Capítulo 10

– No estoy durmiendo nada -protestó Lina en un banco de los jardines.

– Gracias, mujer…

Tardó un momento en comprender lo que Hassan había querido decir.

– Vale, vale… -dijo, sonriendo-. Tú eres parte de mi cansancio, pero no la totalidad. Hacer de Celestina es un trabajo duro y me siento un poco culpable. Yo empecé todo este asunto. Yo los junté.

– Los presentaste y luego saliste de escena. Tú no los metiste en una habitación ni los animaste a intimar, por así decirlo. Eso es cosa suya.

– Sí, tienes razón, pero lo planeé yo. Pensé que Kayleen sería la mujer adecuada para Asad y decidí que en el fondo no deseaba encerrarse en un convento. Pero, ¿qué pasará si me equivoqué? Tal vez haya destruido sus vidas…

Hassan se inclinó hacia ella y la besó.

– Te preocupas demasiado.

– En eso soy muy eficaz.

– Pues no es un don que debas cultivar, cariño.

– No pretenderás que cambie, ¿verdad?

– Ni mucho menos.

– Me alegro. Pero espero haber hecho lo correcto con ellos.

– Claro que sí. Asad le propuso que se casaran y ella aceptó. Ahora estarán juntos más tiempo y hasta es posible que se enamoren…

Lina sabía que Hassan sólo intentaba animarla, pero no lo consiguió.

– Bueno, es evidente que no me estás haciendo ningún caso -protestó él.

Ella rió.

– Ni tengo por qué. Te recuerdo que aquí no eres el rey. Sólo eres mi invitado.

– Y me encanta serlo. Me divierto tanto contigo que la idea de volver a mi país se me hace insoportable. Pero debo hacerlo.

– ¿Por qué? Tienes muchos hijos. Que se encarguen ellos.

– Y lo hacen en mi ausencia, pero la responsabilidad última es mía. Además, debo pensar en mi gente. No quiero que piensen que los he abandonado.

– Es verdad, tienes razón -declaró ella-. Pero sé que te voy a echar de menos.

– Y yo a ti -dijo, apretándole una mano-. Supongo que pecaría de pretencioso si te pido que vengas conmigo a Bahania…

– ¿De visita?

El sonrió.

– No, mi amor, no precisamente de visita. Eres un regalo inesperado en mi vida, y dudo que me vuelva a enamorar si te pierdo… Tu belleza, tu inteligencia y tu perfección física me fascinan. Me has hechizado y quiero estar siempre contigo. Te amo, y me sentiría profundamente honrado si aceptaras ser mi esposa.

Kayleen se detuvo en seco. Había salido a pasear por los jardines y la casualidad había querido que cuchara la declaración del rey Hassan a la princesa Lina. Pero era una situación tan evidentemente íntima que buscó una salida a su alrededor para no interrumpirlos.

Hassan volvió a hablar en ese instante.

– No esperaba que lloraras, Lina…

– Son lágrimas de alegría. Estoy locamente enamorada de ti, pero tampoco había imaginado que volvería a enamorarme.

– Entonces, ¿serás mi reina?

– Oh, cariño mío… tu reina. Quién me lo iba a decir…

– Mis compatriotas te querrán tanto como yo. Aunque en mi caso, tengo la ventaja de poder disfrutar de tu cuerpo…

Lina rió y luego se hizo el silencio. Kayleen aprovechó la circunstancia para desaparecer.

Se alegró mucho por su amiga. Lamentaba que se marchara a Bahania, pero le pareció excitante al mismo tiempo. Nunca había conocido a una reina.

Entró en el palacio para dirigirse a la suite y se detuvo en la escalera. La declaración del rey había sido verdaderamente romántica. Y era evidente que estaban enamorados.

– Yo también quiero estar enamorada -murmuró-. De Asad.

Quería amar al hombre con quien se iba a casar y quería que el sentimiento fuera recíproco. Pero, ¿sería posible? ¿O sólo era la vana esperanza de una niña que intentaba alcanzar la luna?


– ¿Estáis preparada? -preguntó Asad cuando entró en la suite el sábado por la mañana.

Las niñas respondieron afirmativamente, pero Kayleen se escondió tras ellas. Por alguna razón, se sentía incómoda en presencia de Asad. Era la primera vez que le ocurría, y pensó que quizás era consecuencia del compromiso matrimonial; aunque todo siguiera igual que antes, todo había cambiado.

– No has dicho lo que vamos a hacer -observó Dana.

– Lo sé, es una sorpresa -dijo mientras caminaba hacia su prometida-. Estás muy callada, Kayleen…

– Es que estoy entusiasmada con tu sorpresa…

– Pero si no sabes cuál es…

– Pero estoy segura de que será maravillosa.

– Cuánta fe tienes en mí -dijo con escepticismo-. No llevas el anillo de compromiso…

– Bueno, pensé que sería lo mejor. Hablé con Fayza y…

– ¿Quién es Fayza?

– Es del departamento de protocolo. Me habló de los preparativos de la boda y de cómo debía comportarme ahora que voy a ser una princesa.

– Comprendo. ¿Y qué instrucciones te dio?

– Que no puedo salir sola, que no puedo ir con ningún hombre que no sea de Palacio, que no debo llevar el anillo hasta que se anuncie oficialmente la boda, que no debo hablar con la prensa ni vestir de forma inadecuada… no sé, ahora mismo no me acuerdo de todo. Lo apunté en un papel.

Asad le acarició la mejilla y la besó suavemente.

– A mí me parece que son demasiadas prohibiciones. Habría terminado antes si te hubiera dado una lista de lo que puedes hacer.

– Es lo mismo que pensé yo.

– Kayleen, tú puedes hacer lo que quieras y cuando quieras. Lo único que yo te pediría es que no salgas de palacio sin guardaespaldas, pero incluso eso es decisión tuya. Eres mi prometida, no mi esclava.

– Pero Fayza ha insistido mucho…

– Te aseguro que no volverá a insistir. ¿Podrías ponerte otra vez el anillo?

Ella asintió, entró en el dormitorio, lo sacó del cajón y se lo puso. Cuando volvió a salir, Asad la abrazó y la besó apasionadamente.

– ¿Qué están haciendo? -preguntó Nadine en lo que se suponía que debía ser un susurro.

– Se están besando -respondió Pepper.

– Eh, hay cosas que los niños no deberían ver -protestó Asad-. Dejadnos solos un momento…

– No te enfades con ellas -dijo Kayleen-. Es que están muy entusiasmadas con tu sorpresa… Aún no les has dicho qué es.

– Cierto. Nos vamos de compras. Como sois princesas, necesitaréis un vestuario nuevo…

Nadine giró sobre sí misma.

– ¿Tendremos vestidos bonitos y zapatos de fiesta?

– Por supuesto. Y ropa de montar y todo lo que Kayleen considere necesario.

– Yo quiero una corona -dijo Pepper.

Asad rió.

– No estoy seguro de que vendan coronas en las tiendas, pero podemos preguntar.

Kayleen también rió.

– Podríamos hacerte una -dijo, girándose hacia su prometido-. Gracias. Las niñas están encantadas de ir de compras. Además, crecen tan deprisa…

– Tú también vienes, no lo olvides.

– ¿Yo? Yo no necesito nada.

– Necesitas ropa acorde a tu nueva posición. Lo que tienes, no sirve.

Ella se ruborizó.

– Bueno, es verdad que nunca me he preocupado por esas cosas…

– Tendrás que aprender. Eres una mujer preciosa y mereces llevar cosas preciosas. Sedas, encajes y cosas que brillen, porque tú brillas como las estrellas del cielo.

Asad nunca le había dicho nada tan romántico, y a Kayleen le encantó.

Cuando entraron en la tienda, se quedó asombrada. No se parecía a ninguna de las que había visto hasta entonces. Estaba en una calle tranquila, sin carteles de ninguna clase, y ni siquiera tenía un letrero que la anunciara. Sólo un nombre, grabado en letras doradas en la puerta.

– Los he llamado por teléfono y nos están esperando -dijo Asad cuando salieron de la limusina-. Han preparado ropa para todas las niñas.

– ¿Y cómo sabías sus tallas?

– Neil telefoneó a la lavandería y les pidió que las miraran. Hemos hecho una primera selección de lo que necesitan, pero la decisión final es tuya. Si se nos ha olvidado algo, lo encargaremos.

Kayleen supo que aquélla iba a ser una experiencia muy distinta a las compras de tiendas baratas a las que estaba acostumbrada.

Una mujer alta y esbelta los saludó cuando entraron. Llevaba un vestido precioso y se inclinó al ver a Asad.

– Señor, tenerlo con nosotros es siempre un gran placer.

– Glenda, te presento a Kayleen James, mi prometida… Y estas tres jovencitas son mis hijas. Dana, Nadine y Pepper.

Las niñas sonrieron con timidez.

– Una familia perfecta -dijo Glenda-. Aunque un niño sería un contrapunto magnífico…

– Hablas como mi padre -bromeó Asad-, ¿Lo has preparado todo?

– Tenemos docenas de cosas. Estoy segura de que quedarán encantadas… Pasad, chicas, os lo enseñaremos.

Glenda tomó de la mano a Dana y la presentó a uno de los dependientes. Después hizo lo mismo con Nadine y con Pepper, de tal manera que cada una tenía una persona a su servicio.

Por fin, la encargada se volvió hacia Kayleen.

– Tiene usted un cabello precioso, y es natural -dijo mientras daba una vuelta a su alrededor-. Buena estructura, postura excelente y piel clara. Príncipe Asad, permítame que le diga que es un hombre muy afortunado.

– Lo sé.

– Bueno, divirtámonos un rato -dijo a Kayleen-. Príncipe, usted puede descansar en la habitación que le hemos preparado. Tiene revistas, bebidas y un televisor.

– Gracias -dijo antes de mirar a Kayleen-. Que te diviertas…

Kayleen asintió porque no fue capaz de hablar. En su mundo, las encargadas de las boutiques no se comportaban de ese modo; no eran tan agradables ni desde luego ofrecían un servicio tan personalizado. Era como estar en un sueño.

Siguió a Glenda al interior y vio que las niñas ya se estaban probando la ropa nueva.

Después pasaron a un vestidor grande con docenas de vestidos, pantalones vaqueros, blusas, faldas y trajes. En una esquina había una torre de cajas de zapatos que casi tenía dos metros de altura.

– Empezaremos con lo más básico. El príncipe me comento que no tiene ropa apropiada… bueno, es natural La gente de la calle no tenemos cosas para asistir actos de la realeza -dijo con amabilidad-. Pero ha elegido un buen sitio para solventar ese problema.

– Es la primera vez que entro en una boutique de tanta categoría -le confesó.

– Supongo que a partir de ahora lo hará muchas veces… pero aprenderá deprisa, no se preocupe. No se preocupe por lo que esté de moda en cada momento. Fíjese en lo que le queda bien y opte siempre por lo clásico y por conjuntos bien combinados. Pero me temo que nada la salvará de la tortura de los zapatos de tacón alto en las fiestas… En fin, veamos lo que podemos hacer.

Glenda esperó pacientemente hasta que Kayleen cayó en la cuenta de que estaba esperando que se desnudara y se quitó el vestido. Glenda asintió.

– Excelente. No tiene exceso de curvas, así que estará deslumbrante en todas las veladas. Espero que no se ofenda, pero su ropa interior es lamentable… Si va a casarse con un príncipe, necesita algo sexy y bonito. Querrá mantener su interés, claro…

Kayleen empezó a tomar notas de lo que Glenda decía. Una hora más tarde, llegó a la conclusión de que había subestimado a las mujeres que salían de compras por vicio. Era algo agotador.

Se estaba cerrando un vestido sencillo cuando Dana entró en el vestidor.

– Ya hemos terminado -dijo la niña-. Asad quiere que te diga que la tía Lina va a venir a llevarnos al cine.

Kayleen sonrió.

– ¿Estás tan cansada como yo?

– Sí, ha sido divertido, pero…

– Ni siquiera he visto la mitad de las cosas que os habéis comprado. Cuando volvamos a la suite, tendréis que hacerme un pase de modelos…

En lugar de asentir, Dana se acercó a Kayleen, se abrazó a ella y empezó a llorar.

Kayleen se sentó y la acomodó en su regazo.

– ¿Qué sucede?

– Que echo de menos a mis padres. Sé que está mal, pero los echo de menos.

Kayleen la abrazó con fuerza.

– No está mal, Dana. Es perfectamente natural Todo esto es nuevo para ti y es lógico que te angusties… de hecho, tengo que pedirte disculpas. Eres tan fuerte que a veces olvido que sigues siendo una niña todavía.

– Tengo miedo.

– ¿Por todos los cambios?

– No, porque no quiero que te vayas.

– No me iré.

– ¿Lo prometes? ¿Nunca? ¿Pase lo que pase?

– Siempre estaremos juntos. Asad y yo nos vamos a casar y seremos una familia…

Dana lo miró.

– Y si lo abandonas, ¿iremos contigo?

– No lo voy a abandonar.

– Podrías hacerlo. La gente se divorcia…

– Bueno, si llegamos a divorciarnos, te prometo que vendréis conmigo.

Dana se secó las lágrimas.

– Está bien, te creo.

– Me alegra que me creas, porque te quiero mucho. Os quiero a todas. Os quiero con toda mi alma.

Dana la abrazó con fuerza y se puso de pie.

– Ya me siento mejor…

– Dana, yo siempre estaré a tu lado. Y si necesitas hablar conmigo, en cualquier momento, de lo que sea, dímelo. ¿De acuerdo?

Dana asintió y se marchó. Kayleen se puso de pie y se alisó el vestido.

Un segundo después, mientras pensaba que la tela se arrugaría demasiado, Asad entró en el vestidor y le puso las manos en los hombros.

– He oído tu conversación con Dana -dijo mirándola en el espejo.

– ¿Y lo desapruebas?

– En absoluto. Has dicho lo que debías. Aunque habría estado mejor que dudaras un poco más con lo del divorcio…

– Yo no he dicho que piense divorciarme de ti -puntualizó.

– Lo sé, lo sé -dijo él, sonriendo-. Eres una madre excelente, Kayleen, y eso me place. Por las niñas y por los niños que tendremos.

– ¿Y si no tengo niños y sólo puedo darte más hijas?

– Bueno, recuerda que soy uno entre seis hermanos. Creo que la estadística juega a mi favor… -respondió él-. Por cierto, ¿te estás divirtiendo?

– Esto es muy cansado. Y no me acostumbro a que me sirvan con tanta diligencia…

– Te acostumbrarás.

– Tal vez. ¿De verdad necesito tanta ropa? Me parece excesivo.

– Vas a representar a El Deharia. Tienes que estar a la altura de las expectativas de la gente -afirmó.

– Bueno, qué se le va a hacer.

– Vaya, así que estás dispuesta a hacer lo que sea necesario por los ciudadanos de mi país y sin embargo dudas cuando sólo se trata de mí -bromeó.

– Más o menos.

Asad se inclinó y la besó en el cuello. Ella se estremeció.

– Tendré que enseñarte a respetarme -murmuró él.

El príncipe la abrazó por la cintura y ella deseo que aquello fuera real, que las niñas fueran verdaderamente su familia y que Asad estuviera locamente enamorado.

– Cuando volvamos a Palacio, quiero hablar de finanzas contigo -continuó-. Las niñas y tú necesitáis dinero, y quiero que tengáis la vida resuelta si alguna vez me ocurre algo malo. El palacio siempre será vuestra casa, pero si desearais vivir en algún otro lugar, necesitaréis una buena cuenta bancaria.

– No quiero que te pase nada malo…

– Ni yo, pero esto es importante. Abriré una cuenta a tu nombre y podrás gastar el dinero como lo estimes conveniente. Quiero que seas feliz, Kayleen. Y que vayas de compras tanto como te apetezca.

– No necesito casi nada.

– Eso lo dices ahora, pero tu vida ha cambiado y tú misma has empezado a cambiar.

Asad la besó hasta que la dejó sin aliento. Kayleen deseó tocarlo y acariciarle todo el cuerpo, hacerle el amor allí mismo y relajar su tensión y el deseo que sentía. Pero el príncipe se apartó de ella poco después.

– Bueno, pero preferiría que no cambiaras mucho más… -añadió.

Un segundo después, le bajó la cremallera del vestido y le desabrochó el sostén. Luego, llevó las manos a sus senos, se inclinó lo suficiente y empezó a succionarle un pezón.

Kayleen era consciente de que seguían en el vestidor de la boutique, así que se esforzó por mantenerse en silencio y no gemir; pero las caricias de su lengua eran tan placenteras que le costó mucho.

Excitada, le acarició el cabello y los hombros. Quería más, necesitaba más.

Asad rió antes de cambiar al otro pecho y jugueteó una y otra vez con él hasta que Kayleen empezó a jadear de placer.

Casi no podía mantenerse de pie. Además, Asad le había introducido una pierna entre los muslos y estaba terriblemente húmeda. Pero sabía que se detendría en algún momento. Seguían en la tienda y había gente por todas partes. Las niñas se habían marchado con su tía, pero todavía estaban Glenda, los dependientes y tal vez algún cliente más.

Sin embargo, Kayleen no quería detenerse. Y lo quiso aún menos cuando él bajó una mano y empezó a masturbarla con los dedos.

– Apóyate en mí -susurró él.

Ella apoyó una pierna en el banco del vestidor. Él la equilibró con la mano que tenía libre y siguió frotándole y acariciándole el clítoris. Cada vez estaba más tensa. Empezó a temblar sin poder evitarlo y tuvo miedo de caerse, pero el orgasmo la alcanzó rápidamente y fue tan intenso y glorioso como los anteriores.

Él la besó y siguió tocándola hasta que la última oleada de placer desapareció. Sólo entonces, maldijo en voz baja y la soltó.

– ¿Qué ocurre? -preguntó ella.

– Que se suponía que esto era un regalo para ti, pero…

Asad alcanzó el sostén y se lo dio.

– Toma, póntelo.

– No te entiendo…

Él la miró con pasión.

– Me temo que tengo que llevarte inmediatamente a Palacio, a mi cama. Ya terminaremos con las compras más tarde.

Ella sonrió.

– Me parece un buen plan.


Era casi media noche cuando Kayleen marcó un número de teléfono muy familiar y pidió que la pusieran con la mujer que estaba a cargo.

– ¿Kayleen? ¿Eres tú?

Kayleen sonrió.

– Sí. Sé que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te llame. Lo siento…

– Si has vivido aventuras interesantes, te perdono. ¿Cómo estás? ¿Cómo va tu vida en Palacio? Tienes que contármelo todo…

La voz de la madre superiora, llena de cariño, logró que echara de menos el convento.

– Estoy bien. Muy ocupada, eso sí. Y las niñas se han acostumbrado mejor de lo que había imaginado…

– Me preocupaba su suerte. Han sufrido demasiado para ser tan pequeñas. Pero están contigo y sé que lo superarán.

– Eso espero -dijo Kayleen-. Tengo algo que decirte, aunque no sé lo que pensarás… es sobre el príncipe. Hace unas semanas me organizó una fiesta sorpresa de Acción de Gracias. Fue un detalle encantador. Pero luego…

La madre superiora no dijo nada. Sabía que el silencio era una motivación poderosa cuando se trataba de animar a otra persona a hablar.

– Era tarde y estábamos solos -continuó-. Así que…

Kayleen le contó toda la historia, incluida la propuesta de matrimonio.

– ¿Es un buen hombre? -preguntó la monja.

Ella no esperaba esa pregunta y la sorprendió.

– Sí, claro. Muy buen hombre, de hecho. Demasiado acostumbrado a salirse con la suya, pero a fin de cuentas es un príncipe.

– ¿Cuida de las niñas y de ti?

– Sí. Muy bien.

– ¿Lo amas?

Kayleen pensó que era una pregunta interesante.

– Sí, creo que sí -respondió.

– Entonces has hecho lo correcto. Siempre quise que te casaras y que tuvieras una familia, Kayleen. Sé que deseabas volver al convento, pero a veces encontramos la felicidad en los lugares más inesperados… Amar y ser amada es una gran bendición. Disfruta de lo que tienes y recuerda que siempre pienso en ti.

– Gracias -susurró.

– Sigue los dictados de tu corazón y no permitas que te aparten de tu camino, hija mía.

Kayleen asintió. Sabía que su corazón caminaba en la dirección de Asad, pero el viaje acababa de empezar. Y cuando concluyera, estaría en su casa.

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