces al sol. Las nubes de canto se elevan bajo la envoltura del cielo cuando los prisioneros son presentados. Entretanto sus familias se quedan en casa, sin el padre y con pocos ingresos. Comen salchichas y beben cerveza y vino. Dañan sus voces y sus sentidos, porque ambas cosas las emplean irreflexivamente. Lástima que vengan de abajo, una orquesta de Graz podría sustituir a cada uno de ellos, aunque también apoyarlos, según el humor de que estuviera. Esas voces horriblemente débiles, tapadas por el aire y el tiempo. El director quiere que vayan a implorarle ayuda con sus voces. Incluso los que valen poco pueden hacer una gran carrera con él si llaman su atención desde el punto de vista musical.

El coro es cuidado como hobby del director, los hombres están en sus corrales cuando no viajan. El director mete incluso dinero propio cuando llega el momento de las sangrientas y apestosas eliminatorias de los campeonatos provinciales. Garantiza, para sí y sus cantantes, una pervivencia que vaya más allá del instante fugaz. Los hombres, esa obra sobre la tierra, y quieren seguir construyéndola. Para que sus mujeres los sigan reconociendo en sus obras cuando se jubilen. Pero en los fines de semana, los dioses se vuelven débiles. Entonces no se suben al andamio, sino al podio del bar, y cantan bajo presión, como si los muertos pudieran volver y aplaudirles. Los hombres quieren ser más grandes, y lo mismo quieren sus obras y valores. Sus edificaciones.

A veces la mujer no está satisfecha con esas máculas que pesan sobre su vida: marido e hijo. El hijo el vivo retrato del padre, un chico único, pero se deja fotografiar. Sigue los pasos del padre, para poder también él llegar a ser un hombre. Y el padre le presiona de tal modo con el violín, que le salen espumarajos de la boca. La mujer responde con su vida de que todo vaya bien, y se sientan bien juntos. A través de esta mujer, el marido se ha proyectado hacia la eternidad. Esta mujer es de la mejor familia posible, y se ha proyectado en su hijo.

El niño es obediente, salvo en los deportes, donde puede llegar a ser violento y no se deja pisar por los amigos, que le han elegido, por unanimidad, su escalera hacia el cielo del pleno empleo. Su padre no se puede evaporar, dirige la fábrica y su memoria, en cuyos bolsillos hurga en busca de los nombres de los trabajadores que intentan escabullirse del coro. El niño esquía bien, los niños del pueblo se agostan como la hierba bajo sus esquíes. Están a la altura de sus zapatos. La mujer, en su bata lavada cada día, ya no se sube a los esquíes, no, ofrece al hijo ancla en su bienaventurada costa, pero el niño escapa una y otra vez, para llevar su fuego a los pobres habitantes de las casas pequeñas. Su entusiasmo los debe contagiar. Quiere recorrer la tierra con su hermoso ropaje. Y el padre se hincha como la vejiga de un cerdo, canta, toca, grita, jode. Al coro lo arrastra a su voluntad del campo a la montaña, de las salchichas al asado, y canta a su vez. El coro no pregunta qué recibe por ello, pero sus miembros nunca son tachados de la nómina. ¡La casa tiene unos muebles tan claros, así se ahorra luz! Sí, sustituyen la luz, y el canto aliña la comida.

El coro acaba de llegar. Viejos paisanos que quieren escapar de sus mujeres, a veces incluso las propias mujeres con sus tiesos rizos (¡el sagrado poder de los peluqueros locales, que aderezan a las mujeres hermosas con una sabrosa pizca de permanente!). Han bajado de los vehículos, y se toman el día libre. El coro no puede cantar sólo a base de luz y aire. Con paso tranquilo, la mujer del director se adelanta el domingo. En la colegiata, donde Dios, cuya esquemática impresión en los cuadros indigna, habla con ella. Las viejas allí arrodilladas ya saben cómo es. Saben cómo termina la historia, pero de lo de en medio no han aprendido nada, por falta de tiempo. Ahora, caminan apoyadas de estación a estación del rosario, sólo porque podrían en breve plazo estar ante el padre eterno, el miembro de la unicidad, llevando en la mano como salvoconducto sus fláccidas pieles. Al final el tiempo se detiene, y el oído se quiebra con el retumbar de la percepción de toda una vida. Qué hermosa es la Naturaleza en un parque, y el canto en un mesón.

En medio de las montañas que los entrenados deportistas vienen a visitar, la mujer advierte que le falta un soporte firme, una parada en la que poder esperar a la vida. La familia puede hacer mucho bien y recoger el botín de los días festivos. Los más amados rodean a la madre, se sientan juntos como benditos. La mujer se dirige a su hijo, lo censura (tocino en el que pacen las larvas del amor) con su suave y delicado gritar. Se preocupa por él, lo protege con sus suaves armas. Cada día parece morir un poco más, cuanto más crece. Al hijo no le gustan las quejas de la madre, enseguida exige un regalo. Intentan ponerse de acuerdo en esas breves negociaciones: a base de juguetes y artículos deportivos. Ella se lanza cariñosa sobre el hijo, pero él se le escapa como sonoro manantial, retumba en las profundidades.

Sólo tiene este hijo.

Su marido vuelve de su despacho, y enseguida ella lo estrecha contra su cuerpo, para que los sentidos del hombre no se despierten. Resuena música del tocadiscos y del barroco. Ser lo más uno posible con las fotos en color de las vacaciones, no cambiar de un año para otro. Este niño no dice una palabra cierta, sólo quiere marcharse con sus esquíes, se lo juro.

Fuera de las horas de comer, el hijo habla poco con su madre, aunque ella lo cubre con un manto de comida para conjurarle a hacerlo. La madre invita al niño a dar un paseo, y paga por minuto, pues tiene que escuchar al niño de hermosa vestimenta. Habla como la televisión, de la que se alimenta. Ahora prosigue sin temor, pues hoy aún no ha visto el horror del vídeo. Los hijos de la montaña se acuestan a veces a las ocho, mientras el director, con manos hábiles, vuelve a inyectar arte en su motor. ¿Y qué potente voz es la que hace levantar a los rebaños en las praderas, todos juntos? ¿Y a los pobres cansados también, temprano, cuando miran hacia la otra orilla, donde se alzan las casas de veraneo de los ricos? Creo que se llama despertador de Radio 3, y suena grabado en cinta desde las seis, infatigable roedor que nos devora desde temprano en la mañana.

En los cuartos hitlerianos de las gasolineras, vuelven ahora a arrojarse los unos sobre los otros, esos pequeños sexos en sus andadores, que se derriten en sus cucuruchos como bolas de helado. Tan rápido termina siempre, y tanto dura el trabajo y se alzan las montañas. Estas gentes se pueden reproducir fácilmente, mediante infinitas repeticiones. Esta jauría hambrienta saca su sexo de las puertecillas que con sentido práctico se ha puesto. Esta gente no tiene ventanas, para que sus parejas no puedan mirar por ellas. ¡Nos tienen como a reses, y todavía nos preocupa progresar!

En la tierra hay senderos tranquilos. En la familia siempre se espera en vano, o se cae luchando por conseguir ventaja. A la madre le dan seguridad los muchos esfuerzos, que el niño, encorvado sobre el instrumento, vuelve a aniquilar. Los lugareños no son de confianza, tienen que irse a dormir cuando en los deportistas empieza a despertar la vida nocturna. El día es suyo y la noche es suya. La madre vigila al niño, mientras está en los muros del hogar, para que no se divierta demasiado. El niño no es muy aficionado a ese violín. En los anuncios, los que piensan igual siguen tercamente su propio camino, para poder llenar mutuamente su vaso. Se leen anuncios de contactos, y cada cual se alegra con la pequeña luz que lanza a la oscuridad de un cuerpo ajeno. Se anuncian habilidosos carpinteros de la vida, que piden permiso para poner sus pequeños estantes en los oscuros nichos ajenos. ¡En realidad, uno no debería cansarse de sí mismo! El director lee los anuncios, y encarga para su mujer, en el comercio especializado, una hamaca en la que ella se pueda tender, de nylon rojo, con silenciosos agujeros a través de los cuales las estrellas brillan.

Al marido no le basta con una sola mujer, pero la enfermedad amenazante le frena a la hora de sacar su aguijón y libar la miel. Un día se olvidará de que su sexo puede arrastrarlo, y exigirá su parte de la cosecha: ¡Queremos diversión! ¡Queremos bifurcarnos en nosotros mismos! Complicados, los anuncios yacen en sus colchones y describen las sendas que recorren. Ojalá que sus hornos no se apaguen, no se extingan por sí solos y tengan que vivir decepciones. Al director no le basta con su mujer, pero ahora él, un hombre público, se ve constreñido a este utilitario. Intenta lo mejor: vivir y ser amado. Los hijos de los utilizados también trabajan en la fábrica de papel (los atrae el material aún sin elaborar, aquello de lo que los libros están hechos); tiene una forma fea. Las sirenas les tienen que cantar para insuflarles vida. Pero al mismo tiempo son expulsados de la vida y caen como cataratas, superfluos, desde la cumbre de sus ahorros.

El impuesto ya se les ha cobrado, y sus mujeres les imponen, en su lugar, el rumbo al puerto seguro, que tanto esfuerzo se tomaron los hombres en evitar y en minar. Son una vendimia de flacos sarmientos, y rápidamente se hace una selección. En sus colchones, los atrapa un ansia mortal, y sus mujeres son malogradas por su mano (o han de ser mantenidas por la seguridad social). No son personas privadas, porque no tienen una casa hermosa; solamente son lo que se ve de ellos, y lo que a veces se oye del coro. Nada bueno. Pueden hacer muchas cosas al mismo tiempo, y sin embargo no revuelven el agua en la piscina en la que la mujer del director se adapta a su traje de baño, muy arriba en la escala de la Naturaleza, inconmensurablemente alto y lejos de nosotros, los consumidores normales.

El agua es azul, y jamás se calma. Pero el hombre vuelve a casa de su labor diaria. El gusto no es cosa de todo el mundo. El niño tiene clase esta tarde. El director lo ha pasado todo a ordenador, escribe él mismo los programas como hobby. No le gusta la Naturaleza, el silencioso bosque no le dice nada en absoluto. La mujer abre la puerta, y él advierte que nada es demasiado grande para su poder, pero tampoco nada puede ser demasiado pequeño, de lo contrario es muy fácil de abrir. Su deseo es sincero, se adapta a él como el violín a la barbilla de su hijo. Los amores se encuentran muchas veces en casa, porque todo les sale del corazón y se anuncia a plena luz del día. Ahora, el hombre querría estar a solas con su divina mujer. La gente pobre tiene que pagar antes de poder tumbarse a la orilla.

Ahora, la mujer no tiene tiempo ni de cerrar los ojos. El director no asiente cuando ella quiere ir a la cocina y preparar algo. La toma, decidido, por el brazo. Antes quiere llamarla a sus obligaciones, para eso ha cancelado dos entrevistas. La mujer abre la boca para disuadirle. Piensa en su fuerza y vuelve a cerrar la boca. Este hombre tocaría su melodía hasta en el seno de las rocas, tensaría resonante el violín y el miembro. Una y otra vez suena esta canción, este ruido atronador, tan sorprendentemente terrible, acompañado de miradas de disgusto. La mujer no tiene el coraje de negarse, vaga indefensa. El hombre siempre está dispuesto y satisfecho de sí mismo. Un día de diversión se lo toman los pobres y los ricos, pero por desgracia los pobres no se lo dan a los ricos. La mujer ríe nerviosa cuando el hombre, todavía con el abrigo puesto, se desabrocha con intención. No se desabrocha para dejar su rabo en suspenso. La mujer ríe fuerte, y se tapa la boca con la mano, azorada. La amenaza con golpes. En ella resuena el eco de la música del tocadiscos, donde sus sentimientos y los de otros giran en la forma de Johann Sebastian Bach, adecuadísimo para el goce humano. El hombre se destaca entre sus espinas de pelo y de ardor. Así se agigantan los hombres y sus obras, que pronto vuelven a caer tras ellos.

Más seguros están los árboles del bosque. El director habla tranquilamente de su coño y de cómo se lo piensa abrir. Está como borracho. Sus palabras titubean. Con la mano izquierda, sujeta por la cintura a la mujer y le saca, por decirlo suavemente, la bata de casa por la cabeza. Ella se agita ante el peso pesado. Él maldice en voz alta sus panties, que hace ya mucho tiempo que le ha prohibido. Las medias son más femeninas y aprovechan mejor los agujeros, cuando no crean otros nuevos. Enseguida piensa apurar a fondo a la mujer por lo menos dos veces, anuncia.

Las mujeres, alimentadas con esperanzas, viven del recuerdo, los hombres, en cambio, del instante, que les pertenece y, cuidado con mimo, se puede descomponer en un montoncillo de tiempo que también les pertenece. De noche tienen que dormir, ya que no pueden repostar. Son puro fuego, y se calientan (ellos mismos) en pequeños recipientes. Es sorprendente, esta mujer toma píldoras en secreto; el nunca apaciguado corazón del hombre no permitiría que de su tanque siempre lleno no se pudiera servir vida.

Al lado de la mujer, los montones de ropa caen como animales muertos. El hombre, siempre con el abrigo puesto, está con su fuerte miembro entre las arrugas de su ropa, como si cayera luz sobre una roca. Panties y bragas forman un anillo húmedo en torno a las zapatillas de la mujer, de las que sobresale. La felicidad parece debilitar a la mujer, no puede comprenderlo. El pesado cráneo del director escarba mordiendo en su vello púbico, dispuestísima está su eminencia a exigir algo de ella. Alza la cabeza, y en su lugar aprieta la de ella contra su cuello de botella, que ha de probar. Sus piernas están atrapadas, ella misma es manoseada. Él le abre el cráneo sobre su rabo, se hunde en ella y, de propina, le pellizca fuerte el trasero. Echa su frente para atrás, con tal fuerza que la nuca le cruje desairada, y sorbe los labios de su vagina, todo a un tiempo, para poder ver con sus ojos la vida sobre ella.

La fruta aún tiene que madurar. Esto es lo que pasa cuando se amontonan muchas costumbres humanas, para poder coger de las copas algo que entonces a uno no le gusta. Todo está limitado por prohibiciones, las precursoras de los deseos. Tampoco en una pequeña colina crece mucho, y nuestros límites no están más allá de lo que podemos comprender, y no comprendemos mucho, con nuestros pequeños y endurecidos vasos sanguíneos.

El hombre sigue adelante completamente solo. Pero hace mucho que a la mujer no le sienta bien perseverar en la postura que ocupa a su lado, en casa. Se agita, tiene que abrir las piernas un poco; con descuido, sus dientes le raspan el vientre. El hombre vive en su propio infierno, pero a veces tiene que salir y hacer una excursión por la pradera. La mujer se defiende, pero sin duda sólo en apariencia, aún puede recibir más bofetadas si quiere negar el espíritu del hombre, que se quiere iluminar. Se ha bebido bastante. El director casi se vacía en su caro entorno, en cuya penumbra se desgañita contra la dieta que la mujer cocina para él. Ella no quiere alojarlo. Él se siente tan grande como el que más. Descargarse un poco entre las lámparas de pie lo aliviaría, pero tiene que llevar la carga de muchos, que se limitan a crecer tontamente junto a la orilla, como la hierba, y no piensan en el mañana porque tienen que levantarse.

Ahora, después de alzarla de sus zapatillas, tiende a su mujer sobre la mesa del salón. Cualquiera puede asomarse y envidiar cuánta hermosura guardan oculta los ricos. Es exprimida contra la mesa, sus pechos se separan como grandes y cálidas plastas de estiércol. El hombre levanta la pierna en su propio jardín, entonces sale y la levanta en cada una de las otras esquinas. No perdona los terrenos más oscuros. Es tan normal como Eros, que nunca quiso atizar el fuego de ambos, de las finas ramitas que, nacidas pero no seguras, quieren transformarse a toda costa. No, el director responderá a los anuncios, para cambiar su Ford Imperium por un modelo más nuevo y más potente. Si no fuera por el miedo a la última plaga, el taller del hombre nunca más guardaría silencio. Y también en el domicilio los anuncios están pegados en la pizarra: Placer, el mensajero blanco; poderosas olas recorren el tiempo, y poderosamente quieren los hombres algo para siempre. Prefieren lo que les es lejano, pero también usan lo que tienen cerca. La mujer quiere huir, escapar a esa apestosa cadena en la que el tronco languidece ante su choza. La mujer ha sido sustraída a la nada, y es marcada de nuevo día a día con el matasellos del hombre. Está perdida. El hombre vuelca sobre él las palas excavadoras de las piernas de ella. De la mesa caen varios objetos que pertenecen al niño, y chocan suavemente con la alfombra.

El hombre es de los que todavía saben apreciar la música clásica. Con un brazo, se tiende hacia delante y pone en marcha una cadena estereofónica. Resuena, la mujer se deja hacer, y vivan los mortales del sueldo y el trabajo, pero, ¿no es cierto?, la música forma parte de esto. El director sujeta a la mujer con su peso. Para sujetar a los trabajadores, que gustan de cambiar del trabajo al descanso, basta con su firma, no tiene que poner su cuerpo encima. Y su aguijón nunca duerme sobre sus testículos. Pero en su pecho duermen los amigos con los que antaño iba al burdel. A la mujer se le promete un vestido nuevo mientras el hombre se quita el abrigo y la chaqueta. Lucha con el alcohol, la corbata se le ha convertido en soga. ¡Llegados a este punto, quisiera vestirlo de nuevo con palabras!

Antes, la cadena de música ha sido puesta en marcha con un golpe bajo, ahora la música del plato cobra ímpetu, y mueve al director algo más rápido. Mangas de sonido saltan hacia adelante para intervenir, ¡un director tiene que sacar su rabo al mundo! Su placer debe perdurar hasta que se vea el suelo y los pobres, a los que se ha vaciado de amor, sean descarrilados y tengan que ir a la oficina de empleo. Todo debe ser eterno y además poder ser repetido con frecuencia, dicen los hombres, y tiran de las riendas que un día su mamá sujetó con cariño. Sí, eso está bien. Y ahora este hombre entra y sale de su mujer, como engrasado. En este terreno la naturaleza no puede haberse equivocado, porque nunca quisimos otra cosa. Se encuentran en un territorio carnal, y los campesinos de media jornada, que lloran fácilmente si no se les contrata, se encolerizan si sus mujeres acarician suavemente a las sorprendidas reses de matadero. Los caballeros gustan de hacer amistad con la Muerte, pero la diversión debe continuar. E incluso a los más pobres se les concede con gusto el placer de las hembras pobres, dentro de las que pueden volverse grandes diariamente, a partir de las 22:00 horas. Pero para este director el tiempo no cuenta, porque él mismo lo produce en su fábrica, y los relojes son estoqueados hasta que gritan.

Muerde a la mujer en el pecho, lo que hace que las manos de ella se disparen hacia delante. Eso despierta aún más cosas en él, la golpea en el cogote y sujeta con fuerza sus manos, sus viejas enemigas. Tampoco ama a sus siervos. Embute su sexo en la mujer. La música grita, los cuerpos avanzan. La señora directora se sale un tanto de sus casillas, por eso la bombilla tiene tantas dificultades para encenderse. Un perro dormido es el hombre, al que no se hubiera debido despertar para traerlo a casa, sacándolo del círculo de sus socios. Lleva el arma bajo el cinturón. Ahora, se ha disparado algo así como un tiro. La apuesta deportiva se ha perdido. La mujer es besada. Escupiendo, se le gotean cariños al oído, hace mucho que esta flor no florecía, ¿no quiere usted darle las gracias?

Antes, él todavía se ha removido dentro de ella, pronto sus dedos sacarán un buen sonido al violín. ¿Por qué la mujer vuelve la cabeza? ¡Todos tenemos sitio en la Naturaleza! Hasta el miembro más pequeño, aunque no esté muy cotizado. Este hombre se ha vaciado dentro de la mujer, ¡un día se sublevará envuelto en oro, para realizar acciones aún más tumultuosas en la piscina!

Encorvado en posición reglamentaria de salto, el director sale de la mujer, dejando sus derechos. Porque pronto la trampa de las labores domésticas volverá a atraparla, y la devolverá allá de donde vino. Falta mucho para que se ponga el sol. El hombre se ha vertido jovialmente, y mientras el fango sale de su boca y de sus genitales, va a limpiarse los restos del pastel gozado.

La comunidad se mira en todo en ella, no cuentan con muchas chicas deportivas. La mujer se mece en sus preocupaciones, Hermann cae sobre ella en el silencio de la noche. Y también su hijo domina a los otros niños con mayor perfección que a su violín. El padre fabrica lo mínimo, que cae bajo la llama de su pasión: papel. Sólo rastros de ceniza quedan donde el ojo se detiene sobre las obras de los hombres. La mujer aparta la vista de la mesa que ha puesto, abre un bolsillo hecho en un costado de su vestido y echa en él los restos de comida, en eso sigue siendo fiel a sí misma. Hoy la familia, totalmente en privado, bebe sus propios recuerdos en el proyector. La comida llega tarde a la mesa, junto con el niño, que se pone furioso. No se guía por nada de lo que se le dice, hace y deshace a su aire. Hace meses que viene prometiendo mejorar al violín, pero el padre disfruta más de los pescozones que propina a esa joven naturaleza amiga. En general, también este país hace esos gastos inútiles, ya que se alimenta del arte, pero no todos sus ciudadanos y creyentes, de los que de ninguno merece que se diga: especialmente valioso.

La lengua de la mujer es un vestido que todo lo tapa. Se cierra crujiente sobre el hojaldre salado, que en la televisión parece mucho más grande que en nuestras bocas, donde rápidamente se hace invisible. Aun así, lo lanzamos a los canales de desagüe de nuestros vientres crepusculares. El padre se inclina sobre su hijo, delicado como un chorizo. Claro que va a tener una bicicleta BMX. El hijo del director disfruta de la envidia de los niños del pueblo como de una tiesa pizca de poder. Enseguida sale al aire libre, a destrozar algo. Pero el padre le exige a cambio, amenazador, que hoy acerque su cabeza al violín, para hacerlo sonar de tal modo que se pueda emplear para engrasar los sentimientos en otra parte.

El padre gusta de exhibir su querida loncha de nacimiento en el instrumento. ¡Y cómo maneja él, el padre, el instrumento de su hijo, como si fuera ropa sucia! El niño debe mantener blanda su muñeca mercantil, y tocar con el arco, de la más delicada construcción, en los prados de los artistas eternos, que han de ser animados por sones populares y conocidos. Después resuena Mozart, horrendo y mellado, si tiene usted suerte y se le ha encadenado a tiempo por los tobillos, para que no pueda ir a pacer a otra pradera.

Los bancos compiten, con bolsas en la correa, por los más pequeños de entre los pequeños. Incluso esta chusma, servidumbre de sus padres, tiene la necesidad de un estado de cuenta. En unos cuantos años, el dinero habrá adquirido una hermosa figura, un coche de morirse o un piso para estar muerto. Suponiendo que usted como el hijo del director tenga menos de catorce y siga soltero y vivo, aún niño, pero ya despachado como cliente de la vida. Para esos futuros consumidores del gremio, todavía se harán largas las horas en las que deseen valer más. Quizá algunos de nosotros nos convirtamos en cajeros, porque ¿para qué están aquí los bancos, al fin y al cabo? No para nuestros mayores, que habrán sido los encargados de los negocios. El niño sale corriendo al frío helador, apenas recién hecho. Sencillamente, tiene que enfriarse en sanas caídas, y escuchar a su pueblo cuando grita, para poder darle ocasión de gritar más.

El hombre viene de afeitarse por segunda vez, a llevar a la mujer en sus olas como a un barquito. Sus montañas y valles, con su ramaje, son sin duda ricos bocetos, pero les falta el último pulimento, el de la degradación. Alzado por el viento, el hombre crea a la mujer, le traza la raya y le abre las piernas como huesos marchitos. Ve las fallas tectónicas de Dios en sus muslos, no le importan nada, escala sus montañas domésticas por un sendero seguro y familiar, conoce cada paso que da. No se cae, aquí está en su casa. Poder por fin estirar las piernas debajo de la mesa, quién no lo querría.

La propiedad no obliga al propietario a nada, a los competidores a la envidia. Hace ya años que esta mujer ha escrito su marcha atrás en el libro de la vida, qué espera aún. Él mete la mano bajo su falda, entra por las paredes de su ropa interior. Quiere (la familia está en casa, una entre otras) entrar a la fuerza en su mujer para sentir sus propios límites. Pisaría la orilla, creo que pronto, si a él, el descontrolado, no le diera vértigo su propia senda. En general, no podríamos hacernos con los hombres si no los encerráramos a veces dentro de nosotras, hasta que los rodeamos pequeños y tranquilos. Ahora la mujer saca la lengua involuntariamente, porque el director ha pulsado un músculo de su mandíbula con cuya ayuda se puede sacar el veneno a una serpiente, no hay más que verlo. El hombre la conduce al baño, le habla tranquilizador y la dobla sobre el borde de la bañera. Hurga en sus matorrales, para poder entrar de una vez y no tener que esperar a la noche. Separa su espesura, su ramaje. Los fragmentos del vestido le son arrancados. Cae pelo en el desagüe. Se le golpea fuerte en las posaderas, la tensión de ese portal ha de ceder de una vez, para que la masa pueda precipitarse, bramando y patinando, sobre el buffet, esa hermosa alianza de consumidores y consorcios de alimentación. Aquí estamos, y se nos necesita para el servicio. A la mujer se le tiende un órgano del mismo tipo, del mismo valor o similar. ¡El hombre le abre súbitamente el culo! No necesita más, a excepción de su magnífico salario mensual. Su esqueleto se estremece, y derrama todo su contenido, mucho más de lo que podría ganar en dinero, en la mujer; cómo podría no sentirse conmovida por ese rayo. Sí, ahora contiene al hombre entero, hasta donde puede llevarlo, y lo recibirá mientras él halle gusto en su interior y en su papel pintado. Él echa a la bañera su parte delantera, y abre el cuarto de atrás, como gerente de este local y de similares locales. Ningún otro invitado aparte de él puede meter tanto aire fresco. Allí crece el merulio, se le oye absorber agua y producir desperdicios. Nadie más que el director puede obligar a la mujer a estar bajo su lluvia y su goteo. Pronto se habrá aliviado gritando, este gigantesco caballo, que arrastra su carreta hacia la mierda con los ojos bizcos y espumarajos en el bocado. El coche de la mujer no debe servir para recorrer sus propios caminos, él ha marcado ya un rastro con sus proyectiles, que bramando han abierto trochas en el bosque.

La mujer tantea torpemente hacia atrás con el tacón de la zapatilla, intentando alcanzar el monstruo de su marido. Ha oído sus poderes golpear como una cosechadora contra el borde de la bañera. El intento le pone furioso. Pronto se le van a pegar restos de suciedad, vaya vida. Qué malicioso es el sexo débil, que encima se esfuerza en ser hermoso. El hombre decide exigir a la mujer la observancia del contrato conyugal. Le tapa la boca con la mano, y es mordido con un dos por ciento de la fuerza de sus mandíbulas, así que se ve obligado a retirarla. Él cubre a la mujer con la oscuridad de la noche, pero le enchufa su conexión eléctrica en el trasero, para iluminación de ella y satisfacción propia. Ella intenta sacudírselo, pero pronto se queda paralizada, tiene que permanecer quieta, los ojos cerrados. No le gusta lo salvaje, él mismo lo es. Alrededor un vacío bostezante en la casa, hasta los matorrales de pelo de los vientres de ella y de él, como signo: aquí se sirve. Aquí hay vino del tiempo todos los días. Pero no todos somos de ayer. Desmañadamente, en la oreja caliente de la mujer se deja caer que el poder del hombre todo lo puede, y no precisa de argucias ni de armas. Ella sólo tiene que abrir la puerta, porque aquí vive él, y a duras penas puede retener su semilla con cortinas y pretextos. Sonriente, el Creador saca de los hombres su producto, para que pueda acostumbrarse a correr por entre nosotros. El hombre divide la creación con su poderoso ritmo, y también el tiempo pasa a su propio ritmo. Él destruye azulejos y cristales en este sombrío espacio, que se alegra con su ajetreo y con su clara luz. Sólo dentro de la mujer está oscuro. Él entra en su culo y golpea por delante su rostro contra el borde de la bañera. Ella grita otra vez. Él se yergue en su pequeña cabina de piloto, para quedarse. Quizá él mismo ya se ha tranquilizado, pero su miembro salta a voluntad de peña en peña. Alguien así se lanza a la mierda como otros lo hacen de la playa al mar, conecta su superaspiradora y no para hasta haber vaciado completamente su saco de polvo.

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