Cuando Rick y yo nos instalamos en Francia, supuse que mi vida cambiaría algo. Pero no sabía cómo. Para empezar, nuestro nuevo país era un banquete del que estábamos dispuestos a probar todos los platos. Durante la primera semana, mientras Rick afilaba los lápices en su nueva oficina, desempolvé mi francés de bachillerato y me dispuse a explorar la campiña de los alrededores de Toulouse en busca de una casa donde vivir. Queríamos un pueblo; un pueblo interesante. Recorrí carreteras comarcales en un Renault recién estrenado de color gris, y aceleré entre largas hileras de sicomoros. A veces, cuando me distraía un poco, me parecía estar en Ohio o en Indiana, pero el paisaje recobraba sus coordenadas en el momento en que veía una casa con techo de tejas rojas, contraventanas verdes y, en los alféizares, jardineras llenas de geranios. Por todas partes agricultores con monos de un color azul muy vivo trabajaban en campos espolvoreados por el verde pálido de abril y contemplaban el paso de mi automóvil por su horizonte. Yo sonreía y saludaba con el brazo; a veces me devolvían el saludo, vacilantes. «¿Quién era ésa?», probablemente se preguntaban. Vi muchos pueblos y los rechacé todos, en ocasiones por razones frívolas, pero en realidad porque buscaba un sitio que me hiciera un guiño, que me dijera que la búsqueda había terminado.
Para llegar a Lisle-sur-Tarn tuve que cruzar un puente largo y estrecho sobre el río, a cuyo final una iglesia y un bar señalaban el límite del pueblo. Dejé el coche junto al bar y eché a andar; cuando llegué al centro ya sabía que íbamos a quedarnos allí. Había encontrado una bastide, una fortaleza medieval; en otros tiempos, cuando se producían invasiones, los habitantes se reunían en la plaza del mercado y cerraban las cuatro entradas. Me situé en el centro de la plaza, junto a una fuente con matas de espliego alrededor, y me sentí acoplada y contenta.
La plaza tenía soportales por los cuatro lados, con tiendas en el piso bajo y arriba casas con los postigos cerrados. Los arcos eran de ladrillos largos y estrechos; los mismos ladrillos utilizados para los dos pisos altos de las casas, colocados horizontalmente o en diagonal, lo que, con ayuda de una argamasa de color rosa pálido, creaba esquemas decorativos entre vigas marrones.
Esto es lo que necesito, pensé. Ver esto todos los días me hará feliz.
Aunque las dudas surgieron de inmediato. Parecía absurdo decidirse porque un pueblo tuviera una hermosa plaza. Empecé a caminar de nuevo, en busca del factor decisivo, del guiño confidencial que me haría quedarme o irme.
No tardó mucho en aparecer. Después de explorar las calles de los alrededores, entré en la boulangerie de la plaza. La mujer de detrás del mostrador era baja y vestía una de las batas de color azul marino y blanco que se vendían a precio de saldo en todos los mercados de la zona. Cuando terminó con el cliente anterior se volvió hacia mí, ojos negros que me examinaron desde un rostro surcado de arrugas, y pelo recogido en la nuca.
– Bonjour, madame -dijo con la entonación cantarina que las francesas usan en las tiendas.
– Bonjour -respondí, mientras contemplaba el pan en las estanterías de detrás y pensaba: ésta será mi boulangerie de ahora en adelante. Pero cuando volví a mirar a mi interlocutora, con la esperanza de una cálida bienvenida, se esfumó mi confianza. Allí seguía, inmóvil detrás del mostrador, la cara como un escudo de piedra.
Abrí la boca; no salió nada. Tragué saliva. La panadera me miró fijamente y dijo:
– Oui, madame?-exactamente con el mismo tono que la primera vez, como si los últimos segundos de incomodidad no hubieran existido.
Vacilé y luego señalé las baguettes.
– Une -conseguí decir, aunque sonó más bien como un gruñido. El rostro de la panadera se modificó hasta alcanzar la rigidez de la desaprobación. Extendió la mano hacia atrás sin mirar, los ojos siempre clavados en mí.
– Quelque chose d 'autre, madame?
Por un momento me situé fuera de mí y me vi como debía de verme aquella mujer: extranjera, de paso, lengua espesa que tropieza con sonidos peculiares, necesitada de un mapa para situarse en un paisaje extraño y de una guía de bolsillo y un diccionario para comunicarse. Logró que me sintiera perdida en el momento mismo en que creía haber encontrado un hogar.
Contemplé el amplio surtido de la panadería, deseosa de demostrarle que no era tan ridícula como parecía. Señalé las quiches de cebolla y logré decir:
– Et un quiche -una fracción de segundo después supe que me había equivocado de artículo, tenía que haber usado el femenino une, y gemí para mis adentros.
La panadera introdujo una quiche en una bolsa pequeña y la dejó sobre el mostrador junto a la baguette.
– Quelque chose d' autre, madame?-repitió.
– Non.
Registró las compras en la caja. Le entregué el dinero en silencio y después me percaté, cuando depositó el cambio en una bandejita sobre el mostrador, que debería haberlo dejado allí en lugar de dárselo directamente. Fruncí el ceño. Era una lección que ya tendría que haber aprendido.
– Merci, madame -salmodió con rostro inescrutable y ojos de pedernal.
– Merci -murmuré.
– Au revoir, madame.
Me volví para marcharme, luego me detuve, penando que tenía que haber alguna manera de arreglar aquello. Miré a la panadera, que había cruzado los brazos sobre su amplio pecho.
– Je…, nous…, nous habitons prés d 'ici, lá-bas -mentí, señalando con gestos excesivos detrás de mí, apropiándome de un territorio en algún lugar de su pueblo.
La panadera hizo un gesto de asentimiento.
– Oui, madame. Au revoir, madame.
– Au revoir, madame -respondí, girando en redondo y saliendo de la tienda.
Ella, Ella, pensé mientras, alicaída, cruzaba la plaza, ¿qué haces, mentir para quedar bien?
– No mientas, entonces. Vente a vivir aquí. Enfréntate todos los días con Madame y sus croissants -murmuré, a modo de réplica. Cuando me encontré de nuevo junto a la fuente, arranqué unas hojas de una mata de espliego y las aplasté entre los dedos. El intenso aroma a bosque me dijo: Reste.
A Rick le encantó Lisle-sur-Tarn nada más verlo, e hizo que me sintiera más segura de mi elección al besarme y hacerme girar en el aire mientras me abrazaba. «¡Ajá!», les gritó a las casas antiguas.
– Para, Rick-dije yo. Era día de mercado y sentía todos los ojos clavados en nosotros-. Bájame -susurré.
Rick se limitó a sonreír y a abrazarme con más
– Un pueblo como los que a mí me gustan -dijo-. ¡Fíjate en la filigrana que han conseguido con esos ladrillos!
Lo recorrimos todo, señalando las casas que más nos gustaban. Volvimos a entrar en la boulangerie para comprar más quiches de cebolla. Me puse colorada cuando Madame me miró, si bien dirigió casi todos sus comentarios a Rick, que la encontró divertidísima y rió entre dientes sin que ella pareciera ofenderse en lo más mínimo. Me di cuenta de que encontraba apuesto a mi marido: en una tierra de cabellos oscuros muy cortos su coleta dorada era una novedad, y Rick no había perdido aún el moreno californiano. Conmigo se mostró cortés, pero detecté una hostilidad subyacente que me puso nerviosa.
– Es una lástima que las quiches sean tan buenas -le comenté a Rick al salir otra vez a la calle-. De lo contrario nunca volvería a poner los pies en esta panadería.
– Vamos, cariño, ya estás otra vez tomándote las cosas demasiado a pecho. No te me conviertas ahora en una típica paranoica de la Costa Este.
– Hace que me sienta fuera de lugar.
– Malas relaciones con el cliente. ¡Vaya! Será mejor conseguir un consultor de personal para que le dé un repaso.
Le obsequié con una sonrisa.
– Sí, me gustaría ver su expediente.
– Sin duda abarrotado de quejas. Está en su última etapa, eso es obvio. Compadécete un poco de esa pobrecilla.
Era tentador vivir en una de las casas antiguas de la plaza, o cercanas a ella, pero cuando descubrimos que ninguna se alquilaba me sentí secretamente aliviada: eran casas serias, para personas del pueblo ya establecidas. Encontramos, en cambio, un lugar no muy lejos del centro, tan sólo unos minutos a pie, una casa también antigua, pero sin el lujoso enladrillado, de paredes gruesas, tejado tradicional y un patinillo trasero protegido por un emparrado. No había patio delantero: la puerta principal daba directamente a la calle, bastante estrecha. La casa era oscura, aunque Rick me recordó que sería fresca en verano. Todas las demás viviendas que habíamos visto eran así. Una vez instalados, combatí la oscuridad dejando siempre abiertos los postigos, y sorprendí a mis vecinos mirando por las ventanas varias veces, hasta que aprendieron a refrenar su curiosidad.
Un día decidí sorprender a Rick: cuando volvió a casa del trabajo ya había sustituido el marrón apagado de los postigos por un cálido burdeos, y había colocado en las ventanas jardineras con geranios. Rick se detuvo delante de la casa sonriéndome mientras me asomaba por encima del alféizar, enmarcada por flores de color rosa, blanco y rojo.
– Bienvenido a Francia -le dije-. Bienvenido a casa.
Cuando mi padre supo que Rick y yo nos trasladábamos a Francia me animó a que escribiera a un primo lejano que vivía en Moutier, un pueblecito del noroeste de Suiza. Papá había visitado Moutier en una ocasión, mucho tiempo atrás.
– Te encantará, ten la seguridad -dijo una y otra vez cuando me llamó para darme la dirección.
– Papá, Francia y Suiza son dos países distintos. Es probable que no vaya nunca a Suiza.
– Claro, hija mía, pero siempre es bueno tener familia cerca.
– ¿Cerca? Moutier debe de estar a seiscientos o setecientos kilómetros de nuestro lugar de residencia.
– ¿Ves? Nada más que un día de viaje. Y eso es mucho más cerca de lo que estaré yo.
– Papá…
Apunta la dirección, Ella. Dame ese gusto.
¿Cómo podía decir que no? Tomé nota de lo que me decía y me eché a reír.
– ¡Qué cosa tan tonta! ¿Qué le escribo: «Hola, soy una prima lejana de la que nunca has oído hablar y estoy en Europa, por qué no nos vemos»?
– ¡Claro! Escucha, para empezar podrías preguntarle por la historia familiar, de dónde procedemos, qué hizo nuestra familia. Saca algún provecho de todo ese tiempo del que vas a disponer.
A papá lo movía la ética protestante del trabajo, y la perspectiva de que yo careciera de empleo le ponía nervioso. No se cansaba de sugerirme cosas útiles que podría hacer. Su preocupación alimentaba la mía: tampoco estaba habituada a disponer de tiempo libre; siempre había tenido que estudiar o que trabajar largas horas. No me resultó fácil acostumbrarme; durante una temporada dormí hasta tarde y anduve deprimida por la casa hasta que se me ocurrieron tres proyectos para mantenerme ocupada.
Empecé por trabajar con mi francés apolillado, e iba a Toulouse dos veces por semana para que me diese clases madame Sentier, una mujer mayor de ojos brillantes y cara estrecha de pájaro. Su acento era maravilloso y lo primero que hizo fue emprenderla con el mío. Detestaba que se descuidara la pronunciación y se ponía a gritarme si empezaba a decir oui de la manera indiferente que tienen muchos franceses y que consiste en mover apenas los labios y dejar que salga el sonido como un pato graznando Me hacía pronunciar con precisión, dar su valor a todas las letras y, al final, hacer silbar el aire a través de los dientes. Afirmaba categóricamente que la manera de decir las cosas era más importante que lo que se decía. Traté de razonar en contra de semejantes prioridades, pero no estaba a su altura.
– Si no pronuncia bien las palabras, nadie entenderá lo que diga -afirmaba-. Por añadidura, se darán cuenta de que es extranjera y no la escucharán. Los franceses son así.
Me abstuve de señalarle que también ella era francesa. De todos modos me caía bien, me gustaban sus opiniones y su mano firme, así que hacía sus ejercicios para la boca, moviendo los labios como si estuvieran hechos de goma de mascar.
Me animaba a hablar lo más posible, estuviera donde estuviese.
– Si se le ocurre algo, ¡dígalo! -exclamaba-. Da lo mismo lo que sea, aunque no tenga la menor importancia, dígalo. Converse con todo el mundo.
En ocasiones me hacía hablar sin parar durante un periodo determinado de tiempo, empezando por un minuto y ampliándolo hasta llegar a cinco. Me resultaba agotador e imposible.
– Piensa usted algo en inglés y luego lo traduce al francés palabra por palabra -señalaba madame Sentier-. Las lenguas no funcionan así. Tienen una forma más amplia. Lo que necesita es pensar en francés. Tiene que vaciar la cabeza del inglés. Piense todo lo que pueda en francés. Si no es capaz de pensar párrafos, confórmese con frases, o al menos con palabras. ¡Súmelas hasta conseguir grandes ideas! -y con un gesto englobaba la habitación entera y toda la inteligencia humana.
Le encantó descubrir que tenía familiares en Suiza; fue ella quien hizo que me sentara y les escribiera.
– Puede que fuesen originariamente de Francia, dese cuenta -me explicó-. Le vendrá muy bien informarse sobre sus antepasados franceses. Se sentirá más relacionada con este país y sus habitantes. Y entonces no le resultará tan difícil pensar en francés.
Me encogí de hombros interiormente. La genealogía era una de esas manías de las personas de mediana edad que yo identificaba enseguida con tertulias radiofónicas, con hacer punto y con quedarse en casa los sábados por la noche: algo que sin duda acabaría por probar, pero que no me corría ninguna prisa. Mis antepasados no tenían nada que ver con mi vida presente. Pero como estaba dispuesta a llevarle la corriente a mi profesora, organicé, como parte de mis tareas para casa, unas cuantas frases preguntándole a mi primo por la historia de nuestra familia. Madame Sentier revisó la gramática y la ortografía, y mandé la carta a Suiza.
Las lecciones de francés contribuyeron por otra parte a mi segundo proyecto.
– ¡Qué profesión tan maravillosa para una mujer! -cacareó madame Sentier al enterarse de que estaba estudiando para conseguir en Francia el título de comadrona-. ¡Qué trabajo tan noble!
La buena señora me caía demasiado bien para que me molestaran sus ideas románticas, de manera que no mencioné la desconfianza con que a mis colegas y a mí nos trataban médicos, hospitales, compañías de seguros e incluso mujeres embarazadas. Tampoco saqué a relucir las noches sin sueño, la sangre, la angustia cuando algo salía mal. Porque era un buen trabajo y tenía la esperanza de ejercer mi profesión en Francia una vez que hubiera asistido a los cursos y aprobado los exámenes correspondientes.
El tercer plan tenía un futuro incierto, pero sin duda me mantendría ocupada cuando llegara el momento.
A nadie le sorprendería: había cumplido veintiocho años, Rick y yo llevábamos dos casados y la presión por parte de todo el mundo, también por la nuestra, iba en aumento.
Una noche, cuando aún llevábamos pocas semanas viviendo en Lisle-sur-Tarn, salimos a cenar a uno de los buenos restaurantes locales. Hablamos despreocupadamente -sobre el trabajo de Rick, sobre lo que yo había hecho aquel día- mientras saboreábamos las crudités, el paté, la trucha del Tarn y el solomillo. Al traer el camarero la créme brûlée de Rick y mi tarte au citron, decidí que era el momento de hablar. Mordí la raja de limón que adornaba mi postre y noté su acidez en los labios.
– Rick -empecé, dejando el tenedor sobre el plato.
– Muy bueno el postre -dijo mi marido-. Sobre todo la parte brûlée. Ten, prueba un poco.
– No, gracias. Escucha, he estado pensando sobre unas cuantas cosas.
– Ah, ¿vamos a tener una conversación seria?
En aquel momento entró una pareja en el restaurante y se sentó en una mesa próxima a la nuestra. El vientre de la mujer marcaba una curva incipiente bajo el elegante vestido negro. Embarazo de cinco meses, pensé de manera maquinal, y muy bien llevado.
Bajé la voz.
– ¿Recuerdas que de vez en cuando hablamos de tener un hijo?
– ¿Quieres tenerlo ahora?
– Bueno, estaba pensándolo.
– De acuerdo.
– ¿De acuerdo con qué?
– Pongámonos a ello.
– ¿Así de sencillo? ¿Pongámonos a ello?
– ¿Por qué no? Queremos tener hijos. ¿Por qué darle más vueltas?
Me sentí defraudada, aunque conocía a Rick demasiado bien para que me sorprendiera su actitud. Siempre tomaba decisiones deprisa, incluso las más importantes; yo, en cambio, quería que fuesen más meditadas.
– En mi opinión… -busqué la manera de explicarlo-. Es algo parecido a saltar con paracaídas. ¿Te acuerdas de cuando lo hicimos el año pasado? Estaba en aquel avión diminuto y pensaba todo el tiempo: «Dos minutos y ya no podré decir no, un minuto aún para dar marcha atrás». Y luego: «Ya estoy balanceándome junto a la puerta abierta, pero todavía puedo decir que no». Después saltas y ya no puedes dar marcha atrás, independientemente de cómo reacciones ante la experiencia. Así me siento. Estoy junto a la puerta del avión.
– Yo sólo recuerdo la sensación fantástica de caer. Y la vista maravillosa mientras descendía flotando. ¡Estaba todo tan tranquilo allí arriba!
Me sorbí el interior de la mejilla y luego me metí en la boca un pedazo muy grande de tarta.
– Es una decisión importante -dije con la boca llena.
– Una decisión importante que ya está tomada -Rick se inclinó y me besó-. Hum, qué limón tan rico.
Más tarde, aquella noche, salí de casa a escondidas y fui hasta el puente. Mucho más abajo oía el río, pero estaba demasiado oscuro para ver el agua. Miré a mi alrededor; como no vi a nadie, saqué una caja de anticonceptivos y empecé a separar las píldoras, una a una, del revestimiento metálico. Desaparecieron camino del agua, diminutos destellos blancos que surcaban la oscuridad durante un segundo. Después de tirarlas todas estuve mucho tiempo apoyada en la barandilla, deseosa de sentirme distinta.
Aunque algo sí que cambió aquella noche. Fue la primera vez que tuve el sueño. Empezaba por un parpadeo un movimiento entre la oscuridad y la luz. No era negro, ni tampoco blanco; era azul. Soñaba en azul.
Se movía como si lo zarandease el viento, ondulaba hacia mí y luego se alejaba. Empezó a presionarme, más parecido a la presión del agua que de la piedra. Oía una voz que salmodiaba. Luego también recitaba yo, las palabras brotaban de mí. La otra voz empezó a llorar; luego era yo quien sollozaba. Lloré hasta que me fue imposible respirar. La presión del azul me rodeó por completo. Hubo un gran ruido sordo, como el estrépito de una puerta muy pesada cerrándose, y el azul fue reemplazado por un negro tan intenso que era como si nunca hubiera conocido la luz.
Las amigas me habían dicho que, cuando tratas de quedarte embarazada, hay que tener relaciones sexuales con mucha frecuencia o no tenerlas casi nunca. Se puede intentar todo el tiempo -a la manera en que un arma de fuego lo rocía todo de proyectiles con la esperanza de acertar alguna vez-, o se puede golpear de manera estratégica, ahorrando munición para el momento adecuado.
Al principio elegimos el primer procedimiento. Cuando Rick volvía a casa del trabajo hacíamos el amor antes de cenar. Nos íbamos pronto a la cama, nos despertábamos a primera hora e insistíamos, y procurábamos incluirlo en nuestro programa siempre que nos era posible. A Rick le encantaba aquella táctica, pero para mí era distinto. En primer lugar, nunca había hecho el amor porque pensara que debía hacerlo; siempre había sido porque me apetecía. Ahora, sin embargo, aquella actividad tenía una meta de la que no hablábamos pero que la convertía en calculada y reglamentada. Dejar de usar anticonceptivos también me produjo una sensación ambivalente: toda la energía dedicada a la prevención a lo largo de los años, todas las lecciones y precauciones inculcadas…,, ¿debía tirarlas por la borda en un momento? Había oído que la nueva situación podía ser un gran estímulo, pero en lugar de júbilo lo que sentía era miedo.
Sobre todo estaba agotada. Dormía mal, y noche tras noche me sentía arrastrada a una habitación llena de azul. No le dije nada a Rick, no lo desperté nunca ni le ex pliqué al día siguiente por qué estaba tan cansada. De ordinario se lo contaba todo; pero ahora tenía un obstáculo en la garganta y un cerrojo en los labios.
Una noche, tumbada en la cama, mientras contemplaba el azul que danzaba por encima de mí, me di cuenta por fin de que durante los diez últimos días las únicas noches sin pesadilla habían sido las dos sin relaciones sexuales. Una parte de mí sintió alivio ante aquel descubrimiento, me satisfizo hallar una explicación: estaba ansiosa por concebir, y eso era lo que provocaba la pesadilla. Saberlo hacía que todo fuera mucho menos aterrador.
Necesitaba dormir, de todos modos; tuve que pedir a Rick que redujéramos nuestra actividad sexual sin explicarle el motivo. No me atrevía a decirle que tenía pesadillas cada vez que hacíamos el amor.
Sí se me ocurrió, en cambio, cuando me llegó el periodo y quedó claro que no habíamos logrado nuestro propósito, sugerirle que intentáramos el sistema estratégico. Utilicé todos los argumentos de manual que conocía, sazonados con algunas palabras técnicas y traté de darle un tono alegre. Pareció decepcionado, pero cedió sin poner mala cara.
– Sabes de esto más que -yo dijo-. Sólo soy un sicario a sueldo. Dime lo que tengo que hacer.
Desgraciadamente, aunque la pesadilla se repitió con menos frecuencia, el daño estaba hecho: me resultaba mucho más difícil conciliar el sueño, y a menudo seguía despierta largo tiempo, en un estado de ansiedad sin motivo preciso, a la espera del azul, convencida de que, de todos modos, volvería en cualquier momento sin necesidad de que hiciéramos el amor.
Una noche -una noche estratégica- Rick empezó a besarme un hombro, descendió después por el brazo y de pronto hizo una pausa. Sentía sus labios detenidos por encima del pliegue del codo. Esperé, pero no continuó.
– Hum, Ella -dijo por fin. Abrí los ojos. Miraba fijamente el pliegue; al seguir con la vista su mirada, aparté el brazo bruscamente.
– Ah -me limité a exclamar. Examiné el círculo de piel escamosa, enrojecida.
– ¿Qué es?
– Psoriasis. La tuve una vez, a los trece años. Cuando mis padres se divorciaron.
Rick contempló la mancha, luego se inclinó hacia mí y me cerró los párpados con sendos besos.
Al abrirlos de nuevo capté el gesto de desagrado que le cruzó la cara antes de controlarse y de volver a sonreírme. A lo largo de la semana que siguió, comprobé, impotente, cómo se ensanchaba la zona afectada, para saltar luego al otro brazo y a los dos codos. Pronto me llegaría a los tobillos y a las pantorrillas.
Rick insistió en que fuese al médico. Acudí a la consulta de uno, joven y brusco, sin la típica palabrería que utilizan los médicos norteamericanos para tranquilizar a sus pacientes. Tuve que esforzarme mucho para entender su francés velocísimo.
– ¿Ha padecido esto antes? -preguntó mientras me examinaba los brazos.
– Sí, cuando era joven.
– ¿Pero no desde entonces?
– No.
– Cuánto tiempo lleva en Francia?
– Seis semanas.
– ¿Y va a quedarse?
– Sí, unos años. Mi marido trabaja para un estudio de arquitectos en Toulouse.
– Tiene hijos?
– No. Todavía no -me puse colorada. Cálmate, Ella, pensé. Tienes veintiocho años, no necesitas avergonzarte de nada relacionado con la vida sexual.
– ¿Y ahora trabaja usted?
– No. Es decir, trabajaba en Estados Unidos. Era comadrona.
Alzó las cejas.
– Une sage-femme? ¿Quiere practicar en Francia?
– Me gustaría trabajar, pero todavía no he conseguido permiso de trabajo. Por otra parte, el sistema sanitario es diferente aquí, de manera que tengo que pasar un examen para ejercer mi profesión. Así que estudio francés y en otoño empezaré un curso para comadronas en Toulouse y me prepararé para el examen.
– Parece cansada -cambió de conversación bruscamente, como para darme a entender que le hacía perder el tiempo al hablarle de mi carrera.
– He tenido pesadillas, pero… -me callé. No quería tratar de aquello con él.
– ¿Es usted desgraciada, madame Turner? -me preguntó más amablemente.
– No; desgraciada, no -respondí sin mucha convicción. A veces es difícil saberlo cuando estoy tan cansada, añadí para mis adentros.
– Ya sabe que la psoriasis se presenta a veces cuando no se duerme lo suficiente.
Asentí con la cabeza. Aquello era todo lo que había dado de sí el análisis psicológico.
Me receto una crema con cortisona, supositorios para reducir la inflamación y somníferos si los picores no me dejaban dormir, y me dijo que volviera al cabo de un mes. Cuando me marchaba ya, añadió:
– Y venga a verme si se queda embarazada. También soy obstétricien.
Me sonrojé de nuevo.
Mi fascinación con Lisle-sur-Tarn concluyó poco después de que dejara de dormir.
Era un pueblo hermoso y tranquilo, y se movía a un ritmo que yo sabía más sano que el mío habitual en Estados Unidos, además de que la calidad de vida fuese a todas luces mejor. Los productos agrícolas del mercado de los sábados en la plaza, la carne de la boucherie, el pan de la boulangerie. todo sabía más auténtico a cualquier persona criada, como yo, con insípidos alimentos de supermercado. En Lisle el almuerzo era aún la comida más importante del día, los niños corrían en libertad sin temor a desconocidos motorizados, y había tiempo para conversaciones intrascendentes. La gente nunca tenía tanta prisa como para renunciar a detenerse y charlar un momento con cualquiera.
Con cualquiera menos conmigo, he de confesarlo. Por lo que sabía, Rick y yo éramos los únicos extranjeros del pueblo y se nos trataba en consonancia. Las conversaciones se interrumpían cuando entraba en las tiendas, y al reanudarse tenía la seguridad de que el tema había pasado a ser algo inocuo. La gente era cortés conmigo, pero al cabo de varias semanas me seguía pareciendo que no había tenido una verdadera conversación con nadie. Me propuse saludar siempre a las personas a las que reconocía, y ellas me respondían, pero nadie me saludaba primero ni se paraba a hablar. Traté de seguir el consejo de madame Sentier y hablé en francés todo lo que pude, pero recibí tan pocos estímulos que se me secaron las ideas. Sólo cuando se producía una transacción, cuando estaba comprando cosas o pedía instrucciones para llegar a algún sitio, la gente del pueblo me obsequiaba con unas pocas palabras.
Recuerdo una mañana en la que tomaba café y leía la prensa en el bar de la plaza. Varias personas más estaban repartidas por las otras mesas. El dueño pasó entre todos, charlando y gastando bromas, al tiempo que daba caramelos a los niños. Yo ya había estado allí unas cuantas veces; nos hacíamos inclinaciones de cabeza, pero sin llegar a conversar. Sólo harán falta otros diez años, pensé con amargura.
Pocas mesas más allá, una mujer más joven que yo cuidaba de un bebé de cinco meses que, atado a un asiento de coche y colocado sobre una silla, agitaba un sonajero. La mujer llevaba unos pantalones vaqueros muy ajustados y reía de manera irritante. Pronto se levantó para entrar en el bar. El bebé no pareció darse cuenta de que se había marchado.
Me enfrasqué en Le Monde. Me forzaba a leer completa la primera página antes de pasar al International Herald Tribune. Era como vadear entre el barro: no sólo por el idioma, también por los muchos nombres que no reconocía y por los problemas políticos que desconocía. Incluso cuando entendía un artículo, eso no significaba necesariamente que me interesase.
Progresaba a duras penas con la noticia sobre una inminente huelga de correos -un fenómeno al que no estaba acostumbrada en Estados Unidos- cuando oí un ruido extraño o, más bien, un silencio. Alcé la vista. El bebé ya no agitaba el sonajero: se le había caído sobre el regazo. Se le empezó a arrugar la cara como una servilleta que se estruja después de una comida. Claro, ahora vienen las lágrimas, pensé. Miré hacia el bar: la madre estaba inclinada sobre el mostrador, hablando por teléfono y jugando, distraída, con un posavasos.
El bebé no lloró: la cara se le puso cada vez más roja, corno si lo estuviera intentando pero sin conseguirlo. Luego pasó a morado y finalmente a azul en muy poco tiempo.
Me levanté de un salto, y la silla se cayó para atrás con estrépito.
– ¡Se está ahogando! -grité.
Sólo me encontraba a tres metros de distancia, pero cuando llegué ya se había formado a su alrededor un corro le parroquianos. Un señor, acuclillado delante del bebé, le daba golpecitos en las mejillas azules. Traté de atravesar el círculo, pero el dueño del bar, de espaldas a mí, se interpuso una y otra vez.
– ¡Esperen, se está ahogando! -grité. Me enfrentaba con una muralla de hombros. Corrí al otro lado del círculo-. ¡Déjenme ayudar!
La gente a la que intentaba apartar me miró, rostros severos y fríos.
– Tienen que golpearle en la espalda, le falta el aire.
Me callé de pronto. Había hablado en inglés.
La madre reapareció, filtrándose entre la barricada de gente, y empezó a golpear frenéticamente la espalda del bebé, con demasiada fuerza, me pareció. Todo el mundo se quedó contemplándola, en medio de un silencio irreal. Me estaba preguntando cómo decir «maniobra de Heimlich» en francés, cuando el bebé tosió de repente y le salió disparado de la boca un caramelo de color rojo. Enseguida respiró de manera entrecortada y se echó a llorar, la cara otra vez de color rojo brillante.
Se oyó un suspiro colectivo y el círculo se deshizo. Noté que el dueño me miraba con frialdad. Abrí la boca para decir algo, pero se dio la vuelta, recogió su bandeja y entró en el bar. Recuperé mis periódicos y me marché sin pagar.
A partir de entonces me sentí incómoda en el pueblo. Evité aquel bar y a la mujer con su bebé. Me costaba trabajo mirar a las personas a los ojos. Mi francés perdió seguridad y mi acento empeoró.
Madame Sentier lo advirtió al instante.
– Pero ¿qué le ha sucedido? -preguntó-. ¡Había hecho tantos progresos!
Me vino a la cabeza la imagen de un círculo de hombros. No dije nada.
Un día, mientras esperaba mi turno en la boulangerie, oí decir a la cliente anterior que iba camino de «la bibliothéque», al tiempo que hacía un gesto como si se hallara a la vuelta de la esquina. La panadera le entregó un libro con tapas de plástico; era una novela rosa. Apresuré la compra de baguettes y de quiches, y reduje al mínimo mi torpe conversación ritual con Madame. Me escabullí y seguí a la otra clienta mientras hacía sus compras diarias por los comercios de la plaza. Se detuvo para saludar a varias personas y discutió con todos los tenderos mientras, sentada en un banco, yo la seguía con la vista por encima de mi periódico. Hizo paradas en tres lados de la plaza antes de entrar bruscamente en el ayuntamiento, que estaba en el cuarto. Doblé el periódico y apreté el paso, pero luego descubrí que tenía que detenerme en el vestíbulo y examinar amonestaciones de bodas y notificaciones de permisos de obras mientras ella ascendía con mucha dificultad un larguísimo tramo de escaleras. Yo las subí a continuación de dos en dos y me deslicé tras ella por la misma puerta. Al cerrarla a mi espalda, me encontré con el primer sitio del pueblo que me resultó familiar.
La biblioteca tenía exactamente la mezcla de sordidez y cómoda tranquilidad que me hacía apreciar las bibliotecas públicas de mi país. Aunque era pequeña -sólo dos habitaciones-, los techos altos y varias ventanas sin postigos creaban un ambiente inusualmente amplio y luminoso tratándose de un edificio tan antiguo. Varias personas alzaron la vista para mirarme, pero su escrutinio fue piadosamente breve y una tras otra volvieron a leer o a hablar entre sí en voz baja.
Miré a mi alrededor y luego me acerqué al escritorio principal para solicitar el carné de lectora. Una señora muy amable de mediana edad, con un elegante traje de color aceituna, me dijo que necesitaba presentar algún papel con mi dirección francesa como prueba de residencia. Me indicó además, con mucho tacto, dónde se encontraba un diccionario francés-inglés en varios volúmenes y una reducida sección de libros en mi idioma.
La segunda vez que visité la biblioteca no estaba la señora de mediana edad; encontré en su lugar a un individuo que hablaba por teléfono, los penetrantes ojos castaños fijos en algún punto de la plaza y una sonrisa burlona en el rostro anguloso. Era más o menos de mi estatura, llevaba pantalones negros, camisa blanca sin corbata, abrochada hasta el cuello y mangas recogidas por encima del codo. Un lobo solitario. Sonreí para mis adentros: será mejor evitarlo.
Cambié de rumbo para alejarme de él y me dirigí a la sección de libros en inglés. Tuve la sensación de que algunos turistas habían regalado a la biblioteca un montón de lecturas para vacaciones: vi sobre todo novelas románticas y de suspense. También había una buena selección de obras de Agatha Christie. Encontré una que no había leído Y luego eché una ojeada a la sección de novela francesa. Madame Sentier me había recomendado a Françoise Sagan como manera indolora de acostumbrarme a leer en francés; elegí Bonjour tristesse. Me dirigí hacia el escritorio principal, vi al lobo que estaba detrás, después examiné mis dos libros frívolos y me detuve. Regresé a la sección en inglés y añadí Retrato de una dama a mis lecturas.
Me entretuve un rato, estudiando minuciosamente un ejemplar de Paris-Match. Finalmente llevé los libros al escritorio. El bibliotecario me miró fijamente, hizo algún cálculo mental mientras examinaba los volúmenes y, sin el más mínimo asomo de sonrisa irónica, dijo en inglés:
– ¿Su carné?
Al diablo con él, pensé. Me molestó sobremanera aquella apreciación desdeñosa, el convencimiento de que yo no hablaba francés, de que tenía un aire demasiado americano.
– Me gustaría solicitarlo -repliqué en francés con mucho cuidado, tratando de pronunciar las palabras sin el menor rastro de acento.
Me tendió un formulario.
– Rellénelo -me ordenó en inglés.
Me molestó tanto su actitud que al escribir mi apellido puse Tournier en lugar de Turner. Luego empujé el impreso en su dirección, con gesto desafiante, junto con el permiso de conducir, una tarjeta de crédito y una carta del banco con mi dirección en Francia. El bibliotecario examinó los documentos que me identificaban y luego frunció el ceño ante el formulario.
– ¿Qué es esto de «Tournier»? -preguntó, repiqueteando con un dedo sobre mi apellido-. Es Turner, ¿verdad? ¿Como Tina Turner?
Seguí contestándole en francés.
– Sí, pero el apellido de mi familia era originariamente Tournier. Lo cambiaron al emigrar a Estados Unidos. En el siglo XIX. Quitaron la «o» y la «i» para que fuera más americano -era un detalle de mi historia familiar del que estaba informada y del que me enorgullecía, pero que no impresionó a mi interlocutor-. Muchas familias cambiaron sus apellidos al emigrar… -se me fue apagando la voz y aparté la vista de sus ojos burlones.
– Su apellido es Turner, de manera que en el carné debe aparecer Turner, ¿no es así?
Me pasé al inglés.
– Como…, como ahora vivo aquí, pensé que podía empezar a usar Tournier.
– Pero no tiene carné ni documento alguno con el apellido Tournier, ¿no es eso?
Moví la cabeza y fruncí el ceño mientras miraba los montones de libros, los codos apretados contra los lados del pecho. Para vergüenza mía, los ojos se me empezaron a llenar de lágrimas.
– Da lo mismo, carece de importancia -murmuré entre dientes. Teniendo cuidado de no encontrarme con su mirada, recogí los carnés y la carta, di media vuelta y me abrí paso hasta la salida.
Por la noche, al abrir la puerta de nuestra casa para ahuyentar a dos gatos que se peleaban en la calle, me tropecé con un montón de libros en los escalones de la entrada. Tenían encima el carné y su titular era Ella Tournier.
Tardé en volver a la biblioteca, dominando el impulso de hacer un viaje especial para agradecer su gesto al bibliotecario. No había aprendido aún a dar las gracias a los franceses. Cuando compraba algo, parecían darme las gracias demasiadas veces durante la transacción y nunca estaba segura de su sinceridad. Era difícil analizar el tono de voz. Pero el sarcasmo del bibliotecario no había dejado lugar a dudas; no me lo imaginaba aceptando mi gratitud de buen talante.
Unos días después de que apareciera el carné delante de mi casa, caminaba por la carretera junto al río cuando lo vi sentado al sol en el bar del puente, un sitio donde me estaba aficionando a ir a tomar café. Parecía hipnotizado por el agua que corría mucho más abajo. Me detuve, tratando de decidir si le dirigía la palabra o no, preguntándome si podría pasar discretamente por delante sin que se diera cuenta. Alzó la vista y me sorprendió contemplándolo. No cambió de expresión; miró como si sus pensamientos estuvieran muy lejos.
– Bonjour-dije, sintiéndome muy estúpida.
– Bonjour -se removió ligeramente en la silla e hizo un gesto invitándome a que me sentara a su lado-. Café?
Tuve un momento de
– Oui, s'il vous plait -dije por fin. Me senté y él hizo un gesto al camarero. Durante un instante me sentí terriblemente avergonzada, y dirigí los ojos hacia el Tarn para no tener que mirarlo. Era un río grande, de unos cien metros de ancho, verde, plácido y en apariencia inmóvil. Pero al contemplarlo advertí que había una ligera ondulación en el agua; seguí mirándolo y advertí destellos ocasionales de una sustancia oscura, herrumbrosa, que subía hasta la superficie y luego volvía a desaparecer. Fascinada, seguí aquellas manchas rojas con la mirada.
El camarero se presentó con el café en una bandeja plateada, tapándome la vista del río. Me volví hacia el bibliotecario.
– Ese color rojo del Tarn, ¿qué es? -le pregunté en francés.
Me respondió en inglés.
– Depósitos de arcilla procedentes de las colinas. No hace mucho hubo un desprendimiento de tierras que dejó al descubierto la capa arcillosa, y una parte acaba siempre en el río.
Sentí la necesidad de volver a mirar el agua. Sin apartar los ojos de la arcilla, me pasé al inglés.
– ¿Cómo se llama?
– Jean-Paul.
– Gracias por el carné de la biblioteca, Jean-Paul. Ha sido muy amable por su parte.
Se encogió de hombros y me alegré de no haber dado demasiada importancia a su gesto.
Estuvimos un buen rato sin hablar, bebiéndonos el café y mirando al río. El sol de finales de mayo calentaba bastante, y me hubiera gustado quitarme la chaqueta, pero no quería que me viera las manchas de psoriasis en los brazos.
– ¿Por qué no está en la biblioteca? -le pregunté con brusquedad.
Alzó la vista.
– Es miércoles. La biblioteca está cerrada.
– Ah. ¿Cuánto tiempo hace que trabaja allí?
– Tres años. Antes estaba en una biblioteca de Nîmes.
– Entonces, ¿es ésa su profesión? ¿Bibliotecario? Me miró de reojo mientras encendía un cigarrillo.
– Sí. ¿Por qué lo pregunta?
– Es sólo… que no tiene aspecto de bibliotecario.
– ¿De qué tengo aspecto?
Me paré a mirarlo. Llevaba unos vaqueros negros y una camisa de algodón de color asalmonado; en el respaldo de la silla estaba doblado un blazer negro.
– De gángster -repliqué-. Aunque le faltan las gafas oscuras.
Sonrió apenas y dejó que el humo se le saliera de la boca hasta formar una cortina azul en torno a la cara.
– ¿Qué es lo que dicen ustedes los americanos? ¿«No hay que juzgar un libro por su portada»?
Le devolví la sonrisa.
– Touché.
– ¿Y usted por qué está en Francia, Ella Tournier?
– Mi marido trabaja de arquitecto en Toulouse,
– ¿Y usted por qué está aquí?
– Queríamos probar cómo nos iba en un pueblo y olvidarnos de las grandes ciudades. Antes vivíamos en San Francisco y yo me crié en Boston, así que un pueblo me pareció que podía ser un cambio interesante.
– Le he preguntado por qué está usted aquí.
– Oh -hice una pausa-. Porque está mi marido.
Alzó las cejas y aplastó la colilla de su pitillo.
– Quiero decir que quería venir. Me parecía bien cambiar.
– ¿Le parecía bien y todavía le parece bien?
Resoplé.
– Su inglés es excelente. ¿Dónde lo aprendió?
– Viví dos años en Nueva York. Estudiaba biblioteconomía en la Universidad de Columbia.
– ¿Vivía en Nueva York y después se vino aquí?
– A Nîmes primero y después aquí, sí -me obsequió con una sonrisita-. ¿Por qué le parece tan sorprendente, Ella Tournier? Éste es mi hogar.
Me habría gustado que dejara de decir Tournier. Me miraba con el mismo gesto burlón que le había visto en la biblioteca, impenetrable, condescendiente. Me habría gustado verle la cara mientras preparaba mi carné de lectora: ¿había sido también un acto de suficiencia?
Me levanté de golpe y hurgué en el bolso en busca de unas monedas,
– Ha sido un placer, pero me tengo que ir -dejé el dinero sobre la mesa. Jean-Paul lo miró, frunció el ceño y movió la cabeza casi imperceptiblemente. Me puse colorada, lo recogí y me volví para marcharme.
– Au revoir, Ella Tournier. Que disfrute con Henry James.
Me di la vuelta.
– ¿Por qué insiste en utilizar mi apellido de esa manera?
Se recostó en el asiento, el sol en los ojos, de manera que no veía su expresión.
– Para que se acostumbre a él. De ese modo llegará a convertirse en su apellido.
Retrasada por la huelga de correos, la respuesta de mi primo llegó el primero de junio, un mes después de escribirle yo. Jacob Tournier había llenado dos páginas de garabatos de gran tamaño, casi indescifrables. Saqué el diccionario y me puse a trabajar con la carta, pero era tan difícil de leer que después de buscar varias palabras sin éxito, renuncié y decidí recurrir al diccionario más grande de la biblioteca.
Cuando entré, Jean-Paul hablaba en su mesa con otra persona. No hubo cambio en su actitud ni en su expresión, pero noté, con una satisfacción que me sorprendió, que me miraba al pasar por delante. Me llevé los volúmenes del diccionario a una mesa y me senté de espaldas, molesta conmigo misma por estar tan pendiente de él.
El diccionario de la biblioteca me ayudó más, pero seguía habiendo palabras que no encontraba y otras muchas que era incapaz de leer. Después de pasarme quince minutos con un párrafo, me recosté en el asiento, aturdida y frustrada. Entonces vi a Jean-Paul, recostado en la pared a mi izquierda, contemplándome con la expresión irónica que hacía que me dieran ganas de abofetearlo. Me puse en pie de un salto y le entregué la carta, murmurando:
– Ahí tiene, ¡hágalo usted!
Tomó la carta, la examinó rápida mente y asintió con la cabeza
– Déjemela -dijo- Nos vemos el miércoles en el bar.
El día señalado lo encontré en la misma mesa y en la misma silla, pero las nubes impedían ver el cielo y en el río no había depósitos de arcilla que salieran a la superficie. Me senté frente a él y no a su lado, de manera que el agua me quedaba a la espalda y teníamos que mirarnos al hablar. Detrás de Jean-Paul veía el bar vacío: el camarero, que leía un periódico, alzó la vista al sentarme yo, y abandonó la lectura cuando le hice un gesto con la cabeza.
No hablamos mientras esperábamos el café. Por mi parte estaba demasiado cansada para decir trivialidades; era el momento estratégico del mes y la pesadilla me había despertado tres noches seguidas. Ninguna de las tres veces había conseguido conciliar el sueño y me tocó escuchar, hora tras hora, la tranquila respiración de Rick. Recurrí a echarme siestas muy breves por la tarde, pero hacían que me sintiera indispuesta y desorientada. Por primera vez empezaba a entender la expresión que había visto en la cara de madres recientes con las que había trabajado: el desconcierto y el agotamiento de alguien privado de sueño.
Después de que llegara el café, Jean-Paul colocó la carta de Jacob Tournier sobre la mesa.
– Hay algunas expresiones suizas en el texto -dijo- que quizá no entienda usted. Y la letra es difícil, aunque las he visto peores -me pasó una hoja con una traducción cuidadosamente escrita.
Mi querida prima:
¡Qué alegría recibir tu carta! Me acuerdo bien de tu padre y de su breve visita a Moutier hace ya mucho tiempo y es un placer tener noticias de su hija.
Siento haber tardado en responder a tus preguntas, pero requerían que examinara las anotaciones de mi abuelo, muy antiguas, sobre los Tournier. Has de saber que era él quien sentía un gran interés por la familia, y que investigó mucho. Preparó, de hecho, un árbol genealógico, pero es difícil leerlo o reproducirlo para ti en esta carta, de manera que tendrás que venir a visitarnos para verlo.
De todos modos, puedo proporcionarte algunos datos. El primer Tournier que aparece en un registro de tropas de Moutier es un tal Etienne Tournier, en el año 1576. Luego, en 1590, está registrado el bautizo de otro Etienne, hijo de Jean Tournier y de Marthe Rougemont. Quedan muy pocos documentos de aquella época, pero más adelante hay muchas menciones a los Tournier, y el árbol genealógico se hace cada vez más frondoso desde el siglo XVIII en adelante.
Los Tournier han tenido muchas ocupaciones: sastres posaderos, relojeros, maestros. A un Jean Tournier, incluso, lo eligieron alcalde a principios del siglo XIX.
Preguntas por nuestros orígenes franceses. Mi abuelo decía a veces que la familia procedía originariamente de las Cevenas. Ignoro dónde obtuvo esa información.
Me complace que te intereses por tus antepasados y espero que nos visites pronto con tu marido. Un nuevo miembro de la familia Tournier es siempre bienvenido en Moutier.
Tuyo, etcétera.
Jacob Tournier.
Levanté la vista.
– ¿Dónde está Cevenas? -pregunté.
Jean-Paul señaló por encima de mi hombro.
– Al noreste de aquí. Es una zona montañosa al norte de Montpellier y al oeste del Ródano. Alrededor del Tarn y hacia el sur.
Me agarré al único dato geográfico que me resultaba familiar.
– ¿Este Tarn? -señalé con la barbilla al río d e bajo de nosotros, con la esperanza de que no hubiera advertido mi confusión: pensar que Cevenas era una ciudad.
– Sí. Es muy distinto hacia el este, más cerca de su nacimiento. Mucho más estrecho y más rápido.
– ¿Y dónde está el Ródano?
Me miró un instante, luego se buscó una pluma en el bolsillo de la chaqueta y rápidamente esbozó el contorno de Francia en una servilleta de papel. La forma me recordó la cabeza de una vaca: los extremos este y oeste; las orejas; la parte superior, los mechones de pelos entre las orejas; y la frontera con España, el morro cuadrado. Jean-Paul señaló con puntos París, Toulouse, Lyon, Marsella, Montpellier, y trazó dos líneas serpenteantes, vertical y horizontal, para el Ródano y el Tarn. Después añadió otro punto cerca del Tarn, a la derecha de Toulouse, para señalar Lisle-sur-Tarn. Finalmente trazó un círculo que encerraba parte del carrillo izquierdo de la vaca por encima de la Riviera.
– Eso son las Cevenas.
– ¿Me está diciendo que los Tournier eran de una región cercana?
Jean-Paul resopló.
– De aquí a las Cevenas hay al menos doscientos kilómetros. ¿Eso le parece cerca?
– Lo es para un americano -repliqué, poniéndome a la defensiva, aunque me daba cuenta de que no hacía mucho había reñido a mi padre por llegar a la misma conclusión-. Algunos de mis compatriotas recorren más de ciento cincuenta kilómetros para ir a una fiesta. En cualquier caso, es una coincidencia asombrosa que, en este gran país de ustedes -hice un gesto para abarcar toda la cabeza de la vaca-, mis antepasados procedieran de un lugar muy próximo a donde vivo ahora.
– Una coincidencia asombrosa -repitió Jean-Paul de una manera que me hizo pensar que hubiera sido mejor prescindir de aquel adjetivo.
– Quizá no sea demasiado difícil conseguir información sobre ellos, dada la proximidad -me había acordado de madame Sentier y de su convencimiento de que saber más sobre mis antepasados haría que me sintiera mejor en Francia-. Podría ir allí y… -no supe cómo seguir. ¿A hacer qué, exactamente?
– Tan sólo sabe que, según su primo, y de acuerdo con la historia familiar, sus antepasados procedían de las Cevenas. No es una información segura, por tanto. Nada muy concreto -se recostó en la silla, sacudió la cajetilla para sacar un cigarrillo que cayó en la mesa y lo encendió con movimientos muy fluidos-. Posee, por otra parte, información sobre sus antepasados suizos, sabe que existe un árbol genealógico y que han conseguido remontarse hasta 1576. Más de lo que la mayoría de las personas sabe acerca de su familia. ¿No le parece bastante?
– Pero estaría bien escarbar un poco. Investigar. Podría examinar registros o algo parecido.
Le pareció divertido.
– ¿Qué clase de registros, Ella Tournier?
– Bueno, partidas de nacimiento. Certificados de defunción. Bodas. Ese tipo de cosas.
– ¿Y dónde va a encontrar esos registros?
Alcé las manos.
– No lo sé. Eso es asunto suyo. ¡El bibliotecario, es usted!
– De acuerdo -la mención de su trabajo profesional pareció afectarle e hizo que se enderezara en la silla-. Podría empezar por los archivos de Mende, que es la capital de Lozére, uno de los départements de las Cevenas. Pero creo que no entiende bien la palabra «investigación», que usa tan despreocupadamente. No hay mucho registros del siglo XVI. No se llevaban de la manera en que los gobiernos empezaron a hacerlo después de la Revolución. Es cierto que había registros eclesiásticos, pero se destruyeron muchos durante las guerras de religión Y en especial los de los hugonotes. De manera que es muy; poco probable que encuentre algo sobre los Tournier si va Mende.
– Espere un momento. ¿Cómo sabe que eran… hugonotes?
– La mayoría de los franceses que se marcharon a Suiza por entonces eran hugonotes que buscaban un sitio seguro, o que querían estar cerca de Calvino en Ginebra. Hubo dos oleadas principales de emigración, en 1572 y en 1685, la primera después de la Noche de San Bartolomé y la segunda al revocarse el edicto de Nantes. Puedo informarse sobre los hugonotes en la biblioteca. No querrá que le haga yo todo el trabajo -añadió, burlón.
Pasé por alto la pulla. Empezaba a gustarme la idea de explorar una parte de Francia donde era posible que tuviera antepasados.
– ¿Cree que puede merecerme la pena ir a los archivos de Mende? -le pregunté, ingenua, llena de optimismo.
Lanzó hacia lo alto el humo de su cigarrillo.
– No.
Mi decepción debió de ser muy visible, porque Jean-Paul, impaciente, golpeó la mesa con un dedo y dijo:
– No se desanime, Ella Tournier. No es tan fácil descubrir el pasado. Ustedes, los americanos que vienen aquí buscando sus raíces, creen que lo encontrarán todo en veinticuatro horas, ¿no es eso? Luego van al sitio, sacan una fotografía y se dan por satisfechos. Se sienten franceses por un día, ¿verdad? Y al siguiente se ponen a buscar antepasados en otros países. De esa manera se apropian del mundo entero.
Recogí el bolso y me puse en pie.
– Ya veo que todo esto le parece muy divertido -dije con tono cortante-. Gracias por el consejo. He aprendido mucho sobre el optimismo francés -con toda mención tiré sobre la mesa una moneda que rodó más allá del codo de Jean-Paul y cayó al suelo, donde rebotó varias veces sobre el cemento.
Me tocó el codo cuando empezaba a alejarme.
– Espere, Ella. No se vaya. No me daba cuenta de que la estaba ofendiendo. Sólo trataba de ser realista.
Me volví hacia él.
– ¿Por qué tendría que quedarme? Es usted arrogante y pesimista y se burla de todo lo que hago. Manifiesto un ligero interés por mis antepasados franceses y usted se comporta como si me estuviera tatuando la bandera francesa en el trasero. Ya me resulta bastante difícil vivir aquí sin necesidad de que venga usted a hacer que me sienta todavía más extranjera -intenté marcharme una vez más, pero para sorpresa mía descubrí que estaba temblando; me sentí tan mareada que tuve que agarrarme a la mesa.
Jean-Paul se levantó de un salto y me ofreció una silla. Mientras me dejaba caer llamó al camarero, dentro!el bar.
– Un verre d 'eau, Dominique, vite, s'il te plait.
El agua y respirar hondo varias veces me ayudó. Me abaniqué con las manos; tenía la cara roja y estaba sudando. Jean-Paul se sentó frente a mí y me examinó detenidamente.
– Quizá no esté de más que se quite la chaqueta -sugirió discretamente; por primera vez su voz era amable.
– Ten… -pero no era momento para timideces y estaba demasiado cansada para discutir; mi enfado se había evaporado al sentarme. Me quité la chaqueta de mala gana-. Padezco psoriasis -anuncié sin darle importancia, para no tener que avergonzarme por el aspecto de mis brazos-. El médico dice que se debe al estrés y a la falta de sueño.
Jean-Paul contempló las manchas de piel escamosa como si fueran una peculiar pintura moderna.
– ¿No duerme? -preguntó.
– Tengo pesadillas. Bueno, una pesadilla.
– ¿Y se lo ha contado a su marido? ¿A sus amigas?
– No se lo he contado a nadie.
– ¿Por qué no habla con su marido?
– No quiero que piense que soy desgraciada en Francia -no añadí que Rick podía sentirse inseguro por la relación del sueño con el acto sexual.
– ¿Es desgraciada?
– Sí -dije, mirándole a los ojos. Fue un descanso decirlo.
Asintió con un gesto de cabeza.
– ¿Y en qué consiste esa pesadilla? Descríbamela.
Miré hacia el río.
– Sólo recuerdo trozos. No es una historia completa. Hay una voz…, no, dos; una habla en francés, la otra llora, un llanto de verdad histérico. Todo ello en medio de la niebla, como si el aire fuese muy denso, como agua. Y al final el ruido sordo de un golpe, como una puerta que se cierra. Y sobre todo está el azul por todas partes. En todos los sitios. No sé qué es lo que me asusta tanto, pero cada vez que tengo ese sueño quiero volverme a Estados Unidos. Me asusta más el ambiente que lo que sucede. Y el hecho de que se repite, de que no me lo quito de encima, como si fuese a seguir conmigo toda la vida. Eso es lo peor de todo -guardé silencio. No me había dado cuenta de las ganas que tenía de contárselo a alguien.
– ¿Quiere volver a Estados Unidos?
– A veces. Luego me da mucha rabia que me asuste un sueño.
– ¿Qué aspecto tiene el azul? ¿Como ése? -señaló un cartel para anunciar unos helados que se vendían en el bar. Negué con la cabeza.
– No, demasiado brillante. Quiero decir que el azul del sueño es fuerte. Muy intenso. Pero es brillante y sin embargo también oscuro. No conozco los términos técnicos para describirlo. Refleja muchísimo la luz. Es muy hermoso pero en el sueño me entristece. También me llena de júbilo. Es como si tuviera dos facetas. Y resulta curioso que me acuerde del color. Siempre creí que soñaba en blanco y negro.
– ¿Y las voces? ¿Quiénes son?
– No lo sé. A veces es mi voz. A veces me despierto y era yo quien decía las palabras. Casi las oigo, como si acabaran de apagarse sus ecos en la habitación.
– ¿Qué palabras son ésas? ¿Qué es lo que dice?
Pensé unos momentos, luego negué con la cabeza.
– No lo recuerdo.
Me miró fijamente.
– Inténtelo. Cierre los ojos.
Hice lo que me decía y permanecí inmóvil todo el tiempo que pude, con Jean-Paul en silencio a mi lado. Precisamente cuando estaba a punto de renunciar, un fragmento se me pasó por la cabeza.
– Je suis un pot cassé -dije de repente.
Abrí los ojos.
– ¿«Soy una olla rota»? ¿De dónde ha salido eso?
Jean-Paul pareció sorprendido
– ¿No recuerda nada más?
Cerré los ojos otra vez.
– Tu es ma tour et forteresse -murmuré por fin.
Abrí los ojos. El rostro de Jean-Paul presentaba arrugas de concentración y parecía haberse ido muy lejos. Me di cuenta de que su cerebro trabajaba, de que recorría la vasta llanura de la memoria, de que escudriñaba y rechazaba, hasta que algo hizo clic y regresó a mi lado. Fijó la mirada en el anuncio de los helados y empezó a recitar:
Entre tous ceux-là qui me haient
Mes voisins j 'aperçois
Avoir honte de moi:
Il semble que mes amis aient
Horreur de ma rencontre,
Quand dehors je me montre.
Je suis hors de leur souvenance,
Ainsi qu un trespassé.
Je suis un pot casse [1]
Mientras Jean-Paul hablaba yo, sentía una opresión en la garganta y detrás de los ojos una pena muy honda. Me agarré con fuerza a los brazos del asiento, apretando mucho el cuerpo contra el respaldo como para apuntalarme. Cuando Jean-Paul terminó, tuve que tragar Para aligerarme 1a garganta.
– ¿Qué es? -pregunté en voz baja.
– El salmo treinta y uno.
Fruncí el ceño.
– ¿Un salmo? ¿De la Biblia?
– Sí.
– ¿Cómo es posible que lo conozca? ¡No se ningún salmo! No los sé en inglés y mucho menos en francés. Pero esas palabras me resultan muy familiares. Debo de haberlas oído en algún sitio. ¿Cómo es que usted las sabe?
– La Iglesia. Cuando era pequeño teníamos que aprendernos muchos salmos de memoria. Pero también tuve que estudiarlos en cierta época.
– ¿Estudió salmos para hacerse bibliotecario?
– No, no; antes de eso, cuando me dedicaba a la historia. La historia del Languedoc. Ésa es mi verdadera especialidad.
– ¿Qué es el Languedoc?
– Toda la zona en la que estamos. Desde Toulouse y los Pirineos hasta el Ródano -sobre el mapa de la servilleta dibujó otro círculo que abarcaba la región de las Cevenas y buena parte del cuello y el morro de la vaca-. Se le puso ese nombre por la lengua que se hablaba aquí en otro tiempo. Oc era su palabra para decir oui. Langue d'Oc.
– ¿Qué tiene que ver el salmo con el Languedoc? Vaciló un instante.
– Sí, no deja de ser curioso. Es un salmo que recitaban los hugonotes cuando les iban mal las cosas.
Aquella noche, después de cenar, le conté por fin el sueño a Rick, y le describí, con la mayor exactitud que pude, el azul, las voces, el ambiente. También me callé algunas cosas. No le dije que había hablado de todo ello con Jean-Paul, que las palabras pertenecían a un salmo, y que sólo soñaba con el azul después de hacer el amor. Como tuve que revisar y escoger lo que le decía, el proceso fue menos espontáneo y mucho menos terapéutico que en el caso de Jean-Paul, cuando todo había brotado de manera involuntaria y con la mayor naturalidad. Ahora que lo contaba más para beneficio de Rick que para el mío propio, descubrí que tenía que darle más forma de relato, por lo que empezó a distanciarse de mí y a adquirir su propia vida imaginaria.
Rick también se lo tomó así. Quizá fuera la forma en que yo lo contaba, pero lo escuchó como si al mismo tiempo estuviera prestando atención a otra cosa, una radio de fondo o una conversación en la calle. No me hizo ninguna pregunta al estilo de las de Jean-Paul.
– Rick, ¿me estás escuchando? -acabé por preguntarle, tirándole de la coleta.
– Claro que sí. Has tenido pesadillas. Acerca del color azul.
– Sólo quería que lo supieras. Es el motivo de que haya estado tan cansada últimamente.
– Deberías despertarme cuando las tengas.
– Es verdad -pero me daba cuenta de que no lo haría. En California lo habría despertado la primera vez sin esperar a más. Algo había cambiado; dado que Rick parecía el mismo de siempre, tenía que ser yo.
– ¿Qué tal van tus estudios?
Me encogí de hombros, irritada al ver que cambiaba de tema.
– Bien. No. Terrible. No. A veces me pregunto cómo va a ser posible que atienda partos en francés. No pude decir la palabra justa cuando el bebé se estaba ahogando. Si ni siquiera soy capaz de hacer eso, ¿cómo voy a asistir a una mujer durante el parto?
– Pero en Estados Unidos atendías a las hispanas sin problemas.
Aquello era diferente. Quizá no supieran inglés, pero tampoco esperaban que yo hablase español. Y aquí todo el equipo hospitalario, todos los medicamentos y las dosificaciones, todo está en francés.
Rick se inclinó hacia adelante, los codos bien anclados en la mesa, el plato a un lado.
– Oye, Ella, ¿qué ha sido de tu optimismo? ¿No irás a comportarte como si fueras francesa, verdad? Ya tengo bastante de eso en el trabajo.
Aunque sabía que acababa de mostrarme crítica con el pesimismo de Jean-Paul, procedí a repetir sus palabras.
– Sólo trato de ser realista.
– Sí, claro. Eso también lo he oído en el trabajo.
Abrí la boca para darle una réplica cortante, pero no lo hice. Era cierto que me sentía menos optimista; quizá estaba asimilando la actitud cínica de los franceses que me rodeaban. Rick daba un giro positivo a todo; era su actitud positiva lo que le había llevado al éxito. El porqué de que la empresa francesa lo hubiera llamado; la razón de que estuviéramos allí. Cerré la boca, tragándome el pesimismo.
Aquella noche hicimos el amor, y Rick evitó cuidadosamente mi psoriasis. Después esperé pacientemente a dormirme y a tener la pesadilla. Cuando llegó fue menos impresionista, más tangible que nunca. El azul colgaba sobre mí como una lámina brillante, balanceándose hacia adentro y hacia fuera, adquiriendo textura y forma. Al despertarme, las lágrimas me corrían por las mejillas y era mi voz lo que resonaba en mis oídos. No me moví.
– Un vestido -susurré-. Era un vestido.
Por la mañana fui corriendo a la biblioteca, pero sólo encontré a la colega de Jean-Paul, y tuve que volverme de espaldas para ocultar mi decepción e irritación por aquella ausencia inesperada. Deambulé, perdida, por las dos habitaciones, seguida por la mirada de la bibliotecaria. Finalmente le pregunté si Jean-Paul aparecería por allí en algún momento del día.
– No, no -respondió, frunciendo un poco el ceño-. Faltará unos cuantos días. Se ha marchado a París.
– ¿París? ¿Por qué?
Me miró, sorprendida ante mi pregunta.
– Se casa su hermana. Regresará después del fin de semana.
– Oh. Merci -dije antes de marcharme. Era extraño pensar en Jean-Paul con una hermana, una familia. Maldita sea, pensé, descendiendo pesadamente las escaleras hasta salir a la plaza. Madame, la de la boulangerie, se hallaba junto a la fuente, conversando con la mujer que me había permitido descubrir la biblioteca. Las dos dejaron de hablar y me miraron un buen rato antes de reanudar su charla. Váyanse al diablo, pensé. Nunca me había sentido ni tan aislada ni tan llamativa.
Aquel domingo nos invitaron a comer en casa de uno de los colegas de Rick, nuestra primera actividad verdaderamente social desde el traslado a Francia, descontando las ocasiones improvisadas y rápidas en las que habíamos tomado una copa con conocidos de Rick del trabajo. Estaba nerviosa y mi preocupación se centró en la ropa. No tenía ni idea de lo que significaba un almuerzo dominical desde el punto de vista francés, ignoraba si había que ponerse de tiros largos o no.
– ¿Tengo que ir bien vestida? -importuné a Rick una y otra vez.
– Lleva lo que quieras -replicaba sin ayudarme en lo más mínimo-. Les dará lo mismo.
Pero no a mí, pensé, si llevo lo que no debo.
Estaba el problema añadido de mis brazos: era un día caluroso, pero no soportaría las miradas furtivas a mi piel deteriorada. Finalmente elegí un vestido sin mangas, de color hueso, que me llegaba hasta media pantorrilla y una chaqueta blanca de lino. Me pareció que con aquel conjunto encajaría más o menos en cualquier ambiente, pero cuando nuestros anfitriones abrieron la puerta de su gran casa en las afueras y vi los vaqueros y la camiseta blanca de Chantal y los pantalones cortos de color caqui de Olivier, me sentí, al mismo tiempo, demasiado arreglada y pasada de moda. Me sonrieron cortésmente y sonrieron de nuevo al aceptar las flores y el vino que les llevábamos, pero me fijé en que Chantal abandonó las flores, todavía envueltas, en un aparador del comedor, y que nuestra botella, cuidadosamente elegida, no apareció en la mesa durante el almuerzo.
Tenían dos hijos, chica y chico, tan corteses y tranquilos que ni siquiera me enteré de cómo se llamaban. Al final de la comida se levantaron y desaparecieron en el interior de la casa como llamados por una campana que sólo los niños pudieran oír. Probablemente se fueron a ver la televisión y, a decir verdad, hubiera preferido acompañarlos: la conversación entre nosotros, los adultos, me pareció aburrida y en ocasiones desmoralizadora. Rick y Olivier pasaron casi todo el tiempo analizando, en inglés, los negocios de su empresa. Chantal y yo charlamos incómodamente en una mezcla de francés e inglés. Yo trataba de hablar sólo en francés, pero ella se pasaba una y otra vez al inglés cuando tenía la impresión de que me perdía. Hubiera sido descortés por mi parte seguir hablando en francés, de manera que me pasaba al inglés hasta que hacíamos una pausa; entonces iniciaba otro tema en francés. El diálogo se convirtió en un cortés forcejeo entre las dos, creo que Chantal disfrutaba un tanto demostrando que su inglés era mucho mejor que mi francés. Y no le interesaban las trivialidades; en el espacio de diez minutos había repasado todos los grandes problemas del mundo y me miraba desdeñosa cuando yo no tenía una respuesta contundente para cada uno de ellos.
Tanto Olivier como Chantal estaban pendientes de las palabras de Rick, aunque yo me esforzaba mucho más por hablar con los dos en su idioma. Pese a todo mi empeño por comunicar, apenas me escuchaban. Pero me molestaba tener que comparar mi actuación con la de Rick: era algo que no había hecho nunca en los Estados Unidos.
Nos marchamos a última hora de la tarde, con besos corteses y promesas de invitarlos a Lisle. Qué divertido sería, pensaba yo mientras nos alejábamos. Cuando los perdimos de vista me quité la chaqueta, empapada en sudor. Si hubiéramos estado en California con nuestros amigos, no habría importado el aspecto de mis brazos. Por otra parte, si estuviésemos aún en los Estados Unidos, tampoco habría tenido psoriasis.
– Vaya, qué gente tan agradable, ¿no es cierto? -Rick inició nuestro cambio ritual de impresiones.
– No han tocado ni el vino ni las flores.
– Sí, pero con una bodega como la suya, no me sorprende mucho. ¡Vaya sitio!
– No estaba pensando en sus posesiones materiales.
Rick me miró de reojo.
– No parecías encontrarte muy a gusto. ¿Qué es lo que no ha funcionado?
– No lo sé. Sólo siento…, sólo siento que no encajo, eso es todo. No parece que sea capaz de hablar con la gente como en Estados Unidos. Hasta ahora, la única persona con quien he mantenido conversaciones normales, además de madame Sentier, ha sido Jean-Paul, y tampoco se trata de verdaderas conversaciones. Parecen más bien batallas, más bien…
– ¿Quién es Jean-Paul?
Traté de quitarle importancia.
– Un bibliotecario de Lisle. Me está ayudando a informarme sobre la historia de mi familia. Ahora mismo está fuera -añadí sin venir a cuento.
– ¿Y qué es lo que habéis descubierto entre los dos?
– No demasiado. Un poco gracias a mi primo suizo. ¿Sabes? Había empezado a creer que tener más información sobre mis antepasados franceses haría que me sintiera mejor, pero ahora pienso que no es verdad. La gente sigue viéndome como americana.
– Eres americana, Ella.
– Sí, ya lo sé. Pero tengo que cambiar un poco mientras estoy aquí.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Porque de lo contrario destaco demasiado. La gente quiere que sea lo que ellos esperan; quieren que sea como ellos. Y de todos modos no puedo evitar que me afecte el paisaje, las personas y su manera de pensar, al igual que el idioma. Todo eso me va a hacer diferente, un poco distinta al menos.
Rick pareció desconcertado.
– Pero tú eres tú -dijo, cambiando de carril tan bruscamente que los coches de detrás tocaron el claxon, indignados-. No necesitas cambiar.
– No se trata de eso. Más bien es cuestión de adaptarse. Es como… Aquí los bares no sirven café descafeinado, de manera que me estoy acostumbrando a tomar menos café de verdad o a prescindir por completo del café.
– Mi secretaria me prepara descafeinado en la oficina.
– Rick… -me callé y conté hasta diez. Parecía tergiversar aposta mis metáforas, empeñarse en ver el lado positivo de las cosas.
– Creo que serías mucho más feliz si no te preocuparas tanto por encajar. A la gente le parecerás bien tal como eres.
– Quizá -miré por la ventanilla. Rick poseía el don de que lo aceptaran sin tener que molestarse en encajar. Era como su coleta: la llevaba con tanta naturalidad que nadie se le quedaba mirando ni pensaba que fuese raro. Yo, por otra parte, pese a mis esfuerzos por encajar, destacaba como un rascacielos.
Rick necesitaba pasar una hora en su despacho; yo había pensado sentarme a leer o entretenerme con uno de los ordenadores, pero estaba de tan mal humor que salí a dar un paseo. La empresa de Rick se hallaba exactamente en el centro de Toulouse, en una zona de calles estrechas y tiendas, llena de domingueros que miraban escaparates. Empecé a callejear, a mirar ropa elegante, joyas de oro, lencería imaginativa. El culto de los franceses por la lencería siempre me había sorprendido; incluso pueblos como Lisle-sur-Tarn tenían una tienda especializada. Era difícil imaginarme llevando las prendas exhibidas, con sus complicados tirantes y encajes y dibujos que destacaban las zonas erógenas del cuerpo. Había algo muy poco americano en todo en toda aquella ritualización del atractivo sexual.
De hecho las francesas de las ciudades eran tan distintas de mí que con frecuencia me sentía invisible entre ellas, fantasma desmelenado que se apartaba para dejarlas pasar. Las mujeres que paseaban por Toulouse llevaban blazers entallados, vaqueros y discretas pero macizas joyas de oro en orejas y cuello. Siempre calzaban zapatos de tacón. El corte de pelo muy cuidado, caro, las cejas bien delineadas, la piel sin defectos. No costaba trabajo imaginárselas con complicados sujetadores o combinaciones, braguitas de seda que dejaban las caderas al descubierto, medias, ligueros. Se tomaban muy en serio su imagen. Al pasar entre ellas sentía que me miraban disimuladamente, que me juzgaban por el pelo hasta los hombros, que estaba tardando un poco más de la cuenta en cortarme, por la ausencia de maquillaje, por las blusas siempre arrugadas, por las ruidosas sandalias sin tacón que me habían parecido tan a la moda en San Francisco. Estaba segura de advertir en sus rostros fogonazos de compasión.
¿Saben que soy americana?, me pregunté. ¿Es tan evidente?
Lo era; yo misma reconocí a la pareja de compatriotas de mediana edad que me precedía a un kilómetro de distancia, sin otra referencia que la ropa que llevaban y su forma de andar. Contemplaban el escaparate de una bombonería y al pasar junto a ellos les oí debatir la conveniencia de volver al día siguiente y comprar algo para llevar a Estados Unidos.
– ¿No se derretirán en el avión? -preguntaba la mujer. Tenía las caderas muy bajas y anchas y llevaba una blusa suelta de color pastel y zapatillas de deporte. Colocaba los pies muy separados y las rodillas juntas.
– No, cariño; a diez mil metros de altura hace mucho frío. No se van a derretir, pero tal vez se aplasten. Quizá nos podamos llevar otra cosa -el varón lucía una tripa considerable, subrayada por un cinturón que la dividía al abrazarla. Le faltaba la gorra de béisbol, pero podría haberla llevado. Probablemente la había dejado en el hotel.
Alzaron la vista y sonrieron alegres, una esperanza iluminándoles la cara. Su ingenuidad me resultó penosa; rápidamente torcí por una calle lateral. Detrás de mí oí decir al varón: «Perdóneme, señorita, sel-vu-plei», No me volví. Me sentí como una niña que se avergüenza de sus padres delante de sus amigas.
Al final de da calle encontré el Musée des Augustins, un viejo edificio de ladrillo que albergaba una colección de pintura y escultura. Me volví para mirar: la pareja de americanos no me había seguido. Entré rápidamente. Después de pagar tuve que empujar la puerta para entrar en un claustro, un lugar soleado y tranquilo, dos pasillos en ángulo recto flanqueados por esculturas y en el centro un jardín muy cuidado de flores, hortalizas y hierbas aromáticas. En uno de dos pasillos había una larga hilera de perros de piedra, hocicos hacia lo alto, aullando alegremente. Di la vuelta a todo el claustro y después me paseé por el jardín, admirando las matas de fresas, las lechugas en hileras muy rectas, el estragón, la salvia, las tres clases de menta y el frondoso arbusto de romero. Me senté, me quité la chaqueta y dejé que las placas de psoriasis se empaparan de sol. Cerré los ojos y durante un rato no pensé en nada.
Finalmente me espabilé y me levanté para ver la iglesia anexa. Era un lugar enorme, tan grande como una catedral, pero se habían retirado todos los bancos, habían quitado el altar y colgado cuadros de las paredes. Nunca había visto una iglesia transformada tan descaradamente museo. Me detuve en el umbral, admirando el efecto del gran espacio vacío que quedaba por encima de los cuadros, abrumándolos y empequeñeciéndolos.
Un destello captado con el rabillo del ojo me hizo volverme hacia un cuadro de la pared opuesta. Un rayo de sol lo iluminaba, y todo lo que yo veía era una mancha azul. Me dirigí hacia él, parpadeante, con el corazón encogido.
Representaba un descendimiento, y Jesús yacía sobre una sábana en el suelo, la cabeza en el regazo de un anciano. Lo contemplaban un hombre más joven, una muchacha con un vestido amarillo y en el centro da Virgen María, con una túnica precisamente del azul de mis pesadillas, que servía para enmarcar un rostro asombroso. El cuadro mismo era estático, una composición meticulosamente equilibrada, cada personaje colocado con sumo cuidado, cada inclinación de cabeza o gesto de las manos medido para conseguir un determinado efecto. Sólo el rostro de da Virgen, centro absoluto de la escena, se movía cambiaba, porque en sus facciones luchaban el dolor y una extraña paz mientras, enmarcada por un color que reflejaba su sufrimiento, contemplaba el cadáver de su hijo.
Todavía inmóvil delante del cuadro, la mano derecha se me alzó bruscamente y, de manera involuntaria, me santigüé. No había hecho nunca un gesto así en toda ni vida.
Miré el rótulo a un lado del cuadro y leí el título el nombre del pintor. No me moví durante mucho tiempo todo el espacio de la iglesia suspendido a mi alrededor. Luego me volví a santiguar, dije «Santa María, ayúdame» y me eché a reír.
Nunca se me habría ocurrido que existiera un pintor en la familia.