Capítulo 6

Kayleen saludó a Neil, el secretario de Asad, pasó por delante de su mesa y entró en el despacho de su jefe.

Asad apartó la mirada de la pantalla del ordenador.

– Has intimidado tanto a mi ayudante que ya no se atreve a cerrarte el paso.

Ella rió.

– Ojalá fuera cierto. De todas formas no voy a quedarme mucho. Sólo venía a decirte que… he hablado con el rey.

Asad la miró como si estuviera esperando una explicación.

– Bueno, tu padre es el rey, ¿no? -continuó ella.

– Sí, eso tengo entendido.

– Pues no termino de acostumbrarme. Yo no puedo hablar con un rey. Ésas no son cosas que le pasen a la gente normal y corriente como yo… no es normal.

– Ahora vives en el Palacio Real. ¿Qué esperabas?

– No esperaba vivir aquí, desde luego. Esto es una locura. Eres un príncipe.

– Sí, eso también lo sé.

Ella suspiró y se sentó en una silla.

– Me estás tomando el pelo…

– Bueno, es que mi padre y yo sólo somos lo que siempre hemos sido.

Kayleen asintió lentamente. Asad estaba totalmente acostumbrado a ser príncipe e hijo de un rey y le parecía la situación más natural del mundo.

– No debí obligarte a adoptar a las niñas. No imaginaba las implicaciones que iba a tener y cuánto te iba a complicar la vida.

Asad se levantó y se acercó a ella, de tal manera que Kayleen no tuvo más remedio que mirarlo a los ojos.

– No me has complicado la vida. Cuando me lo pediste, era consciente de que adoptar tres niñas cambiaría las cosas, pero tomé una decisión y no me arrepiento.

– De todas formas, yo no pertenezco a este lugar… -insistió-. No estoy acostumbrada a encontrarme con un rey en el jardín.

El príncipe la tomó de la mano y la obligó a levantarse.

– Yo soy quien decide adonde pertenece cada cual.

– Y si no estoy de acuerdo, ¿me cortarás la cabeza?

– No es lo que tenía en mente…

Kayleen supo que la iba a besar antes de que se inclinara sobre ella. No supo por qué lo supo, pero sintió una especie de punzada en el corazón y se olvidó de respirar. Ya no importaba nada salvo el contacto de sus labios, de sus brazos, de su cuerpo.

Fue como volver al hogar; un sentimiento de pertenencia y de seguridad absoluta que no había experimentado antes y que resultaba tan dulce y perfecto que no podía desear otra cosa. Luego, cuando el beso se volvió más apasionado, sintió su calor y se excitó hasta el punto de que olvidó sus inhibiciones y empezó a besarlo y a acariciarlo a su vez.

En algún momento debió de volver a respirar, porque de repente tuvo aire suficiente para dejar escapar un gemido. Se sentía tensa y relajada al mismo tiempo. Deseaba que Asad siguiera adelante y, sobre todo, deseaba más.

Sin pensarlo dos veces, se puso de puntillas para sentir más partes de su cuerpo mientras se abrazaban. Después, inclinó la cabeza y lo besó con la lengua, jugueteando.

Él la acarició con hambre. Llevó una mano a su trasero y lo apretó con una energía que la sorprendió y la excitó a la vez. Instintivamente, ella se arqueó y frotó las caderas contra el príncipe. Él volvió a apretarla, llevó la otra mano a su cintura y empezó a subir poco a poco.

El sentimiento de anticipación la dominó por completo. Asad cubrió uno de sus senos con tal confianza que Kayleen no pudo sentir ningún temor. De hecho, dejó de besarlo para poder apoyar la cabeza en su hombro y mirar mientras le acariciaba los senos.

Su contacto era suave y lento, pero más maravilloso que ninguna sensación anterior. Parecía saber cómo tocarla, cómo frotarla. Y cuando le acarició un pezón, gimió de nuevo y lo abrazó con fuerza.

Un segundo después, Asad la tomó suavemente por la barbilla, la besó y la miró. Sus ojos eran oscuros como la noche, pero ardían con el mismo fuego que ardía en ella. Por primera vez en su vida, Kayleen reconoció el deseo masculino.

La deseaba. Era algo mágico que la llenaba, a su vez, de una intensa sensación de poder femenino. Aunque no sabía qué hacer con él.

– Kayleen…

Asad había pronunciado su nombre docenas de veces, pero nunca con una voz tan profunda y ronca. Sin embargo, en ese momento oyó voces que procedían d algún lugar, en la distancia; recordó que estaban en su despacho y se sintió insegura.

– Creo que debería marcharme -dijo ella.

– No te preocupes por lo que has dicho antes de mi padre -comentó él-. Sé que el rey está encantado contigo.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Has hablado con él?

– No es necesario. Tú eres exactamente lo que él quiere que seas.

Kayleen estaba a punto de preguntar lo que quería decir con eso cuando sonó el teléfono y Asad miró el reloj.

– Oh, vaya. Debe de ser la conferencia que he pedido con el ministro británico de Asuntos Exteriores.

Ella salió del despacho sin saber qué significaba todo aquello: el beso, las caricias, el comentario del príncipe sobre su padre. ¿Querría decir que la tenía por una buena niñera o una buena invitada?

Fuera como fuera, se recordó que estaba en un mundo extraño y que nunca se acostumbraría a él. Debía escapar a toda costa. Pero una parte de ella opinaba lo contrario y se habría quedado allí para siempre.


– ¿Me has ordenado que venga? -preguntó Lina cuando entró en la sala como un rayo-. Y no me digas que no era una orden… el tono de tu mensaje era inconfundible.

– No lo voy a negar.

Asad señaló el sofá y los dos se sentaron.

– ¿Es que piensas castigarme por algo?

– Eres mi tía y la mujer que me ha criado. Te respeto demasiado para eso.

– Hum. Sea lo que sea, debe de ser algo grave…

Su sobrino la miró y pensó que no parecía nada ocupada, pero se dijo que no tenía motivos para estarlo. Él único culpable era él mismo por no haberse dado cuenta de lo que estaba pasando. Era tan evidente que hasta un ciego lo habría visto.

– ¿Empiezas tú? ¿O empiezo yo? -preguntó ella.

– He sido yo quien te ha llamado.

– Lo sé, pero eso no significa que yo no tenga algo que decir.

Él asintió.

– Está bien, empieza tú.

– Hablé con Zarina el otro día. Al parecer, dijiste que Kayleen es tuya.

– No tuve más remedio. Organizó un buen lío en el poblado y no quise que las cosas se complicaran más.

– Y la besaste.

Asad pensó en el primer beso. Ya le había complicado bastante la existencia, pero el segundo había sido todavía peor. Ahora sabía que el deseo que sentía por Kayleen no se debía a que llevaba mucho tiempo sin hacer el amor con nadie, sino a que aquella mujer le gustaba de verdad. Desgraciadamente, su inocencia y la posición que ocupaba en Palacio complicaban la situación.

– Lo hice para demostrar que era mía.

– Comprendo -murmuró-. Entonces, no sientes nada por ella…

– No.

– Eso quiere decir que si quisiera presentársela a un joven, no te opondrías.

– Por supuesto que no -mintió-, pero dudo que eso sea posible.

– ¿Dudas de que yo conozca jóvenes? Pues te equivocas; conozco a varios. De hecho, uno es de Estados Unidos y se interesó mucho por Kayleen cuando se la mencioné. ¿Sabías que falta poco para el día de Acción de Gracias?

– ¿Y eso qué es?

– Una fiesta de los estadounidenses. Yo también lo había olvidado, pero el joven en cuestión comentó que le gustaría pasarla con Kayleen. A fin de cuentas son compatriotas y es lógico suponer que echarán de menos su país.

– Sí, es lógico, tienes razón. Si quieres, puedo organizado todo.

– ¿Organizar la cita de Kayleen?

– Claro que no. Me refiero a una cena para ella y para las niñas, a una comida tradicional. Hablaré inmediatamente con el chef para que se encargue de todo… en cuanto a ese joven de Estados Unidos, dudo sinceramente que exista.

– Por supuesto que existe.

– Es posible, pero en tal caso no querrías que saliera con ella. Tienes otros planes para Kayleen -afirmó él.

– No sé de qué estás hablando, aunque ya que sacas el tema… ¿No te parece que Kayleen es encantadora? La conocí cuando me presenté voluntaria para ayudar en el colegio. Ella sólo llevaba dos semanas allí y ya estaba perfectamente integrada. Me impresionaron su inteligencia y su dedicación a los niños. Tiene muchas cualidades.

– No voy a casarme con ella.

Lina entrecerró los ojos.

– Nadie te lo ha pedido…

– Tú no lo pedirías, pero te las has arreglado para poner a Kayleen en mi camino. Dime una cosa. ¿Tahir también formaba parte de tu plan? ¿Hablaste con él para que se presentara en el colegio y organizara un lío?

– Insisto en que no sé de lo que estás hablando; si yo hubiera hecho lo que dices, añadiría que Kayleen sería una madre excelente y que sus hijos serian fuertes -contestó su tía-. Además, tienes que casarte con alguien. ¿Por qué no con ella?

Asad pensó que la propuesta de Lina tenía cierta lógica. Aunque Kayleen no era de familia real, eso podía ser una ventaja. Poseía una fuerza interior que él respetaba profundamente. Pero en cuanto a su corazón, no estaba tan seguro.

– Se preocupa demasiado por las cosas -dijo él-. Es demasiado emocional.

– Es una mujer.

– No, es una mujer demasiado emocional. Piensa con el corazón. Merece alguien que se parezca a ella.

Lina lo miró durante unos segundos y asintió.

– Muy bien. Has dicho lo que esperaba, y lo lamento sinceramente porque sé que sería perfecta para ti… pero en tal caso, tendré que buscarle otro hombre.

– Recuerda que es la niñera de mis hijas.

– Sin embargo, merece algo más que un trabajo. Tenías razón al decir que ese joven de Estados Unidos es invención mía, pero encontraré a alguien.

Lina se levantó, sonrió y añadió:

– Descuida, Asad. Mientras busco un marido a Kayleen, te encontraré otra niñera. No te causaré molestias.

Las palabras de Lina eran justo las que Asad deseaba escuchar, pero no le alegraron nada. Bien al contrario, sintió algo muy parecido a la angustia en el pecho.


– ¿Qué es eso? -preguntó Asad, mirando el recortable.

Dana sonrió.

– Un pavo.

– ¿En serio? Pues debe de ser un pavo que ha sufrido un accidente terrible…

La niña rió y tiró de la parte superior del papel. El recortable, que era tridimensional, adquirió un aspecto mucho más realista.

– Podríamos colgarlo del techo… -dijo la niña.

Dana miró hacia arriba, observó que los techos eran demasiado altos y comentó:

– Bueno, tal vez no del techo. Pero lo podemos poner en alguna parte.

– ¿Es una tradición? -preguntó él.

– Sí, junto con las hojas.

La niña le enseñó una caja donde había más pavos recortables, unas cuantas guirnaldas con colores otoñales y muchas hojas de seda de color rojo, marrón y dorado.

Pepper se inclinó sobre la caja y sacó un puñado de hojas.

– Las llevaré a la mesa. Podemos ponerlas en línea en el centro del mantel… quedará bonito.

Nadine siguió a su hermana pequeña y fue recogiendo las hojas que Pepper dejaba caer a su paso. Asad tomó una guirnalda y se acercó a la mesa.

– ¿Esto hay que ponerlo encima de las hojas? -preguntó el príncipe.

– Por qué no… y necesitamos velas, velas muy altas y muy bonitas -declaró Pepper-. ¿Pero cómo es que no sabes nada de estas cosas?

– Es que aquí no celebramos esa fiesta.

– ¿En serio?

– Claro que no la conoce, Pepper. Es una fiesta de Norteamérica. La crearon los primeros colonizadores ingleses -explicó Nadine a su hermana.

– Bueno, tengo entendido que los canadienses también la celebran, pero en otra fecha -puntualizó Asad.

Las dos niñas pusieron las hojas en la mesa y él colocó la guirnalda encima. Quedaba bastante bien y pensó que a Kayleen le gustaría y que se llevaría una sorpresa agradable al verlo. Incluso cabía la posibilidad de que se emocionara tanto que lo abrazara. Y después, que una cosa llevara a la otra.

Cuando se quiso dar cuenta, ya se la estaba imaginando desnuda.

– Asad, ¿qué tradiciones tenéis aquí? -preguntó Dana.

Asad tuvo que dejar sus ensoñaciones para otro momento.

– Oh, tenemos muchas, no sé… por ejemplo, celebramos el día de la victoria de El Deharia sobre el imperio Otomano. Y también celebramos la Navidad, aunque aquí no es una fiesta tan importante como en los países cristianos.

Pepper suspiró.

– Me preocupa que Papá Noel no nos encuentre aquí… -dijo.

– Te encontrará y le encantará la enorme chimenea que tenéis en la habitación -comentó el príncipe-. Es tan grande que bajar por ella le resultará fácil.

– ¿Aquí nieva en navidades? -preguntó Dana.

– No, me temo que aquí no nieva nunca…

– Ya me lo imaginaba -dijo la mayor, encogiéndose de hombros-. Hecho de menos la nieve… crecimos en Michigan y siempre nevaba a finales de año. Podíamos hacer muñecos de nieve; y cuando volvíamos a casa, mamá nos había preparado chocolate caliente y galletas.

– Yo no me acuerdo mucho de ella… -murmuró Pepper.

– Claro que sí -dijo Nadine-. Era alta y rubia, muy guapa.

Asad se angustió al notar la tristeza de su voz. Él tampoco tenía muchos recuerdos de su madre. Cabía la posibilidad de que sus hermanos se acordaran mejor, pero no se lo había preguntado nunca. Se había criado con niñeras y más tarde con tutores. Luego cuando tuvo edad suficiente, lo enviaron al colegio y lo formaron para ser príncipe.

– No me acuerdo de ella -insistió Pepper con lágrimas en los ojos.

Asad se inclinó sobre la niña.

– Pero te acuerdas de la nieve, ¿verdad?

Pepper asintió.

– Sí, es fría y blanca y hace que la nariz se me ponga roja. Quiero que nieve en Navidad.

– Eso es poco probable. Vivimos en el desierto y a la orilla del mar… no es un clima frío. Pero es muy bonito de todas formas.

– Por supuesto -dijo Dana, intentando animarla-. No te preocupes… es que han cambiado muchas cosas y los cambios son siempre difíciles. Para nosotras también.

– Tienes toda la razón, Dana -dijo Asad-. Además, éste es vuestro hogar y os vais a quedar aquí. ¿Kayleen no os lo había dicho?

Las niñas se miraron entre sí y luego miraron al príncipe.

– No sabemos lo que vamos a hacer -respondió Pepper-. Bueno, sabíamos que el palacio es nuestra casa ahora, pero… ¿qué pasará cuando Kayleen se marche?

Asad se incorporó.

– ¿De qué estás hablando? Kayleen no se va a ninguna parte.

– Sí que se va. Nos lo dijo hace mucho tiempo -contestó Dana-. Dentro de poco cumplirá veinticinco años y podrá volver al convento donde se crió. Es lo siempre ha querido. Y nosotras no sabemos si irnos con ella o quedarnos aquí, contigo.


Lina paseaba por la entrada principal de Palacio, algo que no resultaba fácil porque el lugar estaba lleno de turistas que hacían cola para entrar y visitas institucionales y todo el mundo la reconocía. Supuso que esperar en sus habitaciones hasta que le notificaran la llegada del rey Hassan era más lógico, pero en ese momento no soportaba la idea de estar encerrada. Prefería caminar de un lado a otro. En el peor de los casos, le serviría para hacer ejercicio.

Parte de su problema era que no había dormido bien durante una semana. La noche anterior se había despertado a las cuatro de la madruga y luego se había dedicado a maquillarse para disimular las ojeras y a elegir su vestuario. Los vestidos le parecían demasiado formales y los pantalones, demasiado informales; así que al final optó por una falda negra y una blusa de seda. Estaba tan nerviosa como una adolescente pero con toda la experiencia de una mujer de mediana edad, lo cual lo empeoraba hasta el extremo de que resultaba agotador.

Poco después, una furgoneta oscura entró en el vado de Palacio, seguida por un coche del mismo color y una segunda furgoneta. Las furgonetas se detuvieron, salieron guardias vestidos con trajes y gafas de sol y uno de ellos se dirigió a la parte de atrás del coche.

Lina se acercó, pensando que debía mantener la calma, sonreír y hablar de un modo mínimamente inteligente. El rey Hassan apareció enseguida.

Era un hombre atractivo, de altura media y constitución fuerte. Tenía el cabello tan gris como su bien recortada barba.

Lina dudó. Cuando estaba ante un rey, solía hace una reverencia; pero en ese caso le resultaba extraño y hasta fuera de lugar. Sin embargo, supuso que el protocolo era más importante.

Antes de que pudiera inclinarse en gesto de respeto, Hassan la tomó de las manos y sonrió.

– Querida Lina… eres aún más bella de lo que recordaba.

– Bienvenido a El Deharia, señor. Todos estamos encantados de su visita. Y yo, más que nadie.

– Hassan, llámame Hassan. ¿O es que ya has olvidado que me tomas el pelo en tus mensajes por correo electrónico? No empecemos a ser formales ahora…

Los dos caminaron hacia Palacio.

– Yo nunca te he tomado el pelo -mintió ella.

– ¿No? Creo recordar que me llamaste viejo loco por preocuparme demasiado por mis gatos.

Lina rió.

– Eso no es verdad. Te lo estás inventando.

– Puede ser.

Él sonrió y Lina sintió seca la boca. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan afectada por un hombre, y le encantó.

Avanzaron por el corredor principal y se dirigieron al ascensor que los llevaría al piso de las habitaciones de invitados.

– ¿Qué tal va nuestro primer proyecto conjunto? -preguntó el rey-. ¿Asad ya se ha fijado en la encantadora Kayleen?

– Por supuesto que sí -contestó con una sonrisa-. Kayleen se perdió en el desierto y terminó en un poblado. Él fue a buscarla y la reclamó como suya… afirma que sólo lo hizo por su seguridad, pero yo sé que tenía otros motivos. Y cuando volvieron, Kayleen insistió en que no había pasado nada aunque yo no le pregunté.

– Entonces has tenido éxito…

– Aún no, pero lo tendré pronto.

Subieron al tercer piso y salieron del ascensor.

– Tu suite está aquí al lado. Es la misma en la que te alojaste la última vez.

Se detuvieron ante una puerta doble y ella abrió. Las habitaciones de la suite eran grandes, de muebles elegantes y jarrones llenos de flores. Sólo las utilizaban jefes de Estado y monarcas.

– He pensado que podríamos salir a cenar esta noche -continuó ella-. En la ciudad hay un par de restaurantes que tienen salas privadas… puedo dar los nombres a tu servicio de seguridad para que los comprueben antes. También hay un par de obras de teatro que tal vez te interesen e incluso un concierto de una orquesta europea, por no mencionar que mi hermano estará encantado si quieres montar alguno de sus caballos y…

Hassan se acercó a ella y le puso un dedo en la boca.

– Creo que ya puedes dejar de hablar.

– Está bien…

– No he venido para ver obras de teatro ni para montar a caballo. He venido para estar contigo. Me has hechizado, Lina. Nunca pensé que volvería a sentir algo parecido y estoy encantado de haberme equivocado. Sospecho que lo nuestro puede tener muchas posibilidades -afirmó.

Lina se quedó asombrada. Hassan había ido directamente al grano, sin preámbulos.

– Yo, bueno… -acertó a decir-. Opino lo mismo que tú.

– Pues veamos adonde nos lleva todo esto…

Después, la besó.

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