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La mujer se aferra, no encontrando en su trastorno la salida de emergencia de sus recuerdos, a la cerca de un viejo almacén de bombas de los bomberos voluntarios. Corre libremente, sin correa. Su cabeza se ha librado de los cacharros sin fregar. Ahora ya no escucha el familiar chirriar y tintinear de las campanillas de sus riendas. Se alza en silencio sobre sí misma, como una llamarada. Así deja la alegre compañía de su bravo marido, en el que uno puede confiar con los ojos cerrados, y que sigue creciendo, pisando sin respeto las llamas que salen de sus genitales, así como la compañía de su hijo, patentado por el profesor de violín, para que los dos puedan gritar y aullar juntos. Ante ella sólo está el frío viento huracanado de la montaña; el campo está cubierto de débiles trazos de senderos que conducen al bosque. Oscurece. En sus celdas, las mujeres sangran por el cerebro y por el sexo al que pertenecen. Lo que ellas han criado, tienen ahora que cuidarlo y mantenerlo vivo con sus brazos, sobrecargados de todas formas por sus esperanzas.

La mujer se mueve sobre el canal helado del acceso al valle, se tambalea torpe sobre los congelados témpanos. Aquí y allá, las puertas abiertas de un establo dejan ver animales, y después nada más. Los anos de los animales están vueltos hacia ella, palpitantes cráteres de estiércol. El campesino no se apresura precisamente a rastrillar el cieno bajo sus cuartos traseros. En los establos masificados de las zonas más ricas, cuando cagan a destiempo reciben descargas eléctricas del yugo que llevan en la cabeza, el entrenador de vacas. Junto a las chozas, míseros haces de leña que se pegan a las paredes. Lo menos que aquí se puede decir del hombre y del animal es que la nieve los reclama suavemente. Siguen asomando plantas sueltas, hierbas duras. Ramas heladas juguetean con el agua. ¡Arribar precisamente aquí, donde hasta el eco se quiebra, a esta orilla convertida en hielo! En la Naturaleza está comprendida su grandeza, algo más pequeño que ella nunca suscitaría nuestro agrado, ni aguijonearía nuestra coquetería para hacernos comprar un vestido tirolés o un traje de cazador. Como vehículos a países lejanos, así nos acercamos nosotros, como astros, al Infinito de este paisaje. Sencillamente, no podemos quedarnos en casa; se nos ofrece posada, para que nuestros pasos hallen dónde pararse y la Naturaleza sea contenida en sus barreras, aquí hay un corral para renos domesticados, allá un sendero para principiantes. Y ya estamos al cabo de la calle. Ninguna roca nos rechaza iracunda, al contrario, miramos hacia la orilla, repleta de envases de leche y latas de conservas vacías, y conocemos los límites que la Naturaleza ha puesto a nuestro consumo. La primavera lo sacará todo a la luz. Esa pálida mancha de sol en el cielo, y en la tierra unas pocas especies. El aire es muy seco. La mujer… se le congela el aliento al salir de la boca, que cubre con una esquina de su pijama de nylon rosa. En principio, la vida está abierta a todo el mundo.

El viento le arranca la voz. Un grito involuntario, no muy agudo, sale de sus pulmones, un sonido sordo. Tan desvalido como el campo del niño, del que los sonidos se sacan a golpes, pero que ya se ha acostumbrado bien. Ella no puede ayudar a su querido hijo contra su padre, porque al fin y al cabo el padre ha rellenado el cupón de pedido de extras como música y turismo. Ahora, eso queda a sus espaldas. Quizá ahora su hijo se lance entrometido hacia el valle, hacia el crepúsculo, como una mariquita de plástico puesta boca arriba en la fuente de plástico de un trineo, servido echando humo sobre ella. Pronto todos estarán en casa y comerán, con el susto del día, que parieron gritando sobre los esquíes, todavía en el corazón. ¡Al final el niño termina con el trineo en las orejas! La última suciedad. De que los niños existan y corran por sí solos, como el tiempo, son responsables las mujeres, que embuten la comida en esos pequeños retratos de ellas o de sus padres, y que les marcan el rumbo. Y con su aguijón el padre lanza al hijo a la pista, donde puede ser señor de los desnortados.

La mujer golpea sin sentido con el puño contra la balaustrada. La última choza ha quedado atrás hace ya largo tiempo. El llanto de un niño habla claramente de lo hermoso que es vivir cuando uno se deja envolver por las circunstancias como por un pañal. Con ojos muy abiertos, la mujer tiene que recorrer siempre nuevos caminos. Siempre ha sentido el impulso de salir del tubo de su casa, al exterior. A menudo se ha extraviado, y algunas veces ha ido a parar, confusa, al cuartelillo de la gendarmería. Allí se le ofrecían para descansar los brazos de los funcionarios; con las pobres gentes que pagan demasiado en la taberna se gastan otros modos. Ahora, Gerti está quieta en medio de los elementos, que pronto yacerán bajo las estrellas. El niño, que será su superviviente, se lanza impertinente por las huellas dejadas por los otros y al viento de la carrera que él mismo produce. Los demás, cargados de presagios, prefieren no cruzarse en su camino, pero la madre viaja, arrastrada por su voluntad, de valle en valle, para comprarle algo. Ahora está como dormida. Se ha ido. Los habitantes del pueblo atisban su imagen tras las ventanas y buscan la manera de salirle al paso, para que les eche buenas palabras en la hucha. Sus cursos de música método Orff para niños, de los que los pequeños intentan escapar con bastante frecuencia, aseguran a los padres sus puestos en la fábrica. El niño queda en prenda. Chicharrean y vibran con carracas, flautas dulces y zambombazos por el estilo, ¿y por qué? Porque la mano de su bondadoso padre protector y su fábrica (¡ese cobijo!) los ha enganchado como cebo en el fondo. A veces el director pasa por allí, coge en brazos a las niñas, juguetea con el borde de sus faldas y con los vestiditos como dedales de las muñecas, en cuyas profundidades abismales aún no se atreve a nadar. Pero todo ocurre bajo su mano, los niños juegan con las raíces superficiales que son los instrumentos musicales, y bajo ellos, donde se abren sus cuerpos, un dedo espantoso se abre camino hacia el claro del bosque, lentamente, como en sueños. Sólo una hora después, los niños volverán a estar protegidos por el aliento seguro de sus madres. Dejad venir a los niños, para que la familia pueda cenar en un ambiente cordial, en un camino iluminado por el sol y encarrilado por discos bien desgastados de música clásica. Y la profesora consigue un aplazamiento en cuanto los niños llenan el cuarto, se sienta muy tranquila en su departamento, tras cuyas ventanas el jefe de estación mueve los labios, hasta que el tren ha salido.

El director da por bueno todo lo que hace su mujer, y ella soporta su obediente plantita carnosa dentro de su salud. Él casi parece asombrado de cómo su abono de humus desaparece una y otra vez en su silencioso agujero, que conoce bien, de cómo una y otra vez su carga chapotea sobre la cubierta de su navío. A veces, asustada, de sus mangas sale una pieza de piano, y vuelve a marchitarse. Los niños no entienden nada, sólo que les acarician la tripa y las caras internas de sus muslos agitados. Los que no tienen talento musical no han aprendido una lengua extranjera. Por el rabillo de los ojos aburridos miran al exterior, donde podrían tumbarse sin ser molestados. El director viene de su coro celestial, en el que sus padres languidecen, y con las puntas de los dedos este Dios tronante atrapa las fresas que han crecido ya en las frías cunas de duro acolchado.

Excita al hombre hasta ponerlo al rojo blanco, hasta darse contra las paredes, esa diminuta protuberancia que hasta los niños tienen, y que él ha extirpado de la carne de la mujer con dos dedos, para trepar por ella. Que la mujer se limite a estar ahí no le basta. Sencillamente tiene que expandirse en ella, levantar los pies y lanzarse dentro de ella. ¿Acaso no puede buscar un poco de refugio y descanso en ella? A veces, todavía temblando con el retumbar de su pesada aleta, se disculpa, casi con embarazo, ante este manso animal, al que no es capaz de marcar con su hierro, aunque ya ha engullido y vuelto a escupir cada milímetro de su piel. ¡Hasta dónde hemos llegado, que uno se avergüenza de sus honorables productos conyugales!

Sucede que algunos, cuando ya es casi de noche, van de pueblo en pueblo con sus pequeños vehículos, y la carnada de los altavoces estéreo se les pega con música a la cabeza. Un conductor, pasajero de su coche, se detiene al lado de la mujer. Las ruedas salpican. La grava gruesa de la pista forestal. La mayoría de los hombres conoce mejor la biografía de sus coches que la autobiografía de sus mujeres. ¿Qué, con usted es distinto? ¿Se conoce tan bien a sí mismo como la persona sencilla que le revisa de pies a cabeza todos los días? ¿La que le retira los preservativos usados como un carroñero de la vida? ¡Entonces, ya puede estar satisfecho!

¡Todos los que pretendan pasar la noche bebiendo, que se pongan en pie y pasen a este lado! El resto para aquellos que deseen beberse la noche misma hasta sentir inclinación por otra persona. La noche, que ha nacido para abarcar todas esas botellas: la juventud, que patalea y brama desde los pañales de sus revistas ilustradas. Ahora puede por fin romper el recipiente de cristal del que gotea el aguardiente, y en el que ha crecido como una bombilla, y hacer que le enseñen el reverso de las manos en las discotecas y el rostro de las barandillas de acero de los puentes. Así va el mundo. Directamente dentro de nosotros. Jóvenes desempleados se apretujan ante el camino que sale al aire libre. Salvajes, atormentan pequeños animales, de los que podrían adueñarse, en establos silenciosos. No se les acepta en los talleres de reparaciones y los centelleantes salones de peluquería de la ciudad provinciana. La fábrica de papel se hace la dormida, para ahorrarse las tijeras (las incomodidades) sociales, cuando los muchachos del pueblo protestan contra ella con sus alitas plegadas, las cabezas encogidas, porque también querrían remover las calderas de papel entre los muchos otros. En lugar de eso, se limitan a mirar el fondo del vaso. Ya llevan su mejor ropa los días laborables. Quien tiene una pequeña explotación en casa, es el primero en huir de la fábrica, y en casa hace a la mujer la mayor explotación. Parece poder alimentarse autárquicamente y cosechar la abundancia divina. El corazón de aquel que hace matanza en su casa no puede entregarse por entero a la fábrica, declara el jefe de personal. O una cosa u otra. Los niños enferman. Los padres se ahorcan. Ningún dinero les va a compensar.

Este conductor, invitado personalmente por su coche, conduce pegado a la mujer por el suelo helado. Con lo joven que es, ha terminado ya estudios de derecho y un curso intensivo de frivolidad. Tiene incluso padres -de los que no tiene que preocuparse- en el árido camino que ha de cubrir el alto funcionario hasta su sólido y hereditario lugar en el cartel electoral del Partido Popular austriaco. Este camino es tan largo como el que nosotros hacemos de la puerta a la calefacción y el periódico, que tan cómodo nos resulta a todos en este Estado de clase media. Los padres se han comprado aquí, sin mayores problemas, a base de cuentas de ahorro-vivienda, una casa de fin de semana. La casa sirve al descanso, al deporte y al descanso antes y después del deporte. Este joven es, en cambio, miembro de una exclusiva asociación estudiantil, donde la nobleza despega los ojos de los ciudadanos para volver a pegárselos enseguida. Lo que este muchacho no consigue, es que no merece la pena publicarlo en el Quién es Quién de la juventud vienesa. Su pertenencia a la asociación no es algo decisivo para él, pero no estar es no ser. Los pequeños caen sin compasión los unos sobre los otros, pero los grandes hacen brillar su luz y ascienden, en medio de las sombras poderosas que anuncian su vanidad, sobre las manos y las cabezas de los otros. Entonces abren sus intestinos, y sus alas se hinchan con el viento que hacen. No se les ve venir, pero de repente están en el Gobierno y en el Parlamento. También los productos del campo se ven apetitosos en las estanterías, hasta que, sólo al llegar al estómago, despliegan su veneno.

La mujer se ve obligada a detenerse. Ha estado nevando día y noche. El aire de la montaña duele. Los rayos de sol que caían por entre los árboles han desaparecido ahora. El joven frena tan violentamente, que algunos libros, que hacía mucho que se habían vuelto contra él, le caen encima. Se desparraman por el suelo del asiento delantero. La mujer mira de través la ventanilla y una cabeza que ayer por la tarde, como los hombres sin esperanza a los que aquí les arde el suelo bajo los pies, dejó pasar sin prestarle atención. Se conocen de vista, pero no se han guardado el uno dentro del otro. El estudiante menciona algunos nombres queridos que ella tendría que conocer. Las cumbres en torno brillan bajo su cofia de nieve, que llega hasta muy hondo, hasta el taller de los hombres donde se forjan los deseos de un nuevo equipo de esquí.

Entretanto el director, un hombre a prueba de impuestos, espera en su oficina, y ya no nos sirve de nada llamar a su puerta. Los hijos de los campesinos llegan a él, golpeados en casa por sus padres y rumiados por el ganado, y se arriesgan a dar el paso al grupo de salarios bajos de la Industria. Y pronto ven a las mujeres y las saludan con fuertes ladridos, mientras ellas se pintan las uñas en el coche, con el semáforo en rojo. Son nuestros pequeños invitados a la mesa puesta, para que se den cuenta pronto de que no son bienvenidos a la estructura social. Desde su sitio, ni siquiera pueden ver la mesa llena de cargas sociales, se sientan sobre los fondillos de sus pantalones de cuero y dan gritos porque alguien se presenta como su diputado y quiere beberse su concentrado de zumo vital recién exprimido. Parecen hijos de la tierra, hechos para amar y para sufrir. Pero un año después ya no elogian nada más que el rápido viaje que les pega el cabello a la cabeza, desde la motocicleta al Volkswagen usado. Y el río fluye audaz, y los acoge al fin sin hacer preguntas.

La mujer está tan cansada que parece ir a caer de bruces con toda su aún pasable figura, oculta la mayor parte de las veces por su marido. Los ojos del mundo descansan en ella aunque no haga sino dar un paso. Está enterrada bajo sus posesiones, que se alzan como olas y rompen en espuma de limpiadores suaves, de un horizonte bajo al siguiente. Entonces llegan los diligentes villanos con sus valerosos perros, y la desentierran en mil conversaciones sobre lo que hace y deja de hacer. Casi nadie podría decir qué aspecto tiene, pero lo que lleva, ¡ese canto de alabanza sí que debería oírlo la comunidad el domingo en la iglesia! Mil pequeñas voces y llamas que se elevan al cielo desde el taller sombrío en el que los periódicos han preparado a la gente para eso, y con barro los han modelado para ser recipientes. El director se encarga de la cesta de la compra, y es el gallo en el gallinero. Las mujeres del pueblo sólo son un anexo a la carne de los hombres, no, no os envidio. Y los hombres caen como heno seco sobre los impresos de los ordenadores, donde su destino está apuntado junto con las horas que tienen que hacer para poder tocar felizmente las mejores cuerdas de la vida. No queda tiempo para jugar con los niños después del trabajo. Los periódicos giran al viento como veletas, y cantando los empleados de la fábrica de papel pueden hacerse aire. En el colegio, no sé, allí todos eran buenos. Tienen que olvidarlo cuando, después, se convierten en plazas vacías en las profesiones, el comercio y la industria, o en agujeros negros en el tejido de la competición deportiva. Se les organizan juegos para la juventud del mundo, pero cuando lo saben es demasiado tarde, y resbalan siempre por la sosa pendiente delante de su casa, que por otro camino helado lleva al estanco, donde se enteran de quién ha ganado. Lo ven todo en televisión, y quieren ser cocidos en la misma delicada manera. El deporte es lo más sagrado que pueden alcanzar con sus manos atadas. Es como el vagón restaurante del tren, que no es imprescindible, pero une lo inútil con lo desagradable así se va tirando.

Saliendo de la oscuridad, la mujer del director se ve obligada a subir a ese vehículo para no congelarse. No debe ofrecer resistencia, pero tampoco quedarse a un lado, como gustan de hacer las mujeres cuando, como caminos embarrados, primero sirven la comida a su familia y luego se la amargan con sus quejas. El hombre vive todo el día de su hermosa imagen, y al llegar la noche ellas se lamentan y se quejan. Desde el palco de sus ventanas, en las que las flores y hojas forman una pinchosa defensa hacia el exterior, contemplan los arcos que otros tensan, y dejan flojos, agotados, sus propios afanes. Se visten la ropa de los domingos, cocinan para tres días, salen de la casa y se arrojan -lo que uno se busca es lo que tiene- al río o al pantano.

El estudiante observa las zapatillas de la mujer. Ayudar es su profesión. Esta mujer está quieta sobre las suelas de papel de las mujeres domadas, que, desesperadas, rumian durante horas la comida que sus familias han despreciado. Bebe un trago de una botella en edición de bolsillo que se le pone ante la boca. Ella, y las del pueblo, y todas nosotras: Volvemos el rostro, que gotea y se derrite, hacia el fogón, y contamos las cucharadas con las que nos consumimos. La mujer susurra algo al joven, ha llamado a la puerta adecuada, porque también él suele caerse, borracho, de la mesa de confraternización, de la mesa de los obligadores legales. Él repara en su mirada. Apenas susurran los sentimientos, su cabeza somnolienta se hunde en el hombro de él. En el coche chirrían las ruedas, que quieren avanzar. Un animal se yergue, ha oído el arranque, y también el joven está dispuesto a hurgar en la ropa gastada de esta mujer, en busca de algo de calderilla. Por una vez ha pasado algo distinto, algo nuevo, algo indecente, inesperado, a lo que poder después echar sobre los hombros un capote de conversaciones de apariencia trivial. Hace mucho que sus compañeros de la asociación han capturado sus primeras presas, y se han puesto por los hombros la piel que antaño fuera cepillada por una madre cariñosa. Ahora, por fin, se puede echar a los propios deseos, que tiran impacientes de la cadena, algo que comer que haya sido arrancado de otra persona, para que se hagan grandes y fuertes y un día se vean rodeados por los peces grandes en el océano de la planta del jefe. Sí, la Naturaleza habla en serio, y nos gusta encadenarla para conseguir algo contra su voluntad. ¡En vano se debate el elemento, ya lo hemos montado!

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