Kayleen nunca habría creído que su vida pudiera cambiar tanto y tan deprisa. Por la mañana se había despertado en su diminuta habitación del colegio, que tenía una ventana igualmente pequeña y vistas a un muro de ladrillo; pero ahora, seguía a la princesa Lina al interior de una suite enorme de un palacio que daba al Mar Arábigo.
– Debo de estar soñando. Las habitaciones son preciosas…
Se giró lentamente sobre sí misma y contempló los tres sofás, la mesa del comedor, la elegante decoración, los balcones que daban a la terraza y el mar al fondo.
Lina sonrió.
– Es un palacio, querida. ¿Pensabas que vivíamos en cuartuchos?
– No, obviamente no -respondió, mirando a las tres niñas-. Pero es mucho más bonito de lo que esperaba… sólo temo que las niñas puedan romper algún mueble.
– Te aseguro que esos muebles se han llevado más golpes de los que puedas imaginar. Sobrevivirán a esto -declaró-. Pero ahora, sígueme. Tengo una sorpresa maravillosa para ti…
Kayleen dudó de que pudiera ofrecerle una sorpresa mayor que vivir en el Palacio Real de El Deharia, pero deseó equivocarse. Empujó un poco a las niñas para que siguieran adelante y avanzaron por el pasillo.
Lina se detuvo delante de una puerta enorme, que abrió.
– No he tenido tiempo para encargarme de todo, así que aún no está terminada. Pero es un principio.
El principio al que Lina se refería era una habitación del tamaño de un aeródromo con techos y balcones altos, tres camas con edredones, varios armarios y mesas, montones de muñecos de peluche y batas, camisones y zapatillas. Hasta habían llevado las mochilas que las niñas llevaban al colegio; las habían dejado al pie de sus camas.
– He ordenado que todas tengan un ordenador -explicó Lina-. En el comedor hay una televisión y varias películas adecuadas para ellas, pero traerán más. En su momento, les daremos una habitación individual a cada una; pero he pensado que por ahora es mejor que sigan juntas.
Kayleen no lo podía creer. La habitación era perfecta. Luminosa, muy grande y llena de colores.
– ¿De verdad? -preguntó Dana-. ¿Es para nosotras?
Kayleen se rió.
– Sí, y será mejor que os la quedéis. Porque si no os gusta, me la quedaré yo.
La declaración de Kayleen fue todo lo que las niñas necesitaron para salir corriendo y empezar a examinar hasta el último de los rincones de la habitación. Estaban muy contentas.
– Eres increíble -dijo Kayleen a la princesa.
– Tengo mis recursos y no me importa usarlos -dijo su amiga-. Además, es muy divertido… no todos los días tengo ocasión de comportarme como una dictadora y dar órdenes a los criados para que cumplan todos mis antojos. Pero todavía no hemos terminado. Sígueme y te enseñaré el lugar donde dormirás.
Kayleen siguió a Lina a través de un cuarto de baño gigantesco, con una bañera donde se podía nadar; salieron a un pasillo corto que terminaba en una habitación preciosa, decorada con tonos verdes y amarillo pálido. Los muebles eran delicados y femeninos, y la habitación contigua, más lujosa que ninguna de las que había visto hasta entonces.
– Son de seda -dijo, acariciando las cortinas-. ¿Y si las mancho con algo?
– Entonces, llamaremos a la tintorería -declaró Tina-. Relájate, ya te acostumbrarás. Éste es tu hogar y ahora formas parte de la vida de Asad.
– No una parte muy feliz -comentó-. Tu sobrino no quería ayudarnos.
– Pero lo ha hecho y eso es lo que importa.
Kayleen asintió aunque estaba muy confundida.
– ¡Las maletas! ¡Kayleen, corre…! ¡Nuestras maletas ya están aquí!
Kayleen y Lina volvieron a la habitación principal y vieron que ya habían llevado las maletas. En el colegio les habían parecido enormes, pero allí parecían pequeñas y gastadas.
Lina la tocó en el brazo.
– Acomódate. Me encargaré de que os traigan la cena… las cosas te parecerán más sencillas por la mañana.
– Ya me parecen bien -dijo Kayleen-. Vivimos en un palacio… ¿qué más podría desear?
Lina se rió.
– No te vendría mal una actitud positiva, por ejemplo -respondió-. Pero bueno, será mejor que me marche. Bienvenidas a Palacio…
Lina abrazó a las niñas y desapareció, cerrando la puerta a sus espaldas. Kayleen se sintió terriblemente incómoda ante la perspectiva de vivir allí, pero miró a las niñas, notó su temor y pensó que ya lo habían pasado bastante mal y que merecían que hiciera un esfuerzo por ellas.
– ¿Qué os parece si probamos la televisión? Os propongo un trato: la primera que saque sus cosas de sus maletas y las guarde convenientemente en su armario, tendrá derecho a elegir la película. Venga… empezamos en tres, dos, uno… ¡Adelante!
Las tres niñas salieron corriendo hacia su habitación.
– Yo terminaré primero -gritó Pepper.
– No, seré yo porque tú has traído demasiadas cosas -dijo Dana.
Kayleen dejó a las pequeñas y se dirigió a su dormitorio para guardar sus pertenencias. Todavía estaba preocupada con la situación; Lina había prometido que el príncipe Asad cumpliría su palabra y no dudaba de ello, pero las niñas habían sufrido mucho y tardarían en volver a la normalidad.
La noche pasó rápidamente. Les sirvieron la cena, comieron tranquilamente y luego vieron una película, Princesa por sorpresa, y se dedicaron a comparar el castillo que salía en la pantalla con el palacio en el que se encontraban. A las nueve, las tres niñas ya se habían quedado dormidas. Kayleen se quedó sola y se dedicó a pasear por la preciosa suite.
Poco después, se detuvo frente a uno de los balcones y salió a la terraza. La noche era cálida y tranquila, el mar estaba tan oscuro como el cielo y las olas rompían suavemente en la playa.
Se apoyó en la barandilla, contempló las estrellas y se preguntó qué estaba haciendo allí. Ella no pertenecía a ese mundo.
En ese momento oyó el sonido de una puerta que se abría y distinguió la silueta de un hombre. Al principio no lo reconoció y se asustó un poco. Era el príncipe Asad, tan alto, tan atractivo y de hombros tan anchos como lo recordaba. Un tipo de hombre que intimidaba sin pretenderlo.
Como él no la había visto todavía, consideró la posibilidad de volver al interior del edificio. Pero justo entonces, sus miradas se cruzaron.
– Buenas noches -dijo él-. ¿Ya se han acomodado?
– Sí, gracias. Las habitaciones son magníficas. Su tía se ha asegurado de que nos sintamos en casa -contestó, mirando la imponente fachada del edificio-. Bueno, o casi…
El príncipe caminó hacia ella.
– Sólo es una casa grande, Kayleen. No permita que su tamaño o su historia la intimiden.
– Creo que sobreviviré si a las estatuas no les da por cobrar vida de noche y empezar a perseguirnos…
– Le aseguro que nuestras estatuas están muy bien educadas -bromeó.
Ella sonrió.
– Gracias por animarme, pero dudo que duerma bien los primeros días…
– Se acostumbrará -dijo mientras se quitaba la chaqueta-. Y si mi tía ha olvidado alguna cosa, pídaselo a los criados.
– Por supuesto… pero dígame, ¿cómo debemos llamarlo a partir de ahora? Me refiero a las niñas y a mí -dijo ella-. ¿Su alteza? ¿Príncipe Asad…?
– Pueden llamarme por mi nombre.
– ¿En serio? ¿No me cortarán la cabeza por eso?
Asad sonrió.
– Ya no cortamos la cabeza por esas cosas.
El príncipe se quitó también la corbata. Kayleen apartó la mirada y se dijo que no se estaba desnudando sino simplemente poniéndose cómodo tras un largo día de trabajo. Además, ella estaba en su terraza y él podía hacer lo que quisiera.
– La noto incómoda -comentó él.
Ella parpadeó.
– ¿Cómo se ha dado cuenta?
– Digamos que usted es una mujer… transparente.
– Es que las cosas han cambiado mucho en muy poco tiempo -explicó-. Esta mañana desperté en mi habitación del colegio y ahora estoy aquí…
– Y antes de que viniera a El Deharia, ¿dónde dormía?
Ella sonrió.
– En Estados Unidos, en el medio oeste. Es un lugar muy distinto… no hay mar ni arena, y hace mucho frío. Ya es noviembre, así que los árboles de allí habrán perdido las hojas y faltará poco para las primeras nevadas. Pero esto es precioso…
– Sí, nuestro clima es uno de los grandes placeres del sitio más perfecto de la Tierra.
– ¿Cree que El Deharia es perfecto?
– ¿Usted no piensa lo mismo del lugar donde nació?
– Bueno, no sé, supongo que sí… -murmuró-. También era profesora en Estados Unidos. Siempre me han gustado los niños.
– En tal caso, disfrutará aún más de su trabajo. Supongo que una profesora a quien no le gustaran los niños, lo pasaría francamente mal.
Kayleen se preguntó si estaba bromeando con ella. Parecía que sí, pero no estaba segura. Ni siquiera sabía que los príncipes tuvieran sentido del humor.
– Sí, estaba bromeando -dijo él, en demostración de lo transparente que era Kayleen-. Y puede reírse en mi presencia si le apetece… pero debe asegurarse de que yo esté de humor para eso. Reírse en un momento inadecuado es un delito tan grave que la gente que lo comete no vive para contarlo.
– Ya hemos vuelto a lo de cortar cabezas… nunca había conocido a nadie como usted -confesó.
– ¿No tienen príncipes en el medio oeste?
– No. Allí no tenemos ni estrellas del rock, que ya es decir.
– Bueno, nunca me han gustado los hombres que llevan pantalones de cuero.
Kayleen se rió.
– Si se pusiera unos, sus súbditos pensarían que tiene un sentido de la estética muy avanzado… -bromeo ella.
– O muy idiota -dijo él.
– Y eso no le gustaría, claro -ironizó, sin pensar lo que decía.
Asad la miró con cara de pocos amigos y se cruzó de brazos.
– Tal vez deberíamos hablar de algo menos problemático. Por ejemplo, de las tres hermanas que usted se ha empeñado en que adoptara.
– ¿Qué pasa con ellas?
– Su colegio está demasiado lejos y sería conveniente que cambiaran de centro. La American School está más cerca.
– Ah, sí… tiene razón. Me encargaré de inscribirlas por la mañana. Pero, ¿qué debo decir a la dirección?
– La verdad. Que son mis hijas adoptivas y que deben recibir un trato adecuado.
– ¿Quiere que las saluden con una reverencia?
Asad la miró durante unos segundos.
– Usted es una mezcla interesante de conejo y gato montés. Temerosa y valiente al mismo tiempo -decía.
– Estoy intentando ser valiente todo el tiempo. Y todavía puedo conseguirlo.
El príncipe extendió un brazo y, antes de que ella se diera cuenta, le acarició un mechón de pelo.
– Tiene fuego en la sangre…
– ¿Lo dice porque soy pelirroja? Eso sólo son cuentos de vieja…
En realidad, Kayleen habría preferido ser una rubia fría o una morena sexy. O tal vez no tan sexy. Eso no encajaba en su estilo.
– Conozco a muchas viejas sabias -murmuró él antes de apartar la mano-. Recuerde que usted será responsable de las niñas cuando no estén en el colegio.
Kayleen asintió y lamentó que hubiera dejado de tocarla y de hablar de ella, aunque no supo por qué. Asad era un hombre muy atractivo, pero también su patrón y un príncipe de un linaje con muchos siglos de historia. En cambio, ella ni siquiera sabía quién era su padre.
– ¿En qué está pensando? -preguntó él.
Ella le dijo la verdad. Cuando terminó de contárselo, Asad preguntó:
– ¿Y su madre?
– No me acuerdo de ella. Me dejó con mi abuela cuando yo era un bebé… estuve a su cuidado durante unos cuantos años y luego me llevó al orfanato -respondió, lamentando haber tocado ese tema-. Pero no se lo reprocho. Era una anciana y le daba mucho trabajo…
En la oscuridad de la terraza, Kayleen no podía ver la expresión de Asad. Se recordó que no tenía motivos para avergonzarse de su pasado. No era culpa suya.
Pero se sentía como si la estuvieran juzgando y deseara una absolución.
– ¿Por eso ha defendido tan ferozmente a las tres niñas? ¿Por su propio pasado?
– Quizás.
Él asintió lentamente.
– Ahora vivirán aquí. Y usted también. Quiero que se sienta como en casa.
– Decirlo es más fácil que hacerlo…
– Tardarán un poco en acostumbrarse, pero nada más. Sin embargo, estaría bien que no se dedicaran a patinar por los pasillos.
– Me aseguraré de ello.
– Excelente. Y se me ocurre que tal vez quieran conocer la historia del palacio… es un lugar muy interesante. Les recomiendo que se apunten a alguno de los grupos guiados que lo recorren todos los días.
– ¿Grupos? ¿La gente puede venir al palacio y verlo como si fuera un museo?
– Sólo pueden ver las salas públicas; la zona privada está cerrada y vigilada convenientemente. Aquí estarán a salvo.
A Kayleen no le preocupaba la seguridad. Pero la idea de vivir en un sitio que la gente visitaba en grupos era bastante inquietante.
– ¿Qué pensará su familia de esto? ¿No se enfadarán?
Asad pareció volverse más alto.
– Soy el príncipe Asad de El Deharia. Nadie cuestiona mis decisiones.
– ¿Ni siquiera el rey?
– Mi padre estará encantado de que siente cabeza. Está deseando que sus hijos se casen y tengan hijos…
Kayleen supuso que lo de adoptar a tres niñas estadounidenses no era precisamente lo que el rey pretendía.
– Creo recordar que tiene hermanos…
– Sí cinco. Todos viven en Palacio. Menos Kateb, que está en el desierto.
Kayleen se sintió más insegura que nunca. Cinco príncipes, una princesa y un rey. La única persona que estaba fuera de lugar era ella.
– No se preocupe, estará bien -insistió Asad.
– ¿Quiere dejar de adivinar lo que estoy pensando? No es justo.
– Lo siento. Me temo que tengo ese don.
– Ya me había dado cuenta…
– Kayleen, usted está aquí porque yo lo he decidido -dijo él en voz baja y tranquilizadora-. Mi nombre es toda la protección que necesita. Puede utilizarme como escudo o como arma, según prefiera.
– Nunca lo utilizaría ni como lo uno ni como lo otro -afirmó ella.
– Pero podría hacerlo, y ahora ya lo sabe. Aunque lo único importante es que no le pasará nada mientras esté bajo mi cuidado -dijo, mirándola a los ojos-. Buenas noches, Kayleen.
Asad se giró y desapareció.
Kayleen se quedó mirando y se sintió como si acabara de mantener una conversación con un personaje sacado de un libro o de una película. Sabía que Asad había sido sincero al afirmar que estaba completamente a salvo con él, pero ésa también era una situación nueva para ella: hasta entonces, las únicas personas que la habían cuidado eran las monjas del colegio.
Cruzó los brazos sobre el pecho y casi pudo sentir el peso de la protección de Asad, la fuerza de aquel hombre. Y le gustó mucho.
Al día siguiente, Asad entró en la oficina del rey y asintió a Robert, su secretario personal.
– Puede entrar, señor -dijo Robert con una sonrisa-. Le está esperando.
Asad pasó al despacho y saludó a su padre, que estaba sentado tras una mesa gigantesca.
– He oído que te has buscado una familia -comentó el rey-. Lina me ha dicho que has adoptado a tres niñas huérfanas. No sabía que esas cosas te preocuparan.
Asad se sentó delante de la mesa y sacudió la cabeza.
– Ha sido cosa de Lina. Insistió en que la acompañara a un colegio para impedir que una monja saltara desde un tejado.
– ¿Cómo?
– Da igual, olvídalo. El caso es que no había ninguna monja. Sólo una profesora.
Asad se detuvo un momento y sonrió al recordar la furia y la determinación de la pelirroja.
– Era un asunto de tres niñas. Su padre había nacido aquí. Cuando su esposa falleció, las dejó en el colegio… pero luego se mató en un accidente. Tahir lo supo y vino a la ciudad para llevárselas -explicó.
– Un gesto admirable por su parte -dijo el rey-. Tres niñas huérfanas no tienen ningún valor. Tahir es un gran hombre.
– Sí, bueno, pero su profesora no compartía esa opinión. Insistió en que las niñas debían permanecer juntas, recibir una educación y no convertirse en criadas.
– ¿Sin familia? Las niñas no tenían elección… Y Tahir las habría honrado con su apellido.
– Estoy de acuerdo, pero su profesora no lo estaba. Incluso atacó a Tahir.
El rey arqueó las cejas.
– ¿Y sigue viva?
– Es pequeña y no le hizo ningún daño.
– Tiene suerte de que no insistiera en castigarla…
– Sospecho que sólo deseaba encontrar una forma de salir de ese lío.
– Y tú resolviste el problema al adoptar a las tres pequeñas.
– Sí, a ellas y en cierto modo a su profesora, que estará a su cargo -afirmó, mirando a su padre-. Son unas niñas encantadoras. Serán como nietas para ti…
El rey se mesó la barba.
– Entonces, iré a visitarlas y a hablar con su profesora -dijo-. Has hecho lo correcto, Asad, lo cual me place. Es obvio que a medida que creces vas sentando la cabeza… me alegro.
– Gracias, padre.
Asad mantuvo en todo momento un tono de respeto. Lina tenía razón. Lo de las niñas serviría para librarse de la presión de su padre durante una temporada.
– ¿Cómo es ella? Me refiero a la profesora. ¿Tiene buen carácter?
– Lina afirma que sí.
El príncipe pensó que él no estaba tan convencido.
– ¿Te interesa? -preguntó el rey.
– ¿En qué sentido?
– Como esposa. Ya sabemos que le gustan los niños y que está dispuesta a jugarse la vida por defenderlos. ¿Es bonita? ¿Serviría para alguno de tus hermanos?
Asad frunció el ceño. Hasta entonces no se había preguntado si era atractiva.
– No está mal -contestó al fin-. Hay algo puro e intenso en ella.
– Me pregunto qué le parecerá el desierto -murmuró el rey-. Quizás sirva para Kateb.
La propuesta del rey molestó a Asad, aunque no supo por qué.
– Lo dudo mucho -respondió-. Además, la necesito para que cuide de mis hijas. Me temo que mis hermanos tendrán que buscar novia en otra parte.
– Como desees -dijo su padre-. Como desees.
Asad miró los tres proyectos de puente que tenía ante él. Los tres ofrecían el acceso necesario, pero no podían ser más distintos. El más barato era de diseño sencillo; los otros dos, de elementos arquitectónicos que añadirían belleza a la ciudad.
Todavía estaba pensando en ello cuando sonó el teléfono. Asad pulsó el intercomunicador.
– He dicho que no quería que me molestasen.
Su secretario, un hombre normalmente tranquilo, respondió con nerviosismo.
– Lo sé, sus órdenes han sido muy claras. Es que hay alguien que quiere verlo… una mujer joven, Kayleen James. Dice que es la niñera de sus hijos.
El nerviosismo de Neil se debía con toda probabilidad a que no tenía la menor idea de que Asad fuera padre. El príncipe se dio cuenta y dijo:
– Ya te lo explicaré después. Dile que pase.
Kayleen entró en el despacho al cabo de unos segundos. Llevaba un vestido marrón que la tapaba desde el cuello hasta los zapatos lisos de los pies. Se había recogido el pelo con una coleta y aparentemente no llevaba maquillaje. Su único adorno eran unos pendientes pequeños.
Asad se preguntó a qué se debería su pobreza estética; estaba acostumbrado a mujeres que mostraban piel, que se vestían con sedas, que se ponían perfume y llevaban toneladas de diamantes. Pero pensó que Kayleen podía transformarse en una mujer verdaderamente bella cuando quisiera. Ya poseía lo básico: boca y ojos grandes y una estructura craneal perfecta.
– Gracias por concederme unos minutos -dijo ella, interrumpiendo su imagen erótica-. Supongo que debería haber pedido una cita.
Asad se levantó y la invitó a sentarse en el sofá de la esquina.
– De nada. ¿En qué puedo ayudarla?
Ella se sentó.
– Es un hombre muy educado…
– Gracias.
Kayleen se alisó la parte delantera del vestido.
– El palacio es enorme. Me he perdido dos veces y he tenido que preguntar la dirección…
– Le conseguiré un mapa.
Ella sonrió.
– ¿Lo dice en serio? ¿O es una broma?
– Las dos cosas, pero es verdad que hay un mapa del palacio. ¿Quiere uno?
– Creo que no me vendría mal. Y tal vez un localizador implantado bajo la piel para que los guardias puedan encontrarme -respondió, mirando a su alrededor con inseguridad-. Es un despacho muy bonito… grande, aunque imagino que eso es lógico siendo usted un príncipe.
Asad se dio cuenta de su nerviosismo y comentó:
– Kayleen, ¿ha venido por alguna razón en concreto?
– ¿Cómo? Ah, sí, claro… esta mañana he matriculado a las niñas en la American School. Todo ha ido bien. Mencioné su nombre.
Él sonrió.
– ¿Y le han hecho muchas reverencias?
– Casi. Todo el mundo estaba deseando ayudar y que yo le contara a usted que me habían ayudado. Eso me pareció asombroso, pero probablemente estará acostumbrado…
– Sí, lo estoy.
– Es un lugar magnífico. Grande, moderno y muy eficaz desde un punto de vista académico. No se parece nada a nuestro colegio, aunque si tuviéramos más fondos… supongo que pedirle algo así sería inapropiado.
– Tal vez. ¿Pero dejaría de pedirlo por ello?
– Entonces, veré si es posible que su antiguo colegio reciba una buena contribución económica.
Kayleen lo miró con sorpresa.
– ¿En serio? ¿Así como así?
– No puedo prometerle nada, pero estoy seguro de que encontraremos unos cuantos dólares en alguna parte.
– Eso sería genial. Nuestro presupuesto es tan pequeño que cualquier cosa sería de ayuda. La mayoría de los profesores viven allí, lo que significa que los salarios tampoco son muy altos.
– ¿Por qué quiso ser profesora?
– Porque no pude ser monja.
La respuesta de Kayleen sorprendió al príncipe. \
– ¿Quería ser monja?
– Sí. El orfanato donde mi abuela me dejó estaba dirigido por monjas. Se portaron bien conmigo y pensé que quería ser como ellas, pero no tengo el tipo de carácter necesario -explicó.
– ¿Demasiado respondona?
– Demasiado… todo. Tengo mal genio, no soy capaz de callarme las opiniones y de vez en cuando incumplo las normas. La madre superiora sugirió que me dedicara a la enseñanza -dijo ella-. Y fue una gran idea, porque adoro a los niños y me gusta enseñar… quise dar clases allí, pero ella insistió en que antes me marchara y viera un poco de mundo. Sin embargo, tengo intención de volver.
– ¿A un convento?
Ella asintió.
– ¿Es que no quiere tener marido y una familia?
Kayleen inclinó la cabeza, pero no antes de que Asad notara su rubor.
– No creo que vaya a tener esa oportunidad -confesó-. No salgo con nadie. Los hombres… bueno, los hombres no se interesan por mí en ese sentido.
– Creo que se equivoca -declaró, imaginándosela desnuda.
– No, no me equivoco.
– ¿Y nunca ha estado con nadie que fuera… especial?
– ¿Se refiere a un novio? No -dijo, sacudiendo la cabeza.
Kayleen no dejaba de sorprenderlo. Tenía alrededor de veinticinco años y no había salido con nadie. O estaba ante la mujer más pura del mundo o mentía, pero no tenía motivos para mentir.
De repente, se sintió en la necesidad de enseñarle lo que se estaba perdiendo. Pero le pareció una idea ridícula. Kayleen sólo era la niñera de sus hijas adoptivas.