Existencia

Justo detrás del alto seto había un gigantesco hormiguero. De niña solía quedarme a estudiarlo con total concentración. Estaba tan cerca que los insectos bullían sin cesar por mis piernas. A veces seguía a una hormiga desde la hierba del patio, a través de la grava del camino, hasta que la veía subir por el banco de arena hasta el hormiguero. Ahí me ponía en guardia para no perder de vista al insecto, pero nunca lo conseguía. Otras hormigas llamaban mi atención. Cuando eran demasiadas mi interés se dispersaba en tantas fracciones que perdía la paciencia.

A veces colocaba un terrón de azúcar en el hormiguero. Las hormigas adoraban mi regalo, y yo sonreía mientras se abalanzaban sobre él y lo arrastraban a las profundidades. En otoño, cuando llegaba el frío y las hormigas se volvían más lentas, yo solía remover el hormiguero con un palo para avivarlas. Las personas mayores se enfadaban conmigo cuando veían mis actos. Decían que saboteaba el trabajo de las hormigas y destruía su hogar. Aún hoy recuerdo mi sentimiento de agravio, pues no deseaba hacer ningún mal. Sólo quería divertirme un poco. Quería despabilar a esas pequeñas vidas.

Mi juego con las hormigas comenzó, poco a poco, a perseguirme en los sueños. Mi fascinación por los insectos se tornó en un terror infinito a su hormigueo. Como adulta nunca he podido soportar la visión de tres insectos a la vez, independientemente de la especie. Cuando perdí el control sobre ellos llegó el pánico. La fobia apareció en el mismo momento en que vi el paralelismo entre los pequeños himenópteros y yo misma.

Era joven y todavía buscaba activamente las respuestas a mi condición, construía teorías en mi mente, las enfrentaba unas a otras desde distintos ángulos. La idea de que la vida fuera un capricho no entraba en mi concepción del mundo. Algo me ha creado. No tenía ni idea de qué pudiera ser: el azar, el destino, la evolución o quizá Dios.

Sin embargo, la idea de que la vida no tuviera sentido la encontraba probable, y me llenaba de pena y rabia. Si nuestro tiempo en la tierra no tenía sentido, nuestras vidas se presentaban como un irónico experimento. Alguien nos colocaba aquí para estudiarnos mientras guerreábamos, nos arrastrábamos, sufríamos y luchábamos. A veces ese Alguien repartía premios al azar, más o menos como cuando se deja un terrón de azúcar en un hormiguero, mientras observaba nuestra alegría y desesperación con frialdad.

La confianza llegó con los años. Al final me di cuenta de que el hecho de que la vida tenga un significado superior no es importante. Aunque lo tuviera, no nos incumbe conocerlo ni aquí ni ahora. Si hubiera alguna respuesta ya la conocería, y como no la sé, no importa lo mucho que piense en ello.

Eso me ha dado una especie de paz.

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