Jueves 23 de diciembre

El apartamento estaba vacío cuando Annika despertó. Eran las ocho y media y el sol brillaba tras la ventana del dormitorio. Se levantó y encontró una gran nota en la puerta de la nevera, sujeta con un tomate imán:

Gracias por existir.

Besos de tu hombre.

PD. Llevo a los niños a la guardería, te toca recogerlos.

Comió una rebanada de pan con queso mientras hojeaba el periódico de la mañana. También apostaban por la reducción del gasto regional y habían comenzado a sacar su material navideño, documentales históricos sobre las Navidades y cosas por el estilo. No había nada nuevo sobre el Dinamitero. Se dio una ducha rápida, puso un vaso de agua en el microondas, le añadió café en polvo y lo bebió mientras se vestía. Cogió el 62 hasta la vieja entrada del Morgontidningen y entró por la puerta trasera a la redacción. No quería ver a nadie hasta saber lo que se había publicado sobre la vida sexual de Christina Furhage.

En el periódico no había ni una sola línea indecente sobre Christina Furhage o Helena Starke. Annika encendió el ordenador y entró en lo que se llamaba «lista histórica». Allí se podían leer los artículos que habían sido borrados el día anterior.

En efecto, Nils Langeby había escrito un artículo que se llamaba «Furhage lesbiana». El artículo había sido retirado a las veintidós cincuenta de la noche. Annika lo pinchó en la pantalla y dejó volar la vista sobre el texto. Se quedó pasmada al leer lo que había escrito. La fuente nombrada que debía confirmar que Christina Furhage era lesbiana, era una mujer de las oficinas de los Juegos que Annika nunca había oído nombrar. La mujer decía: «Sí, por supuesto que lo sospechábamos. Christina siempre quería trabajar con Helena Starke, y muchos de nosotros pensábamos que era extraño. Todos sabíamos que Helena Starke era una de ésas… Algunos pensaban que tenían una relación». Unas líneas más abajo el reportero citaba un par de fuentes sin identificar que decían haber visto a las dos mujeres juntas por la ciudad.

Al final había una cita de Helena Starke: «La última vez que vi a Christina fue en el restaurante Vildsvin el viernes por la noche. Abandonamos el local juntas. Cada una se fue a su casa».

Eso era todo. No era de extrañar que Schyman hubiera detenido el artículo.

Annika continuó leyendo y tuvo una desagradable corazonada, ¿cómo diablos había conseguido Nils Langeby el número de teléfono secreto de Helena Starke? ¿Habría llegado a hablar con ella?

Buscó la guía de teléfonos electrónica de la redacción y descubrió que había cometido un error al introducir el número secreto en el ordenador. Había escrito el número de teléfono de Helena Starke en el archivo general y no en el suyo privado. Sin dudarlo levantó el auricular y marcó el número de Helena para pedir disculpas por el comportamiento de Nils Langeby. Se encontró con la voz automática de Telia: «El número del abonado está cancelado a petición propia. No hay otro número». Helena Starke había abandonado el país.

Annika suspiró y estudió lo que se había publicado. Habían elegido un titular distinto al del Dinamitero: un famoso hablaba sobre su enfermedad incurable. Era un presentador de deportes de televisión; padecía intolerancia al gluten, alergia a la harina, y contaba cómo había cambiado su vida después del diagnóstico, hacía un año. Era un titular perfectamente okey para un día como éste, el día antes. Anne Snapphane se abalanzaría sobre él. La fotografía de Christina Furhage y Stefan Bjurling de Herman Ösel era horrible, pero servía. Las dos víctimas estaban sentadas juntas en un oscuro local; el flash hacía que los ojos de Christina estuvieran rojos y sus dientes relucientes. Stefan Bjurling tenía una especie de mueca en la cara. La foto era algo borrosa y estaba en las páginas seis y siete con el artículo policial de Patrik debajo. El pie de foto era: «Ahora ambos están muertos». El artículo de Patrik sobre los explosivos estaba en la página ocho. La próxima vez que viera al reportero lo felicitaría de verdad.

Annika hojeó el Konkurrenten, que había elegido un titular de consejo económico: «Declara Ahora. Ahórrate Mil coronas». Ese titular siempre se podía sacar a finales de diciembre, pues solía crearse una nueva ley de impuestos o una deducción que cambiaba a fin de año. Annika no tuvo fuerzas para leer la sugerencia. Nunca iba dirigida a ella o a sus iguales, que ni ahorraban en fondos, ni poseían pisos ni conducían coches de empresa. Ella sabía que ese tipo de titulares vendían, pero pensaba que había que tener cuidado con ellos.

Buscó el disquete en el que la amante de Christina Furhage hablaba de sus últimas horas y lo guardó en el cajón con el resto de su material sensible. Llamó a su fuente pero estaba en casa, durmiendo. En un ataque de impaciencia salió a la redacción, constató que Berit no había llegado, pidió a los del departamento de fotografía que llamaran a Herman Ösel para pagarle, cogió café y saludó a Eva-Britt Qvist.

– ¿De qué iba la pelea de ayer? -preguntó la secretaria de redacción e intentó ocultar su satisfacción.

– ¿Pelea? -contestó Annika y simuló pensar-. ¿A qué te refieres?

– Sí, en la redacción. Tú y Spiken.

– Ah, ¿te refieres a la locura de Spiken sobre el cuento de que Christina Furhage era lesbiana? Sí, no sé lo que pasó, pero Anders Schyman debió detenerlo. ¡Pobre Spiken, menudo chasco! -Tras decir esto se fue y cerró la puerta. No pudo impedir sentirse malvada.

Bebió el café y comenzó a preparar las tareas del día. Quizá hoy la policía detuviese al Dinamitero, pero seguramente no lo pregonarían por la radio. Así que tendría que confiar en sus fuentes e informantes. Tenía que hablar con Berit e Ingvar Johansson sobre ello. Quería completar la imagen del pasado de Christina; para ello procuraría localizar a su hijo Olof.

Sacó su bloc de notas y entró en Internet. Cuando tenía tiempo, evitaba llamar a información telefónica y hacía sus propias investigaciones a través de Telia en la red. Se tardaba más, pero era más barato y seguro. A veces en información telefónica no encontraban los datos más fáciles. Hizo una búsqueda nacional de Olof Furhage. El ordenador buscaba y descartaba, pero el acierto fue total. Sólo había uno en Suecia, y vivía en Tungelsta, al sur de Estocolmo.

– ¡Bingo! -exclamó Annika

En Tungelsta Christina Furhage había abandonado a su hijo de cinco años hacía casi cuarenta años, y ahora había un hombre con el mismo nombre que vivía allí. Pensó en llamar primero, pero decidió ir. Necesitaba salir de la redacción.

En ese mismo momento llamaron a la puerta. Era el director; sujetaba una gran botella de agua y tenía un aspecto espantoso.

– ¿Qué pasa? -preguntó Annika preocupada.

– Migraña -contestó Anders Schyman escueto-. Bebí bastante vino tinto con el filete de ciervo anoche, así que me está bien empleado. ¿Cómo estás tú?

Entró y cerró la puerta.

– Bien, gracias. Me imagino que fuiste tú quien detuvo el titular de la aventura lesbiana de Christina.

– No fue especialmente difícil, el artículo en que se basaba no era bueno.

– ¿Te explicó Spiken por qué decidió sacarlo en titulares? -preguntó Annika.

El director se sentó sobre la mesa.

– No había leído el artículo, sólo había oído el relato de Nils Langeby. La cosa estuvo clara cuando fuimos a ver a Langeby y le exigimos ver el texto. No había datos, y aunque los hubiera habido no lo habríamos publicado. Otra cosa sería que la misma Christina hubiera comentado en público su amor, pero escribir sobre las cosas más íntimas de una persona muerta es la peor violación de la vida privada que se puede cometer. Spiken lo comprendió cuando se lo expliqué.

Annika bajó la cabeza y constató que su intuición era correcta.

– Es cierto -dijo ella.

– ¿Qué?

– Tenían una relación, pero nadie lo sabía. Helena Starke está destrozada. Se ha marchado a Estados Unidos.

– ¡Vaya! -exclamó el director-. ¿Qué más sabes que no se pueda publicar?

– Christina aborrecía a sus hijos y asustaba a sus colaboradores. Stefan Bjurling bebía y maltrataba a su mujer.

– ¡Vaya grupo! ¿Qué haces hoy? -preguntó el director.

– Voy a ir a ver a un tipo, luego tengo que comprobar una cosa con mi fuente. Saben quién es el Dinamitero.

Anders Schyman arqueó las cejas.

– ¿Lo podremos leer mañana?

– Eso espero -contestó y sonrió.

– ¿Qué le parecen a tu marido nuestros planes de futuro?

– Todavía no he podido hablar con él.

El director se levantó y salió. Annika recogió el bloc, el bolígrafo y descubrió que la batería de su móvil estaba casi agotada. Para estar segura cogió otra recién cargada de reserva.

– Me voy a dar una vuelta -le dijo a Eva-Britt, a la que apenas se veía detrás de la pila de correo.

En recepción le dieron las llaves de un coche de la compañía sin distintivos y se encaminó al garaje. Ciertamente era un maravilloso día de invierno. Había una capa de unos diez decímetros de nieve que cubría la ciudad como si fuera una postal. «Qué divertido pasar unas Navidades blancas. Así los niños podrán montar en trineo en el Kronobergsparken», pensó.

Puso la radio del coche, buscó una de las cadenas comerciales y condujo por Essingeleden hacía el Ärstalänken. Se encontró con un viejo clásico de las Supreme: «You can't hurry love, no, you just have to wait, love don't come easy, it's a game of give and take…». Annika cantó con ellas tan alto como pudo mientras el coche zumbaba hacia Huddingevägen. Desde ahí tomó Orbyleden hacia Nynäsvägen, cantando canciones que conocía. Gritaba y reía. Todo era blanco, luminoso y pronto tendría vacaciones durante una semana y ¡sería directora del periódico! Bueno, quizá no, pero la formarían y estudiaría; además, la dirección confiaba en ella. Seguro que con el tiempo recibiría más palos, pero esas cosas había que aceptarlas, así era. Subió el volumen cuando Art y Paul comenzaron a cantar I am just a poor boy and my story seldom told.

Tungelsta era una pequeña ciudad jardín a apenas treinta y cinco kilómetros de Estocolmo. Parecía un tranquilo oasis después del desierto de piedra que era el centro de Västerhaninge. El pueblo comenzó a construirse en 1910, y en la actualidad no se diferenciaba demasiado de otras zonas de casas de la época, con una diferencia: todos los jardines tenían invernadero o restos de invernadero. Algunos eran increíblemente bonitos y bien cuidados, otros eran esqueletos desvencijados.

Annika llegó antes del mediodía. Los ancianos quitaban la nieve y la saludaron cortésmente al pasar. Olof Furhage vivía en Alwägen. Annika tuvo que parar en la pizzeria para preguntar dónde se encontraba la calle. Un anciano que había sido cartero durante toda su vida en Tungelsta, le contó anécdotas, muy animado sobre el viejo vecindario. Sabía exactamente dónde vivía Olle Furhage.

– La casa azul con un gran invernadero.

Atravesó la vía del tren y vio a lo lejos que iba por buen camino. El invernadero estaba junto a la carretera y en lo alto, mirando hacia el bosque, estaba la vieja casa pintada de azul. Annika entró en el jardín, detuvo el coche frente a una placa de ABBA, se colgó el bolso del hombro y salió. Había dejado el móvil en el asiento del copiloto para oírlo si sonaba; vio que lo había dejado allí, pero no tuvo fuerzas para cogerlo. Se detuvo y observó la vivienda. Le recordó a un viejo chalé pareado; las ventanas y la fachada le permitieron deducir que había sido construida en los años treinta. El tejado era abuhardillado, con tejas convexas. Era una casita simpática y muy bien cuidada.

Se dirigía hacia el edificio cuando escuchó una voz a su espalda.

– ¿Puedo ayudarla en algo?

Era un hombre de unos cuarenta años con una corta melena castaña y ojos azul claro. Llevaba un jersey de punto y unos vaqueros llenos de barro.

– Sí, gracias. Busco a una persona llamada Olof Furhage -dijo Annika y alargó la mano para saludar.

El hombre sonrió y estrechó su mano.

– Ha dado con él, yo soy Olof Furhage.

Annika le devolvió la sonrisa. Esto podía ser muy difícil.

– Soy del periódico Kvällspressen. ¿Podría hacerle algunas preguntas personales?

El hombre rió.

– Vaya, ¿qué clase de preguntas?

– Busco a un Olof Furhage que es hijo de la directora general del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos de Estocolmo, Christina Furhage. ¿Es usted, quizá?

El hombre miró al suelo unos instantes, luego alzó la mirada y se echó el pelo hacia atrás.

– Sí -respondió-. Soy yo.

Se quedaron en silencio unos segundos. El sol brillaba tanto que hacía daño a la vista. Annika notó que el frío traspasaba las delgadas suelas de sus zapatos.

– No quisiera ser inoportuna, pero he hablado con muchas personas que conocían a Christina Furhage durante estos últimos días. Pensé que sería importante hablar también con usted.

– ¿Por qué lo piensa? -preguntó el hombre expectante, pero sin ser incorrecto.

– Su madre era una persona muy conocida, y su muerte ha conmocionado a todo el mundo. Pero a pesar de ser una persona pública, nadie conocía su lado privado. Eso ha sido lo que nos ha empujado a hablar con sus allegados.

– ¿Por qué? Ella quería guardarlo. ¿No pueden respetarlo?

El hombre no era tonto, eso estaba claro.

– Por supuesto -contestó Annika-. Precisamente hago esto en atención a sus familiares y a su propio deseo. Ya que no sabemos nada de ella hay un gran riesgo de que cometamos errores de bulto cuando escribamos sobre ella, fallos que pueden herir a su familia. Desgraciadamente ya lo hemos hecho una vez. Ayer publicamos un largo artículo donde se describía a su madre como la mujer ideal. Eso exasperó a su hermana Lena. Ella me llamó ayer, nos vimos y hablamos durante un buen rato. Quiero estar segura de que no cometemos el mismo atropello con usted.

El hombre la miró pasmado.

– Menuda verborrea -dijo impresionado-. Puede impresionar al más pintado, ¿verdad?

Annika no sabía si debía sonreír o estar seria.

El hombre percibió su confusión y rió.

– Okey -indicó-. Hablaré con usted. ¿Quiere un café o tiene prisa?

– Ambas cosas -respondió Annika y también rió.

– Quizá le gustaría ver primero mi invernadero…

– Sí, encantada -respondió Annika y deseó que hiciera más calor allí dentro.

Afortunadamente el aire era templado, olía a tierra y humedad. El invernadero era como los de antes: grande, por lo menos de cincuenta metros de largo y diez de ancho. Como en el exterior hacía mucho frío, la tierra estaba cubierta con enormes plásticos verde oscuro. Había dos pasillos que corrían paralelos a lo largo de ambos lados.

– Cultivo tomates ecológicos -anunció Olof Furhage.

– ¿En diciembre? -preguntó Annika.

El hombre volvió a reír, tenía facilidad para hacerlo.

– No, ahora no. Arranqué las plantas en octubre; durante el invierno la tierra descansa. Cuando uno cultiva ecológicamente es muy importante mantener el lugar y la tierra limpios de bacterias y hongos. Los cultivadores modernos utilizan generalmente mantillo o turba, pero yo utilizo tierra. Venga y verá.

Se encaminó rápidamente por el pasillo y se detuvo al otro extremo. En el exterior había un gran aparato de chapa.

– Esta es una máquina de vapor -informó Olof Furhage-. Lo comprime a través de los tubos que entran por aquí, ¡mire qué gordos son! y luego van bajo la tierra, la calientan. Eso mata a los hongos. La he hecho funcionar un poco por la mañana, por eso hace calor aquí dentro.

Annika observó interesada. Había muchas cosas que no sabía.

– ¿Y cuándo habrá tomates? -preguntó cortésmente.

– No se debe comenzar demasiado pronto, porque entonces serían muy largos y delgados. Yo planto a finales de febrero, y en octubre las plantas tienen una altura de seis metros…

Annika miró a su alrededor.

– ¿Pero cómo lo hace? Aquí no hay seis metros hasta el techo.

Olof Furhage volvió a reír.

– Sí, ¿ve los cables que van por encima? Cuando las plantas han alcanzado esa altura, se doblan sobre ellos. A medio metro del suelo más o menos hay otro cable. Sirve para lo mismo: de manera que se dobla el tronco debajo de él y sigue creciendo hacia arriba.

– Qué astuto -dijo Annika.

– ¿Nos tomamos un café?

Salieron del invernadero y se dirigieron a la casa.

– Usted ha crecido aquí en Tungelsta, ¿verdad? -preguntó ella.

El hombre asintió y sujetó la puerta.

– Se puede quitar los zapatos. Sí, crecí en Kvarnvägen, allí lejos. ¡Hola pequeña! ¿Cómo estás?

Las últimas palabras las gritó dentro de la casa, y una vocecita de niña le respondió desde el piso de arriba.

– Bien papá, pero no me sale. ¿Me puedes ayudar?

– Sí, dentro de un rato. Tengo visita.

Olof Furhage se quitó sus pesadas botas.

– Ha tenido gripe y ha estado muy enferma. Le compré un nuevo juego de ordenador en CD-ROM para consolarla. Bienvenida, por aquí…

Desde el piso de arriba asomó una carita por la escalera.

– Hola -dijo la niña-. Me llamo Alice.

Tendría nueve o diez años.

– Yo me llamo Annika.

Alice desapareció hacia su juego de ordenador.

– Vive conmigo cada dos semanas. Su hermana Petra se ha instalado aquí definitivamente. Petra tiene catorce años -dijo Olof Furhage y vertió el agua en la cafetera.

– ¿Así que es divorciado? -preguntó Annika sentándose a la mesa de la cocina.

– Sí, ahora hará dos años. ¿Leche o azúcar?

– Las dos cosas, gracias.

Olof Furhage acabó de preparar el café, puso la mesa y se sentó frente a Annika. Era una cocina agradable, con suelo de madera, espejos en las paredes, mantel a cuadros rojos y blancos y una estrella de Adviento en la ventana. Tenía unas vistas maravillosas hacia el invernadero.

– ¿Cuánto sabe? -preguntó el hombre.

Annika sacó el bloc y el bolígrafo del bolso.

– ¿Le importa que tome notas? Sé que su padre se llamaba Carl y que Christina le dejó con un matrimonio de Tungelsta cuando tenía cinco años. También sé que estableció contacto con Christina hace un par de años. Le tenía mucho miedo a usted.

Olof Furhage se rió de nuevo, pero ahora la risa era triste.

– Sí, pobre Christina, nunca comprendí por qué se asustó tanto -dijo-. Le escribí una carta justo después del divorcio, sobre todo porque me encontraba terriblemente mal. Le escribí para hacerle las preguntas que siempre quise hacer y nunca me había contestado. Por qué me había abandonado, si alguna vez me había querido, por qué nunca me había venido a ver, por qué Gustav y Elna no pudieron adoptarme… Nunca respondió.

– ¿Así que fue a verla?

El hombre suspiró.

– Sí, comencé a ir a Tyresö y a quedarme frente a su casa las semanas que las niñas estaban con su madre. Quería ver cómo era, dónde vivía, cómo vivía. Se había hecho famosa; al ser directora general del Comité Organizador estaba cada semana en los periódicos.

La cafetera comenzó a hervir; Olof Furhage se levantó y la colocó sobre la mesa.

– Vamos a dejar que pose un rato -anunció y fue a buscar un plato con bizcocho-. Una noche ella regresó sola a casa, recuerdo que era primavera. Se encaminaba a la puerta principal, yo me bajé del coche y me dirigí hacia ella. Cuando le dije quién era pareció que se iba a desmayar. Me miró fijamente como si yo fuera un fantasma. Le pregunté por qué no había contestado a mi carta, pero ella no respondió. Cuando empecé a repetirle todas las preguntas que le había hecho en la carta se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta, aún sin decir ni una palabra. Enloquecí y comencé a gritarle. «¡Vieja de mierda! -grité-, me podrías dedicar un minuto de tu tiempo!», o algo así. Comenzó a correr y tropezó con la escalera de la puerta; yo corrí hacia ella y la sujeté, le di la vuelta y grité «¡mírame!» o algo por el estilo.

El hombre bajó la cabeza como si el recuerdo le causara dolor.

– ¿Ella no dijo nada? -preguntó Annika.

– Sí, una palabra: «¡Desaparece!». Luego entró, cerró la puerta y llamó a la policía. Me detuvieron, aquí en la cocina, aquella misma noche.

Sirvió el café y él cogió un terrón de azúcar.

– ¿No ha tenido contacto con ella?

– Desde que me dejó con Gustav y Elna no. Recuerdo perfectamente la noche que llegué allí. Fuimos en taxi, mamá y yo, me pareció un viaje interminable. Yo estaba contento, mamá lo había pintado todo como una aventura, una divertida excursión.

– ¿Quería a su madre? -preguntó Annika.

– Sí, claro. La quería. Era mi madre, me había leído cuentos y me había cantado canciones, me abrazaba con frecuencia y cada noche me leía las oraciones nocturnas en la cama. Era bonita y resplandeciente como un ángel.

Se quedó en silencio y miró la mesa.

– Cuando llegamos a casa de Gustav y Elna nos dieron de comer, salchichas con puré de nabos. Todavía me acuerdo. No me gustó, pero mamá dijo que tenía que comérmelo. Luego me llevó al recibidor y me dijo que tenía que quedarme con Gustav y Elna, pues mamá se iba de viaje. Gustav me abrazaba mientras mamá recogía sus cosas y salía corriendo. Creo que lloraba, pero puedo estar equivocado.

Bebió un poco de café.

– Pasé toda la noche temblando en la cama, chillé y lloré todo lo que pude. Pero al pasar los días mejoré. Elna y Gustav tenían más de cincuenta años y no habían tenido hijos. Se puede decir que me malcriaron. Llegaron a quererme más que a nada en el mundo, no pude tener mejores padres. Ahora ya han muerto.

– ¿No volvió a encontrarse con su madre?

– Sí, una vez, cuando tenía trece años. Gustav y Elna le habían escrito, pues querían adoptarme. Yo también adjunté una carta con un dibujo, creo recordar. Entonces vino aquí una noche y dijo que la dejáramos en paz. La reconocí al instante, a pesar de no haberla visto desde que era niño. Dijo que ni hablar de adopción y que en el futuro no quería recibir ni cartas ni dibujos.

Annika se quedó atónita.

– ¡Dios mio!

– Yo me quedé destrozado, por supuesto; ¿qué niño no se sentiría así? Al poco de estar aquí se volvió a casar; quizá por eso se sentía tan presionada.

– ¿Por qué no quería que le adoptaran?

– He pensado en ello -respondió Olof Furhage-. La única razón sería que yo iba a heredar muchísimo dinero. Carl Furhage no tenía otros hijos, y desde que había muerto su tercera mujer era un hombre riquísimo, ¿sabía eso? Sí, entonces también sabrá que creó un gran premio con la mayor parte de su fortuna. A mí me dieron mi parte legal. Y mamá tendría que administrarla. Y lo hizo en su provecho. Apenas quedaba algo cuando llegué a la mayoría de edad.

Annika no podía creer lo que oía.

– ¿Es verdad eso? -preguntó.

Olof Furhage exhaló un suspiro.

– Sí, desgraciadamente. Tuve el dinero justo para comprar esta casa y un coche. El dinero me vino muy bien; estaba estudiando y había conocido a Karin. Nos trasladamos aquí y comenzamos a repararla, no era habitable cuando nos venimos a vivir. Al divorciarnos Karin dejó que me quedara con la casa; se puede decir que nos separamos de buenas maneras.

– ¡Tenía que haber denunciado a su madre! -exclamó Annika consternada-. ¡Le robó!

– Si quiere que le diga la verdad, no me importó -contestó Olof sonriendo-. No quería saber nada de ella. Pero cuando mi matrimonio fracasó, mi infancia volvió a resurgir y busqué la culpa de mi fracaso en el pasado. Por eso tomé contacto con mamá de nuevo. Pero como le he dicho, no sirvió para nada.

– ¿Cómo pudo sobrevivir?

– Agarré al toro por los cuernos y empecé a hacer terapia. Quería romper la tradición de malos padres en nuestra familia.

En ese momento entró Alice en la cocina. Llevaba un pijama rosa, bata y sujetaba una Barbie en su regazo. Miró a Annika rápida y tímidamente y se subió a las rodillas de su padre.

– ¿Cómo estás? -preguntó Olof Furhage y besó a la niña en el pelo-. ¿Has tosido mucho hoy?

La niña sacudió la cabeza y metió la cara en el jersey de punto de su padre.

– Ya estás mejor, ¿verdad?

La niña cogió un terrón de azúcar y salió corriendo hacia el salón. Al momento se oyó el tema de La pantera rosa a través de la puerta abierta.

– Es una alegría que pueda quedarse en Nochebuena -dijo Olof y cogió un pedazo de bizcocho-. Petra lo ha hecho, está muy bueno, ¡pruebe!

Annika tomó un trozo. Estaba realmente bueno.

– Alice vino el viernes del colegio y se puso enferma por la noche. Llamé al médico de guardia a medianoche, tenía más de cuarenta grados de fiebre. Me quedé sentado, con la niña sudando en mis brazos, hasta que el médico llegó, a las tres y diez. Así que cuando la policía llegó el sábado por la tarde, mi coartada era perfecta.

Annika asintió. Esa conclusión ya la había sacado ella. Permanecieron sentados en silencio un rato escuchando las andanzas de la Pantera.

– Bueno, ahora tengo que irme -anunció Annika-. Muchísimas gracias por dedicarme un rato.

Olof Furhage sonrió.

– No tiene importancia. Los cultivadores de tomates no tenemos mucho que hacer durante el invierno.

– ¿Vive del cultivo de tomates?

El hombre rió.

– No. Apenas consigo no perder dinero. Es prácticamente imposible hacer negocios con plantas de invernadero. Hasta los que cultivan tomates más al sur con subvenciones y mano de obra barata, apenas cubren gastos. Hago esto porque me gusta; lo único que me cuesta es dedicación y trabajo, y lo hago por la naturaleza.

– ¿De qué vive?

– Investigo en KTH, técnica de residuos.

– Compost y eso.

Él sonrió.

– Entre otras cosas -dijo.

– ¿Cuándo será catedrático?

– Seguramente nunca. Una de las dos cátedras que hay acaba de otorgarse, la otra está en la escuela técnica de Luleå y no quiero trasladarme, por las niñas. Además, al final quizá se arregle todo entre Karin y yo. Ahora Petra está con ella, vamos a pasar todos juntos las Navidades.

Annika sonrió, y la sonrisa le salió de lo más hondo de su ser.


Anders Schyman estaba sentado, acodado sobre la mesa del despacho y apoyaba su cabeza entre las manos. Era increíble lo que le dolía. Tenía migraña un par de veces al año, y siempre acontecía cuando comenzaba a relajarse después de haber estado bajo mucha tensión. El día anterior, además, había cometido el error de beber vino tinto. A veces podía, pero no antes de unos días libres. Ahora se sentía mal, no sólo a causa del dolor de cabeza, sino también por lo que se le venía encima. Estaba a punto de hacer algo que no había hecho nunca antes, y no era una experiencia agradable. Había estado hablando por teléfono toda la mañana, primero con el director general y luego con el abogado del periódico. El dolor de cabeza había aumentado a lo largo de las conversaciones. Resopló y puso las manos entre los papeles de la mesa. Tenía el blanco de los ojos completamente rojo y el pelo revuelto. Se quedó mirando al vacío. Al cabo de un rato alargó el brazo hacia las pastillas y el vaso de agua y tomó otro Diltagesic. Ahora ya no podría ir en coche a casa.

Llamaron a la puerta y Nils Langeby asomó la cabeza.

– ¿Querías verme? -preguntó esperanzado.

– Sí, pasa -respondió Anders Schyman y le costó levantarse.

Dio la vuelta a la mesa e indicó al reportero que podía sentarse en el sofá. Nils Langeby se sentó en medio del sofá más grande y se despatarró. Parecía nervioso y preocupado por ocultarlo. Miraba extrañado a la mesa baja frente a él, como si esperara una taza de café y un bollo. Anders Schyman se sentó en el sillón frente a él.

– Quería hablar contigo, Nils, pues tengo que hacerte una oferta…

El reportero se iluminó, una luz se encendió en sus ojos. Creía que iba a ser ascendido, que recibiría algún tipo de reconocimiento. El director lo notó y se sintió como un cerdo.

– Bueno… -dijo Nils Langeby después de que el jefe permaneciera un rato en silencio.

– Me pregunto qué te parecería continuar trabajando en el periódico como freelance…

Ya lo había dicho. Sonó como una pregunta perfectamente normal, pronunciada con un tono de voz normal. El director se esforzó por parecer tranquilo y sosegado.

Nils Langeby no entendió nada.

– ¿Freelance? Pero… ¿por qué? ¡Yo soy fijo!

El director se levantó y fue a buscar un vaso de agua al escritorio.

– Sí, ya sé que eres fijo, Nils. Llevas trabajando aquí muchos años, y puedes continuar diez o doce años más, hasta que te jubiles. Lo que te ofrezco es que trabajes de una forma mucho más libre durante los últimos años de tu vida laboral.

Nils Langeby le miraba desconcertado.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó. La mandíbula le colgaba y hacía de su boca un agujero negro.

Schyman resopló y se sentó de nuevo en el sillón con el vaso en la mano.

El reportero se quedó con la boca abierta y parpadeó un par de veces.

– ¡Mierda! -exclamó-. ¿Qué coño es esto?

– Justamente lo que te digo -respondió el director cansado-. Una oferta de una nueva forma de contrato laboral. ¿No has pensado nunca en cambiar?

Nils Langeby cerró la boca y cruzó las piernas. Mientras asimilaba la inaudita situación que caía sobre su cerebro, su mirada vagó por el edificio de oficinas de enfrente, apretó los dientes y tragó.

– Podríamos ayudarte a buscar una oficina. Te garantizamos un sueldo de cinco días de contrato freelance al mes; eso son 12.500 coronas, más seguridad social y vacaciones durante cinco años. Seguirás teniendo tus áreas de investigación, criminalidad en las escuelas y…

– ¡Es esa puta! ¿Verdad? -exclamó Nils Langeby excitado.

– ¿Perdona? -contestó Anders Schyman y perdió algo de su compostura.

Langeby apartó la mirada del director, y Schyman casi se cayó hacia atrás al ver todo el odio que allí había acumulado.

– ¡Ese coño! ¡Esa puta! ¡Esa arpía! Es ella quien está detrás de todo esto, ¿verdad?

– ¿De qué hablas? -dijo Schyman notando que alzaba la voz.

El reportero apretó los puños y respiró agitadamente por la nariz.

– ¡Diablos, diablos, diablos! -clamó-. ¡Ese coño de mierda me echa!

– No he hablado de despido -comenzó Schyman.

– ¡Una mierda! -bramó Langeby y se levantó con tanto ímpetu, que su gran barriga se balanceó. Tenía el rostro completamente rojo y apretaba los puños.

– Siéntate -dijo Schyman fríamente y en voz baja-. No hagas esto más desagradable de lo que es.

– ¿Desagradable? -voceó Langeby y Schyman también se levantó. El director dio dos pasos hacia Langeby y se quedó a veinte centímetros de su rostro.

– Siéntate, hombre, deja que termine -replicó.

Langeby no hizo caso, sino que fue hasta la ventana y miró a través de ella. Estaba despejado y hacía frío; el sol brillaba sobre la embajada rusa.

– ¿A quién te refieres al utilizar expresiones sexuales malsonantes? -preguntó Schyman-. ¿Es a tu jefa directa, Annika Bengtzon?

Langeby emitió una carcajada corta y triste.

– Mi jefa directa, Dios mío, sí. Me refiero a ella. El coño más incompetente que he conocido. ¡No entiende nada! ¡No sabe nada! Se está volviendo insoportable con toda la redacción. ¡Eva-Britt Qvist piensa lo mismo! Le chilla y le grita a las personas. Ninguno de nosotros entiende por qué le han dado ese puesto. No tiene ni aplomo, ni autoridad, ni ninguna experiencia como maquetista.

– ¿Experiencia como maquetista? -dijo Anders Schyman-. ¿Eso qué tiene que ver?

– Todos saben qué pasó con ese hombre que murió, lo debes saber. Ella nunca habla de ello, pero todos lo saben.

El director respiró con los orificios nasales bien abiertos.

– Si te refieres al incidente ocurrido antes de que Annika Bengtzon fuera contratada, el tribunal dictaminó que había sido un accidente. Es una mezquindad sacar eso -respondió fríamente.

Nils Langeby no contestó sino que se balanceó sobre los talones y luchó por contener las lágrimas. Schyman decidió golpear y atacar.

– Me parece sorprendente que te expreses de esta manera sobre tu jefa -prosiguió-. El hecho es que exabruptos como los que acabas de pronunciar pueden acabar en una amonestación por escrito.

Nils Langeby no reaccionó, sino que continuó balanceándose junto a la ventana.

– Deberíamos poder discutir sobre tu trabajo en el periódico, Nils. El supuesto artículo de ayer era una auténtica catástrofe. No sería razón para darte un aviso, pero últimamente has demostrado varias veces una falta total de juicio. Otro ejemplo: tu artículo del domingo sobre que la primera bomba fuera una acción terrorista. No has podido señalar una sola fuente.

– No tengo por qué revelar mis fuentes -replicó Langeby sofocado.

– Sí a mí, joder, yo soy el responsable de este periódico. Si tú estás equivocado el responsable soy yo, ¿todavía no sabes eso después de todos estos años?

Langeby continuó balanceándose.

– Todavía no he hablado con el sindicato -dijo Schyman-, quería hablar primero contigo. Podemos hacer esto de la manera que quieras, con o sin el sindicato, con o sin conflictos. Tú decides.

El reportero se encogió ostentosamente de hombros pero no respondió nada.

– Puedes continuar ahí de pie o puedes sentarte y dejar que te explique lo que he pensado.

Langeby dejó de balancearse, dudó un segundo pero luego se dio la vuelta lentamente. Schyman observó que había llorado. Los dos hombres se volvieron a sentar de nuevo en los sofás.

– No quiero humillarte -prosiguió el director bajando el tono de voz-. Quiero que esto se haga de la mejor manera posible.

– No puedes despedirme -gangueó Nils Langeby.

– Sí que puedo -aseguró Schyman-. Nos costaría tres pagas anuales en la magistratura de trabajo, quizá cuatro. Sería una jodida maraña de infamias y feas y mezquinas acusaciones que ni tú ni el periódico se merecen. Seguramente tú nunca más volverías a encontrar trabajo. El periódico aparecería como un lugar de trabajo duro y sin corazón, pero eso no es tan importante. Puede que hasta sea bueno para nuestra reputación. Podríamos motivar la razón de tu despido. Recibirías rápidamente, hoy mismo, un aviso por escrito. Nos remitiríamos a él. Sostendríamos que saboteas la publicación, que hostigas y pones trabas a tu jefa directa con palabrotas e insultos sexuales. Mostraríamos tu incompetencia y mal juicio, con sólo referirnos a lo que ha pasado estos últimos días y contar tus artículos en nuestro archivo. ¿Cuántos pueden ser durante los últimos diez años? ¿Treinta? ¿Treinta y cinco? Eso da unos tres artículos y medio al año, Langeby.

– Tú dijiste… tú dijiste el sábado que yo todavía continuaría escribiendo titulares para el Kvällspressen durante muchos años; ¿eran sólo palabras?

Anders Schyman resopló.

– No, en absoluto. Por eso te ofrezco que continúes en el periódico bajo otra forma de contrato. Te ayudamos a montar una empresa, un local y compramos cinco días de tu tiempo al mes durante cinco años. Los honorarios diarios como periodista freelance son de dos mil quinientas coronas por día, además de vacaciones y seguridad social. Eso te asegura más de la mitad de tu sueldo durante cinco años, además de poder trabajar cuanto quieras para otros.

Langeby se secó los mocos con el dorso de la mano y miró fijamente a la alfombra. Después de un momento de silencio dijo:

– ¿Y si cojo otro trabajo?

– Entonces podemos arreglar que el dinero se te pague como indemnización, 169.500 coronas por año o 508.500 por tres años. No podemos pagar más como compensación.

– ¡Tú dijiste cinco años! -profirió Langeby, repentinamente combativo.

– Sí, pero entonces trabajarás para nosotros. El contrato de freelance no es ningún contrato blindado. Esperamos que trabajes para nosotros, si bien de otra manera.

Langeby volvió a dirigir la mirada hacia la alfombra. Schyman esperó un rato, luego pasó al siguiente estadio, la cura.

– Me he dado cuenta de que ya no estás contento en la redacción. No te has acostumbrado a los nuevos tiempos. Me da pena que estés descontento con la transformación de tu lugar de trabajo. Esta es una forma ventajosa de conseguir una buena base para comenzar una nueva carrera como autónomo. No estás a gusto trabajando con Annika Bengtzon y me parece lamentable. Pero Annika se queda, tengo grandes planes para ella. No estoy de acuerdo en absoluto con tu evaluación de ella. Me parece que es atrevida y muy inteligente. A veces explota con facilidad, pero eso cambiará con el tiempo. Últimamente ha estado sometida a una fuerte presión, en parte por tu culpa, Nils. Yo quiero conservar vuestra competencia en el periódico, y creo que un contrato de este tipo puede ser bueno para todos…

– 508.500 son sólo dos pagas anuales -indicó Nils Langeby.

– Sí, son dos pagas anuales enteras, y te las damos sin peleas ni malas palabras. Nadie necesita saber nada del dinero. Sólo tienes que anunciar que das un paso más en tu carrera y te haces autónomo como freelance. El periódico lamentará la pérdida de un colaborador tan experimentado, pero apreciará que continúes trabajando para nosotros como colaborador…

Nils Langeby miró al director con una mueca de intenso desprecio.

– ¡Joder! -prorrumpió-. Eres más falso y servil que una serpiente. ¡A la mierda!

Nils Langeby se levantó sin decir una palabra más y salió por la puerta. La cerró de un portazo y Anders Schyman oyó alejarse sus pasos en la redacción.

El director fue hacia la mesa y bebió otro vaso de agua. La última pastilla había conseguido que el dolor de cabeza se suavizara, pero todavía notaba sus martillazos en las sienes. Dio un profundo suspiro. Esto estaba saliendo muy bien. La cuestión era si no había ganado ya. Una cosa estaba clara, Nils Langeby tenía que irse. Se iría de la redacción y no volvería a poner un pie en ella. Desgraciadamente nunca renunciaría por las buenas. Continuaría apestando el aire de la redacción durante doce años más sin hacer otra cosa que sabotear.

Schyman se sentó en la silla del escritorio y miró hacia la embajada. Varios niños intentaban deslizarse en trineo por un montículo de barro en la parte delantera.

Por la mañana el director general le había garantizado que podría disponer de parte del presupuesto para poder despedir a Nils Langeby ofreciéndole hasta cuatro pagas anuales. Sería más barato que pagarle doce, que es lo que le correspondía si se quedaba. Si Nils Langeby fuera algo listo, que no lo era, debería aceptar la oferta. Si no lo hacía, tenía a mano otros métodos. Se le podía destinar al turno de mañana como corrector, por ejemplo. Por supuesto, habría negociaciones sindicales y un escándalo, pero el sindicato no podría evitarlo ni podría decir que la empresa había cometido una falta formal. Como reportero, se presuponía que estaba capacitado para trabajar como corrector de textos, así que no debería haber ningún problema.

El sindicato, sobre todo, no tendría nada que discutir. Anders Schyman sólo le había hecho una oferta al reportero. En este trabajo era corriente ofrecer a los reporteros indemnizaciones por despido, aunque no se habían dado muchos casos en este periódico. Todo lo que el sindicato de periodistas podía hacer era apoyar a su afiliado durante la negociación e intentar que el acuerdo le fuera lo más favorable posible.

Si todo se fuera a la mierda, el abogado del periódico, un experto en convenios laborales, estaba preparado para un duro proceso en la magistratura de trabajo. El sindicato de periodistas se presentaría como parte y asesoraría a Langeby en el juicio, pero el periódico no podía perder. Lo único que Schyman perseguía era deshacerse de este tío de mierda, y lo conseguiría.

El director tomó un trago de agua, cogió el teléfono y le dijo a Eva-Britt Qvist que viniera. La noche anterior le había leído la cartilla seriamente a Spiken, que ya no volvería a dar más problemas. Lo mejor era cogerlos a todos al mismo tiempo.


La llamada de Leif, el informante, llegó a la redacción a las once cuarenta y siete, sólo tres minutos después de que el hecho tuviera lugar. Fue Berit quien la recibió.

– Stockholm Klara ha volado por los aires; hay cuatro heridos por lo menos -anunció el informante y colgó. Antes de que la información llegara al cerebro de Berit, Leif ya había llamado al otro periódico. Tenía que ser el primero, de otro modo no habría dinero.

Berit no colgó, sino que pulsó la tecla de conexión un instante, luego marcó el número directo de la central de alarmas de la policía.

– ¿Es cierto que ha habido una explosión en la terminal de Correos? -preguntó rápidamente.

– Todavía no sabemos nada -respondió un policía totalmente estresado.

– ¿Es verdad que ha explotado? -dijo Berit.

– Eso parece.

Colgaron y Berit tiró el resto de su bocadillo del almuerzo en la papelera de reciclaje de papel.

A las doce Radio Stockholm fue la primera en difundir la noticia al público.


Annika abandonó Tungelsta con una especie de extraño calor espiritual. La mente tiene, a pesar de todo, una fantástica capacidad para sobreponerse. Agitó la mano hacia Olof Furhage y su Alice al doblar hacia Alwägen, cruzó lentamente los encantadores bloques de casas hacia la carretera 257. Aquí sí que podría vivir. Pasó por Krigslida, Glasberga y Norrskogen camino al cruce de Västerhaninge y la autopista a Estocolmo.

Cuando estuvo en el carril correcto de Nynäsvägen cogió el móvil, que seguía en el asiento del copiloto. «Llamada perdida» decía la pantalla, pulsó «mostrar número» y vio que la centralita del periódico la había buscado. Resopló ligeramente y dejó el teléfono en el asiento. «Joder, qué bien que ya casi fuera Navidad.»

Puso de nuevo la radio y cantó con Alphaville Forever Young.

Justo después de la salida a Dalarö el teléfono sonó de nuevo. Resopló y bajó el volumen, se puso el auricular en el oído y pulsó «contestar».

– ¿Annika Bengtzon? Hola, soy yo, Beata Ekesjö, hablamos el martes. Nos conocimos en el pabellón deportivo y te llamé anoche…

Annika gruñó interiormente: «¡la pirada jefa de obra!».

– Hola -respondió Annika y adelantó a un camión ruso.

– Bueno, me preguntaba si tienes tiempo para hablar conmigo un momento.

– En realidad no -dijo Annika y volvió a situarse en el carril de la derecha.

– Es muy importante -contestó Beata Ekesjö.

Annika volvió a resoplar.

– Vaya, ¿y de qué se trata?

– Creo que sé quién asesinó a Christina Furhage.

Annika estuvo a punto de salirse por la cuneta.

– ¿Lo sabes? ¿Cómo puedes saberlo?

– He encontrado una cosa -contestó Beata Ekesjö.

El cerebro de Annika iba a mil por hora.

– ¿Qué es?

– No puedo decírtelo.

– ¿Has hablado con la policía?

– No, quería enseñártelo primero.

– ¿A mí? ¿Por qué?

– Porque tú has escrito sobre esto.

Annika aminoró la velocidad para poder pensar y fue rápidamente adelantada por el camión ruso. Una nube de nieve llenó la carretera.

– No soy yo quien investiga el asesinato, es la policía judicial.

– ¿No quieres escribir sobre mí?

La chica no se daba por vencida; al parecer quería salir en el periódico.

Annika sopesó los pros y los contras. La tía estaba chiflada, seguramente no sabía una mierda y ella quería irse a casa. Pero al mismo tiempo no podía colgar cuando alguien llamaba revelando la solución de un asesinato.

– Dime lo que has encontrado y así sabré si puedo escribir sobre ello.

La nube de nieve era muy espesa. Annika pasó al carril de la izquierda y adelantó de nuevo al camión ruso.

– Te lo puedo enseñar.

Annika resopló en silencio y miró el reloj: la una menos cuarto.

– Bueno, ¿dónde lo tienes?

– Aquí, en el estadio olímpico.

El coche pasó Trångsund y Annika se dio cuenta de que pasaría junto al estadio Victoria de camino al periódico.

– Okey. Estaré ahí en quince minutos.

– ¡Bien! -contestó Beata-. Te espero en la explanada…

El teléfono emitió tres cortos pitidos y la conversación se cortó. La batería estaba agotada. Annika comenzó a rebuscar la otra batería en el fondo de su bolso, pero dejó de hacerlo al meterse sin querer en el carril de aceleración. El móvil tendría que esperar hasta que saliera del coche. Subió el volumen de la radio de nuevo y se alegró al descubrir que acababa de empezar la vieja canción feminista de Gloria Gaynor I Will Survive:

First I was afraid,

I was petrified,

Kept thinking I could never live without you by my side,

But then I spent so many nights thinking how you did me wrong,

And I grew strong,

And I learned how to get along…


Muchos periodistas y fotógrafos ya habían tenido tiempo de presentarse en Stockholm Klara cuando Berit y Johan Henriksson llegaron. Berit entornó los ojos para ver la fachada futurista: el sol reverberaba sobre el cristal y el cromo.

– Nuestro Dinamitero se renueva -dijo ella-. Antes no había utilizado cartas bomba antes.

Henriksson cargaba sus cámaras con carretes de película al mismo tiempo que subían las escaleras de la entrada principal. Los otros periodistas esperaban en el luminoso vestíbulo. Berit miró a su alrededor cuando entró. El edificio era un típico complejo de los años ochenta de mármol, escaleras mecánicas y techos altísimos.

– ¿Hay alguien del periódico Kvällspressen? -preguntó un hombre junto a los ascensores.

– Sí, aquí -respondió Berit.

– ¿Puede ser tan amable de seguirme? -preguntó el hombre.


La policía ya no acordonaba la zona, la entrada estaba limpia de nieve y Annika pudo conducir hasta la escalera de la entrada principal del estadio. Miró a su alrededor: el sol deslumbraba tanto que tuvo que entornar los ojos, pero no se veía un alma por ninguna parte. Se quedó sentada con el coche en marcha acabando de escuchar a Dusty Springfield en I Only Wanna be With You. Alguien golpeó la ventanilla y ella se sobresaltó.

– Hola, ¡Dios, qué susto me has dado! -exclamó Annika cuando abrió la puerta.

Beata Ekesjö sonrió.

– No tienes por qué preocuparte.

Annika apagó el motor y guardó el móvil en el bolso.

– No puedes aparcar aquí -informó Beata Ekesjö-. Seguro que te ponen una multa.

– Es que no pienso estar mucho tiempo -protestó Annika.

– No, pero tenemos que andar un rato. Son setecientas cincuenta coronas de multa.

Annika resopló por dentro.

– ¿Dónde lo dejo entonces?

Beata señaló.

– Allí, al otro lado del puente peatonal. Te espero aquí.

Annika se volvió a sentar en el coche. «¿Por qué permito que la gente me dé órdenes?», pensó mientras conducía por el mismo camino por el que había venido y aparcó entre los otros coches de las casas cercanas. Bueno, le vendría bien caminar unos minutos al calor del sol, esto no ocurría todos los días. Lo principal era que no llegara tarde a la guardería. Annika cogió el móvil y cambió la batería. Pitó cuando colocó la nueva, «mensaje recibido» comenzó a parpadear en la pantalla. Pulsó la C para borrar el texto y llamó a la guardería. Cerraban a las cinco de la tarde, una hora antes que de costumbre, pero más tarde de lo que ella pensaba.

Respiró profundamente y se dispuso a cruzar el puente peatonal.

Beata la esperaba, sonrió y su aliento permaneció como una nube blanca a su alrededor.

– ¿Qué me querías enseñar? -preguntó Annika y se dio cuenta de lo irritada que sonaba su voz.

Beata continuó sonriendo.

– He encontrado una cosa muy extraña allí lejos -informó señalando-. No tardaremos mucho.

Annika resopló en silencio y comenzó a caminar. Beata la siguió.


En el mismo momento que Berit y Henriksson entraban en el ascensor en Stockholm Klara, Kjell Lindström, el fiscal general, llamaba al periódico. Quería hablar con el director y le pusieron con su secretaria.

– Lo siento pero ha salido a almorzar -respondió la secretaria cuando Schyman movió la mano rechazándolo-. ¿Puedo dejarle algún mensaje? ¿Qué? Sí, espere un momento voy a ver si puedo pasarle…

La migraña de Schyman no quería desaparecer. Lo que más ansiaba era tumbarse en una habitación totalmente oscura y simplemente dormir. A pesar del dolor de cabeza había llevado a cabo muchas labores constructivas por la mañana. La conversación con Eva-Britt Qvist había sido increíblemente fácil. La secretaria de redacción había dicho que pensaba que Annika Bengtzon era una jefa muy prometedora, que la apoyaría de todas las maneras posibles y por supuesto quería colaborar para que el trabajo en la redacción de sucesos funcionara bajo la dirección de Annika.

– Es el fiscal; insiste mucho -anunció la secretaria, acentuando la palabra «mucho».

Anders Schyman resopló y cogió el aparato.

– Vaya, las fuerzas del orden están en alerta el «día antes» -dijo-. Aunque os habéis equivocado de papeles, somos nosotros los que tenemos que perseguiros…

– Llamo en relación con la explosión en Stockholm Klara -interrumpió Kjell Lindström.

– Sí, tenemos un equipo en camino…

– Lo sabemos, ahora mismo estamos hablando con ellos. La carga iba dirigida a una de sus empleadas, una reportera llamada Annika Bengtzon. Hay que ponerla inmediatamente bajo vigilancia.

Las palabras llegaron a Anders Schyman envueltas en una niebla de Distalgesic.

– ¿Annika Bengtzon?

– El envío iba dirigido a ella pero explotó por error dentro de la terminal. Creemos que ha sido enviado por la misma persona que está detrás de las explosiones contra el estadio olímpico y el pabellón de atletismo de Sätra.

Anders Schyman sintió que le flaqueaban las piernas y se sentó en la mesa de la secretaria.

– ¡Dios mío! -exclamó.

– ¿Dónde está Annika Bengtzon ahora? ¿En la redacción?

– No, no creo. Salió por la mañana, iba a entrevistar a alguien. No la he visto regresar.

– ¿Hombre o mujer?

– ¿La persona a la que iba a ver? Hombre, creo. ¿Por qué?

– Es importantísimo que Annika Bengtzon tenga guardaespaldas inmediatamente. No puede quedarse ni en su casa ni en el trabajo hasta que la persona en cuestión sea detenida.

– ¿Cómo saben que la bomba era para Annika?

– Era una carta certificada dirigida a ella. Ahora estamos investigando los detalles. Lo más importante es que Annika Bengtzon esté en un lugar seguro inmediatamente. Hemos enviado una patrulla al periódico y debe de estar a punto de llegar. Ellos se encargarán de llevarla rápidamente a un lugar seguro. ¿Tiene familia?

Anders Schyman cerró los ojos y se pasó la mano por la cara. «No puede ser verdad», pensó, y sintió que toda la sangre había abandonado su cerebro.

– Sí, marido y dos hijos.

– ¿Están los niños en la guardería? ¿Cuál? ¿Quién lo sabe? ¿Dónde trabaja su marido? ¿Pueden localizarlo?

Anders Schyman prometió que él mismo se encargaría de que la familia de Annika fuera informada y atendida. Le dio al funcionario el número de móvil de Annika y le rogó que hicieran un buen trabajo.


Caminaron junto al canal de Sickla y pasaron un bosquecillo junto al estadio. Los pequeños pinos estaban destrozados a causa de la explosión, uno estaba caído con las raíces al descubierto, las ramas de otros se habían quebrado. La nieve tenía aproximadamente dos decímetros de profundidad. A Annika se le empaparon de nieve los zapatos.

– ¿Está lejos? -preguntó.

– No mucho -respondió Beata.

Siguieron caminando pesadamente en la nieve y Annika comenzó a irritarse de verdad. La pista de entrenamiento se perfilaba por encima de ellas. Annika podía ver los últimos pisos de Lumahuset a lo lejos.

– ¿Cómo subiremos? No hay ninguna escalera -dijo y miró a lo largo del muro de hormigón que sostenía el lateral de la pista. Beata la alcanzó y caminó a su lado.

– No vamos a subir ahí arriba. Sólo sigue el muro -señaló.

Annika continuó caminando a duras penas en la nieve. El estrés comenzó a fluir por sus venas, tenía que escribir el artículo sobre la identificación del Dinamitero antes de irse a casa, y todavía no había envuelto los regalos de Navidad de los niños. Bueno, eso lo haría por la noche, cuando se hubieran dormido. El descubrimiento de Beata podía ser lo que hiciera hablar a la policía.

– ¿Ves que el muro desaparece ahí delante? -anunció Beata a su espalda-. Hay una entrada un par de metros bajo la pista, es ahí adonde vamos.

Annika tiritó, hacía frío a la sombra del muro. Podía oír su propia respiración y el zumbido del cinturón Sur tras ella; por lo demás el lugar era silencioso y tranquilo. Ahora por lo menos sabía adonde iba.


La patrulla policial estaba compuesta por dos policías uniformados y dos de paisano. Anders Schyman los recibió en su despacho.

– Vienen dos patrullas de Técnicos en Desactivación de Explosivos con perros -dijo uno de los policías de paisano-. Existe un serio riesgo de que haya colocado más bombas aquí, en la redacción. El edificio debe ser evacuado y registrado.

– ¿Es realmente necesario? ¿Hemos sido amenazados? -preguntó Anders Schyman.

El policía le miró con seriedad.

– Hasta ahora ella nunca ha avisado.

– ¿Ella?

El otro policía se adelantó.

– Sí, creemos que el Dinamitero puede ser una mujer.

Anders Schyman pasó la mirada de uno a otro.

– ¿Por qué lo creen?

– Lo siento, pero eso no lo podemos comentar ahora.

– ¿Pero por qué no la detienen?

– Ha desaparecido -informó el primero de los policías y cambió de conversación-. No hemos conseguido localizar a Annika Bengtzon. ¿Tiene alguna idea de dónde pueda estar?

Anders Schyman negó con la cabeza, tenía la boca completamente seca.

– No, sólo dijo que iba a entrevistar a alguien.

– ¿A quién?

– No lo dijo. Me comentó que a un hombre.

– ¿Tiene coche?

– No creo.

Los policías intercambiaron miradas, este hombre no sabía gran cosa.

– Okey, tenemos que saber qué vehículo utilizaba y buscarlo. Ahora abandonemos el edificio.


– Aquí los distintos participantes harán el calentamiento previo a las diferentes competiciones -explicó Beata cuando entraron bajo el estadio.

El lugar era opaco, casi oscuro bajo el techo de hormigón. Annika vio la abertura a lo lejos. Al otro lado estaba la villa olímpica, cuyas casas blancas brillaban al sol. Todos los cristales de las ventanas centelleaban y refulgían, eran completamente nuevos. Una de las tareas prioritarias había sido arreglar los cristales destrozados. Había peligro de que las cañerías de las casas se congelaran.

– Los participantes tienen que poder llegar fácilmente al estadio -informó Beata-. Esta zona está abierta al público, y para que los participantes no tengan que hacer cola en la entrada principal cuando compitan, hemos construido una entrada subterránea que va desde aquí hasta el estadio.

Annika se volvió y miró a la oscuridad.

– ¿Dónde? -preguntó sorprendida.

Beata sonrió.

– No hemos puesto indicaciones -contestó-. Si no, la gente podría entrar. Aquí en la esquina, ven te lo voy a enseñar.

Annika se encontró frente a una puerta de hierro pintada de gris, que apenas se distinguía en la oscuridad. A lo ancho de la puerta había una barra de hierro, parecía llevar al cuarto de la basura o algo por el estilo. Junto a la barra de hierro había un cajetín de chapa que Beata abrió. Annika vio cómo sacaba una tarjeta del bolsillo del abrigo y la introducía en el lector.

– ¿Tienes tarjeta para entrar aquí? -preguntó Annika sorprendida.

– Todos la tienen -respondió Beata y levantó la barra de hierro.

– ¿Qué haces? -dijo Annika.

– Abrir -contestó Beata y abrió la puerta de hierro. Las bisagras eran totalmente silenciosas; dentro, la oscuridad era compacta.

– ¿Pero se puede hacer esto? ¿No está la alarma conectada? -exclamó Annika y sintió un cosquilleo de malestar.

– No, las alarmas no están conectadas de día. Se trabaja a destajo en el estadio. Entra aquí y verás algo muy extraño. Espera, voy a encender.

Beata accionó un gran interruptor que había junto a la puerta y una serie de tubos fluorescentes se encendieron en el techo. Las paredes del pasadizo eran de hormigón y el suelo de linóleo amarillo corriente. El techo tenía una altura de dos metros y medio. Continuaba unos veinte metros, luego giraba a la izquierda y desaparecía hacia el estadio olímpico. Annika tomó aliento y entró en el pasadizo. Se dio la vuelta y vio como Beata cerraba la puerta.

– Según el reglamento no puede estar abierta -informó Beata y volvió a sonreír.

Annika también sonrió, se volvió y siguió caminando.

– ¿Es por aquí? -preguntó.

– Sí, a la vuelta -contestó Beata.

Annika sintió cómo le bullía la sangre; esto era realmente emocionante. Siguió apresurada y oyó los tacones resonar en el túnel; al doblar la esquina, un poco más lejos, aparecieron un montón de cachivaches.

– ¡Aquí hay algo! -exclamó y se volvió hacia Beata.

– Sí, es lo que te quería enseñar. Ya verás qué interesante.

Annika se colocó mejor la correa del bolso sobre el hombro y aceleró el paso. Había un colchón, dos sencillas sillas de jardín, una mesa de camping y una nevera portátil. Se acercó y observó los objetos.

– Alguien ha estado durmiendo aquí -dijo, y en ese mismo momento vio la caja de dinamita. Era pequeña, blanca y llevaba el texto «Minex» impreso a lo largo. Jadeó, y de repente algo le cayó alrededor del cuello. Sus manos volaron hacia la garganta pero no consiguieron sujetar la cuerda. Intentó gritar, pero el cordel ya le apretaba demasiado fuerte. Comenzó a tirar y a sacudirse, se tumbó en el suelo para poder intentar gatear, pero lo que consiguió fue que la cuerda le apretara aún más.

Lo último que vio antes de que todo se volviera negro fue a Beata flotando bajo el techo de hormigón con la cuerda en sus manos enguantadas.


El desalojo del edificio donde se encontraba el periódico Kvällspressen se realizó con relativa rapidez y presteza. Se conectó la alarma de incendios y en nueve minutos el edificio estaba completamente evacuado. El último en salir fue el redactor jefe Ingvar Johansson, que tenía cosas más importantes que hacer que acudir a un simulacro de incendio, como él mismo dijo. Después de que el director le gritara al teléfono, abandonó su puesto bajo protestas.

El personal estaba bastante tranquilo. No sabían que la bomba de Stockholm Klara estuviera dirigida a una de sus colegas, y ahora les invitaban a café y sándwiches en el restaurante de empleados del edifico contiguo. Mientras tanto la patrulla de Desactivación de Explosivos registraba todos los locales de la redacción. Anders Schyman descubrió de repente que su migraña había desaparecido, las venas se habían retraído y el dolor se había esfumado. Se encontraba con su secretaria y el jefe de la centralita en una oficina junto a la cocina del edificio contiguo. Localizar al marido de Annika era más difícil de lo que parecía. La centralita del sindicato había cerrado a la una de la tarde y nadie en el periódico sabía el número de Thomas. Tampoco nadie conocía su número de móvil. Ni Telia, ni Comviq ni Europolitan tenían a ningún Thomas Samuelsson como abonado. Anders Schyman tampoco sabía en qué guardería estaban los niños. Su secretaria se afanaba en llamar a todas las guarderías del distrito social 3, Kungsholmen, y preguntaba si los niños Bengtzon estaban ahí. Lo que ella no sabía era que en la guardería nunca decían nada sobre los hijos de Annika. Ni siquiera estaban en la lista de teléfono que se entregaba a los padres. Después de una serie de artículos sobre una institución llamada Paraíso, Annika había sido amenazada de muerte, y desde entonces tanto ella como Thomas tenían mucho cuidado en dar su dirección. El personal de la guardería estaba, por supuesto, informado y cuando recibieron la llamada de la secretaria de Schyman negaron tranquilamente que los hijos de Annika fueran a esa guardería. Luego la encargada llamó inmediatamente al móvil de Annika, pero no recibió ninguna respuesta.

Anders Schyman sentía el estrés como un sabor ferruginoso en la boca. Puso al jefe de la centralita a llamar a todas las posibles extensiones del sindicato. Primero al número de la centralita, luego la extensión 01, después la 02, hasta que encontrara a alguien que supiera dónde estaba Thomas. La policía ya tenía una patrulla vigilando la casa de Annika. El director no sabía qué más hacer, así que fue a ver cómo le iba a la policía.

– Hasta el momento no hemos encontrado nada. Estaremos listos en media hora -informó el inspector que estaba al frente de la operación.


Annika se dio cuenta, poco a poco, de que estaba despierta. Oyó a alguien resoplar con fuerza y comprendió, al cabo, que era ella misma. Cuando abrió los ojos le entró un pánico inmediato. Estaba ciega. Gritó como una posesa, abrió los ojos todo lo que pudo a la oscuridad penetrante. El pánico se multiplicaba, ya que el sonido era un simple graznido en falso. Entonces descubrió que el sonido roto resonaba en la oscuridad, rebotaba y volvía como pájaros asustados contra el cristal, y recordó el túnel subterráneo bajo el estadio olímpico. Dejó de gritar y escuchó aterrorizada durante algunos minutos su propia respiración. Debía de encontrarse en el túnel. Se concentró para sentir todo su cuerpo, comprobar si todos los miembros estaban bien y funcionaban. Primero levantó la cabeza, le dolía pero no estaba herida. Se dio cuenta de que estaba tumbada sobre algo relativamente mullido, seguramente el colchón que había visto antes…

– Beata -susurró.

Permaneció un rato tumbada sin moverse respirando en la oscuridad. Beata la había colocado aquí y había hecho algo con ella, estaba claro. Le había pasado una cuerda por el cuello, y ahora había desaparecido. ¿Creía Beata que estaba muerta?

A Annika le dolía un brazo, el que estaba preso bajo su cuerpo. Tenía las manos atadas a la espalda. Tumbada de lado con las manos atadas a la espalda. Intentó levantar las piernas y sintió que también estaban atadas, no sólo entre ellas sino también a la pared. Al mover las piernas notó algo más. Los músculos del intestino y la vejiga se habían aflojado mientras estuvo desmayada y habían vaciado su contenido. La orina estaba fría y los excrementos pegajosos. Comenzó a llorar. ¿Qué había hecho? ¿Por qué le ocurría esto a ella? Lloró tanto que acabó temblando; hacía frío en el túnel, su llanto manó a través del frío hacia la oscuridad. Se acunó lentamente en el colchón, de adelante a atrás, de adelante a atrás, de adelante a atrás.

«No quiero -pensó-, no quiero, no quiero…»


Anders Schyman estaba de nuevo sentado en su despacho y miraba fijamente la fachada oscura de la embajada rusa. No había ninguna bomba en los locales de la redacción. El sol se había puesto tras la vieja bandera zarista y había dejado el cielo durante algunos minutos de color rojo fuego. Los empleados estaban de nuevo en sus puestos; todavía nadie sabía que la bomba de Klara iba dirigida a Annika; sólo él, su secretaria y el jefe de la centralita. Anders Schyman había sido informado sucintamente por la policía sobre la bomba, y lo que sabían hasta ahora confirmaba que el Dinamitero era una chapucera sin escrúpulos.

El paquete bomba había llegado a la terminal de Stockholm Klara a las dieciocho horas y cincuenta minutos del miércoles. Había sido entregado como carta certificada en Estocolmo 17, es decir la oficina de Correos de Rosenlundsgatan 11 en Södermalm, a las dieciséis cincuenta y tres. Como las cartas certificadas son tratadas como valores, ésta no fue con el transporte ordinario, sino que salió en un transporte especial de valores que abandonó las oficinas de Correos algo más tarde.

La carta marrón no había despertado ninguna atención. Stockholm Klara es la terminal de Correos más grande de Suecia, situada en el viaducto del Klaraberg en el centro de la ciudad. Tiene ocho pisos y ocupa una manzana entera entre la Cityterminalen, el Ayuntamiento y la estación Central. Un millón y medio de envíos pasan por allí cada día.

El sobre, después de ser descargado en uno de los cuatro muelles del edificio, había acabado en la sección de valores del cuarto piso. Ahí trabaja personal de seguridad cualificado con todo tipo de transportes de valores. Como el Kvällspressen tiene su propio código postal se envían los recibos al buzón normal del periódico. Este se vacía varias veces al día y es llevado a la redacción del Kvällspressen en Marieberg. En la terminal tienen depositados poderes para que los botones del periódico puedan recoger los envíos para los colaboradores del periódico. Los envíos certificados y los asegurados están entre los que se recogen una vez al día, generalmente después del almuerzo.

El jueves por la mañana había una serie de cartas certificadas y envíos de empresa en el primer correo de la mañana, era la época de los regalos de Navidad. El recibo de la carta de Annika Bengtzon acabó, por lo tanto, junto a otros en la cartera del botones.

La explosión tuvo lugar cuando Tore Brand estaba en la recepción de correo de empresas para recoger el correo especial. Uno de los trabajadores de la sección de valores resbaló y el envío se le cayó. La caída fue de menos de medio metro y el paquete acabó en la misma cesta donde había estado durante la noche, pero fue suficiente para que el mecanismo se activara. Cuatro personas resultaron heridas, una de ellas muy grave. El hombre que había estado más cerca, al que se le había caído el paquete, tenía un pronóstico incierto.

Anders Schyman resopló. Llamaron a la puerta y un policía entró sin esperar autorización.

– Tampoco conseguimos localizar a Thomas Samuelsson -anunció el policía-. Una patrulla ha estado en su despacho, en el sindicato, y no estaba ahí. Creían que había ido a ver a un político local de la comisión. Le hemos llamado a su móvil, pero no recibimos contestación.

– ¿Han encontrado a Annika o al coche? -preguntó Anders Schyman.

El policía negó con la cabeza.

El director se dio la vuelta y miró de nuevo a la embajada.

«¡Dios mío! -rogó-, que no esté muerta.»


De repente recuperó la vista. La luz se encendió con un clic y los destellos de los tubos fluorescentes, Annika se quedó deslumbrada durante un momento. Resonaron unos tacones al acercarse por el pasadizo, Annika se encogió como una pelotita y cerró los ojos con fuerza. Los pasos se aproximaron y se detuvieron junto a su oreja.

– ¿Estás despierta? -preguntó una voz encima de ella.

Annika abrió los ojos y parpadeó. Vio el suelo de linóleo amarillo y las puntas de un par de botas de Pertti Palmroth.

– Bien. Tenemos trabajo que hacer.

Alguien tiró de ella y la situó con la espalda contra la pared de hormigón, las piernas pegadas al cuerpo y las rodillas dobladas hacia un lado. Se encontraba terriblemente incómoda.

Beata Ekesjö se inclinó sobre ella y husmeó.

– ¿Te has cagado? ¡Qué asco!

Annika no reaccionó. Miraba fijamente la pared de hormigón y respiraba trabajosamente.

– Ahora te vamos a preparar -anunció Beata y cogió a Annika por debajo de los brazos.

Por medio de tirones y ayudas obligó a Annika a sentarse con la cabeza entre las rodillas.

– Esto salió bien la vez anterior -dijo Beata-. Da gusto acostumbrarse a algo, ¿no crees?

Annika no oía lo que decía la otra mujer. El terror la cubría con una espesa capa que bloqueaba toda su actividad cerebral. Ni siquiera sintió el hedor de sus propios genitales. Sollozaba en silencio mientras Beata hacía algo a su lado. La otra mujer tarareaba una vieja canción de moda. También Annika intentó hacerlo pero no pudo.

– No intentes hablar todavía -observó Beata-. La soga te aplastó las cuerdas vocales. Ahora verás.

Beata se puso de pie frente a Annika. Tenía un rollo de cinta adhesiva en una mano y en la otra un envase morado.

– Esto es Minex, veinte cartuchos de 22 por 200 milímetros, de 100 gramos cada uno. Dos kilos. Es suficiente, lo comprobé con Stefan. Lo partió en dos.

Annika no comprendía lo que la mujer decía. Intuyó lo que estaba ocurriendo, se inclinó hacia adelante y vomitó. Vomitó hasta que su cuerpo se estremeció y brotó la bilis.

– ¡Qué guarra eres! -exclamó Beata disgustada-. En realidad deberías limpiarlo.

Annika jadeaba y sintió que babeaba bilis por la boca. «Voy a morir», pensó. Mira que acabar así. Esto no pasaba nunca en las películas.

– ¿Qué coño esperabas? -gruñó.

– ¡Vaya, te ha vuelto el habla! -contestó Beata alegre-. ¡Qué bien, pues tengo algunas preguntas que hacerte!

– ¡Que te den por culo, jodida idiota! -profirió Annika-. No pienso hablar contigo.

Beata no respondió, sino que se inclinó y le pegó algo a Annika en la espalda, debajo de las costillas. Annika pensó, respiró, sintió el olor a humedad y a explosivo.

– ¿Dinamita? -preguntó.

– Sí. La sujeto con cinta adhesiva.

Beata pasó la cinta alrededor del cuerpo de Annika ciñéndola un par de veces. Annika comprendió que era una buena oportunidad para escaparse, pero no sabía cómo hacerlo. Las manos todavía estaban atadas a la espalda y los pies al tubo de metal de la pared.

– Muy bien, ahora ya está listo -anunció Beata y se levantó-. El explosivo en sí es muy seguro, pero el detonador puede ser inestable, así que hemos de tener un poco de cuidado. Ahora cojo el cable, ¿lo ves? Este es el que utilizo para activar la carga. Lo traigo hasta aquí y ¿ves esto? Una pila de linterna. Es suficiente para activar el detonador. Fantástico, ¿verdad?

Annika vio el delgado cable amarillo y verde que serpenteaba hasta la mesita de camping. Se dio cuenta de que no tenía ni idea de explosivos, no podía saber si Beata mentía o decía la verdad. En el asesinato de Christina había utilizado una batería de coche. ¿Por qué, si era suficiente con una pila de linterna?

– Pienso que es una pena que tengas que acabar así -informó Beata-. Si hubieras estado en tu trabajo ayer por la tarde nos hubiéramos ahorrado esto. Hubiera sido mejor para todos. La consumación debe ocurrir en el lugar adecuado, en tu caso la redacción del Kvällspressen. Pero en cambio tuvo que explotar en Correos, y creo que eso ha sido una verdadera pena.

Annika miró fijamente a la mujer; estaba realmente loca como una cabra.

– ¿Qué quieres decir? ¿Ha habido otra explosión?

El Dinamitero suspiró.

– Sí, no estás aquí por simple diversión. Vamos a hacer lo siguiente: te voy a dejar un rato. Yo en tu lugar descansaría un poco. Pero no te tumbes boca arriba, y no intentes arrancar la cadena de la pared. Los movimientos bruscos pueden activar la carga.

– ¿Por qué? -preguntó Annika.

Beata la contempló con total indiferencia durante algunos segundos.

– Nos vemos dentro de un par de horas -anunció y su taconeo comenzó a alejarse hacia la zona de entrenamiento.

Annika oyó que los pasos desaparecían detrás de la esquina y la luz se apagó de nuevo. Se dio la vuelta con cuidado, alejándose de la vomitona, y se tumbó muy lentamente del lado izquierdo. Estaba sentada con la espalda contra la pared y miraba fijamente la oscuridad; apenas se atrevía a respirar. Había explotado otra bomba, ¿había muerto alguien?, ¿la bomba iba dirigida a ella? ¿Cómo diablos podría salir de ésta?

Beata le había dicho que había mucha gente trabajando en el estadio. Debía ser al otro lado del pasadizo. Si chillaba suficientemente alto, quizá pudiera oírla alguien.

– ¡Socorro! -gritó Annika tan alto como pudo, pero las cuerdas vocales todavía estaban doloridas. Esperó unos cuantos segundos y volvió a chillar. Comprendió que nadie la oiría.

Recostó la cabeza y sintió que el pánico se apoderaba de ella. Creyó oír ruido de animales corriendo a su alrededor, pero comprendió que eran las cadenas de sus pies las que chasqueaban. Si Beata hubiera dejado la luz encendida habría podido intentar quitárselas.

– ¡Socorro! -gritó de nuevo, sin ningún resultado.

«No te asustes, no te asustes, no te asustes…»

– ¡Socorro!

Respiraba rápido y con fuerza. «No respires demasiado rápido, si no te darán calambres, tranquila, contén la respiración, uno, dos, tres, cuatro, respira, contén la respiración, uno, dos, tres, cuatro, muy bien, tranquila, esto lo arreglas tú, todo se puede solucionar…»

De repente comenzó a sonar la sinfonía número 40 de Mozart, el primer movimiento, en algún lugar de la oscuridad. Annika detuvo la hiperventilación de pura sorpresa. ¡Su móvil! ¡Funcionaba aquí abajo! ¡Dios bendiga a Comviq! Se puso en cuclillas. La música sonaba amortiguada y venía de la derecha. El movimiento continuó, tono a tono. Ella era la única en toda la ciudad que tenía esta señal, tipo 18 del Nokia 3110. Comenzó a gatear con cuidado hacia el sonido, al mismo tiempo que el movimiento musical comenzaba de nuevo. Entonces supo que el tiempo se le terminaba. Pronto el contestador respondería a la llamada. Además, la cadena alrededor de los pies no daba más de sí. No alcanzaba el bolso.

El teléfono enmudeció, Annika respiró sonoramente en la oscuridad. Se quedó pensando un rato de rodillas sobre el suelo de linóleo amarillo. Comenzó a moverse con cuidado de vuelta al colchón. Estaba más caliente y más mullido.

– Esto se arreglará -se dijo a sí misma en voz alta-. Mientras la loca no esté aquí no hay problema. Algo incómoda quizá, pero si me muevo con cuidado no hay peligro. Esto saldrá bien.

Se tumbó y cantó en voz baja, como un conjuro, el viejo hit de Gloria First I was afraid, I was petrified…

Luego lloró en silencio, en la oscuridad.


Thomas salía de la estación Central a grandes zancadas cuando sonó el móvil. Consiguió sacar el teléfono del bolsillo interior antes de que el contestador tomara la llamada.

– Les habíamos dicho que hoy cerrábamos a las cinco -dijo uno de los profesores de la guardería de los niños-. ¿Va a tardar mucho?

El tráfico zumbaba tanto que Thomas apenas oía sus propios pensamientos, entró en la puerta de una peletería y preguntó qué pasaba.

– ¿Está en camino, o qué? -contestó el hombre al teléfono.

La rabia golpeó a Thomas en el diafragma con tal fuerza que se sorprendió. ¡Joder con Annika! La había dejado dormir por la mañana, se había llevado a los niños y regresaba a casa a tiempo a pesar de la filtración sobre el plan de austeridad en la política regional, y ella ni siquiera era capaz de recoger puntualmente a sus hijos de la guardería.

– Perdone el retraso. Estoy allí en cinco minutos -respondió y colgó.

Se dirigió con pasos furiosos hacia el Kungsbron. Dobló en el Burger King, estuvo a punto de chocar con un cochecito cargado de regalos de Navidad y pasó rápidamente por delante del teatro Oscar. Había un grupo de negros a la puerta de Fasching; Thomas tuvo que bajarse de la acera para poder pasar.

Esto es lo que le pasaba por ser tan comprensivo e igualitario. Sus hijos se quedaban en la institución municipal el día antes de Navidad porque su mujer, que tenía que ir a recogerlos, había decidido que el trabajo fuera más importante que la familia.

Habían tenido esa discusión antes. Podía oír su voz a través del zumbido de la ciudad.

– Mi trabajo es importante -solía decir.

– ¿Más importante que los niños? -le había chillado una vez. Entonces ella se había puesto pálida y había respondido: «Claro que no», pero él apenas la creyó. Habían tenido un par de peleas absurdas sobre esto, en especial una vez que fueron invitados por sus padres a pasar el midsommar en la casa de verano del archipiélago. Entonces tuvo lugar un asesinato en alguna parte y ella inmediatamente cambió todos los planes y se marchó.

– No lo hago sólo porque me guste -dijo-. Es realmente divertido trabajar, pero, al aceptar este trabajo, he conseguido una semana más de vacaciones.

– Nunca piensas en los niños -gritó él y entonces ella se volvió fría y displicente.

– ¡Eres muy injusto! -respondió Annika-. Ahora tendré una semana de vacaciones para estar con ellos. No me van a echar de menos en absoluto; ahí en la isla habrá mucha gente. Estarás tú, el abuelo, la abuela y todos los primos…

– Eres una egoísta -dijo él.

Ella había respondido con total tranquilidad:

– No. Ahora eres tú el egoísta. Quieres que yo esté ahí para mostrarle a tus padres la familia tan bonita que tienes y que yo no trabajo siempre; sí, sé que tu madre piensa eso. Y cree que los niños pasan mucho tiempo en la guardería, no digas que no. La he oído yo misma.

– Para ti el trabajo siempre está antes que la familia -había espetado él sólo para herir.

Ella le había mirado fijamente, disgustada, y a continuación había dicho:

– ¿Quién estuvo de baja dos años para cuidar de los niños? ¿Quién suele quedarse cuando están enfermos? ¿Quién los deja en la guardería cada día, y suele ir a recogerlos?

Ella se había acercado a él.

– Sí, Thomas, tienes toda la razón. Esta vez voy a dejar que el trabajo vaya antes que la familia. Por una vez voy a hacerlo y tú vas a tener que aceptarlo.

Se dio la vuelta y salió por la puerta sin ni llevarse siquiera el cepillo de dientes.

El fin de semana del midsommar fue un desastre para él, para los niños no. No echaron de menos a Annika ni un segundo, justo lo que ella había predicho. En cambio se pusieron contentísimos cuando, al regresar a casa, mamá estaba esperándolos con bollos y regalos. Ahora él le daba la razón. Rara vez dejaba que el trabajo fuera antes que la familia, sólo a veces, igual que él. Eso no impedía que ahora se sintiera enfadadísimo. Los dos últimos meses sólo había existido el periódico. Este trabajo de jefa no era bueno para ella: los otros la atacaban sin piedad y ella no estaba preparada.

Había visto otra señal de que no estaba bien: había vuelto a dejar de comer. Después de pasar fuera ocho días a causa de un asesinato múltiple perdió cinco kilos. Tardó cinco meses en recuperarlos. En la revisión médica de la empresa la habían avisado de los peligros de su falta de peso. Se lo tomó como un cumplido y se lo contaba orgullosa a todas sus amigas por teléfono. A pesar de ello, a veces le daba por querer adelgazar.

Dejó Fleminggatan y bajó por las escaleras que hay pasado el restaurante Klara Sjö, descendió al paseo de la ribera en la Kungsholms Strand y entró en la guardería por la puerta trasera. Los niños estaban sentados con la ropa de abrigo puesta, preparados junto a la puerta, cansados y ojerosos; Ellen tenía su osito azul en los brazos.

– Mamá tenía que recogernos hoy -refunfuñó Kalle-. ¿Dónde está mamá?

El profesor que se había quedado con los niños estaba muy enfadado.

– Nunca me compensarán por este cuarto de hora -resopló.

– Lo siento muchísimo -respondió Thomas y sintió lo sofocado que estaba-. No sé lo que ha pasado con Annika.

Se apresuró a salir con los niños. Después de una carrera alcanzó el autobús 40 frente al bar Pousette å Vis.

– No hay que correr para coger el autobús -comentó el chófer enfadado-. ¿Cómo vamos a enseñárselo a los niños si los padres también lo hacen?

Thomas sintió deseos de golpear al viejo cabrón que estaba tras el volante. Enseñó la tarjeta y empujó a los niños hacia la parte de atrás. Ellen se cayó y comenzó a llorar. «Me voy a volver loco», pensó Thomas. Tuvieron que quedarse apretujados en el centro del autobús entre regalos de Navidad, perros y tres cochecitos. Cuando llegaron a la Kungsholmstorg tuvieron problemas para poder salir. Resopló sonoramente al abrir la puerta del número 32, y mientras se sacudía los pies sobre la alfombra para quitarse la nieve antes de entrar oyó que alguien se dirigía a él.

Miró sorprendido y vio a dos policías uniformados que se le acercaban por la escalera.

– ¿Es usted Thomas Samuelsson, verdad? Lo siento pero los niños y usted tienen que acompañarnos.

Thomas miró fijamente a los policías.

– Le hemos estado buscando toda la tarde. ¿No ha recibido noticias nuestras o del periódico?

– Papá, ¿adónde vamos? -preguntó Kalle y le cogió la mano a Thomas.

La certeza de que algo estaba terriblemente mal se apoderó de Thomas de golpe. «¡Annika! ¡Dios mío!»

– ¿Está ella…?

– No sabemos dónde está su mujer. Desapareció por la mañana. Los inspectores le contarán más, si son tan amables de seguirnos…

– ¿Por qué?

– Creemos que puede haber una bomba en su piso.

Thomas se inclinó y cogió a los dos niños, uno en cada brazo.

– Vayámonos de aquí -dijo sofocado.


La reunión de las seis en el periódico fue la más extraña en años. Anders Schyman sentía bullir el pánico dentro de él; su conciencia le decía que el periódico no debía salir, deberían buscar a Annika, apoyar a su familia, cualquier cosa.

– Joder, venderemos cantidad de ejemplares -dijo Ingvar Johansson cuando entró en la habitación. No lo dijo ni satisfecho ni triunfante, sino brutal y apenado, como una constatación.

Pero Anders Schyman explotó.

– ¿Cómo te atreves? -gritó el director y agarró a Ingvar Johansson de forma que al jefe de redacción se le derramó la taza de café sobre el muslo. Ingvar Johansson ni siquiera sintió la quemadura, de lo sorprendido que estaba. No había visto nunca a Anders Schyman perder los estribos.

El director respiró sobre la cara del otro hombre durante unos instantes, luego se tranquilizó.

– Lo siento -se disculpó, soltó al hombre y se dio la vuelta tapándose el rostro con las manos-. No sé lo que me pasa, lo siento.

Jansson entró en la habitación, el último como siempre, pero sin los gritos de costumbre. El jefe de noche estaba pálido y ojeroso. Sabía que éste sería su ejemplar más difícil hasta la fecha.

– Okey -anunció Schyman y miró a los pocos hombres alrededor de la mesa, el de Foto-Pelle, Jansson e Ingvar Johansson. Los de ocio y deportes se habían ido a casa-. ¿Qué hacemos?

El silencio se adueñó de la habitación durante unos segundos. Todos estaban sentados cabizbajos. La silla donde Annika solía sentarse creció hasta llenar toda la habitación. Anders Schyman se dio la vuelta hacia la noche en el exterior.

Ingvar Johansson comenzó a hablar, en voz baja y concentrado.

– Bueno, lo que hasta ahora hemos comentado es por así decirlo el embrión, hay una serie de decisiones redaccionales en este…

Hojeó inseguro sus papeles. La situación era absurda e irreal. Era muy poco corriente que las personas de esta habitación estuvieran personalmente implicadas en los hechos que se trataban. Ahora la discusión versaba sobre una de ellas. Cuando Ingvar Johansson continuó lentamente con su lista para rendir cuentas de su trabajo, los hombres encontraron, a pesar de todo, fuerzas para seguir con sus rutinas. No podían escaparse, lo mejor que podían hacer ahora mismo era continuar con el trabajo y hacerlo lo mejor posible. «Así se sienten los compañeros de trabajo de las víctimas», pensó Anders Schyman y miró fijamente a través de la ventana. Podía ser conveniente recordar esta sensación.

– Primero tenemos la bomba en Klara, hay que cubrirla -informó Ingvar Johansson-. Un artículo girará sobre la víctima, el hombre que estaba gravemente herido falleció hace una hora. Era soltero, domiciliado en Solna. Los otros están fuera de peligro. Se harán públicos sus nombres por la tarde o por la noche y contamos con conseguir fotos de pasaporte de todos ellos. Luego tenemos los destrozos en el local…

– Dejad a los familiares en paz -dijo Anders Schyman.

– ¿Qué? -preguntó Ingvar Johansson.

– Los empleados de Correos heridos. Dejad a sus familiares en paz.

– Todavía no sabemos sus nombres -respondió Ingvar Johansson.

Schyman se volvió hacia la mesa. Se pasó, desconcertado, la mano por el pelo, de forma que se le quedó de punta.

– Okey -dijo-. Lo siento. Continúa.

Ingvar Johansson respiró unas cuantas veces, cogió carrerilla y continuó.

– Hemos conseguido entrar en la sala afectada por la explosión en Stockholm Klara. No sé cómo se las ha ingeniado Henriksson, pero entró ahí y sacó un carrete de los destrozos. A esa habitación normalmente no tienen acceso ni los propios empleados. Ahí sólo hay envíos de valores, pero tenemos fotos.

– A eso le podemos añadir una discusión de principios -dijo Schyman y se paseó lentamente por la habitación-. ¿Qué responsabilidad tiene Correos en una cosa así? ¿Cómo deben controlar los envíos? Aquí tenemos el compromiso clásico entre la integridad del público y la seguridad del personal. Tenemos que hablar con el director general de Correos, el sindicato y el ministro responsable.

El director se detuvo frente a la ventana y estudió de nuevo la oscuridad exterior. Escuchó el susurro de la ventilación y buscó el sonido del tráfico. Era totalmente inaudible. Al cabo de un rato el redactor jefe siguió con su exposición.

– Después tenemos lo que nos atañe a nosotros, que la bomba iba dirigida a la jefa de nuestra redacción de sucesos. Tenemos que contarlo todo, desde el mediodía en que Tore Brand fue a buscar el paquete hasta el rastreo del envío por la policía

Los hombres anotaban; el director escuchaba de espaldas a la mesa.

– Annika ha desaparecido -continuó Ingvar Johansson en voz baja-. Eso hemos de tenerlo claro ahora, y debemos escribir sobre ello, ¿o no?

Anders Schyman se dio la vuelta; Ingvar Johansson parecía inseguro.

– La cuestión es si escribimos algo sobre que la bomba iba dirigida a nosotros -dijo el redactor jefe-. Quizá después nos ahoguemos en cartas bomba, quizá atraigamos a una banda de copy cats [7] que comience a secuestrar y a amenazar de bomba a nuestros reporteros…

– No podemos pensar así -intervino Schyman-. Si no, nunca podríamos cubrir nada que tuviera que ver con nosotros mismos. Tenemos que informar de todo lo que ha pasado, incluso de lo que nos atañe a nosotros mismos y a nuestra jefa de sucesos. Sin embargo hablaré con Thomas, el marido de Annika, de lo que escribamos sobre ella como persona privada.

– ¿Ya está informado? -preguntó Jansson y Anders Schyman resopló.

– La policía lo localizó justo después de las cinco y media. Había estado en Falun todo el día y no había tenido el móvil conectado. No tenía ni idea de lo que iba a hacer hoy Annika.

– Entonces escribimos un artículo sobre la desaparición de Annika -anunció Jansson.

Schyman asintió y volvió a darse la vuelta.

– Presentamos su trabajo, pero tendremos cuidado con la información sobre su vida privada -resumió Ingvar Johansson-. El siguiente asunto debe ser la teoría policial de por qué le ocurrió esto justo a Annika…

– ¿Saben por qué? -preguntó el de Foto-Pelle y el redactor jefe negó con la cabeza.

– No existe ninguna relación entre ella y las otras víctimas, nunca se habían visto. Su teoría es que Anmka investigó tanto que dio con algo que no debía. Ella fue desde el primer momento la líder de las noticias en esta historia, el motivo puede estar ahí. Simplemente sabía demasiado.

Los hombres guardaron silencio y escucharon la respiración de los demás.

– No tiene por qué ser así -dijo Schyman-. Esta cabrona es irracional. La bomba ha podido ser enviada por una razón totalmente desconocida para nosotros pero no para ella misma.

Los otros hombres levantaron la vista al mismo tiempo. El director suspiró.

– Sí, la policía cree que es una mujer. Creo que debemos sacar esto, a la mierda con ellos y su jodida investigación. Annika sabía esta mañana que la policía la tenía identificada, pero no le dijeron quién era. Escribiremos que la policía está buscando a un sospechoso, una mujer a la que no consiguen encontrar.

Anders Schyman se sentó sobre la mesa y ocultó el rostro entre las manos.

– Joder, ¿qué hacemos si el Dinamitero la tiene? -preguntó-. ¿Qué hacemos si muere?

Los otros no respondieron. En algún lugar de la redacción se oía Aktuellt; podían reconocer la voz del presentador a través de la pared de escayola.

– Debemos recapitular sobre todas las explosiones que ha habido hasta ahora -informó Jansson y continuó-. Alguien debe hablar de verdad con la policía sobre cómo ha trabajado para identificar justo a esta persona. Seguro que hay detalles que deberíamos…

Guardó silencio. De repente ya no estaba claro qué era importante. El horizonte había cambiado, el norte se había alterado. Todas las referencias estaban equivocadas y el enfoque patas arriba.

– Debemos intentar tratar esto de la forma más normal posible -dijo Anders Schyman-. Haced como soléis. Yo me quedo aquí esta noche. ¿Qué imágenes tenemos de esto?

El redactor gráfico tomó la palabra.

– Tenemos pocas fotos de Annika, pero sacamos una el verano pasado para la galería de empleados. Podría valer como retrato.

– ¿Hay alguna foto de ella trabajando? -preguntó Schyman.

Jansson chasqueó los dedos.

– Hay una fotografía de ella en Panmunjom, en la zona desmilitarizada entre Corea del Norte y Corea del Sur, donde está junto al presidente de Estados Unidos. Estuvo ahí gracias a una beca y pudo ir con la delegación de prensa en vísperas de la reunión en Washington entre las cuatro partes, el otoño pasado, ¿os acordáis? Ella se bajó del autobús en el mismo momento en que el presidente salía de la limusina, y AP sacó una foto donde están los dos juntos…

– Publicamos ésa -anunció Schyman.

– He sacado fotos de archivo del estadio dañado, el pabellón de Sätra, Furhage y el albañil Bjurling -informó el de Foto-Pelle.

– Okey -respondió Schyman-. ¿Qué ponemos en portada?

Todos permanecieron sentados en silencio y dejaron que el director mismo decidiera en voz alta.

– Un retrato de Annika, a ser posible uno en el que esté contenta y guapa. Ella es la noticia. La bomba iba dirigida a ella y ahora ha desaparecido. Sólo lo sabemos nosotros. Creo que debemos tomarlo de una forma lógica y cronológica, seis-siete: la explosión en Stockholm Klara, ocho-nueve: el Dinamitero es una mujer, la policía la tiene identificada, catorce-quince: recapitulación de los hechos, discusión sobre la seguridad en los envíos por correo contra la integridad personal, en las páginas centrales, el artículo sobre Annika y su trabajo, la foto de la zona desmilitarizada…

Guardó silencio y se levantó, sintiendo náuseas de sus propias decisiones. De nuevo se quedó mirando la embajada en penumbra. En realidad no deberían hacerlo. En realidad el periódico no debería salir. En realidad deberían dejar de cubrir la historia del Dinamitero. Se sintió como un monstruo.

Los otros comentaron rápidamente el resto del periódico. Ninguno de los hombres dijo nada al abandonar la habitación.


Annika tenía frío. Hacía mucho frío en la galería, calculó que habría una temperatura de entre ocho y diez grados. Era una suerte que por la mañana se hubiera puesto los leotardos, pues había pensado dar un paseo de regreso a casa. Por lo menos no se moriría de frío. Pero sus calcetines estaban mojados de andar por la nieve y le enfriaban sus pies. Intentó mover los dedos para mantenerlos calientes. Los movimientos eran cuidadosos, no se atrevía a mover mucho los pies, la carga explosiva en la espalda podía detonar. Cambiaba frecuentemente de posición para descansar las distintas partes del cuerpo. Si se tumbaba de lado, uno de los brazos quedaba atrapado, si se tumbaba boca abajo le dolían el cuello; acabó con las piernas entumecidas de estar de rodillas y en cuclillas. A veces lloraba, pero al pasar el tiempo se sintió más tranquila. Todavía no estaba muerta. El pánico desapareció, recuperó la capacidad intelectual. Pensó en lo que debería hacer para escapar. No era posible desatarse y huir, al menos por ahora. Ni pensar en llamar la atención de los obreros del estadio. Seguramente Beata mintió al decir que estaban trabajando a destajo ahí arriba. ¿Por qué iban a empezar la reconstrucción el día antes de Nochebuena? Y además Annika no había visto ni un solo coche, ni una persona en el estadio. Si los obreros realmente habían empezado a trabajar tendría que haber diferentes tipos de maquinaria junto al estadio, y no la había. De cualquier manera se habrían ido a casa, puesto que ya era de noche. Eso significaba que ya habrían empezado a buscarla. Comenzó a llorar de nuevo al comprender que nadie habría ido a buscar a los niños a la guardería. Sabía lo enfadados que se ponían los empleados, le había ocurrido a Thomas una vez hacía un año más o menos. Los niños estarían ahí sentados esperando a irse a casa para poner el abeto y ella no llegaría. Quizá no volvería nunca más. Quizá no los vería crecer. Ellen seguramente ni se acordaría de ella. Kalle quizá tuviera vagos recuerdos de su mamá, especialmente si veía las fotos del verano cuando estuvieron de vacaciones en la cabaña del bosque. Comenzó a llorar desconsoladamente; todo era tan injusto…

Después de un rato cesaron las lágrimas, no tenía fuerzas para seguir llorando. No podía empezar a pensar en la muerte, pues seguro que se cumpliría como una profecía. Ella lo iba a superar. Estaría en casa a las tres de la tarde para ver al Pato Donald. Todavía no había perdido. Estaba convencida de que el Dinamitero tenía un plan para ella, si no ya estaría muerta. Además seguro que el periódico y Thomas habrían dado la alarma sobre su desaparición, la policía buscaría su coche. Sin embargo, éste estaba aparcado correcta y discretamente entre otros muchos en una zona residencial a medio kilómetro del estadio. ¿Y a quién se le iba a ocurrir bajar a esta galería? La entrada por el estadio debía estar oculta.

El teléfono móvil sonaba de vez en cuando. Buscó un palo o algo que pudiera usar para acercar el bolso, pero no encontró nada. Su radio de movimiento era de menos de tres metros a la redonda, el teléfono sonaba a una decena de metros de distancia. Bueno, por lo menos significaba que la buscaban.

En realidad no tenía ni idea de la hora que era o cuánto tiempo había permanecido en el túnel. Era la una y media de la tarde cuando entró, pero no sabía cuánto tiempo había estado desmayada. Tampoco supo medir el primer momento de pánico, pero luego habían pasado por lo menos cinco horas. Por lo que podía calcular ahora deberían ser las seis y media. Aunque podía ser mucho más tarde, cerca de las ocho y media o las nueve. Tenía hambre y sed, y se había vuelto a hacer pis encima. No tuvo que pensárselo mucho. Los excrementos se habían solidificado y picaban, era muy desagradable. «Así deben sentirse los bebés con los pañales», pensó. Pero a éstos los cambian, claro.

De repente le asaltó otro pensamiento: «¿Y si Beata no vuelve? ¿Y si me ha dejado aquí para que me muera?». A nadie se le ocurriría venir hasta aquí durante las fiestas navideñas. Una persona aguanta sólo un par de días sin agua. El día después de Navidad todo habría acabado. Comenzó a llorar de nuevo, en silencio y agotada. Luego se obligó a parar. El Dinamitero volvería. Le movía un propósito al tenerla aquí prisionera.

Annika cambió otra vez de posición. Tenía que intentar pensar con calma. Ella conocía a Beata Ekesjö con anterioridad, debería partir de lo que sabía de ella como persona. En la corta conversación en el pabellón de Sätra Beata mostró fuertes sentimientos. Había estado realmente afligida por algo, lo que fuera, y parecía ansiosa por hablar. Annika podría utilizar eso. La cuestión era cómo. No tenía ni idea de cómo comportase cuando se está en manos de una loca. Había oído en alguna parte que existían cursos para eso, ¿o lo había leído? ¿O lo había visto en la televisión? ¡Sí, fue en la televisión!

En un capítulo de Cagney y Lacey una de las mujeres policía es apresada por un hombre loco. Cagney -¿o era Lacey?-, había ido a un cursillo sobre cómo debe comportarse una secuestrada. Le había contado todo sobre sí misma y sus hijos, sus sueños y sus amores, todo para despertar simpatía en el secuestrador. Si era lo suficientemente habladora y agradable al secuestrador a éste le sería más difícil matarla.

Annika volvió a cambiar de posición y se puso de rodillas. Eso quizá sirviera con una persona normal, pero el Dinamitero estaba loco. Ya había hecho volar a otros por los aires. Eso de los hijos y la compasión quizá no tenía nada que ver con Beata; hasta ahora no había mostrado mucha lástima por los hijos y las familias. Tenía que pensar en otra cosa, pero con los conocimientos de Cagney: «Hay que mantener una comunicación con el secuestrador».

¿Qué había dicho Beata en realidad? ¿Que Annika no había comprendido su estado de ánimo? ¿Era realmente por eso por lo que estaba aquí? A partir de ahora era el momento de «leer» mejor al Dinamitero. Escucharía atentamente lo que dijera la secuestradora y sería tan sumisa como fuera posible.

Eso haría, mantendría un diálogo con el Dinamitero y simularía comprender y estar de acuerdo con ella. Nunca protestaría, sino que le seguiría la corriente.

Se tumbó sobre el colchón, del lado derecho, contra la pared, y decidió intentar descansar. No le asustaba la oscuridad, lo negro a su alrededor no era peligroso. Pronto llegaron las conocidas sacudidas en el cuerpo, y momentos después dormía.

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