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Del supermercado desbordan las mercancías que mantienen presas a las personas. El sábado, el hombre debe actuar de pareja y ayudar a recogerlas en las redes, y los pescadores cantan. Entretanto, el hombre ha aprendido esta forma sencilla y malvada de hacer las cosas. Mudo, vaga por entre las mujeres, que pagan su calderilla y combaten el hambre. ¿Cómo van a llegar dos personas a esta unidad, si ni siquiera se pueden cerrar las cadenas humanas por la paz? La mujer se ve acompañada, los paquetes y bolsas son cargados sin bronca ni tumulto. De este modo el director se acomoda entre la gente, les quita el sitio y controla lo que se compra, aunque eso sería tarea de su ama de llaves. Él, un Dios, vaga por entre sus criaturas, que son menos que niños y sucumben bajo tentaciones más ilimitadas que el mar. Mira en los carritos de los demás, y también en los escotes ajenos, en los que ladran testarudos enfriamientos y deseos testarudos se mantienen ocultos bajo los pañuelos. Con frecuencia las casas son frías y húmedas, tan cerca del río. Cuando ve a su mujer, cuya mano titubea dentro del frigorífico sobre toda aquella mortandad, hasta alcanzar un paquete transparente, cuando ve su escasa presencia física, su hermoso vestido, le asalta una terrible impaciencia por hacerle sentir su peso en carne; por hacer que su badajo, para el que todo aquí es tan venal, tan abundante, tan accesible como un trozo de papel, se hinche bajo los débiles dedos de ella hasta alcanzar el brillo de la madurez. Bajo su débil garra pintada quiere él ver crecer su cachorro, y volverlo a la calma dentro de la mujer. ¡Ella debe esforzarse de una vez, dentro de su camisón de seda! Que no tenga él siempre que hacer el trabajo de alzar sus pechos y ponerlos en el plato de sus manos. Alguna vez debe servirse ella, ofrecerse con la más servicial complacencia, sin que él tenga que pasar media hora sacando con los dedos los frutos del cáliz. Es inútil. Él se retrasa un poco al llegar a la caja, y abarca el bostezante vacío de su propiedad, ante la que las mercancías eran hombrecillos. Bailan a su alrededor varios empleados del supermercado a los que ha arrebatado los hijos, unos para la fábrica, los otros porque ahora tienen que emigrar o entregarse al alcohol. ¡El tiempo no se le hace demasiado largo a este Señor!

Las bolsas de la compra, que han cumplido su misión, susurran por el suelo del vestíbulo, impulsadas por las patadas del director. A veces, en furiosos ataques de ira, patea de tal modo la comida que la manda por los aires. Entonces, arroja a la mujer sobre el lecho de productos y completa la imagen con ella, que ya tiene permiso para respirar su aire y chupar su pene y su ano. Ejercitado, coge al vuelo sus pechos al salir del vestido y, marchitándose ya, los ata con cintas por la raíz, convirtiéndolos en tensos globos. Coge a la mujer por la nuca y se inclina sobre ella, como si quisiera levantarla y meterla al saco. Los muebles pasan ante ella como en una visita relámpago. Los vestidos ya están desparramados, y los dos se empotran el uno en el otro más de lo que dependerían el uno del otro. Este trecho ya ha sido pastado desde hace años. Estremeciéndose, el director saca su producto, papel no es. Es una mercancía más dura, tal como se necesita en tiempos más duros. Los hombres gustan de enseñarse entre ellos lo más oculto, como muestra de que no tienen nada que ocultar y es cierto todo lo que tienen que decir a sus parejas que inagotablemente se derraman. Envían a sus miembros, los únicos mensajeros que siempre vuelven a ellos. Del dinero no se puede decir lo mismo, aunque sea más amado que el más amado de los cascos y cuernos del amante, que ya roen los perros. Temblando y gritando se expulsan los productos, las diminutas fábricas del cuerpo muelen y crujen, y la humilde propiedad -dificultada sólo por la felicidad que sale dando tumbos del aparato de televisión, que habla en solitario-, se vierte, manantial, en un solitario estanque de sueño, en el que se puede soñar con mercancías más grandes y productos más caros. Y el hombre florece junto a la orilla.

La mujer yace desparramada, abierta al mundo, en el suelo, con alimentos viscosos esparcidos sobre ella, y es subastada por un efecto y varios efectos. Sólo su marido negocia con ella, y negocia completamente solo. Y ya cae en el amueblado vacío de la habitación. Sólo su propio cuerpo le hace justicia, y cuando lo desea puede hacerse oír y retumbar en el deporte. Como una rana, la mujer tiene que abrir las piernas hacia los lados, para que su marido pueda mirar dentro de ella lo más posible, hasta la Audiencia Provincial para Causas Penales, y examinarla. Está por entero bañada y cagada por él, tiene que levantarse, dejar caer al suelo las últimas cáscaras e ir a buscar una esponja para limpiar al hombre, ese enemigo irreconciliable de su sexo, de sí mismo y del flujo que ella ha producido. Él le mete el índice derecho bien hondo en el ano, y con los pezones colgando ella se arrodilla sobre

él y limpia, el cabello en los ojos y en la boca, sudor en la frente, saliva ajena en la garganta, la blanca ballena asesina allí ante ella, hasta que la amable luz se pone, llega la noche y este animal empieza a fustigarla de nuevo con su rabo.

De vuelta del supermercado, acostumbran a guardar silencio. Algunos pasan corriendo ante ellos, probando sus caballos de potencia, y son conservados, implacables, en la memoria. Los recipientes de leche al borde del camino, atravesados por el yermo aliento del átomo, están listos para ser recogidos. Las cooperativas agrícolas se persiguen unas a otras por la comarca, por motivos de competencia, también para no estar expuestas demasiado tiempo a la vista de los pequeños campesinos, que no dan mucha leche y a los que ni siquiera se puede sangrar del todo. La mujer se envuelve en la oscuridad de su silencio. Después, para humillar a su esposo, vuelve a reírse sin parar de las pedantes alambradas patriarcales en las que su cerebro se enreda cuando mira los dedos de la cajera. Y, como tantas mujeres de parados, sólo puede cometer pequeños errores. El director se desliza sigilosamente a su lado, y ella tiene que volver a teclearlo todo, para que no se registre ni un artículo de más. Es casi como en su fábrica, sólo que los hombres son más pequeños y llevan vestimenta de mujer, desde la que se asoman a otear, porque a su vez les viene pequeña la vestimenta de su estructura familiar. Tienden las alas, y de sus cuerpos salen disparados los niños, a cuyos ojos recién abiertos lanzan sus rayos los padres. Los confusos rebaños de las clientes pasan en su furia compradora ante los hechizados por las mercancías, para poder volver a desaparecer pronto dentro de sus tumbas. Como rocas se apilan sus cabezas ante las ofertas especiales. No reciben regalos, antes bien ven disminuir una parte de

las ganancias conseguidas en la fábrica de papel. Horrorizadas, se quedan paradas ante su superior, al que no esperaban ver aquí, en el que apenas habían pensado. A menudo nos sorprenden en las puertas gentes con las que no habíamos contado, y se nos hace responsables de su alimentación. Barritas saladas, galletitas en forma de pez y patatas fritas es todo lo que podemos ofrecerles, en nuestras pobres sombras.

Abismos de estanterías se lanzan hacia el lejano horizonte. El racimo humano se divide, los últimos deseos de los clientes se escurren del cansancio matinal de los hombros, como los portadores de camisetas empapadas de sudor. Hermanas, madres, hijas. Y la santa pareja de directores se dirige otra vez, en eterno retorno, al establecimiento penitenciario de su sexo, donde se puede clamar cuanto se quiera por la redención. Pero de los labios y agujeros no se derrama en la celda y sobre sus manos tendidas más que una comida tibia y espantosa. El sexo, exactamente igual que la Naturaleza, no se puede disfrutar sin su apéndice, sin su pequeña banda de productos y producciones. Se le rodea amablemente con artículos de primera calidad de la industria del textil y de la cosmética. Sí, y quizá el sexo sea la naturaleza del ser humano, quiero decir, que la naturaleza del hombre consista quizá en correr detrás del sexo, hasta que, visto en su integridad y en sus limitaciones, se vuelve tan importante como él. Un símil le convencerá a usted: el ser humano es lo que come. Hasta que el trabajo le convierte en un sucio montón, en un muñeco de nieve fundida. Hasta que, lleno de cardenales desde su nacimiento, se le cierra hasta el último agujero en el que esconderse. Sí, los hombres, hasta que al fin son interrogados y conocen la verdad sobre sí mismos… Entretanto escúcheme: Estos indignos son importantes y hospitalarios un único día, cuando se casan. Pero ya un año después se les piden responsabilidades por sus muebles y vehículos. Sucede una detención masiva cuando ya no pueden pagar los plazos. ¡Pagan a plazos hasta las camas en las que se revuelcan! Sonríen a los rostros de los extraños que los llevan a sus pesebres, para que puedan hacer volar unas briznas de heno al aliento de su sueño, antes de seguir adelante. Pero nosotros tenemos que levantarnos todos los días a horas intempestivas, somos forasteros y estamos lejos, y solamente vemos nuestra pequeña calle, donde entretanto nuestras primorosas parejas son codiciadas y usadas por otros. Y en las mujeres debe arder un fuego. Pero no son más que muertos nidos de pasión, sobre los que la sombra del atardecer cae ya en la mañana, cuando desde las gargantas de sus camas en las buhardillas, donde tienen que atender a los niños, reptan directamente hasta el estómago de la fábrica. ¡Váyase a casa, si está cansada de esto! ¡No se le envidia, y hace mucho que su belleza ya no desarma a nadie, más bien la abandona con ligeros pasos y pone en marcha su coche allá donde cae el rocío y brilla bajo los primeros rayos, muy al contrario que su pelo romo!

La fábrica. Oh, cómo domina a los iletrados que afluyen a ella por inagotables tubos. ¡Cómo supera a los equipos estereofónicos en incansable ruido! ¡La casa de ese hombre, es decir, la casa del director en su celda para dos, que nos deja atrás, inefablemente refrescados, cada vez que accionamos las máquinas de Coca-Cola! Una carpa de luz y seres vivos en la que se fabrica papel. La competencia aprieta las clavijas a este lugar, y cepilla a todos los empleados hasta dejarlos convertidos en finas tablitas lo más iguales posible. El consorcio que posee la fábrica de la región vecina es más poderoso, y está situado en una arteria más productiva, en la que pueden ir a sangrar y agotar sus jugos. La madera es triturada hasta desaparecer, y llega a la fábrica de celulosa, y después la celulosa va a la fábrica de papel, donde otros triturados hasta desaparecer la elaboran, por lo menos eso he oído, y estoy contenta de que yo, que soy libre, puedo vomitar mi eco en el tranquilo bosque, en la hora en que aprieta el calor. El ejército de los que como yo, irresponsables, leen periódicos en las letrinas, arranca los árboles del bosque para poder sentarse en su lugar y poder desenvolver el papel con la comida. Por la noche la gente bebe y se preocupa. Si surge una discusión, la multitud se precipita, flatulenta y borracha, en profundidades nocturnas.

La fábrica ha llegado hasta el bosque, pero hace mucho que ansia otro país en el que poder producir más barato. Los divinos carteles en las carreteras de salida del país atraen a la gente, y ya se lanzan por los railes de sus trenes eléctricos. Se ajustan las agujas, y también el Señor Director está sujeto a una Instancia Superior, mientras engulle fondos públicos. La política del propietario, al que nadie conoce, es imprevisible. A las cinco de la mañana, la gente se duerme en los semáforos, cuando tiene que hacer cien kilómetros para ir a la fábrica, y en el último cruce sucumben a la sagrada luz roja, que juega con ellos, y son muertos por no quitar el pie del acelerador y el sueño de la diversión del sábado por la tarde. Nunca más verán los delicados movimientos en la pantalla de la que, resollando y pateando, han recibido el sustento durante años.

Por eso dejan a sus mujeres resonar una vez más, para no tener que oír las trompetas del Juicio Final por lo menos hasta el próximo primero de mes. En este lugar, los rumores y los tribunales no callan nunca, y los desahuciados por los bancos beben de las canaleras y se comen las últimas migajas. Y detrás de ellos hay una mujer que querría tener dinero para la casa, y libros y cuadernos nuevos para los niños. Todos ellos dependen del director, este niño grande de carácter apacible, pero que puede cambiar de pronto como una vela al viento y estallar, y entonces todos estamos en el mismo barco y nos lanzamos rápido sobre la borda grande y tempestuosa, a la que nos hemos lanzado en el último instante porque no sabemos emplear mejor nuestro canto coral de sirena. Incluso en la cólera se nos olvida, sólo crece la úlcera en nosotros, y crecemos como la mala hierba.

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