3. La huida

Isabelle se incorporó y volvió los ojos hacia la cama de los niños. Jacob, despierto ya, se abrazaba las piernas, la barbilla apoyada en las rodillas. Tenía el oído más fino de toda la familia.

– Un caballo -dijo sin alzar la voz.

Isabelle le dio con el codo a Etienne.

– Un caballo -susurró.

Su marido se levantó de un salto, medio dormido, el cabello oscurecido por el sudor. Al tiempo que se ponía los pantalones, zarandeó a Bertrand hasta despertarlo. Juntos se deslizaron por la escalera de mano en el momento en que alguien empezaba a aporrear la puerta. Isabelle atisbó por encima de la barandilla del altillo y vio reunirse a los hombres, empuñando hachas y cuchillos. De la habitación de atrás salió Hannah con una vela. Después de susurrar a través de la rendija de la puerta, Jean dejó el hacha y descorrió el cerrojo.

Al administrador del duque de l'Aigle lo conocían todos. Se presentaba periódicamente para consultar a Jean Tournier y utilizaba su casa como centro de operaciones cuando recogía los diezmos de las granjas de los alrededores, anotándolos con cuidado en un cuaderno de pastas de cuero de becerro. Bajo, gordo y completamente calvo. compensaba la falta de estatura con una voz tronante que Jean trataba ahora en vano de conseguir que reprimiera. No existían secretos con una voz así.

– ¡Han asesinado al duque en París!

Hannah dejó escapar un grito ahogado y se le cayó la vela. Isabelle se santiguó sin darse cuenta, luego se agarró el cuello y miró alrededor. Los cuatro niños se habían incorporado formando una hilera; Susanne se sentó a su lado en el borde de la cama, en difícil equilibrio, el vientre enorme y dilatado. Estará lista pronto, pensó Isabelle, con un cálculo maquinal. Aunque ahora no los utilizaba nunca, no había olvidado los antiguos saberes.

Petit Jean empezó a sacar punta a un trozo de madera con la navaja que siempre llevaba encima, incluso en la cama. Jacob, de ojos grandes y marrones como los de su madre, guardaba silencio. Marie y Deborah se apoyaban la una en la otra, Deborah medio dormida, Marie con ojos brillantes.

– Mamá, ¿qué es asesinato? -preguntó con una voz que sonó como una sartén de cobre al golpearla.

– Calla -susurró Isabelle. Fue hasta el pie de la cama para oír lo que decía el administrador. Susanne vino a sentarse a su lado y las dos se inclinaron hacia adelante, los brazos sobre la barandilla.

– …hace diez días, en la boda de Enrique de Navarra. Cerraron las puertas y miles de seguidores de la Verdad fueron pasados a cuchillo. Coligny igual que nuestro duque. Y la persecución se ha extendido al campo. Por todas partes matan a gente honrada.

– Pero estamos muy lejos de París y aquí todos somos seguidores de la Verdad -replicó Jean-. Los católicos no llegarán hasta aquí.

– Dicen que viene un destacamento desde Mende -tronó el administrador-. Para aprovecharse de la muerte del duque. Vendrán a por ti, como representante suyo. La duquesa va a refugiarse en Alés y pasará por aquí dentro de unas horas. Tendrás que venir con nosotros para salvar a tu familia. La duquesa sólo se ha ofrecido a recoger a los Tournier. A nadie más.

– No.

Fue Hannah quien respondió. Había vuelto a encender la vela y permanecía, firme, en el centro de la habitación, la espalda ligeramente encorvada, y la trenza de plata cayéndole hasta muy abajo por la espalda.

– No necesitamos abandonar esta casa -continuó-. Aquí estamos protegidos.

– Y tenemos cosechas que recoger -añadió Jean.

– Ojalá cambies de idea. Tu familia, cualquier persona de tu familia, será bien recibida en el séquito de la duquesa.

A Isabelle le pareció captar un destello -dirigido a Bertrand- en los ojos del administrador. Susanne, al mirar a su esposo, se agitó inquieta. Isabelle le cogió la mano: estaba tan fría como el río. Miró a los pequeños. Las niñas, demasiado jóvenes para entender, se habían vuelto a dormir; Jacob seguía sentado con la barbilla en las rodillas; Petit Jean, vestido ya y apoyado en la barandilla, contemplaba a los mayores.

El administrador se marchó para advertir a otras familias. Jean echó el cerrojo y dejó el hacha, mientras Etienne y Bertrand desaparecían en el establo para cerrarlo desde dentro. Hannah se acercó al hogar, colocó la vela sobre la repisa y se arrodilló junto al fuego, oculto bajo las cenizas durante la noche. Isabelle pensó en un primer momento que iba a reavivarlo, pero su suegra no lo tocó.

Isabelle apretó la mano de Susanne y señaló el hogar con la cabeza.

– ¿Qué hace?

Susanne contempló a su madre, al tiempo que se limpiaba la mejilla por donde se había deslizado una lágrima.

– La magia está en el hogar -susurró por fin- La magia que protege la casa. Mamá le reza.

La magia. Se había aludido a ella de manera indirecta a lo largo de los años, pero ni Etienne ni Susanne lo explicaban nunca, e Isabelle jamás se había atrevido a preguntárselo ni a Jean ni a Hannah.

Lo intentó una vez más.

– Pero ¿de qué se trata? ¿Qué hay dentro?

Susanne negó con la cabeza.

– No lo sé. De todos modos, hablar de ello disminuye su poder. Ya he dicho demasiado.

– Pero ¿por qué reza? Monsieur Marcel asegura que no hay magia en las oraciones.

– Eso es más antiguo que las oraciones, más antiguo que Monsieur Marcel y sus enseñanzas.

– Pero no es más antiguo que Dios. Ni más antiguo que… -la Virgen, terminó para sus adentros.

Susanne no respondió.

– Si nos vamos -dijo en cambio-, si nos vamos con la duquesa, dejaremos de estar protegidos.

– Nos protegerán los hombres de la duquesa, sus espadas, claro está -respondió Isabelle.

– ¿Vendrás?

Isabelle no contestó. ¿Qué haría falta para sacar de allí a Etienne? El administrador no lo había mirado cuando los instaba a marcharse. Sabía que Etienne se quedaría en la granja.

Etienne y Bertrand regresaron del establo y el hijo de los Tournier se reunió con sus padres en la mesa. Jean alzó la vista hacia Isabelle y Susanne.

– Seguid durmiendo -dijo-. Nosotros nos encargamos de vigilar.

Pero miraba a Bertrand, que vacilaba en el centro de la habitación. El marido de Susanne alzó los ojos hacia su mujer, como si buscara una señal. Isabelle se inclinó hacia ella.

– Dios te protegerá -le susurró al oído-. Dios, y los hombres de la duquesa.

Se recostó, captó la mirada indignada de Hannah y no le importó. Todos estos años me has hostigado por el color de mi pelo, pensó, y sin embargo rezas a tu magia particular. Hannah y ella se miraron fijamente. Fue su suegra quien apartó la vista.

A Isabelle se le escapó la inclinación de cabeza de Susanne, pero no su resultado. Bertrand se volvió decidido hacia Jean.

– Susanne, Deborah y yo nos marcharemos a Alés con la duquesa de l'Aigle -anunció.

Jean miró a Bertrand.

– No se te oculta que lo perderás todo si te vas -dijo en voz baja.

– Lo perderemos todo si nos quedamos. A Susanne casi le ha llegado el momento y andando no puede ir muy lejos. Imposible correr. No tendrá la menor esperanza cuando lleguen los católicos.

– ¿No tienes fe en esta casa? ¿Una casa donde no ha muerto ningún recién nacido? ¿Donde los Tournier han prosperado a lo largo de cien años?

– Creo en la Verdad -replicó-. En eso es en lo que creo -pareció crecer al hablar, y su rebeldía le daba estatura y volumen. Isabelle se dio cuenta por primera vez de que en realidad era más alto que su suegro.

– Al casarnos no me disteis dote porque vivíamos aquí con vosotros. Todo lo que pido ahora es un caballo. Eso será dote suficiente.

Jean lo contempló, incrédulo.

– ¿Quieres que te dé un caballo para llevarte a mi hija y a mis nietos?

– Lo que quiero es salvar a su hija y a sus nietos.

– Soy yo el jefe de esta familia, ¿no es cierto?

– Dios es mi señor. Debo seguir la Verdad, no la magia en la que tanto confiáis.

Isabelle nunca habría adivinado que Bertrand pudiera mostrarse tan rebelde. Después de que Jean y Hannah lo eligieran para Susanne, había trabajado como el que más sin llevarles nunca la contraria. Había hecho más fácil la vida en la casa, echando pulsos todos los días con Etienne, enseñando a Petit Jean a tallar la madera, haciéndolos reír a todos por la noche junto al fuego con sus historias del lobo y el zorro. Trataba a Susanne con una delicadeza que Isabelle envidiaba. Una o dos veces había presenciado cómo se tragaba la rebeldía; y ahora parecía que le había crecido dentro, esperando un momento como aquel.

Jean, entonces, los sorprendió a todos.

– Marchaos -dijo con aspereza-. Pero llevaos el borrico, no el caballo -se dio la vuelta, se dirigió a grandes zancadas hasta la puerta del establo, la abrió con violencia y desapareció dentro.

Etienne alzó la vista hacia Isabelle antes de mirarse las manos; su mujer estaba segura de que no iban a seguir a Bertrand. Casarse con ella había sido el único acto de rebeldía de Etienne. No le quedaba voluntad para más.

Isabelle se volvió hacia su cuñada.

– Cuando montes en el borrico -le susurró-, tienes que hacerlo a mujeriegas para sujetar al bebé con las piernas. Eso evitará que nazca demasiado pronto. Monta a mujeriegas -repitió, porque Susanne miraba al vacío como si estuviera asustada. Se volvió hacia Isabelle.

– ¿Quieres decir como la Virgen durante la huida a Egipto?

– Sí, sí, como la Virgen.

No la habían mencionado desde hacía mucho tiempo.


Deborah y Marie dormían envueltas en una sábana cuando Susanne e Isabelle fueron a despertarla justo antes de que amaneciera. Trataron de no inquietar a los demás, pero Marie empezó a decir a voces:

– ¿Por qué se marcha Deborah? ¿Por qué se va?

Jacob abrió los ojos y puso mala cara. Luego Petit Jean, todavía vestido, se incorporó en la cama.

– Mamá, ¿dónde van? -susurró con voz ronca-, ¿Verán a los soldados? ¿Y caballos y banderas? ¿Verán al tío Jacques?

– El tío Jacques no es católico; lucha en el norte con el ejército de Coligny.

– Pero el administrador dijo que a Coligny lo habían asesinado.

– Sí.

– De manera que tío Jacques quizá vuelva.

Isabelle no contestó. Jacques Tournier se había marchado al ejército diez años antes, al mismo tiempo que otros jóvenes de Mont Lozére. Había vuelto una vez, con cicatrices, ronco, repleto de historias, una de ellas sobre los hermanos de Isabelle, atravesados por la misma pica.

– Como debe sucederles a los gemelos -había añadido brutalmente, riendo cuando Isabelle se dio la vuelta. Petit Jean idolatraba a Jacques. Isabelle lo detestaba, consciente de que sus ojos la seguían por todas partes, sin detenerse nunca en su rostro. Jacques alentaba en Etienne una violencia que a ella le preocupaba. Pero su cuñado no se quedó mucho tiempo: el gusto por la sangre y las emociones fue demasiado fuerte, más incluso que las exigencias de la familia

Los niños bajaron por la escalera de mano detrás de las mujeres y salieron al patio, donde los varones habían cargado en el borrico algunas pertenencias y alimentos: queso de cabra y hogazas duras y oscuras de pan de castañas que Isabelle se había apresurado a cocer durante las escasas horas anteriores al alba.

– Vamos, Susanne -instó Bertrand.

Susanne buscó a su madre, pero Hannah no había salido. Se volvió hacia Isabelle, la besó tres veces y le echó los brazos al cuello.

– A mujeriegas -le volvió a susurrar Isabelle al oído-. Haz que se detengan si te empiezan los dolores. Y que la Virgen y santa Margarita te guarden y te lleven sana y salva hasta Alés.

Subieron a Susanne encima del burro, donde se sentó entre la carga, las dos piernas hacia el mismo lado.

Adieu, papa, petits -dijo, despidiéndose de Jean y de los niños con un movimiento de cabeza. Deborah se subió a la espalda de Bertrand, que recogió el ronzal del asno, chasqueó la lengua, le dio una patada al animal e inició a buen paso el descenso por el sendero de montaña. Etienne y Petit Jean los siguieron, para acompañarlos hasta la carretera de Alés, donde se encontrarían con la duquesa. Susanne se volvió a mirar a Isabelle, el rostro muy pálido, hasta que se perdió de vista.

– Abuelo, ¿por qué se marchan? ¿Por qué se va Deborah? -preguntó Marie. Nacidas tan sólo con una semana de diferencia, las primas habían sido inseparables hasta aquel momento. Marie siguió a Isabelle al interior de la casa y se detuvo al costado de Hannah, ocupada junto al fuego.

– ¿Por qué, Mémé, por qué se marcha Deborah? -siguió repitiendo hasta que Hannah le dio un bofetón.


Con soldados o sin soldados, las cosechas esperaban. Los hombres salieron al campo como de costumbre, si bien Jean eligió segar un campo cercano a la casa e Isabelle no lo siguió con el rastrillo como habría hecho de ordinario; Marie y ella se quedaron con Hannah en la casa y ayudaron a preparar la mermelada. Petit Jean y Jacob se colocaron detrás de su padre y de su abuelo, rastrillando el centeno para formar haces, Jacob apenas con la altura suficiente para manejar el rastrillo.

Dentro de la casa Isabelle y Hannah hablaban poco, las bocas cerradas por el vacío que había dejado Susanne. Dos veces dejó Isabelle de remover el contenido de la olla, mirando al vacío, y dejó escapar una maldición cuando trozos calientes de ciruelas le salpicaron los brazos. Finalmente Hannah la apartó del fuego.

– La miel es demasiado valiosa para que la echen a perder manos perezosas -murmuró.

Isabelle, que pasó a cocer cacharros de loza, salía a menudo hasta la puerta en busca de brisa fresca o para escuchar el silencio del valle. En una ocasión Marie la siguió y se colocó a su lado en el umbral, las manitas con manchas moradas de buscar entre las ciruelas las verdes y las podridas.

– Mamá -dijo con cuidado para no alzar la voz-. ¿Por qué se han marchado?

– Se han marchado porque tenían miedo -respondió Isabelle al cabo de un momento, limpiándose el sudor de las sienes.

– ¿Miedo de qué?

– De los hombres malos que querían hacerles daño

– ¿Los hombres malos vienen hacia aquí?

Isabelle escondió las manos bajo la ropa para que Marie no viese cómo temblaban.

No, chérie, creo que no. Pero estaban preocupados por Susanne y el niño que está a punto de nacer.

– ¿Veré pronto a Deborah?

– Sí.

Marie tenía los ojos del color azul claro de su padre y, para alivio de Isabelle, sus mismos cabellos rubios. Si hubieran sido rojos, se los habría teñido con zumo de nueces negras. Los brillantes ojos azules de Marie la miraban ahora confundidos, inseguros. Isabelle nunca le había mentido.


Pierre La Forêt se presentó a mediodía en el campo donde trabajaban, precisamente cuando Isabelle llevaba el almuerzo a los varones. Les dijo quiénes hablan huido; no demasiados, sólo aquellos con riqueza suficiente como para ser robados, o con hijas a las que violar o relacionados con el duque.

Reservó la noticia más sorprendente para el final. -Monsieur Marcel también se ha marchado -anunció con regocijo mal disimulado-. En dirección norte, más allá de Mont Lozére.

Todos callaron. Luego Jean recogió la guadaña.

– Regresará -se limitó a decir, volviéndose hacia el centeno. Pierre La Forêt contempló cómo reanudaba su rítmico vaivén, luego miró asustado a su alrededor, como si recordase de pronto que los soldados podían aparecer en cualquier momento, y se marchó deprisa, silbando a su perro.

Los Tournier no avanzaron mucho aquella mañana. Además de la ausencia de Bertrand y de Susanne, los jornaleros que Jean había contratado para la siega no se presentaron, temerosos de la relación de la granja con el duque. Los niños no habían sido capaces de mantener el ritmo de los mayores, así que de vez en cuando Jean o Etienne se habían visto forzados a dejar la guadaña y rastrillar durante algún tiempo.

– Dejadme rastrillar -sugirió ahora Isabelle, deseosa de escapar de Hannah y de la casa sofocante-, Tu madre… Mamá puede ocuparse ella sola de la mermelada. Y que la ayuden Jacob y Marie. Por favor -raras veces llamaba mamá a Hannah, sólo cuando hacía falta adularla un poco.

Afortunadamente los varones consintieron y se mandó a Jacob a la casa. Petit Jean e Isabelle siguieron detrás de las guadañas, rastrillando lo más deprisa que podían, atando las gavillas de centeno y apoyándolas de pie unas en otras para que se secaran. Trabajaban deprisa y el sudor les empapaba la ropa. De cuando en cuando Isabelle se detenía para mirar alrededor y escuchar. El cielo, ancho y vacío, amarilleaba debido a la calima. Parecía como si el mundo mismo hubiera hecho una pausa y esperase con La Rousse.

Fue Jacob quien los oyó. Avanzada ya la tarde apareció en el límite del campo, corriendo al máximo. Todos dejaron de trabajar para mirarlo y a Isabelle se le aceleró el corazón. Al llegar a donde estaban, se inclinó hacia adelante, las manos en los muslos, la respiración entrecortada.

– Ecoute, papá -fue todo lo que dijo cuando pudo hablar, haciendo gestos en dirección al valle. Los demás escucharon. En un primer momento Isabelle sólo oyó los pájaros y su propia respiración. Luego un ruido sordo surgió de la tierra.

– Diez. Diez caballos -anunció Jacob. Isabelle soltó el rastrillo, tomó a Jacob de la mano y echó a correr. Petit Jean era el más rápido; sólo nueve años, pero incluso después de un día de trabajo adelantaba a su padre con facilidad. Llegó al establo y se apresuró a correr los cerrojos. Etienne y Jean trajeron agua del arroyo cercano, mientras Isabelle y Jacob empezaban a cerrar los postigos.

Marie se quedó en el centro de la cocina, apretando contra el pecho una brazada de espliego. Hannah siguió trabajando junto al fuego, como ajena a la actividad que la rodeaba. Una vez que todos se reunieron alrededor de la mesa, la anciana se volvió y dijo con sencillez:

– Estamos seguros.

Fueron las últimas palabras que Isabelle le oyó pronunciar hasta el final de sus días.


Tardaron en aparecer.

La familia, sentada en silencio en torno a la mesa, en sus sitios habituales, no estaba comiendo. Dentro la oscuridad era casi total: un fuego sin llama en el hogar, no se habían encendido velas y la única luz entraba por las rendijas de los postigos. Isabelle ocupaba un banco, con Marie muy cerca, cogida de la mano, el espliego sobre el regazo. Jean se sentaba muy erguido a la cabecera de la mesa. Etienne se miraba las manos, convertidas en puños. Le temblaba la mejilla, pero, por lo demás, parecía tan impasible como su padre. Hannah se frotaba la cara y se apretaba el puente de la nariz con el pulgar y el índice, los ojos cerrados. Petit Jean había sacado la navaja, poniéndosela delante sobre la mesa. La tomaba una y otra vez, la hacía brillar, Probaba la hoja y la volvía a dejar. Jacob, tumbado en el banco donde se sentaban de ordinario Susanne, Bertrand Y Deborah, tenía un canto rodado en la mano. Los demás los llevaba en el bolsillo. Siempre le habían gustado los guijos de colores brillantes del Tarn, sobre todo los de color rojo intenso y amarillo. Los seguía guardando incluso cuando, ya secos, se convertían en marrones y grises apagados. Si quería ver sus verdaderos colores, los lamía.

A Isabelle le parecía que los huecos del banco los llenaban los fantasmas de su familia: su madre, su hermana, sus hermanos. Agitó la cabeza y cerró los ojos, tratando de imaginar dónde estaría ya Susanne, a salvo con la duquesa. Al no conseguirlo, pensó en el azul de la Virgen, el color que llevaba años sin ver pero que podía visualizar en aquel momento como si las paredes de la casa estuvieran pintadas con él. Respiró hondo y los latidos de su corazón se apaciguaron. Abrió los ojos. Los sitios vacíos alrededor de la mesa brillaban con luz azul.


Cuando llegaron los caballos se oyeron gritos y silbidos y, a continuación, unos golpes violentos en. la puerta que sobresaltaron a todos.

– Cantemos -dijo Jean, seguro de sí, antes de entonar, con su tranquila voz de bajo, las primeras notas-: J'ai mis en toi mon espérance: Garde-moi donc, Seigneur, D'eternel déshonneur. Octroye-moi ma délivrance, Par ta grande bonté haute, Qui jamais ne fit faute -todo el mundo se unió a excepción de Hannah: siempre había dicho que cantar era una frivolidad y prefería musitar las palabras entre dientes. Los niños cantaban con voces muy agudas, entre ataques de hipo en el caso de Marie, debido al miedo.

Terminaron el salmo con acompañamiento de ruido de postigos y un rítmico golpear en la puerta. Habían empezado a cantar otro cuando cesaron los golpes. Al cabo de un momento oyeron el ruido de un frotamiento contra la parte inferior de la puerta, seguido de un crepitar y de olor a humo. Etienne y Jean se levantaron y se acercaron. Etienne levantó un cubo de agua e hizo un gesto con la cabeza. Jean corrió en silencio el cerrojo y abrió ligeramente la puerta. Etienne arrojó fuera el agua en el mismo momento en que, empujada a patadas desde el exterior, la puerta se abría con violencia y una intensa llamarada se colaba en el interior. Dos manos agarraron a Jean por la garganta y la camisa, sacándolo fuera bruscamente, al tiempo que la puerta se volvía a cerrar tras él.

Etienne forcejeó, logró abrir otra vez y quedó envuelto en humo y fuego.

– ¡Padre! -gritó antes de desaparecer en el patio. En el interior se produjo un extraño silencio helado. Luego Isabelle se levantó tranquila, sintiendo que la luz azul la rodeaba y la protegía. Alzó a Marie.

– Agárrate a mí -le susurró, y Marie rodeó con los brazos el cuello de su madre y con las piernas su cintura, el espliego aplastado entre las dos. Isabelle tomó a Jacob de la mano y le hizo gestos a Petit Jean para que se cogiera de la otra. Como en un sueño, atravesó la habitación con los niños, corrió otro cerrojo y entró en el establo. Evitaron al caballo, que ahora se movía de lado y relinchaba por el olor a humo y el ruido de otros caballos en el patio. En el extremo más alejado del establo Isabelle descorrió el cerrojo de una puertecita que daba a la huerta. Juntos se abrieron camino entre coles y tomates, zanahorias, cebollas, hierbas aromáticas. La falda de Isabelle rozó las matas de salvia, que derramaron el familiar olor característico.

Al alcanzar la roca con forma de seta del fondo de la huerta se detuvieron. Jacob apoyó brevemente las manos en la piedra. Más allá había un campo en barbecho en el que pastaban las cabras, ahora seco y polvoriento después de un verano de intenso sol. Echaron a correr por él, los niños delante, Isabelle detrás, Marie todavía abrazada a ella.

A mitad de camino Isabelle se dio cuenta de que Hannah no los acompañaba y dejó escapar una maldición.

Llegaron sanos y salvos al castañar. En la cleda Isabelle dejó en el suelo a Marie y se volvió hacia Petit Jean.

– Tengo que volver a por Mémé. A ti se te da muy bien esconderte. Esperad a que regrese. Pero no os escondáis en la cleda; quizá le prendan fuego. Y si vienen hacia aquí y tenéis que correr, id hacia la casa de mi padre, a través de los campos, no por el camino. D'accord?

Petit Jean asintió con la cabeza y sacó la navaja del bolsillo, los ojos azules muy brillantes.

Isabelle se volvió para mirar. La granja ardía ya. Los cerdos chillaban y los perros aullaban, aullidos a los que contestaban otros perros por todo el valle. En el pueblo saben lo que sucede, pensó. ¿Vendrán a ayudar? ¿Se esconderán? Miró a los niños, Marie y Jacob con los ojos muy abiertos e inmóviles, Petit Jean recorriendo el bosque con la mirada.

Allez -dijo. Sin pronunciar una palabra, Petit Jean guió a los otros dos por entre la maleza.

Isabelle abandonó los árboles y bordeó el campo. A lo lejos veía el sitio donde habían trabajado aquel día: todos los haces de centeno que Petit Jean, Jacob y ella habían preparado juntos humeaban. Se oían gritos distantes y risas, un sonido que le erizó el vello de los brazos. Al acercarse más le llegó olor a carne quemada, algo a la vez familiar y extraño. Los cerdos, pensó. Los cerdos y… Cayó en la cuenta de lo que habían hecho los soldados.

– Sainte Vierge, aide-nous -musitó al tiempo que se santiguaba.

Había tanto humo en el extremo de la huerta que era como si hubiese caído la noche. Isabelle se deslizó entre las hortalizas y a mitad de camino encontró a Hannah de rodillas, abrazando una col contra el pecho, mientras las lágrimas abrían surcos en su rostro ennegrecido.

– Viens, Mémé -susurró Isabelle, rodeando con sus brazos los hombros de Hannah y alzándola-. Viens.

La anciana lloraba en silencio, y permitió que Isabelle la condujera hacia los campos cultivados. Por detrás oyeron a los soldados que entraban al galope en la huerta, pero la pared de humo las mantuvo ocultas. No se apartaron de la linde del campo, y siguieron la valla baja de granito que Jean había construido muchos años antes. Hannah se paraba una y otra vez para mirar hacia atrás, e Isabelle tenía que animarla, rodeándola con un brazo, tirando de ella.

El soldado surgió tan de repente que pareció como si Dios lo hubiera dejado caer del cielo. Lo habrían esperado por detrás; pero vino, en cambio, del bosque mismo al que se dirigían. Cruzó el campo a galope tendido, la espada levantada y, como Isabelle comprobó al tenerlo más cerca, con la sonrisa en los labios. Isabelle gimió y empezó a retroceder a trompicones, arrastrando a Hannah consigo.

Cuando el jinete estaba tan cerca que ya se olía su sudor, una masa gris se separó del suelo y se alzó, agitando distraídamente una pata trasera. El caballo se encabritó al instante, relinchando. El soldado perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo. Su corcel giró en redondo y se dirigió, descontrolado, por el campo hacia el castañar.

Hannah miró al lobo, luego a Isabelle y después otra vez al lobo, que las contempló tranquilamente, atentos los ojos amarillos. Ni siquiera miró al soldado, que yacía inmóvil.

– Merci -dijo Isabelle en voz baja, haciendo un gesto al lobo con la cabeza-. Merci, maman.

A Hannah se le abrieron mucho los ojos. Esperaron a que el lobo se diera la vuelta y se alejase al trote y desapareciese en el campo vecino después de saltar la valla de poca altura. Luego Hannah avanzó de nuevo. Isabelle empezó a seguirla, pero se detuvo y se volvió para mirar, contemplando fijamente al soldado y temblando. Al final se dio la vuelta y regresó junto a él con aire cansino. Apenas lo miró, pero se agachó junto a su espada y la estudió con atención. Hannah la esperó, cruzados los brazos, inclinada la cabeza.

Isabelle se alzó bruscamente.

– Nada de sangre -dijo.


Cuando llegaron al bosque Isabelle empezó a llamar a los niños en voz baja. A lo lejos oía al caballo sin jinete galopando entre los árboles. Supuso que había llegado al límite del bosque cuando cesó el ruido de los cascos Los niños no aparecían.

– Deben de haberse marchado -murmuró Isabelle-. No había sangre en la espada. Por favor, que hayan seguido adelante. Seguro que sí -repitió en voz más, alta para dar ánimos a Hannah.

Al no obtener respuesta, añadió:

– ¿Eh, Mémé? ¿No crees que han seguido adelante?

Su suegra se limitó a encogerse de hombros. Echaron a andar, atravesando campos, hacia la granja del padre de Isabelle, pendientes de los soldados, de los niños, del caballo, de cualquier cosa. Pero no encontraron nada.

Había oscurecido cuando llegaron, tambaleándose, al patio. La casa estaba a oscuras y cerrada a cal y canto, pero cuando Isabelle llamó con suavidad a la puerta y susurró «Papá, c'est moi», les dejaron entrar. Los niños estaban dentro, con su abuelo, a oscuras. Marie se puso en pie de un salto y corrió hacia su madre, apoyando la cara contra el costado de Isabelle.

Henri du Moulin hizo una breve inclinación Hannah, que miró en otra dirección. Luego se volvió hacia Isabelle.

– ¿Dónde están?

Isabelle negó con la cabeza.

– No lo sé. Creo… -miró a los niños y se interrumpió.

– Esperaremos -dijo su padre con tono grave.

– Sí.

Esperaron durante horas, los niños durmiéndose uno tras otro, los adultos sentados, inmóviles y a oscuras, en torno a la mesa. Hannah se mantenía muy erguida las manos unidas sobre la mesa y los ojos cerrados. Con cada nuevo ruido los volvía a abrir y miraba hacia la puerta.

Isabelle y su padre callaban. La hija contemplaba con tristeza lo que la rodeaba. Incluso a oscuras era evidente el deterioro de la casa familiar. Cuando Henri du Moulin supo que habían muerto sus dos hijos varones dejó de ocuparse de la granja: los campos permanecían en barbecho, había goteras, las cabras se escapaban, los ratones hacían sus nidos entre el grano. El interior de la casa estaba sucio y húmedo, pese al calor y la sequedad de la poca de la cosecha.

Isabelle oía correr a los ratones en la oscuridad.

– Necesitas un gato -susurró.

– Tenía uno -replicó su padre-, pero se fue. Aquí no se queda nadie.

Cuando estaba a punto de amanecer oyeron un movimiento en el patio, el ruido apagado de un caballo. Jacob se levantó deprisa.

– Es nuestro caballo -dijo.

Al principio no reconocieron a Etienne. A la figura que se balanceaba en el umbral no le quedaban más que unas pocas manchas de pelo chamuscado en el cuero cabelludo. Cejas y pestañas rubias habían desaparecido, le manera que sus ojos parecían flotarle en la cara sin sujeción alguna. Se le había quemado la ropa y estaba cubierto de hollín de pies a cabeza.

Todos se quedaron inmóviles a excepción de Petit Jean, que tomó una mano de aquella figura entre las suyas.

– Ven, papá-dijo, conduciendo a Etienne a uno de los bancos de la mesa.

Etienne hizo un gesto hacía su espalda.

– El caballo -susurró mientras se sentaba. El caballo esperaba pacientemente en el patio, los cascos envueltos en tela para apagar el ruido. Tenía quemadas la crin y la cola, pero por lo demás parecía ileso.

El pelo que le creció a Etienne -algunos meses después y a muchos kilómetros de distancia- era gris, Nunca recuperó ni las cejas ni las pestañas.


Etienne y Hannah siguieron inmóviles ante la mesa de Henri du Moulin, aturdidos, incapaces de pensar o de actuar. Isabelle y su padre trataron durante todo el día de hablar con ellos, pero sin éxito. Hannah no decía nada y Etienne se limitaba a anunciar que tenía sed o que estaba cansado; a continuación cerraba los ojos.

Isabelle, por fin, los sacó de la apatía gritando desesperada:

– Tenemos que marcharnos cuanto antes. Los soldados seguirán buscándonos y a la larga alguien les dirá que miren aquí.

Conocía a la gente del pueblo: eran leales. Pero si se les ofrecía lo suficiente, o se los amenazaba de verdad, revelarían un secreto, incluso a un católico.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Etienne.

– Quizá debáis esconderos en el bosque hasta que sea posible regresar sin peligro -sugirió Henri du Moulin.

– No podemos volver allí -replicó Isabelle- Las cosechas están arrasadas, la casa ya no existe. Sin el duque carecemos de protección frente a los católicos. Seguirán buscándonos. Y -eligió las palabras con cuidado, para convencerlos con su propio argumento- sin la casa nunca estaremos seguros.

Y además no quiero regresar a tanto sufrimiento, añadió para sus adentros.

Etienne y su madre se miraron.

– Podríamos ir a Alés -continuó Isabelle-. A reunirnos con Susanne y Bertrand.

– No -dijo Etienne con firmeza-. Tomaron su decisión, que fue abandonar esta familia.

– Pero… -Isabelle se interrumpió, temerosa de que una discusión echara a perder la poca influencia que aún le quedaba. Tuvo una visión repentina del vientre de Susanne abierto de un tajo por el soldado encontrado en el campo y comprendió que Bertrand había tomado la decisión correcta.

– La carretera de Alés será peligrosa -dijo su padre-. Podría suceder allí lo mismo que ha sucedido aquí.

Los niños habían escuchado en silencio. Pero ahora intervino Marie.

– Mamá, ¿dónde podemos estar a salvo? -preguntó-. Dile a Dios que queremos estar a salvo.

Isabelle asintió con un gesto de cabeza.

– Calvino -anunció-. Podemos ir con Calvino. A Ginebra, donde estaremos a salvo. Donde la Verdad es libre.


Esperaron a que cayera la noche, inquietos y acalorados. Isabelle hizo que los niños limpiaran la casa mientras ella cocía pan en la parrilla de la chimenea. Su madre, su hermana y también ella habían utilizado aquella parrilla todos los días; ahora tuvo que limpiarla de excrementos de ratones y telarañas. El hogar parecía no utilizarse nunca, y se preguntó qué comía su padre.

Henri du Moulin se negó a marcharse con ellos, aunque su relación con los Tournier lo convertía también en blanco de represalias.

– Ésta es mi granja -dijo con aspereza-. Los católicos no me van a echar de aquí.

Insistió en que se llevaran el carro, la única pertenencia de valor que aún le quedaba, además del arado. Lo limpió, reparó una de las ruedas y, para que pudieran sentarse, colocó la tabla en su sitio, sobre el armazón. Al hacerse de noche lo sacó al patio y lo cargó con un hacha, tres mantas y dos sacos.

– Castañas y patatas -le explicó a Isabelle.

– ¿Patatas?

– Para el caballo y para ti.

Hannah le oyó y manifestó su desagrado poniéndose tensa. Petit Jean, que sacaba el caballo del establo, se echó a reír.

– ¡Las personas no comen patatas, abuelo! Sólo los mendigos.

Al padre de Isabelle las manos se le hicieron puños.

– Ya verás cómo las agradeces cuando os saquen de un apuro, mon petit. Todos los seres humanos son pobres a los ojos de Dios.

Una vez preparados, Isabelle contempló a su padre con detenimiento, deseosa de aprenderse todas sus facciones para guardarlas siempre en la cabeza.

– Ten cuidado, papá -susurró-. Quizá vengan los soldados.

– Lucharé por la Verdad -replicó-. No tengo miedo -la miró y, alzando brevemente la barbilla, añadió-: Courage, Isabelle.

Su hija apretó las comisuras de la boca hasta conseguir una sonrisa que contuviera las lágrimas, luego le puso las manos en los hombros y, de puntillas, lo besó tres veces.

– Bah, has aprendido a besar como los Tournier -murmuró.

– Calla, papá. Ahora soy una Tournier.

– Pero tu apellido sigue siendo du Moulin. No lo olvides.

– No -hizo una pausa-. Acuérdate de mí.

Marie, que nunca lloraba, derramó lágrimas durante una hora después de que lo dejaran, inmóvil al borde del camino.


El caballo no podía con todos. Hannah y Marie se sentaban en el carro mientras los demás caminaban detrás, con Etienne o Petit Jean conduciendo al animal. A veces, uno de ellos subía al carro para descansar, y el caballo avanzaba más despacio.

Tomaron la dirección de Mont Lozére. La luna brillaba en el cielo, iluminándoles el camino, pero haciéndolos también más visibles. Cada vez que oían un ruido extraño se salían del camino. Finalmente alcanzaron la cumbre, el Col de Finiels, y escondieron el carro mientras Etienne, con el caballo, salía en busca de los pastores, que sin duda conocerían la ruta hacia Ginebra.

Isabelle, atenta a todos los ruidos, esperó junto al carro mientras los demás dormían. Sabía que muy cerca se hallaba el nacimiento del Tarn, que iniciaba allí su largo descenso montaña abajo. Nunca volvería a ver el río, nunca sentiría su contacto. En silencio, empezó a llorar por vez primera desde que el administrador del duque los despertara a media noche.

Entonces sintió unos ojos que la miraban, aunque no eran los ojos de un desconocido. Era una sensación familiar, la sensación del río en su piel. Al buscar con la vista, lo encontró recostado en una roca a muy poca distancia. El pastor no se movió cuando ella lo miró.

Después de secarse las lágrimas, se acercó a donde estaba. Se miraron fijamente. Isabelle extendió el brazo y le tocó la cicatriz de la mejilla.

– ¿Cómo te la hiciste?

– Me lo ha hecho la vida.

– ¿Cómo te llamas?

– Paul.

– Nos vamos. A Suiza.

Él asintió, calmándola con sus ojos oscuros.

– Acuérdate de mí.

Paul asintió de nuevo.

– Vamos, Isabelle -oyó susurrar a Etienne a su espalda-. ¿Qué haces ahí?

– Isabelle -repitió Paul en voz baja. Sonrió, los dientes brillantes bajo el claro de luna. Un instante después había desaparecido.


– La casa. El establo. Nuestra cama. La cerda con sus cuatro lechones. El cubo en el pozo. El chal marrón de Mémé. La muñeca que me hizo Bertrand. La Biblia.

Marie enumeraba todo lo que hablan perdido. Al principio Isabelle no la oía por el ruido de las ruedas. Luego entendió.

– ¡Calla! -exclamó.

Marie guardó silencio. O por lo menos dejó de enumerar en voz alta. Isabelle le veía el movimiento de los labios.

Nunca mencionaba al abuelo Jean.

Luego sintió una opresión en el pecho al pensar en la Biblia.

– ¿Estará todavía allí? -le preguntó en voz baja a Etienne. Habían alcanzado el río Lot, al fondo de la otra vertiente de Mont Lozére; Isabelle ayudaba a Etienne a guiar el caballo mientras cruzaban la corriente.

– Escondida en el nicho de la chimenea -añadió- Quizá la haya protegido del fuego. Nunca la encontrarán.

Su marido la miró cansinamente.

– No nos queda nada y papá ha muerto -replicó-. La Biblia no nos va a ayudar ahora. No tiene ningún valor para nosotros.

Pero las palabras de la Biblia lo valen todo, pensó Isabelle. ¿No son el motivo de que nos vayamos, precisamente esas palabras?


A veces, cuando Isabelle descansaba en el carro de espaldas al sentido de la marcha y contemplaba el camino que dejaban atrás, creía ver a su padre corriendo tras ellos. Entonces cerraba los ojos con fuerza un momento; cuando los volvía a abrir Henri du Moulin había desaparecido. A veces una persona de carne y hueso ocupaba su lugar, una mujer inmóvil junto al camino, hombres que segaban, rastrillaban o cavaban en los campos, alguien a lomos de un borrico. Todos se quedaban quietos y los miraban pasar.

A veces niños de la edad de Jacob les tiraban piedras y Etienne tenía que sujetar a Petit Jean para que no se peleara. Marie se ponía de pie en el extremo mismo del carro, mirando a aquellos desconocidos. Las piedras no la alcanzaban nunca. En una ocasión sí dieron a Hannah: solo cuando Etienne se volvió para hablar con ella, mucho después de que los muchachos hubieran desaparecido, vio las gotas de sangre que, desde lo alto de la cabeza, le caían por la mejilla. Su madre siguió mirando al frente mientras Isabelle se inclinaba para limpiarle suavemente la sangre con un trozo de tela humedecido.


Marie empezó a enumerar lo que veía.

– Un granero. Un cuervo. Un arado. Un perro. Y la aguja de una iglesia. Y un montón de heno ardiendo. Y una valla. Y un tronco. Un hacha. Un árbol. Y un hombre en el árbol.

Isabelle alzó los ojos cuando Marie guardó silencio. Lo habían colgado de la rama de un olivo pequeño que apenas soportaba su peso. Se detuvieron y contemplaron el cadáver, desnudo a excepción de un sombrero negro encajado hasta los ojos. El pene se le alzaba rígido como una rama. Luego Isabelle vio las manos rojas, examinó más detenidamente el rostro y se le cortó la respiración.

– ¡Es monsieur Marcel! -exclamó sin poder contenerse.

Etienne chasqueó la lengua y echó a correr, llevándose al caballo, y muy pronto dejaron atrás el olivo, aunque los niños volvieron varias veces la cabeza antes de que el cuerpo se perdiera de vista.

Después, durante unas cuantas horas, Marie no dijo nada. Más tarde empezó de nuevo a enumerar objetos, pero evitó mencionar cualquier cosa hecha por seres humanos. Cuando llegaron a un pueblo se limitó a repetir:

– Y está el suelo. El suelo -una y otra vez hasta que lo atravesaron.


Se habían detenido junto a un arroyo para que bebiera el caballo cuando apareció un anciano en la otra orilla.

– No os paréis aquí -dijo con brusquedad-. No paréis en ningún sitio hasta llegar a Vienne. Aquí está todo muy mal. Tampoco os acerquéis ni a Saint Etienne ni a Lyon.

Luego desapareció en el bosque.

No se detuvieron aquella noche. El caballo caminó pesadamente, exhausto, mientras Hannah y los niños dormían en el carro y Etienne e Isabelle se turnaban para guiar al animal. Durante el día se escondieron en un pinar. Cuando se hizo de noche, Etienne enganchó de nuevo el caballo y se pusieron otra vez en marcha. Unos instantes después, un grupo de hombres salió de entre los árboles a ambos lados del camino hasta rodearlos.

Etienne detuvo el caballo. Uno de los hombres encendió una antorcha; Isabelle vio las hachas y las horcas que llevaban. Etienne pasó el ronzal a Isabelle, buscó dentro del carro y sacó el hacha. Con cuidado apoyó la pala de acero en el suelo y sujetó con fuerza el extremo del mango.

Todo el mundo se quedó quieto. Sólo los labios de Hannah se movieron en una plegaria silenciosa.

Los hombres parecían indecisos sobre cómo empezar. Isabelle miró fijamente al de la antorcha, contemplando cómo su nuez subía y bajaba muy deprisa. Luego sintió un cosquilleo en la oreja: Marie se había acercado al costado del carro y le estaba cuchicheando algo.

– ¿Qué dices? -murmuró Isabelle, sin dejar de mirar al individuo de la antorcha y tratando de no mover los labios.

– El hombre del fuego. Háblale de Dios. Dile lo que Dios quiere que haga.

– ¿Qué quiere Dios que haga?

– Que sea bueno y que no peque -replicó Marie con firmeza-. Y dile que no nos vamos a quedar aquí.

Isabelle se humedeció los labios. Tenía la boca seca,

– Monsieur -empezó, dirigiéndose al individuo de la antorcha. Etienne y Hannah volvieron bruscamente la cabeza al sonido de su voz.

– Monsieur, vamos camino de Ginebra. No nos detendremos aquí. Por favor, permítannos pasar.

Los otros golpearon el suelo con los pies. Unos pocos rieron entre dientes. El de la antorcha dejó de tragar saliva.

– ¿Por qué tendríamos que hacerlo? -preguntó.

– Porque Dios no quiere que peque. Porque matar es pecado.

Estaba temblando y no pudo decir nada más. El hombre de la antorcha dio un paso adelante e Isabelle vio el largo cuchillo de caza sujeto al cinto.

Entonces habló Marie, y el metal de su voz resonó entre los árboles.

Notre Pére qui es aux cieux, ton nom soit sanctifié -exclamó.

El de la antorcha se detuvo.

Ton régne vienne, ta volonté soit faite sur la terre comme au ciel.

Una pausa, luego dos voces continuaron.

– Donne-nous aujourd'hui notre pain quotidien -la de Jacob sonaba como guijarros al pisarlos-. Pardonne-nous nos péches, comme aussi nous pardonnons ceux qui nous ont offencés.

Isabelle, después de respirar hondo, añadió su voz a la de los niños.

Et ne nous induis point dans la tentation, mais délivre-nous du malin; car á toi appartient le régne, la puissance, et la gloire á jamais. Amen.

El individuo de la antorcha siguió inmóvil entre ellos y el grupo de hombres. Miró fijamente a Marie, el silencio más denso que nunca.

– Si nos haces daño -dijo la niña-, Dios te hará daño a ti. Te hará mucho daño.

– ¿Y qué es lo que nos hará, ma petite?-preguntó el otro, divertido.

– ¡Calla, Marie! -susurró Isabelle.

– ¡Te arrojará al fuego! Y no morirás, no de inmediato. Caerás dentro y luego tus entrañas empezarán a rezumar y a cocerse. Y te crecerán los ojos más y más hasta que ¡plaf! ¡Explotarán!

Aquello no era una lección de monsieur Marcel. Isabelle recordó el episodio. Petit Jean había tirado una vez una rana al fuego y los niños se habían reunido en torno al hogar para presenciar su fin.

El hombre de la antorcha hizo algo que Isabelle nunca habría esperado de una persona así en semejante sitio: se echó a reír.

– Eres muy valiente, ma pauvre -le dijo a Marie-, pero un poco alocada. Me gustaría que fueses hija mía.

Isabelle apretó la mano de Marie y el otro lanzó una nueva carcajada.

– Pero ¿qué haría yo con una niña? -se preguntó entre dientes-. ¿Acaso sirven para algo?

Giró bruscamente la cabeza para mirar a sus compañeros y apagó la antorcha. Todos desaparecieron enseguida en el bosque.

La familia Tournier esperó mucho tiempo; nadie se presentó. Finalmente Etienne chasqueó la lengua y el caballo reemprendió la marcha, más despacio que antes.

Por la mañana Isabelle descubrió la primera hebra roja en el pelo de Marie. Se la arrancó y la quemó.

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