Capítulo 14

Kayleen no recordaba haber dejado la fiesta, pero lo había hecho. Cuando miró a su alrededor, estaba en los jardines. Le dolía todo el cuerpo y tenía los ojos enrojecidos por las lágrimas, pero eso era poca cosa en comparación con la angustia de su corazón.

Asad no la amaba. La estaba utilizando. No significaba nada para él.

Avanzó por el sendero, apenas iluminado por unos cuantos focos, y miró su anillo de compromiso. Su madre estaba en lo cierto; sólo era una tonta ingenua e inocente que se había engañado hasta el punto de creer que podía conquistar a un príncipe.

En ese momento oyó un ruido y alzó la mirada. Eran las palomas de la jaula, los pájaros que no huían porque no sabían lo que significaba ser libres o porque no estaban interesadas en la libertad. Ellas también habían elegido el camino más fácil.

Cansada y profundamente amargada, entró en el palacio y se dirigió a sus habitaciones. La puerta de la suite de su madre estaba abierta, así que entró.

Darlene estaba haciendo el equipaje con ayuda de dos criadas.

– Oh, vaya, has venido… así no tendré que dejarte una nota. Me marcho, como me pediste. Siento que no hayamos tenido ocasión de conocernos mejor, pero búscame la próxima vez que viajes a Estados Unidos

– Te marchas porque Asad te ha pagado cuatro millones de dólares. He oído la conversación.

– Bueno, no es una gran fortuna; pero sé cómo invertir el dinero. Podré vivir bien y hasta es posible que encuentre a alguien que me ayude a equilibrar el presupuesto.

– ¿Y cuándo te vas?

– El avión me está esperando en el aeropuerto. Lo de ser rica tiene sus ventajas -respondió, frunciendo el ceño-. No te pondrás sentimental ahora, ¿verdad?

– No. No quiero saber nada más de ti.

Kayleen se giró y se marchó.

Cuando entró en su suite, la niñera la saludó.

– Se han portado muy bien -dijo la joven.

– Me alegro. Muchas gracias por todo.

La niñera se marchó y ella se quedó a solas.

A pesar de todo su dolor, se sentía en paz. Saber la verdad era mejor que vivir engañada. Su madre no la quería y Asad no estaba enamorado de ella; le había propuesto que se casaran porque se sentía obligado, pero ni siquiera podía enfadarse con él. El príncipe le había dicho que no creía en el amor y ella había preferido no escuchar. Se había inventado una historia romántica porque necesitaba creer.

Entró en la habitación de las niñas para ver si estaban bien y se dirigió a su dormitorio. Ella no era como las palomas de la jaula. Ella conocía la libertad y podía marcharse cuando quisiera.

Sabía que sería muy doloroso. Amaba a Asad con todo su corazón, pero ahora era más fuerte que antes y ni siquiera tenía ninguna intención de volver al convento y encerrarse en vida. Se marcharía y lo superaría sola.


Asad encontró a Kayleen en la suite. Se había quitado el vestido y llevaba una bata. Estaba sentada en el salón, con una libreta en el regazo.

– Te he estado buscando por todas partes, pero te habías ido…

Ella lo miró.

– No me apetecía quedarme en la fiesta -dijo.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– Sí.

– ¿Has vuelto para tomar notas?

Kayleen dejó la libreta y el bolígrafo en la mesita de café y se levantó.

– Ya lo ves. ¿Has transferido el dinero a mi madre?

– ¿Es que has hablado con ella?

– No hemos hablado de eso, no te preocupes. Ella no me ha dicho nada, así que podrá llevarse hasta el vestido y las joyas, ¿verdad? Al fin y al cabo es lo que habéis pactado. Cuatro millones y un regalo de buena voluntad. Yo ya le había ordenado que se marchara, pero tú no lo sabías. Le ha salido bien…

– El dinero no me importa.

– Lo sé. Pero a ella sí, así que los dos salís ganando.

Asad no entendía lo que pasaba. Era evidente que Kayleen había escuchado su conversación e intentó recordar cada palabra.

– Bueno, bien está lo que bien acaba…

– Yo no estoy tan segura de eso -afirmó, mirándolo a los ojos-. Para ti, lo nuestro será un matrimonio de conveniencia. Pero me sorprende que me eligieras a mí. Sé que podrías haber encontrado a una mujer más adecuada… a una mujer que entienda lo que significa ser princesa y que no se haga ilusiones falsas.

– No te entiendo. Yo quiero casarme contigo. Quiero que seas la madre de mis hijos, Kayleen. ¿No te parece que el respeto y la admiración son sentimientos más importantes y duraderos que el amor? Te honraré y estaré siempre a tu lado. Eso es algo valioso.

– Lo es, pero también el amor -dijo ella-. Sé que lo que ha pasado es responsabilidad mía en gran parte. Elegí la salida más fácil… ardía en deseos de tener una familia y me engañé. Sólo quería sentirme segura. Incluso cuando vine a tu país, me encerré en aquel colegio porque tenía miedo de vivir.

– Pero ahora has elegido otro camino. Has cambiado muchas cosas.

– Y voy a cambiar muchas más.

Kayleen se quitó el anillo de compromiso.

– No, no puedes hacer eso. Dijiste que te casarías conmigo… no puedes cambiar de opinión…

– No es decisión tuya. No me casaré con un hombre que no me ama. Merezco algo más. Y tú también… aunque creas que el amor es una debilidad, estás equivocado. El amor es lo que nos hace fuertes. Amar y ser amados. Y tú también lo necesitas, Asad. Lamento no ser la mujer que buscas.

Kayleen intentó sonreír.

– Me duele mucho decirlo. Me duele pensar que puedas estar con otra -continuó-. Pero sé que nunca me amarás.

– No digas eso. No aceptaré que me devuelvas el anillo.

– Haz lo que quieras -dijo, dejándolo en la mesita-. Me voy de todas formas.

– No, no puedes irte, no lo permitiré. Además… te necesito.

Ella asintió lentamente.

– Es cierto, más de lo que crees. Pero eso no es suficiente.

Él frunció el ceño. No entendía nada. Lina le había dicho que Kayleen quería sentirse necesitada, por encima de todo lo demás.

– Te necesito -repitió.

– Tal vez, pero no puedes tenerme. Es tarde, Asad. Deberías irte.

Asad salió de la suite, avanzó por el pasillo y se detuvo; tenía la sensación de haber perdido algo precioso. Pero no iba a permitir que Kayleen lo abandonara. No podía marcharse. Aquél era su hogar. Tenía que quedarse con él y con las niñas.

Decidió que hablarían otra vez a la mañana siguiente y que la convencería de que permaneciera a su lado. Era su deseo. El deseo del príncipe Asad. Y él siempre se salía con la suya.


Asad decidió dar tiempo a Kayleen para que reconsiderara su actitud. Pero cometió un grave error, porque cuando entró en su suite unos minutos antes del mediodía, las niñas y ella se habían marchado.

Los armarios estaban vacíos, los juguetes habían desaparecido y no quedaba nada salvo el anillo de compromiso. Asad esperaba enfrentarse a sus lágrimas y ofrecerle una disculpa, pero no imaginaba que sólo encontraría silencio, ausencia de vida, como si nunca hubiera estado allí.

Entró en todas las habitaciones sin poder creer lo que había sucedido. Por fin, desesperado, se dirigió al despacho de su tía y le espetó:

– Todo esto es culpa tuya. Tú lo organizaste y ahora lo vas a arreglar.

– No sé de qué me estás hablando.

– Claro que lo sabes. Kayleen se ha ido. Se ha marchado con las niñas, con mis hijas… Y unas princesas de la Familia Real no pueden salir del país sin el permiso de un familiar.

– Tú todavía no eres el padre, Asad. El proceso de adopción no ha concluido -le recordó-. Kayleen habló con tu padre y él le concedió la custodia.

– Eso no es posible.

– Es muy posible. Sólo aceptaste a las niñas porque te sugerí que era la mejor solución para el problema de Tahir. Nunca las quisiste.

– Porque entonces no las conocía… Ahora las conozco bien y son mis hijas.

– No. Kayleen es quien las quiere de verdad.

– Pero si fui yo quien organizó lo de la nieve en su colegio…

– Y a todo el mundo le encantó. Asad, yo no estoy diciendo que no te importen. ¿Pero amarlas? Tú no crees en el amor. Me lo has dicho muchas veces… y no te preocupes por tu padre; él lo entiende de sobra -declaró Lina-. Esas niñas no han recibido la misma educación que tú. Ellas necesitan cariño y Kayleen se lo puede dar. Se marchan de El Deharia. Las cuatro.

– No lo permitiré -espetó-. Insisto en que se queden.

– Se quedarán a pasar las vacaciones y luego se marcharán a Estados Unidos. Es lo mejor para ellas. Tu padre se ha ofrecido a ayudarlas económicamente… pero claro, Kayleen es como es y sólo ha aceptado su ayuda hasta que encuentre trabajo y se establezca -le explicó-. Sólo ha permitido que el rey pague los estudios universitarios de Dana. Quiere ser médico.

– Sí, ya lo sabía -dijo, apretando los dientes-. Pero todo esto es ridículo… mi padre no va a pagar los estudios de mis hijas. Es mi responsabilidad y mi derecho. Te has entrometido en mis asuntos, Lina. Lo has estropeado todo.

– No, eso es cosa tuya. Kayleen es una mujer maravillosa. Te adora y habría hecho cualquier cosa por hacerte feliz… pero descuida, encontrará a otra persona. Tú me preocupas mucho más.

Asad deseó gritar. Deseó alcanzar alguna de las antigüedades de la mesa de su tía y tirarla por la ventana.

– Esto es inaceptable -gruñó.

– Siento que te lo tomes así, pero es lo mejor. Kayleen merece un hombre que la ame. ¿O es que no estás de acuerdo?

– Intentas confundirme con tu palabrería.

– No, sólo quiero que entiendas que no mereces a una mujer como Kayleen.

Sus palabras le hicieron mucho daño. Asad miró a Lina durante unos segundos y supo la verdad. Era cierto. No merecía a Kayleen. Hasta ese momento, siempre había pensado que le estaba haciendo un favor a ella; y sin embargo, había sido exactamente al revés.

Salió del despacho de su tía y se encerró en el suyo tras ordenar a Neil que nadie le molestara.

Después, se detuvo en mitad de la sala y se preguntó cuál había sido el problema.


Dos días más tarde, Asad había descubierto el significado de la expresión vivir un infierno. Salvo que él no tenía más vida que el recuerdo de lo que había perdido.

Siempre había disfrutado de su existencia en Palacio. Ahora, en cambio, cada pasillo y cada recodo le recordaba a las niñas y a Kayleen. Deseaba abrazarlas besarlas, pero no había nadie. Se habían marchado y no iban a volver.

Había pasado la noche en sus habitaciones, paseando, llorando su mala suerte, esperando, recordando. Había planeado un viaje a París con intención de olvidarla pero canceló los planes. Él, el hombre que nunca había creído en el amor, tenía el corazón partido. El príncipe Asad de El Deharia estaba hundido porque una mujer lo había abandonado.

Se odiaba por eso. Odiaba ser débil. Odiaba necesitar.

Corrió a ver a su padre y entró sin llamar a la puerta. El rey levantó la mirada del periódico y dijo:

– ¿Qué ocurre, Asad? Tienes mala cara.

– Estoy bien. Pero Kayleen se ha marchado.

– Sí, ya lo sé.

– No le des permiso para marcharse del país ni para llevarse a las niñas. Son mis hijas. La ley está claramente de mi parte.

– Kayleen dijo que no las quieres, que estarían mejor con ella. ¿Es que se equivocaba? ¿Qué es lo que deseas, Asad? -preguntó su padre, frunciendo el ceño.

En ese momento, Asad supo lo que quería. Amor.

– Quiero que ella vuelva. Quiero que las niñas se queden a mi lado. Quiero que…

Asad necesitaba ver la sonrisa de Kayleen, sentir que llevaba un hijo suyo en su interior y animarla cuando se sintiera enferma por culpa del embarazo. Quería ver crecer a las niñas, pagarles los estudios y ser su padrino si alguna vez se casaban. Pero sobre todo, quería estar con su prometida. La simple idea de imaginarla con otro hombre bastaba para sacarlo de quicio.

No lo permitiría. Bajo ningún concepto.

– No. Es mía. No permitiré que se vaya.

Su padre suspiró.

– Hemos dejado atrás las viejas tradiciones. No puedes reclamar a una mujer que no quiere casarse contigo.

– La convenceré.

– ¿Cómo?

– Dándole lo único que quiere.

– ¿Y sabes qué es?

– Sí-respondió-. ¿Dónde se ha metido?

Mujtar dudó.

– No estoy seguro.

– ¿Dónde está? Sé que no ha salido del país. Lina me lo ha dicho. ¿Dónde se esconde?

Su padre se mantuvo en silencio.

– No importa, la encontraré.


Kayleen tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. El cachorro era adorable y Pepper estaba preciosa a su lado, tumbada en la alfombra, delante del fuego de la chimenea. Dana y Nadine se habían marchado a jugar con unas amigas. La vida en el desierto les estaba sentando bien; se habían acostumbrado rápidamente y la encontraban divertida.

Desgraciadamente, ella no compartía su opinión. Aunque agradecía la hospitalidad de Zarina y de Sharif, extrañaba el palacio. Vivir bajo las estrellas era muy romántico, pero no sin Asad.

No hacía otra cosa que pensar en él. Zarina no le hizo ninguna pregunta cuando se presentó en el poblado en compañía de las niñas. Se limitó a ofrecerle una tienda y la amistad de su gente. Pero era una solución temporal. La tribu se marcharía pronto al interior del desierto y ellas tendrían que buscar otro domicilio antes de poder marcharse de El Deharia.

Sin embargo, había tenido suerte. Como Asad no había demostrado interés alguno por acelerar el proceso de adopción, tampoco podía impedir que se las llevara. En caso contrario, no habría podido salir con ellas del país sin su permiso.

Se llevó una mano al estómago y pensó en la última vez que habían hecho el amor. Si estaba embarazada, la situación se iba a complicar bastante.

– No pienses en eso -se dijo-. Pase lo que pase, seré fuerte.

No sabía lo que el futuro le iba a deparar, pero sabía que ahora podía afrontar cualquier cosa. Había rechazado la vida que Asad le había ofrecido y había sabido estar a la altura de sus principios. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía en paz.

Se levantó, se acercó a la tetera que había dejado junto al fuego y se sirvió una taza. Luego, miró el cielo y pensó que sólo quedaban dos días para navidades. Lo celebrarían allí, en el desierto, y después se marcharía a la ciudad y alquilaría una casa para vivir con las niñas.

Justo entonces se armó un pequeño revuelo. Varios hombres empezaron a hablar en voz alta, pero lo hacían tan deprisa que no pudo entenderlos. Y de repente, lo vio. Era Asad, aunque no se parecía nada al Asad que conocía. No era un príncipe vestido con un traje elegante, sino un jeque montado a caballo y decidido a todo.

Kayleen se plantó con fuerza y se recordó que no tenía nada que temer.

Asad llegó a su altura, se detuvo y la miró a los ojos.

A pesar de todo lo que había sucedido, ella se alegró de verlo. Deseó besarlo, tocarlo, entregarse una vez más a él.

– He venido a reclamarte -dijo con voz seca-. No puedes huir de mí.

– Y tú no puedes mantenerme a tu lado contra mi voluntad. No soy tu prisionera.

Asad desmontó y dejó su caballo a un chico que se acercó corriendo.

– Eso es cierto, cariño. Soy yo quien soy tuyo.

Ella parpadeó, atónita.

– Te he echado mucho de menos -continuó-. Cada segundo, cada minuto desde que te marchaste. Sin ti, mi vida es un pozo profundo y oscuro.

– No te entiendo…

– Ni yo. Lo tenía todo planeado. Me casaría, tendría hijos, serviría a mis compatriotas y viviría mi vida. Era mi destino. Pero un día, conocí a una mujer que me robó el corazón. Una mujer valiente que me hechizó.

Kayleen contuvo el aliento. Sus palabras le habían devuelto la esperanza.

– Kayleen, yo estaba equivocado. Me equivoqué al pensar que tenía el control… te he extrañado con toda mi alma, a ti y a las niñas. Necesito ver vuestras sonrisas cada día. Necesito oír vuestras voces. No puedes robármelas ni alejarte de mí.

– Asad, no quiero un matrimonio sin amor. Merezco más que eso…

– Sí, es verdad. También me equivoqué al pretender otra cosa. Mereces que te amen, que te adoren. Mereces ser la mejor parte de la vida de tu esposo.

Asad tomó sus manos y se las besó.

– Permíteme ser ese hombre. Permíteme que te demuestre cuánto te amo. Dame otra oportunidad, mi vida… no te fallaré. Porque te amo. Porque estoy loco por ti. Aunque nunca lo habría creído posible, es cierto. Me he enamorado, Kayleen. ¿Podrás perdonarme? ¿Me concedes la oportunidad que te pido? Di que sí por favor…

– Sí -susurró.

Kayleen se arrojó a sus brazos y él la besó y la abrazó con todas sus fuerzas, como si no estuviera dispuesto a soltarla nunca más.

En ese momento se acercaron las niñas y los cinco se abrazaron. Volvían a ser una familia.

– Soy tan feliz -dijo Kayleen.

– Y yo. Aunque por lo visto, no aprendo tan deprisa como pensaba.

– Pero aprendes.

– Sólo porque tuviste la fuerza necesaria para abandonarme. Siempre tienes que hacer lo correcto, ¿verdad?

– Lo intento…

Asad atrajo a Kayleen a su lado.

– Tienes que prometerme que no me abandonarás nunca más -dijo-. No sobreviviría.

– Sólo si tú me prometes lo mismo.

El príncipe se rió.

– ¿Y por qué querría marcharme? Ya eres mía.

– Y para siempre.

– Sí -prometió él-. Para siempre.

Los ojos de Asad brillaron con amor. Con un amor que llenó el vacío de Kayleen y que la convenció de que ahora, por fin, había encontrado su hogar.

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