Capítulo 3

Kayleen salió de la cocina caminando hacia atrás y con las manos en alto.

– No, lo digo en serio… la comida es magnífica, me encanta. He engordado más de un kilo…

Cuando ya no podía ver la expresión de furia del chef, se giró, corrió hacia la escalera más cercana y huyó a un lugar más seguro. Sólo había querido ser de utilidad al cocinero, pero el hombre se lo había tomado como un insulto.

Como las niñas estaban todo el día fuera, ella no tenía nada que hacer. Además, en el colegio nuevo le habían dicho que no podía dar clase porque resultaría extraño ahora que estaba bajo la protección del príncipe. Y necesitaba hacer algo porque se aburría.

Caminó por el corredor principal y se detuvo para intentar averiguar dónde se encontraba. Vio una puerta grande que le resultó familiar, y poco después, al dar la vuelta a una esquina, reconoció la oficina del príncipe. No tardó nada en plantarse delante de su secretario, Neil.

– Necesito verlo-dijo.

– No tiene cita.

– Soy su niñera…

– Sé quién es, señorita James. Pero el príncipe Asad es muy particular con sus horarios de trabajo -afirmó el secretario con un fuerte acento inglés.

– Neil, necesito saber si…

En ese momento se abrió la puerta del despacho de Asad y el príncipe se asomó.

– Oh, vaya… justo la persona a quien buscaba.

– ¿Es por lo del chef? -preguntó ella, ruborizándose-. No pretendía insultarlo. Sólo quería ayudar…

– ¿Se puede saber qué ha hecho?

– Nada, nada…

– ¿Y por qué será que no la creo? Pase a mi despacho, Kayleen. Empiece por el principio y no olvide ningún detalle.

Ella dudó un momento, pero finalmente lo siguió al despacho. Cuando los dos se habían sentado, el príncipe la miró de forma expectante.

– Fui a la cocina porque pensé que podía ayudar. No pretendía molestar al cocinero… es que me aburro. Necesito hacer algo -confesó.

– ¿Hacer algo? Ya tiene tres niñas a su cargo. La mayoría de la gente pensaría que es trabajo de sobra.

– Oh, vamos… se pasan todo el día en el colegio. En cuanto a la cocina y la limpieza, ya hay personas que se ocupan de ello. ¿Qué puedo hacer con mi tiempo libre?

– ¿Ir de compras?

– ¿Con qué? ¿Es que me va a pagar? No hemos hablado de mi salario ni del seguro médico ni de ninguna otra cosa por el estilo. Yo estaba tranquilamente en mi colegio, haciendo mi trabajo y sin meterme en los asuntos de nadie, y de repente me trajeron aquí. No es un cambio tan fácil.

– Si no recuerdo mal, atacó a Tahir. Yo diría que eso no es estar tranquilamente y sin meterse en los asuntos de nadie -se burló el príncipe.

– Bueno, ya sabe lo que quiero decir…

– Sí, lo sé. Pero dígame, Kayleen, ¿de qué daba clases en el colegio?

– De Matemáticas.

Kayleen se levantó del sofá y se acercó a la ventana. El despacho daba a un jardín precioso y se preguntó si podría echar una mano al jardinero. No sabía nada de flores y plantas, pero podía aprender.

– ¿Qué tal se le dan los análisis estadísticos?

– Supongo que bien -respondió, sin dejar de mirar las flores.

– Entonces, tengo un proyecto para usted.

Kayleen se giró.

– ¿Quiere que me encargue de sus impuestos?

– No. Quiero que trabaje con el ministro de Educación. Hemos conseguido que muchas jóvenes de las zonas rurales terminen los estudios de secundaria y vayan a la universidad, pero siguen siendo menos de las que nos gustaría. Para que El Deharia sea un país próspero, necesitamos ciudadanos educados y productivos -respondió.

– ¿Y en qué consistiría exactamente el trabajo?

– Quiero que vaya a los pueblos de donde proceden la mayoría de las chicas y averigüe qué es lo que están haciendo bien, para aplicar la misma política en los demás. ¿Le interesa? -preguntó.

Ella volvió al sofá…

– ¿Lo dice en serio? ¿No me lo ofrece sólo para que me mantenga ocupada?

– Tiene mi palabra. Esto es muy importante y confío en que lo hará bien.

Asad habló con una voz tan firme y baja que se sintió atraída hacia él. Había algo en sus ojos que la empujaba a creerlo. Y cuando volvió a pensar en la oferta, se entusiasmó tanto que se echó hacia delante y tuvo que contenerse para no acabar entre sus brazos.

– Me encantaría… Muchas gracias, príncipe.

Asad se levantó del sofá y se dirigió a su mesa con normalidad. O no había notado el impulso de Kayleen o prefería hacer caso omiso.

Asad abrió un cajón de la mesa y sacó una tarjeta de crédito.

– Tenga, úsela para comprar cosas para usted y las niñas.

– No necesitamos nada.

– Lo necesitarán. Ropa, por ejemplo… no sé mucho de niños, pero me consta que crecen y que necesitan cambiar de ropa.

– Eso es cierto -dijo, mirando la tarjeta-. Es muy amable…

– Mis hijas adoptivas merecen lo mejor. No en vano, su padre es un príncipe -dijo.

– Y un hombre sin problemas de inseguridad -comentó ella, entre divertida y envidiosa.

– Por supuesto que no. Soy consciente de mi lugar en el mundo.

– Ya lo veo.

– Pero mi mundo también es el suyo, Kayleen.

– No, no lo es.

– Si yo digo que lo es, lo es.

Kayleen no estaba de acuerdo. Ella sólo era una empleada, y como tal, perfectamente reemplazable. Pero prefirió no discutir.

– Gracias.

Ya se alejaba hacia la puerta cuando Asad dijo:

– Le enviaré la información pertinente sobre su sueldo y el seguro médico. Debería haberme encargado antes del asunto.

Ella sonrió.

– Usted es un príncipe, Asad. Es normal que no se encargue de esos detalles.

– Le agradezco que sea tan comprensiva. Gracias.

– De nada.

La oscura mirada de Asad la mantuvo clavada en el sitio. Ya habían terminado de hablar y debía marcharse del despacho, pero no podía. Sentía la irresistible necesidad de acercarse a él y hacer algo. No sabía exactamente qué, pero algo.


El teléfono sonó en ese momento. Asad miró hacia la mesa y ella recobró el control. Todavía quería quedarse, pero abrió la puerta y se marchó.

– Estamos haciendo progresos -dijo Lina.

La princesa estaba tumbada en la cama, con el teléfono pegado a la oreja.

– ¿Estamos? Querrás decir que estás -puntualizó Hassan-. Eso es cosa tuya.

– No es verdad. La idea la tuviste tú y estás tan metido en el asunto como yo.

– Eres una mujer muy difícil…

– Lo sé -dijo, sonriendo-. Forma parte de mi encanto.

– Sí, nadie puede negar que eres encantadora -ironizó.

Lina apretó los ojos y tuvo que contenerse para no gritar. En primer lugar, porque los gritos no eran apropiados en una princesa; y en segundo, porque una mujer de cuarenta y tres años ya era mayorcita como para ponerse a gritar de entusiasmo cuando un hombre coqueteaba con ella por teléfono. Aunque ese hombre fuera el mismísimo rey de Bahania.

– A Kayleen le gusta mucho Asad -continuó ella-. Aun no se ha acostumbrado a vivir en Palacio, pero lo está haciendo bastante bien. Mi sobrino me ha comentado que debía tener un salario y un seguro médico. Quiere ser generoso con ella. No es mal principio…

– Eso no significa que pretenda llegar más lejos.

– Espero que sí. Kayleen es perfecta para él. Además, ten en cuenta que Asad tiende a guardarse sus emociones. La culpa la tiene su padre.

– Qué refrescante -dijo Hassan-. Normalmente se echa la culpa a la madre.

Lina se rió.

– Pero como yo soy mujer, culpo a tu sexo.

– Esta es la parte que más me gusta de nuestras conversaciones. El sonido de tu risa -comentó el rey.

El corazón de Lina se aceleró durante un par de segundos. Fue una suerte que estuviera tumbada en la cama, porque de otro modo se habría caído.

– Tu risa es tan bella como el resto de ti -continuó.

Como Lina no decía nada, el rey añadió:

– ¿Te he asustado?

– No, no, ni mucho menos…

Él suspiró.

– Dime una cosa, Lina. ¿Tu extrañeza se debe a que soy rey? ¿O a que tengo más años que tú?

– No es porque seas rey -respondió sin pensarlo-, ni tampoco es por tu edad. Es que no estaba segura de que… bueno, nunca hemos hablado de lo nuestro. Pensaba que sólo éramos amigos.

– Y lo somos. ¿Te gustaría que fuéramos algo más?

Lina apretó el auricular con fuerza y contuvo la respiración. Tenía miedo de decir la verdad, de admitir que le gustaba mucho.

– A mí me encantaría que fuéramos algo más -intervino él-. ¿Esa información te facilita las cosas o te las complica?

Ella suspiró.

– Me las facilita, por supuesto… a mí también me gustaría.

– Me alegro, Lina. Nunca pensé que encontraría a una mujer como tú. Eres un regalo y siempre estaré agradecido por ello.

– Gracias -susurró, sin saben qué decir-. Me siento… intrigada.

– Intrigada -repitió él-. Has elegido una palabra muy interesante… tal vez deberíamos explorar todas las posibilidades de nuestra relación.

Asad entró en la suite a primera hora de la tarde, como de costumbre; pero en lugar de encontrar un montón de habitaciones silenciosas y oscuras, encontró un lugar animado y lleno de luz. Dana y Pepper estaban sentadas en el suelo del salón, viendo una película. Nadine giraba y bailaba junto al balcón y Kayleen estaba colocando un florero en la mesa del comedor.

Al verlo entrar, ella dijo:

– Ah, magnífico… Llamé a su secretario para preguntarle cuándo vendría a vernos, pero no quiso decírmelo. Creo que no le caigo bien.

– Puede que quiera protegerme…

– ¿Protegerlo? ¿De nosotras? -preguntó con una sonrisa, como si lo considerara una posibilidad ridícula-. Bueno, no importa… necesitaba saberlo por la cena, porque nos gustaría que se quedara a cenar con nosotras. Y por cierto, lo de la cocina es muy divertido. Eso de poder bajar y pedir lo que más nos apetezca a cada una es todo un privilegio. Hemos elegido un menú bastante ecléctico.

El príncipe la miró con atención. Llevaba un vestido tan feo que resultaba molesto a la vista. La tela gris la hacía parecer más pálida; y naturalmente, ocultaba todas y cada una de las curvas de su cuerpo. Pero Kayleen tenía una sonrisa tan bonita que Asad se animó de inmediato y deseó abrazarla y descubrir sus secretos.

– En tal caso, iré a buscar una botella de vino.

Asad se acercó a un armario y sacó una botella. Necesitaba tomar algo fuerte. Normalmente no bebía alcohol en Palacio, pero las cosas habían cambiado hasta el extremo de que ahora tenía que enfrentarse a una mujer y a tres niñas.

Nadine se acercó y bailó a su alrededor, sonriendo.

– Hola, Asad… ¿Has tenido un buen día? Hoy he sacado un notable en Lengua. La profesora dice que leo muy bien… soy buena en todas las asignaturas menos en Matemáticas. Pero Kayleen me va a ayudar.

Pepper corrió hacia ellos y se interpuso a su hermana.

– ¡Hola! ¡Yo también estoy en el colegio! Y se me dan bien las Matemáticas… He hecho un dibujo y te lo he traído, pero no sé dónde ponerlo. Como aquí no hay ningún frigorífico…

Dana se unió a las demás.

– El príncipe no quiere tu dibujo -declaró con suficiencia de hermana mayor-. Además, no dibujas bien.

Pepper le pegó un pisotón.

– Soy una artista -dijo la pequeña-. No como tú, que eres una burra.

Dana gimió, Nadine miró a su alrededor con preocupación y Pepper se tapó la boca con una mano. Por lo visto, Kayleen no permitía que las niñas se insultaran.

Asad se frotó la sien y Kayleen miró a Pepper con cara de pocos amigos.

– Sabes que eso está mal…

La niña asintió.

– Pídele disculpas a Dana.

Pepper, toda rizos dorados, se giró hacia su hermana mayor.

– Siento haberte llamado eso -dijo.

Dana puso los brazos en jarras.

– Tus disculpas no bastan. Te pasas la vida insultando a…

Kayleen carraspeó y Dana bajó la cabeza.

– Gracias por disculparte -dijo al fin.

– Muy bien, Pepper -intervino Kayleen-, ahora tendremos que encontrar un castigo adecuado para lo que has hecho. ¿Alguna idea al respecto?

Los ojos de Pepper se llenaron de lágrimas.

– ¿Quedarme sin cuento esta noche? -preguntó.

– Hum. No, creo que eso sería demasiado… ¿qué te parece si renuncias a elegir película esta noche? La elegirá Dana.

Pepper asintió con la cabeza.

– Bueno, pues no se hable más -declaró su profesora-. ¿Qué os parece si cenamos?

Asad abrió la botella de vino y se sentó a la mesa. Después, llenó dos copas y le dio una a Kayleen mientras ella servía la comida.

– No suelo beber casi nunca -advirtió Kayleen.

– Ni yo.

Asad pensó que aquella situación era excesiva. Estaba sentado a una mesa con sus tres niñas adoptivas y una mujer a la que apenas conocía y con quien no podía acostarse, aunque el sexo era la única razón que podía explicar su presencia allí.

– Tengo una idea -dijo Kayleen mientras le daba su plato a Dana-. Ahora que estamos sentados, hablaremos por turnos y todos diremos cómo nos ha ido el día. Será divertido…

Asad miró la extraña mezcla de lasaña, macarrones, ensalada y queso que tenía delante y comentó:

– Habría sido mejor un menú más tradicional.

– Lo sé. Pero las niñas se empeñaron en mezclar cosas y no quise llevarles la contraria -explicó ella.

Dana habló de su día en el colegio y dijo que había descubierto una colección interesante de textos de medicina en la biblioteca principal de Palacio. Nadine mencionó su clase de baile y lo bien que le había ido. Sólo quedaba Pepper, que dijo:

– Yo le he pegado a un chico. Es muy grande, aunque no le tengo miedo… se estaba burlando de unas niñas y le di una patada. A la profesora no le gustó nada y dijo que la próxima vez me castigaría. Pero luego oí a otras profesoras y decían que ese niño se lo tenía bien empleado-Asad lo encontró tan divertido que echó un trago de vino para disimular su sonrisa. Pepper le gustaba. Tenía el carácter de una leona.

– Bueno, no creo que pegar a los niños sea buena idea -dijo el príncipe unos segundos después-. Si lo haces, es posible que te la devuelvan en el futuro.

– No me importa. Soy fuerte.

– Eso da igual. La violencia es una estrategia poco recomendable.

– ¿Es que hay otra?

Asad dudó, sin saber qué decir.

– Adelante, príncipe Asad -intervino Kayleen-. Nos gustaría escuchar su propuesta.

– Si quiere hacer alguna sugerencia… -dijo, incómodo.

– No, no se me ocurre ninguna. Le escuchamos.

Como Asad tardaba en responder, Kayleen decidió dejar de tomarle el pelo y salir en su ayuda.

– Bueno, ya hablaremos de eso más tarde. Sé que pegar a un abusón parece una idea buena, pero no queremos que te busques problemas, Pepper. Ni a Asad ni a mí nos gustaría que te hicieran daño.

– Está bien -dijo la pequeña-. Es que los chicos son muy tontos a veces…

Dana miró a Asad y preguntó:

– ¿Y a ti? ¿Te ha pasado algo bueno hoy?

– He tomado una decisión sobre el puente nuevo del río. Tenía varios proyectos y he elegido el que me ha parecido más conveniente, así que estoy contento.

– ¿Vas a construir un puente? -preguntó Nadine.

– No, yo no. He dado mi aprobación al proyecto y he ordenado a otros que lo construyan.

– Guau… -dijo Dana-. ¿Y qué más órdenes puedes dar a la gente?

– ¿Puedes encerrarlos en mazmorras? -preguntó Pepper-. ¿Puedo ver las mazmorras?

– Algún día…

– Entonces, ¿hay? ¿El palacio tiene mazmorras?

– Sí, por supuesto. Y a veces encerramos en ellas a las niñas que no se portan bien -respondió Asad.

Todas se quedaron en silencio.

El príncipe rió.

– Bueno, Kayleen, sólo falta usted por hablar. ¿Su día ha sido interesante?

Kayleen intentó no mirar al hombre que presidía la mesa. Las niñas se estaban divirtiendo, Asad se comportaba como si fueran una familia de verdad y la situación no podía ser más placentera.

– Cuando salí a pasear, descubrí que cerca hay unos establos -comentó a las niñas.

– ¿Con caballos? ¿Tienes caballos, Asad? -preguntó Dana.

– Los caballos nos encantan… -dijo Nadine.

– Y yo sé montar -intervino Pepper-. Me han dado clases de equitación.

– ¿En el colegio donde estabais? -preguntó Asad, extrañado.

– Un antiguo alumno nos donó unos caballos y el dinero necesario para mantenerlos -respondió Kayleen-. Muchos niños saben montar.

– ¿Usted también?

– Me temo que no -admitió-. Los caballos y yo no nos entendemos.

– Eso es porque los caballos no hablan -dijo Pepper-. Kayleen se cae un montón… intento no reírme porque sé que se hace daño, pero es gracioso.

– Sí, gracioso para ti -murmuró su profesora.

En ese instante se abrió la puerta principal de la suite y apareció un hombre alto y de cabello canoso.

– Ah, Asad, estás aquí. Y veo que cenando con tu familia…

Asad se levantó.

– Padre…

Kayleen se estremeció. Era su padre, el rey. Automáticamente, se levantó de la silla e indicó a las pequeñas que la imitaran.

– Padre, te presento a Kayleen, la niñera de mis hijas adoptivas. Señoritas… os presento a mi padre, el rey Mujtar.

Las niñas se quedaron boquiabiertas. Kayleen, en cambio, apretó los labios sin saber qué decir ni cómo comportarse. El rey asintió graciosamente.

– Me alegro mucho de conoceros. Bienvenidas al Palacio Real de El Deharia. Espero que viváis muchos años y que sean años felices y llenos de salud. Que estos fuertes muros os protejan siempre y os ofrezcan solaz.

– Gracias por su hospitalidad -acertó a decir Kayleen.

Todavía no podía creer que estuviera en presencia de un rey de verdad. Y por primera vez, entendió lo que significaba el título de príncipe; aunque ella no le diera demasiada importancia a su poder, era el heredero de un reino. \

El rey señaló la mesa.

– ¿Puedo?

Kayleen lo miró con los ojos como platos.

– Por supuesto, alteza. Por favor, siéntese. Pero me temo que no esperábamos su visita y la comida es poco… tradicional.

El rey se sentó y Asad les indicó que se acomodaran. Mujtar echó un vistazo a las distintas posibilidades y se sirvió unos macarrones.

– No los tomaba desde hace años…

– Los he elegido yo -dijo Pepper-. Es la pasta que más me gusta, y aquí la hacen muy bien… A veces, cuando estábamos en el colegio, Kayleen nos llevaba a la cocina y nos los preparaba. También estaban buenos.

– Vaya, así que a mi chef le ha salido una competidora… -comentó el rey

– No lo creo -dijo Kayleen-. La comida de su chef es magnífica. Disfrutar de ella es todo un honor…

Asad miró a su padre y dijo:

– Kayleen se aburría y no se le ocurrió mejor cosa que bajar a la cocina y ofrecerle su ayuda. Al chef no le gustó nada en absoluto.

Kayleen se ruborizó.

– Sí, se sintió insultado. Y cuando me marché, oí que se rompía algo… supongo que me lanzó algún objeto.

– ¿Fue la noche en que mi suflé llegó quemado? -preguntó el rey.

– Espero que no… -contestó ella.

El rey sonrió.

– Bueno, ¿y qué conversación he interrumpido?

– Estábamos hablando de caballos -respondió Nadine-. En el colegio aprendimos a montar.

– Caballos. Creo recordar que tenemos establos, ¿verdad? -preguntó el rey, mirando a su hijo.

– Mi padre está bromeando -explicó Asad a las niñas-. Los establos de Palacio son famosos en todo el mundo.

– ¿Y los caballos corren mucho? -preguntó Dana.

– Más de lo adecuado para una principiante.

Dana se frotó la nariz.

– Pero si nos dieran más clases de equitación, podríamos llegar a ser expertas…

– Exactamente -dijo Asad.

– Estoy de acuerdo. Todas las princesas deberían aprender a montar. Hablaré con el encargado de las cuadras para que les dé lecciones -dijo el rey, mirando a Kayleen-. A todas.

– Gracias -murmuró ella.

– No parece muy entusiasmada -le susurró Asad.

– Es que Pepper no bromeaba al decir que me caigo. Me pasa constantemente…

– Entonces, debería recibir clases personales.

Kayleen lo miró a los ojos y se sintió perdida en la mirada. Era como si tuviera un campo de energía que la atrajera. Tuvo la extraña sensación de que el príncipe la iba a tocar y de que a ella le iba a gustar.

– Montar es una forma divertida de hacer ejercicio -observó el rey.

– ¿Eso se lo han preguntado a los caballos?

Kayleen lo dijo sin pensar, una fea costumbre que ya le había causado muchos problemas en el convento. Pero tras un instante de silencio, el rey rompió a reír.

– Muy bien… excelente. Esta mujer me gusta, Asad. Debe quedarse aquí.

– Estoy de acuerdo -afirmó Asad, sin dejar de mirarla-. Debe quedarse y se quedará.

Kayleen no estaba tan segura; tenía sus propios proyectos y todavía quería marcharse de El Deharia en unos meses. Pero Asad, así como la promesa que le había hecho a las niñas, complicaban las cosas.

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