Capítulo 4

Cuando terminaron de cenar y el rey se marchó, Kayleen envió a las niñas a su habitación y ella se quedó charlando con Asad.

– Hay un par de cosas que necesito que hablemos -comentó cuando ya estaban solos.

– Con usted siempre hay algo de lo que hablar.

Ella no supo lo que quería decir, así que hizo caso omiso del comentario.

– Sólo quedan seis semanas para las navidades y deberíamos empezar a planearlas. No sé si en Palacio se tiene la costumbre de festejar esas fiestas, pero van a ser las primeras navidades de las niñas sin sus padres y tenemos que hacer algo.

Asad la miró durante unos segundos.

– El Deharia es un país de mentalidad abierta, que acepta todo tipo de confesiones religiosas. Si desea hacer una fiesta en la suite, estoy seguro de que nadie pondrá la menor objeción -afirmó.

– No, me gustaría algo más que eso… Es importante que usted también participe.

– ¿Yo? No, no es posible.

– Usted siempre ha tenido familia, Asad. Tiene a sus hermanos, a su tía, a su padre… pero esas niñas no tienen a nadie. Serán unas fiestas tristes para ellas. Se sentirán más solas que nunca.

Kayleen hablaba por experiencia. Aún recordaba el horror de despertarse en Navidad y sentir la angustia en su pecho. Por muchos regalos que le hicieran en el orfanato y por muy buenas que fueran las monjas con ella, no tenía una familia.

Ni siquiera había podido consolarse con la posibilidad de que alguna pareja maravillosa decidiera adoptarla. Eso era imposible porque tenía muchos familiares vivos; lo malo del asunto era que ninguno la quería a su lado.

– Necesitan sentirse seguras, queridas -insistió.

– Lo comprendo. Pero es su obligación; encárguese de ello…

– También es obligación suya. Es su padre adoptivo.

– Yo sólo soy un hombre que ha permitido que vivan aquí. Kayleen, esas niñas son responsabilidad suya, no mía. Recuérdelo en lo sucesivo.

– No lo entiendo, Asad. Se ha portado tan bien con ellas durante la cena… ¿quiere decir que fingía, que en realidad no le importan?

– Es simplemente compasión y sentido del honor. Suficiente para el caso.

– No es suficiente y no lo será nunca. Hablamos de niñas pequeñas, Asad, de niñas que están solas y tristes. Merecen mucho más. Merecen que las quieran.

Kayleen ya no estaba hablando solamente de las niñas; también se refería a sí misma. Pero con la diferencia de que ella había renunciado a ese sueño.

– Entonces tendrán que encontrar ese amor en usted.

Kayleen sintió un nudo en la garganta.

– ¿Está diciendo que no tiene intención de quererlas?

– Honraré mis responsabilidades. Y para conseguirlo, necesito ser fuerte -respondió el príncipe-. Las emociones son una debilidad. Usted es mujer y no espero que lo comprenda… yo cuidaré de las necesidades materiales de las niñas; y usted, de sus corazones.

– Es lo más absurdo que he oído en mi vida. El amor no es una debilidad -declaró con vehemencia-; es fuerza, es poder. La capacidad de dar permite ser más, no menos.

Asad sonrió.

– La pasión con la que habla demuestra que esas niñas le importan de verdad. Excelente.

– ¿Le parece excelente que yo tenga emociones y no se lo parece en su caso? ¿Por qué? ¿Por qué usted es un hombre?

– No, porque soy más que un hombre. Soy un príncipe, y como tal, responsable de un sinfín de personas. Tengo la obligación de ser fuerte y de no desfallecer por culpa de algo tan cambiante como los sentimientos.

– Pero sin compasión no se puede tener buen juicio -espetó-. Sin sentimientos, un ser humano sólo sería una máquina. Un buen gobernante debe conocer las emociones de su gente.

– No lo entiende…

– Y usted no habla en serio.

Asad la tomó del brazo y caminó con ella hacia la salida.

– Le aseguro que hablo muy en serio. Celebre las navidades como desee. Tiene mi permiso.

Cuando el príncipe desapareció en el pasillo exterior, Kayleen murmuró:

– ¿También tengo su permiso para clavar su cabeza en una pica?

La actitud de Asad le había parecido increíble. Creía que los sentimientos eran inadmisibles en los hombres y en los príncipes, pero normales en una mujer.

– Nada de eso -se dijo mientras caminaba hacia su dormitorio-. Aquí hay alguien que tiene que cambiar. Y no soy yo.

A la mañana siguiente, Kayleen estaba tan inquieta que iba de un lado para otro del salón.

– Tiene ideas de hace doscientos años -protestó-. Piensa que tiene que estar a cargo de todo porque es un hombre. ¿Y qué somos nosotras, Lina? ¿Simples muebles? Estoy tan enfadada que me gustaría encerrarlo en una de sus mazmorras… soy una mujer inteligente, capaz, con corazón. ¿Por qué desprecia las emociones si son lo que nos hace humanos? Cuanto más conozco el mundo, más extraño el convento.

– Es curioso que digas eso, porque sospecho que la intensidad y la pasión que dedicas a este asunto es precisamente el motivo por el que nunca podrías ser monja.

– Sí, eso me decían, que soy demasiado apasionada e independiente. Pero cuando veo algo injusto, no soy capaz de pararme a pensar; tengo que actuar.

– Claro. Como hiciste con Tahir.

– Exacto -se defendió.

– La vida no se atiene siempre a nuestros deseos -le recordó Lina-. Debes aprender a tener paciencia.

– Ya lo sé. No debo actuar de forma impulsiva…

Kayleen lo sabía de sobra. Se lo habían repetido miles y miles de veces.

– Exactamente. Las opiniones de Asad son producto del mundo en el que ha crecido. El rey ha enseñado a sus hijos que las emociones son malas y que sólo deben pensar de forma lógica… mi hermano es así Cuando su esposa murió, eligió no demostrar sus sentimientos delante de ellos. Pensaba que sería lo mejor pero yo creo que se equivocó.

– Y Asad ha resultado ser un buen pupilo… ahora lo entiendo -dijo Kayleen-. Pero no es estúpido ¿Cómo es posible que se dé cuenta de su error?

– Lo formaron para un propósito específico, que precisamente consiste en una vida de servicio a los demás, pero desde el poder y el distanciamiento. Sus hermanos son igual que él. Hombres fuertes y decididos que no ven nada interesante en el amor. No me extraña que sigan solteros.

Lina dio una palmadita en el sofá. Kayleen se sentó a su lado.

– Pero el amor es un don… Y es importante que quiera a las niñas. Lo necesitan. Lo merecen. Asad sería más feliz y hasta mejor hombre si lo hiciera. Además, yo no voy a estar siempre.

Su amiga frunció el ceño.

– ¿Es que te marchas?

– Dentro de unos meses cumplo veinticinco años y tenía intención de marcharme, sí.

– Pero ahora tienes a las niñas…

– Lo sé. Pero se acostumbrarán a vivir en Palacio, ya lo verás. Y Asad puede contratar a otra persona para que cuide de ellas.

– Me sorprenden tus palabras, Kayleen -admitió Lina-. Cuando pediste a Asad que adoptara a las niñas, pensé que eras consciente de que habías asumido una responsabilidad. Esto no es propio de ti. Es huir del mundo…

– El mundo no siempre es un lugar divertido. Quiero volver al lugar al que pertenezco y dar clases -confesó.

Kayleen había llegado a un acuerdo con la madre superiora del convento: permanecería lejos de allí hasta los veinticinco años y luego podría volver si lo deseaba.

– Aquí también puedes ser madre -dijo Lina.

– No del todo. Sería una especie de juego… cuando las niñas sean mayores, Asad ya no me necesitará. Y si él no quiere mantener una relación estrecha con ellas, hasta podría llevármelas cuando me marche.

– Supongo que mi sobrino no conoce tus planes…

– No, no le he dicho nada.

– ¿Y cuándo se lo vas a decir?

– Pronto. Además, no creo que me vaya a echar de menos.

Kayleen no conocía la sensación de que la echaran de menos, y deseaba conocerla.

– Las cosas cambian -aseguró Lina-. Y tienes una responsabilidad con esas chicas.

– Lo sé.

– ¿Serías capaz de dejarlas así como así?

Kayleen sacudió la cabeza.

– Sé que no será fácil. He llegado a pensar en quedarme, pero…

En realidad no sabía qué hacer. Dudaba entre su responsabilidad con las tres pequeñas y sus sueños de volver al convento. Su instinto le decía que debía hablar con Asad, pero pensaba que no tenía sentido; el príncipe ya le había demostrado que no escuchaba a su corazón.

– ¿Podemos dejar este asunto para otro momento? -continuó-. Me empieza a doler la cabeza.

Lina sonrió lentamente.

– Está bien, cambiemos de tema -dijo-. ¿Sabes una cosa? Hassan va a venir.

Kayleen miró a su amiga.

– ¿Él rey de Bahania? ¿El hombre del que hablas todo el tiempo?

– Yo tampoco me lo puedo creer… Estábamos hablando por teléfono, dijo que mi risa le gustaba y ahora va a venir.

– Oh, Lina, eso es maravilloso. Llevas años encerrada en este palacio… me alegro mucho, de verdad.

– Pues yo tengo miedo -le confesó-. Pensaba que mi vida estaba totalmente planificada, que me dedicaría a trabajar y a ayudar a mi hermano con sus hijos. Pero de repente aparece un hombre que me ofrece algo que yo creía perdido… No sé, tal vez sea demasiado vieja para eso.

– Nunca se es viejo para eso. El corazón no tiene edad -declaró Kayleen con entusiasmo-. O por lo menos no lo tiene en las películas románticas…

– Ojalá sea verdad. Me casé muy joven y estaba muy enamorada, pero luego murió mi esposo y pensé que no volvería a amar. Además, soy la hermana del rey y eso no facilita las relaciones personales -comentó-. Al cabo de un tiempo dejé de pensar en ello… y ahora aparece Hassan y vuelvo a sentirme viva.

Lina tomó a Kayleen de la mano y añadió:

– Espero que tú también lo sientas algún día. Por lo menos, yo estuve enamorada de joven; pero tú, en cambio…

– No tengo talento con los hombres, Lina.

– Porque no lo intentas. ¿Con cuántas personas saliste antes de rendirte? ¿Con cinco? ¿Con seis quizás?

Kayleen carraspeó y apartó la mano.

– Con una y media.

– Eres demasiado joven para encerrarte en un convento.

– ¿Por qué? ¿Crees que voy a conocer a muchos hombres en Palacio?

– A unos cuantos, a más de los que imaginas. En Palacio hay muchos hombres interesantes.

– No sé qué decir. Trabajo para Asad y soy la niñera de sus hijas…

– ¿Crees que le molestaría que salieras con alguien?

– No, supongo que no.

– Entonces, piensa en lo que te he dicho. ¿No te parece que enamorarse sería maravilloso?


Asad alzó la mirada cuando su hermano Qadir entró en el despacho.

– Tendré que hablar con Neil para que impida la entrada a cualquiera que no tenga cita previa.

Qadir hizo caso omiso.

– Acabo de volver de París y la ciudad sigue tan bella como las mujeres. Deberías haber venido conmigo. Llevas demasiado tiempo trabajando.

Asad pensó que su verdadero problema era otro. Hacía dos noches que no dormía. Cada vez que cerraba los ojos, le asaltaban imágenes eróticas cuya protagonista era Kayleen. Una situación ciertamente imposible, puesto que no solamente era la niñera de sus hijas sino también, virgen.

– Tienes razón, hermano -dijo mientras se levantaba para saludarlo-. Debí haberte acompañado. Se han producido algunos cambios desde que te marchaste.

Qadir se sentó en una esquina de la mesa.

– Sí, ya lo he oído. ¿Tres hijas? ¿En qué estabas pensando?

– Me encontré con un problema grave y ésa era la mejor forma de solucionarlo.

– No me lo puedo creer. Seguro que había otra forma.

– No, ninguna.

Qadir sacudió la cabeza.

– Mira que criar niños que no son tuyos… pero bueno, por lo menos son chicas.

– Sí, y también está la ventaja añadida de que nuestro padre ha cambiado de actitud conmigo. Como ahora piensa que estoy ocupado con la crianza de las pequeñas, ha dejado de molestar con lo de que me busque una esposa.

– Qué suerte tienes…

– Desde luego que sí. Hasta es posible que ahora se centré en ti.

– Ya ha empezado a hacerlo -gruñó Qadir-. Dentro de unas semanas va a dar una fiesta y ha organizado una especie de desfile de candidatas posibles, como si fueran simple ganado.

Asad sonrió.

– Sospecho que no podré asistir, hermano. Tengo que cuidar de mi familia.


Cuando Asad llegó a la entrada de su suite, vio que las tres niñas estaban acurrucadas junto a la puerta. Llevaban botas y ropa de montar.

– ¡Tienes que ayudarnos! -exclamó Dana.

– ¡Es terrible! ¡Por favor! -rogó Nadine.

Pepper se limitó a gritar.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó él.

– Salimos a montar -respondió Dana, mirándolo con sus grandes ojos azules-. Fuimos más lejos de lo que debíamos, pero nos encontrábamos bien y sólo íbamos a volver un poco más tarde. Sin embargo, Kayleen se preocupó y salió a buscarnos a pesar de que nos acompañaba un mozo de cuadra. Y todavía no ha vuelto…

Pepper le pegó un tirón de la chaqueta.

– No es buena amazona -dijo la pequeña-. Se cae mucho y tenemos miedo de que le haya pasado algo.

Asad pensó que era una pena que su país hubiera renunciado a ciertas costumbres, porque el empleado que había permitido que Kayleen se marchara sola merecía unos cuantos azotes. Pero también pensó que desierto no era un lugar ni amable ni apropiado para una mujer sola.

Las niñas se apretaron contra él como buscando un poco de ánimo. Asad no tenía tiempo para eso, pero les dio unas palmaditas en lugar de quitárselas de encima.

– No os preocupéis -les dijo-. Encontraré a Kayleen y os la traeré sana y salva.

– ¿Lo prometes? -preguntó Pepper.

El príncipe se puso de cuclillas para poder mirarla a los ojos.

– Soy el príncipe Asad de El Deharia. Mi palabra es la ley.

– ¿Lo prometes? -repitió.

– Lo prometo…

Diez minutos después, las niñas estaban al cuidado de Lina y él se subía a uno de los todoterrenos que había en el garaje. El desierto era un lugar inmenso y Kayleen podía estar teóricamente en cualquier sitio, pero sabía que no se habría salido del camino y que no habría llegado muy lejos.

Lo único que le preocupaba de verdad era que hubiera sufrido un accidente.

Encontró el camino enseguida, porque lo conocía desde pequeño. Giró a la izquierda, calculó hasta dónde habría llegado Kayleen y aceleró. Quince kilómetros más adelante había un puesto de avanzada permanente de una de las tribus locales, de modo que era imposible que pasara de largo si seguía adelante.

Bajó un poco la velocidad y se dedicó a mirar a su alrededor con detenimiento, pero no vio nada raro hasta que llegó al puesto. Varios hombres se arremolinaban alrededor de una mujer de pelo rojo que estaba de pie junto a un caballo y hacía gestos de desesperación.

Detuvo el todoterreno, sacó el teléfono móvil y llamo a su tía para informarle de que había encontrado a la profesora y de que estaba bien.

– ¿Volveréis de inmediato? -preguntó Lina.

– Hum, creo que será mejor que nos quedemos a cenar.

– Muy bien, entonces me encargaré de que las niñas se vayan a la cama. Gracias por llamarme.

El príncipe cortó la comunicación, salió del vehículo y caminó hacia la gente.

Cuando Kayleen lo reconoció, salió corriendo hacia él y se arrojó a sus brazos, temblando.

– Menos mal que has venido… -dijo, tuteándolo por primera vez-. No sé dónde están las niñas, no puedo encontrarlas. Tardaban mucho en volver y me preocupé, así que ensillé un caballo y salí a buscarlas. Llegué aquí hace un rato, pero nadie habla mi idioma y no entiendo lo que me dicen. ¿Qué les habrá pasado? Si han sufrido un accidente, no me lo podré perdonar…

Asad pensó que estaba desesperada, asustada y sorprendentemente bella. Sus ojos avellanados se habían oscurecido por la emoción y sus mejillas mostraban un rubor intenso. Impulsivamente, se inclinó sobre ella y la besó con suavidad.

– Están bien -dijo-. Han vuelto al palacio y se encuentran perfectamente. La única persona que se ha perdido eres tú…

– ¿Cómo? ¿Están en Palacio?

– Sí, pero se sienten muy culpables por haber causado este lío. Son buenas amazonas, Kayleen; además, iban acompañadas de alguien que conoce el territorio… ¿por qué te has sentido en la obligación de salir a buscarlas?

– No lo sé. Me preocupe y decidí actuar.

– por un impulso, claro.

Ella bajó la mirada.

– Sí, bueno, supongo que es mi problema de siempre…

– Eso parece.

Al ver que la gente se acercaba, ella retrocedió un poco y él la dejó ir, pero a regañadientes. Deseaba besarla otra vez. Deseaba quitarle su espantosa ropa y acariciar su piel. Pero en lugar de eso, se apartó y saludó a Sharif, el jefe del poblado.

– ¿Es su mujer? -preguntó Sharif.

Kayleen miró al recién llegado.

– Pero si habla mi idioma… ¿Ha fingido que no me entendía?

– No te conocen de nada -explicó Asad-. Se han limitado a actuar con cautela.

– ¿Y qué hay de la famosa hospitalidad del desierto? ¿No se supone que la tradición obliga a dar alojamiento a las personas que se pierden?

– ¿Les has pedido alojamiento? -ironizó él.

– No, claro que no, sólo quería saber dónde estaban las niñas. Les he preguntado, pero hacían como si no me entendieran…

Asad miró a Sharif y dijo:

– Sí, es mía.

– Entonces, les doy la bienvenida. ¿Se quedarán a cenar con nosotros?

– Será un honor…

– Haré los preparativos necesarios.

– ¿Los preparativos? -preguntó Kayleen-. ¿Qué preparativos? ¿Y qué es eso de que yo soy tu mujer? Soy tu niñera… eso es muy distinto.

Asad la tomó del codo y la llevó hacia el todoterreno.

– Si piensan que me perteneces, las cosas serán más sencillas. De lo contrario, serías una mujer libre y cualquiera de los hombres presentes podría reclamar su derecho sobre ti. En este país eres muy exótica. Sería una tentación excesiva para ellos.

Kayleen no supo qué decir. Nunca habría imaginado que podía interesar a varios hombres a la vez, y mucho menos, que la consideraran exótica. Pero supuso que sería por su cabello. Su pelo era tan rojo que le llamaba la atención a todo el mundo.

– No te preocupes, ahora piensan que eres mía y estás a salvo -continuó él.

Ella se estremeció un poco, pero no de frío. Todavía podía sentir la huella del cálido e inesperado beso de Asad. El príncipe le había dado una buena sorpresa. Una sorpresa realmente agradable.

– Nos quedaremos a cenar -dijo Asad.

– Eso ya lo he entendido.

– No teníamos más remedio. Es lo más educado en estas circunstancias.

– No me importa. He descubierto que el desierto me gusta, aunque habría preferido que no fingieran desconocer mi idioma.

– Son gente muy suya. Has aparecido de repente y te has puesto a balbucear algo sobre unas niñas perdidas. Es lógico que desconfiaran.

– No he balbuceado.

Asad arqueó una ceja.

– Bueno, no demasiado -puntualizó ella-. Estaba asustada. Pensaba que las niñas se habían perdido…

– Y decidiste salir a buscarlas sin llevar equipo adecuado para el desierto.

– Alguien tenía que hacerlo.

– Deberías habérselo pedido a uno de los empleados o haberme llamado a mí.

– Tienes razón, pero no lo pensé -admitió.

– Bueno, si vuelve a suceder, llámame.

– Pero espera un momento… ahora que lo pienso, a ti te podría decir lo mismo. ¿Por qué has venido personalmente en lugar de encargárselo a alguien?

– Porque las niñas estaban muy asustadas y me ha parecido la mejor forma de tranquilizarlas.

– Es decir, que te has dejado llevar por un impulso.

– ¿Te burlas de mí?

– Quizás.

– Eso puede ser peligroso.

– No tengo miedo.

Algo brilló en los ojos de Asad, algo oscuro y primitivo que aceleró el corazón de Kayleen. Durante un momento no supo si huir o arrojarse a sus brazos, así que se quedó donde estaba.

– Bueno, ¿y qué crees que nos darán de cenar?

Las mujeres del pueblo prepararon un estofado de verduras y un pan que olía tan bien que la boca se le hizo agua a Kayleen. Hizo lo posible por ser simpática e intentó ayudarlas tanto como se lo permitieron.

Zarina, la hija mayor de Sharif, era la única que podía comunicarse con ella en inglés.

– ¿Tan rara os parezco? -preguntó Kayleen mientras echaba un vistazo al estofado.

– Eres diferente… no te pareces nada a las mujeres de la ciudad ni de los países cercanos. Y no conoces nuestras costumbres.

– Pero puedo aprender.

Zarina, una preciosidad de cabello oscuro y sonrisa radiante, rió.

– ¿Dejarías tu cómoda vida para venir al desierto?

– La comodidad no me importa en absoluto -le confesó con total sinceridad.

– Sin embargo, vives en Palacio con el príncipe…

– Es una larga historia. En realidad no vivo con él sino que cuido de… pero bueno, es una larga historia.

Zarina miró a Asad, que estaba sentado con los jefes de la tribu local.

– El príncipe es un hombre atractivo -comentó-. Si no estuviera casada, creo que intentaría robártelo.

Kayleen estuvo a punto de sacarla de su error, pero prefirió no hacerlo.

– Sí, es un hombre agradable.

Zarina rió otra vez.

– ¿Agradable? Ningún hombre que merezca la pena es simplemente agradable… Asad es un león del desierto. Toma lo que quiere y protege lo que toma. Es un hombre fuerte. Un marido poderoso. Has elegido bien.

Las palabras de Zarina sorprendieron a Kayleen. Asad era un hombre fuerte y poderoso, sin duda; y era evidente que cuidaba de los suyos, como demostraba su propia presencia en Palacio. Pero de ahí a compararlo con un león, animal indiscutiblemente peligroso, iba un mundo. Y por otra parte, ella no lo había elegido a él.

Asad la miró entonces, se levantó de la mesa y se acercó.

– ¿Qué te preocupa, Kayleen? -preguntó.

– Nada, sólo estaba pensando. Zarina me estaba diciendo que se alegra de estar felizmente casada, porque de lo contrario intentaría algo contigo aunque yo sea tu mujer -le informó.

El príncipe rió.

– Es una joven preciosa…

A Kayleen no le gustó su respuesta.

– Pero yo no soy tu mujer -le recordó.

– Entonces no te importaría que ella y yo…

– No, claro que no -afirmó ella, tensa y a regañadientes, con un nudo en el estómago-. Ahora tienes una familia. Deberías estar con una mujer.

– ¿Y Zarina te parece apropiada?

– Ya está casada.

– Y yo soy el príncipe de El Deharia. Puedo tener a cualquier mujer que elija.

– Lo dudo mucho. Sólo eres un hombre. Hay mujeres que serían capaces de rechazarte -dijo, irritada por su arrogancia.

Asad se acercó un poco más.

– ¿Tú crees? ¿Qué mujeres?

Kayleen echó la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos.

– Yo, por ejemplo. No estoy interesada.

La sonrisa del príncipe fue lenta, sexy e increíblemente segura.

– ¿Seguro?

– Seguro.

– Ya.

Asad la tomó entre sus brazos y, antes de que Kayleen se diera cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir, la besó.

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