9. La chimenea

Isabelle se detuvo en el devant-huis. Oía al caballo moviéndose en el establo; de la casa le llegaba el ruido de alguien que cavaba.

– ¿Marie? -llamó, casi en un susurro, temerosa de quién pudiera oírla. El caballo relinchó al sonido de su voz y después dejó de moverse. El ruido de cavar continuaba. Isabelle vaciló, pero terminó por empujar la puerta para abrirla.

Etienne trabajaba en un agujero largo que, cercano al bloque de granito, se extendía desde su base hacia el interior de la habitación. No cavaba junto a la pared más distante, donde anteriormente había decidido que iría el hogar, sino cerca de la puerta. El suelo estaba muy bien apisonado y tenía que hacer un gran esfuerzo con la laya para penetrar en la tierra.

Cuando la luz procedente de la puerta cayó sobre él, alzó los ojos y empezó a decir:

– ¿Está…? -luego cortó la frase al reconocer a Isabelle y se irguió por completo.

– ¿Qué haces aquí?

– ¿Dónde está Marie?

– Deberías avergonzarte, La Rousse. Y arrodillarte a rezar para pedir clemencia a Dios.

– ¿Por qué cavas en un día festivo?

Etienne hizo caso omiso de la pregunta.

– Tu hija se ha escapado -dijo, alzando mucho la voz-. Petit Jean ha salido en su busca. Creía que era él, para decirme que está sana y salva. ¿No te preocupa esa hija tuya tan desvergonzada, La Rousse? También tú deberías buscarla.

– Marie es lo único que me preocupa. ¿Dónde ha ido?

– Por detrás de la casa, monte arriba -Etienne se volvió hacia el hoyo y reanudó el trabajo. Isabelle se lo quedó mirando.

– ¿Por qué cavas ahí y no junto a la pared del fondo; donde dijiste que iría el hogar?

Su marido se enderezó de nuevo y alzó la laya por encima de la cabeza. Isabelle saltó rápidamente hacia atrás y Etienne se echó a reír.

– No hagas preguntas estúpidas. Ve y encuentra a mi hija.

Isabelle salió de la casa de espaldas y cerró la puerta. Se quedó unos instantes en el devant-huis. Etienne no había vuelto a cavar y el silencio era total, un silencio lleno de secretos.

No estoy sola con Etienne, pensó. Marie está aquí. En algún sitio muy cercano.

– ¡Marie! -empezó a llamar-. ¡Marie! ¡Marie! -salió al patio, llamando aún. Su hija no aparecía; sólo vio a Hannah, que subía trabajosamente por el sendero. Isabelle no la había esperado al salir de la ermita; la dejó con Jacob y corrió por el sendero hacia la granja hasta tener la seguridad de que su suegra no podría alcanzarla. Ahora, al ver a Isabelle, la anciana se detuvo, apoyada en el bastón y respirando con dificultad. Luego bajó la cabeza y pasó a toda prisa junto a su nuera hasta entrar en la casa dando un portazo.


No era fácil emborrachar a Lucien. Me miraba desde el otro lado de la mesa y se tomaba la cerveza tan despacio que tuve que fingir que bebía para conseguir que me alcanzara. Éramos los últimos clientes en un bar del centro del pueblo. Los altavoces lanzaban al aire música country. La camarera leía un periódico detrás del mostrador. Moutier un jueves lluvioso de principios de julio estaba tan tranquilo como un cementerio.

Yo llevaba una linterna en el bolso, pero confiaba en que Lucien tuviera herramientas por si las necesitábamos. No se lo había explicado aún; por el momento mi amigo pintor de brocha gorda dibujaba composiciones con los círculos húmedos que dejaban las jarras sobre la mesa, y parecía incómodo. Aún me esperaba un largo camino para conseguir que hiciera lo que yo quería. E iba a tener que recurrir a medidas desesperadas.

Conseguí llamar la atención de la camarera. Cuando se acercó le pedí dos whiskys. Lucien me miró sorprendido, abriendo mucho los ojos color avellana. Me encogí de hombros.

– En Estados Unidos siempre tomamos whisky con la cerveza -mentí con desparpajo.

Lucien asintió con la cabeza, y pensé en Jean-Paul, que nunca hubiera dejado pasar una afirmación tan ridícula. Echaba de menos su tono quisquilloso, sarcástico; era como un cuchillo que cortaba la niebla de la incertidumbre y que decía lo que era necesario decir.

Cuando la camarera nos trajo los dos whiskys, insistí en que Lucien se bebiera el suyo de un trago en lugar de saborearlo. Cuando terminó pedí otros dos. Mi conejillo de Indias tuvo un momento de vacilación, pero después del segundo superó la timidez y empezó a hablarme de la casa que había construido recientemente. Le dejé que se explayara, aunque utilizó muchas palabras técnicas que yo no entendía.

– Está a mitad de camino monte arriba, sobre una pendiente, donde siempre es más difícil construir -explicó-. Y luego hubo problemas con el cemento para l'abri nucléaire. Tuvimos que hacer la mezcla dos veces.

– L'abri nucléaire?-repetí, poco segura del francés.

– Oui -esperó a que lo mirase en el diccionario que llevaba en el bolso.

– ¿Un refugio atómico? ¿Ha construido un refugio atómico en una casa?

– Claro. Es necesario. En Suiza la ley obliga a que todas las casas nuevas tengan su refugio.

Agité la cabeza como para aclarármela. Lucien interpretó mal mi gesto.

– Es verdad lo que le digo, las casas nuevas necesitan un refugio atómico -repitió con más ardor-. Y todos los varones hacen el servicio militar, ¿no lo sabía? Al cumplir dieciocho años pasan diecisiete semanas en el ejército. Y después de eso, tres semanas más todos los años en la sección de reserva.

– Tratándose de un país neutral, ¿para qué necesita tanto espíritu militar Suiza? Acuérdese de la Segunda Guerra Mundial.

Sonrió con gesto grave.

– Para seguir siendo neutrales. Un país no puede ser neutral si no tiene un ejército fuerte.

Yo procedía de un país que, pese a tener un enorme presupuesto militar, no valoraba la neutralidad; me parecía que las dos cosas estaban muy poco relacionadas. Pero no estaba allí para hablar de política; nos apartábamos cada vez más del tema que me interesaba. Tenía que encontrar la manera de abordar la cuestión de las chimeneas.

– ¿Y de qué está hecho ese refugio atómico? -pregunté un poco forzadamente.

– Cemento y plomo. Las paredes tienen un metro de espesor, ¿sabe?

– ¿De verdad?

Lucien empezó a explicarme con todo detalle cómo se construía un refugio atómico. Cerré los ojos. Qué pelma, pensé. ¿Cómo demonios voy a conseguir que me ayude?

No había nadie más a quien recurrir. Jacob estaba demasiado afectado por el aborto de Susanne para volver a la granja; en cuanto a Jan, no cabía esperar que se saltara ninguna regla. Otro pelele, pensé con severidad. ¿Qué les pasa a estos tipos? Una vez más eché de menos a Jean-Paul: discutiría conmigo sobre la utilidad de lo que me proponía hacer, pondría en entredicho mi cordura, pero me apoyaría al convencerse de que para mí tenía importancia. Me pregunté cómo se encontraría. Aquella noche nuestra parecía ya muy distante. Una semana.

Pero Jean-Paul no estaba en Moutier; tenía que depender de las personas disponibles. Abrí los ojos e interrumpí el soliloquio de Lucien.

Écoute, quiero que me ayudes -dije con firmeza, cambiando aposta al tuteo. Hasta entonces había insistido en mantener el usted.

Lucien guardó silencio, sorprendido y desconfiado a la vez.

– ¿Conoces la granja cercana a Grand Val, que tiene una chimenea muy antigua?

Asintió.

– Fuimos ayer a verla. Era la granja de mis antepasados

– ¿De verdad?

– Sí. Hay algo allí que necesito.

– ¿Qué?

– No estoy segura -repliqué, aunque añadí enseguida pero sé donde está

– ¿Cómo puedes saber dónde está si ignoras qué es?

– No soy capaz de explicarlo.

Lucien hizo una pausa, contemplando su vaso vacío.

– ¿Qué quieres que haga? -preguntó después de un momento.

– Acompañarme a la granja, para echar una ojeada. ¿Tienes herramientas?

Asintió.

– En la furgoneta.

– Bien. Quizá las necesitemos -pareció asustarse, de manera que añadí-: No te preocupes, no tenemos que forzar nada; existe una llave que abre la puerta principal. Sólo quiero echar una ojeada. ¿Me vas a ayudar?

– ¿Hablas de ahora? ¿En este momento?

– Sí. No quiero que nadie sepa que voy allí, de manera que tiene que ser de noche.

– ¿Por qué no quieres que lo sepa nadie? Me encogí de hombros.

– No quiero que la gente pregunte. No quiero que hable.

Se produjo un largo silencio. Me preparé para su no.

– De acuerdo.

Cuando sonreí, Lucien me devolvió la sonrisa, vacilante.

– ¿Sabes, Ella? -dijo-. Es la primera vez que sonríes en toda la noche.


Empezaba a llover cuando Isabelle entró en el bosque. Las primeras gotas se filtraban entre las hojas nuevas de las hayas, agitándolas suavemente y llenando el aire de susurros. Un olor como a almizcle se levantó de la espesa capa de hojas muertas y agujas de pino.

Inició la subida por la pendiente de detrás de la casa, repitiendo el nombre de su hija de cuando en cuando, pero deteniéndose con más frecuencia para escuchar los sonidos que la lluvia ocultaba: cuervos que graznaban, el viento en los pinos monte arriba, cascos de caballo en el sendero hacia Moutier. No creía que Marie se alejara mucho: no le gustaba estar sola ni lejos de casa. Pero tampoco nadie la había avergonzado nunca delante de tanta gente.

Tiene que ver con el pelo nuevo, pensó Isabelle, y con el hecho de ser mi hija. Incluso aquí. Pero carezco de magia para protegerte, no cuento con nada que te mantenga a salvo del frío y de la oscuridad.

Siguió subiendo, hasta alcanzar una cresta rocosa a media montaña, y luego torció hacia poniente siguiéndola. Sabía que se dejaba llevar a un sitio muy concreto. Entró en el claro donde Jacob y ella habían cuidado del cabrito todo el verano. No había vuelto desde que Jacob hiciera el trueque del animal por la tela. Incluso ahora quedaban señales de que había estado allí un animal: los restos de un refugio de ramas, un lecho desigual de paja y agujas de pino, excrementos convertidos en bolitas muy duras.

Me creía tan lista con mis secretos, meditó Isabelle, sombría, mirando el lecho del animal. Que nadie lo sabría nunca. Sólo a un invierno de distancia, le pareció que había pasado mucho tiempo.

Después de visitar un lugar secreto supo que tendría que ir al otro. No trató de resistir el impulso, aunque era muy poco probable que Marie estuviera allí. Cuando la cresta descendió hacia la garganta Isabelle se encaminó por las rocas hasta el lugar donde Pascale se había arrodillado y había rezado. Allí no quedaba resto alguno del secreto: la sangre se había incorporado a la tierra hacía ya

– ¿Dónde estás, chérie? -dijo en voz baja.

Cuando salió el lobo de detrás de la roca, Isabelle dio un salto y gritó, pero no echó a correr. Se encontraron frente a frente, los ojos del lobo, semejantes a llamas, despiertos y penetrantes. El animal dio un paso hacia Isabelle y se detuvo. Isabelle retrocedió. Avanzó de nuevo e Isabelle se encontró retrocediendo entre las rocas. Temerosa de caer, se dio la vuelta pero, mientras caminaba, siguió mirando por encima del hombro para asegurarse de que el lobo no se acercaba demasiado. Comprobó que mantenía siempre la misma distancia, caminando más despacio o deteniéndose cuando ella lo hacía, o apresurando el paso si iba más deprisa.

Me está llevando como a una oveja, pensó Isabelle, obligándome a ir a donde quiere. Lo comprobó al intentar desviarse. El lobo saltó hacia allí y corrió vecino a ella hasta que retomó la primera dirección.

Junto al límite de los árboles salieron de las rocas a la senda que llevaba de Moutier a Grand Val, el camino de regreso a la granja. Desde la dirección de Moutier venía al trote, hacia Isabelle, el caballo de la familia, montado por Petit Jean y Gaspard. Era el animal que había oído moverse en el establo y -ahora se daba cuenta- también cuando galopaba poco antes por el camino.

Al volverse Isabelle para mirar al lobo, ya había desaparecido.


Lucien tenía una vieja furgoneta Citroën llena de herramientas: exactamente lo que yo quería. Traqueteó y tosió tanto mientras bajaba por la calle principal que tuve el convencimiento de que todo el pueblo había salido a la ventana para vernos marchar. Así naufragaron mis deseos de discreción.

En aquel momento empezaba a llover, creando una sutil neblina que abrillantaba las calles y que me obligó a ceñirme la chaqueta. Lucien puso en marcha los limpiaparabrisas, que rechinaron contra el cristal, poniéndome los nervios de punta. Condujo con prudencia por el interior del pueblo, aunque no hacía ninguna falta: a las nueve y media no había un alma en la calle. Junto a la estación de ferrocarril, el único lugar con algún signo de vida, tomó la carretera que llevaba a Grand Val.

No hablamos durante el trayecto. Le agradecí que no me acosara a preguntas como habría hecho yo en su caso, dado que carecía de respuestas.

Tomamos una carreterita que pasaba por debajo de la vía del tren y empezamos a ascender una colina. Al llegar a un grupo de casas Lucien torció por un camino de tierra que reconocí por nuestro paseo matutino. Avanzó unos trescientos metros, se detuvo y apagó el motor. Los limpiaparabrisas se detuvieron, gracias a Dios, y la furgoneta tosió varias veces y resolló prolongadamente antes de quedar en total silencio.

– Es ahí -Lucien señaló hacia nuestra izquierda. Al cabo de unos instantes logré distinguir el contorno de la granja a unos cincuenta metros. Sentí un escalofrío; iba a ser duro salir de la furgoneta y caminar hasta la casa.

– Ella, ¿te puedo preguntar algo?

– Sí -repliqué de mala gana. No quería contárselo todo, pero tampoco podía esperar que aceptase ayudarme a ciegas.

Consiguió sorprenderme.

– Estás casada -era más una afirmación que una pregunta, pero se lo confirmé con un movimiento de cabeza-. Fue tu marido el que llamó la otra noche, durante la fondue.

– Sí.

– También yo he estado casado -dijo.

– Vraiment? -mi voz manifestó más sorpresa de lo que yo quería. Fue como cuando me confesó que también él padecía psoriasis: hizo que me sintiera culpable al dar por sentado que no llevaba una vida semejante a la mía, con estrés y relaciones amorosas-. ¿Tienes hijos? -pregunté, tratando de devolverle la vida que había intentado quitarle.

– Una hija. Christine. Vive con su madre en Basilea.

– No muy lejos de aquí.

– No. La veo cada quince días. Y tú, ¿tienes hijos?

– No -los codos y los tobillos empezaron a picarme, la psoriasis reclamando atención.

– Todavía no.

– Eso es, todavía no.

– El día que me enteré de que mi mujer estaba embarazada -dijo Lucien muy despacio- me proponía explicarle que, en mi opinión, debíamos separarnos. Llevábamos dos años casados y yo sabía que las cosas no iban bien. Para mí, por lo menos. Hicimos un alto para contarnos nuestras grandes noticias, para contarnos lo que pensábamos. Empezó ella. Después me fue imposible sincerarme con ella.

– De manera que seguisteis juntos.

– Hasta que Christine cumplió el año, sí. Pero fue lo más parecido a un infierno.

No sé desde cuándo tenía barruntos, pero de pronto me di cuenta de que sentía náuseas, se me había llenado de piedras el estómago. Tragué saliva y respiré hondo.

– Cuando te oí hablar con tu marido me acordé de las conversaciones telefónicas con mi mujer.

– Pero, ¡si apenas le dije nada!

– Era el tono.

– Ah -miré hacia la oscuridad, incómoda-. No estoy segura de que mi marido sea el hombre adecuado para tener hijos con él -expliqué a continuación-. Nunca he estado segura -decirlo en voz alta, y nada menos que a Lucien, me dio la sensación de romper el cristal de una ventana. El sonido mismo de las palabras me impresionó.

– Es mejor saberlo ahora -dijo Lucien-, para que, si puedes evitarlo, no traigas un hijo a un mundo sin amor.

Tragué saliva y asentí. Seguimos oyendo la lluvia y yo me concentré en calmarme el estómago.

– ¿Quieres robar algo de allí? -preguntó Lucien de repente, con un movimiento de cabeza hacia la granja.

Lo estuve pensando.

– No. Sólo quiero encontrar algo. Algo que es mío.

– ¿De qué se trata? ¿Te dejaste algo ayer? ¿Es eso?

– Sí. La historia de mi familia -me enderecé en el asiento-. ¿Todavía estás dispuesto a ayudarme? -le pregunté con tono enérgico.

– Por supuesto. Dije que te ayudaría, de manera que lo voy a hacer -Lucien me miró a los ojos con gesto serio.

No es tan desastroso como creía, pensé.


Parecía que Petit Jean no estaba dispuesto a parar. Isabelle se colocó en medio del sendero, obligándole a detenerse. Luego cogió al caballo por la brida. El animal apretó el hocico contra su hombro y resopló.

Ni Petit Jean ni Gaspard querían mirarla a la cara, aunque el antiguo posadero se quitó el sombrero negro y le hizo una inclinación de cabeza. Petit Jean era todo tensión, ojos al frente, esperando con impaciencia a recuperar la libertad.

– ¿Adónde vais? -preguntó.

– De vuelta a la granja -Petit Jean tragó saliva.

– ¿Por qué? ¿Has encontrado a Marie? ¿Está bien? Su hijo no contestó. Gaspard se aclaró la garganta, vuelto hacia ella sólo el ojo privado de visión.

– Lo siento, Isabelle -murmuró-. Sabes que no intervendría en esto si no fuese por Pascale. Si no hubiera hecho el vestido no tendría que ayudar ahora. Pero… -se encogió de hombros y volvió a encasquetarse el sombrero-. Lo siento.

Petit Jean silbó y tiró con violencia de las riendas. A Isabelle se le escapó la brida.

– ¿Ayudar en qué? -gritó al tiempo que Petit Jean golpeaba al caballo para que partiera al galope-. ¿Ayudar en qué?

Mientras se alejaban, a Gaspard se le cayó el sombrero y fue a parar a un charco. Isabelle los vio desaparecer sendero adelante, luego se inclinó y recogió el sombrero, agitándolo para quitarle el barro y el agua. Y lo mantuvo entre los dedos al tomar también ella el camino hacia su casa.


Llovía aún con más fuerza. Corrimos hasta el devant-huis, y mi linterna iluminó el candado de la puerta. Lucien le dio un ligero tirón.

– Esto se puso aquí para que no entraran les drogués -anunció.

– ¿Hay… drogotas en Moutier?

– Por supuesto. En Suiza hay drogotas por todas partes. No conoces muy bien este país, ¿verdad?

– Y tú que lo digas -murmuré en inglés-. Caramba. Eso es lo que pasa por fiarse de las apariencias.

– ¿Cómo entrasteis ayer?

Jacob sabía dónde está escondida la llave -miré a mi alrededor-. Pero no me fijé. No creo que sea difícil de encontrar, de todos modos.

Usamos la linterna para repasar los sitios más lógicos del devant-huis.

– Quizá se la llevó Jacob sin darse cuenta -sugerí-. Estábamos todos muy afectados. No sería difícil que hubiera pasado una cosa así -me sentía vagamente aliviada al pensar que no iba a tener que seguir adelante con mi plan.

Lucien examinó las ventanitas a ambos lados de la puerta; los cristales rotos se podían empujar fácilmente hacia dentro, pero ni él ni yo cabríamos por el hueco. Las ventanas de la fachada también eran pequeñas y estaban muy altas. Lucien me arrebató la linterna.

– Buscaré una ventana más grande por la parte de atrás -dijo-. ¿Te importa esperar aquí?

Tuve que hacer un esfuerzo para asentir con la cabeza. Lucien salió del devant-huis y desapareció por la esquina de la casa. Me apoyé contra el umbral, rodeándome el pecho con los brazos para reprimir los escalofríos y escuché. Al principio sólo oía la lluvia; al cabo de un rato empezaron a incorporarse otros sonidos -tráfico en la carretera principal debajo de nosotros, el silbido de un tren- y me consoló un poco sentir tan cerca el mundo de todos los días.

Luego oí algo que sonaba como un alarido en el interior de la casa y di un salto. «Es sólo Lucien», me dije, pero salí al patio de todos modos, a pesar de la lluvia. Cuando la luz brilló a través de la ventana junto a la puerta y apareció una cara, ahogué un grito.

Lucien me hizo señas para que me acercase y me pasó la linterna a través del cristal roto.

– Te espero en la ventana de atrás -desapareció antes de que pudiera preguntarle si se encontraba bien.

Di la vuelta a la casa como Lucien había hecho unos minutos antes. No resultaba fácil doblar la esquina: el lateral y la parte de atrás del edificio eran territorio privado, la zona oculta a la inspección pública. Al dar la vuelta a la casa invadía un mundo desconocido.

La parte de atrás estaba embarrada; tuve que caminar con cuidado entre los charcos para encontrar sitios más secos y más firmes. Cuando vi la ventana abierta y la oscura silueta de Lucien en el interior, avancé demasiado deprisa y caí de rodillas.

Lucien se asomó.

– ¿Te ha pasado algo? -preguntó.

Me levanté como pude, la luz de la linterna oscilando desmesuradamente. Las rodillas de los pantalones se me habían empapado, creando dos círculos de barro.

– Nada. Estoy bien -murmuré, agitando las perneras del pantalón para desprender la mayor cantidad de barro posible. Le pasé la linterna, que mantuvo enfocada al alféizar de la ventana mientras yo trepaba como podía.

Dentro hacía frío; más frío, daba la sensación, que fuera. Me aparté el pelo mojado de los ojos y miré alrededor. Estábamos en una habitación diminuta de la parte trasera, dormitorio o almacén, vacía a excepción de un montón de leña y un par de sillas rotas. Olía a moho y a humedad y cuando Lucien dirigió el haz de luz a los rincones del techo vimos jirones de telarañas flotando en la corriente creada por la ventana abierta. Lucien la empujó para cerrarla; el marco emitió un ruido semejante al alarido que había oído pocos minutos antes. Estuve a punto de pedirle que la volviera a abrir, para dejar expedito el camino de huida, pero me contuve. No había nada de lo que huir, me dije con firmeza, mientras el corazón se me salía del pecho.

Lucien fue delante hasta la estancia principal, se detuvo junto al hogar e iluminó la chimenea con la linterna. La miramos durante mucho tiempo en silencio.

– Impresionante, ¿verdad? -dije.

– Sí. He vivido toda mi vida en Moutier y he oído hablar de esta chimenea, pero nunca la había visto.

– A mí, ayer, me sorprendió su fealdad.

– Sí. Como esas ruches que se ven en televisión. En América del Sur.

– ¿Ruches? ¿Qué es una ruche?

– La casa de las abejas. Ya sabes, donde hacen la miel

– Ah, una colmena. Sí, ya sé lo que quieres decir -en algún lugar, probablemente en un ejemplar de National Geographic, había visto las colmenas altas, llenas de bultos, de las que hablaba Lucien, recubiertas de un cemento grisáceo que escondía un habitáculo con protuberancias, como un capullo antes de que salga la mariposa, poco elegante pero funcional. Una imagen de una de las granjas en ruinas de las Cevenas cruzó un instante por mi cabeza: el granito perfectamente colocado, la línea elegante de la chimenea. No; aquello no se parecía nada; lo habían hecho unas personas desesperadas que querían una chimenea como fuera y estaban dispuestas a conformarse con cualquier cosa.

– Es extraño, ¿sabes? -dijo Lucien, contemplando el hogar y la chimenea-. Mira cómo la han situado en relación con el resto del espacio. No es ahí donde se tendría que poner. No distribuye la habitación de la manera lógica. Lo hace todo extraño. Incómodo.

Tenía razón.

– Está demasiado cerca de la puerta -dije.

– Y tanto. Casi te tropiezas con el hogar al entrar. Eso es muy poco práctico; se escapa mucho calor cada vez que alguien abre la puerta. Y la corriente que se crea hace que el fuego arda deprisa y sea difícil de controlar. Peligroso, quizá. Lo lógico sería colocarlo allí, junto a la pared del fondo -señaló el lugar-. Es extraño que la gente haya vivido aquí cientos de años resignándose con esa mala colocación.

Rick, pensé de repente. Rick podría explicarlo. Estamos en su territorio, los espacios interiores.

– ¿Qué quieres hacer ahora? -Lucien parecía desconcertado. Lo que me había parecido sencillo al imaginarlo era infinitamente más absurdo en la realidad, rodeados por la oscuridad y la humedad.

Le pedí la linterna y empecé a examinar la chimenea metódicamente, los cuatro pilares cuadrados en las esquinas del hogar, los cuatro arcos que, entre los pilares, sostenían la chimenea.

Lucien lo intentó de nuevo.

– ¿Qué quieres encontrar?

Me encogí de hombros.

– Algo…, viejo -repliqué, de pie sobre la piedra del hogar y alzando los ojos hacia el agujero que se estrechaba progresivamente. Veía restos de nidos de pájaros sobre repisas formadas por piedras que sobresalían-. Quizá algo… azul.

– ¿Algo azul?

– Sí -me bajé de la piedra-. Vamos a ver, Lucien, tú eres constructor. Si fueses a esconder algo en una chimenea, ¿dónde lo pondrías?

– ¿Una cosa azul?

No respondí; me limité a mirarlo fijamente. Lucien contempló la chimenea.

– Bueno -dijo al cabo de un momento-, la mayor parte de los sitios posibles se calentarían demasiado y las cosas podrían arder. Quizá muy arriba. O… -se arrodilló y colocó la mano sobre la piedra del hogar. La frotó e hizo un gesto de confirmación-. Granito. No sé de dónde lo sacaron; no es de esta zona.

– Granito -repetí-. Como en las Cevenas.

– ¿Dónde?

– Una zona de Francia, en el sur. Pero ¿por qué granito?

– Bueno; es más duro que la caliza. Difunde el calor de manera más uniforme. Pero este bloque es muy grueso, de manera que la parte de abajo no se calentaría tanto. Podrías esconder algo debajo, imagino.

– Sí -asentí, frotándome el chichón de la frente. Parecía razonable-. Levantemos el granito.

– Pesa demasiado. ¡Necesitaríamos cuatro hombres para eso!

– Cuatro hombres -repetí. Rick, Jean-Paul, Jacob y Lucien. Y una mujer. Miré alrededor-. ¿Tienes un, un…, no conozco la palabra francesa, aparejo de poleas?

Parecía completamente perdido. Saqué papel y pluma del bolso y dibujé un esbozo muy rudimentario.

– ¡Ah, un palan! -exclamó-. Sí, tengo uno. Aquí, en la furgoneta. Pero incluso así, necesitaríamos más personas para levantarlo.

Pensé un momento.

– ¿Y la furgoneta? -pregunté-. Podríamos enganchar le palan aquí, luego a la furgoneta y utilizar la fuerza del motor para levantar la piedra.

Me miró sorprendido, como si nunca hubiera considerado que su vehículo pudiera utilizarse para cometidos más nobles que el transporte. Estuvo mucho tiempo callado, viendo la posición de todo, midiendo con los ojos. Yo escuchaba el repiqueteo de la lluvia en el exterior.

– Sí -dijo por fin-. Quizá podamos hacerlo.

– Lo vamos a hacer.


Cuando llegó a la granja, Isabelle intentó, en silencio, abrir la puerta de la casa. Estaba atrancada por dentro. Oía a Etienne y a Gaspard que gruñían y se esforzaban, para luego detenerse y discutir. No los llamó. Fue en cambio al establo, donde Petit Jean estaba almohazando al caballo. Apenas le llegaba a la cruz, pero lo manejaba confiado. Miró a Isabelle y luego siguió con su tarea. Su madre notó que tragaba saliva de nuevo.

Como el hombre de la carretera cuando nos marchábamos de las Cevenas, pensó Isabelle, y recordó al individuo de la nuez abultada, las antorchas, las valientes palabras de Marie.

– Papá nos ha dicho que nos quedemos aquí para no estorbar -anunció Petit Jean.

– ¿Que os quedéis? ¿Está Marie aquí?

Su hijo mayor giró la cabeza hacia un montón de paja en el rincón más oscuro del establo. Isabelle se precipitó hacia allí.

– Marie -dijo en voz baja, arrodillándose delante del montón.

Pero era Jacob, acurrucado sobre la paja. Tenía los ojos muy abiertos, pero no pareció ver a su madre.

– ¡Jacob! ¿Qué sucede? ¿Has encontrado a Marie?

Encima de las rodillas tenía el vestido negro que Marie llevaba sobre el azul. Isabelle se arrastró hasta él y se lo quitó. Estaba empapado.

– ¿Dónde lo has encontrado? -preguntó, examinándolo. Tenía rasgado el cuello. Y los bolsillos llenos de guijarros del Birse.

– ¿Dónde estaba?

Jacob miró las piedras sin cambiar de expresión y no dijo nada. Su madre lo agarró por los hombros y empezó a zarandearlo.

– ¿Dónde lo has encontrado? -gritó-. ¿Dónde?

– Lo ha encontrado aquí -oyó decir a su espalda. Se volvió hacia Petit Jean.

– ¿Aquí? -repitió-. ¿Dónde?

Petit Jean indicó con un gesto lo que los rodeaba.

– En el establo. Debió de quitárselo antes de salir corriendo para ir al bosque. Quería presumir de su vestido nuevo delante del demonio, ¿verdad, Jacob?

El niño se estremeció entre las manos de Isabelle.


Marcha atrás, Lucien acercó lo más posible la furgoneta a la casa. Después de atar la cuerda a un enganche metálico debajo del parachoques trasero, la metió, a través del devant-huis y por la ventanita cercana a la puerta -todos los cristales rotos retirados para que no la cortaran-, en el interior de la casa. Sujetó el aparejo de poleas a una viga estructural que atravesaba la habitación, llevó la cuerda hasta el aparejo y luego la bajó hasta la piedra del hogar, atando el cabo a un extremo de un triángulo de metal. En los otros dos ángulos colocó abrazaderas.

Luego cavamos en torno a una esquina del bloque de granito hasta dejar al descubierto la base. Nos llevó mucho tiempo porque el suelo estaba muy bien apisonado. Lo golpeé con el borde de una pala, deteniéndome de cuando en cuando para limpiarme el sudor de los ojos. Lucien encajó el triángulo de metal en el extremo de la piedra que habíamos dejado al descubierto y fijó las abrazaderas, metiendo los dientes en la tierra por debajo del fondo. Finalmente recorrimos todo el perímetro de la piedra con la pala y una palanca, removiendo el suelo a su alrededor.

Cuando todo estuvo listo discutimos sobre quién se quedaría dentro y mantendría el aparejo de poleas en su sitio y quién se encargaría de la furgoneta.

– Como ves, no está bien instalado -dijo Lucien, mirando con ansiedad a la cuerda-. El ángulo no es bueno. La cuerda rozará con la ventana, allí, y con el arco de la chimenea, allí -dirigió el haz de luz a los puntos de fricción-. Podría deshilacharse y romperse. Y la fuerza no es la misma en las dos abrazaderas porque no hemos podido colgar el aparejo directamente encima de la piedra, sino a un lado, sobre la viga. He intentado compensarlo, pero la tracción sigue siendo diferente y no será difícil que las abrazaderas resbalen. Queda la viga. Puede que no sea lo bastante fuerte para soportar el peso de la piedra. Es mejor que lo controle yo.

– No.

– Ella…

– Me voy a quedar aquí. Vigilaré la cuerda, la abrazadera y le palan.

El tono de mi voz le obligó a retroceder. Fue hasta la ventanita y miró fuera.

– De acuerdo -dijo en voz baja-. Tú te quedas aquí con la linterna. Si la soga comienza a deshilacharse, resbalan las abrazaderas, o descubres cualquier otro motivo para que detenga la furgoneta, dirige la luz al espejo de allí -dirigió la linterna al espejo retrovisor del lado izquierdo de la furgoneta, y el espejo nos devolvió el destello-. Cuando la piedra se haya levantado lo suficiente -continuó-, ilumina también el espejo con la linterna, para que sepa que tengo que pararme.

Asentí y recuperé la linterna, luego le iluminé el camino hasta la ventana de atrás, preparándome para el alarido cuando forzó la ventana de guillotina y la levantó. Me miró antes de desaparecer. Sonreí apenas; no respondió a mi sonrisa. Parecía preocupado.

En tensión por el nerviosismo, me coloqué junto a la ventanita. Con tanta actividad había desaparecido al menos la sensación de mareo, y sentí que me hallaba en el lugar correcto, por absurda que fuese la situación. Me alegraba de estar con Lucien: no lo conocía lo bastante como para tener que darle demasiadas explicaciones, a diferencia de lo que me habría sucedido con Rick o Jean-Paul, y estaba lo bastante interesado por el aspecto mecánico de la tarea como para no hacer demasiadas preguntas sobre el porqué de lo que hacíamos.

Había dejado de llover, pero se seguía oyendo gotear por todas partes. La furgoneta petardeó hasta ponerse en marcha y siguió estremeciéndose mientras Lucien encendía los faros y revolucionaba el motor. Sacó la cabeza por la ventanilla y yo agité la mano. Muy despacio, la furgoneta avanzó, centímetro a centímetro. La cuerda fue moviéndose, se tensó y empezó a vibrar. El aparejo que colgaba de la viga osciló hacia mí. Se oyó un chasquido cuando la viga recibió el empuje de la fuerza desarrollada por la furgoneta; di un salto hacia atrás, aterrada ante la posibilidad de que la casa se derrumbara a mi alrededor.

La viga resistió. Paseé el haz de luz por todo el recorrido de la cuerda, el aparejo, y las abrazaderas en torno a la piedra, de nuevo a lo largo de la cuerda, hasta salir por la ventana y llegar a la furgoneta. Había muchas cosas que vigilar. Me concentré en la tarea, el cuerpo tenso como un muelle.

Llevaba varios segundos enfocando una de las abrazaderas cuando empezó a escurrirse de la piedra. Rápidamente lancé el rayo de la linterna por la ventana hasta el espejo retrovisor. Lucien detuvo la furgoneta en el momento mismo en que la abrazadera se soltaba y el triángulo de metal salía disparado hacia el aparejo, golpeando la chimenea antes de estrellarse contra la viga. Grité y me apreté contra la puerta. El triángulo rebotó sobre el suelo.

Me frotaba la cara cuando Lucien asomó la cabeza por la ventanita.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– Sí. Sólo ha sido una de las abrazaderas que se ha soltado de la piedra. Voy a volver a ponerla.

– ¿Estás segura?

– Por supuesto -repliqué.

Después de respirar hondo me acerqué al triángulo.

– Déjame verlo -pidió Lucien. Se lo llevé para que lo examinara. Afortunadamente el metal estaba intacto. Desde la ventanita contempló cómo volvía a colocarlo en la esquina de la piedra y apretaba las abrazaderas como le había visto hacerlo a él. Cuando hube terminado, iluminé lo que había hecho con la linterna y Lucien asintió.

– Bien. ¿Sabes? Quizá lo consigamos -regresó a la furgoneta y yo me situé junto a la ventana como antes.


Isabelle se agachó sobre la paja y miró fuera a través del devant-huis. Ahora llovía con fuerza y se había oscurecido el cielo. Caería pronto la noche. Contempló a sus hijos. Petit Jean seguía almohazando al caballo y miraba nervioso a su alrededor. Jacob estudiaba las piedras del vestido de Marie. Después de lamerlas, alzó los ojos a su madre.

– Han elegido las piedras más feas -dijo en voz baja-; las grises, sin color. ¿Por qué han hecho eso?

– ¡Cállate, Jacob! -dijo Petit Jean entre dientes.

– ¿Qué queréis decir, vosotros dos? -exclamó Isabelle-. ¿Qué es lo que me estáis ocultando?

– Nada, mamá -replicó Petit Jean-. Marie se ha escapado, ya sabes. Ha vuelto al Tarn para reunirse con el demonio. Eso fue lo que dijo.

– No -Isabelle se puso en pie-. No te creo. ¡Eso no es cierto!


Las abrazaderas se soltaron dos veces mas, pero a la cuarta resistieron. Lucien avanzó con la furgoneta despacio y con un ritmo uniforme; hacía un ruido espantoso pero mantuvo la tracción. Yo iluminaba el aparejo cuando oí el ruido, un sonido de succión, como cuando se saca un pie del barro. Moví la linterna y vi la piedra del hogar separándose a regañadientes de la tierra, alzándose dos centímetros, cinco, ocho, sin detenerse. Seguí mirando, incapaz de moverme. La viga empezó a gemir. Abandoné la ventana, me agaché junto a la piedra e iluminé la grieta. El estruendo era ya terrible y tanto la viga como el aparejo se quejaban, la furgoneta fuera tiraba y el corazón me estallaba en el pecho. Miré el espacio oscuro bajo el hogar.


Oyeron el enorme golpe sordo del granito al caer sobre el suelo y se inmovilizaron. Hasta el caballo se quedó quieto.

Isabelle y Petit Jean se dirigieron hacia la puerta; Jacob se levantó para seguirlos. Cuando intentaban abrirla, descorrieron el cerrojo por dentro y apareció Etienne, el rostro encendido y sudoroso. Sonrió a su mujer.

– Entra, Isabelle.

Le sobresaltó oír su nombre, pero siguió adelante. Hannah estaba de rodillas junto al hogar recién instalado, los ojos cerrados, velas colocadas sobre la piedra. Gaspard se mantenía más atrás, la cabeza inclinada. No levantó la vista para mirar a los recién llegados. He visto a Hannah así en otra ocasión, pensó Isabelle. Rezando ante el hogar.

Vi un destello de azul, un pedacito de azul en la oscuridad de aquel agujero. Luego la piedra se alzó diez centímetros y miré y seguí mirando sin entender, y luego ya eran dos o tres centímetros más y entonces vi los dientes y comprendí. Comprendí y empecé a chillar y al mismo tiempo introduje la mano en la tumba y toqué un hueso diminuto.

– ¡Es el brazo de un niño! -grité-. Es…

Metí más la mano, sujeté el azul entre los dedos y saqué un hilo muy largo que daba vueltas en torno a un cabello. El hilo tenía el color azul de la Virgen y el cabello era rojo como el mío; en aquel momento empecé a llorar.


Isabelle miró fijamente el hogar, colocado de manera tan extraña.

Etienne no podía esperar, pensó. No podía esperar a que vinieran otros a ayudarle y ha dejado caer la piedra como ha podido.

Era un bloque enorme y estaba demasiado cerca de la entrada. Se apretujaban entre el granito y la puerta, Etienne y ella y Petit Jean y Jacob. Se apartó y empezó a caminar alrededor del hogar.

Entonces vio el destello de azul en el suelo. Cayó de rodillas, lo cogió y tiró. Era un trozo de hilo azul y salía de debajo de la piedra. Isabelle tiró y tiró hasta que la hebra se rompió. Lo acercó a una vela para que lo vieran.


Oí el chasquido y un chisporroteo de la cuerda en el aire. Luego, con un enorme golpe sordo, la piedra volvió a ocupar su sitio y las abrazaderas se estrellaron contra la viga. Y supe que había oído antes aquel golpe sordo.


– ¡No! -gritó Isabelle arrojándose sobre el hogar, sollozando y golpeándose la cabeza contra la piedra. Apretó la frente hasta sentir la frialdad del granito. Con el hilo pegado a la mejilla, empezó a recitar-: J'ai mis en toi mon espérance: Garde-moi donc, Seigneur, D’eternel déshonneur. Octroye-moi ma délivrance, Par ta grande bonté haute, Qui jamais ne fit faute.

Luego ya no hubo más azul; todo fue rojo y negro.


– ¡No! -grité arrojándome sobre el hogar, sollozando y golpeándome la cabeza contra la piedra. Apreté la frente hasta sentir la frialdad del granito. Con el hilo pegado a la mejilla, empecé a recitar-: J’ai mis en toi mon espérance: Garde-moi donc, Seigneur, D’eternel déshonneur. Octroye-moi ma délivrance, Par ta grande bonté haute, Qui jamais ne fit faute.

Luego ya no hubo más azul; todo fue rojo y negro.

Загрузка...