Maldad

Mi intuición me dijo pronto que existía y que era poderosa. La razón a mi alrededor, en forma de cuentos y adultos, intentó quitarme mi sabiduría. «Era sólo de mentira», decían. «Eso no pasa nunca de verdad y además al final, los buenos siempre ganan.» Yo sabía que no era cierto, pues había oído el cuento de Hansel y Gretel. Ahí la maldad triunfaba por todas partes, aun cuando la perspectiva del escritor sostuviera que ocurría lo contrario. La maldad obligaba a los pequeños a ir al bosque, la maldad cebaba a Hansel y calentaba el horno, pero Gretel resultó ser la más mala de todos, pues era la única que cometía un asesinato.

Los cuentos de este tipo nunca me asustaban. Las naturalezas que una conoce bien no asustan. Eso me dio ventaja sobre el mundo.

Mis experiencias posteriores me mostraron que tenía razón. En nuestro país hemos cometido el gran error de abolir la maldad. Oficialmente no existe. Suecia es un Estado de derecho, así que la comprensión y la lógica han ocupado su lugar. Eso hizo que la maldad se mudara bajo tierra, y ahí, en la oscuridad, era donde mejor se encontraba. Creció alimentada por la envidia y el odio reprimido, con el tiempo se convirtió en impenetrable y tan negra que ya no se veía. Pero yo la reconocía. El que una vez se ha familiarizado con su naturaleza sabe olfatearla allí donde esté.

Quien ha aprendido de su Gretel sabe cómo tratar la maldad. A la maldad hay que desterrarla con la maldad, no hay otra solución. Vi la maldad en los rostros malintencionados en mi lugar de trabajo, en los ojos de la junta directiva, en la sonrisa acartonada de los compañeros, y yo les sonreía. En ninguna parte se veía su naturaleza apocalíptica, se ocultaba detrás de las negociaciones sindicales y las discusiones formales. Pero yo la conocía, y también jugaba. A mi no me podía engañar. Sacaba un espejo y le devolvía su poder.

Pero yo veía que prosperaba en la sociedad. Notaba como la violencia contra algunos de mis empleados era tomada a la ligera por la policía y los fiscales. Una mujer de mi departamento había denunciado a su ex marido una veintena de veces; la policía calificó cada denuncia como «pelea familiar». Asuntos Sociales designó un mediador, pero yo sabía que era una pérdida de tiempo. Sentí el hedor de la maldad, y sabía que no quedaba tiempo. La mujer moriría porque nadie la había tomado en serio. «No quería hacer mal, en realidad sólo quería ver a los niños», dijo una vez el mediador, yo lo oí. Entonces ordené a mi secretaria que cerrara la puerta, pues la incapacidad de actuar de las personas me pone de mal humor.

Al poco tiempo la mujer fue degollada con un cuchillo de cocina y los conocidos reaccionaron con sorpresa y consternación. Buscaron explicaciones, pero no tuvieron en cuenta lo más evidente.

La maldad había escapado una vez más.

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