8. La granja

Fui en avión de Toulouse a Ginebra y luego tomé el tren a Moutier. Todo sucedió deprisa y sin problemas: había un vuelo, un tren, y en la voz de Jacob capté más alegría que sorpresa al avisarle con tan poco tiempo de que quería visitarle. Poquísimo tiempo: le llamé por teléfono a las doce del mediodía y a las seis el tren se detenía en Moutier.

En el trayecto desde Ginebra la cabeza empezó a funcionarme de nuevo. Estuve completamente aturdida durante el vuelo, pero después el ritmo del tren, más natural que el del avión, consiguió despertarme. Empecé a mirar alrededor.

Enfrente tenía a una robusta pareja de mediana edad; él, con chaqueta cruzada de color chocolate y corbata a rayas, leía un periódico cuidadosamente doblado; ella, con vestido gris de lana, chaqueta de un gris más oscuro, pendientes de clip que eran lazos de oro y zapatos italianos, acababa de salir de la peluquería y llevaba el pelo muy ahuecado y recién teñido de un castaño rojizo no muy diferente del mío si se exceptúa que parecía sintético. En su regazo descansaba un elegante bolso de piel y estaba escribiendo algo que parecía ser una lista en una agenda diminuta.

Probablemente hace ya la lista de felicitaciones de Navidad, pensé, avergonzada de mi ropa mustia y arrugada. No se dirigieron la palabra durante la hora que permanecí sentada frente a ellos. Cuando me levanté para cambiar de tren en Neuchâtel, el caballero alzó los ojos brevemente y me hizo una inclinación de cabeza. «Bonne journée, madame», dijo con una cortesía que sólo las personas de más de cincuenta años manejan con soltura. Sonreí y les hice una inclinación de cabeza a él y a su compañera. Era así como se funcionaba en Suiza.

Trenes silenciosos, limpios y puntuales. Pasajeros igualmente silenciosos y limpios, vestidos con sobriedad, que escogían sus lecturas y se movían pausadamente. No había parejas dándose el lote, ni varones que mirasen con descaro, ni faldas demasiado breves, ni pechos apenas cubiertos, ni borrachos tumbados en dos asientos; todo ello espectáculo habitual en el tren de Lisle a Toulouse. No era un país de gente tumbada; los suizos no ocupan dos asientos si sólo han pagado uno.

Tal vez necesitaba un orden así después del caos que había dejado atrás. Era típico en mi caso establecer con exactitud los rasgos de una personalidad nacional después de pasar sólo una hora en un país, alcanzar una opinión que podía modificar sobre la marcha para incluir a la gente que iba conociendo. Si realmente me lo hubiera propuesto, quizás habría encontrado sordidez en algún lugar de aquellos trenes, ropas desgarradas y voces destempladas, novelas románticas, alguien inyectándose en el lavabo, un poco de pasión, algo de miedo. Pero contemplé lo que me rodeaba y me agarré a la normalidad que vi.

El nuevo paisaje me fascinó: las sólidas montañas del Jura alzándose, vertiginosas, desde las vías del tren, las hileras de abetos de color verde oscuro, las marcadas líneas de las casas, el orden nítido de los campos y las granjas. Me sorprendía que fuese tan diferente de Francia, aunque lógicamente no había motivo. Era un país distinto, después de todo, como yo misma se lo había señalado a mi padre. La verdadera sorpresa fue darme cuenta de que el paisaje francés que había dejado atrás -las suaves colinas, los viñedos de un verde brillante, el color ladrillo de la' tierra, la luz plateada- ya no me resultaba extraño.

Jacob había dicho por teléfono que me esperaría en la estación. No sabía nada de él, ni siquiera su edad, aunque sospechaba que estaba más cerca de la de mi padre que de la mía. Cuando pisé el andén de Moutier lo localicé al instante: me recordó a mi padre, aunque su pelo no era gris sino castaño, el mismo color del mío antes del cambio. Era muy alto y llevaba un jersey de color crema, estirado, hasta perder la forma, sobre unos hombros que descendían como los brazos de un arco. Cara larga y delgada, casi demacrada, barbilla delicada y brillantes ojos marrones, así como el aire enérgico de un hombre cercano a los sesenta, todavía impulsado por el trabajo, que no se ha incorporado aún al grupo de los que aceptan el descanso de la jubilación, pero consciente de que pronto se incorporará, sin saber aún cómo administrará tanta libertad.

Vino hacia mí dando poderosas zancadas, me sujetó la cabeza con unas manos muy grandes y me besó tres veces en las mejillas.

– Ella, eres igual que tu padre -dijo en un francés muy nítido.

Le sonreí.

– En ese caso debo de parecerme mucho a ti, ¡porque eres igual que mi padre!

Recogió mi maleta, me rodeó con el brazo, y me hizo bajar un tramo de escaleras para llegar a la calle. Luego describió un amplio semicírculo mientras hacía un gesto con todo el brazo.

– Bienvenue á Moutier! -exclamó.

Di un paso al frente y sólo llegué a decir «Cést trés…» antes de caer al suelo.

Me desperté en una habitación blanca, pequeña, rectangular y muy sencilla, como la celda de un monje, con cama, mesa, silla y buró. Detrás de mí había una ventana; al alzar los ojos para mirar fuera, vi, cabeza abajo, la torre blanca de una iglesia, con la esfera negra de un reloj parcialmente oscurecida por un árbol.

Jacob estaba sentado en la silla vecina a la cama; un desconocido de rostro redondo observaba desde el umbral. Yo los miraba, tumbada, incapaz de hablar.

Ella, tu t 'es évanouie -dijo Jacob amablemente. No había oído nunca la palabra que utilizaba, pero entendí inmediatamente lo que quería decir-. Lucien… -hizo un gesto hacia la persona en el umbral- pasaba con su furgoneta en ese momento y te ha traído hasta aquí. Estábamos intranquilos porque llevas mucho tiempo inconsciente.

– ¿Cuánto? -hice esfuerzos por incorporarme y Jacob me sujetó por los hombros para ayudarme. -Diez minutos. Todo el camino en la furgoneta y luego hasta aquí.

Moví despacio la cabeza.

– No recuerdo nada.

Lucien avanzó con un vaso de agua y me lo entregó.

– Merci -murmuré. Sonrió a modo de respuesta, sin mover apenas los labios. Bebí unos sorbos y luego me toqué la cara; estaba húmeda y pegajosa-. ¿Por qué tengo la cara mojada?

Jacob y Lucien se miraron.

– Has llorado -replicó Jacob.

– ¿Mientras estaba inconsciente?

Mi primo asintió con un movimiento de cabeza y entonces noté que moqueaba, que tenía irritada la nariz y tomada la voz, y que estaba agotada.

– ¿He hablado?

– Recitabas algo.

J’ai mis en toi mon esperance. Garde-moi, donc, Seigneur. ¿No es eso?

– Sí -replicó Lucien-. Era…

– Te hace falta dormir -interrumpió Jacob-, un poco de descanso. Hablaremos después -me cubrió n una manta delgada. Lucien alzó la mano en un gesto inmóvil de despedida. Correspondí con un movimiento de cabeza y desapareció.

Cerré los ojos y luego los volví a abrir justo en el momento en que Jacob cerraba la puerta.

– Jacob, ¿tiene postigos esta casa?

Hizo una pausa y asomó la cabeza.

– Sí, pero no los uso nunca. No me gustan -sonrió cerró definitivamente la tuerta.


Estaba oscuro cuando, sudorosa y desorientada, me desperté. En la calle había ventanas iluminadas por todas partes; al parecer, nadie utilizaba los postigos. La torre de la iglesia estaba iluminada por un foco. En aquel momento empezaron a repicar las campanas de la torre y las seguí maquinalmente, contando hasta diez: había dormido cuatro horas. Me parecieron días.

Encendí la lámpara de la mesilla de noche. La pantalla era amarilla y arrojaba una suave luz dorada por la habitación. Nunca había estado en un dormitorio tan desprovisto de decoración; tanta sobriedad resultaba extrañamente consoladora. Seguí tumbada un rato, estudiando el efecto de la luz eléctrica, nada convencida de que quisiera levantarme. Pero lo hice al fin; salí de la habitación y bajé a tientas las escaleras a oscuras. Al llegar al piso inferior me encontré en un vestíbulo cuadrado con tres puertas cerradas. Elegí una que dejaba escapar algo de luz por debajo y, al abrirla, me encontré en una cocina muy bien iluminada y pintada de amarillo, con suelo encerado de madera y una hilera de ventanas a lo largo de una de las paredes. Jacob, sentado en una mesa redonda de madera, leía el periódico apoyado en un frutero cargado de melocotones. Una joven de cabellos oscuros y ensortijados, inclinada sobre el fregadero, frotaba una olla. Cuando se volvió al entrar yo, supe de inmediato que era familia de Jacob: tenía el mismo rostro demacrado y la misma barbilla puntiaguda, todo ello suavizado por los mechones de pelo sobre la frente y las tupidas pestañas en torno a unos ojos igualmente marrones. Era más alta que yo y muy esbelta, con largas manos delgadas y muñecas delicadas.

– Ah, Ella, ya te has despertado -dijo Jacob, mientras la joven me besaba tres veces-. Mi hija, Susanne.

Le sonreí.

– Lo siento -les dije a los dos-. No me daba cuenta de que fuera tan tarde. No sé qué es lo que me ha pasado.

– Nada especial. Necesitabas dormir. ¿Comerás algo? -Jacob apartó una silla de la mesa para que me sentara. Luego Susanne y él sacaron queso y salami, pan, aceitunas y ensalada. Era exactamente lo que quería, algo sencillo. No me apetecía que me mimaran demasiado.

Hablamos poco mientras comíamos. Susanne me preguntó en un francés tan nítido como el de su padre si bebería un poco de vino, y Jacob hizo alguna observación sobre el queso, pero, por lo demás, guardamos silencio.

Cuando apartamos los platos y Jacob volvió a llenarme el vaso, Susanne salió de la habitación.

– ¿Te sientes mejor? -me preguntó mi primo.

Desde otra habitación nos llegaron acordes de una música delicada, como de piano pero más metálica. Jacob escuchó durante un momento.

– Scarlatti -dijo complacido-. Susanne estudia clavicémbalo en el Concertgebouw de Amsterdam, ¿sabes?

– ¿Tú también eres músico?

Asintió.

– Enseño en el conservatorio de aquí, justo en lo alto de la colina -hizo un gesto hacia detrás.

– ¿Qué tocas?

– Muchas cosas, pero aquí enseño sobre todo piano y flauta. Todos los muchachos quieren tocar la guitarra, las chicas la flauta y todos el violín o la flauta dulce. Unos cuantos, el piano.

– ¿Hay buenos estudiantes?

Se encogió de hombros.

– La mayoría van a clase porque sus padres quieren que vayan. Hay otras cosas que les interesan, como los caballos, el fútbol o el esquí. Todos los inviernos cuatro o cinco se rompen un brazo esquiando y no pueden tocar. Hay un muchacho, un pianista, que toca muy bien a Bach. Quizá vaya a estudiar a algún otro sitio.

– ¿Susanne estudió contigo?

Negó con la cabeza.

– Con mi mujer.

Mi padre me había contado que Jacob era viudo, pero no recordaba cuánto tiempo hacía de la muerte de su esposa ni las circunstancias.

– Cáncer -dijo, como si se lo hubiera preguntado en voz alta-. Murió hace cinco años.

– Lo siento -dije. Dándome cuenta de la insuficiencia de aquellas palabras, añadí-: Todavía la echas de menos, ¿verdad?

Sonrió con tristeza.

– Por supuesto. ¿Estás casada?

– Sí -respondí, incómoda; luego cambié de tema-: ¿Querrías ver ahora la Biblia?

– Vamos a esperar a que sea de día y tengamos mejor luz. Parece que ya te sientes mejor, pero todavía te encuentro pálida. ¿Estás embarazada, quizá?

Me estremecí, asombrada de que me lo preguntase con tanta tranquilidad.

– No, no; no lo estoy. No… no sé por qué me he desmayado, pero no es por eso. No he dormido bien durante los últimos meses. Y ayer por la noche prácticamente nada -me detuve, recordando la cama de Jean-Paul, y moví la cabeza despacio. Era imposible describirle mi situación.

Entrábamos, a todas luces, en territorio poco seguro, y Jacob salvó la situación cambiando de tema a propósito.

– ¿En qué trabajas?

– Soy, bueno, era comadrona en Estados Unidos.

– ¿De verdad? -se le iluminó la cara-. ¡Qué profesión tan maravillosa!

Miré el frutero con melocotones y sonreí. Su reacción había sido similar a la de madame Sentier.

– Sí -dije-. Es un trabajo que me gusta.

– De manera que, por supuesto, si estuvieras embarazada lo sabrías.

Reí sin ganas.

– Sí, supongo que sí -de ordinario sabía si una mujer estaba embarazada, incluso muy al principio. Se notaba en la manera pausada de caminar, el cuerpo convertido en plástico de burbujas alrededor de algo que ni siquiera sabían que llevaban. Lo había visto poco antes en Susanne, por ejemplo: cierta manera enajenada de mirar, como si estuviera escuchando una conversación muy en el interior de su cuerpo, en un idioma extranjero, sin estar necesariamente satisfecha con lo que oía, incluso aun sin entenderlo.

Contemplé la expresión confiada de Jacob. No lo sabe todavía, pensé. Qué curioso: yo era lo bastante pariente suya como para hacerme una pregunta tan personal, pero no tan cercana como para que le asustara la respuesta. Nunca le haría una pregunta tan directa a su hija. Dormí mal aquella noche, pensando sin cesar en Rick y en Jean-Paul, y haciendo juicios muy duros sobre mí. No llegué a ninguna conclusión, tan sólo conseguí ponerme muy nerviosa. Aunque era muy tarde cuando concilié el sueño, no por eso dejé de despertarme pronto.


Bajé la Biblia conmigo. Jacob y Susanne ya estaban en la mesa de la cocina leyendo el periódico, junto a un individuo pálido con pelo de color rojo anaranjado, más parecido a una zanahoria que al rojo de las castañas, como en mi caso. También tenía rojas las pestañas y las cejas, lo que daba a su cara un aspecto borroso, poco definido. Se puso en pie al entrar yo y me tendió la mano.

– Ella, te presento a Jan, mi novio -dijo Susanne. Parecía cansada; no había tocado la taza de café y en su superficie empezaba a formarse una película llena de arrugas.

– Ah, el futuro padre, pensé. Me apretó la mano sin fuerza.

– Siento no haber estado aquí anoche para recibirte -dijo en perfecto inglés-. Tenía que tocar en Lausana y regresé muy tarde por la noche.

– ¿Qué instrumento tocas?

– La flauta.

Sonreí, en parte por su inglés ceremonioso y en parte porque su cuerpo era un poquito como una flauta: delgado, extremidades redondeadas y cierta rigidez en las piernas y el pecho, como el hombre de hojalata de El mago de Oz.

– No eres suizo, ¿verdad?

– No, soy holandés.

– Ah -no se me ocurrió nada más que decir; lo ceremonioso de su actitud me paralizaba. Jan siguió de pie. Me volví, incómoda, hacia Jacob-. Voy a dejar la Biblia en otra habitación para que la veas después del desayuno. ¿Te parece bien? -pregunté.

Jacob asintió con la cabeza. Volví al vestíbulo y probé con otra puerta. Me encontré en una habitación larga y soleada, pintada de color crema, con molduras de madera inacabadas y resplandecientes baldosines negros. Estaba escasamente amueblada con un sofá y dos sillones bastante estropeados; al igual que en mi dormitorio, no había ningún adorno en las paredes. El otro extremo del cuarto lo ocupaban un piano de cola negro, cerrado, y, frente a él, un delicado clavicémbalo de palisandro. Dejé la Biblia sobre el piano de cola y me acerqué a la ventana para ver Moutier, de verdad, por primera vez.

Las casas estaban distribuidas al azar a nuestro alrededor y también colina arriba por detrás de la casa. Todos los edificios eran de color gris o crema, con tejados de pizarra muy pronunciados, terminados en un borde que sobresalía como una falda acampanada. Las casas eran más altas y más nuevas que las de Lisle, con postigos recién pintados en rojos, verdes y marrones muy sobrios, aunque justo delante de la casa de Jacob había un sorprendente par de azules eléctricos. Abrí la ventana y me asomé para ver los postigos de Jacob: no estaban pintados en absoluto, y conservaban el color caramelo de la madera.

Oí pasos detrás de mí y me aparté de la ventana. Con una taza de café en cada mano, Jacob se reía de mí.

– ¡Ah, ya estás espiando a nuestros vecinos! -exclamó, pasándome una de las tazas.

Sonreí.

– De hecho estaba mirando vuestros postigos. Quería ver de qué color eran.

– ¿Te gustan?

Asentí.

– Veamos, ¿dónde está esa Biblia? Ah, ahí. Bien, ahora ya puedes volver a tu casa -dijo, bromeando.

Me senté junto a él en el sofá mientras abría el libro por la primera página. Contempló los nombres durante mucho tiempo, con una expresión satisfecha en el rostro. Luego, de una estantería que tenía detrás, sacó un montón de papeles pegados con celo. Empezó a desdoblarlos y a extenderlos por el suelo. Los papeles estaban amarillentos, y el celo, quebradizo.

– Aquí tienes el árbol genealógico que hizo mi abuelo -explicó.

La letra era clara, y el árbol estaba cuidadosamente trazado, pero aun así era un asunto enrevesado: había tangentes, ramas que se disparaban, vacíos donde las líneas se agotaban. Cuando Jacob terminó de colocar las hojas, no formaban un rectángulo ni una pirámide bien definidos, sino un mosaico irregular, con hojas añadidas aquí y allá para completar la información.

Nos acuclillamos al lado. Por todas partes vi los nombres de Susanne, Etienne, Hannah, Jacob, Jean. En lo más alto del árbol todo era menos completo, pero empezaba con Etienne y Jean Tournier.

– ¿Dónde encontró tu abuelo todo esto?

– Distintos sitios. Algunos datos en la bourgeoisie del hôtel de ville aquí: hay registros que se remontan al siglo XVIII, me parece. Antes, no sé. Pasó años estudiando registros. Y ahora tú has contribuido a su trabajo, ¡has dado el gran salto a Francia! Cuéntame cómo encontraste esta Biblia de los Tournier.

Le presenté una versión abreviada de mis investigaciones en la que intervenían Mathilde y monsieur Jourdain, sin mencionar a Jean-Paul.

– ¡Menuda coincidencia! Has tenido mucha suerte, Ella. Y has venido hasta aquí para enseñármelo Jacob pasó la mano por la cubierta de cuero. Detrás de sus palabras se escondía una pregunta, pero no la contesté. Sin duda le había parecido desproporcionado que me presentara en Moutier de repente para enseñarle la Biblia, pero no me parecía que pudiera hacerle confidencias: se parecía demasiado a mi padre. Ni por ensoñación se me ocurriría contarles a mis padres lo que acababa de hacer, la situación que había dejado a mi espalda.


Más tarde Jacob y yo salimos a dar un paseo por Moutier. El hôtel de ville, un edificio cuidadosamente pensado, con postigos grises y torre del reloj, se alzaba en el centro. Las tiendas se agrupaban a su alrededor, formando lo que recibía el nombre de ciudad vieja, aunque parecía muy nueva comparada con Lisle: muchos de los edificios eran modernos, y todos habían sido renovados, con estuco y pintura nuevos, así como con nuevas tejas cuadradas para los tejados. Me fijé en un edificio peculiar, de cúpula con forma de cebolla a un lado, y debajo, en un nicho, un monje de piedra que sostenía un farol sobre la esquina de la calle, pero, por lo demás, los edificios eran uniformes y carecían de adornos.

En el último siglo Moutier había alcanzado una población de ocho mil almas, y las casas se habían extendido por las laderas de las colinas en torno a la ciudad vieja para albergar a la población. Nada parecía haber sido planeado, lo que resultaba extraño después de haber vivido en Lisle, con su cuadrícula de calles y la sensación de que se trataba de un todo orgánico. Con pocas excepciones, los edificios eran funcionales más que estéticamente satisfactorios, construidos para una determinada finalidad, sin trabajo decorativo en ladrillo, ni vigas transversales ni alicatados como en Lisle.

Alejándonos un poco del centro paseamos por un sendero próximo al Birse. Era un río pequeño, más parecido a un riachuelo que a un verdadero río, con abedules plateados en las orillas. Había algo jubiloso en el hecho de que el agua corriera a través de una ciudad, uniéndola con el resto del mundo, un recordatorio de que aquel lugar no era tan estático ni estaba tan aislado.

Por donde quiera que íbamos Jacob me presentaba como una Tournier de los Estados Unidos. Se me recibía con una mirada de reconocimiento y aceptación que no había esperado. Era desde luego diferente de la recepción que había tenido en Lisle. Se lo comenté a Jacob, que sonrió.

– Quizá seas tú la que ha cambiado -dijo.

– Quizá -no añadí que, si bien la actitud de la gente hacia mí en Moutier era muy agradable, también desconfiaba un poco de la aceptación tan sin restricciones de un apellido. Si supieran lo terriblemente que me había comportado, pensaba con tristeza, no creerían que los Tournier fuesen tan maravillosos.

Jacob tenía que dar algunas clases De camino al conservatorio me llevó a una capilla dentro del cementerio, situado en el límite del núcleo urbano, y me dejó allí para que inspeccionara el interior. Me contó que había habido monasterios en Moutier desde el siglo VII la actual capilla de Chaliéres databa del X. El interior era reducido y sencillo, con desvaídos frescos de estilo bizantino en marrón rojizo y crema en las paredes del coro y lechada en el resto. Estudié las figuras obedientemente -Cristo con los brazos extendidos, una fila de apóstoles debajo, con halos que enmarcaban sus cabezas, algunos de los rostros deteriorados hasta perder por completo toda expresión- pero, con la excepción del débil rastro de una mujer de aspecto triste a un lado, los frescos no me interesaron en absoluto.

Cuando salí de la ermita vi a Jacob a media ladera, delante de una lápida, la cabeza inclinada, los ojos cerrados. Lo contemplé durante un momento, avergonzada de mis preocupaciones cuando allí existía una tragedia real, un hombre que sufría ante la tumba de su esposa. Para respetar su intimidad, entré otra vez en la capilla. Una nube había tapado el sol, el interior estaba más oscuro, y las figuras de los frescos parecían suspendidas sobre mí como fantasmas. Me coloqué delante de las líneas apenas visibles de la mujer y la estudié con más detalle. Era muy poco lo que quedaba de ella: ojos de pesados párpados, nariz grande, labios fruncidos, encuadrados por una túnica y un halo. Y, sin embargo, aquellos elementos rudimentarios captaban su dolor con precisión.

– La Virgen, por supuesto -dije en voz baja.

Había algo en su expresión que la diferenciaba de la de Nicolas Tournier. Cerré los ojos y traté de recordarlo: el dolor, la resignación, la extraña paz del rostro. Volví a abrirlos y miré de nuevo a la figura que tenía delante. Entonces lo vi: era la boca, las tensas curvas en las comisuras. Aquella Virgen estaba enfadada.


Cuando salí de la ermita por segunda vez el sol había vuelto a aparecer y Jacob se había marchado. Caminé en dirección al centro por entre las casas más nuevas, y terminé en la iglesia protestante, la que había visto cuando me desperté la primera vez en casa de Jacob. Era un edificio de grandes proporciones, hecho de piedra caliza y rodeado de árboles añosos. De algún modo me recordaba a la iglesia de Le Pont de Montvert: las dos estaban situadas en el mismo lugar en relación con el pueblo; no en el centro, pero sí en una posición dominante, a mitad de la ladera norte de una colina, con un pórtico donde crecía la hierba y un muro donde era posible sentarse y ver la población desde arriba. Di la vuelta a toda la iglesia y descubrí que la puerta principal estaba abierta. En el interior encontré más decoración que en la iglesia de Le Pont de Montvert, dado que contaba con suelos de mármol y algunas vidrieras de colores en el coro. De todos modos resultaba fría, austera y, después de la capilla de Chaliéres, demasiado grande e impersonal. No me quedé mucho tiempo.

Me senté en el muro donde daba el sol, como ya había hecho en otra ocasión en Le Pont de Montvert. Empezaba a hacer calor y me quité la chaqueta. Descubrí que me habían aparecido nuevos brotes de psoriasis en los brazos. «Maldita sea», murmuré. Los doblé sobre el pecho, luego los extendí y los alcé para que les diera el sol. El movimiento de extensión hizo que una mancha del brazo se llenara de sangre.

En aquel momento un labrador negro saltó hacia mí, se subió a medias en el muro y me empujó el costado con la cabeza. Me eché a reír y lo acaricié.

– Llegas muy a tiempo, perro -dije-. No permitas que sienta pena de mí misma.

Lucien apareció cruzando el verde. Al acercarse lo pude ver mejor que la noche anterior, el rostro de niño, el pelo oscuro e hirsuto, los ojos grandes de color avellana. Debía de tener unos treinta años, pero parecía que ni las preocupaciones ni la tragedia lo habían tocado nunca. Un inocente suizo. Miré hacia abajo, exponiendo a sabiendas mi psoriasis. Advertí otra mancha en el tobillo y me maldije por haber olvidado en Francia la pomada de cortisona.

Salut, Ella -dijo, y siguió de pie, sin saber muy bien qué hacer, hasta que lo invité a sentarse. Llevaba unos viejos pantalones cortos y una camiseta, las dos prendas cubiertas de manchas de pintura. El labrador nos miró, jadeante, moviendo el rabo; cuando se convenció de que no íbamos a ningún sitio, empezó a olfatear los árboles de los alrededores.

– ¿Es usted pintor? -dije para romper el silencio, al tiempo que me preguntaba si habría oído hablar de Nicolas Tournier.

– Sí -contestó-. Trabajo allí en lo alto -señaló un lugar colina arriba, detrás de nosotros-. ¿Ve la escalera?

– Ah, sí -pintor de brocha gorda. Aquello no debería ser un impedimento. Pero me quedé sin preguntas; no supe qué decir.

– También construyo casas. Arreglo cosas -Lucien miraba hacia el pueblo, pero me daba cuenta de que, subrepticiamente, me examinaba los brazos.

– ¿Dónde vive? -pregunté.

Señaló otra casa, colina arriba y volvió a mirarme los brazos.

– Es psoriasis -dije con brusquedad.

Movió una vez la cabeza; no era una persona habladora. Me fijé en que su pelo tenía manchas de pintura blanca y que sus antebrazos estaban cubiertos con una profusión de motitas del mismo color, consecuencia de utilizar un rodillo. Me acordé de las mudanzas con Rick: lo primero que hacíamos cuando estrenábamos un sitio era pintar de blanco todas las habitaciones. Rick decía que así veía mejor sus dimensiones; para mí era como limpiarlas de fantasmas. Sólo después de que hubiéramos vivido el, un sitio una temporada, cuando la personalidad del lugar se hacía evidente y nos sentíamos cómodos viviendo allí, empezábamos a pintar las habitaciones de distintos colores. Nuestra casa de Lisle todavía era blanca.

La llamada telefónica llegó un día después. No sé por qué me pilló desprevenida: sabía que mi otra vida se inmiscuiría a la larga, pero no había hecho nada para prepararme.

Estábamos comiendo fondue. A Susanne le había divertido saber que, después de las navajas multiuso del ejército, los relojes de cuco y el chocolate, la fondue era la cuarta cosa que los americanos asocian con Suiza, e insistió en prepararla para mí. «Con una antigua receta familiar, bien sûr» bromeó. Jacob y ella habían invitado a otras personas: estaba Jan, por supuesto, así como un matrimonio de suizos alemanes que resultaron ser los vecinos con los postigos de color azul eléctrico, y Lucien, que se sentó a mi lado y examinaba mi perfil de cuando en cuando mientras comíamos. Al menos me había cubierto los brazos para que no pudiera mirarme la psoriasis.

Sólo había probado una vez la fondue, cuando era joven y la hacía mi abuela. No me acordaba apenas de cómo era. La de Susanne resultó maravillosa y extraordinariamente alcohólica. Además, habíamos estado bebiendo vino sin parar y cada vez hablábamos más alto y decíamos más tonterías. Hubo un momento en el que al meter un trozo de pan en el queso, mi tenedor salió vacío. Todo el mundo se echó a reír y aplaudió.

– Un momento, ¿qué está pasando aquí? -luego recordé la tradición que mi abuela me había enseñado quienquiera que pierde el pan en la fondue nunca se casa-. ¡Oh, no, ahora no me casaré nunca! Pero, esperad, ¡ya estoy casada!

Mas risas.

– No, no, Ella -exclamó Susanne-. Si eres la primera que pierde el pan, eso significa que te casarás, ¡y pronto!

– No, en nuestra familia significa que no te casas.

– Pero ésta es tu familia -dijo Jacob- y la tradición es que te casarás.

– Entonces en algún momento debemos de habernos equivocado. Estoy segura de que mi abuela dijo…

– Sí, os equivocasteis como lo hicisteis también con el apellido -afirmó Jacob-. «Tuur-neer» -pronunció de forma plañidera, arrastrando las dos sílabas-¿Dónde están las vocales para levantarlo y hacer que suene maravillosamente, como Tour-ni-er? Pero no importa, ma cousine, sabes perfectamente cuál es tu verdadero apellido. ¿Os he dicho -continuó, volviéndose hacia el matrimonio amigo- que mi prima es comadrona?

– Ah, una buena profesión -replicó el marido maquinalmente. Sentí los ojos de Susanne fijos en mí; al mirarla yo, bajó la vista. Su copa de vino aún estaba llena y no había comido mucho.

Cuando sonó el teléfono, Jan se levantó para responder; luego miró por toda la mesa y sus ojos acabaron posándose en mí. Acto seguido me tendió el teléfono.

– Es para ti, Ella -dijo.

– ¿Para mí? Pero… -no le había dado el número a nadie. Me levanté y cogí el teléfono, los ojos de todos fijos en mí.

– ¿Sí? -dije, insegura.

– ¿Ella? ¿Qué demonios estás haciendo ahí?

– Rick -me volví de espaldas a la mesa, tratando de crear cierto grado de intimidad.

– Pareces sorprendida de que te llame -nunca había notado tanta amargura en su voz.

– No, es sólo que… No dejé el número de teléfono.

– No, no lo hiciste. Pero no es muy difícil conseguir el teléfono de Jacob Tournier de Moutier. Sólo hay dos en la guía; cuando llamé al otro me dijo que estabas ahí.

– ¿Sabía que estaba aquí? ¿Otro Jacob Tournier? -repetí tontamente, sorprendida de que Rick se acordara de verdad del nombre de mi primo.

– Eso es.

– Bueno, es una ciudad pequeña -miré a mi alrededor. Todos comían y procuraban dar la sensación de que no me escuchaban, pero no era verdad, a excepción de Susanne, que se levantó bruscamente y fue hasta el fregadero, donde respiró hondo junto a la ventana abierta. Todos están al tanto de mis problemas, pensé. Hasta un Tournier que vive en el otro extremo del pueblo.

– Ella, ¿por qué te has ido? ¿Qué es lo que pasa?

– Rick, no… Escucha, ¿podemos hablar más tarde? Ahora no es el mejor momento.

– Supongo que dejaste tu alianza en el suelo del dormitorio como una especie de declaración.

Extendí la mano izquierda y me quedé mirándola, horrorizada por no haberme dado ni siquiera cuenta de que había desaparecido. Debía de habérseme caído del vestido amarillo cuando me cambié de ropa.

– ¿Estás enfadada conmigo? ¿He hecho algo?

– Nada, sólo que… Escucha, Rick…, no has hecho nada, sólo quería conocer a mi familia de aquí, eso es todo.

– Entonces, ¿por qué irte corriendo de esa manera? Ni siquiera me dejaste una nota. Siempre me dejas una nota. ¿Te das cuenta de lo preocupado que estaba? ¿Y de lo humillante que ha sido enterarme por mi secretaria?

No dije nada.

– ¿Quién ha contestado al teléfono ahora mismo?

– ¿Cómo? Ah, el novio de mi prima. Es holandés -añadí como si le diera una información muy útil.

– ¿Está contigo…, ese individuo?

– ¿Quién?

– Jean-Pierre.

– No, no está aquí. ¿Qué te ha hecho pensar eso?

– Te has acostado con él, ¿no es cierto? Lo noto en tu voz.

No esperaba aquello de él. Respiré hondo.

– Mira, es cierto que no puedo hablar ahora mismo. Hay… otras personas en la habitación. Lo siento, Rick, la verdad es que ya no sé lo que quiero. Pero no puedo hablar ahora. Sencillamente no puedo.

– Ella -parecía como si le fallara un poco la voz.

– Dame sólo unos pocos días. ¿De acuerdo? Luego volveré y… hablaremos. ¿Te parece bien? Lo siento. -colgué y me volví para enfrentarme con los demás. Lucien miraba a su plato; los vecinos se esforzaban por conversar con Jan. Jacob y Susanne me miraban fijamente con unos ojos marrones que eran del mismo color que los míos.

– Bien -comenté alegremente-. ¿Qué decíamos hace un momento sobre matrimonios?


Me levanté a medianoche sedienta a causa del vino, con la fondue como plomo en el estómago, y bajé a la cocina en busca de un poco de agua mineral. Apagué la luz y me senté en la mesa con el vaso, pero aún persistía el olor a queso y decidí trasladarme a la sala de estar. Oí el débil sonido metálico del clavicémbalo al llegar a la puerta. La abrí en silencio y encontré a Susanne ante el instrumento, con la luz de un farol distante dibujando su silueta. Tocó unos acordes, se detuvo y siguió allí. Cuando susurré su nombre alzó la vista y luego se derrumbó sobre el taburete. Me acerqué y le puse la mano en el hombro. Llevaba un kimono oscuro de seda, muy suave al tacto.

– Deberías irte a la cama -dije en voz baja-. Seguro que estás cansada. Y ahora necesitas dormir mucho. Susanne apretó la cara contra mi costado y se echó a llorar. Me quedé quieta y le acaricié el pelo ensortijado; luego me arrodillé a su lado.

– ¿Lo sabe Jan?

– No -me contestó, secándose los ojos y las mejillas-. No estoy preparada para esto, Ella. Quiero hacer otras cosas. He trabajado muchísimo y empiezo ahora a abrirme camino -puso la mano en el teclado y tocó un acorde-. Un hijo en este momento arruinaría mi futuro.

– ¿Cuántos años tienes?

– Veintidós.

– ¿Y quieres tener hijos?

Se encogió de hombros.

– Algún día. Todavía no. Ahora no.

– ¿Y Jan?

– A él le encantaría tener hijos. Pero ya sabes, los hombres no piensan de la misma manera. No supondría ninguna diferencia para su música, para su carrera. Cuando habla de tener hijos es de manera tan abstracta que estoy segura de que seré yo quien se ocupe de ellos. Aquella queja me resultaba familiar.

– ¿No lo sabe nadie más?

– No.

Vacilé, poco acostumbrada a hablar a otras mujeres del aborto como opción: en mi trabajo, cuando las mujeres me consultaban, ya habían decidido tener el hijo. Además, ni siquiera conocía las palabras francesas para «aborto» o para «opción».

– ¿Qué posibilidades tendrías? -le pregunté por fin, titubeando, cuidando al menos el tiempo verbal. Contempló las teclas. Luego se encogió de hombros.

Un avortement-dijo con voz apagada.

– ¿Qué piensas sobre… el aborto? -podría haberme dado de bofetadas por la torpeza de mi pregunta. Susanne no pareció darse cuenta.

– Lo preferiría, aunque no me gusta la idea. No soy una persona religiosa, no me preocuparía por eso. Pero Jan…

Esperé.

– Bueno, Jan es católico. Ahora no va a la iglesia y se considera liberal, pero… es diferente cuando se trata de elegir en la vida real. No sé lo que pensaría. Puede que se disguste mucho.

– Bueno, has de decírselo, tiene derecho a saberlo, pero no hace falta que sea una decisión común. Eres tú quien elige lo que se ha de hacer. Por supuesto es mejor que estéis de acuerdo, pero si no es así, la decisión ha de ser tuya porque eres tú quien lleva al bebé -traté de decírselo con la mayor firmeza posible.

Susanne me miró de reojo.

– ¿Has… has pasado por…?

– No.

– ¿Quieres tener hijos?

– Sí, pero… -no sabía qué explicarle primero. De manera absurda empecé a reír tontamente. Susanne me miró con fijeza, el blanco de los ojos brillándole a la luz del farol-. Lo siento. Tengo que sentarme -dije-. Ahora te lo cuento.

Ocupé uno de los sillones mientras Susanne encendía una lámpara pequeña situada sobre el piano. Luego se acurrucó en un extremo del sofá, las piernas debajo del cuerpo, la seda verde muy estirada sobre las rodillas, y me miró expectante. Creo que la tranquilizaba dejar de ser el centro de atención.

– Mi marido y yo hemos hablado de tener hijos -empecé-. Pensábamos que ahora sería un buen momento. Es decir, en realidad, lo sugerí yo y Rick estuvo de acuerdo. Así que empezamos a intentarlo. Pero hubo algo que… me perturbó. Una pesadilla. Y ahora, ahora creo…, bueno, ahora tenemos problemas. También había… algo más. Alguien más -me sentí humillada por decirlo de aquel modo, pero de todas formas era un alivio contárselo a alguien.

– ¿Quién?

– Un bibliotecario del pueblo donde vivo. Hemos estado… coqueteando algún tiempo. Y luego… -agité las manos en el aire-. Después me sentí mal y tuve que marcharme. De manera que vine aquí.

– ¿Es guapo?

– Sí. Creo que sí. Más bien… severo.

– Y te gusta.

– Sí -era extraño hablar de Jean-Paul; de hecho, me resultaba difícil imaginármelo. A aquella distancia, en aquella habitación, con Susanne acurrucada delante de mí, lo que me había sucedido con Jean-Paul parecía muy lejano y en absoluto tan trascendental como había imaginado. Era curioso: cuando cuentas tu historia a otros se acerca más a la ficción y se aleja de la verdad. Se le añade un componente de actuación, de representación, lo que hace que te distancies todavía un poco más.

– ¿Cuánto tiempo lleváis casados Rick y tú?

– Dos años.

– Y el otro, ¿cómo se llama?

– Jean-Paul -había algo tan definitivo en su nombre que decirlo me hizo sonreír-.Me ha ayudado a buscar datos de la historia familiar -continué-. Discute mucho conmigo, pero es porque le intereso yo y lo que hago… No, no, le interesa lo que soy, en realidad. Me escucha. Me ve a mí, no su idea de mí. ¿Sabes?

Susanne asintió.

– Con él sí que puedo hablar. Incluso le conté la pesadilla y se portó muy bien, hizo que se la describiera. Y eso me ayudó.

– ¿En qué consiste esa pesadilla?

– No lo sé. No tiene argumento. Sólo una sensación. Como si… me faltara la respiration -me di golpecitos en el pecho. Frank Sinatra, pensé. El cantante de los ojos azules.

– Y un azul, un color azul muy preciso -añadí-. Como en los cuadros del Renacimiento. El color que utilizaban para la túnica de la Virgen. Hay un pintor…, dime, ¿has oído hablar de Nicolas Tournier?

Susanne se incorporó y agarró con fuerza el brazo del sofá.

– Dime más sobre ese azul.

Por fin, una conexión con el pintor.

– Tiene dos partes: hay un azul claro, la capa superior, llena de luz y… -me esforcé por encontrar las palabras-. El color se mueve con la luz. Pero hay también una oscuridad por debajo de la luz, muy sombría. Los dos tonos luchan entre sí. Eso es lo que hace que el color resulte tan vivo y tan difícil de olvidar. Es un color muy hermoso, ¿te das cuenta?, pero también triste, tal vez para recordarnos que la Virgen está siempre llorando la muerte de su hijo, incluso cuando nace. Como si ya supiera lo que va a pasar. Pero luego, cuando Jesús ha muerto, el azul sigue siendo hermoso, todavía hay esperanza. Te hace pensar que nada es completamente una cosa u otra; el azul puede ser luminoso y feliz pero siempre subsiste esa oscuridad por debajo.

Me detuve. Las dos nos quedamos calladas.

Luego Susanne dijo:

– También yo he tenido ese sueño.


– Lo tuve sólo una vez, hace unas seis semanas, en Amsterdam. Me desperté aterrorizada y llorando. Creí que me ahogaban en azul, el azul que describes. Era extraño porque me sentía feliz y triste al mismo tiempo. Jan me explicó que además decía algo, que recitaba un fragmento de la Biblia. No pude dormir después. Tuve que levantarme y tocar, como esta noche.

– ¿Tienes whisky? -pregunté.

Fue a la librería, abrió el armario de la parte inferior y sacó una botella mediada y dos vasitos. Volvió a sentarse en la esquina del sofá y nos sirvió a las dos. Pensé en la conveniencia de decirle algo sobre las bebidas alcohólicas en su estado; pero no hizo falta: después de pasarme uno de los vasitos, olió el otro e hizo una mueca; luego destapó la botella y restituyó el whisky.

El mío me lo bebí de un trago. El licor se impuso a todo: la fondue, el vino, mi angustia por Rick y Jean-Paul. Y me dio lo que necesitaba para hacer preguntas incómodas.

– ¿Cuánto llevas de embarazo?

– No estoy segura -puso una mano en cada manga del quimono y se frotó los brazos.

– ¿Cuándo te faltó el…, el…? -traté de expresarme por señas.

– Hace cuatro semanas.

– ¿Cómo es que te has quedado embarazada? ¿No usabas nada? Lo siento, pero es importante.

Bajó la vista.

– Me olvidé un día de tomar la píldora. De ordinario la tomo antes de acostarme, pero me olvidé. No creí que tuviera importancia.

Empecé a decir algo pero Susanne me interrumpió.

– No pienses que soy estúpida o irresponsable. Es sólo que… -se tapó la boca con la mano-. A veces es difícil creer que existe un vínculo entre una pildorita y quedarse embarazada. Es como magia, dos cosas sin ninguna relación, que no deberían tener nada que ver la una con la otra, es absurdo. Intelectualmente lo entiendo, pero no con el corazón.

Asentí.

– Con frecuencia las mujeres embarazadas no establecen la conexión entre sus hijos y las relaciones sexuales. Tampoco los varones. Las dos cosas son tan diferentes, es como magia.

No dijimos nada durante un minuto.

– ¿Cuándo te olvidaste de tomar la píldora? -pregunté.

– No recuerdo.

Me incliné hacia adelante.

– Inténtalo. ¿Fue más o menos cuando tuviste el sueño?

– Creo que no. No, espera un momento, ya me acuerdo. Jan estaba en un concierto en Bruselas la noche que me olvidé de la píldora. Volvió al día siguiente y esa noche tuve el sueño. Eso es.

– Y Jan y tú, ¿hicisteis… el amor aquella noche?

– Sí -parecía violenta.

Me disculpé.

– Es que en mi caso sólo he tenido el sueño después de que Rick y yo hiciéramos el amor -expliqué-. Igual que tú. Pero el sueño cesó cuando empezamos a utilizar anticonceptivos; y en tu caso cuando quedaste embarazada.

Nos miramos.

– Eso es muy extraño -dijo Susanne en voz muy baja.

– Sí, es extraño

Susanne se alisó el quimono sobre el estómago y suspiró

– Se lo debes contar a Jan -dije-. Es lo primero que tienes que hacer.

– Sí, lo sé. Y tú decirle lo tuyo a Rick.

– Parece que ya lo sabe.


Al día siguiente fui a consultar los registros del ayuntamiento. Aunque el abuelo de Jacob había hecho un trabajo concienzudo con el árbol genealógico, quería tener las fuentes en mis manos. Había conseguido que me gustara aquel trabajo. Estuve toda la tarde en una mesa de la sala de reuniones, repasando listas cuidadosamente anotadas de nacimientos, defunciones y matrimonios en los siglos XVIII y XIX. No me había percatado de lo enraizada que estaba en Moutier la familia Tournier: tenía allí cientos y cientos de antepasados.

Aquellos escuetos registros me contaron muchas cosas: el tamaño de las familias, la edad a la que se casaban -de ordinario no mucho después de los veinte años-, las ocupaciones de los varones: granjero, maestro, posadero, grabador de relojes. Muchos de los recién nacidos morían. Encontré una Susanne Tournier que había tenido ocho hijos entre 1751 y 1765, cinco de los cuales habían fallecido antes de cumplir el mes. Y la madre murió de parto. A mí, como comadrona, nunca se me habían muerto ni madres ni recién nacidos. Había tenido suerte.

Pero me llevé más sorpresas. Muchos casos de ilegitimidad e incesto se registraban sin tapujos. Caramba con los principios calvinistas, pensé, aunque, pese a mi cinismo, me escandalizó que cuando Judith Tournier dio a luz a un hijo de su padre, Jean, el parto se recogiera en el registro oficial. Otros registros explicaban sin rodeos que los recién nacidos eran ilegítimos.

Era extraño ver los nombres de entonces y comprobar que se seguían utilizando. Entre todos ellos -muchos del Antiguo Testamento, preferidos por los hugonotes, como Daniel, Abraham e incluso un Noé- advertí que abundaban las Hannah y las Susanne, y más adelante Ruth y Anne y Judith, pero nunca Isabelle ni Marie.

Cuando pregunté por registros anteriores a la segunda mitad del siglo XVIII, la encargada me dijo que tendría que consultar los libros parroquiales que se conservaban en Berna y Porrentruy, y me aconsejó que llamase antes. Apunté nombres y números de teléfono y le di las gracias, sonriendo para mis adentros: le habría horrorizado mi viaje a las Cevenas sin la menor preparación, así como mi éxito a pesar de todo. Estaba en un país donde no se contaba con la suerte; los resultados eran consecuencia del trabajo concienzudo y de la planificación cuidadosa.

Fui a un café cercano para meditar sobre el paso siguiente. Llegó el café, presentado sobre un paño, con la cucharilla, los terrones de azúcar y una tableta de chocolate distribuidos por el platillo. Estudié la composición: me recordó los registros que acababa de consultar, eventos anotados con toda precisión en letra muy clara. Aunque eran más fáciles de descifrar, les faltaba el encanto y las irregularidades de los registros galos, semejantes a los franceses mismos: irritantes porque eran menos acomodaticios con los extranjeros, pero también más interesantes a la larga. Había que trabajar más, pero los resultados eran más satisfactorios.

Cuando regresé, Jacob interpretaba al piano algo lento y triste. Me tumbé en el sofá y cerré los ojos. La música consistía en notas claras, en sencillas líneas melódicas, con un sonido de extraordinaria delicadeza. Me hizo pensar en Jean-Paul.

Empezaba a adormilarme cuando Jacob terminó de tocar. Abrí los ojos y me encontré con su mirada por encima del piano.

– Schubert -dijo.

– Muy hermoso.

– ¿Has encontrado lo que buscabas?

– Más bien no. ¿Podrías hacer algunas llamadas telefónicas por mí?

– Bien sûr, ma cousine. También he pensado en qué cosas te gustaría ver. Cosas de la familia. Te puedo enseñar el sitio donde se alzaba un molino que pertenecía a los Tournier. Y un restaurante, ahora pizzería, regentada por italianos, que fue, en el siglo XIX, una posada propiedad de un Tournier. Así como una granja a un kilómetro de Moutier, hacia Grand Val. No estamos totalmente seguros de que fuese de los Tournier, pero la tradición familiar dice que sí. Es un sitio interesante en cualquier caso, porque tiene una chimenea muy antigua. Al parecer fue una de las primeras casas del valle que la tuvo.

– ¿No tienen chimenea todas las casas?

– Ahora sí, pero hace mucho tiempo no era lo habitual. Ninguna de las granjas de esta región tenía chimenea.

– ¿Qué pasaba con el humo?

– Había un falso techo y el humo se acumulaba entre ese falso techo y el tejado. Los granjeros colgaban la carne allí arriba para que se secara.

Sonaba atroz.

– ¿No se llenaba la casa de humo? ¿No estaba sucia?

Jacob rió entre dientes.

– Es lo más probable. Hay una granja en el mismo Grand Val sin chimenea. He entrado allí y el hogar y el techo encima del fuego están completamente negros de hollín. Pero la granja de los Tournier, si es cierto que era de los Tournier, no es así. Tiene una especie de chimenea.

– ¿Cuándo se construyó?

– Siglo XVII, creo. Quizá a finales del XVI. La chimenea, quiero decir. El resto de la granja ha sido reconstruido varias veces, pero la chimenea se ha conservado. De hecho, la sociedad histórica local compró la granja hace unos años.

– ¿De manera que ahora está vacía? ¿Podemos ir a verla?

– Por supuesto. Mañana, si hace buen tiempo. No tengo clases hasta última hora de la tarde. Veamos, ¿dónde están esos números de teléfono?

Le expliqué lo que quería, y luego le dejé que llamara mientras yo salía a dar un paseo. No quedaba mucho que ver en Moutier porque Jacob me lo había enseñado casi todo, pero era agradable pasear sin que nadie me mirase como si fuese un bicho raro. Al cabo de tres días la gente me saludaba incluso antes de que lo hiciera yo, algo que aún no me había pasado en Lisle-sur-Tarn después de vivir allí tres meses. Parecían personas más corteses y menos desconfiadas que los franceses.

Mientras zigzagueaba por las calles del pueblo encontré por fin algo que no había visto aún: una placa para conmemorar que Goethe había dormido en la posada Le Cheval Blanc una noche de octubre de 1779. El célebre autor había mencionado Moutier en una carta, describiendo las formaciones rocosas que rodeaban el pueblo, en particular una garganta espectacular justo al este del núcleo urbano. Era una exageración colocar una placa para conmemorar una noche pasada allí, y venía a subrayar que en Moutier nunca sucedía nada.

Al darme la vuelta después de leer la inscripción, vi a Lucien que se dirigía hacia mí con dos latas de pintura. Tuve la sensación de que me había estado vigilando y de que sólo ahora había cogido las latas y se había puesto en movimiento.

– Bonjour -dije. Lucien se detuvo y dejó las latas en el suelo.

– Bonjour -replicó.

– Ça va?

– Oui, ça va.

Enmudecimos los dos. Me resultaba difícil mirarle a los ojos porque él me miraba con demasiada intensidad, buscando algo en los míos. Su evidente interés era una cosa que no necesitaba en aquel momento. Tal vez fuera ésa la razón de que se sintiera atraído. Desde luego le fascinaba mi psoriasis. Incluso ahora seguía mirándola de reojo.

– Lucien, es psoriasis -le dije con brusquedad, secretamente complacida de poder avergonzarlo-. Se lo dije el otro día. ¿Por qué la sigue mirando?

– Lo siento -apartó la vista-. Es sólo que… también a mí me pasa algunas veces. En el mismo sitio de los brazos. Siempre he pensado que era una reacción alérgica a la pintura.

– Perdone -ahora me sentía culpable yo, aunque siguiera irritada con él, lo que aumentaba mi desasosiego. Un círculo vicioso-. ¿Por qué no ha ido al médico? -le pregunté un poco más amablemente-. Le diría lo que es y le recetaría algo. Hay una pomada…, me la he dejado en Francia, de lo contrario la estaría usando ahora.

– No me gustan los médicos -explicó Lucien- Hacen que me sienta… inadaptado.

Me eché a reír.

– Le entiendo perfectamente. Y aquí…, en Francia, quiero decir…, ¡recetan tantas cosas! Demasiadas.

– ¿Qué es lo que se la causa? Me refiero a la psoriasis.

– El estrés, dicen. Pero la pomada no está mal. Podía preguntarle al médico que…

– Ella, ¿tomaría una copa conmigo una de estas noches?

Tardé un poco en contestar. Quería cortar aquello antes de que fuese a más: no estaba interesada y era inoportuno, sobre todo en aquel momento. Pero siempre me ha costado decir que no. No hubiera podido soportar su expresión de desconsuelo.

– De acuerdo -dije finalmente-. Dentro de un par de días, ¿le parece? Pero…

Lo vi tan contento que no pude seguir.

– Nada. Alguna noche de esta semana, entonces.

Cuando volví a casa Jacob estaba tocando otra vez. Dejó el piano y me enseñó un trozo de papel.

– Malas noticias, mucho me temo -dijo-. Los registros de Berna sólo se remontan a 1750. En Porrentruy el bibliotecario me ha dicho que los libros parroquia les de los siglos XVI y principios del XVII se perdieron en un incendio. Aunque hay algunas listas militares que podrías consultar. Creo que fue ahí donde mi abuelo consiguió su información.

– Probablemente tu abuelo encontró todos los datos disponibles. Pero gracias por hacer las llamadas -las listas militares no me servían: me interesaban las mujeres. Pero eso no se lo dije.

– Jacob, ¿te suena un pintor llamado Nicolas Tournier? -le pregunté.

Negó con la cabeza. Fui a mi habitación, busqué la postal y volví con ella.

– ¿Ves? Procedía de Montbéliard -le expliqué, pasándole la postal-. Se me había ocurrido que podía ser un antepasado nuestro. Una parte de la familia que se mudó a Montbéliard, quizá.

Jacob miró el cuadro y negó con la cabeza.

– No he oído nunca que hubiera un pintor en la familia. Los Tournier siempre han tendido a las profesiones de tipo práctico. ¡Excepto en mi caso! -rió, pero luego recuperó la seriedad-. Ella, Rick llamó mientras estabas fuera.

Jacob parecía incómodo.

– Me pidió que te dijera que te quiere.

– Gracias -bajé los ojos.

– Ya sabes que puedes quedarte con nosotros todo el tiempo que te apetezca. Todo el tiempo que te haga falta.

– Sí. Gracias. Hemos…, existen algunos problemas, ya sabes.

No dijo nada, sólo se quedó mirándome y, por un momento, me acordé de la pareja del tren. Jacob era suizo, después de todo.

– En cualquier caso, estoy segura de que todo se arreglará pronto.

Asintió con la cabeza.

– Hasta entonces te quedas con tu familia.

– Sí.


Ahora que le había contado a Jacob algo sobre mis problemas matrimoniales, me pareció que ya no necesitaba justificar mi presencia en Moutier. Llovió al día siguiente, de manera que aplazamos el viaje a la granja, y me sentí muy cómoda sin hacer otra cosa durante todo el día que leer y escuchar cómo tocaban Susanne y Jacob. Aquella noche cenamos en la pizzería que había sido en otro tiempo posada de los Tournier pero que ahora parecía decididamente italiana.

A la mañana siguiente fuimos todos a ver la granja. Susanne nunca había estado, pese a haber pasado en Moutier la mayor parte de su vida. En el extremo oriental del pueblo tomamos un sendero claramente indicado mediante un cartel amarillo que lo declaraba «Tourisme pédestre» y nos decía que tardaríamos cuarenta y cinco minutos en llegar a Grand Val. Sólo en Suiza dicen el tiempo que se necesita para ir a un sitio, en lugar de la distancia. A nuestra izquierda se hallaba el comienzo de la garganta de piedra caliza sobre la que Goethe había escrito: un muro espectacular de roca amarilla y gris que se extendía hasta las montañas a ambos lados y que se hendía en el centro para permitir el paso del Birse. Resultaba impresionante con el brillo del sol y me recordó a una catedral.

El valle que seguimos era más suave, con un arroyo innominado y una vía de tren al fondo, campos en la parte más baja de las laderas, pinos a continuación y luego una pendiente mucho más abrupta hasta las rocas, muy altas por encima de nosotros. Caballos y vacas pastaban en los campos; a intervalos regulares aparecían granjas. Todo ordenado, con líneas nítidas y luz brillante y contrastada.

Los hombres caminaban juntos a buen paso; Susanne y yo íbamos detrás. Mi prima llevaba una blusa sin mangas de color azul verdoso y unos amplios pantalones blancos que se le hinchaban alrededor de las delgadas piernas. Estaba pálida y parecía cansada, su alegría fingida. Me daba cuenta por la manera en que se mantenía a cierta distancia de Jan y por el aire de culpabilidad con que me miraba que no le había dicho nada.

Nos fuimos distanciando cada vez más de los hombres, como si nos dispusiéramos a decirnos algo en privado. Empecé a tiritar, aunque el día era tibio y soleado, y me envolví en la camisa azul de Jean-Paul, que olía a humo y a él

Jacob y Jan se detuvieron en el lugar donde el sendero se bifurcaba y, al alcanzarlos, Jacob señaló una casa un poco por encima de nosotros, cerca del nivel donde terminaban los campos y los árboles empezaban a trepar montaña arriba.

– Ésa es la granja -dijo.

No quiero ir, pensé. ¿Por qué? Lancé una ojeada a Susanne, vi que me estaba mirando y supe que pensaba lo mismo que yo. Los hombres iniciaron la subida, mientras ella y yo nos quedábamos viéndolos.

– Vamos -le dije con un gesto a Susanne y me volví para seguir a los hombres. Mi prima acabó por imitarme.

La granja era una estructura alargada y baja: el lado izquierdo una casa de piedra, el derecho un granero de madera. Un largo tejado casi plano cobijaba los dos lados, que compartían una amplia entrada, terminada en una zona semejante a un porche oscuro, de la que Jacob dijo que recibía el nombre de devant-huis. Parecido a un porche, el lugar estaba alfombrado con paja, trozos de madera y cubos viejos. Yo tenía la esperanza de que la sociedad histórica hubiera hecho algo para conservar la casa, pero todo se desmoronaba lentamente: los postigos estaban torcidos, las ventanas, rotas y en el tejado crecía el musgo.

Mientras Jacob y Jan contemplaban admirativamente la granja, Susanne y yo no nos atrevíamos a levantarla vista.

– ¿Veis la chimenea? Jacob señaló una extraña formación desigual que sobresalía del tejado: nada parecido a la recta línea de piedra por encima de uno de los muros, que era lo que yo esperaba-. Está hecha de piedra caliza, ¿entiendes? -explicó Jacob-. Piedra blanda, de manera que utilizaban una especie de cemento para darle forma y endurecerla. La mayor parte de la chimenea está dentro más que encima de la casa. En el interior veréis el resto.

– ¿Se puede entrar? -pregunté de mala gana, con la esperanza de que hubiera un candado en la puerta, o un cartel que dijera «Propriété privée».

– Sí, claro. Ya he estado aquí antes. Sé dónde esconden la llave.

Maldición, pensé. No era capaz de explicar por qué no quería entrar; después de todo, aquella excursión era en beneficio mío. Sentía que Susanne me miraba, impotente, como si me correspondiera a mí detenerlo todo en el momento en que una fría lógica masculina de la que no podíamos defendernos nos arrastraba al interior de la granja. Le tendí la mano.

– Ven -le dije.

Me la dio: tenía la frialdad del hielo.

– Tienes la mano fría -dijo.

– Tú también -nos sonreímos tristemente. Mientras entrábamos juntas en la casa tuve la sensación de que éramos dos niñitas en un cuento de hadas.

Estaba oscuro dentro, sin otra luz que la de la puerta y de dos ventanas muy estrechas. A medida que mis ojos se acostumbraban a la penumbra pude distinguir más trastos viejos y algunas sillas rotas tumbadas sobre el suelo de tierra prensada. Nada más atravesar el umbral nos tropezamos con un hogar ennegrecido, que se prolongaba a lo largo de la habitación en lugar de correr paralelo al muro. En las esquinas del hogar se alzaban pilares cuadrados de piedra de unos dos metros de altura, que sostenían arcos también de piedra. Sobre los arcos se alzaba la misma construcción desigual que en el exterior, una pirámide fea pero práctica para encauzar el humo hacia afuera.

Solté la mano de Susanne y me metí en el hogar para poder mirar dentro de la chimenea. Estaba negra por encima de mí; incluso cuando me puse de puntillas, sujetándome en uno de los pilares y estiré el cuello, no pude ver ninguna abertura.

– Debe de estar cegada -murmuré. De repente me sentí mareada, perdí el equilibrio y caí con violencia sobre la tierra.

Jacob estaba a mi lado en un segundo, dándome la mano y limpiándome.

– ¿Estás bien? -me preguntó, con preocupación en la voz.

– Sí -repliqué no muy segura-. Perdí…, perdí el equilibrio, creo. Quizá la piedra no está nivelada. Miré a mi alrededor buscando a Susanne; se había marchado.

– ¿Dónde…? -empecé a decir antes de que un dolor agudo me atravesara el estómago, lanzándome más allá de Jacob, al exterior de la casa.

Susanne estaba en el patio, muy encogida, los brazos cruzados sobre el abdomen. Jan se encontraba a su lado, mudo y con los ojos muy abiertos. Al pasarle yo el brazo sobre los hombros, mi prima lanzó un grito ahogado y una brillante flor roja apareció en la parte interior de sus pantalones a la altura del muslo, extendiéndose rápidamente pierna abajo.

Durante unos segundos me dominó el pánico. Virgen santa, pensé, ¿qué hago? Luego tuve una sensación que no experimentaba desde hacía meses: mi cerebro cambió al piloto automático, una situación familiar en la que sabía exactamente quién era y qué tenía que hacer. Rodeé con los dos brazos a Susanne y le dije en voz baja:

– Te tienes que tumbar.

Mi prima asintió, dobló las rodillas y se dejó caer cuidadosamente para colocarla de costado y luego miré a Jan, que seguía inmóvil en el mismo sitio.

– Jan, dame tu chaqueta -le ordené.

Me miró fijamente hasta que se lo repetí en voz más alta. Entonces me pasó su chaqueta marrón de algodón, la clase de prenda que yo asociaba con ancianos jugando al tejo. La coloqué debajo de la cabeza de Susanne, luego me quité la camisa de Jean-Paul y se la extendí por encima como si fuera una manta, cubriendo el bajo vientre ensangrentado. Una mancha roja empezó a filtrarse hacia el exterior por la espalda de la camisa. Durante unos segundos me fascinaron los dos colores, más hermosos por el contraste entre ambos.

Moví la cabeza, apreté la mano de Susanne y me incliné hacia ella.

– No te preocupes, estás perfectamente. Todo saldrá bien.

– Ella, ¿qué sucede? -Jacob estaba sobre nosotras, el rostro casi irreconocible por la preocupación. Miré a Jan, todavía paralizado, y tomé rápidamente una decisión.

– Susanne ha tenido un…

¡Qué momento para que me fallara el francés! Madame Sentier nunca me había preparado para utilizar palabras como aborto espontáneo.

– Susanne, se lo tienes que decir tú. No sé la palabra francesa. ¿Puedes?

Me miró, los ojos llenos de lágrimas.

– Sólo tienes que decirlo. Nada más. Del resto me encargo yo.

– Une fausse couche -murmuró. Los dos hombres la miraron, desconcertados.

– El paso siguiente -dije sin alterarme en lo más mínimo-. Jan, ¿ves aquella casa, allí abajo? -señalé la granja más cercana, a cosa de medio kilómetro pendiente abajo. Jan no respondió hasta que repetí su nombre, con voz más decidida. Esta vez asintió.

– Bien. Ve allí corriendo, lo más deprisa que puedas, y usa su teléfono para llamar al hospital. ¿Estás en condiciones de hacerlo?

Finalmente cambió de actitud.

– Sí, Ella, llegaré cuanto antes a la granja y telefonearé al hospital -dijo.

– Perfecto. Y pregunta a las personas que viven allí si querrán ayudarnos con su coche, en el caso de que la ambulancia no pueda llegar hasta aquí. ¡Ahora, vete! -la última palabra fue como el sonido de un látigo. Jan se agachó, tocó el suelo con una mano y echó a correr como si participara en una competición deportiva. Susanne tiene que librarse de este tipo, pensé.

Jacob se había arrodillado junto a su hija y le había puesto una mano en la cabeza.

– ¿Se recuperará? -preguntó, tratando de ocultar su desesperación.

Contesté dirigiéndome a Susanne.

– Por supuesto que sí. Probablemente te duele un poco ahora, ¿no es cierto?

Susanne asintió con la cabeza.

– Se pasará pronto. Jan ha ido a llamar a una ambulancia para que venga y te lleve al hospital.

– Ella, la culpa la tengo yo -susurró.

– No. No es culpa tuya. Por supuesto que no es culpa tuya.

– Pero yo no lo quería, y quizá si hubiese sido al contrario no habría sucedido esto.

– Susanne, no es culpa tuya. Las mujeres tienen abortos espontáneos todo el tiempo. No has hecho nada malo. Es algo que no controlamos.

No parecía convencida. Jacob nos miraba a las dos como si hablásemos en suahili.

– Te lo aseguro. No es culpa tuya. Créeme. ¿De acuerdo?

Finalmente mi prima asintió.

– Ahora necesito examinarte. ¿Vas a dejarme que te mire?

Susanne me apretó la mano con fuerza y las lágrimas empezaron a caerle por el lado de la cara.

– Sí, duele, lo sé, y no quieres que mire, pero tengo que hacerlo, para asegurarme de que estás bien. No voy a hacerte daño. Sabes que no te voy a hacer daño.

Sus ojos se posaron un instante en Jacob, luego otra vez en mí; entendí lo que me decía.

– Jacob, cógele la mano a Susanne -le ordené, pasándole la delicada mano de su hija-. Ayúdala a ponerse boca arriba y siéntate a su lado -lo coloqué frente a ella, donde no veía lo que yo estaba haciendo.

»Ahora habla con Susanne Jacob me miró, impotente, y tuve que pensar un momento-. Me contaste que tenías un buen alumno de piano, ¿te acuerdas? ¿El que toca a Bach? ¿Qué interpretará en su próximo concierto? ¿Y por qué? Háblale a Susanne de él.

Durante un segundo Jacob pareció perdido; luego su rostro se relajó. Se volvió hacia Susanne y empezó a hablar. Al cabo de un momento también ella se tranquilizó. Procurando moverla lo menos posible, conseguí bajarle los pantalones y las bragas lo bastante para mirar, y le limpié la sangre con la camisa de Jean-Paul. Luego le subí otra vez los pantalones, sin cerrarle la cremallera. Jacob dejó de hablar. Los dos me miraron.

– Has perdido algo de sangre, pero la hemorragia ha cesado ya. Te pondrás bien.

– Tengo sed -dijo Susanne en voz baja.

– Buscaré un poco de agua -me levanté, contenta al ver que los dos estaban tranquilos. Di una vuelta alrededor de la granja, buscando un grifo en el exterior. No había ninguno; tendría que volver a entrar.

Me deslicé hasta el devant-huis y me detuve en el umbral de la casa. Un delgado rayo de sol caía sobre la piedra del hogar. En el rayo de sol flotaba un polvo espeso, provocado por nuestra visita. Miré alrededor en busca de una fuente de agua. El silencio era grande; no se oía nada, ningún sonido tranquilizador, como la voz de Jacob o el viento en los pinos por encima de nosotros, o el resonar de los cencerros, o el traqueteo de un tren lejano. Sólo silencio y la lámina de luz sobre el bloque de piedra que tenía delante. Era una piedra enorme; se habrían necesitado varios hombres para colocarla en su sitio. La miré desde más cerca. Incluso descolorida por el hollín era evidente que no se trataba de una piedra de la zona.

En una esquina, frente a la puerta, había un fregadero antiguo con un grifo. Parecía poco probable que funcionara, pero tenía que intentarlo por Susanne. Di la vuelta alrededor del hogar, el corazón desbocado, las manos sudorosas. Cuando llegué al fregadero me peleé con el grifo un larguísimo minuto antes de conseguir abrirlo. Durante unos instantes no sucedió nada; luego se oyó un borboteo y el grifo empezó a estremecerse con violencia. Di un paso atrás. Un gran chorro de un líquido oscuro cayó de repente en el fregadero y yo salté, golpeándome la nuca contra la arista de uno de los pilares que sostenían la chimenea. Lancé un grito muy agudo y giré en redondo, las estrellas cruzándose por delante de mis ojos. Caí de rodillas junto al hogar y bajé la cabeza. Tenía algo húmedo y pegajoso en la nuca. Respiré hondo varias veces. Cuando desaparecieron las estrellas, levanté la cabeza y bajé los brazos. Gotas de sangre abandonaron las manchas de psoriasis en los pliegues de los codos y se me deslizaron por los brazos para reunirse con la sangre de las manos. Miré los regueros de sangre.

– Es éste el sitio, ¿verdad que sí? -exclamé-. Je suis arrivée chez moi, n'est pas?

Detrás de mí el agua dejó de manar.

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