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Después, ella llama al hijo. Y eso que está ya previamente saturada de la amada imagen del niño, el único refugio contra los ataques del hombre, que la sujeta más fuerte que el visitante a la bebida que ha elegido. Él no necesita refugio para su sexo, y su corriente toma el camino más corto.

El niño sabe mucho de todo eso, contempla sonriente los agujeros de las cerraduras, que exploran los placeres de la casa. Mira el cuerpo de la madre, con astucia y descaro, en cuanto ésta llega del mundo exterior, que en los tebeos llaman maravilloso mundo. ¿Provoca la madre esa sonrisa que navega en el rostro como una canoa, o la tiene grabada? El niño no perdona nada de su madre cuando se mete bajo su blanca campana de humos, en el nido que el padre ha construido. Ambos están hechos para oteadores de carne, que se asoman por encima de la cerca, se azuzan entre ellos, tan sin control como el popurrí de nubes en el cielo purpúreo que los cubre. No sabemos por qué, pero el niño tiene una boca hambrienta que llenar de palabras sucias, en las que aparecen su madre y sus a menudo ensangrentadas bragas. El niño lo sabe todo. Tiene la piel blanca, y el rostro tostado por el sol. Por la noche tiene que estar bañado, y haber rezado y trabajado. Y pegarse a la mujer, recrearse en ella, morderla en los pezones como castigo porque antes el padre ha podido ampliar sus túneles y tubos. ¡Oiga usted! ¡Ahora hasta el lenguaje quiere echarse a hablar!

Lo maravilloso del viaje es que se encuentra uno un lugar ajeno y vuelve a huir espantado de él. Pero cuando hay que permanecer juntos, como reproducciones en cuatro colores y mala calidad de la naturaleza, formando parte unos de otros: una familia, entonces sólo encontrará usted al Papa, la cocina y el Partido Popular austriaco dispuestos a honrar esta obra y a hacerle una rebaja en todos sus pecados. La familia, ese buitre, se considera a sí misma un animal doméstico. El niño nunca escucha. Se sienta sobre su secreto material de juegos, formado en parte por fotos guarras, y en parte por el modelo de esas fotos. El hijo mira su rabito, que con bastante frecuencia es incapaz de autocargarse. Mezquino, el niño se instala en cuclillas sobre su secreta colección privada, casi humano en su parlanchína codicia, el Papa tiene bibliotecas enteras de eso. Se come; aún en sus insensibles fauces, el hombre encuentra digna de elogio la comida que su mujer ha preparado. ¡Hoy ha cocinado ella misma! Lo que ocurre en el plato llega a su domicilio, a su dirección muy abajo en el vientre, donde es lanzado como una joven águila al torbellino de los vientos. De eso se encarga la mujer y se encargan las mujeres. El hombre pregunta a la mujer, con su muda mirada, si no sería ahora el momento de limpiar al máximo sus bisagras. Pero el niño, podría ser claramente audible si el padre entrara ahora en el bostezante vacío de su esposa, se lo dice para que piense en ello, esperando así escapar. Pero es perseguida, siguiendo el juego del hombre. Se agarra fuerte a la puerta del dormitorio, pero los límites están en el baño, una puerta más allá, y hoy ya han sido atravesados una vez.

Todo sucede en completo silencio. Excepcionalmente, el hombre ha venido a casa a comer. Expectante, el hombre recibe de las praderas del exterior su alimentación animal, pero no reconoce en la fuente a sus amigos de cuatro patas. Al fin la mujer tiene que quitarse la ropa, ahora tenemos más tiempo. El niño ha sido cebado, tiene que estar tranquilo, sentado en el colegio. Pero con ello la mujer ha quedado neutralizada, tiene que caer en la ola, la espuma babeante del hombre. Él se ve a sí mismo como un hermoso salvaje, que va a comprar a su mujer al banco de carne. La familia, tan pequeña como el bar de una estación, completamente sola, un hombrecito en una pata y en la segunda la mujer, aunque nunca se pueda confiar en ella.

Los derechos del hombre a territorios propios, cuyos celestiales senderos sólo él puede recorrer, ya han sido notificados a la protección civil de las mujeres austriacas. Él mismo se lanza a jugar en los hermosos senderos, pero la montaña lo devuelve puntualmente a las siete de la tarde a su nido de ramitas, que él mismo ha confeccionado. Su mujer le espera, a ver cómo burla sonriente a la Naturaleza. Él tiene que atraparla como a lazo. Forma con ella un grupo vitalicio. Un espacio, diminuto y liso como la memoria, le contiene sin embargo como un todo. La mujer no muere, surge precisamente del sexo del hombre, que ya ha reproducido íntegramente su abdomen en laboratorio. ¡Cómo gusta el hombre de salir de su nevera en forma de cuerpo, y descongelarse lo más rápido posible!

Mientras sus padres -el padre entusiasmado como una llama, la madre sólo el hálito que empaña el cristal- caen el uno sobre la otra, el niño golpetea aburrido con la tapilla del buzón. El autobús escolar se atasca a veces en la copiosa nieve de este invierno. Los niños tienen hambre, podrían estar cómodamente en casa. Tienen que capitular ante esta torpe pradera de naturaleza (¡qué milagro que esta Naturaleza cruelmente golpeada siga osando plantearnos exigencias!), son llevados a un alojamiento provisional y leen un tebeo de Mickey Mouse y otro que su padre no tenga a mano. Se les darán salchichitas en el saco de dormir y se sentirán perdidos. Hasta los coches se atascan a veces con este tiempo. Pero nosotros estaremos calientes y seguros a la hora de la transustanciación, ya que por fin estamos dispuestos a dejarnos decepcionar por nuestra pareja. ¡Y cuan a gusto! Hasta que los libros de memorias vengan a asesorarnos sobre lo inhabitable, lo importante es no quedarse solos y tranquilos.

El padre se lanza sobre la hucha de la madre, donde se representan sus secretos para mantenerlos ocultos a él. De una hora a la otra, ya sea noche señalada, ya día importante, él es el único que ingresa, se sale de sus casillas. Su sexo ya casi le resulta demasiado pesado para levantarlo. Ahora la mujer debe contribuir un poco. Ya por la mañana, en el duermevela, él palpa en el surco de sus nalgas, ella duerme aún, él coge por detrás su suave colina, luz, donde estás, mi corazón ya está despierto. El partido de tenis puede esperar en su club, lugar aséptico. Primero, obedientes como niños, dos dedos entran en la mujer, después va el compacto paquete de combustible. La caja de los medios, de las melodías, que almacena nuestros deseos en la memoria del Altísimo, sale al éter con música. ¡Todo va a consumarse como nos corresponde, respira hondo! Conocemos bien lo mejor, lo tenemos en casa, en el aparador. El hombre agarra con la mano su tranquilo paquete y llama con él a las sorprendidas puertas traseras de su esposa. Ésta oye venir el coche de sus riñones ya desde lejos. Empieza a no albergar ningún sentimiento dentro de sí, ¡pero tenemos un maletero! El pesado montón de genitales penetra, no hay que preocuparse por los olores. Los colchones, convincentemente cubiertos, no se libran. Como ciega, la mujer recauda protección del escupiente expendedor del hombre, que ordeña sus pechos. Quedémonos en casa, los árboles han lanzado la hojarasca desde las montañas. Este hombre siempre verde no tiene que protegerse con esta mujer, está amablemente recogido, sin nubes negras en el cielo. Qué a gusto habita la propiedad entre nosotros. No puede asentarse en mejor sitio que bajo nuestras partes sexuales, que gimen como las rocas sobre la corriente. Para eso esta mujer recibe cada mes en efectivo la vida para su horno cotidiano, golpeando sobre la mesa. Mañana nuevamente abrirá al niño la puerta de la escuela hacia la vida, también esa canción de la vida la ha comprado el marido, y asa su pesada salchicha en hojaldre de pelo y piel en su horno. Pero el autobús escolar permanece atascado.

La mujer dice que el niño también tiene que comer. Su marido no escucha, hojea fugazmente su diccionario de bolsillo. La casa le pertenece, su palabra ya ha llegado allí y es considerada. Separa el sexo de su mujer, para ver si también allí se ha escrito algo legible. Penetra con la lengua, un día volvió a casa con ese arte como llovido del cielo. Un dios se regocija. Y pronto volverá a estar en la oficina y a bromear con su secretaria. ¡Tiene que exhibirse a sí mismo! Ensaya posiciones siempre nuevas, en las que, con pasos poderosos, lanza su carreta a las serenas aguas de su esposa y comienza a bracear como un poseso. No necesita aletas, nunca se pondría un trozo de plástico así sobre su cabecita roja sólo para seguir estando sano. Su mujer lleva mucho más tiempo sana. Se dobla sobre él, grita cuando de su bien equipada bellota brota toda una manada de inquietas semillas. Qué pasa. Tan fuerte sólo puede crujir con el hielo alguien que no tiene por qué preocuparse por su posición en la vida.

Este hombre que ahora mantiene tensa su mascota en la pinza de sus muslos, para morderla en las mejillas y poder pellizcarle los pezones, ha diseñado al fin un programa propio para reducir la actividad a su núcleo. ¡Sí, ha visto usted bien! Verá todavía más cuando por la mañana la puerta despierte y las dobladas espaldas del brillante rebaño (¡lo bastante bebidas!), apenas vean el sol, desaparezcan nuevamente en la oscuridad para colgar a secar su destino, sí, y a veces uno de ellos penetra en la goteante envoltura. Quién se apiadará de nosotros. Mejor cosechar un exceso de sobrante para el consorcio que dejar que los superfluos, fieles por lo menos a sus pobres nombres, puedan ganarse algo para su jardín y su casa. Ganancia para la «multi» extranjera a la que pertenece la fábrica, para que se despierte bramando de su dueño, nos envuelva a todos en papel y pueda devorarnos. El niño tiene su taller, en el que se alberga y es desbastado. En Navidad ha tocado un magnífico solo, ante el Belén con el niño, adorable como él mismo. Este año la nieve ha llegado pronto, y durará mucho, lo siento.

Más adelante viene a la casa una vecina de la mujer, indeseada e inexorable. Derrama reproches, permanente debilidad de este sexo femenino, que no ha hecho más que despertar y, subiendo la escalera, sólo sabe estallar en quejas. La vecina es molesta como un insecto. Alumbra a la gente de la pradera con su luz y sus preocupaciones, que deja a la clemencia de la directora, y alaba también al hijo de Dios, que creó del barro a los hombres de esta comarca y ha transformado sus árboles en papel, para buscar ante Él clemencia para su hija, que pronto terminará los estudios en la escuela de comercio. Su marido ya no se le acerca, se acerca a una camarera de veinte años del restaurante de la estación. Pero la mujer del director ya no tiene palabras para su invitada, tales refrescos han huido de ella. Fácilmente la rodea la riqueza de sus muebles y cuadros: no descansan hasta pertenecerle.

El hombre es en el fondo grande y tolerable, un ciudadano que canta y toca música. Le compra a su mujer ropa interior excitante por catálogo, para que su cuerpo pueda presentarse al trabajo cada día como es debido. Ha elegido prendas osadas para que ella trate de parecerse a las modelos de las fotos. La ropa se malgasta con ella. La olvida en el cajón, y calla. No hay puntillas rojas que perturben su amplio silencio, pero, si se para a pensarlo, precisamente así es como a él le gusta: que su gente se olvide por completo de sí misma cuando él ha tendido sus lazos de amor. Se consumen tranquilos, como el tiempo, en su casa, y le esperan. El niño, que, hambriento, es rodeado de deporte. La mujer, que, sedienta, es comparada con fotos y películas. Familias sin apéndices y sin apego podrían seguir viaje en autocaraván con los aparatos en el maletero, los látigos, las fustas, los grilletes y los pañales de goma para estos bebés grandes, cuyos sexos aún lloran, berrean y suspiran porque un sexo más grande los apacigüe al fin.

Algún día, también sus mujeres darán finalmente paz y leche. Los hombres incluso se administran, dulces, rápidas inyecciones para poder aguantar más en las palmoteantes huchas que sus mujeres les tienden suplicantes. Para rehacerse y poder recostar enseguida a sus compañeras. Las mujeres se inclinan sobre el hojaldre en su envoltorio, ríen, y pronto los caballeros se arrojan a las esquinas de los sofás, donde, hundiéndose, abren los vientres, sacan sus rabos a la luz y, lo más rápido posible, los por ellos conjurados vuelven a escapar. ¡Cómo ansían los hombres que sus disparos vayan a la lejanía, lo irreprimible, lo ameno! Las mujeres, marcadas por trazos marrones por la estancia en ellas de sus hijos, tienen que servirse a sí mismas, desnudas como en el parto de sus bebés. Los pesados vasos de vino se tambalean sobre las bandejas, y sus señores celestiales los cogen por detrás, por delante, por todas partes, los dedos van arriba y abajo, las bocas chupan entre los muslos y rompen su juguete más querido, sí, ahora descansan con todas sus fuerzas, los amantes y los muchos caballos rugientes que los han cohabitado. La obra de algunos peluqueros ha quedado destruida, se han creado nuevos desechos para las mujeres de la limpieza, y después vuelven a marcharse todos, tan desenvueltos en sus coches como en los brazos amantes de sus mujeres. ¿Quién va a avergonzarse por sentarse en el coche? Lo único que aquí no se puede comer es chocolate. A menudo esas manchas, lo único que queda de lo que nos parece lo mejor, ya no salen.

El hombre ya nunca podría desaparecer de pronto, tanto se detiene aquí, en su hermosa casa, que por la noche se viste con la oscuridad de los bosques y la arrogancia de sus habitantes. ¡Y le sienta realmente bien! Compadecer a la mujer sería un despilfarro. Los poros de su hijo son aún tan pequeños. La mujer vacila bajo la carga de su pesado destino. Si se conduce con inteligencia, aún se le puede levantar el arresto, pero no puede negar el descanso a su marido. La comida rápida podría empezar a hervir dentro de él. Nada más llegar, su bragueta parece humedecerse. La mayoría de las veces el final de los viajes de trabajo es un festejo, tiembla lo escondido, sus secreciones quieren salir al aire libre. La vida consiste en su mayor parte en que nada quiere permanecer allá donde está. ¡Así que, desea el cambio! De esta forma surge la inquietud, y la gente se visita mutuamente, pero siempre tiene que cargar consigo misma. Bien dispuestos sirvientes, esperan sus salchichas de sexo y dan con los cubiertos en la mesa para que se les sirva más rápido un agujero en el que poder escurrirse, sólo para volver a emerger, más codiciosos aún, y solicitar hospitalidad a nuevas personas no necesitadas de ellos. Ni siquiera las secretarias quieren admitir que se sienten avergonzadas por las manos puestas a sus blusas. Ríen. Existen aquí demasiadas como para que a todas se les pueda dar suficiente comida indecente.

El hombre aparece, temprano, como la verdad desnuda, y derriba a la mujer. Le da un golpe en las posaderas, según viene desde lejos. Los tubos entrechocan ya en la borda del cuarto de baño, el revestimiento del desagüe tiembla. Los tarros se mecen, brillando a lo lejos. Se oye el silencio, que en la fusta del hombre ha durado toda la noche. Entonces habla, y no hay nada que pueda disuadirle. A ras de tierra está la mujer, cansada de un largo camino a través de la noche, y su ojal va a ser ampliado ahora. Hace tiempo que se ha convertido en algo tan íntimo como una laminadora, porque incluso delante de los socios se fanfarronea con ella a lo largo y a lo ancho, las sucias salvas verbales del director se proyectan hacia lo alto en breves y rotundas ascensiones a pulso. Y los subordinados callan, desconcertados. El director se controla, ya nos veremos. El director hurga en el bolsillo de ese cuerpo que le pertenece, los amantes están juntos, no falta nada.

Este hombre es amigo de soltar la lengua, y siempre suelta a la mujer. Por eso le es imposible contenerse más tiempo, a este silencioso abrelatas, como la planta, que busca desvalida la luz tan pronto se apaga. El niño toca ya muy bien y disciplinadamente. ¡Cómo tocará el violín este niño cuando, siguiendo el modelo de papá en el pasaporte, se haya convertido en padre y esposo! El niño ya no se acuerda de la larga y molesta lactancia, pero todas sus exigencias siguen siendo satisfechas como entonces. Tanto tiempo se ha volcado la mujer en su hijo, y ¿qué se desprende de ello? Que hay que tener resistencia, el cielo se muestra en la figura de una colina, para subir a la cual hay que pagar un buen precio.

No, esta mujer no se equivoca, hace mucho que ha perdido a este niño, hasta que madure, y entonces se habrá ido. Y el padre la arrastra con violencia a la luz, tiene que abrirse para el tren expreso que se oye pitar. Todos los días lo mismo, cuando hasta los paisajes cambian, aunque sólo sea por aburrimiento, debido a las estaciones. La mujer se queda quieta como la taza de un retrete, para que el hombre pueda hacer su gestión dentro de ella. Él le aprieta la cabeza en la bañera, y le amenaza, con la mano enredada en su pelo, diciéndole que según se acuesta así se ama. No, llora la mujer, no hay amor en ella. El hombre ya entrechoca los botones. El pijama de nylon es arremangado, se lo enrolla en torno a las orejas. En sus vísceras gimen algo así como animales prisioneros, que quieren salir con pesado paso. A la mujer se le mete en la boca el camisón de batista, claro y opaco como un candil, y la naturaleza del hombre se ve titubeante desde fuera. Su orina inocente es excretada. Justo al lado de la mujer, chapotea desde el humo oscuro del vello púbico en la bañera, directamente al lado de su mejilla doblegada. El esmalte irradia un brillo reciente. En este entorno amistoso, el rabo del hombre ha crecido rápidamente. La mujer tose mientras le abren los flancos. El abrelatas es extraído del siniestro pantalón de franela, y aparece un fluido lechoso después de que el hombre haya operado un rato, que requiere un pringón, y haya retumbado, amante, dentro de una aguzada nube de pelo. Demasiado pronto, el miembro sale a la luz desde su receptáculo. La mujer, cuyo culo, esa calle sombría, ha sido tensado al máximo, tiene que quedar por debajo del hombre. Él hace girar el timón y la obliga a mirarlo. Se vuelve furioso a su delantera, la obliga a agarrar su expirante pene, que ya empieza a temblar nuevamente, ¡porque quiere habitar dentro de ti, tiempo amado, y en usted, noche amante! Oprime el pelo de la mujer contra su derrame, lo que queda de él, y que deben ver sus inocentes ojos. Ellos, los héroes, meditan poco cuando su trabajo está hecho.

La mujer es untada con esperma. Del modo que se le ha construido una hermosa casa, no se perderá a la pareja, y fuera están las pobres filas de casas de los más pobres, sacados a golpes de dentro de sus mangas y oficinas de sexo, las casas puestas a docenas a la venta, a subasta pública, a secreto incendio. Y lo que un día fue un hogar cae ahora bajo los mazos de los señores de la comunidad. A lo que un día fue un trabajo, se le arranca el corazón con violencia. Sólo de las mujeres podemos recuperar algo, en calderilla. ¿A dónde iban si no a ir ellas, las mujeres, más que con aquellos que chapotean en la fuerza y sueltan alegres los desperdicios que se les escapan como espumarajos del bocado? Sus generaciones producen productos innecesarios y sus generaciones producen problemas innecesarios. Ahora, este director ha detenido a tiempo su masa crítica. Primero aprieta el rostro de la mujer contra su producto íntimo, después la deja mirar su zona íntima. Ella no quiere refrescarse en su agudo chorro, pero tiene que hacerlo, el amor lo exige. Tiene que cuidarlo, limpiarlo con la lengua y secarlo con los cabellos. Jesús ganó esa carrera cuando fue secado por una mujer. Por último, la mujer recibe un golpe en las posaderas, para cerrárselas; burda, la mano de su señor recorre sus entrantes y salientes, su lengua le chupa la nuca, se le echa el pelo hacia la bañera, se le tira con violencia del clítoris, con lo que sus rodillas entrechocan y el culo le salta como una silla plegable, y también otras personas siguen su orden.

Bueno, ¿y qué hacemos entretanto con el niño? Él está pensando en un regalo que querría haber comprado para no haber visto nada secreto de sus enclavijados padres. En cada tienda a la que se asoma, este niño quiere un trozo de vida (de lo vivo, de las cosas buenas de la vida) recién cortado. Este niño toca las piezas más pérfidas. Ésta es la última generación, y lo último es precisamente lo bueno para ella. Pero pronto también ella se marchará, ¿cómo si no seguiríamos adelante?

El padre ha descargado un montón de esperma, la madre ha de limpiar y dejarlo todo en condiciones. Lo que no lame, tiene que recogerlo con un trapo. El director le quita los restos del vestido y la observa mientras limpia y trenza, mientras teje y cose los trozos. Primero sus pechos caen hacia delante, después oscilan ante la mujer, mientras ella pule y restaura. Él pellizca sus pezones entre el pulgar, el índice y el corazón, y los retuerce como si quisiera enroscar una bombilla de un microcosmos. Golpea con su iracundo y pesado mondongo, que por delante aparece, una clara ventana al cielo, en la abertura de sus pantalones, y por detrás contra los muslos de ella. Cuando ella se inclina, tiene que abrir las piernas. Ahora él puede coger con una mano toda su higuera, y hacer de sus dedos furiosos paseantes. Por lo demás, cuando ella mantiene cerradas las piernas él puede situarse encima de ella y orinarle en la boca. Qué, ¿que no puede? Le golpeamos la rodilla hacia arriba y damos una palmada (¡aplausos, aplausos!) en los suaves labios de su coño, que en seguida se abrirán, chasqueando levemente, y nosotros, los hombres, tendremos que dar enseguida con la jarra encima de la mesa. Si aún no puede humedecerse, tiraremos con fuerza para abajo de todo su sexo femenino cogiéndolo del pelo, hasta que ella doble las rodillas y, abierta al máximo, se hunda sobre la caja torácica del señor director. Como un bolso de mano abierto sujeta él su coño por el pelo, y se lo pasa por el rostro para poder chuparlo burdamente, un buey junto a un bloque de sal maduro, y la montaña emerge inflamada. La carga del fracaso descansa sobre los hombres. Su orina murmura algo incomprensible, y las mujeres la limpian con sus trapos absorbentes e incluso con Ajax.

La mujer bebe un resto de café frío de su empañada taza. Como para escapar, ha vuelto a cubrirse con un soplo de los panties. Nadie aquí tiene tanta suerte como ella. Sobre su cabeza cuelga la silenciosa zarpa de su Señor, para que en la jaula se sienta como en casa. Por la tarde, el director ya empieza a sonreír a la agotada, a poner rumbo a su destino. Después rompe contra ella, ¡tiene que seguir siendo el primero en esta caja de ahorros! La mujer extiende las manos hacia el vacío, donde los alimentos se echan a perder, como si quisiera despertarlo de su letargo. Así se cruzan siempre sin encontrarse, sobre el ancho riesgo de la carretera que debe abrirles la montaña rusa de su matrimonio. Esta mujer es envidiada por los habitantes del pueblo, qué bien se viste. Y la suciedad de su casa la recoge una mujer contratada para limpiar en el catálogo de habitantes, que sin embargo sólo quieren vivir como hermanos. El niño ha nacido bastante tarde, pero no tan tarde como para no poder convertirse en un quejoso adulto. El hombre grita en su placer, y la voz de la mujer se pega a él, para que pueda cimbrear su vara y comprar caprichos caros para la casa. Un equipo nuevo para poder emplearlo en las estaciones en que ambos van a frotar su bendito sexo. Pero nadie puede hacer magia. Cuando el hombre despierta de su embriaguez, se inclina enseguida a complacer a la mujer. Tiene buen carácter. Sí, él paga, ha pagado todo lo que usted ve aquí reproducido en colores. ¡Seque sus mejillas!

Por la noche, sus platos darán refugio a los exiliados. Las comidas serán presentadas fugazmente unas a otras, y pronto deberán mezclarse amigablemente dentro de los cuerpos. ¡Y cómo ocurre eso bajo algunos techos! La comida no es importante en esta casa; para el hombre tiene que ser mucha, para que su fuerza descienda y ceda sonriente. Embutido y queso por la noche, vino, cerveza y aguardiente. Y leche, para que el niño esté protegido. He aquí la guarnición de la leyenda de que la clase media está asegurada por abajo y bajo la protección de la Naturaleza (bajo la protección de la Naturaleza) por arriba. Y sin duda los que están debajo la protegen de caer en el vacío.

Ya muy temprano, el hombre se ha aliviado. Grandes montones se forman debajo de él, y aún se ha echado mucho más al tenedor y al hombro. Chapotea con su orina. Se oye en todas partes, bajo su techo, cómo choca con su pesado pene en las áreas de descanso de su mujer, donde puede por fin vaciarse. Aliviado de su producto, se vuelve a los seres más pequeños, que bajo su dirección producen su propio producto. El papel que han hecho les es ajeno, y tampoco podrá durar mucho tiempo mientras su director se revuelque gritando bajo los empujones de su sexo, con el que está emparentado. La competencia presiona contra las paredes, se trata de conocer sus trucos por anticipado, de lo contrario habría nuevamente que despedir y liberar de su existencia a un par de benditos. Así pisa este hombre en la naturaleza, y se echa a la espalda su responsabilidad para tener las manos libres. Exige de su mujer que le deje reinar y que le regenere, que le espere desnuda bajo el manto de su casa cuando recorra expresamente los veinte kilómetros que hay de la oficina a casa. El niño será enviado fuera. Al subir al autobús escolar, ha tropezado con su equipo deportivo y se lo ha clavado.

La mujer despierta agitada en el cálido envoltorio de silencio en que se ha refugiado. Recoge todo lo que el niño ha soltado rápidamente antes de irse. El resto lo recogerá la limpiadora, que ya ha visto y recogido mucho del suelo en esta casa. Cuando el niño era pequeño, su madre iba a veces con él al supermercado, y era amablemente conducida por el jefe en persona a lo largo de la cola de las amas de casa que esperaban. El niño se sentaba en el carrito de compra, que se parece un tanto al seno materno, ¡y qué a gusto estaba allí! A menudo los coches veloces tienen grandes defectos, y sin embargo son más apreciados que la propia familia por los recién cumplidos mayores de edad, que, aferrándose a ellos hasta la muerte, huyen de los padres y de la casa paterna. ¡Y esos mágicos dispositivos magnéticos de seguridad de los nuevos vestidos, oh, si el hombre también los tuviera! Para no desbordarse cuando admira las expectativas que no tiene. El sexo debe ser protegido de las enfermedades como la mujer del mundo, para que no mire incautamente por la ventana y vague por la vida y quiera dejar vagar su vida. Sí, pero sólo los vestidos son protegidos por los grandes almacenes. Suena una alarma cuando alguien, eterno viajero, cruza la barrera sin permiso con ellos, para echar un vistazo al silencioso reino de los muertos y los cafés. Así que preferimos ir a pie y mal vestidos dentro de nuestros sexos, y alojarnos allí entre nuestros propios desechos; por lo menos aguantamos como ningún otro vehículo en nuestro pequeño parque móvil. Así mantenemos la vida eternamente en marcha, hacia donde vaya y hacia donde nosotros mismos seamos llevados y arrastrados por un rostro amable, en el que vemos horriblemente reflejado el nuestro.

Esta mujer se compró la semana pasada un traje pantalón en la boutique. Sonríe como si tuviera algo que ocultar, aunque sólo tiene el mudo reino de su cuerpo. Oculta en el armario tres jerséis nuevos, para no dar ocasión al equívoco de que con su surco sangriento quiere prepararse un nuevo mes de goces. Pero ella sólo recoge la benévola fruta del dinero del árbol de su esposo. Ninguna hojarasca acolcha ya los árboles. El hombre controla su cuenta, y ya miles de árboles que bramaban al viento han caído víctimas de su hacha. ¡A la mujer se le da el dinero para la casa y más! Él no cree en realidad que deba pagar por el cómodo columpio en el que él, un muchacho satisfecho, deja descansar su tallo y se puede estirar. Ella está bajo la protección del sagrado nombre de su familia, y bajo el paraguas de sus cuentas, de las que él le informa regularmente. Ella debe saber lo que tiene. Y viceversa él sabe de su jardín que, siempre abierto, es magníficamente adecuado para hozar y gruñir como un cerdo. Lo que es de uno hay que utilizarlo, ¿para qué lo tenemos si no?

Apenas la mujer se queda sola, se viste su séquito de dinero, valores e inflación y se va a pasear un rato con sus garantías bien atornilladas. Como una sombra se desliza por el mar la multitud que produce el papel sobre el que baila el barquito de su vida. ¡Sí, el mar, que gusta de enterrarnos también en vida! Porque detrás espera la multitud de los estúpidos parados, a la espera de su oportunidad, de que alguien siga por fin su rastro. ¿Y nosotros? ¿Queremos seguir volando? Para eso tenemos que ascender, nueve veces astutos, y dejarnos caer, porque: ¡Al

que madruga Dios le ayuda! La mujer se pone la mano, el vestido multiuso ante los ojos. Pronto el hombre y el niño tendrán que ser nuevamente cubiertos de alimentos. ¿Qué pasará esta noche, cuando el hombre salga de la cadena de montaje, compacto, recargado y nuevo, en vez de parar? Él se ha criado en su botella de vida, cuidadosa, como una madre. Y por la noche quiere salir. Burbujea. Esta noche, casi lo habíamos olvidado, es el momento previsto por la Ley, y la mujer espera con su paño absorbente para recoger todo lo que el hombre ha producido a lo largo del día. Y los otros hombres desaparecen en la sombra, y entierran vivas sus esperanzas.

Este paisaje es bastante grande, hay que decirlo, una cadena floja en torno a nuestro destino nebuloso. Dos muchachos se persiguen en motocicletas, pero la nieve pone rápidamente fin a su carrera. Tropiezan y caen. La mujer ríe con dureza. Por lo menos una vez le gustaría avanzar decididamente. Hoy su marido ha triunfado en su cuerpo como si hubiera venido con alguien. ¡Espere un poco hasta la noche, hasta entrar en el circuito! Ahora el hombre ha llevado a su despacho un contrapeso de acero, más o menos del tamaño de un teléfono. Escupiendo a su paso lava volcánica, camina hasta el sillón de su escritorio, desde el que administra los destinos, ante una pantalla en la que se organiza una competición de esquí. También ama el deporte, el niño lo ha aprendido de él. La gente se mecería pacientemente en sus camas si el movimiento no viniera de la pantalla, y a veces incluso de sus propios pies y corazones. Al hombre se le pegan a la piel hasta los cabellos más finos cuando acelera por la carretera general. Va rapidísimo. Su voz retumba, como es costumbre en el país, cuando llama a alguien. El coro tendrá que actuar pronto.

El domingo van a la iglesia, como muestra de la vida social que reina en el ejército. Después se llenan de sus estanterías empotradas, en las que coexisten alegre, libremente, libros y recuerdos de su esclavitud. Tampoco el médico y el farmacéutico dejan de ir a visitar al Papa y a la madre de Dios. A nadie envidian su trabajo; entran al mesón, salidos de escuelas inferiores, cuidadosos y bien cuidados. Allí se quedan un rato, y se animan mutuamente. El médico envidia al farmacéutico la farmacia, que él con gusto rentabilizaría. El farmacéutico ve a la gente recién salida del médico y mal de la tensión. Libérrimo, reparte sus preparados entre los desempleados de la comarca, para que recuperen la alegría y jueguen complacidos ante sus casas con los dedos de los pies. Sus mujeres se han encargado de la comida y se ofrecen siempre en abundancia. No se dejan tachar de la carta. Para que a los hombres no les falte de nada y no puedan ser echados en falta por los capataces de la Nada. Algunos emigran cuando apenas se habían acostumbrado a nosotros.

La mujer del director pone varias veces al día -en eso recuerda la pulsión de la empleada de banca (cada día un vestido nuevo)- unos visillos recién lavados, unos estores, entre ella y las cabezas ansiosas de las mujeres del pueblo, en el que vive más segura que en su propio salón. El director habla con su hijo, que da saltitos indignado para que le dejen ir después a casa de un amigo. ¡Este niño no está autorizado para elegir sus amigos a satisfacción, porque los padres de sus amigos comen SU pan! Este niño vaga por el mundo y dirige a los otros como a sus coches de juguete. La madre acompaña al piano todo lo que encuentra, y fuera se bajan al pecho cabezas desalentadas. Se han comprado lo que han visto con ojos mayores que su apetito, y ahora el pueblo disfruta con las subastas de los edificios surgidos con demasiada ligereza sobre el suelo llano. Envueltos en delicada estima, lavados como delicada lana, están ante los mostradores del banco, tras los cuales beatíficos niños juegan con sus blusas blancas y con dinero ajeno, y vacían su destino y el de sus viviendas del sobre de la nómina al ancho caudal de los intereses. El director del banco mira hacia abajo, y le da vértigo ver cómo a la gente le dan vértigo sus ingresos, con los que no tendrían que entregar las casitas que se han construido. Lo que antaño habían amado, él tiene que quitárselo, tan cerca de la meta. Él, que no es un monstruo, ve en espíritu todo su padecimiento cuando se asoma a su ventana. En este helado lugar, los pobres se pelean. Retumban los aparatos de matanza y las escopetas de caza (con agua en los siseantes cañones). Las sogas se enredan en torno al juego de la vida. Se jalean, contentos como peces, los bancos Raiffeisen, que administran y ven administrar el dinero de los habitantes del pueblo. Se trata de una eterna fiesta campesina para las cooperativas agrícolas, que no quieren conocer al individuo concreto al que ahogan en productos lácteos pasados de fecha y queso envenenado. Hasta al más pequeño de sus miembros le sacan las niñas de los ojos y el negro de debajo de las uñas. Hasta que uno se sale de sus casillas y, como asesino, revolotea chillando en torno al nido con la familia muerta. ¿Cómo quería él, un recipiente tan pequeño, abarcar todo eso? Sólo un periódico de pequeño formato osa, por un par de chelines de nuestra raquítica bolsa, ocuparse de la intensa vida de aquellos a quienes ha ocurrido algo terrible.

Lo que se ve por la ventana es con frecuencia hermoso, esta doncella naturaleza. El hombre, funcionario hasta en el goce, cede a una necesidad humana, ¡no confundir con la desagradable necesidad de un ser humano! El director yace como un paisaje, pero animado por el espíritu de la inquietud. Ha untado de manera uniforme su queso fundido, y, ¿qué ve en el rostro de su esposa? ¿El rostro humano de su dictadura? La mujer parece como borrada dentro de la ropa excitante recién comprada, con la que se mueve, obediente a sus deseos, como en un nuevo orden espacial. El dinero juega con las personas. A veces, en un momento de lucidez, los remordimientos atrapan al director, y esconde su gran rostro en el regazo de la mujer. Enseguida vuelve a golpearle la cabeza contra el sucio borde de la bañera y mira si el camino recién despejado llega hasta su oscura puertecilla, tras de la cual ella misma se sienta en su regazo y se mece, una mujer viciada en la que se puede hojear tranquilamente hasta el final feliz. ¿Cómo iban a vivir los parados en el mundo si no tuvieran de modelo semejantes novelas baratas?

Este director, que habla en calma a su plantilla y hace que le canten canciones, prefiere lanzar su ración de producto al vientre de la mujer durante el día, a plena luz. Gusta de ver a su salud mientras crece. La mujer implora que por lo menos delante de su hijo, ese animal incultivado que hasta el último momento podría lanzarse sin previo aviso desde su esquina del ring, se tenga algo de precaución. En silencio, en el momento oportuno aparece el hijo, su semilla, mira un poco a los padres mientras comen (cómo se abrazan a los platos del rico y limpio buffet de ella) y vuelve a desaparecer para atormentar a los niños vecinos, que tienen que crecer sin paraísos artísticos y artificiales, con sus artefactos deportivos y su charla de deportes. Bajo el sol, el niño ha madurado como la fruta. Su padre, desde el punto de vista de ella, se sumerge en la madre con una sana cabecita. Las palabras no bastan para explicarlo. Queremos ver hechos, y para ello tenemos que pagar a la entrada del establecimiento y dejar en depósito nuestras necesidades, que susurran de continuo como agua.

Cuando las casas pequeñas tienen que irse pronto a dormir, en las grandes sigue reinando la vida y la electricidad entre los sexos. Y, si hablamos de agua, el agua corre por sus cuerpos. Estamos en casa, en privado, porque tampoco en público tenemos que avergonzarnos. Si ellos, los amantes, se han encontrado, se columpian felices en las bebidas que brotan de sus botellas con etiquetas doradas y se encuentran en sí como en casa. Encuentran el descanso el uno en el otro, tras haber excitado sus partes sexuales, y son uno y lo único para ellos. Se han quitado el polvo, y mientras a su alrededor los pobres mueren, los mejores renuevan cada día su mudo derecho sobre sí mismos y disfrutan el uno del otro. Han ahorrado fuerzas suficientes en sus huchas y pantalones y corazones, para poder morder con fuerza el melocotón que tan hermoso acaba de florecer. Todo les pertenece, y hasta el sueño les regala tras sus pestañas cerradas, ya que así no se ven sus ávidas miradas. No pueden pasar inadvertidos al amado, y así cada día se lanzan a la calle a cosechar nuevos trastos y cuentas y, tambaleándose con todo el aparato que han visto a los riquísimos, a los que van más allá de todo, se vuelven ajenos y cada día recientes y nuevos para el ser amado, que son, que tienen y que quieren retener. Los débiles en cambio viven uno al lado del otro, en vez de juntos, porque son lo que no quieren ser, y creen aún que en ningún sitio pueden vivir mejor, y sólo están acostumbrados a su propia comida. Por lo demás tampoco consiguen nada que comer, y son despertados antes de tiempo. Ni uno de más cae víctima de su trabajo. Se bastan a sí mismos, ¡pero queremos más! ¡Un fusil de asalto! Salir a la luz, y si tenemos que encender nuestras linternas, y su luz llega justo para dos personas desde el fino y lejano rebaño: ¡Ésas tenemos que ser precisamente nosotros!

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