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Alrededor caen los hombres oprimidos, a raudales, sobre las escaleras y atrios decorados, en la falta de conciencia de sus dominadores. No equivocan el tiro sobre sus mansas pieles. Impertinente, la radio grita por la mañana que hay que levantarse. Y enseguida se les escapa bajo los pies el cálido suelo del amor, su sábana empapada de sudor. Ahora tantean en busca de sus mujeres, y ensucian sus míseras propiedades, tan solícitamente guardadas. El tiempo sopla dulcemente. Los hombres tienen que producir hasta que pasan a la jubilación. Hasta que están pagados todos los plazos de lo que durante toda su vida, con los ojos cerrados, creían poseer, sólo porque, invitados, podían ocuparlo, mientras sus mujeres han extorsionado la vida de las cosas con su continuo uso. Sólo las mujeres están realmente en casa. Los hombres trotan por entre la hojarasca en la noche, y saltan a la pista de baile. La fábrica de papel. Vuelve a echar a los hombres, después de haber sido razonable durante años. Pero primero van al piso de arriba, a recoger sus documentos.

La señora directora está en medio de ellos, blanca y silenciosa. No hace ni siquiera un buen asado, como una de nosotras, contenta de seguir viviendo. Se le llevan los pequeños para que aprendan a cantar y bailar. Hasta que esa nutritiva música enmudece un día y la fábrica lanza su aullido sobre las montañas. Temprano, los padres orientan somnolientos los chapoteantes grifos a la pila; más rudamente despiertan ya los aprendices, sobre los que se echa la música con pala, apenas los afina el despertador. Los cuerpos medio desnudos se alzan ante los espejos del cuarto de baño recién alicatado, relucen las cadenas, los grifillos gritan impertinentes desde las braguetas, y su agua caliente es evacuada fielmente. Este aseo es quizá un espejo de usted mismo. ¡Así que trátelo tal como quisiera ser tratado!

Un coche ha aparcado ante la mujer del director. Un animal se asoma y salta hacia el bosque, donde ahora está en calma. Por supuesto, en verano también se mecen allí las balsas de la vida, pesadamente cargadas, que los hombres van a descargar a la Naturaleza, donde se alivian. El coche está caliente, enseguida el cielo parece mucho más bajo. El tiempo se inclina, y surge la inclinación. En el bosque se despliegan los renos, a los que, en invierno, todavía les va peor que a nosotros. La mujer llora contra el salpicadero, y busca en la guantera pañuelos para calmar su aflicción. El coche arranca, las preguntas se reparten como caridad. De inmediato la mujer abre de golpe la puerta del vehículo, que marcha lentamente, y se precipita hacia el bosque. Sus sentimientos la llenan por completo, y tiene que sacarlos, como a los instintos cuando no se les mantiene encerrados en el catalejo del cuerpo. Así viene en los libros, en los que se puede saber por poco dinero todo sobre uno mismo, para quererse más. Como si aquí hubiera mosquitos u otra especie ajena, la mujer manotea en el aire y tropieza con una raíz, se araña el rostro con la nieve y desaparece en el paraje más oscuro del bosque. ¡No, por allá delante corre! Tropieza con los negros rizos del ramaje. Enseguida, voluntariamente, vuelve a dejarse llevar por la correa y el cinturón, sube al coche, se deja, pasiva, meter hasta el fondo del asiento. En su interior, se vuelve grande y está a su propio servicio. Oye sus sentimientos retumbar como truenos y pasar por la estación de su cuerpo como un tren expreso. La corriente de aire que hace la delgada bandera del jefe de estación casi la hace caer. Se escucha. Se escucha sólo a sí misma. Como el poder del cielo es para estas criaturas sensibles el susurrar de la alta tensión que las llena. ¡Qué maravillosa es esta gente que tiene tiempo suficiente como para sacarse el carnet de piloto de sus descontroladas sensaciones, para poder volar en ellas!

En mitad de su vida, esta mujer gusta de creer a menudo que tiene que salir de la línea de fuga de las otras mujeres, que han arribado a ella con los pechos y los hijos colgantes, para viajar a un país más fecundo, donde a uno le sequen las lágrimas más cuidadosamente. Está unida idolátricamente a sí misma, y gusta de hacer todos sus viajes, como si fueran organizados, al mundo circunspecto de las pasiones. Se encuentra consigo misma donde quiere, y al mismo tiempo huye de sí misma, porque en cualquier otro sitio podría haber un encuentro más grandioso con su interior, en el que se sentara en las nubes y de benditos vasos solamente pudiera echarse al coleto más de sus sentimientos. Es tan volátil como una unión, que se puede romper en cualquier momento.

Algo parecido pasa con el arte y con lo que nosotros sentimos acerca de él, cada uno algo distinto, la mayoría nada, y sin embargo todos estamos de acuerdo en rascar lo más profundo de nosotros y presentárselo al otro, a medio cocer, para que lo engulla. Salimos de nuestra hornilla como un incendio doméstico. Como en una pista de esquí, perseguimos demasiado deprisa nuestras necesidades, el sol brilla, y nuestros salones, en los que hervimos sobre todo de ansia de vivir, encima tienen buena calefacción. Todo es ardiente y lleno de espíritu, que, calentado por llamitas, se alza sobre nosotros para que los demás lo vean. De pronto caemos, porque nos falta el suelo bajo los pies, nos enamoramos y tenemos exigencias cada vez más infundadas que plantear a nuestras parejas. Qué felices nos hace correr por las montañas en muchas figuras, hasta que perdemos nuestros gorros de dormir.

En su alto y caro corcel, el estudiante escucha cómo la mujer se pone en sus manos. Es un instante único que la ha conducido al vestíbulo de sus sentimientos, donde la calma exhala el vapor de conversaciones febriles como un invernadero. Convertidos en lenguaje, brotan de ella temblando los días de su infancia y las mentiras de su madurez. El estudiante baja por la pendiente de sus pensamientos. La mujer sigue hablando, lo que la hace más importante, y su lenguaje se aparta de la verdad en el momento en que ésta ha brotado en ella y le ha parecido un poquito hermosa. Quién más escucha cuando el ama de casa hace un movimiento de repliegue, porque el niño grita o la comida se quema. Cuanto más habla y habla esta mujer, tanto más desea que ella y el hombre sigan siendo un enigma el uno para el otro, lo bastante interesante, pues, como para descansar un poco el uno en el otro y no querer volver a ponerse en pie y salir corriendo.

Pero ¿quién no siente el dolor como los sentidos? Producimos el sentimiento en ollas borboteantes en las que el vapor canta. Pero ¿y los zarandeados por la amenazante rescisión del contrato? Éstos se dan con la frente contra la fábrica de papel, que quizá tendrá que ser abandonada por el consorcio porque ha dejado de ser rentable. Además contamina el arroyo, y ya hay muchos que, afilándose torpemente las romas garras, escuchan la voz de la Naturaleza; que por fin ha aprendido a hablar el lenguaje de sus hijos. Así, estos criados en escuelas superiores entienden lo que la Naturaleza dice y lo que sucede en sus aires y aguas. Y una sonrisa se tiende sobre los rostros de los que disputan, porque tienen razón. La Naturaleza, como sus sentimientos, opina lo mismo que ellos. El departamento de protección del medio ambiente toma cuidadosamente pruebas de aguas corrompidas y burbujeantes, pero en alguna parte ya se está abriendo una nueva herida en la Naturaleza, a la que todos tienen que acudir corriendo. Delante y detrás, al cabo de algún tiempo -el que necesita el horno- salen disparados los desechos humanos. Ya habían entrado en forma de estiércol. Sí, la fábrica ha producido, con ayuda de sus habitantes y motores, papel, nuestro abono, en el que además, tumbados como pliegues sangrientos en nuestros sofás, podemos escribir nuestros pensamientos. Lo que tengamos que decirnos para disolver nuestros amores en la noche y la nada y elevarnos sobre su estiércol a insólitas alturas no conmueve a nuestro interlocutor, porque está ocupado con sus propias reflexiones, que tiene que lavar y volver a llenar cada día.

Cuanto más profunda es la felicidad, menos se habla de ella en esta región, para no extraviarse en su interior y que los vecinos no tengan envidia. Los que son expulsados de la fábrica tienen que mirar celosamente en torno, para poder ponerse en la cuenta de la tienda, en el corazón de cuyo propietario se precipitan. En las tinieblas viven sus señores, las águilas, que pueden apartar de sí el destino de sus presas con una inclinación de cabeza de sus bolígrafos. Pero no, los hijos de los Alpes caminan intrépidos sobre el abismo, sobre puentes de floja construcción. Tienen que doblegarse. Sus seres más queridos no viven cerca, así que tienen que ir a visitarlos, a contaminarlos, sólo para que les den un café con un horrible golpe. Pero no notan lo que sienten, y no escuchan cuando se les explica.

El joven se inclina hacia la mujer, que se ha apartado un poco para charlar con sus queridos parientes, las nostalgias. De sus grandes ojos brotan las lágrimas, que caen en su regazo, donde los deseos viven, esperan y se cortan las uñas. No somos animales, para que todo tenga que suceder de inmediato, meditamos si la pareja se adecúa a nosotros y qué puede permitirse, antes de rechazarla. Ahora hemos reunido todas las tazas, se ha acumulado mucho a lo largo de los años. Sólo hay que prestar atención a nadar siempre por encima del agua, para poder observar a lo lejos los otros botes cuando lo han cargado todo. Y a su vez podemos contemplar en calma cómo se hunden. Y eso con un traje de baño del que sobresalen indiscretas las partes del cuerpo que mejor permanecen ocultas. Nadie conoce mejor que el propietario su cuerpo, su casa, pero eso aún no significa que se pueda invitar enseguida a gente. ¿Por qué no nos iba a querer otro? ¿Y por qué no lo hace?

El joven desliza el pijama por los hombros de Gerti. En su asiento la mujer no puede volverse, se rebulle, como si quisiera ganar más espacio. Por delicadamente que sus intimidades llamen desde su escote, prefieren tomar los asientos que les corresponden allá donde ahora aún se expanden árboles, cómo no. Apenas ha escapado Gerti del cinturón de seguridad de su casa, cuando ya un joven representante de la Ley quiere acceder a la guantera. ¡Si se piensa cuántas cavidades tiene un cuerpo sano, no digamos uno enfermo! La mujer se rasga el pecho con el cuchillo de sus palabras, y el estudiante se apresura a meter en la herida las virutas de su opinión y otros dones de amor. Por fin, Michael ha aparcado ante un pesebre para animales salvajes. Sí, los poderosos y sus funcionarios forestales gustan de fabricar paraísos artificiales en los que la Naturaleza, que tropieza en todas partes, torpe y desmañada, puede penetrar. Y a las mujeres se les promete el Paraíso si se lo preparan en la tierra a sus maridos e hijos y saben aliñarlo como es debido. No se ven atormentadas por el descanso. ¡Porque algo brilla en la espesura!

Un nostálgico manantial debe fluir de la mujer, espera el joven, y, tumbado satisfecho boca abajo, hostiga a las hormigas en su hormiguero con un palito. Los ágiles animalillos salen y echan a volar en todas direcciones. Son difíciles de atrapar, pero a veces, como los sueños, vienen sin ser llamados. Entonces se puede meter el tosco bloque y depositar una carga. Los cuerpos deben arder siempre. De eso nos encargamos con todo lo que tenemos, sólo para que el sexo vibre un poco; no podemos dejarlo en paz, hay que andar prendiendo siempre con el mechero. Los troncos que antes parecían seguros han de ser abatidos sólo para que abramos los brazos y podamos recalentar y tragar una y otra vez la vida, que de todas formas nos han regalado. Y los exiguos ríos de vida de la mujer, que pronto terminan, buscan siempre una segunda corriente, con el mayor arrastre posible, con la que poder fluir en común, una hermosa serie de señales de amor, tendidas como banderas; y pilas en las que los animales meten la lengua o son engañados por la electricidad con sus propios fluidos.

A Gerti se le quita de los hombros la materia con la que estaban hechos sus sueños, y se echa en el suelo en un montón. Ella agita su ruina vital sobre este hijo de hombre, que no quiere otra cosa que palparla y llenarla lo antes posible. Testaruda, se queda pegada a este nido de luz que la iluminación interior del coche difunde sobre ella. Intenta no obstante levantarse, saltar hacia la vida de la que acaba de venir. En el techo que cubre sus dos cuerpos, está atado e inamovibles un par de esquíes. Juntos están los más amados, y siempre están dispuestos a caerse de la escalera de sus sentimientos, porque en los felices ojos de la pareja les molesta algo que no habían elegido en el menú. Enseguida se conocerán más de cerca, y manipularán hábilmente los platos de sus destinos.

En el coche hace un calor tan dulce que la sangre relumbra por el cuerpo. En la naturaleza se ha hecho entretanto un bostezante vacío. A lo lejos no gritan los niños. En este instante gruñen amordazados en las severas habitaciones de las granjas, donde sus padres han tronado al atardecer, así que a las mujeres se les pone en las manos la grandeza de los hombres en efectivo. Fuera, el aliento se hiela en la mandíbula. Sin embargo, esta madre ya está siendo buscada intensamente por sus nada allegados. Su omnipotente, el director de la fábrica, este caballo con su gigantesco abdomen, que echa humo antes de ser asado, querría poner sobre ella unos brazos y piernas desmesurados, pelar impaciente su fruta y chuparla enérgicamente, antes de penetrar con su permanente. Esta mujer está ahí para picar y morder. Él querría arrancar la piel a su mitad inferior y engullirla, todavía humeante, espaciada con su buena salsa. El miembro espera diestro entre sus muslos. Junto al pesado saco se apiña el pelo, ¡enseguida se descargará en su cabeza doblegada! Una sola mujer basta cuando el hombre, hinchado por el hambre, sigue su camino recto. Le gustaría golpear fuerte contra su vientre con los intestinos, para saber si hay alguien en casa. Y, aún de mala gana, los labios deberían separarse para, constreñidos en unas enjuagadas braguitas rosas, poderse comparar con otros, similares, conocidos con anterioridad. Además, este hombre prefiere el comercio oral y anal a todos los demás jardines de infancia del comercio carnal. ¿Qué más puede hacerse, sino refrescarse, retirar el capuchón protector, agitar los rizos y dejarse ir alegremente? Nadie se pierde, y no se oye ningún ruido.

La directora es envidiada por la mayoría de las mujeres de aquí, que tienen que arrastrar consigo su amplio cuenco, en el que los hombres, con los pies metidos en agua caliente, abren sus esclusas y sus venas. Estas pesadas yeguas campesinas sólo tienen una posibilidad de hacerse elegir: cocinar un hogar para la familia a base de ruinas y desechos. Hasta en el patio crecen sus higos, pero los hombres gustan de ir a regar surcos ajenos. Y las mujeres se quedan en casa y esperan a que las revistas ilustradas les muestren lo bien que están, porque están recogidas y secas en los pañales de usar y tirar de sus feos trabajos domésticos. Pero qué suerte… ¡sus amables jinetes gustan de montarlas!

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