Capítulo 12

Kayleen entró en su dormitorio, pero no pudo tranquilizarse. Todo aquello era culpa suya. Si le hubiera dicho la verdad al rey, si le hubiera confesado que su madre y su abuela la habían abandonado, no habría sucedido nada; pero su infancia era tan triste y patética que se había acostumbrado a contar una historia edulcorada para que la gente no sintiera lástima de ella.

Se acercó al balcón con intención de abrirlo, pero recordó que Darlene estaba en la suite contigua y se detuvo. No quería verla otra vez.

Un segundo después, llamaron a la puerta. Kayleen se quedó helada. Pero era Asad.

Corrió hacia él, sin pensarlo, y lo abrazó.

– ¿Tan terrible ha sido? -preguntó el príncipe.

– Sí.

– Sospecho que la sorpresa de mi padre no ha sido agradable.

– Todo esto es muy extraño. No la conozco de nada, pero ahora está aquí y no sé qué hacer.

– Bueno, yo debería decir que llegarás a conocerla bien y que os querréis mucho, pero no estoy seguro de que sea cierto -confesó, sonriendo-. Luego será mejor que te dé una buena noticia…

– ¿Qué noticia?

– ¿Te acuerdas de tu visita al desierto? Pues bien, Sharif, el jefe del poblado, ha sabido que nos vamos a casar y nos invita a cenar con él.

– ¿Pero no se suponía que lo de nuestra boda era un secreto?

– Siempre hay quien encuentra el modo de averiguarlo todo. Sharif es una de esas personas.

– Probablemente vio el reflejo de mi anillo de diamantes. Es como un faro.

Asad se rió.

– Probablemente. Ah, y he hablado con Lina… estará encantada de quedarse con las niñas si te apetece ir.

Kayleen se mordió el labio inferior.

– Mi madre acaba de llegar. No sé si es correcto que me marche y la deje sola.

– Oh, seguro que estará cansada del viaje. Pero puedes dejarle un mensaje en el contestador para verla en otro momento.

Kayleen se mostró de acuerdo. Le dejó un mensaje, se puso un vestido adecuado para ir al desierto y se encontró con Asad en el piso de abajo.

Un todoterreno los esperaba en el vado.

– Tendrás que aprender a montar bien -dijo él-. Alguna vez querrás ir al desierto con las niñas.

– Sí, lo sé -afirmó mientras se ponía el cinturón de seguridad-. Aunque los caballos y yo nos llevamos tan mal que tal vez debería probar con los camellos.

– Te aseguro que los camellos no son nada cómodos. Confía en mí. Prefieres montar a caballo.

– Quizás.

Era la última hora de la tarde. El sol se empezaba a ocultar y el horizonte se había llenado de tonos rojizos. La temperatura había bajado un poco y ofrecía la promesa de una noche fresca.

– Me pregunto cómo será la vida en el desierto -dijo, mirando por la ventanilla-. Viajar con una tribu nómada, sentir la naturaleza…

– Es una vida sin cuarto de baño ni aire acondicionado ni armarios.

Ella rió.

– No sabía que te preocuparan los armarios.

– No, pero a ti…

– Oh, a mí me gustan los armarios y hasta los cuartos de baño.

– Mi hermano Kateb vive en el desierto. Siempre le han gustado las tradiciones. No deja de hablar de épocas cuando la vida era supuestamente más sencilla y los hombres vivían de su coraje y su espada.

– ¿Hablas en serio? ¿Es nómada?

– Sí, es lo que le gusta. Cuando los hombres de mi familia cumplimos trece años, nos envían al desierto a pasar un verano entero. Es una especie de rito, de tránsito de la infancia a la edad adulta. Nosotros no lo pasamos mal… yo me divertí, pero ese tipo de vida no me interesa. En cambio, a Kateb le gustó tanto que insistió en volver. Mi padre le dio permiso a condición de que terminara sus estudios. Y cuando salió de la universidad, se fue al desierto.

– ¿Voy a conocerlo?

– Esta noche, no. Vive más lejos. Pero pasa un par de veces al año por Palacio, para ver a nuestro padre.

– Todo esto es tan bonito… no me extraña que a tu hermano le guste vivir aquí. Aunque no tenga agua corriente.

Cuando llegaron al campamento, Asad aparcó el todoterreno. Kayleen respiró a fondo.

– Seguro que se ríen de mí -comentó ella.

– ¿Por qué?

Kayleen lo miró y habló en el idioma de El Deharia con un acento horrible:

– Buenas noches. Te deseo todos los parabienes a ti y a tu familia.

– ¿Estás aprendiendo mi idioma? -preguntó, sorprendido.

– Me pareció lo correcto. La última vez, casi nadie quiso hablar conmigo en inglés… y es lógico, porque no es su lengua. Una de las criadas me está enseñando en su tiempo libre. A cambio, yo la ayudo con sus clases de Matemáticas.

Asad miró a la mujer que seguía sentada a su lado. Tenía todas las joyas que podía desear y no se las ponía nunca; gozaba de una cuenta bancaria llena de dinero y no gastaba nada; vivía en un palacio y le daba igual. Incluso se había tomado la molestia de estudiar su idioma. Y lejos de contratar a un profesor, lo estaba aprendiendo con ayuda de una criada.

Era una mujer increíble. Tan maravillosa que sintió una emoción profunda y poco familiar para él. Pero hizo caso omiso. O lo intentó.

Se recordó que las emociones eran una debilidad. Sin embargo, se alegraba sinceramente de que Kayleen hubiera aparecido en su vida para cambiarlo todo.

– Me encanta que nos vayamos a casar -confesó.

Ella lo miró con un brillo de alegría y de amor en sus ojos.

– Y a mí también -susurró.


Sharif y Zarina los saludaron en cuanto los vieron. Y la joven aprovechó la primera ocasión que tuvo y se la llevó aparte.

– Veo que te las has arreglado para mantenerlo a tu lado -bromeó mientras admiraba su anillo-. Has elegido bien.

– Eso creo.

Zarina rió.

– Reconozco esa sonrisa. Estás enamorada.

– Es un hombre maravilloso.

– Eso es lo que toda novia debería pensar de su prometido.

Zarina la llevó hacia un grupo de mujeres y se las presentó. Kayleen conocía a varias por su visita anterior y las saludó en su idioma. La miraron con sorpresa y dos de ellas empezaron a hablar tan deprisa que sólo entendió una de cada diez palabras.

– No tengo ni idea de lo que habéis dicho -confesó en inglés-. Todavía estoy aprendiendo…

– Pero lo intentas -dijo Zarina, encantada-. Y nos honras con tu esfuerzo.

– Esperaba que pudiéramos ser amigas…

Zarina sonrió.

– Lo somos. Pero tienes que recordar tu cargo. Cuando seas princesa, las cosas cambiarán.

– No para mí.

– Entonces, seremos grandes amigas… Ven, ya estamos preparando la cena. Puedes hacernos compañía y te enseñaremos unas cuantas palabras. Palabras de amor para impresionar a tu futuro marido…

– Vaya, eso me gustaría mucho.

Kayleen se sentó en la cocina al aire libre. Las mujeres charlaban y reían y ella se lo pasó muy bien a pesar de que entendía muy poco. Trabajaban juntas, sin jerarquías aparentes, y los niños jugaban por todas partes y no se acercaban a los mayores salvo si los necesitaban por alguna razón.

Era como una familia gigantesca; en ciertos sentidos, muy parecida a la del convento donde se había criado. Pero con la gran diferencia de que en una tribu se tenían raíces y era una familia para siempre.

Oyó risas y vio que Zarina le susurraba algo a una de las jóvenes. Segundos más tarde, la llevaron a una tienda.

– No hacemos esto muy a menudo -le contó su amiga-. Sólo en ocasiones especiales… el poder conlleva responsabilidad.

– No sé de qué estás hablando.

Zarina abrió un arcón y sacó un montón de velos.

– El truco consiste en mantener el misterio -afirmó mientras acariciaba la tela-. Es una cuestión de confianza, no de talento. Ningún hombre se puede resistir a los encantos de una mujer que baila para él. No debes preocuparte demasiado por tu aspecto ni sentirte insegura por ningún otro motivo… simplemente, recuerda que él se vuelve loco de deseo cada vez que te mira. Tú tienes el poder, tú decides. Él ruega y tú concedes.

– Si estás diciendo lo que creo que estás diciendo…

– Después de cenar, enviaremos a Asad a una tienda privada. Tú estarás allí y bailarás para él -Zarina sonrió-. Será un recuerdo que no olvidara nunca.

– Pero no sé bailar… esas cosas no se me dan bien.

– Eres la mujer con quien desea casarse. Sabes todo lo que necesitas saber. Y en cuanto al baile, es muy fácil. Ven aquí y te enseñaré.

Zarina dejó la tela a un lado y se quitó la túnica. Debajo llevaba un top sin mangas y unos pantalones cortados. Un atuendo perfectamente moderno y adecuado para la vida en el desierto.

Zarina empezó a bailar. Parecía tan fácil que Kayleen la imitó, pero sin tanta soltura.

Sin embargo, unos minutos más tarde ya había aprendido el movimiento de las caderas y hasta que hacer con los brazos.

– Muy bien -dijo Zarina-. Ahora, gírate lentamente… Baila durante un minuto o dos. Luego te giras y te quitas uno de los velos.

– No puedo bailar desnuda…

– No tendrás que estarlo. Ningún hombre se resiste a la danza de los velos. Cuando te hayas quitado dos o quizás tres, estará tan excitado que te quitará él mismo el resto.

– ¿Y si piensa que estoy haciendo el ridículo?

– Qué estupidez. Pensará que es el hombre más afortunado de la Tierra. Pero venga, te prepararemos para la noche.

Zarina la llevó a una tienda donde la vistieron con los velos y la maquillaron. En los ojos le pusieron un color oscuro, y en los labios, rojo.

– Esto es mejor que el carmín -dijo su amiga-. No se quita.

Le recogieron el cabello con una diadema y le pusieron docenas de brazaletes en cada brazo. El toque final consistió en unos pendientes tan largos que casi le llegaban a los hombros.

Zarina le acercó un espejo y Kayleen se miró. No pudo creer que esa mujer tan exótica fuera ella. Y por si fuera poco, también parecía sexy y misteriosa.

– Te dejaré a solas para que practiques unos minutos y volveré después. Cree en ti misma, Kayleen. Con ese baile, conquistarás el corazón de Asad y será tuyo para siempre. ¿Qué otra cosa podría desear una mujer?

Cuando se quedó a solas, Kayleen se dijo que tenía razón. Ya le había entregado su corazón al príncipe, y ahora tenía que conquistar el suyo. Había llegado el momento de cambiar. Debía sobreponerse a sus temores y demostrarle que ella era mucho más de lo que había imaginado. Sólo tenía que usar su fuerza interior para alcanzar lo que deseaba.

Se miró de nuevo en el espejo y se dirigió a la entrada de la tienda para esperar a Zarina. Ya no estaba asustada. Conseguiría que Asad se arrodillara ante ella y que le implorara. Y eso, sólo para empezar.

Asad disfrutaba de la compañía de Sarif, pero se sentía profundamente decepcionado. Había ido al desierto para estar con Kayleen y se la habían llevado nada más llegar. Ni siquiera habían cenado juntos.

Cuando sirvieron el café, miró la hora y se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar para poder marcharse sin resultar grosero. Con un poco de suerte, podrían ir a la ciudad y pasar un par de horas juntos. Conocía unos cuantos locales nocturnos interesantes donde se podía bailar. Tenía ganas de sentirla contra su cuerpo.

Poco después, Zarina se acercó e hizo una reverencia.

– Príncipe Asad, ¿podría acompañarme?

Asad miró a su anfitrión.

– ¿Debo confiar en tu hija?

Sharif se rió.

– ¿Crees que yo sé lo que se trae entre manos? Zarina, ¿para qué necesitas al príncipe?

– Oh, para nada que le vaya a disgustar.

Asad se excusó y la siguió. Ya era de noche y el cielo estaba cuajado de estrellas. Pensó brevemente en su hermano y se preguntó si volvería a Palacio a tiempo de asistir a la boda. Tenía ganas de ver a todos sus hermanos juntos.

Zarina lo llevó a una tienda que estaba casi al final del poblado.

– Es aquí, señor -dijo, abriendo la entrada- le deseo la mejor de las noches.

Asad entró. El interior estaba muy poco iluminado. Era un espacio abierto, con una alfombra en el medio y unos cuantos cojines para sentarse al fondo.

– Siéntate, por favor.

La voz llegó desde una esquina oscura, pero reconoció la voz de inmediato. Era la voz de su prometida de Kayleen.

Asad se sentó en los cojines y pensó que la noche había mejorado considerablemente.

De repente, comenzó a sonar una canción. Un tema tradicional, lo cual le sorprendió tanto como la visión de Kayleen cuando salió de entre las sombras. Y luego no pensó nada más. Su racionalidad desapareció durante muchos minutos.

Llevaba velos. Docenas y docenas de velos que le cubrían el cuerpo. Pero eso no era tan arrebatador como los pequeños destellos de su piel desnuda: su cintura, sus piernas, unos centímetros de sus brazos.

Era la Kayleen de siempre, pero muy distinta. Llevaba maquillaje oscuro en los ojos, pendientes en las orejas y brazaletes en los brazos. Su piel brillaba bajo la luz tenue. Y cuando empezó a bailar, lo volvió loco de deseo.

Se movía de un modo sensual. Asad notó los dibujos de hena en su cuerpo y bajó la mirada hasta sus pies desnudos, que también se había pintado.

Conocía perfectamente bien la danza de los velos, pero era la primera vez que alguien la bailaba para él. Había oído muchas historias sobre su poder de seducción y siempre había pensado que la seducción no se debía al baile, sino a la debilidad de los hombres. Sin embargo, su opinión cambió radicalmente. Había algo primario en sus movimientos. Algo intenso que estalló en su interior cuando Kayleen giró y se quitó un velo.

Tuvo que hacer un esfuerzo inhumano para seguir sentado y no saltar sobre ella y hacerle el amor sin más. Kayleen siguió bailando y uno o dos minutos después se quitó otro velo y Asad pudo ver la tira de su sostén.

Aquello fue demasiado. Ésta vez se rindió al deseo, se levantó y la besó. Quiso contenerse porque pensó que a Kayleen no le gustaría tanto afecto; pero para su sorpresa, reaccionó con la misma intensidad que él.

Kayleen estaba temblando, pero de placer. Zarina había acertado plenamente. A pesar de su inseguridad inicial, había conseguido que Asad se rindiera a sus encantos.

– ¿Cuántos velos llevas? -preguntó, excitado.

– Muchos.

Ella empezó a desabrocharle la camisa.

– Date prisa, por favor…

Kayleen le quitó la camisa y él se encargó del resto de su ropa.

– Te deseo -susurró Asad-. Quiero hacerte el amor.

– Entonces, tómame…

– Kayleen…

El príncipe la tumbó sobre los cojines y le quitó los velos, el sostén y las braguitas. A continuación, introdujo una mano entre sus muslos y notó su humedad.

– Me deseas -afirmó.

– Siempre te he deseado.

Él sonrió y empezó a acariciarla.

– Quiero sentirte dentro de mí -afirmó ella-. Tómame. Hazme tuya.

Asad contuvo la respiración, pero obedeció. Le separó las piernas y la penetró.

Kayleen siempre olvidaba de qué modo la llenaba, cómo conseguía desesperarla de puro deseo. Normalmente se lo tomaba con calma y lo hacía con delicadeza, pero aquella noche hicieron el amor sin cuidado, de un modo salvaje y más intenso que nunca.

Cerró las piernas alrededor de sus caderas y se arqueó contra él para sentirlo hasta el fondo. Después fueron acelerando el ritmo hasta que Kayleen se encontró al borde del orgasmo.

Él pronunció su nombre. Ella lo miró.

– Eres mía.

Sólo fueron dos palabras, nada más que dos palabras, pero bastaron para llevarla al clímax y para que gritara.

Asad dio dos acometidas más y también llegó al final de su viaje.

Las olas de placer los unieron y ellos permanecieron juntos, abrazados, hasta que la Tierra dejó de moverse y pudieron descansar.


Kayleen entró en la suite poco después de medianoche. Se sentía tan feliz que casi podía flotar. Hasta habría sido capaz de repetir la danza del velo.

En lugar de encender la luz, caminó hasta el balcón y salió a la terraza. Hacía fresco, pero no le importó. Además, su temperatura aumentaba rápidamente cada vez que pensaba en su prometido.

En ese momento oyó el ruido de una silla. Se giró y vio algo entre las sombras. Era su madre.

– Vaya, qué sorpresa. Y yo que creía que sólo eras una jovencita un poco atontada y con suerte… pero no, has resultado ser una lista. La única diferencia con otras es que tu juego es diferente.

– No sé de qué estás hablando.

– De que tu apariencia inocente y tímida es sólo fachada. Seguro que tu príncipe se enamoró perdidamente de ella.

– No estoy fingiendo. Es real.

Darlene se rió.

– No me mientas. Yo inventé ese juego. Sólo estoy diciendo que respeto tus tácticas… conmigo no habrían servido, pero contigo son perfectas.

– Sigo sin entender lo que dices. Pero perdóname, es tarde. Me voy a la cama.

– Ya has estado en una cama. Lo que quieres decir es que ahora vas a dormir. ¿Me equivoco? -preguntó.

– No pienso hablar de eso contigo.

– Pero has cometido un error. Te has enamorado de él y ahora eres vulnerable. Hazme caso, es mejor que mantengas las distancias. Es más seguro.

– Voy a casarme con Asad. Se supone que debo amarlo.

Su madre volvió a reír.

– Bueno, pero no esperes que tu amor sea mutuo. Los hombres como él no aman a nadie. Nunca -afirmó-. Acepta el valioso consejo de tu mamá, aunque temo que ha llegado demasiado tarde.

– Buenas noches.

Kayleen se giró y volvió a la suite.

El encuentro con Darlene la había puesto de mal humor. Y peor aún, había conseguido que empezara a dudar.

Cabía la posibilidad de que tuviera razón. Se había enamorado de él y necesitaba que él la amara a su vez.

Entró en el dormitorio y se tumbó en la cama. Ya no sabía si podría casarse sin tener su amor.

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